Está en la página 1de 4

EL ESFUERZO PARA CARGAR UNA PIEDRITA

Por Carlos Valdés Martín

“El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un
corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.”
Albert Camus, El mito de Sísifo

Un personaje misterioso y extravagante de nuestro barrio empezó a andar rengo. Antes


Eulogio caminaba rápido y de repente comenzó a avanzar lento, como quien sufre del
tobillo luxado.
Luego casi parecía un rengo natural pero era una falsa impresión. Lo miraba desde mi
ventana moviendo su cabellera negra como péndulo, desplazándose con agilidad y
pericia sobre el asfalto.
Un día, cuando él bebía refresco en una tienda miscelánea me acerqué y le pregunté
sobre su pie lastimado. Sentía una ligera simpatía hacia este vecino, pero nunca antes
entablamos plática pues un foso de casi quince años nos separaba, una indiferencia
usual entre generaciones.
Le agradó esa curiosidad infantil de un vecino y respondió mientras sonreía ocultando
un ligero sarcasmo:
–Este pie está perfecto
–¿Entonces qué es?
–Yo mismo dejé una piedra en el zapato, pues descubrí…
Y sonrió mirando fijamente y haciendo un silencio, invitándome a seguir con las
preguntas. Mordí su anzuelo:
–¿Para qué esa piedra?
– Hasta la más pequeña piedra encierra una enseñanza; aquí, para recordarme que no
debo andar adelantado de las demás personas, es mejor pisar con cuidado.
–No comprendo, el andar adelantado creo que es bueno…
Interrumpió sin grosería, argumentando tener prisa.
Su respuesta me dejó insatisfecho y curioso.
En otras ocasiones le insistí para terminar su explicación, porque el tipo no tenía fama
de loco sino de inteligente.

