Está en la página 1de 94

(Portada)

En oración con María

POR UN CARTUJO

Sabiduría de la Cartuja
Monte Carmelo
(1ª Página interior)

DOM ANDRÉ POISSON, CARTUJO

En oración con María

31 sermones marianos escogidos


y una meditación sobre un icono

Monte Carmelo
2
Nihil Obstat:
Fr. Marcelino
Prior de Cartuja

Autor:
Dom André Poisson (1923-2005), Padre General de la Orden Cartujana de 1967 a 1997.

Traducción:
Monjas Cartujas de la Cartuja de Santa María de Benifaçà (Castellón de la Plana)
Una Monja Cartuja de la Cartuja Notre-Dame de Reillane (Francia)
Un Monje Cartujo de la Cartuja de Santa María Porta Coeli (Valencia)

Colección “Sabiduría de la Cartuja”


Editorial Monte Carmelo, Burgos 2008
___________________

3
CONTRAPORTADA

En este libro se recogen 31 sermones marianos escogidos y una meditación


sobre un icono. Su autor es André Poisson (1923-2005), que fue General de la
Orden de los Cartujos durante treinta años (1967-1997) y de quien se ha
publicado ya en esta misma colección Acoger a Cristo.
En estos escritos sencillos, de elevada unción y profundidad, Dom André nos
enseña a mirar a María, a orar con y como ella, a descubrirla como maestra
espiritual, a acogerla como Madre, pues ella “no cesa de engendrarnos
espiritualmente a la vida de Cristo”.
Aprendamos, como María, a tener un corazón que escucha al Señor, que
“guarda los misterios de Dios y se recoge en ellos”. Ella nos ayudará a entrar
cada vez más en el interior de la comunión de las Personas divinas y en su
silencio de amor. Es a partir de ese silencio como la vida fraterna alcanza su
plenitud según el corazón de Dios.

4
PRÓLOGO
Cuando el Concilio Vaticano II prescribió la adaptación y renovación de la vida religiosa, la
Orden de los Cartujos tenía como General al Reverendo Padre Dom André Poisson (1923-2005).
Siguiendo pues las decisiones conciliares y con la ayuda del Capítulo General, Dom André inició la
renovación de los Estatutos Cartujanos.
De igual modo obró con las monjas cartujas, a fin de permitirles –según el deseo expresado por
ellas mismas– vivir según los Estatutos renovados de los monjes. Y así, con las necesarias
adaptaciones, los Estatutos de las monjas fueron aprobados en 1973. El Padre General ayudó mucho a
las monjas, tanto en general como individualmente, a encaminarse hacia una mayor soledad como
prescriben sus nuevos Estatutos.
Una de las citas preferidas de Dom André, y que era como un eje en su vida, es la frase de San
Juan: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
Comentándola, subrayaba que san Juan no pone condiciones previas. Es en la medida en que nos
demos a todo hermano, quienquiera que sea, como Dios se dará a nosotros.
El Padre General tuvo sumo interés en abrir, tanto a los monjes como a las monjas cartujas,
nuevas perspectivas sobre el “lazo indestructible entre la más profunda soledad y las relaciones
fraternas que debemos vivir, tanto en comunidad como en el seno de la Iglesia universal”. ¿Cómo
realizar tal cometido? Mediante el amor unificador de Dios, que “reproduce entre nosotros los lazos
existentes entre el Padre y su Hijo o entre el Hijo y cada uno de nosotros”.
En los sermones aquí publicados, Dom André nos muestra que María es la primera que ha sido
introducida por el Padre en la intimidad de las Personas divinas. Ellas están en comunión total,
comunión de la que María participa.
La plenitud de gracia de la que es objeto es la obra del Espíritu viniendo a ella desde el Padre,
plenitud que le confiere la capacidad de entrar en la esfera del amor divino. María es, por encima de
toda criatura, la amada del Señor en la que Él manifiesta su gloria. A través de todas las circunstancias
de su vida, la Virgen ora en su corazón, porque es atraída hacia el interior donde Dios se da a ella.
María vive en función de su Hijo, permitiéndole transformarla a su imagen como y cuando Él quiere.
A fin de que participemos cada vez más de la vida divina, María nos estimula a que, como ella,
tengamos un corazón que escuche, que “aprenda a guardar en sí mismo los misterios de Dios
recogiéndose en ellos”. María “no cesa de engendrarnos espiritualmente a la vida de Cristo”.
El Reverendo Padre Dom André ha querido orientarnos decididamente hacia la Virgen. Es ella
quien nos obtendrá el entrar cada vez más, a partir de la gracia recibida en el bautismo, en el interior de
la comunión de las Personas divinas y en su silencio de amor. Es a partir de ese silencio como la vida
fraterna alcanza su plenitud según el corazón de Dios.
UNA MONJA CARTUJA

5
Capítulo primero

MARÍA, MAESTRA DE ORACIÓN

6
1

MARÍA, MODELO DE ORACIÓN

“Alégrate, llena de gracia” (Lc 1, 28)


Queridos Hermanos:
La liturgia nos pone hoy ante los ojos el relato de la Anunciación cuya simplicidad y
transparencia siempre nos colman de silenciosa admiración. Quisiera hoy, juntamente con vosotros,
considerar esta Palabra de Dios, ante la perspectiva de los votos que dentro de poco un Padre va a
renovar y también del ministerio de acólito que algunos hermanos van a recibir en el curso de la misma
celebración Eucarística.
En lugar de intentar aproximaciones artificiales entre el relato evangélico y los actos que pronto
se efectuarán, prefiero ir de inmediato a la raíz de los mismos: bajo diferentes aspectos se trata de
ofrecerse a Dios, de ponerse a su disposición, en pocas palabras, de adentrarse en una actitud orante
más verdadera y completa.
Tratemos, pues, de tomar como modelo de nuestra oración –de una oración eminentemente
contemplativa– el diálogo entre el Ángel y María. En efecto, el relato se desarrolla precisamente como
un diálogo, pero nos apercibimos con facilidad que la realidad se sitúa en un plano mucho más íntimo,
directamente entre Dios y María. Es a ese relato que hoy quisiera atenerme a fin de aprender un poco a
orar, ya que cuanto más avanzamos, tanto más nos da la impresión de no saber nada al respecto.
***
La relación entre la Anunciación y nuestra oración no tiene nada de artificial. El encuentro entre
Dios, que da su Hijo, y María que lo acoge, es de hecho un acontecimiento clave, es la fuente de la que
siempre emanará el encuentro de toda alma de buena voluntad con Dios Padre. Desde que María dijo sí
al anuncio del Ángel, el Padre continúa proponiendo su Hijo a cada uno de nosotros: ¿quieres
acogerlo?; ¿quieres dejarle nacer en ti mediante una transformación de tu ser profundo?
El logro perfecto del breve diálogo que, con Gabriel como intermediario, nos narra el Evangelio
entre Dios y su humilde sierva, es entonces no sólo un modelo, sino también una fuente viva en la que
alimentar sin cesar nuestra oración, ya que nuestra oración no es más que la prolongación de ese
primer instante en que todo el universo fue transformado cuando Dios dio su Hijo por mediación de la
Virgen.
“El Ángel Gabriel fue enviado por Dios”. Todo empieza siempre del mismo modo: es Dios quien
tiene la iniciativa de la oración. Nunca somos nosotros quienes, a fuerza de puños, nos elevamos a la
altura de Dios. Es él quien viene a nuestro encuentro, sólo él es quien puede alcanzarnos. Si él no se
dirigiese hacia nosotros, nosotros no podríamos jamás encontrarnos ante él. Existen sin duda alguna
momentos privilegiados en que la llegada del Señor es más perceptible a nuestro corazón, pero ya el
Apocalipsis nos advierte que en realidad es él quien permanece a cada instante detrás de la puerta,
esperando que le abramos. Y, según la palabra de Jesús en el Evangelio de San Juan, el Padre nos atrae
a él aún más secretamente, en lo más íntimo de nuestro corazón. Eso da lugar entonces, por nuestra
parte, a una determinada actitud del corazón. Orar no es, pues, una gran tarea, en la que tenemos que
ejecutar cosas complicadas. Orar es dejarse encontrar por aquel ya que está, ahí presente, y que intenta
que nos abramos a su presencia amante.
Como si fuese una sencilla crónica familiar, el relato evangélico prosigue sobre el desposorio de
María y José en la aldea de Nazaret. En definitiva todo es muy prosaico. No busquemos pues elevadas
consideraciones místicas, pero tampoco desdeñemos los pequeños detalles concretos, ya que ellos nos
sitúan simplemente ante la realidad de lo que María es. Dios viene al encuentro de María, de la
sencilla, modesta y discreta Virgen que está prometida al bueno de José. El Evangelio ni tan siquiera
se preocupa de hablarnos de las virtudes de ellos; Dios no viene a nosotros a causa de nuestros méritos,
viene porque quiere encontrarnos. ¿Estamos presentes para acogerlo? ¿No cedemos, con demasiada
frecuencia, a la tentación de comportarnos con él, como hacemos con frecuencia en nuestras relaciones
humanas, ofreciendo a nuestros interlocutores una fachada artificial, una máscara que nos evita
comprometernos?

7
La primera condición para encontrar a Dios es estar presente. Yo, tal cual soy, y no una
profusión de huecos discursos, como tampoco una vana exuberancia de piadosas fórmulas que
encubran el vacío que existe dentro de mí o mi pobreza. Con frecuencia el primer trabajo de Dios no
consiste precisamente en darse a nosotros, sino en descubrir dónde nos hemos encumbrado, para
hacernos descender y poder así finalmente tratar de encontrarnos.
***
No nos detengamos hoy sobre las palabras del Ángel. Ciertamente tienen importancia, pero
nuestro deseo no es hacer profundas meditaciones sobre las realidades que esas palabras desvelan. Lo
que nos interesa es la manera como María acoge al Señor, como reacciona cuando él se le acerca y
como se deja transformar por él.
La primera constatación que se impone es lo escueta que es María en sus palabras. Ella calla,
escucha, reflexiona. Mientras el Ángel explica detalladamente, casi con locuacidad, las maravillas de
Dios, su interlocutora responde con pocas palabras, las más esenciales, las más decisivas y que la
supeditarán completamente.
La reacción de María a las primeras palabras del Ángel siempre sorprende: María se turba, está
perpleja: ¿qué significa todo eso?
Dios nos coge siempre desprevenidos. Dios no es un camarada, no es nuestro igual, ni tan
siquiera después de haberse hecho hombre como uno de nosotros. Dios nos coge desprevenidos no por
juego o por táctica, como si para él fuese una manera práctica de alcanzarnos. Él nos aborda siempre
donde menos lo esperamos, porque por esencia, él es diferente de nosotros. A partir del momento que
se da a nosotros –esperando que con toda lealtad le correspondamos– es inevitable que nos muestre un
rostro insospechado. Dios es Dios. Encontrarlo de verdad conlleva forzosamente una radical
desorientación en relación a todo lo que conocemos, vivimos o nos es habitual.
Tomando las palabras del Evangelio al pie de la letra constatamos que María está completamente
perturbada. Eso implica sin duda un profundo temor, pero también el sentimiento de que ese
interlocutor inesperado trastorna de golpe todos sus pensamientos, e incluso, sin duda, todo lo que
hasta entonces era su manera piadosa de dirigirse al Señor. Todo vuela por los aires, porque Dios deja
simplemente filtrar un reflejo de su rostro. Por la voz del Ángel, Dios ofrece a María una relación
nueva, él le desvela una ternura infinita, la afecta en su centro profundo. De ahora en adelante todo
será diferente para ella.
Tampoco para nosotros la oración puede ser un modo tranquilo de realizar, con poco gasto,
nuestros irrisorios proyectos. Si de verdad aspiramos a encontrar a Dios, sepamos que nuestra
tranquilidad recibirá una sacudida. Aunque hayamos leído todos los autores espirituales de la tierra,
todo eso no es nada ante un verdadero encuentro entre Dios y nosotros. Él solo desea eso. ¿Estamos
nosotros dispuestos a acogerlo a ese nivel?
***
El Ángel prosigue, calma los temores de María, especifica el proyecto del Señor Dios: ella dará a
luz a un Hijo que será el heredero mesiánico de David, el Mesías, que llamarán Hijo del Altísimo.
La respuesta de María, muy sencilla, parece situarse a un nivel simplemente práctico: “¿Como
sucederá eso, puesto que soy virgen?”. En realidad, en el contexto mesiánico en el que el Ángel ha
situado el diálogo, la pregunta de María va mucho más lejos que la simple constatación de la ausencia
de un esposo. ¿Es el mismo Dios que, con todo su poder, intervendrá en ella? Terrible cuestión. Los
temores que ella experimentó desde el primer instante parecen justificados. Y sin embargo es cierto
que ella es virgen; más tarde, cuando su virginidad será divinamente consagrada por la intervención
del Padre, del Hijo y del Espíritu, todas las generaciones cristianas la cantarán como uno de sus
mayores títulos de gloria.
¿Y nosotros? ¿Podemos pretender que nuestro corazón sea virgen al igual que el de María? Mil
veces se nos ha extraviado por caminos turbios; nosotros estamos familiarizados con el pecado.
Cuando el Señor habla de engendrar en nosotros a su Hijo según el Espíritu, ¿no deberíamos quizás, al
contrario de María, decir: “como sucederá eso, puesto que no soy virgen”?
Es verdad que el Padre quiere que su Hijo nazca en nosotros, ya que nos invita a acoger su don,
pero no es menos cierto que, al nivel de nuestro obrar habitual, somos tremendamente impuros, no es

8
necesario ocultarlo o fingir ignorarlo. Nuestro encuentro con Dios es el encuentro de la luz con las
tinieblas; hijos de las tinieblas, nos invitan a ser hijos de la luz. ¿Cómo sucederá eso?
Cuando yo dialogo con Dios, mucho más que durante el diálogo de María con el Ángel, estalla la
tragedia del misterio de la Encarnación. María es un enlace entre Dios y los hombres, pero es un enlace
incompleto, porque no es ella quien podrá franquear la distancia infinita que separa la santidad de Dios
del pecado. Incluso no bastaría todo el poder de Dios, como lo obra en María, para hacer virgen mi
corazón. Sólo la infinita debilidad de su amor es capaz de ello.
Es imposible tomar la Anunciación como modelo de nuestra oración, sin pensar al mismo tiempo
en la sangre del Hijo de Dios en cruz mediante la cual quiere purificarnos.
***
La conclusión del encuentro entre el Ángel y María es de una simplicidad tan desconcertante
como lo han sido las precedentes intervenciones de María: “He aquí la Sierva del Señor; hágase en mí
según tu palabra” y se fue de ella el Ángel. No se desarrolla ninguna gran teofanía como en el Sinaí;
tampoco hubieron serafines cantando “Santo, Santo, Santo el Dios del universo” mientras temblaban
los umbrales de las puertas del Templo.
María ha dicho sí. Externamente no ha cambiado nada. La vida parece seguir tranquilamente su
curso, y sin embargo todo es diferente. El Verbo se ha hecho carne. El corazón de María también ha
sido totalmente transformado: a partir de ahora ella es madre, Madre de Dios. Para siempre estará bajo
la irradiación del Altísimo y habitada por el Espíritu Santo. A partir de ahora su existencia estará
marcada por la actitud que en varias ocasiones nos cita el evangelista: “Ella conservaba esas cosas y
las meditaba en su corazón”.
La Anunciación es para nosotros un “evento-origen”, porque antes ha sido para María el evento
que para la eternidad la ha marcado de manera indeleble hasta lo más profundo de su ser.
Es lo mismo que sucede con toda oración auténtica. La oración no conduce a nada, la oración no
es un fin en sí misma, la oración no es más que una puerta abierta hacia un nuevo itinerario. Dios no se
deja agarrar; él nos ha abierto una nueva posibilidad para buscarlo mejor. La íntima presencia que él ha
establecido en nuestro corazón no es un tesoro sobre el que debemos replegarnos, es un impulso que
debe instigarnos a acogerlo más profundamente. Toda verdadera oración desempeña, modestamente,
en nuestra vida, el papel de “evento-origen”, estableciendo entre Dios Padre y nosotros una nueva
relación, prendiendo en nuestro corazón un destello del que viviremos para siempre.
***
Pueda usted, mi querido Padre, recibir de Dios como un don los votos que va a emitir dentro de
poco: el don de una auténtica oración que le marque para siempre con su sello indeleble. Amén.

Anunciación del Señor 1983 (Renovación de votos)

9
2

LA ORACIÓN DE MARÍA

“La virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”


(Lc 1, 35).
Queridos Hermanos:
María es el modelo de la intimidad silenciosa con el Señor, de una vida en perpetuo contacto con
él. Y sin embargo, cuando queremos saber cuál fue su oración, no sabemos qué decir. Sería demasiado
fácil entregarse a hipótesis gratuitas en este campo que tanto nos atrae. Más que cualquier otro aspecto
de su vida, la oración de María ha permanecido oculta y discreta. El Evangelio, única fuente auténtica
de información, dice bien poca cosa. Cualquier investigación sobre este tema debe emprenderse de una
manera humilde, aprovechando las más tenues luces, ya que se trata de un misterio que el Señor no ha
querido manifestar con claridad. Tratemos hoy de contemplar con este espíritu el misterio de la
Anunciación. Éste es el momento privilegiado del encuentro de Dios y de la Virgen María: tengamos
la certeza de que encontraremos en él indicios seguros, aunque estén extremadamente velados.
El Ángel se presenta de improviso; la joven se turba profundamente y aquél intenta
tranquilizarla: ella es la “llena de gracia”. Luego, sin perder un instante, el mensajero transmite la
noticia que se le ha confiado: “Mira, vas a concebir, darás a luz un hijo (...) Será grande, se llamará
Hijo del Altísimo” (Lc 1, 31-32).
Aún estamos en los preliminares del encuentro entre María y el Señor. Éste, a través de las
palabras del ángel, se hace presente en el Corazón y en el alma de la joven. Ella pide entonces
explicaciones, pues no acierta a comprender: ¿cómo podrá ser madre, puesto que es virgen? Entonces
Gabriel pronuncia las palabras misteriosas con las que intenta expresar lo inefable que está ocurriendo
en María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,
35). Tal es el encuentro del Señor con su humilde sierva. ¿Cómo penetrar en un ámbito tan secreto,
desvelado únicamente con unas pocas palabras?
La fórmula empleada por el ángel parece enigmática a nuestras inteligencias del siglo XX, pero
es muy clara para los que se han formado en la escuela del Antiguo Testamento. La manera con la que
Gabriel evoca la presencia del Señor nos lleva casi necesariamente a una comparación con el día
solemne en el cual él encontró a Moisés en la cima del Sinaí. El poder divino, en cuya sombra penetra
María, ¿no es como otra manera de hablar de la nube en la que Yahvé se revelaba a los hijos de Israel
que habían venido a adorarlo en el desierto?
Aunque no podamos detenernos en los detalles de aquel acontecimiento, es imposible dejar de
evocarlo brevemente, ya que es en cierto sentido la clave que nos permitirá vislumbrar el misterio que
se está realizando en el Corazón de María. El pueblo reunido alrededor de la montaña ha visto los
relámpagos, ha oído los temibles truenos. No se atreve a acercarse y dice a Moisés: “Ve tú solo, pues si
vamos, moriremos”. El Señor lo aprueba y dice a Moisés: “Sí, este pueblo tiene razón, sube tú” (cf. Ex
20, 18-21). Entonces, llamado por Dios por una elección absolutamente personal, Moisés se adentra
solo en la montaña. El encuentro íntimo con el Altísimo sólo puede tener lugar en esta soledad, donde
desaparece la multitud.
Moisés sube al monte; entonces la nube cubre la cima; la gloria del Señor permaneció sobre la
montaña del Sinaí... La gloria del Señor se aparecía a los hijos de Israel bajo aspecto de un fuego
devorador, en la cumbre de la montaña. Entonces el Señor llamó a Moisés que penetró solo en la nube
y permaneció en ella cuarenta días con sus noches (cf. Ex 24, 12-18).
Eso es lo que evocan las palabras del ángel anunciando a María que iba a ser cobijada bajo la
sombra del Altísimo. Ella también, a causa de una vocación especial, es llamada a penetrar en la
soledad total que da acceso al Señor: debe entrar en la nube ardiente, en cuyo Corazón reside el
Todopoderoso.
***
Este parangón que acabamos de hacer entre María y Moisés es impresionante, pero nos deja un
tanto insatisfechos. En la conversación serena entre María y el Ángel encontramos una luz distinta de
la que irradiaba la cima del Sinaí. Ya no son relámpagos, no es el trueno. Es una luz más profunda la
10
que brilla, y que presentimos penetra mucho más lejos que la comunicada a Moisés. En efecto, según
San Pablo, cuando se lee el Antiguo Testamento sin superarlo, siempre queda como un velo. Con
Cristo desaparece este velo. Este velo cae al convertirnos al Señor.
¿Y no es precisamente esto lo que se produjo por primera vez, hoy, cuando el ángel invitó a la
Virgen a penetrar en la intimidad del Altísimo? Fue entonces el momento de la llegada de Jesús, es
decir, cuando se hizo posible la conversión de que habla San Pablo. María escapó entonces a la ley de
servidumbre que era la del Antiguo Testamento, “pues el Señor es Espíritu y allí donde está el Espíritu
del Señor está la libertad” (2 Co 3, 17). Ella penetró desde ese momento con pleno derecho en la
libertad divina, realizándose sin reservas en ella lo que dice San Pablo: “Nosotros todos, con la cara
descubierta, reflejamos y contemplamos la gloria del Señor y así nos vamos transfigurando en esta
misma imagen con resplandor creciente” (2 Co 3, 14-18).
María entró, pues, en las tinieblas sagradas y se encontró en el Corazón de la nube y del fuego
devorador. Pero llegó mucho más hondo: atravesó el velo (Hb 6, 19). Por primera vez y para siempre
penetró en la intimidad silenciosa de las divinas Personas. No intentemos imaginar en su Corazón o en
su espíritu profundas meditaciones teológicas. Superando las palabras y las ideas, se la hace partícipe
del Espíritu que desciende sobre ella; queda investida del poder de Dios que la cubre; y aquel a quien
concibe se llama Hijo de Dios.
La oración de María, según lo que podemos presentir, consiste en entregarse en manos de Dios.
Él mismo se comunica a ella, transformándola. Tal es el sentido de las palabras de San Pablo evocadas
hace un instante: llegar a una transfiguración, a adquirir un nuevo ser al ponerse en contacto con la
verdad y la libertad divinas (2 Co 3, 18). Su ser espiritual, lo mismo que su ser físico, no será lo que
era antes. Ella ha establecido su morada en la intimidad silenciosa de las tres Personas divinas que no
son más que comunión, que no son más que participación y con la cual ella comulga en plenitud (1 Jn
1, 3).
Mientras que María se ve así colocada en la intimidad divina, el ángel termina su mensaje. La
respuesta es sencilla: “Soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho” (Lc 1, 38). Después
de semejante acontecimiento, esperaríamos que la Virgen María se sumiera en una interminable acción
de gracias silenciosa, para vivir en lo más íntimo de su Corazón la realidad de lo que acababa de
conocer. Pero no es así: María se pone en camino y a toda prisa va a los montes de Judá para visitar a
su prima Isabel. No nos sorprendamos: este viaje no interrumpe la oración de María; al contrario, es la
forma normal de proseguirla.
En el seno de la comunión con las Personas divinas, María descubre que Isabel, hasta el presente
su prima según la carne, se ha convertido ahora en su pariente según la gracia, a causa de la
intervención divina que las ha afectado a las dos. Una unión nueva, fundada en la comunión del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, se ha entablado entre María e Isabel. No hay oposición sino continuidad
entre la intimidad silenciosa de los Tres y la necesidad de manifestar a Isabel la realidad del vínculo
que las unirá en lo sucesivo. Este amor recíproco que van a manifestarse no es más que la
prolongación del amor que María ha descubierto como el lazo que une a las tres Personas que se han
revelado a ella.
Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno y la anciana se llenó del Espíritu
Santo. Desde ahora, ambas van a compartir el don de lo incomunicable. Se intercambian unas palabras
de alegría, cantan la gloria del Señor, se regocijan en la acción de gracias. Pero todo esto es muy
inferior a la realidad que están viviendo, y que no es solamente lo que sienten en lo más íntimo de su
ser, en el fondo de sus corazones, ni únicamente la presencia de sus hijos santificados, que las
transforman, sino además el intercambio de afecto que ahora las une. Esos sentimientos no son más
que una sola cosa, y ésa es la oración de la Madre de Dios.
Añadamos que esta caridad no se limita a un simple intercambio de buenas palabras. “María
permaneció con Isabel tres meses”, dice el Evangelio: precisamente en la época en que su prima,
próxima a dar a luz, necesitaba ser ayudada. No es forzar el sentido de las palabras el establecer una
estrecha continuidad entre el instante único en el cual María recibió el mensaje del ángel y los
humildes servicios que prestó a su prima.
Para concluir, intentemos sacar algunas orientaciones útiles para nuestra propia vida. Las
reflexiones que acabamos de hacer sobre la oración de María la colocan lejos, muy lejos de nosotros,
pero al mismo tiempo muy cerca. María es la puerta del cielo, el acceso al santuario íntimo de Dios,
11
puesto que ella fue la primera en franquearlo, en el momento en el que el Hijo estableció en ella su
morada. La vida contemplativa, la existencia consagrada a Dios, sólo se encontrará bajo la sombra del
Altísimo, en la medida en que se coloque en la dependencia de la Virgencita de Nazaret.
María es también como un símbolo de nuestra vida. Llamada por Dios, lo mismo que Moisés, a
la soledad completa para encontrarle, descubre en el seno de la comunión divina la raíz concreta de
una comunión con la humanidad, cuyas exigencias prolongan y profundizan el sentido de su propia
oración.
Dejémonos, pues, guiar por la Virgen María: que ella con su sencillez, y su transparencia ante el
Señor, nos transforme y nos transfigure a nosotros. Amén.

Anunciación del Señor 1977

12
3

LA ORACIÓN DE MARÍA Y NUESTRA ORACIÓN

“Junto a la Cruz de Jesús estaba de pie su Madre”


Queridos Hermanos:
Mientras Jesús, sumo Sacerdote de los bienes futuros (Hb 9, 11) se ofrecía en sacrificio al Padre,
María permanecía junto a Él.
La presencia de la Virgen purísima al lado de su Hijo en el Calvario está íntimamente vinculada
a su Inmaculada Concepción. Este privilegio, en efecto, le fue concedido por Dios como fruto
totalmente gratuito de la Redención antes de que se realizara. Sin embargo, el Padre de toda bondad no
quiso que esta gracia fuera concedida a María sin que ella aportara su participación. María no debía
limitarse a aceptarla siendo consciente del don maravilloso que le era concedido, sino que el Padre,
con suma delicadeza, quiso que ella colaborara en el acto mismo de Jesús gracias al cual ella fue,
desde el primer instante, totalmente pura e inmaculada. María en el Calvario está asociada a Jesús: el
sacrificio de ambos es un único sacrificio, pues único es el amor que les une.
En esas horas dolorosas la oración de María alcanza una suprema perfección. El don de sí
misma, la gloria tributada al Padre, la unión con Cristo, todo eso se realiza de un modo insuperable.
Contemplemos desde estas perspectivas la oración de la Virgen y dejemos que inspire nuestra propia
oración.
***
La actitud de la Madre de Jesús en el Calvario sorprende por su extrema sobriedad. Era
imposible que el evangelio dijera menos acerca de ella, a la vez que nos comunica el secreto que debía
transmitirnos. “María estaba de pie junto a la cruz” (Jn 19, 25). Esto es todo lo que nos dice sobre su
participación exterior en el Misterio. En todo lo que añadirá después, el papel de María es
aparentemente pasivo. Jesús le habla: no hay respuesta por parte de ella. Tan sólo se dice que el
discípulo la recibió en su casa, y no es mucho forzar el sentido de las palabras afirmar que ella se deja
llevar por el discípulo a su casa.
¿Cómo no sorprendernos de la distancia casi infinita entre esa extrema pobreza de participación
exterior y la máxima cooperación a la obra del Padre, del Hijo y del Espíritu que María aporta en esos
momentos? Entonces no es más que una sola cosa con Jesús inmolado; desde lo más hondo de su
corazón ella está unida al sufrimiento del Padre que ha venido a buscar al hombre sumergido en el
pecado y será la primera en recibir el Espíritu entregado por Jesús pocos instantes después cuando todo
quede consumado (cf. Jn 19, 30).
El Calvario, hemos dicho, es la clave que permite penetrar en el misterio de la Inmaculada
Concepción. Pero, a su vez, solamente esa pureza prístina de María puede hacernos comprender el
silencio absoluto de la Virgen en esos instantes en que su existencia terrena alcanza su cumbre.
Por su pureza original, la persona de María ha estado desde siempre en un estado de radical
transparencia ante la mirada de Dios. Entre ella y su Creador no hay velo alguno, no hay ni una
sombra. La luz y la vida penetran hasta lo más íntimo de su ser. Desde que existe, se sabe amada,
bañada en la luz, inundada por la vida. Desde los primeros días de su infancia, cuando su conciencia se
expresa con las manifestaciones más elementales, María tiene una experiencia perfectamente pura de
la vida humana. Todo en ella se desenvuelve de modo ordenado, en plena conformidad con la
sabiduría y el amor de Dios. Su corazón y su inteligencia permanecen espontáneamente en armonía
con la vida divina.
La oración resulta en cierto sentido connatural en la existencia de María. La experiencia que
tiene de Dios en su vida se identifica con la experiencia que hace de su propia existencia. Cuanto en
ella percibe, cuanto en ella descubre, le resulta ser una transparencia del don divino. Incluso cuando
camina en la oscuridad de la fe o se enfrenta con la austeridad de la esperanza que no alcanza a ver lo
que espera, siempre permanece perfectamente al unísono con el Padre.
Las palabras que san Lucas nos repite varias veces son un eco de la actitud que brota
espontáneamente en María: “Ella conservaba y meditaba en su corazón todas las cosas” (Lc 1, 19). El
13
estado normal de María es guardar en su corazón el misterio inexplicable del que se nutre
continuamente: el silencio es connatural en la Virgen, porque su mirada se halla irresistiblemente
atraída hacia el interior, hacia ese lugar donde advierte que existe bajo la claridad del rostro del Padre.
Hablar de la oración de María en estas condiciones es evocar un continuo adentrarse en su
corazón. A través de las circunstancias de su existencia, tanto las más profanas como las más sagradas,
la Virgen ora en su corazón. Su espontánea experiencia de recogimiento quedó consagrada con la
presencia corporal del Verbo en su seno. Tanto en su ser más sensible como en la parte más espiritual
de su alma, todo la orientaba hacia el interior donde Dios se había entregado a ella con una experiencia
de la que nadie puede osar hablar, pues nunca ella ha desvelado el secreto.
***
La tradición cristiana siempre ha visto en la Madre de Dios a la Madre de los fieles. María es mi
Madre. ¿Cómo imaginar esta su nueva misión sino como una prolongación de lo que ella era mientras
vivió en la tierra?
La Virgen se manifiesta a quienes ama con extrema discreción. Por decirlo así, nunca aparece en
escena; su papel es ser la transparencia a través de la cual pasará la gracia que se le ha encargado
comunicar. María no es más que pura transparencia del Espíritu. El ángel de la anunciación le dijo: “El
Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35), y desde entonces permanece investida del Espíritu del
Señor. Él es quien obra en ella: son los frutos del Espíritu lo que recogemos, aunque los encontremos
en ella.
María parece no tener otra meta que la de hacerse olvidar, hasta tal punto está identificada con lo
que revela. Si queremos descubrirla, contemplemos a su Hijo: en Él se nos manifestará ella. San Juan
habla de María sencillamente como de “la Madre de Jesús”: existe en nuestra vida porque es la Madre
de su Hijo, porque vive en función de Él. Bajo esa forma velada, casi tan misteriosa como el Espíritu,
María viene a nosotros, sin hacer ruido, sin hacerse casi notar, pero con la íntima eficacia de una
madre que conoce el corazón de sus hijos.
Hemos subrayado hasta qué punto la vida de María se desarrollaba dentro de una línea
permanente de interioridad; también de ese modo viene a nosotros. Unificada en una actitud de atenta
escucha interior sin que la multiplicidad de las actividades visibles la distraiga o disperse, María
necesariamente nos conduce en la misma dirección.
María es un llamamiento continuo a mayor interioridad, a una vida de oración que nos unifique y
nos recoja en nuestro centro. La oración de la Virgen tenía lugar en su corazón, en ese lugar donde su
reflexión la mantenía permanentemente y en donde se había realizado su encuentro con Dios por la
presencia del Verbo en su seno. Por eso, el corazón de María habla a nuestro corazón. La experiencia
de oración que ella hizo no puede comunicarse con palabras sino a través de otra experiencia.
Permanezcamos atentos, disponibles, de modo que sin ruido alguno pueda ella modelarnos a su
imagen.
La Concepción Inmaculada de la Madre de Dios, que se despliega en luminosa virginidad,
confiere a María una especie de supremacía permanente frente a todo lo creado. La libertad total que
conserva respecto a cualquier criatura, pues no hay ninguna que la tenga bajo su dependencia, le
permite asumirlas a todas con plena lucidez. María ve cada cosa en la verdad y le concede a cada una
su verdadero lugar en el amor. Su mirada se posa sobre nosotros de ese mismo modo: al ser
perfectamente virgen, es capaz de asumirnos por muy complicados, turbados o manchados por el
pecado que estemos. Al integrarnos así en su amor, nos hace partícipes de su propia luz.
María es Madre. A una madre, le corresponde ser extremadamente discreta. Su papel no es el de
imponerse; una madre no es propietaria de su hijo, sino que está destinada a permitirle que alcance su
plena personalidad. Es el hijo quien, por propia iniciativa, debe recurrir a su madre, abrirse a su amor,
recibir lúcidamente el apoyo del corazón maternal. El breve diálogo del Calvario nos sitúa en estas
perspectivas. Con una sola mirada, Jesús ve a la Madre y al discípulo que ama. Esa mirada es
unificadora, crea entre ellos un vínculo que su palabra va a revelar: “Tu hijo, tu Madre”. Pero no
pertenece a María dar el primer paso para presentarse como Madre del discípulo; es él quien
libremente la acoge en su casa, porque quiere ser su hijo como Jesús se lo ha encomendado.
María se presenta como Madre nuestra con la misma reserva, sin imponerse. Será efectivamente
Madre en nuestra existencia en la medida en que decidamos acogerla en nuestra casa, y entonces
14
intentará ayudarnos a encontrar nuestra verdadera personalidad: ser los hijos engendrados a la vida por
la sangre de su Hijo.
***
Después de hablar de la oración de María y de su modo de venir hacia nosotros, veamos cómo
secundar su acción y transformar nuestra propia oración.
La perfecta transparencia de María al Espíritu pone en evidencia el desorden de nuestro ser tan
agitado, dividido, mancillado por el pecado. Subrayar demasiado ese contraste resultaría casi
descorazonador, pues vemos de inmediato hasta qué punto sería vano querer copiar a la Virgen. Hay
que recibir la gracia que María nos procura adaptándola a nuestra condición, pues ella es mensajera de
la misericordia del Señor.
El Padre ha enviado a su Hijo para que venga a buscarnos donde realmente estamos: en nuestra
pobreza. No se trata de encontrar en nosotros una perfecta transparencia al Espíritu, sino de dejar a la
mirada cariñosa del Padre descender hasta nuestro interior y permitir a su mano que nos levante. La
transparencia de la que nos beneficiamos es precisamente la del corazón de Dios, que no ha aceptado
verse separado de nosotros. Si queremos que se cumpla en nosotros su obra, tengamos el suficiente
valor y amor a la verdad para reconocernos tal cual somos. Aceptar esa realidad no siempre será fácil,
pero es la única actitud que nos sitúa al unísono con Dios. Si nos vemos como Él nos ve seremos
arrastrados en la corriente de su amor.
Hemos hecho demasiado hincapié sobre la actitud de interioridad de la Virgen para no sentirnos
atraídos por ella. María es maestra de oración interior que nos conducirá necesariamente a unificarnos
en una silenciosa actitud de escucha. Nuestro corazón aprenderá de ella a conservar en sí mismo los
misterios de Dios y a centrarse en ellos. Superando las impresiones y movimientos de la sensibilidad,
yendo más allá de las propias divisiones y actividades, María nos encaminará hacia la oración
continua, tal como ella la aprendió de su Hijo presente en su corazón. En este ámbito no existe una
receta ya preparada. La oración del corazón, tal como la presenta María, se comunica más que se
enseña. Así como ella la recibió de Jesús, está dispuesta a transmitírnosla si nos mantenemos flexibles
y maleables en sus manos.
Desde lo alto de la cruz Jesús dijo a la Madre: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). ¿Qué significa
para nosotros tener una actitud de hijo hacia María? Evitemos ciertas orientaciones psicológicas
ambiguas que pretenderían imitar servilmente la actitud de un niño con su mamá. Jesús y María nos
piden algo más grave y más serio. Hemos de aceptar convertirnos por el Hijo y en el Hijo, en personas
que se dejan engendrar por Dios en la fe. Dejarse engendrar, es decir, renunciar a poseer como cosa
propia una santidad de contornos estables bien definidos, en la que podríamos apoyarnos. Dejarse
engendrar es vivir disponibles en el momento presente para recibir del mismo Dios su propia vida. En
cierto sentido, esto supone no esperar NADA, ya que lo que se nos ha prometido es Dios mismo: “Mi
Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).
La maternidad de María consiste en permitirnos cooperar en este misterio tan puro, sin tener que
abandonar el nivel de nuestras capacidades cortas y limitadas. María está plenamente dispuesta a
compartir con nosotros la experiencia tan sencilla de su vida, en la que se daba una especie de
identidad entre los detalles de su vida cotidiana y su adentrarse con plena libertad en el misterio del
amor del Padre. Dejémosle el cuidado de arrastrarnos tras ella.
***
¿Qué conclusión dar a estas reflexiones sino volver al texto del Evangelio del que hemos
partido? “En aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 27). No podemos entrever otra
perspectiva; la invitación de Jesús nos concierne a nosotros tan directamente como al discípulo: “Ahí
tienes a tu Madre” (Jn 19, 27). Pero nos corresponde a nosotros dar el primer paso e invitarla a
compartir nuestra morada. Ojalá venga ella a iluminarla y a convertir nuestra oración en prolongación
de la suya. Amén.

