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Capítulo 10

EL MONASTERIO DE LA PURÍSIMA CONCEPCIÓN

LA IGLESIA MONÁSTICA

Historia y tipos

Desde los comienzos del cristianismo existieron personas que decidían aislarse del
mundo para buscar la intimidad con Dios; algunos, como los ermitaños o los anacoretas,
lo hicieron de modo individual. Otros —los cenobitas— prefirieron agruparse en peque-
ñas comunidades autosuficientes cuya organización revestía cierta complejidad; la formu-
la arquitectónica que resolvió el problema fue el monasterio. Aunque las reglas monásticas
más antiguas fueron redactadas por San Agustín de Hipona (354-430), el impulsor del
monacato occidental fue San Martín de Tours (316-397). Su primer cenobio tenía una
estructura muy simple, y apenas se distinguía de una aldea de la época. Los monjes habita-
ban en chozas que se adosaban al muro que cercaba el espacio; en el centro del recinto se
alzaba un edificio de dos plantas: en la superior se encontraba el refectorio y en la inferior
vivía San Martín con algunos compañeros; cerca estaba la iglesia, con otros pequeños
habitáculos que albergaban reliquias y enterramientos. Este esquema fue luego repetido
por San Columbano (543-615) en las múltiples fundaciones que realizó en Irlanda.
Frecuentemente se han utilizado los términos «convento», «monasterio», «ceno-
bio» y «abadía» como sinónimos. Aunque aluden a conceptos muy parecidos, cada uno
lo hace desde un punto de vista diverso. «Cenobio» hace mención de un tipo de vida en
común; por el contrario, «monasterio» es un término estrictamente arquitectónico. Si
ese monasterio tenía ciertos privilegios, podía ser erigido jurídicamente en «abadía».
Por su parte, «convento» se remite a «conventus» (congregación), y puede referirse
tanto al conjunto de religiosos que habitan en una misma casa bajo las reglas de su
Instituto, como a la propia construcción1.

(1) Aunque en la práctica la palabra monasterio se utiliza como término comodín, en rigor habría que
reservarla para los edificios benedictinos, ya que —como veremos— su formalización arquitectóni-
ca quedó fuertemente definida por el influjo de esta Orden a lo largo de los siglos.
402 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Marcel Breuer, Abadía benedictina de St. John, Collegeville (Minnesota, EEUU), 1953/61 (en las dos páginas)

Existen tres tipos fundamentales de monasterios: los monasterios benedictinos o


asimilables, las cartujas y los conventos de las ordenes mendicantes (dominicos y francis-
canos, principalmente). Sus diferencias provienen del distinto grado de aislamiento que
establece cada regla. Así, los monjes benedictinos viven en régimen de clausura comuni-
taria, los cartujos en clausura individual y las ordenes mendicantes mantienen un sistema
comunitario, pero en contacto directo con el exterior. Todos estos edificios tienen su igle-
sia; en este sentido se puede decir que la iglesia monástica o conventual es un templo
específico que requiere la presencia de un espacio para la plegaria conjunta de la comuni-
dad; este lugar se denomina «coro» y debe estar apartado del pueblo y cerca del altar.
Además, según sea el número de religiosos que compongan la comunidad y su carisma
específico, el templo deberá contar con mayor o menor número de altares ubicados en
pequeñas capillas y con la existencia de lugares idóneos para recogerse en oración.
A pesar de que en su «regula» no hacía ninguna referencia a la arquitectura, fue
San Benito de Nursia (480-553) quien estableció los principios de la vida monástica
occidental. El monasterio benedictino de Cluny (910) —que posteriormente sufriría dos
ampliaciones— fue el primer edificio de este tipo con verdadero interés arquitectónico.
En él todo estaba pensado para facilitar el exacto cumplimiento de los preceptos de la
Regla. La iglesia era el eje rector del complejo, y todo el proyecto se ejecutaría a partir
de ella, teniendo en cuenta únicamente la orientación canónica y los cursos de agua.
Estas comunidades necesitaban numerosos altares para que todos los monjes pudieran
celebrar la Santa Misa simultáneamente, por lo que ensayaron diversas soluciones como
los grandes transeptos de absidiolos escalonados o las girolas con capillas radiales. Con
el fin de que los laicos pudieran asistir al culto sin interferir en la vida monástica, a los
pies de la nave se introdujo una estancia llamada «galileo».
Por su parte, las iglesias de los conventos cistercienses reformados por San
Bernardo (1091-1153) presentan una gran sencillez en su aspecto y una acusada homo-
geneidad planimétrica. La nave —de planta en cruz latina— se divide en dos coros inde-
pendientes separados por una reja o celosía; estos coros se corresponden con las dos
El monasterio de la Purísima Concepción 403

comunidades que habitan el convento, los monjes y los legos. Como habitualmente estas
iglesias no se abren a los visitantes, tampoco existen puertas de acceso exteriores; la
fachada de la iglesia, por tanto, se presenta completamente ciega.
Desde un principio, hubo intentos de combinar el aislamiento de los ermitaños con
la vida en comunidad de los benedictinos. Sin embargo, hasta que en 1084 San Bruno
(1035-1101) funde la cartuja, no se podrá hablar de una auténtica organización arquitec-
tónica que articule las celdas independientes de los ermitaños en torno a un claustro.
Aunque las máximas de estos religiosos son la soledad y el silencio, en muchas ocasiones
las cartujas se encuentran en las cercanías de las ciudades e incluso en el propio casco
urbano: de ahí que el aislamiento deba conseguirse mediante un proyecto arquitectónico
relativamente sofisticado2. Fue el arquitecto de la cartuja francesa de Champmol, Drouet
de Dammartin, quien durante el siglo XIV elevó su sencillo esquema al rango de tipo
arquitectónico. Una cartuja es un recinto amurallado que consta de un patio de servicios
y de comunicación con el exterior, un área de vida comunitaria y el espacio para la vida
eremítica. El núcleo comunitario esta presidido por la iglesia de una sola nave que, a su
vez, se divide en otras tres zonas claramente delimitadas: el espacio anterior a la reja,
destinado a los laicos —y que en algunas ocasiones puede situarse en una tribuna supe-
rior—, el coro de los hermanos legos, y por último, el coro de los padres, junto al presbi-
terio. Al lado del flanco septentrional de la iglesia se abren la sacristía y algunas capillas.
Junto a éstas está la celda del subprior con su pequeño jardín. En el lado meridional se