Luego de un mes él entró en la misma miscelánea para beber un refresco sabor


mango. Aproveché esa pausa obligada para acudir con una mirada de interrogación y
súplica, entonces ante mi insistencia comprobó su disposición mirando el reloj de
pulsera, una pieza pulida de acero importado.
Antes de entrar en detalles me cuestionó si había observado un cambio de pie. Luego de
la primera yo sí noté el detalle: alternativamente unos días parecía dañado el derecho y
otros el izquierdo. Asintió con la cabeza mientras caminábamos unos pocos metros
hasta colocarse bajo la sombra de un árbol.
Acomodó la espalda contra el tronco de un roble (el árbol más frondoso en la cuadra)
dispuesto dar detalles y confesó sus motivos:
– “Fui el primer lugar en las clases de escuela primaria. ¿Cuántos de esos chicos me
hablan ahora? Ninguno. Lo mismo sucedió en la secundaria y hasta en la profesional,
aunque en la facultad universitaria ya no fui el primero. Era sencillo ridiculizar a los
estudiantes flojos. Por divertirme en los exámenes repartía discretamente tarjetas con
las respuestas del examen final, pero la mayoría de los acordeones estaban
equivocados y por usarlos sacaban malas calificaciones. Algunas respuestas eran
graciosas y todavía me río. Ante la cuestión: ¿por qué la leche es blanca? Mi falsa
respuesta decía, porque las vacas junto con el pasto crecido se comen a los mosquitos y
el color blanco proviene del jugo de “cerebro de mosquito”. El chico que puso esa
respuesta adquirió el apodo varios años: Cerebro-de-mosquito. No lo culpo si me
guardó rencor.
“Entonces caminaba más rápido, leía como una saeta, aprendía sin cansancio y me
pavoneaba de tal velocidad.
“Un día entendí que también mis hermanos guardaban rencor. Cuando comíamos juntos
los corregía por su mente lerda y sin horizontes, ninguno terminó la carrera profesional.
Y luego nuestros padres murieron juntos en un accidente. Tres lámparas fluorescentes
con fallas de conexión, vibrando y amenazando con apagarse a cada rato en la sala
funeraria me amargaron, también los obstáculos administrativos y las declaraciones ante
la autoridad competente, se conjuntaron para agriar esos días. Desde antes del velorio
mis hermanos esquivaban hablarme, pero yo les encaraba para reclamar duramente sus
errores por no contratar un mejor paquete de servicios, el atraso del trámite de
defunción por no traer las identificaciones y actas de nacimiento. Al triste ambiente
funerario se sumaron mis reclamos por sus fallas
“Hasta en ese día amargo el impulso para ser primero y corregirlos parecía inevitable.
“Finalmente, un par de años después, Denisse mi novia desde la preparatoria también
me abandonó.
“Fui quedándome solo.
“No duraba en los trabajos, terminaba corrigiendo al jefe y luego criticaba al superior
del jefe. Me retiraban, y algún director de Recursos Humanos mientras sellaba mi
despido, con sinceridad, reconoció que yo era demasiado capaz para el puesto.
“Cada vez más solitario, caí en tristezas. Me acordaba de mis viejos, de Denisse, mis
hermanos y hasta de los niños de primaria.
“Intenté la atención psicológica, pero descubrí que la terapeuta no conocía
detalladamente lo textos de Freud y empecé a corregirla. Terminamos mal.
“Y así seguí otro par de años con mi tristeza cada vez más pesada. ¿Sabes? A la tristeza
prolongada la llaman melancolía y pesa físicamente.
“Una tarde paseando por el Parque Hundido un borracho caminaba rengo por el sendero
y cayó de bruces casi encima de mí. Tropezó frente a mí y pareció casi un indigente.
Esas personas siempre me causaron asco, pero extrañamente sentí simpatía y por eso sin
que me pidiera le puse un billete en el bolsillo, mientras lo levantaba con la mano
extendida. Entonces él me reconoció, fue maestro de cuarto año de primaria.
“Animado por el encuentro pidió sentarnos en una banca metálica. Mientras se
disculpaba por su aspecto y su torpeza sentí una rara ternura. Miró mis ojos,
inusitadamente cuajados de lágrimas. Al principio se sorprendió, pero él entendió que
brotaban mis sollozos por los años de penas. Ahora no comprendo el camino que siguió
la conversación pero lo utilicé como confesor, pasé tres horas revelándole mis
desgracias.
“Él se dedicó a escucharme, pero casi al final dijo:
“–Aunque me veas en harapos, estoy satisfecho. Ya el viaje final vendrá en pocos días y
te voy a dejar una herencia preciada.
“En silencio sacó una piedra de su zapato. Luego explicó su utilidad. Colocada ahí le
ayudaba a moderar su libertad excesiva. En su juventud desperdició las oportunidades
de su vida, porque tuvo demasiadas. Su breve carrera como maestro, la perdió por el
alcoholismo. Recibió una gran herencia de una tía solterona y creía que se comería al
mundo. Se codeó entre los empresarios y políticos más encumbrados, él mismo hizo una
breve carrera como demagogo y obtuvo millones de dólares. La rueda de la fortuna le
empezó a mostrar su mala cara… Detuvo su relato y alabó mucho a su piedrita.
“Desde que empezó a usar esa piedra empezó a reconocer sus limitaciones.
“Y mostró una fotografía de periódico arrugada donde él quedó retratado junto a un
personaje palmeándole la espalda y regalándole una sonrisa de adulador, el
acompañante era el actual Ministro de Finanzas. Luego del pantalón sacó un gran fajo
de billetes para garantizar su palabra. Aclaró que él no era un miserable, sino que luego
de tres días sudando alcohol daba mala estampa. Al menos, no se percató del billete
depositado en su bolsillo.
“Finalmente, regresó al tema del guijarro y pidió que yo lo intentara. Insistió hasta que
hice una promesa. Despedí al borracho con una discreta reverencia.