Inmaculada Concepción 1976

15
4

LA VIDA DE ORACIÓN

“En María la Iglesia contempla como una imagen purísima


de lo que ella misma desea y espera llegar a ser”
(Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 103)
Queridos Hermanos:
La Asunción de María nos llena el corazón de alegría, porque celebrarnos la gloria de la Madre
de Dios que es nuestra madre, y porque nos deja presentir algo de la inmensa alegría que brota de su
propio corazón. Y sin embargo, debemos abordar este misterio con suma discreción. Así como la
Sagrada Escritura es sumamente discreta al hablarnos sobre el estado de Jesús glorificado, igualmente
sólo nos ofrece algunos pormenores sobre el tema de María. Sin embargo, la Iglesia nos dice, por la
voz del Concilio: “La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo
y en alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así
en la tierra precede con su luz al Pueblo de Dios peregrino como signo de esperanza cierta y de
consuelo hasta que llegue el día del Señor” (Lumen gentium, 68).
Fiados en esta afirmación de la Iglesia, pidamos a María que nos ayude hoy para reconocer en
ella “la imagen y el principio” de nuestra vida monástica. María es contemplativa. Es solitaria. Está en
perfecta comunión con los hijos de Dios. Estas son las tres perspectivas que contemplaremos.
***
María, en la gloria, es contemplativa. Es, incluso, la contemplación por excelencia. La única
experiencia que tenemos de la vida contemplativa es aquella de la que habla San Pablo: “Ahora vemos
en un espejo, en enigma. (...) Ahora conozco de un modo parcial” (1 Co 13, 12). Todo lo que podamos
decir o experimentar de la vida contemplativa será solo un esbozo muy imperfecto de la realidad
definitiva. Mientras estemos sometidos a las condiciones de la carne mortal, únicamente podremos
desear una realidad que siempre se nos escapará. Esa no es ya la condición de María. En ella se realiza
ahora lo que San Pablo anunciaba: “Entonces veremos cara a cara. (…) Entonces conoceré como soy
conocido” (1 Co 13, 12). Lo que será verdad en todo cristiano, le fue dado a María desde el instante en
que Dios la llamó a él en la gloria. No sólo goza de ella de la misma manera que gozará todo cristiano,
sino que goza como Madre de Jesús, es decir, con una capacidad casi ilimitada de dejarse transformar
por la presencia de su Hijo. En verdad, todos los velos y todos los lazos que forman parte de nuestra
experiencia cotidiana han desaparecido para María: estar en la luz para ella no es una palabra vana;
ella no es más que luz.
Quizá podamos intentar humildemente ir un poco más allá de esta primera consideración sobre el
brillo con que está inundada la Santísima Virgen. ¿No era en ella en quien pensaba Jesús en primer
lugar cuando decía a su Padre: “Tú me los has confiado; quiero que donde yo esté, también ellos estén
conmigo y contemplen mi gloria, la que tú me has dado”? (Jn 17, 24). Al hacer esta plegaria Jesús sabe
ya que la gloria de la que gocen los bienaventurados no será jamás más que un reflejo de su propia
gloria, y no sólo una gloria increada e inasequible sino la gloria que ya habían entrevisto los discípulos
en la Transfiguración: la irradiación de la divinidad manifestándose a través de una carne como la
nuestra. Sin embargo, eso era sólo un esbozo lejano e inesperado de la realidad a la cual se preparaba
Jesús: el esplendor de la gloria divina, en su humanidad transformada por la Resurrección. Su cuerpo
de carne, desgarrado por el sufrimiento, se ha convertido ahora en la imagen perfecta y eterna de la
divinidad, habiendo vencido todos los obstáculos, superándolos y transformándolos en una maravillosa
transparencia del misterio divino.
Ese es desde hoy el objeto de la contemplación de María. Todas las capacidades de su corazón
humano, todas las disponibilidades de su inteligencia encarnada, todas las posibilidades de su
sensibilidad para descubrir lo bello, todo eso se ha hecho apto para recibir a Dios, para comunicarse
con él, en su Hijo. “Padre justo, aunque el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y también
éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 25-26). ¿Quién ha
conocido a Jesús tan bien como María? ¿Quién ha reconocido en él al enviado del Padre mejor que

16
ella? Su corazón de madre, la intimidad de los largos años pasados al lado de Jesús, el sufrimiento
compartido con él, todo eso es el punto de partida de ese descubrimiento sin cesar renovado del que
goza la Virgen María: su Hijo le comunica directamente el amor con que el Padre lo ha amado, para
que este amor esté en ella, y él, Jesús, esté en ella.
Tratemos aún de considerar bajo otro ángulo ese feliz encuentro. La glorificación de María es su
participación en el misterio pascual de Jesús. Éste es una realidad permanente y definitiva; es el
encuentro inconcebible entre un hombre creado y la santidad de Dios que lo transforma por la
irrupción en todas sus capacidades de la gloria eterna del Hijo increado. Un misterio análogo se
cumple en María por reflejo de aquel del cual Jesús es el primer beneficiario. Recordemos lo que dice
San Juan sobre esto: “Amigos míos, hijos de Dios lo somos ya, aunque todavía no se ve lo que vamos
a ser; pero sabemos que cuando Jesús se manifieste y lo veamos como es, seremos como él” (1 Jn 3, 1-
2). He ahí el efecto definitivo de la contemplación de María. No es únicamente un objeto extraño a ella
el que le comunica su gozo, sino su ser profundo transformado por medio de una dependencia siempre
nueva que se establece entre ella y el Padre. María es verdaderamente hija de Dios, y eso de una
manera lo más totalmente posible, porque ella ve con sus ojos al Hijo y esta visión sin intermediario la
transforma en su imagen. La contemplación, tanto en el cielo como en la tierra, no consiste en pensar,
en decir o en hacer: consiste sobre todo en dejarse transformar por la vida divina que irrumpe en
nosotros.
***
María no es solamente contemplativa; es también solitaria. Estamos ante el aspecto de un
misterio que nos resulta poco familiar. Nuestra imaginación se deja llevar fácilmente por las
concepciones de los artistas: se ve siempre a la Virgen en medio de un revolotear de ángeles, entre una
procesión de santos y bienaventurados, rodeada de una corte celestial que la acompaña. ¿Qué hay de
realidad en esta imaginería fácil? ¿No sabemos, por el contrario, que María es la única criatura que ha
recibido de Dios, en dependencia de su Hijo, la gracia de ser glorificada desde ahora en su cuerpo? No
se trata de un simple accidente secundario. ¿El misterio pascual no se caracteriza precisamente para
Jesús por el hecho de que se ha “levantado” con el cuerpo que acababa de sufrir y de morir?
En primer lugar, la Resurrección de Jesús sobre todo se nos presenta como el misterio de la
glorificación de su ser encarnado. Muestra a Tomás sus manos y sus pies agujereados; le invita a meter
su mano en el costado abierto. Su gloria es plenamente la de un hombre de nuestra raza y a ese nivel es
al que ha elevado a María. Ella está glorificada, goza de la felicidad de ser hija de Dios en su
humanidad, en la misma que dio vida humana al Verbo encarnado. Pero esto es precisamente lo que
constituye la soledad de María: ella es el único ser humano, en el pleno sentido de la palabra, que
contempla a Jesús. Único e incomunicable es su intercambio de amor: su contemplación no tiene com-
paración, ya que la de los ángeles y bienaventurados se sitúa a otro nivel. Hay en ésta una intimidad,
inconcebible para nuestra imaginación, pero que la fe nos invita a considerar: María, al asumir la
universalidad de la creación en su frágil cuerpo, recibe la plenitud del don divino a través del cuerpo
igualmente frágil de su Hijo.
Este descubrimiento debe ayudarnos a captar el sentido de la única verdadera soledad. Esta no es
una huída ni una evasión de la realidad de lo que somos. Es el atractivo exclusivo ejercido sobre
nuestro ser por el Hijo de Dios. María se encuentra solitaria en presencia de Jesús, en virtud de un don
totalmente gratuito de éste. Por amor la ha llevado más allá de su condición mortal, y la ha
transformado a su semejanza. Como demasiado lleno de su gloria divina de la cual rebosaba, a su vez
la ha remodelado en esta gloria. La unidad interior de que goza como Hijo único del Padre, desborda
sobre su Madre: su ser humano queda plenamente unificado en virtud de la irradiación que fluye de su
Hijo sobre ella. En esta soledad en la cual, en cierto modo, no tiene más que un único objeto que
contemplar, todas sus capacidades humanas están colmadas, alcanza la plenitud de todo lo que Dios
podía darle. Y eso es la soledad: llegar a ser al fin uno mismo, simplemente porque Dios se encuentra
en el centro de esta soledad, entregándose a nosotros en la humanidad de Jesús.
La soledad gloriosa de la Madre de Dios nos ayuda a presentir lo que espera la Esposa del
Cordero en los siglos eternos. “En María, nos dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia admira y ensalza
el fruto más perfecto de la Redención y contempla con alegría como una imagen purísima de lo que
ella misma, toda entera, desea y espera llegar a ser” (Sacrosanctum Concilium, 103). La humilde
Virgen María, revestida de gloria, sola con su Hijo, es la imagen más perfecta que podamos concebir
17
de lo que será la Iglesia un día. El Apocalipsis nos la presenta como una Desposada descendiendo de
junto a Dios para celebrar sus bodas con el Cordero. La imagen nos seduce y nos choca al mismo
tiempo, pues casi no sabemos conciliar muchedumbres de bienaventurados que constituyen la Iglesia,
con la representación de ella como de una persona única. ¿Verdad que es en María donde se encuentra
la respuesta?
Lo mismo que María se encuentra perfectamente unificada por la irrupción en ella de la gloria
única de su Hijo, también toda la Iglesia no será ya, el día de su glorificación, más que la irradiación
única de la gloria que le viene del Cordero. Toda división entre nosotros desaparecerá, aunque seamos
entonces más que nunca seres personales. Los lazos que nos unirán no serán más que un reflejo de esta
gloria única, sin que nada los empañe, sin que nada dé la impresión de oposición o de división. La
Iglesia no será más que una unidad perfecta, en contemplación ante aquel que se entrega a ella.
Entonces podremos hablar con toda verdad de la soledad de la Iglesia: igual que la Virgen-Madre, la
Esposa estará plenamente colmada, plenamente atraída por la luz del Cordero y ya no le será posible
separarse de él, no le será posible encontrar otro punto de contacto fuera de él. La carne del Hijo de
Dios será el centro del universo. Todo procederá de ella y volverá a ella.
***
La Virgen gloriosa es pues contemplativa; igualmente es solitaria. Y eso la lleva a vivir en
comunión perfecta con todos sus hijos. Esta comunión le viene de que su estado fundamental es
precisamente estar en comunión con su Hijo, de tal suerte que entre ellos se reproduce la comunión
eterna del Padre y del Hijo. Mientras más se hunde la Virgen María en la soledad de la intimidad con
su Hijo, más se convierte en comunión, entrega, don de sí misma. Hay una continuidad perfecta entre
lo uno y lo otro. María sabe que la plenitud que la ha invadido no es un bien propio, sino una riqueza
de vida en la cual deben participar todos los que por la fe en Jesús son llamados a ser hijos de Dios. Su
primer título de gloria, el ser Madre de Dios, hace de ella un ser totalmente abierto a los demás. Cuanto
más la contemplemos en lo que tiene de íntimo y de profundo, más la descubriremos en estado
permanente de don de sí misma a todos los que están dispuestos a acogerla.
El Concilio Vaticano II nos propone perspectivas iluminadoras sobre esta idea: “La Iglesia en la
Bienaventurada Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga; los fieles,
en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado, y por eso levantan sus ojos
hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes” (Lumen
gentium, 65). La Asunción no es para nosotros un misterio lejano, un acontecimiento del pasado que
aureola a la Virgen María con un brillo inmutable. La Asunción es la realidad actual de María en
comunión con Jesús y derramando sobre nosotros esa intimidad, para que penetremos y participemos
en ella.
Como todo cristiano, tenemos en la Cartuja la seguridad de sabernos amados por María, de
recibir por ella la vida que Jesús nos comunica y, por tanto, en cierta manera, de considerarnos como
sus hijos privilegiados. No es esto una vana fórmula oratoria, pues para una madre cada hijo es único y
se ve rodeado de un afecto no comparable a ningún otro. No es, pues, pretensión desorbitada el ver en
ella la fuente viva, la luz que ilumina nuestro camino para responder aquí abajo a la llamada que el
Señor nos ha dirigido. Ser contemplativos en la soledad, ser solitarios en comunión, tal es nuestro
lugar en la Iglesia de Dios, y eso es igualmente lo que nos une a María de una manera particular. Lo
que nos esforzamos por realizar lenta y humildemente, en la monotonía de los días, es lo mismo que
María vive en la luz, en el instante ininterrumpido de la gloria de Dios. Sepamos, pues, encontrar en
ella el apoyo discreto y permanente que necesitamos para ser en verdad cautivados por Dios,
iluminados con su brillo en la fe, en plena comunión con todos nuestros hermanos.
***
Las reflexiones que acabamos de hacer nos han hablado abundantemente de la gloria de María,
de la luz con la cual está inundada, de las riquezas divinas de que está llena. Todo esto puede darnos la
impresión de que la Virgen se encuentra en un mundo irreal, un poco mágico, y ciertamente muy
alejado de nuestro humilde cotidiano en el que nos esforzamos por vivir, nosotros también, la
búsqueda de Dios.
Insistamos, pues, para concluir sobre un último aspecto de la relación entre María y Jesús. Todo
lo que dice el Evangelio nos muestra con certeza que nada puede tejerse entre ellos que no esté hecho
de sencillez, de verdad sin complicación. El vínculo que los une ahora en el cielo se expresa, pues,
18
ciertamente con una gran pobreza de medios, que excluye todo montaje, toda exteriorización artificial.
En el corazón de esa sencillez encontraremos a María cada día, cuando caminamos por vías pobres y
sobrias. Que éstas no nos parezcan estar lejos del Paraíso; al contrario, son ellas las que nos preparan
del modo más seguro para participar un día, en la unidad de la Iglesia glorificada, en la contemplación
solitaria de María. Amén.

Asunción de María 1978

19
Capítulo segundo

MARÍA, MUJER DE ESCUCHA Y ACOGIDA DE LA PALABRA

20
5

LA VIRGEN, A LA ESCUCHA DE DIOS

Queridos Hermanos:
El relato que nos hace el Evangelio de hoy sobre la Anunciación es una mina inagotable de
enseñanzas sobre la manera como el Señor quiere entrar en relación viva con nosotros. La actitud del
Ángel, las reacciones de María, la acción oculta del Espíritu Santo… todo eso revela lo que Dios está
presto a darnos a cada instante, pero también revela las reacciones que él espera de nuestra parte.
Hoy quisiera detenerme un poco a contemplar la Virgen escuchando a Dios. Podríamos decir
que, a lo largo del diálogo, es totalmente escucha: las palabras tan cortas y comedidas que deja
escapar, en el fondo no son más que una exteriorización de su actitud de escucha, es decir, de acogida
de lo que le llega de Dios, por la voz de Gabriel.
Las dos frases cortas que ella pronuncia corresponden a dos formas de escucha muy diferentes.
La primera: “¿Cómo será eso, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) es una pregunta, una demanda
de explicación. Expresa el deseo de una aclaración que le permita comprender mejor el contenido de
las palabras del Ángel. Se trata, pues, de lo que se podría llamar una escucha orientada a comprender
lo que se le ha dicho. Es la primera etapa de una atenta escucha: se desea estar seguro que se ha
comprendido bien lo que se nos ha dicho.
Por el contrario, la segunda palabra de María revela el fondo de su alma y corresponde a un don
total de sí misma. Toda escucha que involucra la persona está orientada a una reacción de esa clase: es
al corazón a quien concierne y quien reacciona, no al nivel de una simple emoción superficial, sino en
un compromiso de la persona más o menos total según la naturaleza de la palabra que le ha sido
dirigida. En el caso de María, es evidente que ella desea ir hasta el término de lo que se le pide en el
nombre del Señor.
A pesar de todo hay que reconocer que la manera de expresarse de la Virgen llama la atención:
“He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Es verdaderamente
imposible ser más breve y más reservado. Y esta impresión es aún más fuerte si se compara esa
extrema sobriedad a la llamarada que pocos días más tarde brotará de sus labios cuando proclamará el
Magnificat como respuesta a la salutación de Isabel. En esa ocasión es el Espíritu Santo que habla por
su boca; si juzgamos por la actitud de los profetas del Antiguo Testamento cuando son penetrados así
por el hálito del Espíritu, podemos preguntarnos en qué medida María capta con su inteligencia e
incluso con su corazón el pleno alcance de las palabras inspiradas que brotan de sus labios.
Creo que ahí tocamos lo que me parece ser una característica peculiar de la escucha de María a
lo largo del Evangelio de San Lucas. El episodio que llama más la atención es el relato del
recibimiento que Jesús hace a sus padres cuando lo encuentran en el Templo en medio de los doctores:
“¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” Pero, continúa el Evangelio, “ellos no
comprendieron la respuesta que les dio.” Y, un poco más adelante, añade: “Su madre conservaba
cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 1, 49-51).
Si revisásemos todos los pasajes en que Lucas nos relata una conversación directa o indirecta
entre Jesús y María, constataríamos que, cada vez, la escucha de María, a pesar de estar henchida de
ternura, se sitúa en una relación de gran oscuridad respecto a lo que su divino Hijo le dice. Ciertamente
ella lo acoge con todo su ser, pero al mismo tiempo con un don totalmente ciego de sí misma. La
impresión que se percibe leyendo el relato de la Anunciación lo confirma: María dice un sí bien firme
y verdaderamente total, pero con una actitud de ciega confianza, mucho más allá de toda suficiente
explicación. He ahí el por qué de su incapacidad para decir algo más que una breve frase, tan
completamente desprovista de emoción.
Ya que nos hemos lanzado por el camino de la escucha, intentemos preguntarnos como
escuchaba Jesús. De hecho numerosos son los pasajes del Evangelio que nos lo presentan en actitud de
escucha. Ya a la edad de 12 años, sentado en medio de los doctores, los escuchaba y los interrogaba;
más tarde, durante la vida pública lo vemos, repetidas veces, embargado de emoción escuchar las
protestas o las respuestas de sus interlocutores: “Mujer, qué grande es tu fe; que te suceda como

21
deseas” (Mt 15, 28). O bien, en otra ocasión: “Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le
seguían: ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande’” (Mt 8, 10).
Jesús escucha, y escucha mucho más los corazones que los labios y en cierto sentido está
indefenso ante cualquiera que tiene confianza en él. ¡Cuantos milagros se han desarrollado con el
mismo esquema! Un corazón simple se dirige a él directamente y eso basta para que él conceda lo que
se le pide. En cambio lo vemos invadido de tristeza cuando encuentra en sus interlocutores, sobre todo
si son sus discípulos, cerrazón, incomprensión, en pocas palabras, todo lo que es contrario a la
confianza.
Más dolorosas son aún las disputas con los fariseos, que en el Evangelio de San Juan componen
varios capítulos importantes. Jesús reacciona con una fuerza, con una vivacidad, incluso con
frecuencia con una severidad, que nos extrañaría si no percibiésemos que las contestaciones de sus
interlocutores hieren lo más profundo de su corazón, pues expresan un rechazo categórico a aceptar lo
que su Padre quiere darles mediante la palabra del Hijo.
Porque es la escucha del Padre lo que constituye el fondo del alma de Jesús. Muchas veces lo
repite: “No hago nada por mi propia cuenta, sino que yo digo lo que el Padre me ha enseñado” (Jn 8,
28). “Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí” (Jn 6, 45). “Aquel a quien Dios ha enviado
habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida” (Jn 3, 34). “El que escucha mi palabra y
cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna… y ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5, 24). “Las
palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado…” (Jn 17, 8).
En realidad, la escucha de Jesús se sitúa a un doble nivel. Por un lado, está la extraordinaria
escucha del Padre; en ello reside su ser Hijo: dejarse engendrar por el Padre como Palabra única e
inefable. Siendo ya escucha del Padre en nombre nuestro, no hace más que transmitirnos lo que recibe
del Padre. Por otra parte, es él mismo lo que debemos escuchar; no son sólo las palabras que él nos
transmite, sino la realidad misma de su ser pronunciado desde toda la eternidad por el Padre. “La
palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado” (Jn 14, 24). “Porque yo no he
hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y
hablar” (Jn 12, 49).
Estas breves reflexiones sobre la escucha, tal como la vemos vivida por María o encarnada por
Jesús, nos conducen evidentemente a preguntarnos el lugar que tiene en nuestra vida el saber escuchar
y en qué medida sabemos tomar ejemplo del modelo que ellos son para nosotros.
Es evidente que nuestra vocación de solitarios para Dios nos hace, en cierto sentido,
“profesionales” de la escucha. O quizás sería mejor decir que nuestra vocación debería hacer de
nosotros hombres que saben escuchar, pero que aún debemos perder y ganar mucho hasta realizarlo de
manera auténtica en nuestra vida cotidiana.
Tanto en Jesús como en María constatamos una total disponibilidad, sin fallos, para acoger todo
lo que viene de Dios. En Jesús eso se realiza bajo la forma de una completa transparencia a todo lo que
procede del Padre: “Lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12, 50). Él se
deja modelar por el Padre sin oponer ni resistencia, ni voluntad propia, ni gusto personal. Él transmite
exactamente lo que ha recibido y, al mismo tiempo, lo retorna al Padre en una acción de gracias
ininterrumpida. “Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre, que permanece en mí,
es el que realiza las obras” (Jn 14, 10).
En María hemos admirado un don total de sí misma vivido en la oscuridad, en el silencio, casi
me atrevería a decir en una aparente incomprensión de lo que su Hijo vivía. Ella confía totalmente en
él, de manera incondicional, pero eso no significa que su inteligencia concuerde explícitamente con lo
que él dice o hace: en el fondo de su ser ella concuerda totalmente, pero es mediante la oscuridad que
está verdaderamente unida a él.
Y nosotros, ¿dónde nos situamos, tanto al nivel de acoger al Hijo de Dios como al nivel de
acoger a nuestros hermanos? Ciertamente no debemos oponer ni tan siquiera distinguir una actitud de
la otra, porque si verdaderamente acogemos a Jesús ¿cómo podríamos no tender con todo nuestro ser a
acoger a nuestros hermanos? Y si nos esforzamos por acoger mejor a nuestros hermanos ¿no es a fin
de cuentas una diligencia que nos abre a Jesús? Incluso debemos afirmar que esa relación con nuestros
hermanos que vemos es una permanente escuela para escuchar bien al Señor a quien no vemos, a quien
no sentimos, pero que permanece tan realmente vivo en cada uno de quienes nos rodean, a pesar de sus

22
múltiples límites. De igual modo tenemos que estar persuadidos que la liturgia, sobre todo la que
celebramos en el coro, hace que estemos unidos a todos nuestros hermanos, formando un solo cuerpo,
al que es la cabeza de dicho Cuerpo, y a su Madre, siempre en el tormento de dar a luz.
En este día en que tú recibiste la visita del Ángel, dígnate, Virgen María, dirigir hacia nosotros
tu mirada en el secreto de tu aceptación simple y transparente. Enséñanos a olvidarnos de
nosotros mismos para dejar por entero el lugar a tu Hijo y en él a cada uno de nuestros
hermanos. Amén.

Anunciación del Señor 1995

23
6

SABER ESCUCHAR A DIOS

“Hágase en mí según tu palabra”


Queridos hermanos:
El Evangelio de la fiesta de la Anunciación (Lc 1, 26-38) nos relata un diálogo, un diálogo
verdaderamente único, cuya profundidad nunca llegaremos a agotar. Un ángel enviado por Dios, que
habla en su nombre con plena autoridad, anuncia a una insignificante virgen de Nazaret que el
Altísimo ha posado en ella su mirada. El amor del Padre hacia María data desde siempre, pero ha
adquirido un relieve mucho más sorprendente desde que esa niña ha empezado a existir. María es la
llena de gracia, el Señor está con ella. Ella es la criatura singular a partir de la que el Hijo de Dios
llegará a ser el Hijo del hombre.
Ante tal diálogo, dos sentimientos pueden dominarnos. O bien nos decimos que es algo tan
elevado, tan por encima de cuanto somos capaces de vivir, que debemos contentarnos con venerarlo
con temor y reverencia, sin la menor pretensión de poderlo hacer pasar nunca a nuestra vida. O bien,
con mirada de fe, acogemos ese relato como palabra de Dios, como una palabra que nos dirige el
Espíritu Santo, que nos ofrece la posibilidad de acogerla, asimilarla y ser transformados por ella.
Siendo así, ¿no estamos ante una invitación a recibir con fe este diálogo como modelo de lo que
cada uno de nosotros debe esforzarse por vivir dentro del marco de su existencia personal? En efecto,
sabemos muy bien que Dios se dirige a nosotros de mil maneras, precisamente para entablar con
nosotros un diálogo a nuestro alcance, como lo hizo con María. Pero ¿estamos preparados para
acogerlo?
Sin duda sería una manera limitadísima de contemplar la Anunciación contentarse tan sólo con
ver en ella el modelo de relación que Dios nos pide que establezcamos con Él. Pero saber escuchar a
Dios es algo tan primordial en nuestra vida que seríamos imperdonables si no nos detuviéramos de vez
en cuando a contemplar la Anunciación bajo este punto de vista: ¿cómo el modo de proceder de Dios
con María y la manera como ella reacciona son para mí hoy una fuente de vida?
***
Estoy tentado de decir que si realmente emprendemos este camino vamos a ser atrapados. La
Anunciación es un instante único y solemne, pero un instante brevísimo. ¿Qué consecuencias tuvo para
María? La más importante creo que es la siguiente: al pronunciar su “sí”, se pone en camino por una
senda de la que por el momento ignora todo, pero en la que sabe le serán ofrecidas otras mil ocasiones
para dialogar con el Altísimo, con su Hijo y con el Espíritu que se ha posesionado de ella. Pensemos,
por ejemplo, en la Madre de Dios durante las semanas y los meses que siguen a este acontecimiento.
¿Nos la imaginamos volviendo indefinidamente sobre el momento único de la Anunciación siendo que
ya lleva en su seno al Hijo de Dios, incomparablemente más próximo a ella ahora de lo que lo estuvo
Gabriel?
El Evangelio, hasta que llega la tarde del Calvario, nos relata varios diálogos entre Jesús y María.
Cada uno de esos encuentros es un testimonio del progreso de la Madre en el descubrimiento que hace
de su Hijo y de la actitud que debe adoptar frente a Él. Forzando un poco el sentido de las palabras, se
tiene a veces la impresión de que Jesús, en cada etapa, muestra a María con términos velados que...
todavía no ha llegado a comprender las cosas. El Niño encontrado en el Templo, el invitado a la boda
de Caná y los restantes encuentros de la vida pública son como las diversas etapas de un único diálogo
que va penetrando cada vez más hondo en el corazón de la Madre. No es que ese corazón ponga
obstáculos a la luz divina, sino que ha de franquear la distancia infinita que separa a la simple criatura
que ella es del corazón encarnado del Hijo de Dios.
En esto Maria nos abre perspectivas ilimitadas; nosotros somos incomparablemente más pesados
y más opacos que ella; no busquemos por tanto hacerle concurrencia, sino que dejémonos enseñar por
su ejemplo. Nosotros también tenemos miles ocasiones de establecer diálogos con el Señor, a veces
rápidos, a veces prolongados, a veces fugaces, a veces intensos. Aprendamos a vivirlos a la manera de
María: no acaparándolos como pequeños tesoros de los cuales nunca queríamos separarnos, sino como
una invitación a despojarnos cada vez más de nosotros mismos. En el instante en que el diálogo tiene
24
lugar, tenemos la tendencia a acogerlo como un encuentro único que no querríamos dejar de saborear,
pero en seguida es preciso decirle adiós, porque no era más que un paso adelante: nada más. El Señor
nos espera mucho más lejos: en Sí mismo.
***
Hay otro matiz en los diálogos entre María y Jesús, o con sus enviados, que me parece muy
aleccionador, en el sentido de que, instintivamente, nosotros procedemos de un modo diferente.
Cuando la Madre de Dios le habla o le escucha, existe siempre entre ambos un verdadero intercambio
en el que cada uno de los dos interlocutores encuentra de verdad al otro. No advertimos en ellos
ninguno de esos recovecos tan frecuentes en los pobres mortales como nosotros. En la situación de
María, yo me preguntaría por ejemplo: ¿qué he recibido de Dios en este encuentro?; ¿en qué sentido
soy ahora más perfecto?... Sin declararlo explícitamente, considero a Dios como si estuviera al servicio
de mi perfección.
Esto es, sin ningún género de duda, la expresión de una realidad de la que todavía no he hablado
a pesar de ser fundamental: nosotros somos pecadores, mientras que María está totalmente exenta de
cualquier pecado. Éste es el motivo por el que con frecuencia nos sentimos confusos cuando nos
damos cuenta de que el Señor nos habla al corazón. En vez de transformar ese encuentro en un
momento de amor más puro y auténtico, empezamos a preguntarnos, de modo más o menos
consciente, cuál será la actitud más perfecta que podemos adoptar, es decir, nos miramos a nosotros
mismos en vez de buscar la mirada de nuestro divino interlocutor y dejarnos interpelar por Él. Esto
significa sin duda que el verdadero diálogo con Él todavía no se ha entablado realmente.
Tal es, me parece, uno de los aspectos más impresionantes de todos esos diálogos en los que
vemos a Jesús, tierna pero firmemente, abrir los ojos de su Madre para hacerle comprender que todavía
no ha llegado adonde Él la espera. En Caná, por ejemplo, cuando al término de su breve conversación
María dice a los siervos: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5), no se advierte en ella ni sufrimiento ni
frustración por haber sido dejada de lado, como supongo hubiera sido la reacción de la mayoría de
nosotros. María es pura escucha de lo que Jesús es y de lo que Él dice; el resto es accidental.
Igualmente en el Calvario: “Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu Madre” (Jn 19, 26-27). María acoge
esas palabras, que se nos antojan tan duras, con un corazón transparente. No es ella sola la que cuenta;
lo que cuenta es su relación auténtica con el amor divino de su Hijo que le ha sido dado como su
tesoro.
***
¿Podemos sacar una conclusión de estas reflexiones bastante desordenadas? Ciertamente,
podemos encontrar en ellas materia suficiente para reconocer nuestros límites. Somos capaces de
hablar con bastante facilidad de Dios y de las cosas de Dios, pero ¿somos capaces de escucharle, de
acogerlo en nuestro interior tal como Él se nos da? El ejemplo de María nos muestra cuánto tenemos
que aprender en este campo. No es que nosotros, pecadores, podamos pretender imitar servilmente a la
Toda Pura, a la Virgen inmaculada. Intentemos, sin embargo, expresar en nuestra condición de
personas redimidas en camino hacia la Pascua eterna lo que parece haber sido esencial en la actitud de
María: permitir a su Hijo transformarla a su imagen, como Él quiso y cuando Él quiso.
En el transcurso de esos pequeños diálogos que Dios entabla con nosotros a lo largo de nuestras
jornadas, aprendamos a recibir la Palabra de vida que Él quiere ofrecernos a través de su Espíritu,
como lo que esa Palabra es: una revelación de su amor que no nos juzga ni nos condena, sino que nos
suplica humildemente que la acojamos. Amén.

