Es incuestionable que, históricamente, liberalismo y constitucionalismo han sido
indisociables. Aunque existan precedentes premodernos o protomodernos de ideas en cierto sentido constitucionalistas, que criticaban la extralimitación en el ejercicio del poder y la necesidad de que este se fundase en una autoridad legítima que se ajustase al derecho (la tradición anglosajona del common law, la Escuela de Salamanca, etc.), no será hasta el nacimiento de la Modernidad, esto es, en paralelo al nacimiento de las doctrinas liberales, que se implantará el Estado constitucional stricto sensu. Habida cuenta de que toda forma política tiene alguna “constitución”, a saber, algún presupuesto más o meno tácito que regula el alcance de los órganos de poder y su relación con los gobernados, solo el Estado liberal puede definirse como el primero esencialmente constitucional, pues en él confluyen la explicitación de esa norma fundamental (no siempre escrita de manera sistemática, como muestra el caso de Inglaterra) con los objetivos de hacer valer el “imperio de la ley” y la “división de poderes”. Desde esas coordenadas, la “constitucionalidad” de un Estado ya no solo reside en que respete sus tradiciones jurídicas propias, sino fundamentalmente en que el poder no pueda ser ejercido de forma arbitraria y, sobre todo, en que no invada el ámbito de los derechos y libertades individuales. Como es sabido, y el texto pone pertinentemente de relieve, ese es el fundamento del liberalismo político, no necesariamente del liberalismo económico, al cual no preocupan otros derechos y libertades que los que se deriven del derecho de propiedad, y desde luego al cual no inquieta especialmente la arbitrariedad del poder, siempre y cuando este último derecho permanezca intacto. El Estado constitucional está íntimamente ligado, por tanto, solo a las ideas del liberalismo político. Si una protección exclusiva de los derechos de propiedad genera desajustes sociales y políticos, como sucedió en la primera mitad del s. XX, será coherente con un liberalismo político apostar por el Estado como agente de intermediación social y de resolución de conflictos, con todo el incremento del poder económico del Estado que ello pueda requerir. Tal fue el sentido del así llamado “Estado social”, que amplió y profundizó el Estado liberal con vistas a preservar precisamente su carácter constitucional en un nuevo contexto histórico-social. La pregunta que planteo es que, tras el paulatino desmoronamiento de ese Estado social en sus distintas versiones, el futuro nos depara un escenario en el que el así llamado “neoliberalismo” (al cual cabría llamar, más bien, “post-liberalismo”, en la medida en que abandona muchos presupuestos del liberalismo político) parece estar erosionando todos los consensos necesarios sobre los que se sostienen los pactos constitucionales, deslegitimando las instituciones e incrementando su arbitrariedad, como atestigua la desafección política creciente. Así, pues, lo que la pregunta insinúa es que, o bien el post-liberalismo se autolimita y emprende un profundo proceso de constitucionalización, o bien tendrá que ser una nueva tradición política (tal vez aún por inventar) la que se encargue de preservar los valores constitucionales.
Pregunta sobre Texto 2:
¿Cómo puede articularse el poder constituyente tras la crisis del sistema de partidos?
Un Estado es constitucional, no porque posea algún texto o repertorio de costumbres que
regule su funcionamiento de manera extrínseca, sino porque en la elaboración de esa “constitución” se constituye la comunidad política misma. Afirmar que la Constitución funda y decide significa que encauza el poder constituyente, sin el cual cualquier texto constitucional será papel mojado. Aunque ese sea su momento primigenio, como notan los autores, para perdurar en el tiempo, una constitución precisa de un “ecosistema” político sustentado sobre el pluralismo (esto es, sobre la imposibilidad de que ninguna fuerza política monopolice o fagocite el espacio político) y sobre la responsabilidad (esto es, sobre el compromiso de los actores políticos de respetar las “reglas del juego” y de no utilizar las instituciones con fines partidistas). Las democracias que salieron de la II Guerra Mundial pretendieron cumplir estos requisitos constitucionales mínimos a través de los partidos políticos de masas, que a partir de entonces cobraron una relevancia decisiva y que, en simbiosis con otras instituciones como sindicatos, iglesias, etc., estaban bastante bien arraigados en la sociedad civil. Hoy, en cambio, la propia idea de representación política está gravemente deteriorada, lo cual se debe sin duda a una multitud de factores: a una cierta homogeneización ideológica que aleja a los ciudadanos de la política, a una desconfianza profunda con respecto a la ejemplaridad de los políticos profesionales, a una convicción de que la acción política es completamente impotente ante los desafíos que tenemos por delante, … La lista podría a buen seguro ampliarse. Todo esto nos indica que, en nuestra coyuntura, se hace necesaria una revitalización del poder constituyente, y que esta solo puede tener lugar desbordando el marco del Estado-nación, generando dinámicas de compromiso con e implicación en la res publica que broten del conjunto de la población y, lo que es más importante, que conecten a la ciudadanía de los diversos países, sembrando en ellas la conciencia de que la mayor parte de los problemas que tendremos que acometer, ya en el corto plazo, solo podrán tener una solución internacionalmente coordinada. Desde luego, la Unión Europea parece un marco especialmente adecuado para fomentar dinámicas de ese tipo, pero hemos de aprender a aprovecharlo, y ello pasa sin duda por un “poder constituyente” europeo.