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Radiomensaje "ínter complures", 24 de octubre de 1954

Entre los muchos y saludables frutos que esperábamos al promulgar la celebración del Año Mariano Universal,
uno de los principales era, en nuestros deseos, que se investigaran más profundamente la especialísima
dignidad de la Madre de Dios y sus preclaros oficios y privilegios y que se propusieran al pueblo cristiano con luz
siempre más clara. Por lo que con gran complacencia conocimos el propósito de celebrar un Congreso
Mariológico al final del Año Mariano en esta alma ciudad; proyectado tal Congreso, no sólo lo aprobamos, sino
que le dispensamos nuestro favor y le fortalecimos con nuestra bendición.
Así, pues, al abrirse este Congreso nos sirve de gran consuelo saludar a esa selectísima reunión de doctores y
hablaros, queridísimos hijos que de todas las partes del orbe os habéis reunido en Roma para, junto al sepulcro
del Príncipe de los Apóstoles y bajo los auspicios' de aquel a quien se le dijo confirma a tus hermanos (Le 22,32),
disertar sobre la gran dignidad, honor, gracia y poder de la Madre de Dios, según las normas de la doctrina
revelada.
La mariología, que se encuentra entre las disciplinas teológicas, postula, en primer lugar, que se asiente en
sólidos fundamentos de la doctrina teológica, y esto tanto más se requiere cuanto más profunda sea la
investigación y cuanto más precisamente se comparen y conecten entre sí las verdades pertinentes a la
mariología y en relación con las demás verdades de la Sagrada Teología, como, con laudable esfuerzo, se
comenzó a hacer después de la proclamación dogmática de la Inmaculada Concepción de la bienaventurada
Virgen María por nuestro predecesor Pío IX, produciendo en nuestros días un cúmulo creciente de frutos
fecundos. Esta clase de investigaciones, sin embargo, no son siempre fáciles y asequibles, puesto que para
llegar a ellas se precisan tanto las disciplinas llamadas "positivas" como las "especulativas", que se rigen por
razones y leyes propias. La labor de investigación, en lo que se refiere también a la mariología, se hace tanto
más segura, y por ello mismo más fecunda, cuanto más se tenga ante los ojos aquello de que, "en las cosas de
fe y costumbre, la próxima y universal norma de verdad para todo teólogo (enc. Humani generis:AAS 42 [1950]
p.567) es el sagrado magisterio de la Iglesia".
Pues, como expusimos en la encíclica Humani generis, Dios dio ese magisterio a su Iglesia para ilustrar y
exponer todas aquellas cosas que se contienen en el depósito de la fe, oscura o implícitamente (ibid., 569).
Depósito que el divino Redentor confirió únicamente al magisterio de la Iglesia para ilustrarlo e interpretarlo;
sin embargo, incumbe a los teólogos la gran tarea de investigar, siempre con más ahínco, ese mismo depósito
bajo el mandato y guía de la Iglesia; explicar y escrutar la naturaleza de cada una de las verdades, su nexo,
según las normas de la sacra doctrina (cf. Aloc, a los eminentísimos cardenales y excelentísimos obispos de 31
de mayo de 1954: AAS 46 [1954] p.314 ss.).
En el desempeño de este cometido se han de tener muy en cuenta las dos fuentes de la doctrina católica, es
decir, las Sagradas Escrituras y la tradición. Las Sagradas Escrituras nos dicen muchas y esclarecidas cosas de la
beatísima Virgen, tanto en los libros del Viejo como del Nuevo Testamento; más aún, en ellas expresamente
aseveran los excelentísimos oficios y dones de aquélla, es decir, su maternidad virginal, su incorrupta santidad,
y la imagen de la Virgen casi se dibuja y perfila con vivos colores. Pero profundamente se apartan de la verdad
quienes creen que tan sólo puede explicarse y definir plena y rectamente la dignidad y sublimidad de la
beatísima Virgen por las Sagradas Escrituras, o quienes piensan que pueden explanarse aptamente las mismas
Sagradas Escrituras sin tener en cuenta la "tradición" católica y el sagrado magisterio. Lo que sería desembocar
en lo que en otro lugar dijimos, esto es, "que la llamada teología positiva no puede reducirse a ciencia histórica"
(enc. Humani generis, l.c, p. 569).