Anunciación 1992

25
7

ESCUCHAR A DIOS, ESCUCHAR AL HERMANO

“A cuantos recibieron la Palabra


les ha dado poder de ser hijos de Dios” (Jn 1, 12)
Queridos hermanos:
Todo lo que sabemos sobre el modo de realizarse el misterio de la Encarnación se resume en un
breve diálogo. Vemos a Dios, a través de la voz de Gabriel, desvelar, confiar a una joven virgen su
secreto más íntimo, y a ésta acogerlo con todo su ser. ¿No hay aquí encerrada materia para una
fructuosa meditación? Ante esa escena en la que el Todopoderoso borra, por así decir, toda distancia
entre Él y María para abrirle totalmente su corazón, vienen a la memoria las palabras de Jesús después
de haber lavado los pies a sus discípulos: “Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo” (Jn 13, 15).
La Anunciación no es tan sólo un acontecimiento único en la historia de la humanidad; es una
pedagogía inagotable de lo que Dios quiere realizar con toda criatura, con cada uno de nosotros:
establecer, en un ambiente de mutua confianza, una especie de creatividad recíproca.
¿Qué ocurre, en efecto, en Nazaret? Gracias a la apertura de Dios sobre ella, María queda
transformada en una nueva criatura en la medida en que supo acoger el don que le fue propuesto.
Gracias a la apertura de María a la Palabra que le fue dirigida, ésta –la Palabra– pudo tomar carne,
adquirir un ser nuevo en el seno de la raza humana. El Verbo no podía “ser hecho” en la carne más que
a partir del momento en el que encontró en el corazón de carne de María una resonancia personal.
Cada uno de estos dos interlocutores, tras su breve diálogo, se encuentra transformado, enriquecido por
lo que recibe de irremplazable del otro.
***
¿No es la misma dialéctica divina la que se nos ofrece a cada uno de nosotros? Dios nos habla.
Él nos dirige la Palabra que está ante nosotros viva, eficaz, apuntando a lo más íntimo de nuestro
corazón. No se trata de un flujo de palabras de Dios que nos dirían un montón de cosas interesantes,
pero exteriores a Él mismo. No; no palabras, sino una Palabra única que nos entrega, sin defensa, el
secreto íntimo del Padre. Él nos envía a su Hijo de una vez para siempre. En mi corazón, a cada
instante, lo engendra, lo pronuncia. Me ha dirigido, igualmente, su Espíritu, siempre en misión para
sensibilizar mi corazón ante el don de la Palabra. Dios se ha desvelado, ha hecho lo máximo para que
su mensaje resulte inteligible.
¿Y yo? ¿Qué estoy dispuesto a hacer ante este ofrecimiento divino? ¿No estoy tentado de
traducir esa única Palabra divina, cuya densidad me atemoriza, en un prolijo discurso anodino, gracias
al cual podré establecer una distancia entre Dios y yo, una protección contra su indiscreción? Él me
pide que le abra, que le acoja en mi mesa secreta para cenar conmigo y, como la esposa del Cantar,
dejo brotar de mi corazón un montón de buenas razones para explicar al Señor que sería mejor que lo
hiciera de otra manera.
¡Qué difícil es, en presencia de la única Palabra divina, contentarse con escucharla, con aceptarla
tal cual es! Tímida, sencilla, está sin embargo dotada de un poder infinito para invadir todo nuestro ser
si le decimos “sí”, si imponemos silencio a todas nuestras discusiones y comentarios para no ser otra
cosa que pura escucha de lo que el Espíritu del Señor susurra a nuestro espíritu.
¿Y cuál será el fruto de nuestro “sí”, si tenemos la suficiente sencillez y transparencia para
pronunciarlo? Ciertamente, quedaremos transformados, fecundados por esa semilla divina depositada
en la tierra de nuestro corazón. Y luego, incansablemente, noche y día, ya lo pensemos o no lo
pensemos, empezará a germinar, a crecer y a madurar en frutos de vida eterna. Pero ¿somos nosotros
los primeros beneficiados por esta vida divina que brota en nuestro corazón? Parece ser que no. El
primer afectado por nuestro sí es Dios. Le permitimos, por fin, ser Él mismo en nosotros cuando le
concedemos la posibilidad de ejercer su paternidad, ser Padre con nosotros, engendrarnos a su imagen.
En este diálogo entre el Señor y su criatura, Él no viene armado con su poder omnipotente, sino
con su debilidad, diría casi con la timidez de su ternura. El éxito de su intento depende de la acogida
que le ofrezcamos, de la buena voluntad con que aceptemos dejarnos transformar por la irrupción de

26
esa ternura en nuestra vida. ¿Estamos suficientemente despiertos a la súplica que nos dirige con tan
gran discreción?
***
Esta cuestión me hace pensar en la afirmación, tan incómoda, de la primera carta de san Juan:
“Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
En las perspectivas que estamos ahora siguiendo, el pensamiento de Juan podría traducirse por
una expresión de este género: quien no está atento para escuchar el corazón de su hermano que le
habla, no puede atender a la ternura de Dios que espera, oculto, a la puerta de su propio corazón.
Dicho de otro modo, la posibilidad de entablar un diálogo análogo al que Dios tuvo con María,
está vinculada a nuestra capacidad de entablar un diálogo verdadero con nuestros hermanos. Esta
afirmación ¿no será excesiva? ¿Se dan verdaderamente ocasiones en las que nuestro hermano se dirija
a nosotros del mismo modo que Dios se dirigió a la Virgen de Nazaret?
Volvamos a san Juan. Él no pone condiciones previas cuando nos habla del hermano a quien
vemos. Cualquier hermano, sea quien sea y sean cuales sean las circunstancias, pide nuestro amor, un
amor que es la garantía fundamental de que nuestro amor a Dios es auténtico.
Lo mismo hay que decir del diálogo. Si nuestro corazón escucha, sabrá discernir en la palabra de
nuestro hermano, por detrás de la multiplicidad de las frases, un eco de su corazón profundo. Todo ser
humano, incluso cuando no lo confiesa ni a sí mismo, está a la espera de una acogida que le reconozca
por lo que él es de verdad en lo más profundo de su ser, allí donde es más vulnerable a la Palabra de
Dios.
En la medida en que tenga la suerte de topar con un interlocutor atento a escucharle con amor,
recibirá como una revelación de la capacidad de acoger a Dios latente en él, capacidad que jamás había
descubierto o que había desde hacía tiempo relegado al olvido bajo el peso de la indiferencia
acumulada de todos sus interlocutores distraídos. Se comprende entonces por qué el diálogo auténtico
entre dos seres humanos, según el parecer de san Juan, sea una imagen del diálogo con Dios, un
camino de acceso hacia ese encuentro con la ternura del Padre, que es la meta de nuestra vida
contemplativa.
Los antiguos monjes hablaban del “sacramento del hermano”. Esa expresión enigmática ¿no
queda iluminada poderosamente con la luz del diálogo entre Dios y María? Para nosotros, solitarios,
vivir con otros hermanos es tener la gracia de poder mantener despierto nuestro corazón ante Dios
mismo, en la medida en que sabemos permanecer atentos al corazón profundo de nuestro hermano. Y,
por el mismo hecho, le ayudaremos a despertar su propio corazón al diálogo con Dios.
***
Son unas perspectivas interesantes, podemos decir, pero ¿no son algo utópicas? ¿Es
verdaderamente posible transcribir en la realidad de la vida semejante actitud con los que nos rodean?
Si la palabra de Dios misma, transmitida por el apóstol Juan, nos da ese precepto de que estar atento a
la realidad profunda de nuestro hermano es la condición primera para que nuestro amor al Señor sea
auténtico, no podemos acusar de falsedad ese testimonio. Pero entonces preguntémonos por qué nos
cuesta tanto vivirlo.
En primer lugar, tal vez sea porque nunca hemos tomado en serio la realidad del sacramento del
hermano. Hacemos poco caso de esa realidad única, irremplazable que se oculta en cada uno de
nuestros hermanos, imagen verdadera de Dios, pero imagen incompleta en espera de la chispa que
haga brotar en ella un amor vivo hacia Dios. Y soy yo el responsable de este despertar en la medida en
que yo mismo haya sabido percibir lo que hay de único en ese hermano, en vez de tratarle como un
objeto puesto a mi disposición para responder a mis conveniencias personales.
No es raro oír lamentos sobre el número insuficiente de contemplativos en quienes las
virtualidades latentes de amor y de alegría encuentren un desarrollo satisfactorio. A pesar de una
innegable buena voluntad, a veces en presencia de un monje se tiene la impresión de percibir en él algo
de incompleto, de raquítico si osamos decir. Y uno se pregunta: ¿qué le ha faltado para alcanzar su
plena madurez? No se puede contestar a esta pregunta más que con extrema prudencia, pero siempre
está permitido preguntarse: ¿este hombre de Dios encontró entre sus hermanos alguien que supiera
escucharle, acogerlo, despertar en él esa experiencia de ser un interlocutor único, y hacer nacer en él
una capacidad virgen de sentirse disponible para acoger plenamente a Dios en su vida?
27
***
María, Madre de Dios, tú que supiste escuchar el corazón del Padre en las palabras del ángel,
enséñanos a nosotros a vislumbrar el fondo del corazón de nuestro hermano cuando nos habla, de
modo que los dos podamos abrirnos a Jesús que viene a nosotros. Amén.

Anunciación 1987

28
8

ACOGER LA PALABRA

“María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra”


(Lc 10, 39)
Queridos Hermanos:
Hay temas espirituales sobre los que se duda volver. Han sido tan a menudo el objeto de las
meditaciones de voces autorizadas, que apenas si se atreve uno a volver a insistir sobre ello. Por otro
lado, se refieren a tales profundidades divinas que parece preferible, en presencia de estos temas,
callarse y dejar que la luz penetre silenciosamente en las almas que están atentas a la escucha. Y sin
embargo, a veces la osadía es útil, no porque se pretenda decir cosas nuevas, sino para ser simplemente
mensajero de una palabra que, por sí misma, en su eterna juventud, es siempre portadora de riquezas
escondidas.
La vida interior de María, la actitud de escucha que había adoptado para con Jesús, es uno de
estos temas secretos. El Evangelio no lo aborda más que con infinita discreción, bajo forma de
alusiones pasajeras más que como información precisa. Casi nos es molesto, a veces, el ver el celo
desbordante con el que algunos quisieran llenar estas lagunas y explicarnos con todo género de detalles
y a plena luz la intimidad del Hijo de Dios con su Madre. El Evangelio que nuestra liturgia cartujana
ha conservado para la fiesta de la Asunción, parece más próximo a la verdad: simple evocación de la
Madre de Dios, de la que no hace ninguna mención explícita; él nos da en María de Betania una
imagen más fiel de ella que cualquier relato directo. El retrato que se nos hace en él de la Santísima
Virgen es el mismo que Jesús había propuesto a sus oyentes. A los que le anunciaban que su Madre y
sus hermanos querían verlo, les responde: “Mi Madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra
de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). Un poco después, él repite una fórmula análoga ante el
entusiasmo de una mujer por la madre que le dio a luz y lo amamantó; rápidamente le responde:
“Felices más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28).
En estas tres escenas encontramos siempre la misma enseñanza. María no aparece en ella como
detentadora de privilegios incomunicables, que le aseguren una relación con su Hijo sin ninguna
comparación con la que el común de los hombres pueden alcanzar. Al contrario, Jesús se esfuerza en
mostrar que la santidad de su Madre, el motivo que ésta tiene para alegrarse, está a la misma altura del
que se ofrece a todo el mundo. Mejor sería decir que la santidad admirable, ofrecida a María cuando
acogía al Hijo de Dios, se ha convertido en el patrimonio de todos los que, en pos de ella, se esfuerzan
en estar a la escucha de la palabra.
No se trata únicamente de escuchar, de recibir al Verbo, sino de asimilarle de forma tan
definitiva como se pueda en lo más íntimo de nosotros mismos. La mejor parte que jamás le será
quitada a María, no es la de estar materialmente a los pies del Señor, sino la de haber abierto de tal
modo las profundidades de su alma que la palabra resuene en ella para toda la eternidad, sin que nada
pueda, jamás, distraerla. Pero, ¿no es esto la esencia misma del Reino, cuando éste alcanza su
perfección en un alma? En efecto, así es como comenta Él mismo a sus discípulos la parábola de la
palabra: “A vosotros, les dice, se os ha dado a conocer los misterios del Reino de Dios, a los demás
sólo en parábolas”, y empieza a explicarles el significado de las imágenes: “La semilla es la palabra de
Dios… la que cae en la tierra buena son los que, después de haber oído, conservan la Palabra en su
corazón bueno y recto y fructifican con perseverancia” (Lc 8, 10-15). María es esta tierra santa, tierra
de elección en la que el grano de trigo cayó, y en la que, en cierto modo, ha tenido que morir para no
quedarse solo sino fructificar en abundancia (cf. Jn 12, 24).
La acogida, humilde y silenciosa de la Palabra, seguida de una perseverante asimilación, parece
ser la primera –casi la única– cosa que Jesús pide: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre
lo amará, vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Ése es el fruto que produce la semilla
divina: Dios mismo engendra en el alma su Verbo, su Palabra increada, y lo ama con el amor eterno
que lo une a ese Verbo. Jesús continúa, dando la razón de esa fecundidad: “Mi Palabra no es mía, sino
del que me ha enviado” (Jn 14, 24). Finalmente, en la oración sacerdotal, dirigiéndose al Padre, no dirá
ya “mi palabra”, sino: “Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben
que todo lo que me has dado viene de ti; porque yo les he comunicado lo que tú me comunicaste; y
29
ellos han aceptado verdaderamente que yo vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17, 6-
8).
La palabra de Jesús tiene tanto valor, porque no es solamente portadora de una enseñanza,
expresión de un mensaje, sino porque es el mismo Jesús, Verbo de Dios, imagen pura del Padre,
resplandeciente de su gloria, el que deposita en el alma atenta y acogedora.
En nuestro nivel, tenemos la obligación de distinguir entre la Encarnación en la que el Hijo de
Dios se hizo carne, y la unión espiritual que contrae al mismo tiempo con María. Pero, en realidad, el
don era único y la acogida que María le hacía era igualmente simple y sin división. Jesús nacía más en
el alma de María que en su seno.
La vida de la Virgen se resume después en esa venida, cada vez más profunda y cada vez más
íntima, del Verbo a su ser, donde no existía ningún obstáculo y nada rompía la unidad.
Los pasajes del Evangelio en los cuales hemos oído el elogio que hacía Jesús de la acogida de su
palabra, la ponen siempre en oposición a otra actitud, siempre digna de estima pero menos pura que la
acogida simple de la única Palabra. Es Marta, llena de celo para acoger bien al Maestro, cuya
actividad, a pesar de su mérito, no puede sostener la comparación con el reposo de María. Es el afecto
muy legítimo que Jesús podía recibir de su Madre y de sus hermanos, el que se borra ante el lazo
infinitamente más elevado que une al Maestro con los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen.
Es, en fin, la dignidad única de Madre de Dios la que debe ceder el paso a la felicidad de estar a la
escucha de la palabra de Dios y cumplirla. Pobreza absoluta la de María, que para vivir totalmente a la
escucha de Jesús debe renunciar a todo lo que ella misma pudiera darle: tiene que desprenderse de todo
lo que podría parecer que viene de ella misma y no ser más que pura receptividad del don de Dios. Su
reacción es muy significativa, se repite en el Evangelio como un estribillo al término de los episodios
más relevantes de la infancia de Jesús: “María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su
corazón” (Lc 2, 19.51). Su papel no es el de completar, el de intentar mejorar lo que hacía Jesús:
mucho más grande y más humilde es el acoger en silencio y el conservarlo para que fructifique en ella.
Sin duda lo más difícil de comprender para los espíritus razonadores y habituados a creer en el
valor de todo lo que se emprende es esta actitud puramente receptiva de la Madre de Dios. ¿No es esto,
según el juicio de los sabios del mundo, la señal de una falta de personalidad, de una deficiencia del
sentido de la responsabilidad, una atrofia inaceptable de la libertad de la persona humana? A fuerza de
tanto oír la alabanza de estos valores, terminaríamos, en efecto, por creer que ellos son los absolutos
que constituyen la cima de una vida humana. Estos valores merecen, ciertamente, estima y respeto: la
Iglesia del Concilio lo ha recordado con energía, pero sería despreciar todo el Evangelio el
considerarlos como los criterios últimos de nuestra perfección real, tal como Dios la ve en verdad.
Jesús nos ha dado un elemento de juicio más firme, cuando decía: “El que me rechaza y no recibe mis
palabras, ya tiene quien le juzgue: la palabra que yo he hablado; ésa será la que le juzgará el último
día, porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo
que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, las palabras que yo hablo
las digo como el Padre me las ha dicho a mí” (Jn 12, 48-50).
La medida de nuestra perfección no es, pues, la del grado de seguridad con que nos afirmamos
frente a Dios y a los hombres, sino la del grado de disponibilidad con que nos esforzamos en dejar al
Señor que nos marque con su huella, en crear la personalidad profunda que recibimos de él a su
imagen. La pura receptividad de María es la actividad suprema de la criatura humana que comulga
perfectamente con la obra hecha en ella por el Señor. Es, según nuestra medida, participación en la
dependencia total del Hijo con relación al Padre. En efecto, cada vez que Jesús destaca que su palabra
no es suya, sino que viene del Padre, nos muestra que acoger esta palabra es reproducir su propia
actitud, o más bien, su mismo ser de Hijo de Dios, que tiene como propio el recibir todo del Padre:
“Todo lo que tú me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me has dado, yo se las he
comunicado y ellos han aceptado verdaderamente que vengo de ti” (Jn 17, 7-8). Acoger la palabra de
Jesús es llegar a ser en él, hijo del Padre: “A todos los que lo recibieron, les ha dado poder de llegar a
ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no han nacido de sangre, ni de deseo de
carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios” (Jn 1, 12-13).
La acogida silenciosa y apacible que María ofrece a su Hijo, no es obra de un instante, ni
siquiera de una vida. Es la mejor parte que jamás le será quitada. Para la eternidad María es el Templo
del Altísimo, donde él da nacimiento a su Verbo en el soplo del Espíritu. María no puede perder esto;
30
no sólo ella no puede ser desposeída, sino que goza de la fecundidad suprema de hacer participar de
ello al resto de la humanidad. La Iglesia es la comunidad de aquellos que se convierten en participantes
del privilegio de María. “Incluso su obra apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que
engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la
Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles” (Concilio Vaticano II, Lumen gentium,
65).
La Iglesia no tiene más vocación que la de María: estar a la escucha de la palabra de Jesús.
Sabemos que las actividades que ella multiplica cada día no tienen otro fin que el de abrir los
corazones al anuncio de esta palabra. Su ministerio tiende a hacer de todo hombre un contemplativo
(cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 2).
En ella se encuentran reconciliadas las actitudes de Marta y de María: sus múltiples
preocupaciones quedan reducidas a lo único necesario: hacer de manera que resuene la voz de Jesús y
que ésta llene el universo.
Sería, pues, casi inexacto decir que nuestra vocación de contemplativos nos proporciona una
función en la Iglesia. No es una función lo que se nos ha confiado, el servicio de un órgano
especializado, sino simplemente el cuidado de realizar bajo una forma un poco más pura que otras lo
que es la vocación misma de la esposa de Cristo1. La soledad atenta y silenciosa a los pies del Maestro
está inscrita en el corazón de todo cristiano, como una exigencia, desde su bautismo. Hoy día sólo se
encuentra realizada de una manera perfecta en María, pero en el último día ella será el bien del Cuerpo
Místico entero, en quien Dios será todo en todos.
De aquí a entonces, a través de tinieblas y demás vicisitudes, la Palabra de Jesús está trabajando,
creando poco a poco el silencio, la disponibilidad en cuyo seno el Padre pueda pronunciar su Verbo
eterno. Nuestro privilegio es el de ver en nosotros que esta llamada se encarna en un estilo de vida
exterior en el cual todo está ordenado a la escucha interior. Ojalá seamos bastante fieles,
suficientemente generosos para conseguirlo y no ser ya más que hijos de Dios. Amén.

Asunción de María 1970

1
Cf. Instrucción Venite Seorsum sobre la vida contemplativa y la clausura de las mojas (15-VIII-1969), I.
31
9

MARÍA ANTE LAS PALABRAS DEL ÁNGEL

“Ella se turbó al escuchar las palabras del ángel


y se preguntaba qué significaría aquel saludo”
(Lc 1, 29)
Queridos Hermanos:
La Virgen Inmaculada, gracias al privilegio que la hace inmune de toda mancha, permaneció
siempre perfectamente transparente a la gracia. Su ser entero estaba en estado de pura disponibilidad a
la acción divina; su vocación era una vocación de acogida: acogida a las Tres Personas divinas en su
alma; acogida al Hijo en su seno.
Pensando en esta actitud de completa receptividad, podríamos imaginar fácilmente que María se
encontraba, en todo momento, dispuesta a asimilar las luces venidas de Dios. Sin embargo, el
Evangelio nos la presenta de una manera completamente diferente: en los escasos y cortos diálogos
que nos han llegado expresados directamente por ella, se diría que el Señor la ha cogido siempre
desprevenida y que ha necesitado un gran esfuerzo para adaptarse a las circunstancias nuevas que le
imponía el desarrollo del plan divino.
Ahí tenemos al ángel Gabriel, portador del mensaje del Altísimo, que se presenta a ella y la
saluda respetuosamente. María se turba. Nosotros hubiéramos preferido, según nuestros sabios
conceptos, que una inspiración oculta la hubiese hecho presentir inmediatamente que se trataba de la
mayor gracia del mundo y que, con la más amplia sonrisa, tenía que decir sí sin tardanza al mensaje
divino.
Pero la realidad es completamente distinta: ante esta brusca irrupción, María teme.
“Tranquilízate Maria...” Gabriel cumple poco a poco su misión, pero notamos que la joven está
desconcertada; sus respuestas se reducen al mínimo: apenas unas rápidas palabras. Finalmente dice
“sí”, pero de un modo tan breve, que difícilmente podríamos suponer que su corazón está inundado de
gozo, que esta entrada de Dios en su vida la haya encontrado en condiciones de comprenderla.
Únicamente más tarde, cuando caminando por los caminos de Judea para ver a Isabel tenga tiempo de
meditar el misterio que acaba de cumplirse en ella, será cuando desborde de alegría con el Magnificat.
De momento María choca con lo imprevisto, con la novedad que acaban de descubrirle, y queda muda,
desconcertada. Necesita, por medio de un esfuerzo personal, llevar a la práctica la maravillosa
capacidad de acogida de que dispone; necesita aceptar el ver romperse la imagen que se había hecho
de la obra de Dios para ceder su puesto a algo infinitamente más bello, que es la realidad misma del
don de Dios.
Después, el silencio: el Evangelio nos dice simplemente de María que todo lo que ocurría lo
conservaba en su corazón y lo meditaba. Lenta asimilación de lo divino que se le presentaba bajo los
rasgos de carne de su Hijo.
Han pasado los años. El Niño Jesús ha crecido y por primera vez causa pena a sus padres.
¿Cómo no notar, cuando lo encuentran en el Templo, la diferencia de tono entre la pregunta inquieta
de María y la respuesta tranquila de Jesús? “¿Por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te
buscábamos angustiados.” La pobre madre está deshecha por los tres días de inútiles búsquedas. Nada
la prepara para comprender la extrañeza de su Hijo ante su inquietud: “¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” Una vez más, María descubre que sus luces no
son nada al lado de las de Dios: su sabiduría humana, a pesar de la pureza de su corazón y de su buena
voluntad, queda sobrepasada. Todo un mundo nuevo se abre ante ella, que va a tener que explorar para
penetrar más y más en los secretos de su Hijo.
El último episodio en el que el corazón de María tiene que dilatarse es el más cruel: tiene que
estallarle realmente para acomodarse a las dimensiones infinitas del amor divino. Las palabras son
impotentes para describir sus sentimientos al pie de la Cruz. Sólo Jesús toma la palabra para manifestar
el nacimiento que acaba de verificarse en este doloroso parto: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. María
acaba de franquear la última de las etapas que debían revelarle progresivamente las profundidades del
misterio que se realizaba en ella y por ella.
32
La pura transparencia de la Inmaculada, la maravillosa capacidad de acogida modelada en ella
por el Altísimo, todo eso ha sido empleado a fondo para convertirla en la Esposa perfecta, pero ha
tenido que imponerse sin cesar un terrible esfuerzo para sobrepasarse a sí misma y afrontar las
exigencias cada vez mayores que le manifestaba su Esposo, en circunstancias por demás
desconcertantes. Se ha visto obligada una y otra vez a abandonar lo que ella creía ser para llegar a ser
más lo que ella era; ha tenido que renunciar a lo que ella pensaba haber comprendido de la Verdad
para descubrirla mejor y dejarse cautivar por ella.
Este itinerario de María es el itinerario perfecto del cristiano. Todo el que quiera participar de su
herencia debe tomar el mismo camino y chocar también, de manera a menudo dolorosa, y siempre
desconcertante, con el misterio de Dios que únicamente lo comparten aquellos que aceptan perderse a
sí mismos en él. Pero nosotros no poseemos la limpieza y disponibilidad de la Inmaculada: pasado el
primer momento de sorpresa, ella no podía tener otra reacción que la de abrirse sin reservas a la
llamada de la gracia. Para nosotros, por el contrario, el esfuerzo de vencimiento implica lucha contra el
peso del pecado, atención fiel a la voz de Dios entre los mil atractivos de la naturaleza, del mundo o
del demonio. El peso de nuestra herencia de hijos de Adán nos inclina a menudo a encerrarnos en
nosotros mismos, a cortar el impulso hacia una apertura nunca terminada del todo.
Según San Juan, la medida de nuestra disponibilidad para con Dios es la de nuestra aceptación de
los demás. El prójimo, a quien veo, es sacramento de mi acogida a Dios, a quien nadie ha visto. Muy a
menudo podemos hacernos una idea exacta de la calidad de nuestra actitud con Dios por la manera con
que reaccionamos ante el prójimo. En cuanto al punto que meditamos ahora, diremos que nuestra
capacidad de apertura frente a los descubrimientos desconcertantes que puede depararnos el Señor se
medirá por nuestra actitud a reaccionar positivamente ante las contradicciones o las incomprensiones
que encontremos en los demás.
Y sin embargo... ¡qué difícil nos resulta aceptar el modo de ser de unos y otros! En nombre de la
verdad o de los principios más elevados, ¿no estamos siempre tentados a decir que tenemos razón y
que es el otro quien se equivoca? Deslumbrados por el pequeño resplandor de verdad que nos ilumina,
no concedemos al horno divino el derecho de encender miles de resplandores diferentes en nuestro
hermano. Y en lugar de abrirnos a él, de lanzarnos a la aventura de descubrir la riqueza que le ha sido
confiada, nos encerramos, nos replegamos en nosotros mismos y, por último, nos extrañamos de
nuestra esterilidad.
Esta apertura a los demás es un elemento demasiado importante de nuestra vida para que no nos
planteemos a menudo la pregunta de si somos fieles a él. ¡Es tan fácil encerrarnos entre las cuatro
paredes de nuestra celda, pensar que estamos en el verdadero camino, que nuestros juicios no tienen
que ensancharse o renovarse! Uno de los méritos irremplazables de la vida de comunidad es el de
plantearnos el valor de nuestros juicios confrontándolos con los de los demás. El descubrimiento, ante
los acontecimientos, cara a Dios, de perspectivas tan diferentes a las nuestras que nos desconciertan,
nos inquietan, es un enriquecimiento que no podemos descuidar y mucho menos despreciar. Si somos
leales, esto debe conducirnos siempre a preguntarnos si tenemos derecho a contentarnos con nuestro
punto de vista únicamente, siendo como es tan estrecho.
Pero hay que plantear el problema en su verdadero nivel. No se trata tanto de saber quien tiene
razón, sino de calibrar mi parte de verdad ante la del vecino. Se trata de encontrar en él lo que siempre
tiene de nuevo para mí, la inagotable riqueza del misterio divino del cual él es reflejo. La conmoción
de María o su angustia ante una parte del misterio de Dios que se desvelaba ante ella de repente en su
Hijo son sentimientos cuyas huellas podemos encontrar si aceptamos la confrontación con nuestro
hermano, cuya persona nos desconcierta, cuyas reacciones nos parecen incomprensibles. No debemos
juzgarle sino dejarnos iluminar, dilatar por ese aspecto desconocido de la insondable profundidad del
Señor, que se nos revela en el espejo siempre imperfecto que es el ser humano.
Cuando el encuentro se efectúa a este nivel es a menudo doloroso; más que nunca se insinúa la
tentación de contentarse a sí mismo diciendo que el prójimo es incomprensible, que no se puede sacar
nada de él. Aceptaríamos de buen grado el considerarlo como un objeto que se diseca, del que se
extrae lo que nos gusta y luego se abandona lo restante. Mas reconocer que este otro hijo de Dios es
infinitamente digno de atención, que es fuente de enriquecimiento inagotable, cuando sus reacciones
me decepcionan, cuando el fondo de su alma me resulta incomprensible, es verdaderamente un exceso
de vencimiento lo que se me pide.
33
Sin embargo, ¿tenemos derecho a inhibirnos? ¿No es un poco la esencia misma de nuestra
vocación contemplativa la que está en juego? La luz brilla en nuestras tinieblas a través de todos los
reflejos divinos que son los demás: ¿podemos rechazar la luz bajo el pretexto de que nos contradice, de
que nos hiere, de que no la comprendemos? ¿No es la cuestión fundamental planteada por Cristo, la
que se reviste aquí de una agudeza especial, porque se encuentra formulada en el ser mismo de
hombres semejantes a nosotros, pero completamente diferentes de nosotros?
¿Cómo podríamos afirmar después que en lo íntimo de nuestro corazón hemos sabido percibir
las llamadas discretas del Señor si no hemos sido capaces de recibir las que nos dirigía de una manera
tan clara en los demás? ¿Cómo entrar en el juego, cuyo modelo es María, de un perpetuo
ensanchamiento de nuestros horizontes de cara a la trascendencia invisible de Dios si antes nos hemos
replegado sobre nosotros mismos, en presencia de los humildes y atenuados reflejos que se ofrecían a
nosotros? ¡El prójimo es verdaderamente para mí un apoyo inapreciable para mi encuentro con el
Señor!...
No cabe duda de que estamos sedientos de Dios, pero sabemos que sería un sueño vano el querer
apagar esta sed aquí abajo. El verdadero encuentro con Dios no consiste en encontrar en nuestro
interior, o en un hermano conforme a nuestros gustos, la feliz respuesta a todo lo que deseamos. El
encuentro se verifica cuando, de repente, descubrimos que nuestros deseos no son nada al lado de lo
que se nos ofrece: “Más bien anunciamos lo que ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó
para los que le aman” (cf. 1 Co 2, 9). Debemos pues, como María, estar dispuestos a estos encuentros
que hacen tambalearse nuestra tranquilidad, que destruyen la imagen fácil que nos habíamos forjado,
poco a poco, del amor de Dios, de su belleza, de su bondad. No busquemos ponernos al abrigo de estos
choques que nos obligan a salir de nosotros mismos y a volver a empezar como si nunca hubiésemos
conocido nada de Dios: todo lo que creíamos conocer de Dios, todo lo que sabiamente habíamos
ordenado en nuestro interior, todo eso se desvanece ante la realidad siempre nueva, de la que ni la
eternidad nos permitirá agotar sus profundidades.
Mas el ángel que el Señor utiliza para esta Anunciación renovada sin cesar es muy a menudo mi
prójimo. Que yo sepa oírlo y transmitir el mensaje que, después de haberme asustado, será la causa de
mi alegría. “Habla, Señor, tu siervo escucha”. Amén.

Inmaculada Concepción 1970

34
10

RESPONDER A DIOS COMO MARÍA

Queridos Hermanos:
El relato de la Anunciación que nos describe San Lucas, es una de las páginas de la Escritura que
nos pone claramente ante los ojos, o mejor aún ante el corazón, lo que puede ser la relación de Dios
con nosotros, pobres seres humanos. Evidentemente María es una interlocutora excepcional para el
ángel Gabriel. El mismo Evangelio de San Lucas nos lo expone unos versículos antes, cuando el
mismo Gabriel realiza una misión análoga en relación con Zacarías. Éste, a pesar de sus evidentes
méritos, puesto que había sido elegido como padre de Juan Bautista, es más bien la prueba de la
dificultad que tiene el corazón humano de adherirse espontánea y profundamente a una voluntad de
Dios explícitamente manifestada.
María, al contrario, más bien nos desconcierta por su simplicidad y transparencia: ella es tan
límpida y está tan disponible que nos cuesta aceptar la idea que pueda ser el modelo de lo que Dios
espera de cada uno de nosotros. Nosotros hemos tenido mil veces la ocasión de percibir en nuestro
corazón una moción del Espíritu Santo inspirándonos tal o cual cosa que Dios esperaba de nosotros, y
nosotros nos hemos hecho los sordos, o al menos no hemos tenido la suficiente flexibilidad para poder
afirmar que la obra del Señor se haya realizado en nosotros tal y como Él deseaba. Esto no quiere decir
que la futura Madre de Dios se haya mostrado ininteligente o falta de personalidad: al contrario, y esto
es lo notable, ella no duda en hacer las preguntas que razonablemente le vienen al espíritu. Puesto que
se desarrolla un diálogo entre ella y el mensajero de Dios y que este último ha empezado a explicarle
la obra del Altísimo que debe realizarse en ella, María manifiesta simplemente su sorpresa y la
necesidad de ver algo más claro.
Es evidente que deberá dar una respuesta y que esa respuesta debe ser la aceptación pura y
simple de la voluntad del Altísimo, pero al mismo tiempo es una respuesta que debe surgir de lo más
profundo de su corazón. Cuando se trata de llegar a ser la Madre de Dios, la elección sólo puede venir
de Dios, pero la aceptación sólo puede provenir del corazón de la Virgen y de nadie más.
María está profundamente sorprendida y es comprensible, pero permanece en paz y nos
percatamos que escucha atentamente las explicaciones que le da el Ángel respecto a la acción que el
Espíritu Santo realizará en ella. Esto no significa que intente escapar a la vocación que acaban de
revelarle de modo tan inesperado, pero ante tal responsabilidad, es normal que se desee evitar todas las
sombras o las sorpresas: es necesario ver claro a fin de poder darse más plenamente y poder cumplir
más fielmente la misión que acaban de notificar que nos será confiada.
Una vez que la Virgen ha captado bien el alcance de las palabras del Ángel, una vez que ha
comprendido que se trataba manifiestamente de una voluntad de Dios, ella misma termina el diálogo:
“Hágase en mí según tu palabra”.
Este relato, que hemos leído o meditado tantas veces, no es únicamente el principio del
desarrollo del misterio de la Encarnación y de la Redención; es, en cierto sentido, el modelo ideal de lo
que deberían ser nuestras habituales relaciones con el Señor. Siempre y en todo es él quien tiene la
iniciativa, él quien nos manda su ángel para hacernos comprender que tal es actualmente la voluntad
del Altísimo sobre nosotros. El relato de San Lucas es de una sencillez y de una limpidez maravillosa
porque María era la transparencia suma; con ella no podríamos imaginar un diálogo tortuoso,
complicado, repleto de sobreentendidos. Desearíamos que las cosas sucediesen del mismo modo con
nosotros; ¡sería tan sencillo, tan bonito si la voluntad del Señor nos llegase, así, de forma tan clara y
luminosa! Desgraciadamente, nuestro corazón no posee la limpidez del de María; nuestra generosidad
se pierde en mil cálculos; el peso de todos nuestros errores del pasado presiona nuestra libertad; el
tentador, que conoce nuestras debilidades, nos sumerge en las tinieblas. A pesar de nuestra buena
voluntad, ¡cuán lejos estamos de la Anunciación de la Santa Madre de Dios!
Y sin embargo ¡es ella quien debe ser nuestro modelo! El relato evangélico nos dice que María
se turbó después que oyó el mensaje que el ángel le transmitió: “Llena de gracia, el Señor está
contigo”. Ella, a quien el Espíritu Santo había preparado desde toda la eternidad para ese momento
único, cuando le manifiestan la voluntad de Dios, se turba, y es necesario que Gabriel le explique

35
detalladamente el desarrollo de los acontecimientos para apaciguarse y tener la posibilidad de dar esa
aceptación que el Señor espera de ella y que el ángel Gabriel está encargado de recibir. Y sin embargo
María no ha heredado la maldición de Eva, su corazón está perfectamente sano y dispuesto a dejarse
invadir por la luz divina.
No es para nadie un movimiento natural recibir directamente de Dios, con toda la transparencia
necesaria, la expresión directa de su voluntad. Existe en nosotros una reacción espontánea de defensa:
el misterio de Dios, incluso si nos atrae hasta el punto de habernos hecho escoger una vida enteramente
consagrada a él, es al mismo tiempo percibido como una violencia de la que tenemos la impresión que
va a destruirnos o, al menos, herirnos profundamente. Evidentemente, estamos mal situados para
sostener un juicio equitativo sobre este punto ya que todos estamos marcados indeleblemente por el
pecado original y después por todas las faltas que hemos acumulado a lo largo de nuestra existencia.
En cierto sentido, la actitud de María nos tranquiliza; ella, que jamás ha tenido ni la más leve sombra
de pecado, cuando se halla de improviso en presencia de una voluntad de Dios que directamente la
concierne se turba, se conmociona.
Siendo pobres pecadores ¿no nos sentiremos quizás obligados a defendernos frente a una luz que
nos da miedo? Es verdad conocida de todos que el miedo es mal consejero. Cuando el miedo nos
domina, de golpe somos capaces de las peores cosas y quizás es eso lo que nos ocurre ante Dios,
incluso si somos incapaces de analizar en el acto los impulsos de nuestro corazón.
María era perfectamente pura y transparente a la luz divina; ella tenía para guiarla el mensajero
directo de Dios: estaba ahí su seguridad. Para nosotros que desde siempre estamos marcados por el
pecado, que estamos sometidos a las seducciones del tentador, toda clara expresión de la voluntad de
Dios puede, eventualmente, provocar un movimiento de defensa, de miedo. Nos parece que van a
herirnos profundamente, imponiéndonos cosas que nos superan y que, de una manera u otra, nos
conducen tras Jesús, camino de la cruz. Entonces, la verdad nos da miedo, le damos la espalda, la
rehuímos…
Pidamos a la Madre de Dios, ella que ha experimentado la fragilidad humana ante la santidad
divina y sus exigencias, que permanezca siempre a nuestro lado en esta vida monástica donde, por
vocación, estamos expuestos a cada instante a recibir la visita del Espíritu que nos pide algo en nombre
de Dios. Nuestra fragilidad estará siempre ahí, pero en la medida en que sea sostenida por la maternal
ternura de María podrá llegar a ser en nosotros lo que fue para la Madre de Dios: una mayor capacidad
de dejarnos invadir y transformar por la luz divina.
Santa María, Madre de Dios, mira nuestra fragilidad ante la santidad infinita de nuestro Padre
del cielo y permanece sin descanso a nuestro lado cuando la gracia nos visite, a fin de que
sepamos acogerla siempre, para que produzca sus frutos en nuestro corazón. Amén.