“Guardé la cantera del tamaño de un garbanzo, de figura irregular pero con aristas lisas
y color café.
“Caí en cuenta que el borracho calzaba un tamaño pequeño. Recapacité para
comprender que cada quien posee una medida única. El vértice entre cantidad y
calidad define la medida perfecta. Una escuadra evoca dos dimensiones y además de la
cantidad viene el lado cualitativo, donde la figura, las asperezas, la mezcla de colores y
hasta el aroma son significativos. Pensé y luego concluí que el tamaño garbanzo era un
reto para un empresario ebrio. Decidí escalar las dimensiones del garbanzo pero sin
llegar a una nuez. Mi reto definió la m-e-d-i-d-a e-x-a-c-t-a.
“Compré zapatos una talla más grande a la acostumbrada, de otra manera sentía que no
cabía junto con mi pie. El primer día mi piedrita resultaba insoportable, pero sirvió de
recordatorio, amenaza y promesa. Viviendo abandonado, sentía gran urgencia de
recuperar amigos o acercarme con mis hermanos.
“Esta piedrita me ha costado ampollas reventadas, hinchazón y muchas burlas cuando
tropecé por alcanzar al autobús colectivo.
“Bastó aligerar el paso, pisar con cuidado. Y hoy no lo digo físicamente. Al telefonear
con mi hermana nunca le recuerdo que se casó con un burócrata, condenado a un
sueldito mínimo. Cuando platico con un empleado de la oficina ya no le tomo la
delantera ni corrijo diez fallas evidentes.
“Ahora posee el efecto de un talismán, pero no imagines que es fácil cargar una piedra,
aunque fuera pequeñita.
“Y mi soberbia asecha, por eso camino mucho y evito el automóvil para pasear por el
barrio.”

Terminó Eulogio. Se despidió mirando su reloj de pulsera importado, luego de pedirme


una elemental discreción. Quizá era una exageración que nadie en el barrio lo sabía,
pero sentí una mayor satisfacción creyéndome depositario de una revelación tan
privada y exclusiva. Entonces comprendí mejor su fama de vecino misterioso. En la
tranquilidad de mi habitación, algunas tardes pensé en el tamaño y la figura exacta de
la piedra en su zapato. También coloqué un garbanzo a modo de plantilla del calzado
para imaginar esa sensación de la planta desollada, pero no hice el experimento contra
mi comodidad, pues no necesitaba recuperar hermanos o una novia (antes debía
conseguirla). El encuentro se conservó en mi memoria. Me impresionó descubrir que
personas dotadas fueran solitarias o excéntricas por sus excesos. Y durante años he
seguido intrigado: descubrir el vértice con la medida exacta de la cantidad y la calidad
me ha retado y aún busco una respuesta en la madurez.
A partir de la semana siguiente quedé abrumado por el nuevo grado del colegio, mucho
más exigente en tareas diarias. El vecino desapareció del lugar al poco tiempo, siguió
vigente esa regla del foso entre las generaciones y nunca me ocupé de averiguar su
paradero.

Una década después nuestros caminos se aproximaron durante un viaje en la ciudad de


Bruselas. El sol de mediodía pegaba a plomo y tranquilizaba a esa capital europea. El
azar nos acercaba hacia un encuentro casi inverosímil. Aproximándonos desde sentidos
opuestos sobre una avenida ancha, él no me reconoció. Me acerqué y a corta distancia
levanté la mano diestra para saludar. Mientras él se aproximaba absorto en su
distracción; miré hacia sus zapatos buscando un recuerdo, pero quedé pasmado por la
sorpresa. Descubrí que sus pies no tocaban el suelo. De modo sorprendente Eulogio
avanzaba sin tocar el pavimento; cada paso se mantenía a una mínima distancia del piso
y sin el antiguo vaivén de rengo. Con discreta levitación semejaba un astronauta
distraído que ya está acostumbrado a pasear por un planeta sin gravedad. Siguió su ruta
sin percatarse de mi asombro y ni siquiera vio mi gesto. Cuando me recuperé del pasmo
—unos segundos u horas después, no lo sé a ciencia cierta— él ya se había desvanecido.

Ahora entretengo mis ratos libres indagando en los misterios de la ingravidez junto con
los de la susodicha “medida exacta”.

También podría gustarte