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Canción de amor mientras tanto

Se despertó con el ritmo pegajoso que llegaba de la habitación de al


lado. Un haz de luz se filtraba por la persiana, donde vio flotar infinitas
partículas de polvo, mientras el ventilador de techo giraba cansino. El calor no
molestaba. Se calzó la camiseta de Boca, bermudas, las sandalias y salió al
patio de la pensión. El Cholo, su vecino paraguayo, tomaba mate sentado en la
puerta. A través de la cortina de esterillas de junco llegaban la música de Gilda
y el olorcito de los chipá recién horneados. “¡Que hacés Mukenio, tomate un
amargo!”, le dijo cebándole uno. Yemy refregó sus grandes ojos marrones,
soltó un bostezo como un león aburrido y aceptó. Al principio esta infusión le
parecía extraña, demasiado amarga, pero se acostumbró y logró saborearla sin
tener que ponerle azúcar. Con el asado fue distinto, se enamoró enseguida de
esa paleta multicolor de carne a las brasas. “Una faldita a la parrilla en una
construcción… A eso no hay con qué darle, negro. Un día de estos te pasás
por la obra y vas a ver”, le decía el Cholo, maestro mayor de obras y gran
asador.

Desde que se bajó del barco, Yemy Abubakar se va adaptando cada vez
mejor a esta ciudad tan diferente de su pueblo en Nigeria. Y los alfajores de
dulce de leche y las gaseosas, se le convirtieron en vicio. Se hizo fanático de
Boca Juniors y de vez en cuando juega un picadito con algunos compatriotas y
los muchachos de la pensión. Ahí le pusieron el apodo: “Mukenio”.

Chupó los mates que le cebaba el vecino, mientras esperaba que se


desocupe el baño. Después entró a su pieza. Ya más despierto, le rezó a la
figura de yeso de Oggun que vigilaba todo desde un estante con velas
gastadas y algunas flores de plástico, y acto seguido ventiló las sábanas. Sacó
la pesada valija de cuero marrón de abajo de la cama y agarró la sombrilla. El
oro brillando en el paraguas, en medio del patio, contrastaba con el mate de
lata que le alcanzaba el “Paragua”. Tomó uno más y salió a trabajar. “Vaya con
Dios”, le dijo la gallega, dueña de la pensión, que barría la vereda.

1
Lessa terminó de barrer el galpón donde su padre guarda los autos y le
tiró unos puñados de maíz a las gallinas que correteaban por ahí. Estaba de
mal humor. No le gusta andar siempre fregando como las otras gitanas, que
hacen todo lo que los hombres dicen. Cuando llegó con su familia, era una
nena y quería estudiar. Pero años después la sacaron del colegio porque se
juntaba mucho con los payos y se había agenciado un noviecito que no era
gitano. Con el tiempo se convirtió en una adolescente agraciada. Morocha de
piel cetrina, pestañas largas y unos ojos misteriosos. Sabe que es linda aunque
use siempre los mismos vestidos.

Fue hasta la habitación que comparte con sus hermanos y sacó el


acordeón de abajo de la cama. Lo acarició como si fuera un animal dormido. Es
un instrumento viejo y le faltan algunas teclas pero ella le arranca unas
melodías conmovedoras. Al tocar viaja y se deja llevar. Vuelve a Rumania, con
su abuela Olga que le enseñó los secretos de la música boyash, el sonido de
su pueblo.

El negocio de compra venta de autos le da de comer a la familia pero a


Lessa no le gusta pedirle dinero al padre. Y su padre prefiere gastarlo en
objetos de oro. Por eso ella, de vez en cuando, saca el acordeón y se va a
tocar en el subte. Mientras toca es feliz y de paso junta unos pesos. No sabe
leer muy bien, pero reconoce perfectamente a los próceres argentinos. Un
Belgrano vale dos San Martines. Cuatro San Martines, un Rosas. A veces la
acompaña su hermanito Marko, que hace malabares. Y si juntan algo van a
pasear por la calle Florida, entran a las salas de videojuegos y comen en Mc
Donald’s.

Quería conseguir plata y comprarse un vestido nuevo. Su madre la


mandó a buscar algunas cosas al supermercado de los chinos. Obedeció
refunfuñando, pero al volver no quiso ayudar en la cocina. Agarró el acordeón y
salió corriendo.

2
Un remolino hizo bailar un poco de polvo y algunas hojas secas. Hacía
calor, pero el otoño ya venía pidiendo pista y la humedad de Buenos Aires se
metía en todas partes.

El paraguas cerrado parecía un arbolito de navidad moderno. O una


instalación artística. Yemy lo llevaba bajo un brazo y de vez en cuando lo abría
para ofrecer sus anillos y cadenas de oro a los pasajeros del subte.
Aprovechaba el viaje para empezar las ventas. Su territorio preferido es el bajo.
Desde la Plaza de Mayo hasta los bares de la calle Reconquista. Ahí, en las
mesitas de afuera, siempre hay algún turista dispuesto a comprar recuerdos.
Pero tiene que tener cuidado, para que no le pase como a Baba Nguru, que le
sacaron la mercadería por no tener los papeles en regla. Yemy tampoco tiene
los papeles de Migraciones, pero ya inició el trámite y anda con una fotocopia
encima.

Una mezcla de sonidos invadió el vagón. De repente, la dulce melodía


de Lessa abrazaba a los pasajeros. Toda ella y su mirada contagiaban alegría.
Yemy se palmeó un muslo siguiendo el ritmo y sonrió dejando al descubierto
una dentadura blanca como las teclas del acordeón. Por unos segundos
cruzaron las miradas. Lessa lo miró como a un bicho raro. A él se le oprimió el
pecho y se dejó llevar. Quiso acercarse, decirle algo, escuchar su voz. Le daba
un poco de vergüenza pero al sentir la música desparramarse por todas partes
se emocionó y dio unos pasos. Ella tocaba, indiferente mientras una señora se
acercó a dejar una moneda en el estuche. En ese momento el tren se detuvo
en la estación. Muchas personas bajaron y otras subieron, en un abrir y cerrar
de ojos.

“¡Yemy!”, gritó Baba desde el andén, agitando los brazos y sonó la señal
de partida. Yemy salió del trance y vio a su amigo que parecía en problemas.
Tenía que bajar. Con movimientos ágiles esquivó a varios pasajeros, se chocó
con otros tantos, pidió permiso y disculpas en su extraño castellano y saltó a la
estación. Desde ahí vio partir al tren y a Lessa con su melodía.

3
Al llegar a la próxima estación, bajaron casi todos y Lessa dejó de tocar
por un momento para contar el dinero. En el estuche, entre las monedas y dos
billetes con la cara de San Martín, relucía un anillo de oro.

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