Anunciación del Señor 1998

36
11

DEJARNOS MODELAR POR DIOS

Queridos Hermanos:
Hoy celebramos a la Virgen María en uno de sus misterios más gloriosos, pero sin duda también
más misteriosos, ya que es la huella directa de la Trascendencia divina sobre la Madre de Dios. Es,
pues, fundamentalmente en actitud de adoración como debemos contemplarlo, no para adorar a María,
pues es una criatura, sino porque encontramos en ella una presencia extremadamente pura,
extremadamente fiel, de la infinita benevolencia de Dios Padre, de la filial ternura del Hijo y de la
Santidad del Espíritu.
Admitamos, sin embargo, que la contemplación de este misterio es, al mismo tiempo, bastante
decepcionante tanto para nuestra sensibilidad como para nuestra inteligencia, ya que tanto la una como
la otra, desde que ponen su mirada en la Madre de Dios, se hallan deslumbradas, totalmente superadas
por la santidad divina que a ellas se ofrece. El amor a María, que el bautismo ha depositado en
nuestros corazones, ha crecido al unísono de nuestro progresivo descubrimiento de Dios, de su Amor
por nosotros, del don inconmensurable que él nos hace de sí mismo gracias a la presencia de su Madre
entre él y nosotros.
Pero incluso si este don debe permanecer siempre una fascinación en perpetuo progreso mucho
más que un enriquecimiento de nuestras ideas y de todos nuestros conocimientos intelectuales, sin
embargo tenemos que intentar meditar un poco sobre el misterio, utilizando las facultades que el
Creador nos ha dado. Nosotros sabemos muy bien que jamás podremos tratar a Dios de igual a igual,
pero tampoco él aceptará jamás que descuidemos hacer todo lo que depende de nosotros a fin de
profundizar lo que nos permitirá amarle mejor. Tal es también la actitud que tenemos que intentar
desarrollar en nuestros corazones respecto al misterio de la Inmaculada Concepción, que recubre por
todos los lados a la Madre de Dios. Y así, quizás incluso sin darnos mucha cuenta, seremos cada vez
más impulsados a dejarnos transformar por el Misterio.
“¡Alégrate, llena de gracia! El Señor está contigo” le dijo el Ángel, y desde entonces miles de
veces los cristianos han repetido esas palabras cuando se dirigen a aquella que, acogiendo el saludo de
Gabriel, se preparaba para ser la Madre de Dios. Nuestro corazón intuye el misterio contenido en ese
breve saludo pero nuestra inteligencia, deslumbrada, sólo puede callarse, aceptar y reconocer sus
límites y aplicarse a dejarse transformar por una gracia que la sumerge totalmente.
He ahí lo que debemos aprender cada día un poco más en nuestros contactos con María: no tanto
hermosas ideas, incluso sublimes, sino un contacto misterioso con esta sencilla criatura a la que sin
embargo puede decírsele con toda verdad y pureza: “Tú eres ‘la llena de gracia’. ¡En ti y por ti se
hallan a nuestro alcance los dones divinos, el perdón de nuestras faltas y todo acceso a la luz!”
Incluso sabiendo que la Santísima Virgen es verdaderamente una simple criatura, en su aparente
pobreza se halla como transformada en una puerta permanentemente abierta a las profundidades del
corazón de Dios. Y a pesar de eso ella está muy cerca de nosotros: en ella no encontramos nada que
nos pueda repeler o asustar… a condición de que sepamos adaptarnos a ella, es decir, que sepamos ir
más allá de nuestras complicaciones, de nuestros cálculos tan humanos, de los artificios de nuestra
vanidad o de nuestro orgullo.
El Ave María, esa oración que se estaría tentado de calificar de banal o de pobreza intelectual, es
para todos nosotros el camino siempre abierto hacia la Madre de Dios. A cada instante podemos
recurrir a ella, a condición que también nosotros nos volvamos pobres, libres de mil ilusiones que
inflan nuestro amor propio: esa humilde plegaria no nos da de la Madre de Dios una imagen artificial,
brillante. Si también nosotros entramos en el espíritu que desde hace tantos siglos ha puesto sobre los
labios de los cristianos esa plegaria de humildad y pobreza, poco a poco nos sentiremos liberados de
todas las ilusiones que pudiésemos tener acerca de nosotros mismos. Después de haber recurrido, en la
primera parte de la plegaria, a la pobreza radiante de la Madre de Dios, en la segunda parte del Ave
María se nos invita a presentarle nuestra indigente pobreza de tristes pecadores.

37
María es pobre de riquezas humanas, porque el Padre sólo quería encontrar el resplandor de la
santidad divina en la que estaba destinada a ser la Madre de su Hijo: María está desprovista de
cualquier título de gloria puramente humana. Por el contrario, nosotros somos evidentemente pobres
pero, por así decirlo, en el extremo opuesto: somos pobres a los ojos de Dios porque sin cesar hemos
cedido a la tentación de apropiarnos de mil glorias humanas, de mil satisfacciones que nos repliegan
sobre nosotros mismos y nos cierran al Espíritu. Nuestra pobreza es una herida que nos hace
prisioneros de nosotros mismos. Por el pecado estamos realmente despojados de toda riqueza, de toda
seguridad: sólo degustamos el lado amargo de la pobreza.
La Madre de Dios es, por así decir, infinitamente más pobre que nosotros, pero ella es realmente
pobre; ella no posee nada como propio porque ella lo recibe todo del Todopoderoso, a cada instante,
convirtiéndose así en su más perfecta imagen creada. A nosotros nos cuesta comprender la belleza de
esta pobreza, por estar acostumbrados a considerar como una tara en nuestras vidas el hecho de no
tener nada como propio, en lugar de considerarlo como la más hermosa seguridad, seguridad que sólo
se adquiere cuando únicamente se depende del Altísimo.
Pidamos humildemente a María que abra los ojos de nuestro corazón a fin de dejarnos moldear a
su imagen: para ello empecemos por reconocer y aceptar que con toda verdad somos “pobres
pecadores”. Esa constatación no puede alejarnos de la Madre de Dios; al contrario, nos pone en
contacto directo con el corazón de aquella que, al pie de la Cruz, nos recibió como a hijos suyos, no
porque fuésemos dignos, sino porque ella, durante esa terrible pasión, recibió una nueva capacidad de
engendrarnos a la Vida. Ciertamente en esos momentos, ella no podía ser consciente, porque la
espantosa muerte de su Hijo era para ella el mayor empobrecimiento: ella ¡lo perdía todo!
Fue únicamente en la mañana del día de la Resurrección cuando comprendería. Entonces, gracias
a su Hijo glorioso, ¡llegó a ser pobre con la pobreza que reina en el corazón de Dios! Ella no puede
hacer otra cosa que dar: darse a sí misma, pero sobre todo darnos a su Hijo. Amén.

Inmaculada Concepción 1998

38
12

ACOGER A DIOS

“¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!,


el cual por medio de Cristo nos bendijo
con toda clase de bendiciones espirituales del cielo”
(Ef 1, 3)
Queridos Hermanos:
La Inmaculada Concepción de la Virgen María es para nuestros corazones fuente de misteriosa
alegría, alegría profunda, puesto que nos revela algo de la infinita ternura de Dios hacia la Madre de su
Hijo. Digo “misteriosa alegría” porque para, en términos rigurosos, darse cuenta de lo que la intuición
de la Iglesia había percibido del secreto de la Virgen sin mancha, los teólogos han tenido que emplear
fórmulas que a veces parecen abrumadoras, complicadas, ante la luz purísima que intentan
transmitirnos.
Tributemos homenaje al cometido, a veces ingrato, de los teólogos, pero intentemos sobrepasar
lo que puede apocarnos de sus explicaciones a fin de ponernos a la escucha de la Palabra de Dios. Si la
Iglesia se ha inclinado con tal piedad hacia la Concepción Inmaculada de la Virgen es a fin de que
podamos captar la luz en ella y de ese modo acoger mejor a Jesús que María nos ofrece.
***
Dios Padre quería darnos a su Hijo, dárnoslo verdaderamente, sin reticencias, de tal manera que
fuese totalmente de nuestra raza. Tenía pues que nacer de una mujer, del mismo modo que cada uno de
nosotros; de una mujer de la descendencia de Adán, porque precisamente se trataba de eximir del
pecado los hombres de ese linaje.
Pero no se podía siquiera pensar que la Madre del Hijo de Dios fuese de alguna manera
prisionera del pecado. Hija del antiguo Adán, ella debía heredar su culpa. Madre del nuevo Adán, ella
tenía que ser la primera a percibir los frutos de la Redención que él venía a adquirir por medio de su
muerte y resurrección. Incluso antes que la madre fuese concebida, la sangre de su Hijo la purificaría
de toda huella de pecado. Ella es, pues, rescatada de la culpa como todos los hijos del antiguo Adán,
pero lo es incluso antes de existir, porque Dios veía ya el Hijo, que nacería de ella, redimiendo toda la
deuda.
En María se realiza de manera perfecta el misterio, que a grandes rasgos intenta hacernos
comprender el prólogo de la carta a los Efesios: “¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo!, el cual por medio de Cristo nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales del
cielo. Por Él, antes de la creación del mundo, nos eligió para que por el amor fuéramos santos e
irreprochables en su presencia. Por Jesucristo, según el designio de su voluntad, nos predestinó a ser
sus hijos adoptivos (…) Por Él, por medio de su sangre, obtenemos el rescate, el perdón de los
pecados, según la riqueza de su gracia” (Ef 1, 3-5.7).
La salvación concedida a María, incluso antes de su existencia, es un don estrictamente personal
que le otorga Dios Padre, pero al mismo tiempo ese don nos concierne a todos, puesto que es el primer
gesto del “designio establecido de antemano por decisión de Dios, que se había de realizar en Cristo al
cumplirse el tiempo (…) para alabanza de su gloria” (Ef 1, 9-10.14).
Hoy, cada uno de nosotros vive, crece, recibe el don de Dios dentro de ese gran designio de amor
que, desde el principio, se realizó perfectamente en María.
***
Inmediatamente se nos plantea una cuestión: ¿qué respuesta debo dar a ese don de cada instante
mediante el cual el Padre hace de mí su hijo adoptivo? Esa generosidad de Dios respecto a mí es algo
único, no lo encuentro en ningún modelo de las relaciones humanas según las cuales he aprendido a
vivir. Tal presencia activa y benévola de Dios Padre, atento a mis actos, a mi existencia, casi me da la
impresión de ser, en cierto sentido, como “manipulado” con antelación por el Todopoderoso cuya
sabiduría y ciencia me superan por todos los lados.

39
Se ha necesitado la lenta pedagogía de la Antigua Alianza y más tarde las garantías que nos dio
Jesús mismo para enseñar a nuestros corazones suspicaces la gratuidad del Amor divino, que no desea
otra cosa que permitirnos llegar a ser cada vez más nosotros mismos, hijos modelados a su imagen,
capaces de estar en su presencia y de devolverle amor por amor.
Volvamos a nuestra cuestión: ¿qué actitud activa conllevará todo eso para nosotros ante Dios,
cuando hayamos tomado conciencia de su actitud? Sigamos leyendo el prólogo de la Carta a los
Efesios: “Por medio de Cristo y tal como lo había establecido el que ejecuta todo según su libre
decisión, nos había predestinado a ser herederos de modo que nosotros, los que ya esperábamos en
Cristo, fuéramos la alabanza de su gloria” (Ef 1, 11-12).
Esta meditación de Pablo concierne ciertamente, en primer lugar, a los hijos de Israel, a los que
él pertenecía, y que tuvieron la gracia de acoger directamente en sus corazones el don de Dios
realizado en Jesús. Pablo define así lo que Dios esperaba de ellos: “nos había predestinado a los que ya
esperábamos en Cristo”. La esperanza de la que habla Pablo es una actitud de espera, de certeza, de
confianza inquebrantable en Dios. Pero ¿no es aún hoy en día nuestro lote? Hace ya veinte siglos que
Jesús vino a la tierra, pero ¿ha invadido verdaderamente nuestros corazones? ¿No esperamos aún
ardientemente el don de Dios en esa parte de nuestro ser que permanece prisionera del pecado? ¿No
esperamos aún la Redención? Todo ello lo vivimos al nivel de nuestra experiencia individual,
pero cuando oramos ¿no deberíamos sentir aún más esa obligación al nivel de la humanidad entera que
llevamos en nuestra oración? Para volver de nuevo a las palabras de la Carta a los Efesios, “al escuchar
el mensaje de la verdad, la buena noticia de vuestra salvación, creísteis en él y fuisteis sellados con el
Espíritu Santo prometido, el cual es prenda de nuestra herencia, del rescate de su posesión, para
alabanza de su gloria” (Ef 1, 13-14).
Ante la generosidad de Dios, debemos ser de los que esperan en él. No tenemos que esperar, en
primer lugar, tal o cual don concreto, tenemos que tener la certeza que él quiere darnos el don por
excelencia, que él quiere darse a sí mismo a nosotros, en la medida en que estemos dispuestos a
acogerlo.
No tenemos que esperar en la generosidad de Dios como si existiese en nosotros algo que se
impusiese y nos diese derecho a tal generosidad. Al contrario, tenemos que presentarnos
indefinidamente ante el Trono de la Majestad como pecadores. Nuestra esperanza se funda únicamente
en la misericordia del Padre; está anclada en Cristo glorioso que nos invita a “sentarnos en su trono
junto a él, como él, después de su victoria, se sentó junto al Padre en su trono” (Ap 3, 21).
***
Y ahí llegamos al corazón de nuestra vocación monástica. Nuestra vocación monástica no es una
obra a realizar, no es tampoco una perfección precisa a conseguir; es una esperanza que cada mañana
toma un nuevo impulso ante la doble constatación de la mirada llena de ternura que el Padre deposita
en nosotros y la pobreza inconmensurable que nosotros le ofrecemos.
Ello no es tampoco motivo para replegarse en sí mismo sino, al contrario, para acoger a Dios, en
un asombro siempre nuevo, que se nos da con toda verdad a fin de hacer de nosotros, en Cristo, sus
hijos adoptivos. La compunción, la conversión del corazón, que son el leitmotiv de todo camino
monástico, no son actitudes de hombres vencidos por sus miserias, sino que, bajo el influjo del Espíritu
del Resucitado, son el tenaz aguijón de una trayectoria que nunca nada podrá detener.
Tal es la luz que irradia sobre nosotros del rostro de la Virgen Inmaculada, totalmente exenta de
pecado, pero rescatada del pecado y más consciente que ninguno de nosotros del don inconmensurable
que recibe a cada instante de la ternura del Padre. Ella es el modelo que necesitamos, la guía que nos
arrastra hacia el fin, un fin que, cuando descendemos progresivamente a las profundidades de nuestra
pobreza, nos parece a veces cada vez más decepcionante. María nos lo asegura: tanto más estamos en
el buen camino cuanto más tenemos que esperar en Cristo, “para la alabanza de su gloria”. Amén.

Inmaculada Concepción 1986

40
Capítulo tercero

MARÍA, MODELO DE VOCACIÓN CONTEMPLATIVA

41
13

EL SILENCIO DE MARÍA

Queridos Hermanos:
Celebramos hoy el nacimiento de María, Madre de Jesús. Con inmenso respeto veneramos ese
chiquito bebé del que sabemos cuán amado es por el Padre eterno, puesto que, incluso antes de que esa
niñita vea la luz, él la ha colmado ya con toda clase de privilegios naturales y sobrenaturales.
A nosotros nos agradaría saber algún detalle de ese nacimiento y de los primeros años de esa
niña tan privilegiada, pero tenemos que reconocer honestamente que no poseemos ninguna
información concreta sobre el particular. Sí, sé que más tarde, a lo largo de los siglos, aparecerán
numerosos relatos aportando numerosos detalles sobre esa privilegiada niñez, pero la Iglesia nunca ha
querido reconocer la autenticidad de esas supuestas biografías de la Madre de Dios. Debemos
inclinarnos, pues, humilde y respetuosamente ante esta clara decisión del Todopoderoso: él quiso que
el nacimiento de la Madre de su Hijo fuese rodeado de un profundo silencio. Por tanto, con gran
respeto hemos de penetrar en ese silencio, del mismo modo como se avanza en un santuario venerable,
cuidando no profanarlo con vana curiosidad o cualquier otra postura ligera.
¿Tenemos entonces que renunciar a venerar a la Virgen Niña, como si no pudiésemos decir nada
seguro sobre ella? ¡En absoluto! Ante ella estamos en presencia de un misterio destinado a preparar la
manifestación de otro misterio incomparablemente mayor: el nacimiento del Hijo de Dios. María, que
un día será llamada “Madre de Dios”, ha sido escogida por el Padre eterno para llevar en su seno al
Verbo hecho carne y esa es la razón por la cual sólo podemos acercarnos a ella con inmenso respeto,
pero también con una confianza sin límites y con la certeza que en ella se ocultan tesoros de gracia.
Es ella quien en Belén recibirá en sus brazos ese niño que Dios le ha confiado. Ella le enseñará a
vivir como todos los hombres, pero también a escuchar la Palabra de Dios en los escritos proféticos;
ella, en los tiempos prescritos por la Ley, lo conducirá al Templo de Jerusalén. En pocas palabras, ella
hará de él un verdadero Hijo de Israel capaz de recibir la Palabra de su Padre eterno el día en que,
dicha Palabra iluminará su inteligencia humana. Tal es su vocación de Madre del Salvador. Casi
podríamos decir que María desaparece tras el misterio de ese Hijo engendrado en ella por el Espíritu
Santo. Y por eso ha llegado a ser nuestra Madre por los siglos de los siglos… desde el instante en que
concibió en su seno el Verbo encarnado venido a la tierra para salvarnos.
Ninguna otra criatura aquí abajo tendrá nunca una misión tan elevada ni tan importante como la
que tuvo María, y sin embargo ella nunca toma la palabra, jamás nos confía algo del misterio que le
fue concedido compartir durante los nueve meses en que estuvo sin cesar sumergida en un misterioso
diálogo espiritual con el Hijo de Dios. Es este silencio de María el que, a nuestra vez, debemos acoger
en nuestro propio corazón con un cuidado particular, ya que tampoco nosotros, por vocación, tenemos
nada que decir al exterior. Nosotros no tenemos mensaje alguno que explicar o comentar; nuestra
vocación nos predispone mejor que a otros a percibir algo del silencio de María en su profundidad sin
límites.
Intentemos pues ponernos a la escucha de este silencio de la Madre de Dios. Se podría decir que
existen dos clases de silencio. Existe, en primer lugar, el silencio que manifiesta que no se tiene nada
que decir, que se es demasiado pobre para tomar la palabra a menos de exponer abiertamente la propia
miseria interior. Pero, al lado de éste, existe el silencio que protege, en nuestro corazón, una realidad
demasiado profunda para permitirnos hablar de ella sin correr el riesgo de profanarla, porque sabemos
que nuestras palabras no estarán nunca a la altura del misterio que nos habita; este silencio nosotros lo
recibimos como un don del cielo, del que no podemos disponer a nuestro gusto. Es de este lado por
donde debemos orientarnos para tratar de imaginar en qué consiste el divino tesoro escondido en el
corazón de la Madre de Dios: no se trata de hermosas ideas ni de sabias explicaciones, sino que es la
realidad de un corazón que desde siempre ha permanecido perfectamente puro y transparente al don
divino que desde toda la eternidad le estaba destinado.
Es muy importante que nos esforcemos así por tomar conciencia del tesoro divino oculto en el
corazón de María. ¿Por qué? Porque este tesoro, incluso si estaba destinado en primer lugar a dar a la
humilde joven de Nazaret la capacidad de ser plenamente la Madre del Hijo de Dios, que era al mismo

42
tiempo Hijo del hombre, este tesoro hacía de María la primera redimida: su santidad inmaculada es ya
el fruto de la Redención adquirida por la Sangre de Jesús y, al mismo tiempo, hace de ella la
corredentora que obra siempre al lado de su Hijo. Todos nosotros somos salvados por el Señor, pero
también por la intercesión de aquella que él ha preservado de toda mancha en el mismo instante de su
concepción en el seno de su propia madre.
¿Por qué detenernos a hablar ahora de esta salvación concedida a María desde el instante de su
concepción? Porque sin duda nos hallamos ahí en el origen del increíble silencio que reina en su
corazón: un silencio del que nos cuesta hacernos una idea a causa del ruido que con asombrosa
facilidad invade nuestros propios corazones, fruto del pecado del que desde siempre estamos
prisioneros. Nosotros somos todos hijos de Adán, nacidos en el desorden y la desobediencia que nos
legó, y por esta misma razón incapaces de controlar, de moderar todos los movimientos de nuestra
imaginación o de nuestra sensibilidad. Nosotros no somos plenamente conscientes de esto porque
desde siempre hemos sido hijos del pecado, desde el primer instante de nuestra existencia en el seno
materno. Somos tan prisioneros de esta herencia de desorden que ni tan siquiera llegamos a concebir lo
que puede ser un corazón verdaderamente silencioso y en perfecta armonía con el Dios misterioso que
nos sacó de la nada.
María, por el contrario, es para nosotros la revelación permanente del silencio que agrada a Dios,
un silencio al que debemos tender para llegar a ser, también nosotros, real y totalmente hijos del
Altísimo. ¿No reside ahí el primer y más importante mensaje que esa niñita no cesa de transmitirnos
desde hace siglos? Y, en cambio, ¡cuánto nos cuesta percibirlo!, ¡de tal modo el verdadero silencio del
alma y del corazón permanece siempre para nosotros un verdadero misterio que tal vez nos inquiete
más que nos atraiga!
Acerquémonos, pues, con respeto y veneración a este minúsculo bebé, ya que su vocación es la
de revelarnos lo que debería ser el meollo de nuestra llamada a la vida de silencio y soledad: no un
rechazo de todo lo que nos rodea, sino una apertura cada vez más pura a la más profunda de las
realidades. Ese asombroso brotar del silencio que mana del corazón de Dios al de María, desde que
ella comenzó a existir, es un tesoro que la divina Providencia pone a nuestra disposición, un tesoro del
que con demasiada frecuencia ignoramos incluso su existencia.
He ahí lo que debemos esforzarnos por percibir en este pequeño bebé, en esta niñita que hoy nos
invita la liturgia a celebrar. Que sea cada vez más para nosotros una fuente viva: no una fuente de
sublimes reflexiones o de portentosas acciones, sino una llamada secreta a abrir cada vez más nuestro
propio corazón al silencio de Dios. Amén.

Natividad de María 1999

43
14

FECUNDIDAD DEL SILENCIO

Queridos Hermanos:
El misterio que celebramos hoy es siempre para nosotros causa de gran alegría, puesto que nos
permite cantar lo que quizás es la gloria más pura de María, no una gloria que proviene de lo que ha
hecho durante su vida, sino de un don completamente gratuito de nuestro Padre de los cielos concedido
a la Virgen purísima incluso antes de que empezase a existir. Así ella se encuentra, pues,
definitivamente al resguardo de todo pecado: no sólo de los que por un acto libre de su voluntad
hubiese podido cometer, sino ante todo del que hubiese tenido que estar manchada desde el primer
instante de su vida como heredera de Adán, nuestro primer padre.
María es, en efecto, hija de Adán por sus padres, Joaquín y Ana, pero ella estaba destinada, por
voluntad de nuestro Padre de los cielos, a llegar a ser aquella de quien el Verbo eterno sería un día su
hijo por la acción del Espíritu Santo. Evidentemente ni tan siquiera podía pensarse que el Hijo de Dios
fuese contaminado por la culpa original. Es en una carne perfectamente inmaculada donde tenía que
ser acogido el día en que María daría su consentimiento al mensaje del ángel Gabriel. Tal es el
misterio que hoy celebramos.
Pero esta santidad perfecta de la Madre de Dios es, para los empedernidos pecadores que somos
nosotros, una luz demasiado resplandeciente que no podríamos ni intentar escrutar, del mismo modo
que no podemos fijar nuestra mirada en la santidad del Todopoderoso. Y sin embargo María es nuestra
Madre; cada día y muchas veces en la jornada hemos recurrido a ella para afrontar las mil ocasiones en
que hacemos la experiencia de nuestra fragilidad ante la tentación y de la necesidad en la cual nos
encontramos de deber sin cesar recurrir a su apoyo o a su intercesión. Y cada vez, y en virtud de esa
inmaculada santidad recibida en el primer instante de su concepción, ella nos escucha.
Hoy estamos invitados de manera especial a dirigirnos hacia la santa Madre de Dios para
contemplar en ella esa hermosura de la que hablamos y para descubrir en ella sin cesar la fuente
inagotable a la que el entero género humano acude incansablemente para alcanzar las gracias que sin
descanso necesita, a fin de proseguir su difícil camino hacia la santidad. Pero, por una especie de
encontronazo de rebote, este contacto directo con la santidad de la Madre de Dios pone siempre más
claramente en evidencia nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad: descubrimos cada vez más que no
podemos avanzar hacia Jesús por nuestras propias fuerzas, estando obligados a reconocer que todo
bien nos viene de él por la intercesión de la Virgen María, que permaneció siempre santa y perfecta
gracias a su Inmaculada Concepción y al amor que su Hijo le manifestó de manera siempre nueva.
Con esta certeza no podemos dudar de la perfección de la oración que incansablemente sube del
corazón de la Virgen Inmaculada hacia su Hijo, y por ello debemos volvernos incansablemente hacia
esa plegaria que es el modelo más perfecto de lo que un corazón creado puede dirigir al Señor. Y sin
embargo la Sagrada Escritura no nos enseña explícitamente nada sobre la oración de la Madre de Dios
exceptuado el Magnificat, que brotó de su corazón bajo la inspiración del Espíritu Santo en el
momento en que el pequeño Juan Bautista saltó de gozo en el seno de Isabel. Después, un profundo
silencio emana de la persona de la Santísima Virgen, mientras que su hijo, el Hijo de Dios, crecía en
sabiduría y en santidad. La plegaria de la Madre de Dios es cada vez más secreta, más íntima,
completamente dependiente de la irradiación divina que fluye de Jesús. María es entonces consciente
de que su vocación es una llamada a llegar a estar cada vez más escondida, pero también cada vez más
dependiente de ese Hijo en quien va a manifestarse cada vez con más claridad la plenitud de la
divinidad.
No se trata, pues, de intentar copiar servilmente los movimientos del corazón de la Santísima
Virgen durante esos misteriosos y secretos largos años en los que el Espíritu de Dios manifiestamente
la enseña no a hablar, a instruir, a dar ejemplos a las Iglesias, sino a dejarse transformar interiormente
de santidad en santidad de modo que pueda irradiar cada vez mejor sobre las almas de todos los
tiempos venideros. María no recibió el carisma de acoger inmediatamente en depósito, de exponer y de
comentar las enseñanzas de Jesús tal y como las confió a los Apóstoles, que él había escogido para ser
sus íntimos, momentos antes de su Muerte y después de su Resurrección, pero ella tiene la

44
responsabilidad de despertar las almas a la vida, mediante su profundo silencio y esa perfecta
transparencia a la gracia que de él se deriva.
Para nosotros que, en el seno de un silencio exterior profundo, estamos también llamados a
dejarnos transformar por la gracia de la Resurrección del Señor, es hermoso y alentador contemplar a
María ejercer así, misteriosamente, su maternidad sobre las almas sin glorificar al Señor por medio de
alguna obra visible. En la intimidad secreta de su unión con Dios, ella realiza desde ese día la
perfección de lo que la Iglesia deberá realizar a lo largo de los siglos y hasta el fin de los tiempos. Ella
es plenamente Madre: no sólo porque ha engendrado en su carne al Hijo de Dios descendiendo entre
nosotros, sino también porque, de manera aún más concreta, serán concebidos en su corazón todos los
que durante los siglos venideros serán engendrados a la vida divina por los sacramentos de la Iglesia y
la gracia del Espíritu.
Como todo cristiano, cada uno de nosotros ha nacido así, en otro tiempo, de este silencio de la
Madre de Dios, y cada día aún nuestra soledad monástica nos modela a la imagen de Dios gracias a la
fecundidad del silencio de María. Debemos pues, a lo largo de nuestros años monásticos, dejarnos
cincelar por la gracia de nuestra vocación solitaria, pero siendo muy conscientes que incluso si esa
gracia la recibimos ciertamente de San Bruno, nos llega, en primer lugar, de la Madre de Dios, aunque
de manera diferente, podría decirse de manera más radical. Después de la Resurrección y la Ascensión
de Jesús, el Espíritu Santo colmó de sus dones a los Apóstoles y a los primeros discípulos a fin de que
pudiesen dar un testimonio convincente del mensaje que Jesús les había confiado. Se necesitaron
varios siglos para que la joven Iglesia fuese consciente del papel que María había desempeñado, no
sólo durante la vida del Señor, sino quizás aún más después de su marcha, no con sus palabras sino con
su irremplazable presencia y sobre todo mediante su silenciosa y oculta oración.
Hay en ello algo muy clarividente para nuestra propia vocación. A ejemplo de la Madre de Dios
nosotros nada tenemos que proclamar en este mundo: sólo debemos dejarnos seducir por la belleza
divina de tal manera que sólo eso sea la razón de nuestro ser. Ciertamente, nosotros estamos muy lejos
de María, porque el pecado nos tiene asidos demasiado profundamente, y sin embargo, por la gracia de
nuestra vocación, como ella, estamos siempre sedientos por llegar a estar cada vez más dependientes
de la hermosura divina.
Esforcémonos, pues, por dejarnos seducir cada vez más por la luz radiante que emana de la
Inmaculada, ya que precisamente ahí reside nuestra primordial vocación. En efecto, nuestra vocación
no consiste en enseñar, ni en cuidar enfermos, ni en expiar en nombre de los pecadores, sino en acoger
en nuestra pobreza y debilidad el esplendor de la Santidad que el Todopoderoso derramó con tanta
magnificencia en primer lugar sobre su Madre, incluso antes de su Concepción. También nosotros
podemos recibir hoy su esplendor en el secreto de nuestros corazones, en la medida en que demos a
nuestra soledad y a nuestro silencio su verdadero significado: tratar de ser a los ojos de Dios y de los
hombres humildes reflejos de la íntima Santidad del Altísimo. Amén.

Inmaculada Concepción 1999

45
15

EL MISTERIO DE LA SOLEDAD

“En la Virgen María contemplamos


el ejemplo más perfecto del misterio de la soledad”
(cf. Estatutos de la Orden Cartujana, 2.1)
Queridos Padres y Hermanos:
Celebrar la Asunción de la Virgen María es ante todo alzar nuestra mirada hacia la Madre de
Dios coronada de gloria, imagen anticipada del mundo bienaventurado en el que todos estamos
llamados a participar, en nuestra frágil carne, de la contemplación de Dios. La Asunción de María es
igualmente la prenda de que tenemos en ella una medianera y un modelo, del que nuestra vida de
cristianos tiene una necesidad absoluta en su marcha hacia el Señor.
Los Estatutos cartujanos no podían guardar silencio sobre el papel de la Madre de Dios en la
evolución de nuestra vida monástica. Hablan de manera bastante breve, pero significativa. Los dos pa-
sajes importantes que sitúan la función de María en nuestra vida se encuentran uno al comienzo de los
Estatutos y el otro hacia el final.
En el párrafo de introducción del capítulo sobre el Elogio de la soledad, que podemos
considerarlo como el primer capítulo que habla verdaderamente de nuestra vida, leemos: “En la
soledad se realiza un gran Misterio, el de Cristo y de la Iglesia. En María encontramos el ejemplo más
perfecto, pero ese misterio está igualmente oculto por entero en cada alma fiel. Ahora bien, es propio
de la soledad revelar mejor su profundidad” (Est 2.1).
En el otro extremo de los Estatutos, casi al fin del libro cuarto, al hablar de la función de la
Orden en la Iglesia, leemos: “Tender así hacia Dios de manera inmediata y directa, en cuanto lo
permite la condición humana, nos une muy especialmente a la Virgen María, a la que tenemos
costumbre de invocar como Madre singular de los cartujos” (Est 34.2).
Todo el texto de los cuatro primeros libros de los Estatutos queda así encerrado en una especie
de inclusión, como para mostrarnos que no tienen otra cosa que enseñarnos más que lo que
encontramos en la misma persona de la Madre de Dios. Antes de hablarnos de todos los puntos
concretos de nuestra vida, antes de exponer de forma detallada las grandes líneas de nuestro ideal, los
Estatutos nos presentan a alguien: María. Igualmente, después de haber acabado su exposición, nos
vuelven a decir: “Todo esto se halla realizado de manera excepcional en la persona de María: volveos
hacia ella; id a buscar en ella la realidad de lo que acabáis de leer”.
De este modo se nos introduce en una actitud, respecto a la Virgen María, totalmente análoga a
la que nos propone el Evangelio. De la Madre de Jesús dice poco, porque no tiene por objetivo explicar
lo que ella es, ni describirla en detalle. Quiere hacérnosla descubrir en su misterio, como una
realización ya acabada de la plenitud de lo que Cristo vino a traer. Ante María, no se trata de discutir,
de analizar o de explicar la naturaleza de las cosas. Se trata de aprender de ella: “En María
descubrimos el ejemplo más perfecto del gran Misterio que la soledad está encargada de revelarnos”.
Ella es, por vocación eterna, aquella a quien se confió el cuidado de trasmitirnos la vida; no hay
pretensión alguna exorbitante al llamarla “Madre singular de los cartujos”, porque sólo ella tiene
derecho a ese título peculiar de poder darnos la vida de Cristo en la soledad.
***
La soledad, dicen los Estatutos, es el revelador del misterio oculto de Cristo y de su Iglesia, del
Cordero y de su Esposa. Puesto que es en María donde descubrimos la realización más perfecta de ese
misterio, ¿no quiere esto decir que es María quien conoció de manera más íntima la auténtica soledad
que conduce a Dios?
Evidentemente sería vano pretender hallar en el Evangelio sucesos precisos que nos permitiesen
apoyar esa intuición. Pero todo lo que sabemos de la Madre de Dios nos orienta en ese sentido: es a
ella a quien Cristo revela con toques sucesivos, menos con palabras que con su actitud concreta, la
realidad de lo que durante su vida mortal él no llegará a hacer captar a los apóstoles. Todos los
episodios de la vida de María narrados en el Evangelio son reveladores de algo del misterio de Cristo.

46
De María, después de cada uno de los episodios, no sabemos nada más, sino que fue constituida
depositaria silenciosa y oculta de una nueva dimensión del don de Dios a los hombres por su Hijo.
Ésa es la soledad de María, ésa es la cualidad del modelo que ella nos ofrece. Ninguna actividad
exterior considerable, ninguna explicación satisfactoria de todo lo que hay de impenetrable en su Hijo,
sino solamente un corazón capaz de acoger en plena transparencia los secretos que el Hijo le confía, no
para comprenderlos y modelarlos a su medida, sino para dejarse trasformar por ellos, para ser
realmente la realización del gran misterio de Cristo y de la Iglesia.
***
Los Estatutos comenzaron por mostrarnos a María según las perspectivas de la soledad. Al
momento de concluir su exposición, hacia el final del libro cuarto, nos la presentan de nuevo, pero en
la perspectiva de una búsqueda inmediata y directa de Dios, sin intermediario, sin desviación, sin
retraso.
La vida contemplativa es, por su propio impulso, fuente de unión, dicen los Estatutos. Todo el
que quiere darse plenamente a Dios, por ese mismo hecho, se encuentra separado de todos, y por tanto
unido a todos. Entonces, en nombre de todos, se mantiene en presencia del Dios vivo.
María en la tierra era ya el icono ideal de esta actitud contemplativa; ahora en la gloria, lo es con
una plenitud definitiva. La vida contemplativa de María irradia sobre nosotros de una manera
maternal: está en nombre nuestro en presencia del Dios vivo. En virtud de su Asunción gloriosa, en su
cuerpo se encuentra en cierta manera separada de todos, pero de manera que está unida a todos de un
modo más perfecto. Así vemos realizada en una persona concreta la perfección del ideal que
proseguimos. Ella está, por una parte, plena y totalmente absorbida por el misterio de Dios que la ha
trasformado hasta lo más íntimo de sí misma; y ella es, al mismo tiempo, pura relación de amor con
cada uno de nosotros, fuente de vida, transparencia de Dios para cuantos se vuelven hacia ella.
***
Las perspectivas que nos abren así los Estatutos, nos dejan adivinar, más bien que describir de
manera precisa, la actitud que desearían vernos adoptar respecto de la Madre de Dios. Debemos estarle
unidos, ya que el hecho mismo de querer tender hacia Dios, nos dicen los Estatutos, “nos asocia muy
especialmente a ella”. Lo que nos suele ser difícil realizar entre nosotros, por razón de nuestra torpeza
y de nuestras imperfecciones, podemos alcanzarlo plenamente unidos a ella: podemos estar en
comunión en verdad con el mismo misterio de Dios que se da a nosotros, porque no tenemos otra
función válida que “vacar a Dios solo”, dedicarnos exclusivamente a Dios (Est 34.1). Por tanto, es con
un corazón dilatado, como dicen los Estatutos, y con espíritu abierto como debemos ir a María, pues es
en Dios en quien la descubrimos. Los obstáculos que podemos imaginar a veces entre nosotros y María
vienen sin duda de que tenemos tendencia a encerrarnos en nosotros mismos; manifiestan simplemente
la imperfección de nuestra unión con Dios.
En cierta manera, para seguir el espíritu de lo que dicen los Estatutos, debemos, si la fórmula no
resulta demasiado fuerte, considerar a María como miembro de nuestra familia. Ella es de la Cartuja y
en virtud de este título estamos en comunión con ella como con el miembro más perfecto de la Orden.
Así encontramos las características de toda la búsqueda de María. La contemplamos como muy
cerca de nosotros, miembro de nuestra humanidad, compartiendo nuestras aspiraciones y nuestras
limitaciones. Sin embargo, constatamos al mismo tiempo que ella es única, incomparable, espejo
perfecto del Señor. La asociación de esas dos cualidades, aparentemente contradictorias, hacen de ella
la fuente única en la que captamos la plenitud de lo que Dios espera de nosotros. Irradia a Dios, es la
fuente oculta de donde fluye el misterio de una manera asimilable.
***
María, Madre del Salvador, nuestra Madre única desde ahora, concédenos tener tanta sed de Dios
que nos sintamos obligados a pasar por ti, para alcanzarlo ahora en la penumbra, en espera de
descubrirlo un día en la luz junto a ti. Amén.