Como igualmente no se pueden investigar y explicar los documentos de la "tradición", tal como se manifiestan
en el transcurso de los siglos, pasando por alto o menospreciando el sagrado magisterio, la vida y el culto de la
Iglesia. Pues a veces los documentos de la antigüedad, considerados sólo en sí mismos, aportan poca luz; y, en
cambio, cuando se enlazan y comparan con la vida litúrgica de la Iglesia y con la fe del pueblo cristiano, con la
devoción y la piedad—que igualmente sostiene y dirige el magisterio—, aparecen esplendentes los testimonios
de la verdad católica. Realmente, la Iglesia, a través de todos los siglos de su existencia, es regida y custodiada
por el Espíritu Santo no sólo en su misión de enseñar y definir la fe, sino también en su culto y en los ejercicios
de piedad y devoción de los fieles, y por el mismo Espíritu "dirige infaliblemente al conocimiento de las
verdades reveladas (const. Munificentissimus:AAS 42 [1950] p.769). Por lo que conviene que también los
cultivadores de la ciencia mariológica, cuando investigan y contemplan los testimonios y documentos ya de la
antigüedad, ya del presente, tengan ante los ojos siempre aquel perpetuo y eficaz auxilio del Espíritu Santo para
que rectamente expongan y enseñen la fuerza e importancia de aquellos hechos.
Observadas santamente estas normas, la mariología hará verdaderos y duraderos progresos en lo que
concierne a escrutar mejor cada día los oficios y dignidad de la Beatísima Virgen.
Y podrá también esta disciplina avanzar por aquella recta y media vía por la que se guarde de toda falsa
exageración de la verdad y se aparte de aquellos que, imbuidos de vano temor, creen atribuir a la Santísima
Virgen más de lo justo, hasta el punto de que no raras veces repiten que honrando e invocando piadosamente a
la Madre se sustrae honor y confianza en el mismo divino Redentor, Pues la bienaventurada Madre de Dios,
descendiendo Ella misma de Adán, ningún privilegio ni ninguna gracia posee que no los deba a su Hijo, redentor
del género humano; por tanto, admirando y celebrando las prerrogativas de la Madre, admiramos y celebramos
la divinidad, bondad, amor y poder de su Hijo, y nunca desagradará al Hijo lo que hagamos en alabanza de la
Madre, adornada por El mismo de tantas gracias. Y son tantas las que el Hijo ha concedido a la Madre, que
superan inmensamente los dones y gracias de todos los hombres y de los ángeles, hasta el punto de que no
puede darse nunca dignidad que exceda o iguale la divina maternidad. En efecto, María, en frase del Doctor
Angélico, por lo mismo que es Madre de Dios, tiene cierta infinita dignidad por el bien infinito, que es Dios (cf.
Summa Theol. 1 q.25 a,6). Y si es cierto que también la Beatísima Virgen, al igual que nosotros, es miembro de
la Iglesia, no es menos cierto que Ella es miembro muy singular del cuerpo místico de Cristo.
Así, pues, deseamos vehementemente, queridísimos hijos, que teniendo presentes estas normas, las cuestiones
que os propusisteis tratar en vuestras reuniones sean tratadas y disputadas docta, sabia y piadosamente; y
que, por último, vuestras fuerzas unidas consigan lo que todos deseamos, es decir, que las alabanzas de la
Beatísima María, Madre de Dios y Madre nuestra, y el honor del divino Redentor, que la adornó y engrandeció
con tantas gracias y dones, reciban de ello amplio incremento.

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