Asunción de María 1979

47
16

RESPONDER CADA DÍA A LA PROPIA VOCACIÓN

“Apareció en el cielo una magnífica señal:


una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies
y en la cabeza una corona de doce estrellas”
(Ap 12, 1)
Queridos hermanos:
La visión apocalíptica de la mujer revestida de sol y que da a luz con dolor a aquel que debe
gobernar todas las naciones con cetro de hierro interrumpe, de repente, como señal de paz, una
descripción terrorífica de relámpagos, de truenos, terremotos y torrentes de granizo. Los exegetas se
preguntan sobre la identidad de aquella que, en último análisis, quiere representar, pero una fuerte
corriente de la Tradición, sostenida por la Liturgia, no duda en ver en ella a la Virgen María en el
misterio de su Asunción. De ella, mujer por excelencia, nació el Salvador; ella, llamada por él a reinar
a su lado, se encuentra, dentro de la fragilidad de su propia humanidad, envuelta en la gloria infinita de
la divinidad. Lejos de consumirla, ese contacto trascendente la exalta y nos revela la intimidad de su
corazón.
La Asunción de María, puro don gratuito de la liberalidad divina, no es sin embargo una
promoción arbitraria. Es la respuesta última del Señor al diálogo que él mismo había iniciado con la
Santísima Virgen en la Anunciación. El Fiat (“Hágase”) que ella había pronunciado entonces la
comprometía de manera definitiva y absoluta en una aventura cuyas peripecias dolorosas o exaltadoras
estaba muy lejos de imaginar.
En la sencillez de su corazón, ella había confiado en la llamada del Altísimo, y se había
entregado sin reservas, consciente de que la obra que se le había propuesto sobrepasaba infinitamente
la debilidad de sus medios, pero con la plena conciencia de que la invitación inicial del Señor
garantizaba su ayuda permanente. Al aceptar ser Madre de Dios, le fue preciso después responder en
todas las circunstancias a las exigencias de su misión. Convertida en la colaboradora del Salvador,
primogénito de todos los rescatados, ella tenía que dar un nuevo significado a su oblación primera en
cada nuevo jalón del compromiso de sí misma que se le fuera pidiendo y descubrir a la vez las
profundidades insospechadas para, asumiéndolas, encontrar allí a Dios de una manera más íntima. De
este modo, de gracia en gracia, pero también de ofrenda en ofrenda, ella se convertía en la criatura
perfecta cuyo esplendor coronaba Dios elevándola a su lado al cielo.
El Señor os ha dirigido también una llamada a vosotros, mis queridos Padre y Hermano. La
vocación es una invitación a entregarse a él sin reservas y, confiando en la gracia que ésta os aporta,
comprometeros en una aventura cuyas peripecias no se pueden predecir. Eso es la vida religiosa.
Incluso si los compromisos que vais a asumir, profesión temporal o donación perpetua, no tienen un
aspecto exterior tan irrevocable como la profesión solemne, implican sin embargo, por vuestra parte, la
intención de entregaros definitivamente a Dios, a pesar de que tenéis conciencia de la debilidad de
vuestros medios y de la fragilidad de vuestra condición humana.
El desarrollo de la vocación de María se efectuaba según el plan divino de la Redención. El
desarrollo de la vuestra debe realizarse dentro del marco de la vida cartujana. Podéis suponer y prever
los contornos exteriores, pero ¿quién podrá decir los encuentros con el Señor que ella os
proporcionará? Su presencia en vuestra vida se os presenta hoy de manera bien clara, pero no siempre
será así de luminosa; sin embargo, estad seguros que él permanecerá fiel aunque os lleve por caminos
cada vez mas exigentes y os quiera deseosos de responder cada vez más con una generosidad que se
acreciente sin cesar.
Hoy día parecen olvidar esta presencia divina los que ponen en duda la legitimidad para el
hombre de adquirir compromisos perpetuos, de dar a su vida una orientación definitiva, de lanzarse al
absoluto, siendo como es un pobre ser contingente, sometido a mil fluctuaciones, incapaz de prever por
adelantado las situaciones a las que tendrá que hacer frente. Esto es verdad, humanamente hablando.
Existe una cierta temeridad en entregarse para siempre y querer, desde aquí abajo, comenzar a vivir al
ritmo de la eternidad; no tendríamos derecho a dejaros asumir tales compromisos, imposibles de

48
sostener, si contáramos únicamente con nuestras fuerzas. Vuestros votos, vuestra donación, sólo tienen
sentido considerados a la luz de Dios, que no solamente os llama como término feliz de vuestros
esfuerzos sino que se constituye garante de vuestra fidelidad, fuente inagotable de una gracia que debe
hacer de vosotros, desde hoy mismo, testimonios vivos de su Resurrección.
Os preparáis, pues, a unos compromisos que ligarán vuestro porvenir y que, por adelantado, se
constituirán en garantía de vuestra fidelidad a la vocación cartujana. ¿Es preciso pensar que de este
modo el resto de vuestra existencia se encontrará tan segura que no se tratará más que de seguir
tranquilamente –y diría ciegamente– la letra de los Estatutos para estar seguros de permanecer en el
camino recto?
El ejemplo de María, que considerábamos hace un momento, prueba de modo eficiente que no
puede ser así: comprometerse definitivamente con Dios es emprender el estar perpetuamente alerta
para descubrirle en cada circunstancia de una forma siempre nueva que se nos presentará con su
imprevisible espontaneidad. Que tengamos que seguir una Regla cuya letra prevé minuciosos detalles
materiales no cambia nada la cosa. El último Capítulo General lo decía claramente en la ordenación de
promulgación de los Estatutos Renovados: “Invitamos a todos los miembros de la Orden a que lean
atentamente estos Estatutos y descubran en ellos el nuevo espíritu de que hemos querido animarlos.
Ellos nos indican, evidentemente, la letra de nuestra observancia monástica, pero también se dirigen a
nuestro juicio y a la conciencia de cada uno, para que encuentre un camino más recto hacia el Señor.
Siguiéndolos con sabiduría alcanzaremos la unión con Dios. Este es, en efecto, el fin de nuestra
vocación hacia la que han tendido todos nuestros trabajos de renovación” (Capítulo General de la
Orden Cartujana, año 1971, 10ª Ordenación).
No es una novedad que nuestros Estatutos tengan por objeto llevarnos a Dios. No cabe duda de
que ésta era la intención que ha guiado siempre a nuestros Padres; ésta era también la razón por la que
insistían con tal fuerza sobre el valor de una obediencia sobrenatural, que infundía un espíritu de fe y
de caridad a todas las observancias materiales. Lo que es nuevo en los Estatutos Renovados es la
insistencia sobre la necesidad, para cada uno, de no dejarse llevar ciegamente por la letra, en cuyo
mérito se cree a priori, sin intentar ver como en cada circunstancia concreta ella nos concierne
personalmente y representa un valor determinado en nuestra relación con Dios.
No se trata de juzgar la oportunidad de la observancia tomada en sí misma, sino de saber
considerarla, en cada ocasión, con una mirada nueva, acogerla con un espíritu de disponibilidad, y
discernir en ella los valores espirituales que nos serán de provecho. En muchos casos se prevé una
cierta holgura en la puesta en práctica de la Regla, de modo que, cada uno por su parte, Superior y
religioso, puedan buscar las modalidades de aplicación más adaptadas a sus necesidades actuales, la
utilización del marco material del modo más fecundo, más rico en virtualidades espirituales. No es
cuestión de decirse que se está en regla con los Estatutos, y por lo tanto con la propia conciencia y con
Dios, cuando se ha hecho lo mínimo requerido. No; estamos invitados, a través de la libertad de
acomodación que se nos deja, a buscar lealmente, frente a Dios, que fórmula nos acercará más a él, nos
permitirá ser más fieles a su llamada.
Se trata, en suma, de concienciarnos de una manera más viva de que la vocación no es un asunto
zanjado de una vez para siempre el día de nuestra profesión, sino que es un ser vivo que pide cada día
su renovación, su profundización. Es preciso que nos planteemos la cuestión, no en el sentido de que
podemos romperla, sino en el sentido de que el Espíritu del Señor nos invita sin cesar, a través de los
pequeños detalles de la existencia, a que nos interroguemos si hasta ahora hemos comprendido bien el
sentido de su llamada y las exigencias del don de nosotros mismos que ello implica.
Lo que finalmente se nos plantea es nuestra responsabilidad siempre actual delante de Dios. Los
actos de generosidad que hemos hecho en el pasado no tienen sentido si hoy día no los seguimos
haciendo y no los tomamos como punto de partida de lo que tenemos que ofrecer en este momento. Es
un espejismo, contra el que habrá que protegerse siempre, creer que Dios se contentará hoy con el
recuerdo de lo que hicimos ayer. El amor es una llama que se renueva continuamente y que pide ser
alimentada sin cesar. Los Estatutos, precisos en su letra, son el instrumento que debe mantenernos
despiertos dirigiendo una llamada a nuestra conciencia, una provocación a nuestro amor, cada vez que
tengamos que reaccionar personalmente.
El desgaste de la rutina tendría por ello que hacer menos mella en nosotros. La costumbre de
encontrarse sin cesar en la intimidad con Dios debería hacer disminuir esta monotonía que amenaza,
49
poco a poco, con hacernos perder el sentido inexpresable de la relación única que el Padre ha querido
establecer entre nosotros y él por medio de su Hijo. ¿Cómo, pues, no temer, como la peor de las
enfermedades, esa especie de esclerosis de la vida contemplativa que nos acecha a todos a causa de
una existencia tan desnuda de imprevistos como la nuestra? No se trata de querer huir de ello
recurriendo a medios exteriores, buscando estimulantes ocasionales que despierten nuestra devoción
con pretextos accesorios. En el seno mismo de nuestra existencia, con su sencillez y desnudez,
debemos encontrar el agua viva que nos mantenga continuamente despiertos.
Así proseguiremos, como María, el diálogo comenzado con Dios, el día en que nos entregamos a
él entrando en la Cartuja. Su Espíritu, siempre vivo, siempre eficaz, viene a nosotros todos los días. Él
nos descubre la eterna novedad divina y nos ofrece nuestra participación en ella. Nosotros no
podremos, a diferencia de la Santísima Virgen, evitar una multitud de caídas, de debilidades, de
infidelidades. Pero todas ellas pueden ser motivo de una resurrección más hermosa, y, poco a poco, se
nos ofrecerá también la posibilidad de permanecer revestidos de sol, escondidos en el seno feliz de la
Trinidad. Amén.

Asunción de María 1971


(Profesión de un Padre y Donación de un Hermano)

50
Capítulo cuarto

ORACIONES MARIANAS

51
17

EL AVE MARÍA, CAMINO DE ORACIÓN

Queridos Hermanos:
Hoy celebramos el misterio oculto de la Anunciación. Se trata del evento más importante que
jamás haya tenido lugar desde la creación del mundo hasta ahora, pero aparentemente tan banal como
tantos otros.
En Nazaret de Galilea, una jovencita completamente desconocida, María, se halla de repente ante
un visitante completamente imprevisible. He aquí, en efecto, que ante ella repentinamente se presenta
un enviado del Dios Todopoderoso, resplandeciente de la santidad del Señor del que es mensajero; la
saluda con términos sobrios y, sin embargo, cargados de un respeto sin límites. Él, familiarizado con la
santidad del Dios Altísimo, se inclina humildemente ante esa hija de los hombres, ignorada de todos.
Gabriel descubre en ella el reflejo único del Todopoderoso. En ningún sitio, ni tan siquiera entre los
ángeles más cercanos a la santidad divina, en ningún lugar ha contemplado un esplendor procedente
directamente del Altísimo comparable al que de repente le es revelado en ese instante en que está ante
esa niña de la raza humana, tan humilde y escondida.
En el interior de esa luz, Gabriel se dirige a ella para transmitirle un mensaje que proviene
directamente del Altísimo. Íntimo de los secretos del Todopoderoso, este mensaje le deja asombrado
incluso a él, a pesar de que unos meses antes ya había sido el mensajero de Dios para una misión algo
análoga a Zacarías, un desconocido sacerdote entre otros, cuya esposa es precisamente la prima de
María.
El Ángel empezó por saludar a la jovencita: “Alégrate, o tú que desde siempre has sido colmada
de la benevolencia divina. Alégrate, el Señor está contigo”. Y así hablando, Gabriel, en la perfecta
transparencia de su intimidad con Dios, percibe que está en presencia de una santidad que le deslumbra
porque supera infinitamente todo lo que él mismo y los otros ángeles, incluso los más elevados, han
podido jamás concebir. Es el ser mismo de María, que estuvo desde siempre destinado a recibir esa
plenitud única de gracia, de secreta participación en la santidad divina.
María, en su humildad y en la limpidez de su corazón, se turba con tal salutación, ya que siendo
pura transparencia de la santidad divina, percibe, mejor que ninguna otra criatura, su carácter
extraordinario. Sin duda ella no sabría formularlo en términos tan explícitos como lo expresamos
nosotros ahora, pero ella lo percibe de manera tan clara, que el Evangelio nos dice que se turba con las
palabras del mensajero divino. Sin embargo Gabriel es de extrema sobriedad y sus explicaciones se
limitarán a pocas palabras: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios”. La respuesta es
breve pero suficiente para calmar la inquietud de la joven, cuyo corazón es perfectamente transparente
a todo lo que procede del Altísimo.
Después, inmediatamente, se podría decir de un tirón, el ángel le transmite el mensaje para el que
ha sido enviado: “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre
Jesús. Él será grande y será llamado ‘Hijo del Altísimo’… Reinará sobre la casa de Jacob por los
siglos y su reino no tendrá fin”. Y Gabriel continúa dando los detalles que responderán a las preguntas
que María no dejará de ponerse ante una noticia tan prodigiosa y tan inesperada. Nadie, en este mundo,
mejor que la humilde Virgen en su gran santidad, nadie estaría mejor preparado para acoger las
palabras del ángel o percibir las dificultades que plantearían, ella que desde siempre ha sido
encaminada por el Espíritu Santo hacia el solemne instante que ahora está viviendo. Y sin embargo
sólo hace una pregunta: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”
La respuesta de Gabriel es al mismo tiempo verdadera y profundamente misteriosa, porque
revela parcialmente secretos que sólo son conocidos y comprendidos por Dios. En primer lugar, el
Altísimo, en cuyo nombre habla el Ángel, es el único que puede engendrar a aquel que va a nacer y del
que Gabriel anuncia que se llamará Hijo de Dios. Esa fecundidad divina se realizará por el Espíritu
Santo.
María comprende el mensaje, ya que está divinamente preparada por el Espíritu del que Gabriel
le habla, pero, a pesar de todo, esas palabras permanecen oscuras, todavía demasiado cargadas de
misterio. Se le quedarán grabadas en el corazón para siempre. Es a su Hijo, aquel del que Gabriel le
52
anuncia la venida, a quien corresponderá un día revelar plenamente a sus discípulos la profundidad del
misterio: cómo él es engendrado eternamente en el seno del Padre y cómo su unión de Amor se enlaza
en el Espíritu Santo. Pero lo que para María está muy claro desde ese instante y que jamás olvidará es
que el Hijo que de ella nacerá será llamado “Hijo de Dios”.
De momento es evidente que ese misterioso mensajero viene de Dios y espera una respuesta. La
respuesta será breve, pero expresará el don total que María hace de sí misma para que se cumpla la
obra del Altísimo anunciada por Gabriel: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra”.
Y el Ángel dejándola se fue… Pero lo hizo dejando tras sí una oración inolvidable que los
cristianos sencillos tuvieron la gracia de desvelar poco a poco, lentamente, a lo largo de los primeros
siglos de la vida de la Iglesia: el Ave María.
No se sabe exactamente cómo nació, pero el hecho admirable es que esta oración, tan simple y
modesta, rápidamente llegó a ser un manantial de gracias para quienes la descubrían, encontrando un
camino sencillo y alegre hacia el corazón de la Virgen María. Se trata simplemente de hacer surgir una
especie de incansable eco de las palabras que Gabriel dirigió a la futura Madre de Dios. Es cierto que
esa corta salutación estaba inspirada por el Espíritu Santo y espontáneamente los cristianos se sintieron
al unísono con esas palabras venidas del cielo, que sin descanso cantan la alabanza de quien que sería
eternamente “aquella de quien nació Jesús”.
Hoy, para nosotros, el Ave María está de manera particular íntimamente ligada al rezo del
Rosario y, sin embargo, ese modo de orar es relativamente reciente. Hace unos años se descubrió con
certeza que el Rosario fue el “invento” de un modesto hermano cartujo que halló el modo de fijar su
inestable imaginación cuando quería rezar a la Santa Madre de Dios. Así pues compuso por orden
cronológico una lista de 150 misterios de la vida de María que contemplaba tranquilamente recitando
un Ave María para cada uno de esos misterios. Rápidamente hubieron numerosos discípulos, pero muy
pronto se apercibieron de que era demasiado difícil practicar la lista de 150 misterios, ya que no se
tenía tiempo de meditar apaciblemente cada uno de dichos misterios. Fue así como nació el Rosario
actual, que nos invita a meditar sólo quince misterios, reteniendo, cada uno de ellos, nuestro corazón y
nuestra atención durante la recitación de diez Avemarías.
El sentido profundo de estos descubrimientos inspirados por el Espíritu Santo es el siguiente:
para acceder fácilmente a todos los misterios divinos que la Iglesia nos invita a meditar, el camino más
seguro y el más directo es el de dejarnos guiar por María, que personalmente vivió en su corazón y en
su carne estos mismos misterios en el preciso momento en que se realizaban, sea en su propia carne,
sea en su alma. La Anunciación que hoy celebramos es un poco como el centro de este ramillete de
misterios que la Providencia así nos ofrece para contemplar, para meditar y para asimilar en las
profundidades de nuestro corazón. No se nos pide tener hermosas y sublimes ideas, sino abrirnos a la
luz divina que suavemente nos llega por la intercesión de la dulce Madre de Dios, ella que tanto amó
meditar sin descanso estos misterios en el secreto de su corazón durante los largos años de su vida
silenciosa y escondida mientras esperaba el momento bendito en que por fin podría reunirse con su
Hijo Amado en el esplendor de su gloria.
En este día en que celebramos el origen del Ave María en los labios de Gabriel, abramos nuestro
corazón a este camino tan sencillo que nuestro Padre de los cielos ha querido ofrecernos por medio de
su Madre y del arcángel que le fue enviado. Unámonos a su oración que resuena eternamente en los
coros angélicos y entre todos los habitantes del cielo, no como una especie de competencia a la
alabanza que dirigen al Dios tres veces Santo, sino, al contrario, como una especie de eco sin fin del
amor del Padre de los cielos por aquella en quien su Hijo se hizo carne. Amén.

Anunciación del Señor 2000

53
18

EL MAGNIFICAT, HUMILDE ALABANZA

Queridos Hermanos:
Hoy la Iglesia nos invita a celebrar la Asunción de la Virgen María, es decir, la fiesta más
solemne de la Madre de Dios. Y, sin embargo, debemos reconocer que no conocemos con certeza
absolutamente nada de lo que ocurrió ese día.
Sólo sabemos que, varios siglos después de los pocos años que Jesús vivió en la tierra, algunas
iglesias locales empezaron a honrar la Virgen María con cierta solemnidad. La favorable acogida del
conjunto de la Iglesia católica a una creciente convicción de todas las Iglesias en comunión con el
obispo de Roma fue siempre reconocida como una prueba digna de fe de la auténtica adhesión de los
cristianos a un determinado número de acontecimientos importantes. Ese fue el caso de la Asunción de
la Madre de Dios. Pero tenemos que reconocer que los documentos sobre los que podemos apoyar así
nuestra fe ocupan, en general, muy poco sitio en los libros de los Evangelios. Es el Espíritu quien
directamente ha ayudado a la Iglesia a progresar en el descubrimiento del profundo misterio de la
Madre de Dios. Pero él ha efectuado esta revelación lentamente, secretamente, mediante un trabajo
profundo de los corazones.
Es el Evangelio de Lucas el que contiene los documentos más importantes referentes a la Virgen
María. Y es ahí, en este Evangelio, donde la liturgia de hoy, consagrada a celebrar la Asunción, ha
encontrado el cántico de acción de gracias, que brotó del corazón de la Madre de Dios, para
ofrecérnoslo para nuestra meditación. María respondió así al saludo que acababa de dirigirle Isabel,
conmocionada por el Espíritu que se había manifestado en ella y en el bebé que llevaba en su seno. Se
trata, pues, de un documento sumamente precioso, porque se nos presenta como emanando
directamente de María y expresando los sentimientos más profundos de su corazón al contemplar la
obra del Señor en su propia vida. Es la plegaria que desde hace siglos la Iglesia canta durante la
liturgia y que llamamos el Magnificat.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi salvador,
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo.”
Todos estamos expuestos a la tentación de tratar esa plegaria con una cierta falta de respeto, tan
acostumbrados estamos a repetirla varias veces al día, quizás demasiado mecánicamente. En realidad
tendríamos que meditar el Magnificat con una inagotable admiración, si es que estamos convencidos
de que en él poseemos una abertura transparente hacia el corazón de la Madre de Dios. En aquellos
momentos María estaba directamente inspirada por el Espíritu Santo y cantaba su entusiasmo ante el
misterio del que estaba invitada a participar.
Ese cántico de júbilo de María tiene tanto valor porque prácticamente es el único documento
que, con suma sencillez, nos ofrece las profundas disposiciones del corazón de la Madre de Dios,
especialmente su incomparable humildad.
“Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo;
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes.”
En el momento en que, bajo la moción del Espíritu Santo, brotó del corazón de María el primer
cántico de júbilo de la Nueva Alianza, no había aún tenido ocasión de recibir la doctrina de Jesús y sin
embargo ella había percibido ya la primacía de la misericordia y de la humildad sobre todos los demás
caminos que establecen un contacto vivo entre el Señor y el alma de buena voluntad que trata de entrar
en relación activa con él. Pero los medios de expresión de una judía, incluso muy piadosa, son muy
limitados, porque no conoce otra Palabra de Dios que la ya formulada en el Antiguo Testamento.
54
Incluso si esto puede parecernos hoy sorprendente, es sin embargo claro que, a lo largo de los años, la
Madre de Dios no recibió nunca, de manera directa, la doctrina teológica de Jesús; a ella le llegará
mucho más tarde, a través de la palabra de los Apóstoles, a la luz de Pentecostés.
A pesar de todo, cuando Gabriel llegó junto a María como mensajero del Señor, el Espíritu
Santo, partiendo de lo que los grandes profetas habían enseñado, ya había tenido tiempo de modelar en
su corazón una intuitiva percepción extremadamente profunda de la misericordia de Dios y de la
necesidad, para quien desea encontrarlo, de adentrarse cada vez más allá por los caminos de la
humildad. Este conocimiento tan profundo de la humildad que irradia de las palabras de quien es ya
desde ese momento la Madre de Dios, representa la última etapa que puede alcanzar un ser creado
antes de ser capaz de recibir la revelación de que Dios es Amor.
El Magnificat es la alabanza más perfecta de la humildad, que nos ha llegado formulada por una
voz puramente humana. Ciertamente Jesús nos hablará también de la humildad, pero con diferentes
perspectivas. Es su corazón filial que se expresa cada vez que habla de su Padre, dejando presentir
entre ellos dos una intimidad de la que en nuestro lenguaje meramente humano, no encontramos
ninguna imagen que nos satisfaga. Por el contrario, María manifiestamente ha aferrado e incluso
penetrado las profundas enseñanzas de la Antigua Alianza sobre el inigualable valor de la humildad.
El lugar aparentemente insignificante que tiene la Madre de Jesús en la doctrina que nos han
legado los Apóstoles es una lección a la que debemos recurrir siempre si queremos entrar plenamente
en el espíritu y la letra de la Palabra del Señor. Ciertamente, no porque la intención del Señor haya
sido desvalorizar la santidad y el lugar único de su Madre a los ojos de los discípulos, sino porque
tenía un mensaje primordial que transmitirles con prioridad absoluta a todos los demás: Jesús era el
Hijo y había venido a la tierra para revelarnos a su Padre. Hoy aceptamos sin esfuerzo este dogma
fundamental, mientras que para un buen israelita esto representaba una conmoción inimaginable en
relación a la doctrina repetida infinidad de veces por los Profetas: “Dios, nuestro Dios, es Uno”.
Nosotros tenemos dificultar en imaginar que Jesús, en su intimidad con su Madre, no le haya
nunca revelado la existencia del misterio de unidad que reina entre él y su Padre, pero tenemos que
rendirnos a esta evidencia: María, durante la mayor parte de su vida, ha permanecido como el testigo
más puro de la teología y de la espiritualidad del Antiguo Testamento. Es a través de los discípulos,
transformados por la luz de Pentecostés, como las luces del Nuevo Testamento llegarán un día a María,
incluso si es evidente que la íntima santidad de la Madre de Dios supera de modo incomparable la de
cualquier otra criatura meramente humana.
“A los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel su siervo,
acordándose de la misericordia,
–como lo había prometido a nuestros padres–
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre” (Lc 1, 46-55).
Estas dos últimas “estrofas” del canto profético de la Madre de Dios subrayan la fidelidad del
Señor a su pueblo, porque éste constituye la descendencia de Abraham, una descendencia que jamás se
extinguirá. El Señor ha dado su amor a Abraham y a todos los que nacerán de él en los siglos
venideros hasta el fin de los tiempos. María, improvisando hoy este canto bajo la moción del Espíritu,
quiere sobre todo subrayar la fidelidad eterna que Dios ha prometido a los suyos, pero es claro que,
aún sintiéndose protegida por el Espíritu que la guía y la sostiene, ella permanece aún en las tinieblas.
Toda la existencia de la Madre de Dios, desde el día en que Gabriel entró como mensajero
celeste donde ella estaba, va a desarrollarse de ahora en adelante bajo la luz de esta visita celeste, y sin
embargo María permanecerá siempre oculta, velada, totalmente ignorada por los hombres.
Aquí tenemos un modelo ideal de lo que también se nos ha pedido a nosotros, cuando el Espíritu
nos invitó a entrar para siempre en el silencio y la soledad de nuestro desierto, en el momento en que,
solemnemente, nos comprometimos a permanecer fieles discípulos de San Bruno hasta el fin de
nuestros días.
Imitemos, pues, a la Madre de Dios en la medida en que nuestra existencia se presenta a los ojos
de los hombres, y también parcialmente a nuestros propios ojos, como inútil y estéril. Una de las
pruebas más duras que puede imponerse a un corazón humano es privarle de la constatación de que su

55
vida es fecunda. En general, Dios nos pide que le sigamos así al desierto, no para experimentar la
fecundidad visible de nuestra existencia, sino para percibir en el recogimiento de nuestro corazón la
luz de fe que nos da la certeza de que nuestro silencio y nuestra soledad están ahí para revelarnos que
Dios nos ama y que tenemos que acoger fielmente cada día este amor. Amén.

Asunción de María 2000

56
19

EL OFICIO DE LA VIRGEN

“Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros”


Queridos Hermanos:
Habéis llegado al momento de pronunciar los primeros votos. Siempre se mira este acto con
emoción y esto tanto más cuanto que vuestros primeros años de vida monástica tuvieron que
convenceros de vuestra fragilidad al comenzar el camino que el Señor os invita a emprender para
encontrarlo a él mejor. ¿Por qué, pues, no hablar entre nosotros de lo que es un tanto temible en lo que
os preparáis a realizar? No en el sentido de que quiera exagerar ante vosotros los motivos legítimos
que pudierais tener para inquietaros, sino, al contrario, de que quisiera ayudaros a daros cuenta de los
elementos de fuerza, de estabilidad, de seguridad que están a vuestra disposición, en un grado sin duda
mayor de lo que pensáis.
He escogido a la Virgen María como guía de esta meditación, ya que hoy la honramos en el
misterio que manifiesta quizá de manera más llamativa la inimaginable deferencia del Señor respecto a
nuestra fragilidad. Antes mismo de que existiéramos, pensó en las dificultades que tendríamos que
afrontar y en los medios que nos ofrecería para superar las pruebas, permaneciendo nosotros
conscientes de nuestra debilidad. La Inmaculada Concepción de la Madre de Dios es el signo concreto
de esa atención del Señor, que preparaba en el secreto de su corazón la solución a las pruebas que nos
asediarán. Y esto no sólo para sacarnos de una mala situación, si puede decirse, sino también para
hacer de ello el punto de partida de un encuentro más hermoso y más puro con él.
De forma más concreta, voy a integrar estas reflexiones sobre el papel de María, siempre
presente a nuestro lado, en una escucha de lo que dicen los Estatutos cartujanos de un modo nuevo en
su última edición.
***
Releamos juntos el número 12 del capítulo sobre la Liturgia cotidiana: “Además del Oficio
divino, tenemos el Oficio de la bienaventurada Virgen María, cuya tradición viene de nuestros Padres.
Cada una de sus Horas precede en general a la Hora correspondiente del Oficio divino. Esta oración a
la Madre de Dios nos hace celebrar indefinidamente la eterna novedad del misterio de la
bienaventurada Virgen que da a luz espiritualmente a Cristo en nuestros corazones” (Est 21.12).
Se trata, pues, de una tradición antigua de la Orden. La leyenda cuenta que, en los días que
siguieron a la partida de Bruno, al ser llamado por el Papa, sus compañeros, al quedar solos en el
desierto de la Cartuja, estaban a punto de descorazonarse y se preparaban a partir de estos lugares que
se les hacían insoportables en ausencia de su padre tan amado. Y he aquí que él apóstol San Pedro,
patrón del lugar, ya que estamos en San Pedro de la Cartuja (Saint-Pierre-de-Chartreuse), se les
aparece y les hace una promesa en nombre de la Virgen María. Si se comprometen a recitar cada día
fielmente su Oficio, ella les garantiza, en recompensa, mantenerlos firmes en su vocación, a ellos y a
sus sucesores hasta el fin de los tiempos.
Sin duda es una leyenda, pero, como frecuentemente en tales casos, puede ser una ilustración un
tanto ingenua de una realidad más profunda enraizada en el corazón de quienes la reciben. Nuestros
Padres, según una tradición que parece efectivamente remontar a los primeros años de la Gran Cartuja,
quisieron honrar especialmente a María con la recitación de su Oficio e igualmente colocar bajo su
patrocinio la fidelidad a una existencia en la que habían experimentado las austeridades y los riesgos a
los que estaba expuesta su fragilidad.
Cuando descubrimos este Oficio de la Virgen nos sorprende evidentemente ver que su estructura
es muy paralela a la del Oficio divino. Nuestro primer movimiento entonces es pensar que el uno es
repetición del otro; y uno se dice que esto sería una concesión hecha a un gusto excesivo de la oración
vocal en un tiempo en que el sentido litúrgico estaba decadente. Estas explicaciones demasiado
simples, o más bien demasiado simplistas, merecen ser consideradas detenidamente antes de adherirse
a ellas. ¿No son una manera de ocultar una razón más profunda, que no captamos porque no estamos
suficientemente preparados para acogerla?

57
¿Qué nos dicen actualmente los Estatutos? Nos hablan de celebrar la eterna novedad del misterio
de la Virgen que engendra, que da a luz; no da a luz solamente a Jesús corporalmente, sino que, sin
cesar, en el Espíritu, da a luz a Cristo en lo más íntimo de nuestros corazones.
Eso quiere decir que el Oficio de Beata no está sobreañadido al Oficio divino, sino que explícita
una dimensión fundamental, a la que debe estar especialmente atenta nuestra vocación. Lo propio del
Oficio divino es el celebrar a cada Hora el misterio de Cristo, pero lo hace de manera prioritaria
haciendo hincapié en su dimensión pascual y redentora, centrada en la celebración eucarística. Todo
esto es perfectamente legítimo y no debe modificarse.
Pero, ¿no puede ser igualmente legítimo hacer resaltar que ese misterio de Cristo Salvador se
arraiga corporal y espiritualmente en el de la Virgen que da a luz? Cierto, no es una necesidad, ya que
la liturgia cotidiana de la Iglesia universal ignora esta dimensión, pero allí donde se presentó la necesi-
dad de introducir esa celebración litúrgica de la Encarnación del Hijo es signo de que el Espíritu atrae
los corazones hacia una celebración más explícita del nacimiento siempre nuevo del Salvador en su
Iglesia.
***
¿Cómo nos concierne esto? Dicho de otra manera: ¿por qué el Espíritu Santo suscitó en el
corazón de nuestros Padres ese atractivo de celebrar sin cesar renovadamente el misterio de Jesús
nacido de María? Siempre es delicado responder de manera demasiado absoluta a semejante cuestión.
Constatamos que el Espíritu suscitó esa necesidad de plegaria en nuestros corazones; a nosotros
nos corresponde ser fieles a partir del momento en que la Orden reconoce en ello una verdadera
tradición, como un elemento vital de nuestra oración. Pero, más allá de la constatación, es arriesgado
querer presentarse como intérprete auténtico de las intenciones del Espíritu. Solamente podemos tratar
modestamente de interpretar los indicios que están a nuestro alcance.
Retomemos, por tanto, de manera más atenta la frase que nos ha impactado: el Oficio de Beata
“nos hace celebrar indefinidamente la eterna novedad del misterio de la bienaventurada Virgen que da
a luz espiritualmente a Cristo en nuestros corazones.”
María es Madre, Madre del Hijo de Dios; por ella se nos manifestó en la carne el nacimiento
eterno del Hijo del Padre en el seno de la divinidad. El misterio oculto en Dios se nos hizo claramente
presente para siempre en el vínculo de dependencia que une a esta mujer y a este hombre, su Hijo,
nuestro Señor Jesucristo. Ante todo, él es el Hijo, el Engendrado.
Nos llama la atención ver que el Evangelio de San Juan no da a María más nombre que el de
“Madre de Jesús”. Y en virtud de ese título interviene en nuestras vidas: todavía hoy es ella quien lo
hace nacer en nuestros corazones. El Hijo es engendrado en nosotros por el Padre en el Espíritu, pero
la Madre de Jesús es quien permanece como signo encarnado, signo litúrgico de esa realidad.
Dirigirnos a María, sobre todo en el cuadro de una oración litúrgica, es pedirle que sea, para nosotros y
en nosotros, la Madre de Jesús. La función del Oficio de la Santísima Virgen es activar de manera
institucional esa relación con María, ya que, bajo la inspiración controlada por el Señor, nos parece
que ella tiene un lugar estable y permanente en nuestra vida.
Se trata de una intuición del corazón que se impuso a nuestros Padres, puesto que les parecía
evidente. La mejor de las garantías de la autenticidad de esa intuición es sin duda la convicción con
que las generaciones de los cartujos la confirmaron en seguida sin dudar en el curso de los siglos. Con
todo, el texto, que nos proponen actualmente los Estatutos, nos invita a reflexionar más atentamente:
¿En qué está nuestra vocación, por naturaleza, ligada a esa perpetua novedad del nacimiento de Cristo
en nuestros corazones?
***
La fórmula de profesión que vais a pronunciar da una orientación que nos ayudará a responder a
esta cuestión. Vuestros votos son puestos bajo el patrocinio “de la Bienaventurada siempre Virgen
María y de San Juan Bautista”. Desde siempre los consideramos como nuestros primeros patronos, los
que guían nuestros pasos en el desierto, en la oración y en la vida fraterna. Lo que me llama la atención
es que ambos fueron suscitados por Dios para acoger a su Hijo, a quien estaba a punto de enviarnos:
María y Juan Bautista son los santos de la acogida, que tienen por vocación preparar en los corazones
el camino para la llegada de Jesús. ¿No es ése un signo al que debemos prestar atención?

58
Nuestros Padres hubieran podido ponerse bajo el patrocino de muchos otros personajes, que
dieron gloria a Dios de mil maneras con sus austeridades, sus obras de piedad, etc.… Sin ignorarlos,
nuestros Padres no se sintieron, sin embargo, atraídos por ellos. Por instinto escogieron en el Evangelio
a María y a Juan Bautista, cuya sola vocación es la de preparar el corazón para acoger a Jesús. Esto
parece querer decir que, por nuestra parte, no tenemos más vocación que la de permitir a Jesús nacer
en nuestros corazones. Todo lo demás está ordenado a esa función esencial: recibir de Dios a su Hijo,
engendrado en nosotros por el ministerio de María, instrumento oculto, velado, que ante todo exige de
nuestra parte aprender a no ser ricos más que de Jesús, y, por tanto, a no tener nada que ofrecerle más
que nuestra pobreza.
***
He ahí adonde nos conducen las reflexiones sobre nuestra recitación de todas las Horas a la
Madre de Dios: no a inquietarnos de nuestra fragilidad o de nuestra debilidad, sino, al contrario, a
aprender a descubrirlas como cuadro previsto por Dios mismo para acoger a su Hijo, que viene a
nuestro encuentro en el estado de suma pobreza: el del hijo que recibe todo del seno que lo engendra,
sea el seno eterno del Padre, o sea el seno virginal de María.
Si os da miedo pensar que tenéis solamente debilidades que ofrecerle, descubrid con asombro
que estáis destinados a acoger a alguien más pobre que vosotros y que en eso está la suprema
seguridad: recibir todo del Amor del Padre, como lo hace su Hijo por el corazón de María. Amén.

Inmaculada Concepción 1987 (Profesión temporal)

59
Capítulo quinto
LA MATERNIDAD DE MARÍA

60
20

MADRE DEL HIJO DE DIOS

“El ángel respondió a María:


‘El Hijo que nacerá de ti será santo
y se llamará Hijo de Dios’”
(Lc 1, 35)
Querido Padre:
Su profesión se halla situada en la luz de la Anunciación. Es difícil verla de una manera que no
sea la de su respuesta a una llamada del Señor, respuesta que con toda sencillez tiende a modelarse con
la de María ante el anuncio del ángel. El don que va a hacer de sí mismo a Dios, en realidad, es una
acogida del don infinitamente más que grande que él le hace de sí mismo, y que encuentra su origen en
la venida de su Hijo al seno de la Santísima Virgen. ¿Cómo no detenerse unos instantes a meditar so-
bre la actitud interior que el Padre suscitaba en aquella que iba a convertir en la Madre de su único
Amado?
Sería sin duda presunción querer reconstruir, a partir únicamente del relato de la Anunciación, la
relación que se estaba estableciendo entre el alma de María y el Altísimo; pero el conjunto del texto
evangélico, en los breves pasajes en los que nos habla de las relaciones entre Jesús y su Madre,
presenta una unidad suficiente para que podamos, sin gran temor a equivocarnos, hacernos una idea
bastante exacta de la actitud interior de María.
El relato de la Anunciación está dominado por la idea de que Jesús es el Hijo por antonomasia.
Es un tema que se repite infinidad de veces bajo perspectivas diversas pero complementarias:
“concebirás y darás a luz un Hijo”; “será llamado el Hijo del Altísimo”; “ocupará el trono de David, su
padre”; “¿cómo será esto pues no conozco varón?”; “el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo
de Dios”. María, pues, se verá convertida en Madre de un Hijo cuyo ser es enteramente filial: su
nombre distintivo es el de ser “Hijo”, no hijo de ella, sino el Hijo del Altísimo. Las demás mujeres, al
nacer sus hijos, saben que tendrán más signos distintivos que el de ser hijos suyos, pero tienen con
ellos una relación única que les viene de que, gracias a ellas, han venido a la existencia. Para María no
ha sido así: jamás el Evangelio llamará a Jesús hijo suyo, porque en él este título ha sido enteramente
absorbido por su dependencia del Padre. Por eso, apenas le ha sido anunciado que será madre, se le
quita la alegría de poder considerar plenamente al Niño como hijo suyo.
La escena de Jesús hallado en el Templo ilustra este sufrimiento de una manera tan espontánea
en los labios del Niño que nos vemos obligados a ver en ella su actitud fundamental. María le llama la
atención de una manera que, a nuestro parecer, es plenamente natural: “Tu padre y yo te buscábamos
angustiados”. La respuesta de Jesús, con su misma serenidad, es causa de un profundo sufrimiento –
espada que atravesará su alma– para la pobre madre. “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo
debía estar en las cosas de mi Padre?” Hablando en términos humanos casi nos atreveríamos a decir
que María debió sentir que Jesús no se consideraba Hijo suyo. A sus ojos sólo cuenta la generación
eterna. María no puede aún comprender esto. Sólo puede meditar en su corazón estos recuerdos que
superan su comprensión.
No podemos considerar como pura coincidencia que el próximo episodio del Evangelio que nos
habla de nuevo de María y Jesús repita la misma enseñanza. Los dos, cada uno por su lado, han
acudido a la boda de Caná. “La Madre de Jesús le dice: ‘No tienen vino’. Jesús le responde: ‘¿Qué
tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora’” (Jn 2, 3-4). En su brevedad, este texto
evangélico es misterioso, pero nos deja entrever la voluntad de Jesús, la obligación en que, sin lugar a
dudas, se encuentra de apartar a su madre. Ésta se retira, el milagro se produce, y, concluye el
Evangelio, “de este modo manifestó su gloria” (Jn 2, 11). Esta gloria de la que nos dice el mismo
evangelista “hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único” (Jn 1, 14). Como
antes en el templo, el sufrimiento de María, su desaparecer, la humillación impuesta a su corazón de
Madre, permiten al Hijo de Dios manifestarse. María había acertado al prever que este día sería grande
porque Jesús iba a descubrir a los Apóstoles quien era él, pero que aún no había llegado la hora
mesiánica, ni la hora del Señor, ni la de su Madre.

61
Jesús comienza el anuncio de la Buena Nueva a las gentes. De María no volvemos a saber nada
más, pero las palabras de Jesús sobre ella nos hacen penetrar más profundamente en su actitud interior
hacia ella. Cuando le anuncian que su Madre y otros parientes quieren verle, responde sencillamente:
“Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”
(Mt 12, 50). No hay duda de que hay que conceder su importancia a la metáfora usada voluntariamente
por Jesús para enseñar a los oyentes pero, a la luz de los demás episodios que acabamos de enumerar,
no podemos por menos de pensar que Jesús, en esta respuesta, nos muestra el fondo de su corazón: no
es la referencia a su Madre la que cuenta sino a su Padre que está en los cielos.
Estas referencias nos resultan turbadoras: ¿es que Jesús no amaba a su Madre? La invitación que
le dirigía en Caná: “Mi hora aún no ha llegado”, nos muestra, por el contrario, que cuenta con ella para
el día en que todos le abandonen. La actitud de Jesús no quiere decir que no ame a su Madre, sino que
la ama de un modo que nos sobrepasa hasta tal punto que se nos vuelve incomprensible. Éste es el
sentido de sus palabras cuando dice a la gente: “Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la
guardan” (Lc 11, 27-28). El mayor título de honor para María no es el de ser la madre del Salvador
según la carne, sino el de haber abierto su corazón al anuncio del ángel, y el de recibir las palabras
misteriosas de su Hijo que ella no podía comprender y haberlas meditado silenciosamente en su
corazón sin perder nada de ellas. De este modo, poco a poco, ella llega a ser verdaderamente Madre de
Dios en lo más íntimo de su corazón.
Y por fin llega la hora anunciada por Jesús. Lo crucifican: a su lado están María y algunas
mujeres. “Viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, ahí
tienes a tu hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa” (Jn 19, 25-27). Hay que esperar a estos últimos instantes para ver al Evangelio
hablar expresamente del hijo de María: “Ahí tienes a tu hijo”. Y precisamente este hijo no es el que
ella ha engendrado en su seno a la sombra del Espíritu Santo, sino el que en la fe y en el
desprendimiento recibe de las manos de Jesús. Éste, de manera enigmática, rehúsa aún el llamarla
Madre; le dice “mujer”, que es sin duda alguna aquella mujer de la que les hablaba a los discípulos
unas horas antes para decirles que, después de los dolores del parto, se encontraría alegre por haber
dado un hijo a Dios.
Llegamos así al término de la investigación que habíamos emprendido, en la Anunciación, sobre
la actitud de María frente a la palabra traída por el ángel. A través del niño que se le proponía, era todo
el Misterio de Dios el que venía sobre ella. Necesitará después toda una vida para tomar conciencia del
alcance de su aceptación. El mismo don que Dios le hace de su Hijo Único se convertía en el aguijón
que le imponía la negación a sí misma, el sobreponerse, poco a poco, a ir más allá de toda relación
puramente humana, para no ver en él más que la imagen del Padre. Instintivamente, una madre tiende a
encontrarse en aquel que ha nacido de ella; pero en Jesús, María no podía reconocer más que a Dios
del que ha nacido; tal es el sentido, la misteriosa superación que se le irá pidiendo durante toda su vida.
Finalmente, en la cruz será donde descubra la imagen última del Padre, revelada por el Hijo, y al pie de
la Cruz será donde se convierta por fin en Madre de Dios hasta las últimas fibras de su alma, hecha
capaz hasta el final de los tiempos para dar nacimiento a “todos los que han recibido poder de llegar a
ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no han nacido de sangre, ni de deseo de
carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios” (Jn 1, 12-13).
Su profesión, mi querido Padre, debe igualmente ser un Fiat (“Hágase”). En respuesta al
ofrecimiento del Señor, hoy acepta el hacer nacer en sí mismo, de una forma nueva, al Amado del
Padre, pero, al hacer esto, se adentra por un camino en el que se le pedirá una completa abnegación de
sí mismo. El Hijo de Dios le revelará poco a poco el rostro de su Padre que sobrepasa todo
entendimiento. Si a veces pareciera abandonarle no es por falta de amor, sino todo lo contrario, porque
quiere hacerlo completamente libre para recibirle a él y dar una vida más abundante al mundo. Amén.

Anunciación del Señor 1971 (Profesión de un Padre)

62
21

MARÍA, CAMINO HACIA EL PADRE

Queridos Hermanos:
Celebramos hoy la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Habitualmente las fiestas de la
Virgen nos invitan a cantar sus alabanzas evocando un misterio en el que ella participa activamente; en
contraposición en la actual solemnidad nos encontramos en presencia de un privilegio que la Madre de
Dios ya poseía en ella desde el primer instante de su existencia como hija de Adán. Nos es difícil
imaginar lo que esto representa, porque para nosotros ser hijo de Adán quiere decir no sólo ser un
hombre como los demás, sino también arrastrar la maldición promulgada por Dios a nuestro primer
padre, después que él desobedeció la prohibición del Señor de comer del fruto del árbol de la vida que
estaba en medio del jardín terrestre.
Incluso ignorando completamente la realidad concreta que representan estas palabras, todos
sabemos por experiencia lo que significa estar marcado por el pecado original. En el fondo de nosotros
se halla oculta una tendencia que nos parece espontánea: rehusar hacer lo que instintivamente creemos
ser un bien o, por el contrario, decidir de manera suficientemente deliberada ejecutar actos que
sabemos que son malos. Estamos tan acostumbrados a esto, que con frecuencia necesitamos
reflexionar para tomar conciencia de ello. Esta tendencia a huir del bien para escoger el mal ha llegado
a ser para nosotros como una segunda naturaleza. Todo esto forma parte de nosotros de manera
inextirpable y en todo momento nos hallamos expuestos al peligro de escoger el mal y huir del bien.
Quizás no es una definición muy teológica, pero para nosotros es tal vez la manera más concreta
de percibir lo que representa para María la gracia insigne de la Inmaculada Concepción.
Contrariamente a nosotros, desde el primer instante de su concepción, en toda circunstancia su primer
impulso ha sido siempre el de escoger lo que percibía inmediatamente como lo más agradable a Dios.
Acostumbrados a considerar a todos los seres humanos con derechos completamente iguales,
quizás estamos expuestos a asombrarnos del privilegio de María: ¿no existe una cierta injusticia en
constatar que desde el principio estuvo al abrigo del pecado, mientras que nosotros sabemos que
estamos constantemente predispuestos a escoger, casi espontáneamente, el mal? ¡Es verdad! Pero ¿no
es ya una prueba de la presencia del pecado original en nuestro corazón permitir que estos
pensamientos nos habiten? En efecto, ellos manifiestan nuestro desacuerdo con los designios del
Señor.
Más que juzgar conocimientos que nos superan, interroguémonos más bien sobre si la
Inmaculada Concepción no fue concebida por Dios para nuestro bien, como solución a una situación
dramática provocada por la inserción, casi espontánea, del pecado en el corazón humano por el pecado
de Adán.
Dios Padre había puesto ciertamente gran esmero por dotar al primer hombre de inmensas
cualidades a fin de que pudiese ser el tronco en donde se soldase toda la humanidad. Y sin embargo no
bastó: la maldad y la astucia del demonio consiguieron engañar a nuestro primer padre y arrastrarlo por
el camino del pecado. Entonces Dios halla el remedio planeando un nuevo Adán que sería su propio
Hijo: sería verdaderamente hombre, nacido de mujer, de la descendencia de Adán el pecador, a fin de
que pudiese alcanzarnos donde estamos, es decir, en el pecado. Existía, sin embargo, como una especie
de imposibilidad radical: el Hijo de Dios no podía en modo alguno ser el hijo de una mujer marcada
por el pecado, es decir, de una mujer que no habría estado dispuesta a acoger a Dios sin reserva, hasta
lo más profundo de su ser. La que Dios destinaba a ser Madre de su Hijo debía necesariamente estar
puesta de manera radical y definitiva al abrigo del pecado, siendo al mismo tiempo verdadera hija de
Adán. Tal es precisamente el significado de la Inmaculada Concepción: este don hecho por Dios Padre
a la Madre de su Hijo hecho carne es la primera piedra de un edificio en el que siempre existirá una
perfecta y total conformidad con la voluntad divina.
No se trata, pues, de una injusticia de Dios Padre privilegiando gratuitamente a María, al mismo
tiempo que nos deja a nosotros como pobres pecadores. Si injusticia hubiese, se situaría en el hecho de
que Dios ha previsto que la Madre de su Hijo, perfectamente inmaculada, fuese también nuestra
madre; ella tendría que llevar, junto a su Hijo, el peso infinito de nuestros pecados, el sufrimiento

63
inimaginable de ver, con toda lucidez, el Hijo de Dios, el hijo de sus entrañas, castigado con el castigo
que merecíamos nosotros y del que él quiso gratuitamente cargarse, al precio de su Pasión y muerte.
Nunca podemos leer sin emoción las palabras del profeta que nos revelan este misterio y el
precio que ha costado al Hijo de Dios, al Hijo de María: “¿Quién dio crédito a nuestra noticia? Y el
brazo del Señor ¿a quién se le reveló? Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida.
No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y
desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro,
despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y
nuestros dolores los él que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él
ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la
paz, y con sus heridas hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por
su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros” (Is 53, 1-6).
Esta profecía se refiere en primer lugar al sufrimiento del Hijo de Dios, pero ha tenido una tal
repercusión en la Virgen Inmaculada que sin traicionar nada podemos aplicarla a la Madre de Dios. Es
la trágica ilustración de lo que representa para María el misterio de la Inmaculada Concepción, es
decir, la responsabilidad de ser la cooperadora esencial del Redentor en su obra de salvación.
Ciertamente, María fue privilegiada de una manera que no podemos concebir, pero finalmente es
gracias a ello que fue posible la Redención que nos salva mediante la muerte y la resurrección de
Jesús. Tal es el sentido del misterio que celebramos hoy: es la primera piedra de un edificio de
misericordia y de ternura que Dios Padre quiere construir para encaminarnos, a pesar de nuestras
infidelidades, hacia la total intimidad con él.
Ojalá podamos un día tomar suficientemente conciencia del don infinito que eso representa a fin
de poder cantar plenamente a Dios nuestro agradecimiento. Amén.

Inmaculada Concepción 1997

64
22

MADRE DE DIOS Y MADRE NUESTRA

“Nacido de mujer… para que recibiéramos


la condición de hijos adoptivos” (Gal 4, 5)
Queridos Hermanos:
La Asunción de la Virgen María es la cúspide de su existencia, el punto culminante de la
progresión a la que le condujo la pureza de su amor. Sin embargo, sería deformar las cosas el
considerar esta coronación como una especie de privilegio personal, concedido a la Virgen como
recompensa exclusiva de sus méritos individuales. La Asunción de María no es más que la forma
propia de su condición de Madre de Dios, de realizar el misterio Pascual. Únicamente la Resurrección
gloriosa de Jesús da sentido a la gloria inmensa concedida a su Madre. El Magnificat, que hoy nos
hace meditar la liturgia, nos orienta en este sentido: la gracia que se irradia hoy sobre María es la
prolongación directa del instante solemne, y sin embargo oculto, en el cual la Virgencita de Nazaret
pronunciaba su Fiat (“Hágase”), se convertía en Madre del Hijo de Dios y se unía para siempre a su
destino de Salvador del Mundo.
Unamos modestamente nuestra voz a la de todas las generaciones que la proclaman
bienaventurada, meditando una vez más sobre el misterio, tan cercano y sin embargo tan superior a
nuestras perspectivas habituales, de nuestra hermana en humanidad que da el ser al Hijo único de Dios.
***
El primer razonamiento al que hay que volver sin cesar es muy sencillo: María es
verdaderamente una madre, una mamá como todas las mujeres que conocemos y que tienen un hijo:
“Vas a concebir, darás a luz un hijo” (Lc 1, 31) le había dicho el ángel. Los teólogos hablan de
maternidad divina; la expresión es exacta, pero no debe engañarnos a causa de su solemnidad: el
misterio más elevado que pueda ser otorgado a una criatura, se basa en que esta joven lleva en su seno
un niño, y que este niño es el Verbo eterno. El lazo indeleble que se establece entre toda madre y su
hijo reviste en Jesús y María una pureza y una sencillez que nos superan, pero que no son
desconocidas a nuestra experiencia humana.
La obra de una madre no consiste únicamente en dar un cuerpo a su hijo. Ella debe acogerlo
cuando viene al mundo y ayudarle a adquirir su personalidad, sus medios de contacto con el exterior,
en una palabra, todos los elementos del corazón y del espíritu que le permitirán ser un hombre entre los
hombres. Pero sobre todo, el niño recibe de su madre la capacidad de descubrir a Dios, de encontrarlo
y de amarlo. Jesús no escapó a esta ley del ser humano. Aun siendo Hijo de Dios, necesitó que su
inteligencia y su corazón se dejasen modelar progresivamente por la ternura de su madre, para que
estas facultades pudiesen entrar en relación con su Padre. Ella le enseña a vivir como Hijo de Dios;
ella encamina a su niño hacia el Padre, que lo engendró en ella. Asistimos al primer acto de esta
educación, cuando el recién nacido es rescatado en el Templo; su formación se termina doce años más
tarde, cuando le vemos de nuevo en el Templo manifestar, con una independencia que sorprende a sus
padres, la libertad que tiene para consagrarse a los asuntos de su Padre. En ese momento la luz brilla
en su corazón y en su espíritu, y se convierte, gracias a la educación recibida, en Hijo de Dios en todas
sus reacciones.
¿Va a quedar ahora restringida la maternidad de María? Pensar así sería ignorar la anunciación
del ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,
31). María es Madre de Dios no solamente porque de su cuerpo nació el Verbo encarnado, sino porque,
gracias a la venida del Espíritu Santo sobre ella y al poder del Altísimo que la cubre con su sombra, ha
sido hecha partícipe de la ternura eterna del Padre hacia su Hijo en el Espíritu Santo. No es solamente
la madre frágil de un niñito: a un nivel más profundo, que sobrepasa todas nuestras experiencias, ella
ha recibido la misión de manifestar la relación eterna en la que el Padre ama a su Único que está en su
seno. Esta dimensión de la maternidad de María no pasará nunca, está más allá de todas las
fluctuaciones del tiempo y de todas las vicisitudes. Este es el sentido profundo de la Asunción: la
perfección gloriosa concedida a esa relación de María y su Hijo, asumidos ambos en su humanidad
plena en la gloria del Padre.

65
***
Pero el misterio Pascual tiene otra dimensión, que nos atañe directamente: Jesús al resucitar se
hizo “el primogénito de una multitud de hermanos” (Rm 8, 29). La madre del Hijo único ve de este
modo cómo su maternidad toma unas nuevas dimensiones. Ser Madre de Dios quiere decir, por la
gracia que le viene del Padre en el Espíritu, concebir a todos los que “no han nacido de sangre, ni de
deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios” (Jn 1, 13). A los que han recibido a su Hijo
eterno y creen en su nombre, el Padre a su vez les ha dado el poder de llegar a ser hijos de la Virgen.
La relación eterna que la cubre con su sombra hace a María capaz de concebirnos y de hacernos nacer
a la luz divina.
En efecto, es el mismo cuerpo de Jesús, que salió del seno de la Virgen María, el que constituye
la criatura nueva en la cual cada cristiano recibe un segundo nacimiento por la fe. “El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, dice Jesús, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6, 54).
“Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56). Todos los miembros
de este cuerpo misterioso reciben el influjo de la que sigue siendo activamente la Madre. El simple
hecho de pertenecer a Cristo nos hace hijos de la Virgen María.
Es preciso ir más lejos. Del mismo modo que María no dio a luz solamente a la carne de Jesús,
sino que participó de manera activa para que su espíritu se despertara y desarrollara, igualmente su
misión para con nosotros perdura hasta que la vida del Espíritu despunta en nosotros. Tal es la razón
de su presencia discreta y humilde en Pentecostés. Los apóstoles reciben entonces la misión de hablar,
de enseñar, de ser los testigos visibles del Salvador. María es investida con el poder de infundir
secretamente en las almas ese mismo Espíritu. A María se le confía el papel de educadora de la Iglesia
y de cada uno de nosotros. Mientras dura esta lenta pedagogía que nos encamina hacia la consumación
del misterio Pascual, ella nos enseña, a través de detalles de la vida concreta, a descubrir la presencia
del Padre, a amarlo y a entregarnos a él. Necesitamos renacer según el Espíritu (cf. Jn 3, 5), había
dicho Jesús a Nicodemo; pero todo nacimiento en Cristo implica una intervención de su Madre, todo
progreso hacia la luz se produce bajo su influjo, todo crecimiento de vida pasa por su corazón.
***
¿Cómo va a producirse todo esto concretamente en el desarrollo cotidiano de nuestra existencia?
La extrema sobriedad del Evangelio en este sentido es casi descorazonadora. No encontramos más que
unas pocas palabras, sin comentario ni explicación alguna: “Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu
Madre” (cf Jn 19, 26-27). Frente a esta discreción de la Escritura, vemos desarrollarse en la Iglesia una
elocuencia inagotable, a lo largo de los siglos, para comentar esta escena. Tal abundancia de palabras
termina por inquietarnos casi más que el silencio del Evangelio. ¿No existe el peligro de aturdirse con
esos elogios demasiado fáciles, dejarse arrastrar por imágenes gratuitas? La austeridad del desierto nos
incita a permanecer reservados ante esta literatura. Pero que esto no nos haga olvidar el Evangelio ni
permanecer sordos a las previsiones acerca de la que Jesús nos entregó manifiestamente como Madre.
Es la educadora, hemos dicho. No contemos con ella para que nos enseñe ideas o doctrinas, pero
esperemos de su intervención que nos enseñe sencillamente a ser y a vivir. No la vemos intervenir más
que una vez en la vida pública de Jesús, o mejor dicho, en la inauguración de esta vida pública.
Entonces ella se contenta con decir: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). Y nada más: no se la oirá
hablar ya más en todo el Evangelio. Durante el ministerio del Señor aparecerá únicamente para ser
puesta como modelo de los que escuchan la palabra de Dios. Por tanto, las cosas están bien claras: la
madre no es un profesor. Ella es únicamente la que con sus indicaciones discretas, con su actitud más
que con sus palabras, inclina nuestro corazón hacia la verdad, abre nuestro espíritu a la luz, nos entrega
al amor.
¿Qué actitud debemos adoptar entonces hacia ella? No esperemos de ella más intervenciones que
las que tendría una madre: permanezcamos simplemente en una dependencia concreta, práctica, de su
presencia y de su dulzura. Ella nos hace penetrar cada vez más profundamente en un misterio de
perpetuo nacimiento, tanto a nivel de nuestras facultades humanas como de nuestra generación divina.
Decíamos que ella sigue siendo la portadora de la ternura del Padre en el Espíritu. No busquemos,
pues, identificar con rasgos demasiado bien perfilados el rostro de María: ella es pura transparencia,
simple docilidad del corazón, claridad, limpidez. Todo esto correría el riesgo de desconcertarnos, si
esperamos por su parte una intervención claramente identificable. No son ni nuestra inteligencia ni

66
nuestra imaginación las que deben trabajar bajo su dependencia, sino nuestras capacidades de escucha
y de disponibilidad. Ese es el campo en el que el corazón de la madre actúa.
***
Para concluir, intentemos establecer un acercamiento entre ese rostro misterioso de la madre que
nos revela la Escritura y nuestra propia vocación. ¿No es, en efecto, el sentido de la soledad el
prolongar la obra secreta que María recibió como misión en la mañana de Pentecostés? El solitario no
tiene que predicar, no tiene que ser testigo, no se le ha confiado ninguna obra externa. Y sin embargo
tiene como misión el engendrar a Dios en las almas, el ser, en cierta manera, el que cumple en la
Iglesia el papel de madre. La Iglesia, en efecto, es madre como prolongación de María. ¿No estamos
nosotros destinados, a causa de todo este marco exterior en el cual el Señor nos ha colocado, a asumir
en lo secreto ese papel? En el silencio de soledad, la ternura del Padre en el Espíritu hacia sus hijos
debe extenderse sin ruido ni rostro aparente. Aprendamos, pues, de María a dejarnos invadir por el
Espíritu, a dejar que el poder del Altísimo nos cubra con su sombra, para que de nosotros nazca un
niño que sea llamado Hijo de Dios. Amén.

Asunción de María 1977

67
23

ENCONTRAR A DIOS DE LA MANO DE MARÍA

“¡Eres toda hermosa, María, no hay mancha en ti!”


Queridos Hermanos:
La liturgia de hoy nos invita a contemplar la hermosura de María, una belleza que no podemos
comparar a ningún modelo creado, porque es el puro reflejo de la belleza divina, una belleza destinada
a hacer a María digna de acoger en su seno al Unigénito del Padre eterno. Entonces podemos
preguntarnos: ¿es realmente posible hablar de la belleza de la Madre de Dios sin traicionarla en cierto
sentido? En efecto, la Santísima Virgen es una criatura que nació en las mismas condiciones que todos
los hijos de los hombres, y sin embargo la mirada que sobre ella deposita el Padre de los cielos es
esencialmente diferente de la que deposita sobre cualquier otro descendiente de Adán y Eva. La
belleza de la que ha querido adornarla desde el primer instante de su existencia terrestre nos
deslumbra, sin que jamás podamos ser capaces de penetrar verdaderamente el misterio.
En efecto, espontáneamente tendríamos la tendencia a querer comparar ese esplendor de la
Madre de Dios con las criaturas más hermosas que hayamos podido ver, o bien con las obras maestras
de los mejores artistas; esta tendencia tiene, sin duda, algo de legítimo en la medida en que la belleza
de las criaturas, incluso si es imperfecta, es un reflejo auténtico de la belleza divina. Pero el esplendor
de María, tal y como aparece a la mirada del Padre de los cielos, ¡es de otra especie! Como toda
criatura, la Santísima Virgen fue creada de la nada; ella nació de un padre y de una madre como cada
uno de nosotros. Y sin embargo, a los ojos del Padre eterno, desde el primer instante de su existencia,
María tiene un valor absolutamente único, rodeándola de una ternura a la que nada podría compararse
ni en el cielo ni sobre la tierra. En efecto, él deseaba que ella fuese la Madre de su Hijo eterno,
destinado a nacer de ella por la virtud del Espíritu Santo, sin la cooperación de ninguna otra criatura.
Cada vez que recitamos el Ave María, repetimos, desgraciadamente demasiado mecánicamente:
“Santa María, Madre de Dios…” Quizás tengamos la tendencia de pensar: ¡ella es como muchas otras
mujeres, una mamá… y nada más! No, no sería justo pensar así: “Madre de Dios” quiere decir
infinitamente más. ¡Si pudiésemos fijar la mirada de nuestro corazón sobre esas palabras, quedaríamos
completamente deslumbrados y nuestra confianza en María sería incomparablemente más admirable y
más profunda de que lo es normalmente! Porque mediante esa humilde mujer de Israel, es el cielo
entero que viene a nosotros. ¿Lo sabemos suficientemente? ¿Prestamos verdaderamente atención a
ello?
A través de los siglos, la contemplación de las almas de oración, lo mismo que la meditación de
los más profundos teólogos, se han inclinado con infinito respeto sobre esta niñita que llega al mundo
aureolada de santidad y ante la cual todos los habitantes del cielo se inclinan cada vez más
profundamente, porque poco a poco descubren en ella un reflejo único del Creador que, aun siendo ella
una simple criatura, la colmó de gracia y le dio el incomparable título de Madre de Dios.
Nosotros, pobres seres humanos, heridos por el pecado original desde el primer instante de
nuestra existencia y luego por las innumerables faltas que acumulamos todos los días, deberíamos
considerar como un favor excepcional poder consagrar una gran parte de nuestra vida monástica a
penetrar poco a poco en la intimidad de la Madre de Dios y a dejarnos transformar por la irradiación de
su santidad: no es que ella tenga el carisma de aplastarnos, aunque sea sólo un poco con su
superioridad. ¡Muy al contrario! En cierto sentido, ella ignora la distancia sin medida que el pecado ha
colocado entre ella y nosotros ya desde antes de nuestro nacimiento, por el hecho de estar marcados
con el sello de la falta de nuestros primeros padres. Ella sólo sabe que por la gracia del Padre de los
cielos somos sus hijos. Su vocación maternal se desarrolla evidentemente en primer lugar en relación
con Jesús, pero en la medida en que es de él que proviene nuestro título de hijos adoptivos de Dios ella
está llamada a ser una intermediaria infatigable entre el Altísimo y cada uno de nosotros durante todos
los instantes de nuestra existencia. ¿Somos suficientemente conscientes de esto? ¿Sabemos expresarle
nuestra gratitud con la convicción que merece esa gracia que nos acompaña sin cesar a pesar de
nuestras debilidades y olvidos tantas veces repetidos?

68
En esta fiesta de la Inmaculada Concepción esforcémonos por renovar la mirada, quizás un poco
gastada, que depositamos en María: nuestro corazón ¿es aún lo bastante puro y transparente para
dejarse transformar por ella? En su presencia empecemos por reconocer en primer lugar nuestra
pobreza y renovemos este hallazgo siempre nuevo que debería ser la alegría de nuestras almas y la luz
de nuestras vidas: la Madre de Dios se nos ha dado para ser también nuestra propia Madre. Ella puede
y quiere engendrar cada día en nosotros el Hijo que el Padre de los cielos le ha confiado para que
incansablemente nos lo transmita: ¿somos suficientemente conscientes de esta maravilla?
¡Y ahí llegamos al corazón de nuestra vida contemplativa! En cierto modo cada día tenemos que
descubrir de nuevo que el Padre de los cielos nos entrega a su Hijo por medio de María. Por vocación
ella hace, en cierto sentido, desaparecer la distancia infinita que a causa de nuestro pecado, de nuestra
obcecación y de nuestra pobreza, separaba irremediablemente de él nuestra pobre humanidad. ¡Cada
día tenemos que redescubrir por medio de la Santísima Virgen este nacimiento divino que se nos
ofrece en el seno de la Trinidad!
Detengámonos finalmente en una última dimensión de la gracia única de María, Madre de Dios y
de los hombres. El Evangelio es de una gran discreción respecto al papel que ella ocupa al lado de
Jesús desde el momento en que éste empieza su vida pública, pero, en cambio, subraya su presencia
durante la Pasión y la Resurrección del Salvador. Es una presencia aparentemente silenciosa, sin
palabras, pero la meditación de la Iglesia se ha ejercitado detenidamente sobre esa colaboración de la
Madre al lado de su Hijo, para subrayar que Jesús no quiso salvarnos sin la misteriosa presencia,
aunque muy activa y eficaz, de María. Es la Sangre de su Hijo la que desde entonces nos salva, pero
éste quiso que su Madre estuviese al pie de su cruz para ofrecer esta Sangre, de modo eficaz, en el
nombre de cada uno de nosotros y en el de la humanidad entera.
La última vez que la Escritura menciona la presencia de María es en el Cenáculo, después de la
Resurrección… Luego ¡es el gran silencio! La Madre de Dios no tiene nada más que decir a la Iglesia
naciente. Ella debe ejercer un papel aparentemente mucho más importante que el de la Palabra: el
Espíritu Santo le confía, en efecto, entonces como misión una contemplación silenciosa y oculta que se
debe enraizar lentamente en el seno de la Iglesia en el curso de largos siglos de una maduración secreta
en el fondo de los corazones. Y es entonces que aparece el número creciente de almas que aprenden a
encontrar a Dios en la escuela de su propia Madre.
¡Que podamos también nosotros recibir esta gracia y serle fieles!

Inmaculada Concepción 2000

69
24

MARÍA, REGALO DE DIOS

Queridos Hermanos:
Celebramos hoy el primer misterio de la vida de María, el de su nacimiento: un misterio de gran
importancia, ya que todos los secretos de la vida de Jesús tienen en él su origen, y al mismo tiempo un
misterio totalmente escondido, porque el Todopoderoso no ha querido comunicarnos directamente
nada a su respecto. En efecto el Evangelio es siempre de una extrema sobriedad cuando nos habla de
María, de su nacimiento, de su infancia. El Padre había confiado a la Iglesia, que debería nacer de la
muerte y de la Resurrección de su Hijo, la tarea de revelarnos poco a poco toda la profundidad de la
obra realizada por la Santísima Trinidad en el alma y la carne de aquella que él destinaba para ser la
Madre de este Hijo.
Al nacer, María es una niñita aparentemente parecida a todas las niñas, pero destinada, desde el
primer instante de su existencia en el seno de su propia madre, a ser la Madre de Dios. Es para poder
realizar las exigencias de esta vocación única que el Todopoderoso la ha colmado con toda clase de
dones excepcionales que la Iglesia, después de la Resurrección del Salvador, y a costa de una larga y
perseverante meditación, realzará progresivamente para el gozo de nuestros corazones y la gloria de su
Madre. Ya desde hoy, mediante la fe, podemos contemplar en este pequeño bebé, que aparentemente
es igual a todos los otros, una huella divina que la coloca sobre toda criatura. Pero esta contemplación
no puede nacer y crecer más que en una visión sobrenatural: para que nuestra mirada pueda alcanzar a
la Madre de Dios hay que superar las simples consideraciones humanas… e incluso angélicas. María,
por la gracia de aquel que un día será su Hijo, posee una transparencia y una percepción de todas las
cosas que le permite captarlas directamente en la luz que emana de Dios, mucho más allá de toda
perspectiva estrictamente humana.
¿Y nosotros? ¿Cómo nos es dado poder contemplar esta recién nacida que aparentemente no
difiere en nada de lo que puede verse en todos los niños del mundo? Incluso el Evangelio es de una
extrema sobriedad a su respecto, ya que está centrado completamente en Jesús, el Hijo de Dios,
hablándonos de María sólo en la medida en que ella está en relación directa e inmediata con él. Era a la
Iglesia a quien le incumbía, bajo la dirección del Espíritu Santo, emprender más tarde, durante los
primeros siglos de su existencia, una larga y humilde meditación sobre la Madre de Jesús. Después,
María fue enviada por el Señor secretamente, silenciosamente, para ayudar a los corazones puros a
escrutar la palabra de Dios, sobre todo el Evangelio, y a encontrar las verdades que la concernían y que
están allí encerradas.
Hoy, que celebramos en la alegría la aparición en la tierra de esta niñita totalmente ignorada por
los hombres, tenemos sobre todo que dar gracias al Padre de los cielos por el maravilloso don que en
este día hizo a la humanidad. Fue un don que, por así decir, era el secreto de Dios, un secreto tan bien
guardado que Jesús mismo no quiso desvelárnoslo a los ojos del corazón. Es sólo después de su
Resurrección y de su Ascensión cuando la Iglesia recibirá la gracia de ser la mensajera del Espíritu
Santo mediante humildes, digamos que incluso con frecuencia muy humildes, mensajeros, que en la
transparencia de sus corazones tuvieron el gozo de poder contemplar el misterio de la Madre de Dios e
irradiarlo a todos los corazones sencillos y puros.
Reconozcamos, sin embargo, que existe una excepción a esta ley que el Todopoderoso parece
haber fijado con gran rigor, pero es una excepción de valor único. Sólo Juan, el discípulo amado, la
relata: “Junto a la cruz de Jesús, dice Juan, estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer
de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba,
dice a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo.’ Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre.’ Y desde
aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn 19, 25-27).
Evidentemente, Juan acogió a su lado la Virgen María en nombre de toda la humanidad, por
tanto en nuestro nombre, como su madre según el Espíritu, una madre muy sencilla e ignorada, pero
una madre cuya fecundidad se revelaría cada vez más rica a lo largo de los siglos.
Después de la Ascensión del Señor, los Hechos de los Apóstoles nos indican la presencia de la
Virgen María en el Cenáculo, humilde y silenciosa como siempre, pero empezando ya a ejercer su

70
maternidad espiritual junto a los rescatados por la Sangre de su Hijo. Luego un largo trabajo silencioso
y secreto se realiza en el silencio de los corazones durante algunos siglos y poco a poco vemos
aparecer las primeras páginas de lo que será el principio de la mariología. Solamente a partir de ese
momento vemos a la Madre de Jesús tomar su verdadero lugar en la teología, pero aún más en la
secreta oración de los corazones más humildes y profundos, a la espera que sean ingentes las
muchedumbres que se trasladen para ir a honrarla y glorificarla en los lugares de peregrinación
reconocidos por la Iglesia, allí donde ella ha manifestado su presencia y donde, por su plegaria, la
gracia del Señor se derrama sobre las almas y los cuerpos con excepcional generosidad.
No nos olvidemos pues en este día, en que celebramos la llegada a este mundo de la Santa Madre
de Dios, de cantar nuestra gratitud al Padre de los cielos por la generosidad sin medida que mostró
cuando, según la gracia, nos dio por Madre en este mundo a aquella que, después de haber engendrado
a su propio Hijo según la carne, sería para cada uno de nosotros quien nos hiciese nacer y crecer según
el Espíritu. Estamos tan acostumbrados a dirigirnos a María y a ser generosamente acogidos por ella,
que sin darnos cuenta estamos expuestos a correr el riego de olvidar que María es una imagen perfecta
de la santidad divina y una mensajera de la ternura de Dios para con nosotros, pobres pecadores. Todas
las bendiciones que recibimos del cielo nos llegan por intercesión de la Virgen santa, incluso si no
hemos pensado pedírselas. Nosotros, los pobres hijos de Eva, tenemos que ser redimidos cada día del
pecado y de sus tristes consecuencias por la intercesión de la Madre de Dios. ¡No olvidemos jamás
expresarle nuestra profunda gratitud!
Oh María, en primer lugar queremos alabarte y honrarte como la Madre del Hijo de Dios. Pero
no podemos olvidar que día y noche velas sobre tus débiles hijos de este mundo; tú los proteges
contra los astucias del enemigo, tú los pones al abrigo de sus propias debilidades, tú los guías
por los caminos de la vida interior, tú les comunicas sin cesar una participación en tu propia
santidad. En este día en que tenemos la alegría de cantar el aniversario de tu llegada a la tierra,
queremos expresarte nuestro agradecimiento y nuestra incansable confianza ante las
dificultades y las alegrías de nuestra vida en este mundo, esperando el día en que nos acogerás
en el cielo. Amén.

Natividad de María 2000

71
25

VIVIR COMO HIJOS DE DIOS

Queridos Hermanos:
Desde hace muchos siglos que la Iglesia celebra con gran gozo y devoción el nacimiento de
María, pero nadie ignora que de hecho no sabemos a ciencia cierta nada en absoluto de las condiciones
en que la Santísima Virgen nació. Ciertamente nació en un día concreto, ¡está claro! Pero ¿dónde?
¿cuándo? ¿cómo? Nadie podría contestar verdaderamente a esas preguntas. Entonces ¿por qué
consagrar una fiesta para un día tan misteriosamente oculto?
En realidad lo que puede parecer una rareza corresponde a una cierta manera de ver que es
bastante corriente en la liturgia. El calendario comporta numerosas fiestas situadas en la perspectiva de
un nacimiento. Por ejemplo la Inmaculada Concepción, el nacimiento de Juan Bautista, y eso sin
contar con Navidad, pero más aún según el espíritu de la liturgia tradicional cuando se trata del
fallecimiento de un santo. En este caso la liturgia no dice que es el día de su muerte, sino que es el día
de su nacimiento, “dies natalis”, es decir, el instante en que finalmente ha comenzado para él la
verdadera vida en su definitiva estabilidad.
Incluso si esos argumentos son válidos, yo creo que hay que ir más lejos. Son los mismos
Evangelios quienes subrayan repetidas veces que nuestra vida de cristianos se desarrolla en
permanencia bajo el signo de un misterioso nacimiento al que estamos invitados cada día.
Jesús, el primero, es la expresión más significativa. En el seno de la Trinidad él es el
“engendrado”, es decir, el que desde toda la eternidad está en el seno del Padre, en una generación que
no tiene ni principio ni fin. Para venir a habitar entre nosotros antes ha permanecido nueve meses
oculto en el seno de la Virgen María para conocer finalmente un nacimiento temporal con todos los
límites y dependencias que ello implica.
Pero debe aún conocer otro nacimiento, porque es bajo esas perspectivas que debemos
considerar su bautismo por Juan en el Jordán. En efecto, no es puro azar si la primera enseñanza
explicita que Jesús nos da en el Evangelio de Juan es la entrevista con Nicodemo: “El que no nazca de
agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5). ¡Nacer de agua y de Espíritu! ¿No es
precisamente eso que había ocurrido días antes a orillas del Jordán? Jesús fue introducido en las aguas
del río para salir como un ser nuevo, e inmediatamente fue tomado por el soplo del Espíritu y
conducido al desierto. Lo que se acostumbra a llamar el principio de la vida pública de Jesús es de
hecho un nacimiento que ciertamente le concierne en primer lugar, pero que al mismo tiempo es el
fundamento en que se enraíza el bautismo de todos los hijos de Dios que hasta el fin de los siglos
nacerán a su vez de agua y de Espíritu.
***
Y todo esto ¿en qué nos concierne directamente? ¿En el hecho de que nuestra vida monástica es
en realidad, también ella, y de manera muy concreta, una extensión de la gracia bautismal?
Recordemos las palabras con que los Estatutos abren el capítulo sobre la profesión, que son idénticas
tanto para los hermanos como para los padres: “Muerto al pecado y consagrado a Dios por el bautismo,
el monje por la profesión se consagra más plenamente al Padre y se desembaraza del mundo, para
poder tender más rectamente hacia la perfecta caridad. (…) Da testimonio ante el mundo de la nueva
vida adquirida por la Redención de Cristo” (Est 10.1; 18.1).
Esta enseñanza está tomada de manera bastante directa de la Constitución dogmática Lumen
gentium del Concilio Vaticano II, que de manera aún más explícita asocia nuestra profesión religiosa al
bautismo: “Ya por el bautismo el monje había muerto al pecado y se había consagrado a Dios; ahora,
para conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal, trata de liberarse, por la profesión de los
consejos evangélicos en la Iglesia, de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y
de la perfección del culto divino, y se consagra mas íntimamente al divino servicio” (Lumen gentium
44).
Mirado bajo esas perspectivas, nuestro estado monástico se presenta como un camino
privilegiado para vivir la gracia del bautismo común a todos los cristianos. Dicho de otra manera, esa
gracia de nacimiento de la que Jesús habló a Nicodemo, renovada siempre por el Espíritu, actúa
72
constantemente en todo lo que constituye nuestra existencia peculiar de monjes. No se trata
únicamente de ser fieles a una regla material, cualesquiera que sean sus cualidades, sino que se trata de
escuchar a Jesús decirnos cada día: “Te aseguro… Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del
Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: ‘Tenéis que nacer de lo alto’. El viento
sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace
del Espíritu” (Jn 3, 6-8).
Ser monje no consiste, en primer lugar, en morir a cada instante; consiste, más bien, en nacer al
hálito del Espíritu que no reposa jamás, nunca fatigado de estimularnos a la vida.
Tal es, creo, la razón por la cual los Estatutos invitan a los monjes con tanta insistencia a
escuchar al Espíritu, a dejarse guiar por él (cf. Est 33.2). En el seno de la Iglesia nosotros no tenemos
la obligación de realizar obras determinadas, si no es precisamente esforzarnos por estar dispuestos a
nacer de nuevo a cada instante, no bajo la inspiración de nuestra fantasía, no para producir una obra
estable, sino para, en la fidelidad al Espíritu, ser verdaderamente engendrados un poco mejor, un poco
más profundamente. Recordemos, por ejemplo, lo que se nos dice del lugar que ocupa el Oficio de la
Santísima Virgen a lo largo de nuestras jornadas: “Con esas preces se celebra la perenne novedad del
misterio por el cual la bienaventurada Virgen engendra espiritualmente a Cristo en nuestros corazones”
(Est 21.12). ¡He ahí nuestra razón de ser!
***
Todas esas consideraciones, por hermosas que sean, no dejan de despertar un cierto recelo. El
instinto profundo de cualquier hombre bien forjado es crear, dar origen a una obra nueva concebida
por él, que le haya costado un esfuerzo, una búsqueda, una constante perseverancia, con el sentimiento
de conseguir al fin un logro. Entonces, francamente, ¿no es contra la naturaleza invitar a un ser
humano, constituido normalmente, a cultivar como ideal nacer de nuevo cada día, o si puedo
permitirme la expresión, a permanecer siempre como un recién nacido?
Es cierto que lo que acabo de decir podría interpretarse como una solicitación a un verdadero
infantilismo, como si de manera consciente y voluntaria debiésemos tender a ser bebés toda nuestra
vida. La tentación de comportarse así existe, no se puede negar, pero ese comportamiento es la radical
negación del Evangelio.
Tomemos a Jesús como modelo sobre este particular, él, el Primogénito de toda criatura, él que
nos pone como modelo los niños: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino
de los Cielos” (Mt 18, 3).
En él no percibimos ni tan siquiera trazas de infantilismo, de puerilidad, de falso candor. Él es
perfectamente consciente de la presencia de su Padre en todos los instantes de su existencia terrestre.
Él es la expresión más perfecta que podemos imaginar de una plena madurez humana y divina. La
relación de total dependencia que él mantiene con su Origen, lejos de suscitar en él una actitud de
dimisión, le hace, al contrario, ser responsable de todo lo que emprende, con una lucidez y una
participación de todo su ser que representa la cumbre de toda madurez humana.
Todo ello debemos recordarlo cuando nos acose la tentación de dimitir de nuestra
responsabilidad de seres humanos, bajo pretexto que en este mundo no tenemos que hacer nada que
nos valorice. En esas circunstancias corremos el riesgo de desviarnos del camino recto: en efecto,
nosotros tenemos valor a los ojos de Dios Padre no por lo que hacemos, sino por lo que somos, es
decir, por lo que recibimos de él, conscientes de ser plenamente imagen suya, de ser alguien que él
ama.
En circunstancias así, en lo más cerrado de la noche donde nos encontramos con frecuencia, ¿no
estamos tentados a decir como Nicodemo: “¿Cómo puede ser eso?” (Jn 3, 9)? Sepamos, como él,
escuchar Jesús respondernos: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Amén.

Natividad de María 1995

73
26

MARÍA ES NUESTRA MADRE

Queridos Hermanos:
La fiesta de María Madre de Dios fue introducida en nuestra liturgia en una fecha reciente y
raramente hemos tenido ocasión de reflexionar sobre lo que nos proporciona de nuevo. Quizás incluso
estaríamos tentados de preguntarnos: ¿verdaderamente aporta algo nuevo a nuestra meditación, a la
apreciación que de María, Madre de Jesús, tenemos en nuestro corazón? Intentemos dilucidar esta
cuestión.
***
En realidad estamos en el día octavo de la Navidad, es decir, al término de una semana que la
liturgia considera como una celebración continua, durante ocho días, del nacimiento de Jesús.
Tradicionalmente esta octava está, si así puede hablarse, “adornada” con tres fiestas consideradas
como próximas al misterio de Jesús que llega para vivir entre los hombres, para darse a ellos: los
santos inocentes masacrados precisamente a causa del nacimiento del Salvador, San Esteban, primer
mártir, y San Juan, el discípulo amado. Sin embargo, la idea es clara: hemos consagrado una semana
entera a celebrar el nacimiento de Jesús.
Antes esta octava se terminaba con la fiesta de la Circuncisión, queriendo así rememorar la
realidad histórica mencionada en el Evangelio: el octavo día el niño fue circuncidado. Pero tenemos
que reconocer que el fruto espiritual de esa fiesta no era evidente. En cambio la aparición de la fiesta
de María Madre de Dios responde a una espera del corazón. Hoy estamos pues invitados a celebrar lo
que es la mayor gloria de María: ella es de quien ha nacido Jesús. Todos sus otros títulos o
prerrogativas dependen de esa primera realidad: el Verbo de Dios se ha hecho carne en el seno de la
Virgen de Nazaret y esa realidad se ha manifestado ante los hombres el día de su nacimiento. A decir
verdad, nos encontramos ante otra faceta de la fiesta de Navidad, que celebra al mismo tiempo al Hijo
y a su Madre en la conmemoración del mismo acontecimiento histórico.
En realidad se trata de muchísimo más que de un acontecimiento puntual: María no ha sido
Madre de Dios sólo un instante, en el momento en que el Hijo de Dios abría por vez primera sus ojos
humanos a la luz de la tierra. La relación maternal de María con Jesús está marcada, de forma
indeleble, hasta en lo más profundo de su ser, como en toda maternidad humana; pero en ella va
incomparablemente más lejos, ya que se trata de un vínculo eterno entre el Hijo de Dios y la que él
mismo había escogido como madre en la tierra. En la tierra él quiso depender totalmente de ella, pero
esta elección y esta consagración, él las asumió desde siempre en su ser divino. Es esa gracia única que
hace de María la Madre de Dios; existe entre ella y la Persona del Hijo de Dios un vínculo eterno que
no se puede comparar a ninguna realidad espiritual de aquí abajo, por alta y sublime que sea.
***
Así, pues, María es Madre hasta lo más profundo de sí misma y por ello es nuestra Madre. En la
medida en que somos los miembros místicos de su Hijo, que nos lleva desde toda la eternidad en su
corazón, en la misma medida somos, desde el primer día de Navidad, los hijos de la Virgen Madre.
Desgraciadamente somos hijos infieles: todos llevamos en nuestras vidas la culpa, pero ello no
perjudica en nada la realidad de la maternidad de María para con nosotros, si no es que de ello se
desprende una maternidad infinitamente dolorosa.
Cuando recitáis el Ave María, ¿os habéis dado cuenta de una asociación de palabras
notablemente impresionantes? “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores”. Ella es
Madre de Dios y, por el hecho mismo de esa gracia divina, ella es la Madre de los pecadores que
somos nosotros. Por eso tenemos que acudir a ella sin cesar, a fin de que destile en nuestras pobres
almas heridas por el pecado la gracia del nacimiento divino de su Hijo primogénito.
***
He aquí la percepción de la fiesta que celebramos hoy. Pero, al mismo tiempo, esta fiesta da el
significado al paso que un hermano nuestro va a dar comprometiéndose en la vida monástica. En
efecto, el compromiso en la vida monástica es un verdadero nacimiento divino que quiere imprimirse
en nosotros no de repente, sino día a día, hora a hora, un Ave María después de otra. El deseo de la
74
Madre, la Madre de Dios, es que cada nuevo descubrimiento que hagamos de nuestra debilidad, de
nuestras heridas, sea para nosotros la ocasión si no de un nuevo nacimiento, al menos de una entrada
más íntima en ese nacimiento que llegará a su plenitud el día en que, descubriendo la luz del cielo,
encontraremos la mirada de Dios que nos reconocerá totalmente como sus hijos porque nosotros
seremos plenamente hijos de María. Ese día nuestra vida monástica habrá alcanzado su plenitud y ya
no existirá ni tan siquiera una sombra de sufrimiento entre nosotros y María.
***
Ahí tenemos el hermoso camino que se nos ofrece a partir de hoy: explorar cada día un poco más
esta realidad conmovedora de que María nos engendra a la vida divina si nosotros le abrimos nuestro
corazón. Pero seamos realistas: todo ello no quiere decir que vamos a avanzar sin problemas de
claridad en claridad. Al contrario, tendremos que aceptar la constatación de ver desaparecer mil luces
humanas que nos eran queridas, para sólo ver brillar una sola realidad divina, constatando con
frecuencia que ella toma el aspecto de profunda tiniebla: no para herirnos o destruirnos sino para
hacernos cada vez más transparentes a aquella que quiere hacer eternamente de nosotros verdaderos
hijos de Dios. Amén.

Santa Madre de Dios 1996 (Toma de hábito)

75
27

VIVIR CON MARÍA A LA LUZ DE LA FE

Queridos Hermanos:
¿Qué nos evoca a nosotros esta gran fiesta de la Asunción de María que hoy celebramos?
Por un lado, una mujer ignorada de sus contemporáneos y que asciende sola, humilde y confiada
hacia el cielo; este aspecto del misterio nos es tan familiar que ya ni nos asombra, o al menos no
provoca en nosotros los sentimientos de gran alegría o admiración que debería provocar. Hemos visto
cientos de cuadros representando la escena de la subida al cielo de la reina de los ángeles; casi se diría
que tenemos la impresión de algo ya demasiado conocido cuando pensamos en este misterio, cuya
representación ha llegado a ser tan familiar para nosotros, demasiado familiar incluso, ¡casi podríamos
decir banal! Pero ¿no será porque no nos dejamos aprehender por ella en lo más profundo de nuestro
corazón?
Por otra parte, si nos arriesgamos a leer lo que escriben los teólogos o los eruditos sobre el
contenido del misterio, quizás nos maravillaremos de su ciencia, de la profundidad de sus
investigaciones, pero con el riesgo, también aquí, de descubrir cuán lejos está de nosotros, de nuestras
debilidades, esa mujer única y misteriosa, totalmente sumergida en el abismo de la divinidad. Cierto,
sabemos que es hija de nuestra raza, la más maravillosa, la más excepcional de los hijos de Adán, pero
¡cuán inaccesible nos parece!
Quizás se diga: todo eso es normal, nosotros avanzamos en la oscuridad de la fe, no sabemos con
claridad nada de cómo se llevó a cabo esa glorificación única de la Madre de Jesús. Entonces ¿cómo
no estar desprovistos de una representación eficaz de ese misterio, incluso si tenemos que considerarlo
como una de las cumbres, quizás incluso “la cumbre” del ciclo litúrgico de los Santos?
¡Decidámonos a dilucidar la cuestión! La Asunción de la Madre de Dios es una realidad que la
Iglesia honra desde hace siglos como verdad de fe, pero sobre la que disponemos de pobres elementos
para hacérnosla presente y poderla acatar. Esa humilde mujer de nuestra raza, mediante la cual se nos
ha dado el Hijo de Dios, ha sido en cierto sentido como asida, como absorbida por la divinidad; por el
deslumbramiento de Dios Tres Veces Santo nos da la impresión que está tan alejada de nosotros.
Nosotros no disponemos de instrumentos eficaces para representárnosla satisfactoriamente: o bien es la
imaginación que inventa mil fantasías, o bien es la fe desnuda y su oscuridad radical, pero en su total
verdad, que nos permite ya hoy penetrar en el cielo.
Una de las enseñanzas a las que la soledad nos prepara es la de tender a adherirse a la verdad que
procede de la fe pura, más bien que dejarnos engañar por verdades parciales, quizás más agradables a
los sentidos y a la imaginación, pero siempre más o menos basadas en orígenes que no provienen de
Dios. Ya desde los Padres del Desierto sabemos que el verdadero encuentro con Dios y con los
misterios que le rodean sólo puede realizarse sobrepasando no sólo los sentidos, sino también la lógica
natural.
Ya Juan lo enseñaba como condición radical para encontrar la Luz, “la luz verdadera que ilumina
a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 9). Si queremos formar parte de quienes la han recibido,
es decir, de todos a los que ha dado poder de llegar a ser hijos de Dios, es necesario, nos dice Juan,
formar parte de “los que creen en su nombre, los cuales no han sido engendrados de sangre, ni de
deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios” (Jn 1, 12-13).
Nuestra contemplación no es un montaje de nuestra inteligencia, no es un juego de nuestra
sensibilidad o de nuestra imaginación; nuestra contemplación es un don de Dios que establece siempre
sus raíces sobre la palabra de Jesús, que nos llega mediante quienes él ha enviado: “No ruego sólo por
éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno”
(Jn 17, 20-21).
Es en esta Palabra de verdad, confiada por Jesús a sus enviados, donde obtenemos nosotros la luz
necesaria para ser completamente “santificados en la verdad” (Jn 17, 19). Es precisamente ahí donde
debemos ir en busca de la luz necesaria para entrar en comunión con el misterio de la Asunción de la
Santa Madre de Dios. No es que Jesús antes de dejar a sus discípulos les haya confiado no sé que
secreto a ese propósito, no, hizo muchísimo más: les dio su Espíritu, fuente de Verdad y Vida que
76
mana continuamente sin extinguirse. Bebiendo de esta fuente la Iglesia, a través de los siglos, al precio
de un misterioso pero fiel itinerario, ha elaborado una doctrina de la Asunción. Doctrina muy sobria,
casi diría muy austera, pero que sabemos que contiene la luz de Verdad que necesitamos para,
mediante la fe teologal, alcanzar a la Madre al lado de su Hijo que está sentado a la derecha de Dios
Padre.
Ahí reside la luz que nos permite llegar a María y dejarnos alcanzar por ella. La fiesta que con
alegría celebramos hoy es un verdadero himno al amor del Hijo por su Madre y, al mismo tiempo, es
una acogida en nuestros corazones de una Verdad que únicamente una luz divina, una luz de fe puede
permitirnos alcanzar. Ahí vemos a María tal como verdaderamente es bajo la Luz eterna, incluso si
nuestra imaginación y nuestros sentidos son completamente superados por la realidad del misterio que
nos es dado vivir.
Gloriosa Madre de los pobres hijos que somos, engendrados por las luces misteriosas de la fe,
acógenos hoy de manera especial a fin de que, más allá de las tinieblas de las que aún
dependemos, seamos en toda verdad reunidos bajo la luz de tu corazón. Amén.

Asunción de María 1996

77
Capítulo sexto

MARÍA, MANIFESTACIÓN DEL AMOR DEL PADRE

78
28

MARÍA, ICONO DEL PADRE

Queridos Hermanos:
El misterio de la Natividad de María, Madre de Dios, es, más que muchos otros, un misterio de
puro silencio. Es a costa de una meditación secreta, oculta en los corazones, como la Iglesia
progresivamente ha tomado conciencia de que existía ahí una profunda riqueza, incluso si había
permanecido ignorada durante siglos.
El Padre, en el seno de la Trinidad bienaventurada, ha querido que llegase a la tierra una niña
destinada a ser un día la Madre de su Hijo, pero parecida en todo a todas las demás niñas. Nada nos
permite afirmar que en el momento de ese nacimiento hayan tenido lugar signos especiales, que sin
embargo estuvo tan lleno de luz divina. Digamos, si así nos está permitido hablar, que ese incalculable
acontecimiento sólo fue celebrado en el seno de la Trinidad bienaventurada. El Padre deseaba que su
Hijo fuese verdaderamente un hombre como los otros, que naciese de una Madre en cuyo seno
aprendiese la vida terrestre. Una Madre a quien él mismo, que engendra el Hijo desde siempre,
concedería una fecundidad excepcional. Este Hijo continúa siendo, sin embargo, el que desde siempre
ha sido engendrado en el seno del Padre: María no ha sido fecunda por la unión con cualquiera, sino
que, en su frágil naturaleza, ha participado de la fecundidad del Padre.
“En el principio existía la Palabra, dice el Evangelio, y la Palabra estaba en el seno del Padre”
(Jn 1, 1). A partir de este nacimiento eterno y de manera análoga, desde la Encarnación, nos atrevemos
a decir: “Jesús estaba oculto en el seno de María”. Tomando una fórmula usada por los Padres de la
Iglesia, existe una especie de paralelismo entre el nacimiento eterno del Hijo y su nacimiento en la
carne: él fue engendrado sin madre desde toda la eternidad y es engendrado sin padre en nuestra
naturaleza humana. Tal es el misterio que empieza a desvelarse al nacer esa niña que hoy celebramos.
Incluso si explícitamente nunca se nos ha revelado nada sobre el particular, sabemos por la fe
que esa niñita ha existido en este mundo, y que ha prodigado al Hijo de Dios hecho hombre todos los
cuidados que un recién nacido tiene derecho a recibir de la madre que le ha dado a luz. De ese modo,
María, en sus cometidos de ternura materna, fue establecida como una imagen, digamos como un
icono, del Padre eterno. A Dios Padre nadie lo ha visto jamás, ni tan siquiera podemos concebir el más
mínimo detalle para representárnoslo. A María tampoco la hemos visto nunca, pero sin embargo en
este mundo hemos visto otras madres y ya desde hace siglos los artistas cristianos han intentado
representar con suma delicadeza a la Virgen fecunda llevando a cabo sus ocupaciones maternas. María
es el icono del Padre eterno porque ella es la Madre terrestre del Hijo de Dios: en ella tenemos como
una imagen, ciertamente lejana pero muy real, del amor eterno del Padre a su Verbo increado.
Cuando contemplamos una representación de María colmando de ternura o de protección a
Jesús, tenemos ante los ojos, y sobre todo ante el corazón, una valiosa, sensible y verdadera imagen del
amor del Padre a su Verbo eterno. Es el mismo Espíritu que une al Hijo a aquel que es su eterno origen
el que le une a la que le ha engendrado en su carne.
“Nadie conoce quién es el Padre, nos dice Jesús, sino aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”
(Lc 10, 22) Y ¿a quien mayormente que a María habrá sido revelado? Ciertamente no como una
abstracta realidad teológica, sino como aquel que se manifestó en el Templo como un niño de doce
años atónito de que su Madre no haya ni tan siquiera imaginado que podía estar junto a su Padre.
¡Logre también la Madre de Dios despertar nuestros corazones a esta misteriosa presencia, en lo
más profundo de su Hijo, de este Padre que nadie ha visto jamás! Como hoy nosotros, es creyendo a la
Palabra de Jesús como María fue iniciada en esta intimidad divina que vivía en la carne del que ella
había engendrado. María es fundamentalmente la fuente de nuestra fe, pero su fe personal es única:
está injertada en la palabra del ángel en el día de la Anunciación y en el don del Espíritu que entonces
se le concedió para que fuese aquella de quien naciese el Hijo de Dios.
He ahí la realidad que debe hacer surgir en nosotros la niñita que hoy nos es propuesta a la
veneración. Desde ese instante ella está enriquecida de una fecundidad divina que se desvelará poco a
poco, pero que empieza a realizarse desde el primer instante de su existencia terrestre: ella posee la

79
capacidad de ser, en su relación humana con Jesús, una velada revelación de la manifestación de
ternura que el Padre tiene para con su Hijo y de su insospechada y eterna intimidad con él.
A partir del instante en que él se hacía un hombre como los demás entre nosotros tenía que tener,
según las condiciones de su existencia humana, la permanente revelación de su filial dependencia del
Padre. Antes de ser para nosotros revelación de la fecundidad y de la ternura eterna del Padre, María
ejerció ese acometido respecto de Jesús, que, como todos los niños, aprendió de ella que él era amado
y que le sería imposible continuar viviendo si le privaban de este amor. Serán necesarios doce años de
larga maduración para que finalmente sea manifestada al joven Jesús esta presencia misteriosa e
indecible de aquel al que llamó inmediatamente “Mi Padre”: “¿No sabíais que es preciso que me ocupe
de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49).
Incluso María no lo sabía, y, sin saberlo, había desempeñado durante doce años el papel de viva
y fiel imagen del Padre junto al Unigénito de Dios hecho hombre. Era para eso que unos años antes
había nacido, en el día que hoy celebramos. Para nosotros que permanecemos en este mundo, ciegos a
las luces divinas, ella conserva el papel de revelación viva y discreta de la paternidad eterna del Padre
para con nosotros mediante la Sangre de su Hijo.
María, Madre de Dios, abre cada vez más nuestros corazones a este misterio del que tú eres la
depositaria: cuando te vemos unida a tu Hijo, descubrimos en vosotros dos un icono fidelísimo
de la intimidad eterna que él tiene con su Padre, esta intimidad que jamás nadie ha visto, pero
de la que, sin embargo, participamos por la gracia. Amén.

Natividad de María 1997

80
29

EL MISTERIO DE LA GRACIA

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28)


Queridos Hermanos:
La lectura evangélica de hoy, fiesta de la Inmaculada Concepción, es muy densa a pesar de su
gran brevedad (Lc 1, 26-28). No podemos dejar de advertir que en ella todo converge hacia la frase
final: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.2 Ésa es la cima a la que nos conducen todos los
detalles que la preceden. El ángel es el portavoz de Dios; las palabras que dirige a la Virgen son como
la expresión de la mirada del Altísimo hacia María, el sentimiento profundo del corazón del Padre
hacia aquella que ha escogido para ser madre de su Hijo.
Intentemos también nosotros dejarnos iluminar por estas breves palabras. No pretendamos
penetrar en ellas, pues su densidad supera nuestra capacidad. Esforcémonos más bien en exponer
nuestros corazones a sus resplandores, para que, a nuestra vez, podamos sentir la mirada del Altísimo
posada sobre nuestra pequeñez.
***
El evangelista acaba de decir que “el nombre de la Virgen era María” y vemos que el ángel, de
entrada, le da otro nombre: “Llena de gracia”. Se trata, en efecto, no de un simple calificativo para
honrar y halagar a la que viene a visitar. El ángel expresa la verdad de Dios; lo que él dice corresponde
a una realidad profunda que no podemos tergiversar. A los ojos de Dios, esa joven es la “Llena de
gracia”. ¿Qué significa esto?
Según nuestro modo humano de hablar, lo primero que haríamos es imaginar que María ha
recibido abundantes presentes del Señor, como un regalo regio que Dios habría sacado de sus tesoros
para ofrecérselo. Algo al estilo de la Reina de Saba que ofreció a Salomón gran cantidad de presentes,
perfumes y aromas. Pero esto no conviene en el caso presente.
La gracia de Dios no es algo exterior a Él mismo, algo que Él tuviera que ir a buscar entre sus
criaturas. La gracia es un don que brota de la hondura de la divinidad misma; mejor dicho: es un fluir
del amor de alguien. El Padre eterno, que dentro de algunos instantes confiará su Hijo a María, la ama
con plenitud, y es su mismo ser el que Él le ofrece. Dios la transforma con la irradiación que procede
de su propio ser.
Lo que así le llega de Dios no puede ser para la Virgen María una cualidad accidental, que
permanezca ajena a ella misma. El don de la gracia produce una verdadera transformación en lo que
María es. Digamos, incluso, que la gracia la convierte en la verdadera persona que ha sido desde
siempre a los ojos del Padre. Todos los inmensos dones naturales que María ha recibido han hecho de
ella un ser capaz de amar y de ser amado. Pero este nuevo don del Padre –la plenitud de la gracia– le
otorga la capacidad de adentrarse en la esfera del amor divino, de ser considerada por el Padre como
alguien con pleno derecho de presentarse ante Él para decirle: “Tú eres mi Padre”, y a quien él puede
decir: “Tú eres mi hija”.
Para María, estar llena de gracia supone haber recibido de la bondad de Dios un vínculo que les
une a ambos hasta su más profunda entraña, pues es algo que ha afectado a su mismo ser. A partir de
ese momento tienen la capacidad de mirarse uno a otro, de entregarse uno al otro y de recibirlo todo de
modo recíproco.
***
Cuando el ángel prosigue: “El Señor está contigo”, ¿quiere expresar algo distinto? Tal vez
aborda el mismo misterio bajo otro aspecto. Decir que María es la “Llena de gracia” es mirarla a ella.
Decir que Dios está con ella, es considerar de preferencia al Señor mismo y la complacencia personal
que siente por su hija.

2
En el leccionario cartujano, el evangelio de la Inmaculada Concepción termina en el comienzo del saludo del ángel Gabriel a
María (Lc 1, 28). En el leccionario romano, el evangelio de dicha solemnidad es el relato entero de la Anunciación: Lc 1, 26-38.
81
La plenitud de gracia de que es objeto María es obra del Espíritu que desciende del Padre hasta
ella. El Padre la ama del mismo modo que ama a su Hijo eterno. Decir que el Señor está con ella, ¿no
es evocar que este mismo Espíritu se ha apoderado del corazón de María y la conduce a dirigir su
mirada de manera consciente y viva hacia Aquel que la ha transformado hasta ese punto en su imagen?
El vínculo de conocimiento y amor que adivinamos establecido tan misteriosamente entre el
Padre y su hija de la tierra es como una imagen de la relación que existe entre Dios y el Verbo del que
nos habla san Juan. En el encuentro del Altísimo y de la Toda Pura tenemos como una expresión, en
términos humanos, de la unidad divina. Dentro de unos instantes encontraremos en María algo mucho
mayor: Jesús, Aquel que nos ofrece el pleno acceso a la unidad divina misma.
***
Cuando el ángel se acerca a la Virgen le dice: “Alégrate”. ¿Qué significa esta palabra? Se ha
querido ver en ella el simple saludo tradicional en el mundo contemporáneo de María. En realidad, este
modo de saludar es excepcional en el Evangelio; es más frecuente desear sencillamente la paz a
quienes se encuentra. En cambio, la invitación a la alegría es como un eco del gozo mesiánico que
hallamos a lo largo del Antiguo Testamento y más especialmente en los profetas: “Alégrate, hija de
Sión, el Señor está en medio de ti” (cf. Sof 3,14; Zc 2,14; 9,9; Is 12,6).
La alegría a la que se invita a María es el sentimiento profundo que el Espíritu del Señor hace
nacer en los corazones cuando descubren que el Dios-Salvador viene hacia ellos, que la salvación de
Israel está próxima, en una palabra que la esperanza de los siglos llega a su término. Esa misma alegría
la hallamos en los salmos de alabanza y júbilo. Ese mismo sentimiento lo encontramos orquestado, por
ejemplo, en los grandes profetas del exilio que anuncian al pueblo de Dios el regreso definitivo a una
Jerusalén cuya gloria no tendrá fin.
Este “alégrate” del ángel halla un doble eco en el Nuevo Testamento. En primer lugar, es María
quien, dentro de poco, dejará brotar de su corazón un himno de agradecimiento porque Dios ha mirado
la pequeñez de su esclava, cumpliendo las promesas hechas a Abrahán y su descendencia por siempre.
Idéntica alegría encontramos en los acentos de Zacarías: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque
ha visitado a su pueblo para salvarlo. Ha venido para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra
de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (cf. Lc 1,68-79).
La alegría que el ángel anuncia a María es que, precisamente ella, es la predilecta del Señor más
que todas las criaturas. En ella Dios viene como Salvador, manifestando su gloria, difundiendo su luz,
para que todos participemos de su vida.
***
Estas reflexiones sobre el misterio de María revestida con la gloria del Todopoderoso e
introducida en el movimiento de su amor, no deben incitarnos únicamente a cantar nuestra alegría
viéndola llena de gracia. Pueden también ayudarnos a comprender mejor nuestra propia dignidad de
hijos de Dios, pues también nosotros somos transformados por la gracia del Señor. No cabe duda que
no podemos decir, como la Madre de Dios, que estamos llenos de gracia; sin embargo, debemos
reconocer el valor infinito del don que nos hace el Padre. Cuanto acabamos de decir de la gracia de
María nos muestra, con una plenitud inigualable, algo de lo que el Señor quiere que también nosotros
vivamos.
Tal es la fuente primigenia de nuestra vida contemplativa: una mirada de amor que el Padre nos
dirige y que nos transforma. En verdad, una simple mirada no bastaría; pero de lo más hondo de su ser
el Padre nos envía su Espíritu, de modo que a sus ojos empezamos a ser otros de los que éramos. Por
su bondad gratuita adquirimos un nuevo nombre, como dice el Apocalipsis (Ap 2,17), y nos
convertimos realmente en lo que éramos desde siempre en el pensamiento de amor del Padre. Entrar en
la vida contemplativa es empezar a ser conscientes de la nobleza inaudita que se nos concede y querer
vivir de acuerdo con ella. Con el mayor realismo, el Señor está con nosotros. Una relación en el
Espíritu se ha establecido entre yo y el Padre, por su Hijo.
Ser contemplativo no consiste en tener muchas ideas o consideraciones profundas y sublimes
sobre el misterio de Dios. Consiste, en primer lugar, en recibir del Padre mismo la gracia que él nos
otorga, en ser una acogida viva y continua del don que Él nos hace de su Espíritu, de modo que como
un espejo vivo, reflejemos hacia Él su imagen viva. “La gloria de Dios es el hombre viviente”, es
decir, el hombre movido por su Espíritu.
82
Tal es igualmente la fuente de nuestra vida solitaria, el origen de ese movimiento íntimo que nos
impulsa a buscar a Dios como al Único que puede dar pleno sentido a nuestra existencia. El Papa Juan
Pablo II, comentando los primeros capítulos del Génesis,3 explicaba cómo el hombre, por su misma
naturaleza, es un solitario cuando se encuentra en presencia de Dios. La soledad material no es más
que un signo exterior de esa otra soledad mucho más radical, que todos poseemos en el fondo de
nuestro corazón. Cuando la mirada de Dios se cruza con la nuestra todo el resto desaparece, toda
criatura se esfuma ante la irradiación de la luz del Todopoderoso.
Entrar en soledad no es únicamente huir a un desierto material; es, sobre todo, concentrar la
propia mirada en los ojos del Padre, para dejarse captar por él, para dejarse atraer hacia su interior,
para perderse en él. Ésa es, efectivamente, la capacidad que nos concede la gracia divina: regresar al
Padre, como Jesús en el Misterio Pascual volvió al seno del Padre, arrastrando consigo toda la
creación.
Este misterio de la gracia es, al mismo tiempo, la raíz de la vida fraterna. Hemos estado hablando
hasta ahora del amor del Padre hacia María o hacia cada uno de nosotros como de una realidad
incomunicable dispensada a una persona, como si fuera única en el mundo. Sin embargo, jamás este
amor es el mero impulso de un corazón hacia un ser aislado: Dios nos ve a todos, con una sola mirada,
en su Hijo. El amor que nos tiene es un amor unificador, deseoso de hacer nacer entre nosotros un
entramado de intercambios recíprocos que tengan su fuente en Él y que reproduzcan entre nosotros los
vínculos de amor que existen entre el Padre y su Hijo, o entre el Hijo y cada uno de nosotros. Dejarnos
cautivar, incluso en la soledad, por la mirada de Dios es por lo mismo dejarnos arrastrar en ese tejido
infinito de intercambios con cualquier persona humana, con todos los que la gracia de Dios transforma
y hace hijos suyos.
Existe un vínculo indestructible entre la soledad más profunda y las relaciones fraternas que
vivimos tanto en nuestra comunidad como en el seno de la Iglesia universal. Cuanto más nos perdemos
en Dios, tanto más nos unimos todos sus hijos en su corazón y en el nuestro.
***
Oh María, llena de gracia,
concédenos escuchar como tú la palabra de Dios
y dejarnos transformar por ella.
Que esa palabra haga brotar de nuestro corazón la fuente del Espíritu
que en un único amor nos unirá al Padre, al Hijo
y a todos aquellos de los que Cristo es por siempre su Hermano mayor. Amén.

Inmaculada Concepción 1979

3
Juan Pablo II, Catequesis sobre el amor humano, 10 octubre 1979 y 24 octubre 1979. Cf. Juan Pablo II, Hombre y mujer lo
creó. El amor humano en el plan divino, Cristiandad, Madrid 2000, 78-86.
83
30

INMACULADA POR AMOR DE DIOS

Queridos Hermanos:
La Inmaculada Concepción es una prerrogativa de la Santísima Virgen que estamos siempre
dispuestos a alabar, a admirar, pero debemos confesar que finalmente tenemos la impresión que nos
mantiene alejados de la humilde Madre de Dios. Sin embargo, por otro lado, todo lo que sabemos de
ella tiende más bien a hacérnosla percibir muy cerca de nuestra condición de pobres seres humanos.
Ciertamente ella está preservada del pecado, pero esa prerrogativa no parece mantenerla alejada de
nosotros, pobres pecadores.
Habitualmente la Inmaculada Concepción es presentada como un privilegio tan increíble, tan
incomparable que en cierto modo nos obliga a mantenernos a distancia con respecto a esa mujer hacia
quien Dios se ha inclinado con atención única, elaborando para ella sabias sutilezas doctrinales sobre
las cuales los teólogos han intentado dilucidar durante siglos.
No siendo yo mismo un sutil teólogo, quisiera intentar meditar con vosotros sobre la mirada
llena de ternura que el Padre, desde toda la eternidad, ha depositado en María porque en ella veía la
Madre de su Hijo, que, al igual que Dios Padre, tendría un día derecho a decir a Jesús, el Verbo
encarnado: “Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy” (Sal 2, 7).
***
Nosotros somos los hijos de Adán, ese primer hombre que Dios había modelado con cuidado y
amor, con la perspectiva de establecer una amistad con él. Un cierto diálogo existía ya entre ellos, muy
imperfecto aún, pero que abría la puerta a la posibilidad de una intimidad mucho mayor. Y he aquí que
a causa de la maldad de la serpiente, a causa del odio implacable contra Dios, Adán es incitado a
desobedecer al precepto que se le había dado de no tocar el árbol de la ciencia del bien y del mal; Eva
le tiende el fruto y él lo come. La serpiente, satisfecha, desaparece entre los matorrales, pero algo se ha
quebrado en Adán y espontáneamente se esconde de Dios, tiene miedo de él. Los sutiles vínculos de
amistad que se tejían entre ellos se han dispersado. Adán descubre en el fondo de su corazón un
sentimiento que ignoraba hasta ese momento: la culpabilidad. Y cuando la voz de Dios resuena en el
jardín se manifiesta en él el miedo.
Ahí tenemos la herencia que nuestro primer padre va a legar a toda la humanidad: la convicción
que existe un Creador Todopoderoso que da miedo, del que hay que desconfiar y que hay que ganarse
a cualquier precio, para comprar el perdón del mal que descubre en nosotros.
Para nosotros, nacidos en la luz del Evangelio, tal exposición nos parece pesimista. Pero ¿no es
la exposición que nos presenta el Antiguo Testamento de las relaciones entre Dios y su pueblo, ese
pueblo que perfeccionando sin cesar sus alianzas busca con dificultad hacer resurgir una nueva
amistad? Ellos viven bajo la norma de esa perpetua culpabilidad que tienen con respecto a Dios y que
durante siglos no puede borrarse sino al precio de sangrientos ritos y de fidelidad a leyes exteriores. En
definitiva, el Todopoderoso es percibido como quien, implacablemente, sin cesar, recuerda al hombre
su culpa.
Pero ¿es necesario ir a buscar tan lejos, en el Antiguo Testamento? Consideremos nuestras
reacciones de rescatados, de bautizados, de “nueva criatura” según el Espíritu. A pesar de la fuerte
huella sobre nosotros de la Resurrección de Cristo ¿no tenemos también nosotros una cierta y
espontánea tendencia a reaccionar ante Dios con la óptica del Antiguo Testamento?
Quisiéramos vivir según el Espíritu, dejarnos guiar por el Amor, entrar en esa intimidad divina
que nos es propuesta graciosamente y, en cambio, ¡cuán lejos estamos de ello! Todos hacemos de ello
cada día numerosas experiencias en el propio corazón, en las reacciones espontáneas que se nos
imponen en despecho de todos los firmes propósitos. No hay nada que hacer: al igual que Israel, de
dura cerviz, también nosotros necesitamos duras reglas para mantenernos en el sendero recto;
necesitamos la humillación de la indiscutible constatación de nuestra debilidad, e incesantemente
tenemos que pedir perdón al Señor.
Y, en definitiva, quizás aún más grave de todo lo que acabo de decir, es que estamos aquejados
de la enfermedad que afectó a Adán desde el primer instante que siguió al primer bocado de la
84
manzana: estamos heridos por la culpabilidad. Un secreto sentimiento nos hace, de manera confusa
pero insistente, establecer un como vínculo necesario entre Dios y una necesidad que él tendría de
vengarse de nosotros. Dios es aquel que castiga. Nuestra inteligencia está firmemente convencida de lo
contrario, pero del fondo de nuestro corazón renace sin cesar el sentimiento de que Dios está resentido
contra nosotros. Es un hecho experimentado miles de veces un poco por todo el mundo.
***
Volvamos de momento al Antiguo Testamento. Dios ha decidido llevar a cabo su proyecto de
mandar su Verbo a la tierra, para que sea un hombre entre los hombres. Verdaderamente va a “rasgar
los cielos” (Is 64, 1), como dice Isaías. No sólo salva la distancia entre el Creador y la criatura, más
aún, va a retirar el velo que desde siempre esconde el misterio de la intimidad de las tres Personas, en
el seno de Dios. Era necesario, ya que la Madre de Dios será la Madre de una sola de las personas
divinas; la relación de intimidad única entre la mamá y su pequeño será con una persona bien
determinada. El corazón de la mamá debe, pues, estar dispuesto a vivir ese misterio para el que nada la
prepara, de tal modo él es diferente de todo lo que un ser humano puede imaginar.
Y es entonces que surge la cuestión: la Madre del Hijo de Dios ¿puede ser la hija de un Adán que
huye de su Creador, que camina atenazada por el miedo que automáticamente despierta en su corazón
el recuerdo del Altísimo? Evidentemente, no. Entonces ¿qué hacer?
María es hija de Adán, es cierto, pero desde el primer instante de su existencia sólo puede vivir
según el Espíritu, en plena transparencia y amistad con el Padre. Y ese Espíritu, difundido en los
corazones es un don del Hijo, un don de un valor increíble ya que le costará el precio de su Sangre.
Tenemos que insistir un poco sobre este punto porque él muestra cuánto la Inmaculada
Concepción de la Madre de Dios la hace próxima de nosotros: ella fue la primera a ser rescatada por la
Sangre de su Hijo. Ella sabe que fue redimida de manera mucho más íntima que nosotros, ya que su
percepción interior es infinitamente más penetrante que la nuestra. Ella es el testigo perfecto de “la
misericordia con que nos amó el Padre” (Ef 2, 4) y con la cual él nos ama a cada instante.
***
En lo que acabo de decir, hay un punto que debe retener nuestra atención. María fue redimida
por la Sangre de Jesús más que ningún otro hijo de Adán; en cierto sentido, para ella, el precio pagado
fue mayor que por cualquier otra criatura. Y en cambio, gracias a la manera en que se realizó, ella
ignoró siempre y totalmente toda traza de esa culpabilidad de la que hablábamos, como herencia
inalienable de la descendencia de Adán.
Ella es la prueba viviente de la actitud del corazón de Dios respecto del pecador. Dios no es
quien castiga, no es quien persigue con su venganza a quienes le han ofendido. Dios, representado en
el Evangelio con los rasgos del padre del hijo pródigo, espera el instante en que podrá dejar estallar su
alegría porque el hijo, aniquilado por el pecado, se echa a sus pies, avergonzado, deshecho, sin osar
imaginar que él podrá alguna vez ser considerado como un hijo, sino como un modesto jornalero.
Tal es el sentido de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Ella es la realización
concreta, perfecta, de esa sed de Dios de perdonar y de dar infinitamente más que todo lo que hayamos
podido despilfarrar desdeñando sus dones.
En definitiva, no somos nosotros quienes tenemos mayor sed del perdón de nuestras faltas, de
sentirnos en comunión total de corazón con el Padre; es él, el Padre, quien está impaciente por
estrecharnos contra su corazón. He ahí lo que él nos dice por la prisa con la cual, antes que María
existiese, depositaba ya en ella la alegría de ser perdonada. Amén.

Inmaculada Concepción 1991

85
31

LA TERNURA ETERNA DEL PADRE

Queridos Hermanos:
El nacimiento de María, Madre de Dios, es un evento del cual no sabemos nada en absoluto con
certeza histórica. La fiesta de la Inmaculada Concepción nos permite celebrar el eterno origen de ese
nacimiento, pero en lo que concierne a sus padres o a su llegada a este mundo ningún documento
digno de fe nos aporta certezas. Y sin embargo desde hace innumerables siglos la Iglesia celebra
solemnemente el día en que esa desconocida niñita, en condiciones que ignoramos, llegó a la tierra.
Nos encontramos, pues, en presencia de uno de esos casos en que el Espíritu Santo, inspirador
misterioso y oculto del Pueblo de Dios, lo lanza por caminos de los que nada se puede demostrar pero
que son fuente de gracias a lo largo de los siglos. Pidamos al Soplo divino, que está en el origen de
esta fiesta, y también a la Virgen María, que es su centro velado y misterioso, que nos ayuden a entrar
en el proyecto divino que inspira esta celebración.
***
Es una costumbre entre los hombres celebrar el aniversario del nacimiento de quienes aman. En
cierto sentido se trata de prolongar, a lo largo de la existencia, la alegría única que acompaña la llegada
de un nuevo hijo en una familia: ese pequeño ser, lleno de misterio, es siempre acogido con respeto,
pues se le percibe al mismo tiempo con una extrema fragilidad y rico en toda clase de virtualidades aún
celadas.
Por ejemplo, el Evangelio nos cuenta con detalle el nacimiento de Juan Bautista: “Se le cumplió
a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había
hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella” (Lc 1, 57-58). Sin duda son los mismos vecinos
de los que trata el relato un poco más adelante cuando dice: “Querían ponerle el nombre de su padre,
Zacarías… y todos quedaron admirados” (Lc 1, 59. 63) cuando el padre pidió unas tablillas y escribió:
“Juan es su nombre”.
Sin duda la misma Isabel, mucho mayor que María, habría, también ella, rodeado con su alegría
y oración el nacimiento de su pequeña prima. Que a su vez ella nos ayude a escuchar en nuestro
corazón al Espíritu Santo que hoy nos invita, por la voz de la liturgia, a participar de la alegría del
cielo: no sólo la de los ángeles y santos, sino, más aún, la de Dios mismo al contemplar, sobre nuestra
tierra mancillada por el pecado, ese pequeño ser, perfectamente inmaculado que, en sí mismo, era ya
más hermoso y admirable que todas las demás criaturas juntas.
Ese bebé, tan chiquitín, tan débil, representaba a los ojos de Dios la más sublime, la más
formidable esperanza: en ella veía ya perfilarse el rostro de su Hijo amado, ya que el eterno título de
gloria de la niña es el de ser Madre del Salvador, Madre de Dios.
***
¿Nos sentimos nosotros llamados a compartir esa alegría? En suma, el nacimiento de la pequeña
María ¿despierta en nosotros algo que se parezca a lo que hemos presentido en los vecinos de Zacarías
e Isabel, acudiendo, cuando los días de la anciana mamá llegaron a término?
Por ejemplo, ¿habéis advertido la oración de las primeras Vísperas de la fiesta? “Acoge, Señor,
el impulso de nuestros corazones agradecidos, y ábrelos al amor que expresaste en el nacimiento de la
Virgen María, principio de nuestra salvación”. Esa niña es un don de la ternura del Padre; ella, que a la
posteridad dejará sólo pocas palabras, es en cierto sentido una palabra viva; su presencia en nuestra
tierra es la viva expresión de la ternura del Padre para con sus hijos.
Escuchemos aún la liturgia: “Que tu Iglesia, Señor, proclame tus maravillas y se goce en el
Nacimiento de la Virgen María, que fue para el mundo entero esperanza y aurora de salvación”,
decimos en la oración de Sexta. Hoy no nos situamos todavía en el movimiento de la redención;
desbordamos de alegría viendo surgir la esperanza y la aurora de la salvación.
Brota entonces la tentación de decirse que detenerse en esas cosas del pasado es perder el
tiempo, puesto que el misterio de la Redención se ha realizado plenamente mediante la vida, la muerte
y la resurrección de Jesús. Eso es una tentación, puesto que incluso si es cierto que el Hijo de Dios ha
86
definitivamente efectuado el misterio de salvación, no es menos cierto que en cada una de nuestras
vidas, en lo más íntimo de nuestros corazones, hay aún mucho que hacer antes que podamos pretender
estar totalmente transformados por su vida y su muerte. Existen siempre zonas, ocultas en lo secreto de
nuestro corazón, en espera de esa aurora de la salvación que hoy celebramos. En nuestra alma aún
queda lugar para el nacimiento de esa niña en la medida en que, a causa de nuestros comportamientos,
permanecemos todavía hijos de Adán, en lugar de ser hijos de la nueva creación, resucitados en la
Sangre del Cordero.
***
Existe una diferencia entre celebrar el aniversario de una persona de nuestro entorno y festejar el
nacimiento de la Virgen María. En el primer caso conmemoramos un pequeño evento que está
definitivamente inserto en el pasado: todas las virtualidades a las que dicho suceso hubiese podido dar
lugar quizás no se han realizado tan plenamente como habíamos podido desearlo, pero ya es
demasiado tarde para volver atrás.
En el segundo caso, el del nacimiento de la Madre de Dios, nos encontramos ante condiciones
totalmente diferentes, porque concierne a la obra de la Redención; María nació una sola vez, pero el
don celestial del que ese nacimiento fue como la primera piedra, no ha cesado de dar fruto. Hasta el fin
de los tiempos, la ternura del Padre por los pobres seres humanos que somos, permanece ligada a la
llegada de esa niña. Celebrar la Natividad de María es reconocer que en nosotros, que en todos los que
amamos, y en todo ser humano que hoy vive sobre la tierra, existen aún zonas salvajes que esperan ser
iluminadas por esa nueva luz venida del cielo.
Volvamos a la liturgia de hoy. En ella encontramos una ilustración de esa actualidad del
nacimiento de María que continúa siendo un incesante brotar de gracias para la humanidad de hoy, en
lo que tiene aún de profundamente separado de Dios. La oración de Nona nos dice: “Señor,
imploramos de tu misericordia que cuantos nos gozamos en la festividad del nacimiento de la Virgen
María, nos entreguemos como ella al servicio de tu plan de salvación sobre los hombres”.
Nosotros tenemos la gracia de poder celebrar este misterio del nacimiento de la Madre de Dios:
¿qué quiere decir esto? Lo siguiente: la fuente viva que constituye el nacimiento de la Madre de Dios
es en cierto modo puesta a nuestra disposición, a la disposición de la Iglesia, de tal manera que de ella
podamos extraer abundantemente para todos “los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y guiar
nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 79). En primer lugar para nosotros personalmente, pero
también para aquellos de quienes explícitamente conocemos su pobreza y, en definitiva, para todo
hombre en búsqueda de la luz o incluso luchando contra ella, a veces sin ni tan siquiera ser
conscientes.
***
Estas sucintas reflexiones nos dejan presentir que este misterio oculto es, sin embargo, una
fuente de agua viva, una manifestación de la ternura eterna del Padre por sus hijos. La fiesta litúrgica
que celebramos no consiste únicamente en captar las riquezas que se nos brindan: es también una
ocasión que nos ofrece el Padre de los cielos para darle gracias, para alabarlo por esas maravillas que
multiplica bajo nuestros pasos durante toda nuestra vida, y que nos invita a vivir en el marco de la
liturgia, a lo largo de todo el ciclo sin cesar renovado que ella nos hace vivir cada año.
Jamás ninguna celebración agotará el manantial de vida que procede del seno de la adorable
Trinidad. Cada celebración representa un aspecto diferente de esa intimidad entre el Padre y el Hijo a
la que estamos invitados a participar en el Espíritu. Entrando cada vez en los recovecos humanos, a
veces tan modestos, de la vida de Jesús, lo encontramos habitado por la intimidad con su Padre,
intimidad a la que se nos invita a participar, descubriendo en lo profundo de nuestro propio corazón un
abismo, una indigencia que ningún alimento terrestre jamás podría satisfacer.
La niña que hoy contemplamos es la expresión de esa infinita deferencia de Dios que se acerca a
nosotros a través manifestaciones de debilidad y de ternura, porque él sabe cómo nos ha modelado y
cuales son las necesidades, nunca satisfechas, que albergamos. Y sin embargo, ignoramos y huimos de
este Señor, todo amor, hasta el día en que extrañados descubrimos que sólo él, que aparentemente está
tan lejano y es tan diferente de nosotros, sólo él nos conoce y puede entrar en las profundidades de
nuestro corazón, si consentimos abrirle el acceso. Amén.

87
Natividad de María 1994

88
Epílogo

MISTERIO DE TERNURA

89
EL ICONO DE LA VIRGEN DE LA TERNURA

Es el icono de la Madre de Dios: la Virgen pura a quien el Todopoderoso cubrió con su sombra y
sobre la cual bajó el Espíritu Santo, para que aquel que naciera de ella fuera llamado Hijo de Dios. Es
el icono de la Madre del Todopoderoso, y con todo reproduce en su imagen las zalamerías de una
joven madre que se deja acariciar por su niño. Pero no hay contradicción entre estos dos aspectos; al
contrario, es la señal de que la Virgen nos introduce de un modo auténtico en el misterio de la
Encarnación del Señor.
Este “Icono de la Ternura” nos permite entrever el papel que tiene la mujer que enseña al
corazón de Dios el arte de amar. Como los demás hijos de los hombres, Jesús entra en este mundo con
un corazón virgen, que debe ser modelado y ha de dejarse imprimir por las caricias que recibirá de su
mamá y por las que espontáneamente él le prodigará. Por muy Hijo de Dios que sea, por más que haya
sido amado desde toda la eternidad por el Padre y haya amado al Padre desde siempre, al nacer como
hombre, su corazón debe aprender a amar por medio de su Madre.
Esas caricias humanas parecen carecer de significado, y sin embargo, superando toda palabra y
las más bellas ideas, constituyen en el corazón de la sensibilidad de Jesús los primeros brotes de aquel
amor que será la llama fundamental de su vida. El amor, no solamente el amor humano, sino también
el amor de Dios, el amor con el que nos manifiesta en el tiempo la ternura infinita con que nos
envuelve eternamente.
***
María es la Madre de Dios. No sólo ni principalmente según la carne, sino mucho más según el
corazón. La misión de la madre no es ante todo la de formar un cuerpo, que luego tendrá que
defenderse solo como pueda. La madre es el ambiente de ternura que a partir del instante de la
concepción crea alrededor de su hijito esa atmósfera acogedora y afectuosa que le envuelve, que le
penetra, aunque él no lo sepa, y lo modela de modo definitivo para toda la vida. Desde que respondió
al Ángel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), María empezó de este modo a ser la Madre del
Hijo de Dios. Todavía no conoce a su Hijo, no es capaz de identificarle, pero ya le rodea de una
ternura infinitamente respetuosa, de una adoración henchida de delicadeza. Y el niñito que empieza a
formarse en su seno va recibiendo su secreto influjo hasta la noche de Navidad, cuando, al ser acogido
por los brazos de su mamá, recibirá sus primeras caricias, sus primeros besos.
María es, pues, mucho más Madre de Dios según el corazón que según la carne. O más bien: la
Encarnación del Hijo de Dios no consiste solamente en que éste haya asumido un cuerpo, sino en que
haya tomado un corazón, que le permite entregarse a los hombres. Es verdad que lo que nos ofrece
directamente en la Eucaristía es su cuerpo, su cuerpo inmolado en la cruz y resucitado por el Padre.
Pero ese cuerpo no lo recibimos por el hecho de tomarlo en nuestra boca; el acto de comerle adquiere
sentido por el intercambio previo de nuestro amor con el suyo. Y esa capacidad de darse, Jesús la
recibe de María cuando entre sus brazos la colma de caricias.
Más aún: el corazón humano de Jesús debe aprender a amar a su Padre. Aunque sea su Hijo, no
puede amar al Padre en su carne mortal sino en la medida en que su corazón haya sido orientado hacia
aquel que le ha dado ese cuerpo. El amor infinito que Jesús tuvo a su Padre en la tierra, y el que ahora
le tiene en el cielo, ese amor, le fue comunicado por María. A través de esas demostraciones de cariño,
un tanto desmañadas al principio, con que Jesús correspondía a María cuando ésta le estrechaba contra
su seno, sin darse cuenta, aprendió y recibió la capacidad de amar que andando el tiempo, al despertar
y desarrollarse su razón, permitiría a su corazón dirigirse hacia el cielo y encontrar en él a aquel de
quien es el Hijo eterno.
***
El icono de la Ternura es asimismo la Mujer que enseña al Verbo, su Hijo, los trucos, a veces tan
dolorosos, de la ternura humana. Al contemplar el icono, se advierte cuán unidos están Madre e Hijo,
mejilla con mejilla, y con todo, al mismo tiempo, cuán alejados parecen por un desconocido misterio
que los supera.

90
El cariño humano es, en primer lugar, esa certeza de seguridad, de confianza entregada que
tiende a la unión. Quisiera estar absolutamente seguro de aquel a quien se ama, hundirse en él, fundirse
con él, no ser más que una sola cosa con él. Esa tendencia que nos impulsa con toda nuestra alma hacia
el amado, con todas las potencias de nuestro ser, la experimenta el niño con una fuerza instintiva, con
un vigor que le arrastra hacia su madre como si quisiera retornar a su seno.
Pero la ternura humana incluye también las necesarias separaciones, la necesidad de afirmar la
propia personalidad, el descubrir el extraño mundo que nos rodea y nos obliga a encerrarnos en nuestro
interior y a ser conscientes que somos nosotros mismos y no otro. Constituye, pues, un aspecto del
amor el poder afirmarse a sí mismo y reconocerse como otro, pues es el único medio de tener algo que
ofrecer al otro. Si fuéramos una sola cosa con el amado, ¿cómo podríamos darnos a él? Si queremos
que amar sea verdaderamente un don, y no una pérdida de nosotros carente de sentido, hay que
considerar estos dos aspectos que toma la ternura humana, a veces de un modo desconcertante, pero
siempre necesarios.
Esa lenta maduración que debe experimentar el corazón humano, la experimentó también Jesús.
Tuvo que separarse de su Madre, tuvo que sufrir al alejarse de ella, y tuvo que hacerla sufrir al
obligarle a ella a que le dejara. Tenía obligación de llegar a la autonomía de su amor, pues era el mejor
modo de amarla como un hijo que llega a ser hombre perfecto y ser así el Hijo de Dios que al mismo
tiempo era el Salvador de su Madre.
***
Jesús todavía no sabe hablar, sólo sabe balbucir de modo vacilante su ternura de bebé, y con todo
es el Hijo de Dios. Esto él lo sabe de un modo que supera infinitamente nuestro conocimiento. Y este
amor que manifiesta a su Mamá es verdaderamente el amor del Hijo de Dios. Es el amor de Dios. A
través de esas caricias que parecen sin importancia, Jesús entrega a María el secreto del mismo Dios.
Para hacerse comprender, Dios no necesita palabras; al contrario, las palabras impiden
comprender. Son un medio de acceso a su amor, pero tan sólo un medio, no el término. El término
hacia el que tendemos no se expresa con palabras, no se encierra en conceptos. ¿Y por qué no expresar
sencillamente ese amor con la ternura de nuestro cuerpo, con el abrazo abandonado de ese bracito que
rodea el cuello de su mamá? Es la única palabra que entonces el Verbo puede pronunciar, pero ya es
verdaderamente palabra del Verbo, y es por tanto la revelación de Dios que penetra hasta lo íntimo del
corazón de María. Por eso, no puede menos que permanecer silenciosa, admirada, extasiada, más allá
de aquella sonrisa que hubiéramos esperado ver apuntar en los labios de una mamá.
Ese bebé a quien mima, ese niño que la acaricia, es el mismo Dios a quien adora. Esos gestos,
que parecen no tener sentido, encierran la plenitud del don inefable. Arroban a María, la transforman
mucho más que lo haría cualquier milagro visible. Es el contacto con Dios de todo su ser.
***
“Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9). Estas palabras eran una realidad desde el primer
momento y cuando Jesús expresa a María esa ternura indecible, no es tan sólo su amor personal lo que
le entrega, ya que por su esencia de Hijo es la transparencia perfecta del Padre. El amor del Padre sólo
puede expresarse en el Hijo, y se manifiesta necesariamente cuando el Hijo expresa su amor.
María es como la esposa a quien el Padre abraza con el abrazo de su Hijo. Así se produce el
encuentro de la Virgen con aquel que la escogió por Madre de su Hijo. También es la esposa del
Verbo, la nueva Eva que da a luz al nuevo Adán, y que recibe la vida de él.
También el Espíritu Santo, espíritu de amor, se entrega a María en estos abrazos de Jesús. Ya
había recibido ese Espíritu cuando el ángel le anunció el designio del cielo sobre ella. Y con todo, es
por Jesús y a través de Jesús mostrándole su ternura como el Espíritu penetrará hasta lo intimo del
corazón de María para despertar en ella aquella ternura con la que estrecha al Verbo convertido en un
niño pequeño.
***
Esta unión silenciosa, aparentemente pasajera, de María y Jesús es el abrazo de caridad, de amor,
que une corporalmente a aquellos que son la imagen más perfecta de Dios. Jesús nos prometió que a
quien le amara, él también le amaría, y que ese intercambio de amor y conocimiento sería la
reproducción, el icono, del amor que une al Padre y al Hijo. Siendo esto verdad de todo cristiano,
¿cómo no iba a ser una realidad excepcionalmente intensa en la intimidad que unía a María y Jesús?
91
El icono de la ternura es, pues, la reproducción en nuestra débil carne del abrazo purísimo del
Espíritu en el que se unen eternamente el Padre y el Hijo. Reproducción, icono imperfecto, pues nada
puede expresar adecuadamente la unión intima del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo, pero icono
que nos permite el acceso a una verdad indecible.
No se trata, pues, de razonar o analizar este icono que encierra tanto misterio; es preferible
dejarnos modelar por esa actitud de profunda serenidad que une a la Madre y al Hijo, y que debe
imprimirse en nuestro ser. El verdadero amor que nos une a Jesús, que nos une a cuantos amamos,
debe ser la imagen, el icono vivo de ese eterno abrazo del Padre y del Hijo. Ese amor, cuyo manantial
está en nuestro corazón, debe irradiar en nuestro amor exterior. Ese abrazo que nos estrecha
interiormente debe transformar nuestro corazón de piedra para convertirlo en corazón de carne. Ese
límpido borbotón del Padre hacia el Hijo debe crear en nosotros un espíritu nuevo, que nos vuelva
disponibles para descubrir al otro, para verle con mirada límpida y para unirnos a él con verdadera
caridad, a través de nuestra condición de carne entretejida de fragilidad y de imperfecciones.
***
El icono de la Virgen de la Ternura, no es tan sólo la representación de María enseñando a Jesús
el amor tal como lo viven los hombres, sino que es tal vez más aún María que se deja formar por su
Hijito en la escuela de la pedagogía divina. También ella debe dejarse remodelar para ver impresos en
sí misma los rasgos vivos de la imagen de la Santísima Trinidad, las relaciones de amor de las que ella
es el templo y de las que participa plenamente.
En la fisonomía de María se dibuja la expresión de un sufrimiento cuya hondura le había
predicho Simeón. Pero es su propio Hijo quien le comunica que él es aquel Siervo que, como ella
presiente, ha de ser inmolado por sus hermanos. Bien sabía María que era la esclava del Señor, pero
¿sabía lo que iba a significar ser Madre del Siervo de Yahvé?
Esto lo aprenderá en la escuela de su Hijo. Nos lo atestigua el Evangelio, en el que Jesús insiste
repetidamente en la profecía que muchos siglos antes había presentado su retrato ante todo Israel.
Cuando María descubre la ternura que Jesús le tiene, se hace el receptáculo de la ternura de la entera
humanidad. Al acoger a Jesús, al estrecharlo contra su corazón, lo hace en nombre de todos los
hombres, en nombre de cada uno de nosotros. Pero en compensación, cuando Jesús se apretuja contra
ella con todo su amor, se entrega verdaderamente a toda la humanidad. Ya entonces es el Siervo que
viene a cargar con todo cuanto sus hermanos quieran poner sobre sus espaldas, con toda su pobreza,
con toda su miseria, para transfigurarla y convertirla en una realidad divina.
***
María, como toda joven madre, aprende mucho de su Hijo; está en la escuela de ese pequeño
recién nacido que le enseña a cumplir su vocación de madre. Todos los niños, sin saberlo, realizan ese
oficio con su madre, pero Jesús lo hace de un modo más perfecto y completo que los demás.
María descubre los secretos del amor materno, uno de los cuales es saber desaparecer para
hacerse más presente. La madre no debe acaparar a su hijo para convertirlo en cosa suya; al contrario,
su misión es ayudarle a convertirse en hombre, en un ser responsable, capaz de asumir plenamente su
vida, con capacidad de amar, de darse a sabiendas, pero sin reticencias, con toda confianza a cuantos
se entreguen a él. La Virgen del icono estrecha a su Hijo contra su corazón, pero no le mira; sus ojos se
dirigen hacia nosotros, pues en nosotros piensa al abrazar a su Niño. Él no es su posesión; más
justamente puede decirse que se le ha confiado. Bien sabe ella que ambos están asociados para
salvarnos, para hacernos penetrar en la intimidad del amor divino.
Es lo que Jesús enseñará a María, de modo más explícito, cuando a la edad de doce años se
queda en el templo. En ese momento María comprenderá claramente que su Jesús es ante todo el Hijo
de Dios, que es un hombre a quien debe procurar la posibilidad de vivir como hombre, pero que al
final ella no tiene ningún derecho real sobre él. Al contrario, es ella quien debe estar a su servicio para
que él llegue a su plenitud. En Caná, Jesús continuará haciendo descubrir a María su misión de Madre
de Dios; comprenderá entonces que la mayor ternura que puede manifestar a Jesús es la de desaparecer
para estarle más presente, para asociarse a él del modo que él necesita.
En el silencio, en la oscuridad, pero con una ternura siempre alerta, siempre al acecho, tendrá
que esperar la hora en la que será Madre como nunca. La vemos en el Calvario, silenciosa: sabe que no
tiene nada más que decir, pero que debe escuchar, que debe consentir, que es la auxiliadora más íntima
92
de su Hijo. Con él, por él, en él, nos engendra a la vida. Entonces su maternidad adquiere dimensiones
universales: es la Iglesia recién nacida que sale de su corazón, regenerada, asumida por Cristo que
mañana será el Resucitado. Todo esto se encerraba en germen en el corazón de María al estrechar a su
Niño contra su corazón: era ya la Mamá que se entregaba a su Hijo, pues su vocación de Madre
consistía en permitir a este Hijo realizar su vocación de hombre, es decir, asumir la humanidad como
Hijo de Dios, para que también nosotros llegáramos a ser hijos con él y pudiéramos decir todos al
Padre en el Espíritu: “Abba” (“Papá”).
***
Así es el icono de la ternura: el Niño y su Madre entregados mutuamente al simple intercambio
de una auténtica ternura humana. Para llegar a Dios no hay que renunciar a ser hombres. Al contrario,
le alcanzaremos en la medida en que seamos nosotros mismos, tal como Dios nos ha concebido, tal
como él nos ha amado y tal como su ternura nos ha plasmado. No temamos ser seres humanos, con un
corazón frágil y vulnerable, pues el verdadero amor incluye la posibilidad de ser herido y el riesgo de
exponerse a la muerte.
Amar a Dios es entregarse a él, es darse tal cual somos, es por tanto entregar nuestra capacidad
de amor, tal como Dios la concibió cuando junto con su Hijo soñaba con nosotros. Nos ha dado un
corazón de carne, que debe aprender a ser él mismo en contacto con aquellos que lo envuelven. Es a
través de las reacciones de nuestra sensibilidad, es asumiendo las fuerzas de nuestra sensualidad, es
aceptando tener un cuerpo transido de mil posibilidades como llegaremos a comprender las
posibilidades de ese amor que Dios quiere ver florecer en nosotros en amor divino. El amor divino no
es un amor desencarnado: Jesús nos ha amado entregando su cuerpo y derramando su sangre. Jesús nos
ha asumido en sí mismo, llevando el amor a su más alta cumbre el día en que resucitó según la carne.
Tal es el amor que encierra el icono de la ternura y que nos desvela la plenitud que hay en el
Hijo, plenitud que él nos entrega, plenitud que nos pertenece si sabemos acogerla.

El icono de la Virgen de la ternura (1976)

93
ÍNDICE

Prólogo
Capítulo primero
MARÍA, MAESTRA DE ORACIÓN
1.- María, modelo de oración
2.- La oración de María
3.- La oración de María y nuestra oración
4.- La vida de oración
Capítulo segundo
MARÍA, MUJER DE ESCUCHA Y ACOGIDA DE LA PALABRA
5.- La Virgen, a la escucha de Dios
6.- Saber escuchar a Dios
7.- Escuchar a Dios, escuchar al hermano
8.- Acoger la palabra
9.- María ante las palabras del Ángel
10.- Responder a Dios como María
11.- Dejarnos modelar por Dios
12.- Acoger a Dios
Capítulo tercero
MARÍA, MODELO DE LA VIDA CONTEMPLATIVA
13.- El silencio de María
14.- Fecundidad del silencio
15.- El misterio de la soledad
16.- Responder cada día a la propia vocación
Capítulo cuarto
ORACIONES MARIANAS
17.- El Ave María, camino de oración
18.- El Magnificat, humilde alabanza
19.- El Oficio de la Virgen
Capítulo quinto
LA MATERNIDAD DE MARÍA
20.- Madre del Hijo de Dios
21.- María, camino hacia el Padre
22.- Madre de Dios y Madre nuestra
23.- Encontrar a Dios de la mano de María
24.- María, regalo de Dios
25.- Vivir como hijos de Dios
26.- María es nuestra madre
27.- Vivir con María a luz de la fe
Capítulo sexto
MARÍA, MANIFESTACIÓN DE L AMOR DEL PADRE
28.- María, icono del Padre
29.- El misterio de la gracia
30.- Inmaculada por amor de Dios
31.- La ternura eterna del Padre
Epílogo
MISTERIO DE TERNURA
El icono de la Virgen de la Ternura

94

También podría gustarte