(2) La primera cartuja se fundó en el lugar de Chartreux (Francia), de ahí el nombre. La comunidad car-
tujana es una orden contemplativa. Las «Consuetudines» —que constituyen la síntesis de la orden—
aceptan la regla benedictina como fundamento y establecen que las cartujas tan sólo podrán albergar
a doce monjes y a su prior. Cada cartujo vive en su propia celda, trabaja su minúsculo huerto y debe-
permanecer en constante soledad y en absoluto silencio. Diariamente todos se reúnen para la misa y
para las oraciones de maitines y vísperas; los domingos y ciertos días festivos se reúnen para comer
juntos y pueden congregarse en la sala capitular. Para sostener la comunidad y poder mantener su
retiro, convive con ellos un colectivo de legos que se encarga de estas tareas.
404 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

desarrolla el «claustrum minus», cuya misión es articular los espacios comunes a todo
monasterio —sala capitular, refectorio y cocina— que aquí tienen una utilización muy
restringida. Por el corredor se entra en el claustro mayor, alrededor del cual se construyen
las viviendas de los monjes, todas exactamente iguales; una parte de ese espacio se dedi-
ca a cementerio.
A comienzos del siglo XIII surgieron en Europa las órdenes mendicantes. En
1205, San Francisco de Asís (1182-1226) iniciaba un nuevo género de vida junto con un
pequeño grupo de amigos; se trataba de practicar vitalmente el evangelio, de aproximar-
se al individuo viviendo con él e intentar así transformar la sociedad. Paralelamente, en
1207, Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) creaba la orden de los frailes predicado-
res, consagrados a la predicación itinerante y a la pobreza, cuya misión requería una
intensa dedicación al estudio. Tanto unos como otros establecieron sus casas en medio
de la ciudad, ya que buscaban instruir a las gentes. Además de predicar por las calles,
los clérigos mendicantes abrieron sus iglesias y sus claustros al pueblo. Todo eso reque-
ría una nueva concepción del monasterio, cuya formalización se produjo lentamente3.
Las iglesias de los conventos mendicantes presentan una gran sencillez de líneas, y aun-
que siguen procedimientos constructivos locales, todas ellas tienen un aspecto muy afín.
Mientras que las iglesias benedictinas destinaban un espacio específico para los laicos
ajenos a la comunidad —el «galileo»— y las cistercienses estaban prácticamente cerra-
das al pueblo, los frailes mendicantes ofrecían a los laicos todo el templo. Generalmente
son espacios de una sola nave, con un pequeño ábside poligonal tras el altar donde se
sitúa el coro donde la comunidad reza las horas canónicas.

La iglesia monástica contemporánea

La arquitectura moderna se hizo eco de cada una de estas variantes de templos


conventuales. Algunos, como los realizados por el monje benedictino Hans van der Laan
(1904/91), debido a su inusitada densidad conceptual, exigirían un estudio más amplio y
detenido que excede el ámbito del presente trabajo. Otros, como el convento de las
madres capuchinas sacramentarias del Purísimo Corazón de María, de Luis Barragán
(Tlalpan, México DF., 1952/55), o el de Santa María de la Tourette, construido por Le
Corbusier para los padres dominicos en Eveux-sur-l’Abresle, cerca de Lyon (Francia),
entre 1953 y 1960 resultan sobradamente conocidos4. A continuación veremos un ejem-
plo menos publicado pero acaso más relevante: la abadía benedictina de St. John, en
Collegeville (Minnesota, EEUU), construida por Marcel Breuer entre 1953 y 1961.

(3) Por ejemplo: al estar el convento inmerso en plena ciudad, no eran necesarios espacios dedicados a
actividades agropecuarias u oficios, por lo que el claustro se transformó en un patio porticado alre-
dedor del cual comenzaron a surgir distintas dependencias asistenciales.
(4) El primer conjunto monástico completo construido en Francia desde el siglo XVIII fue el convento
franciscano de «La Clarté-Dieu», proyectado por los hermanos Luc y Xavier Arsene Henry en Orsay
(1954/56). Más allá del hecho de haber sido construido en su totalidad con hormigón visto, su mayor
interés radica en que brindó a la arquitectura moderna la posibilidad de adaptarse a las necesidades y
exigencias de la Regla de San Francisco —paradigma de austeridad y contención—, desde un punto
de vista plástico contemporáneo (Cf. Varios, «Convento franciscano en Orsay», IC, 118 (1960), 148-
56). Luego vendría La Tourette.
El monasterio de la Purísima Concepción 405

En efecto, la intensa actividad espiritual y cultural que desarrollaba la abadía de


St. John a principios de los años cincuenta, propició la convocatoria de un concurso res-
tringido para su ampliación. El proyecto se planteaba como «un monumento arquitectó-
nico al servicio de Dios», en un país que, hasta el momento, apenas tenía arquitectura
religiosa verdaderamente contemporánea. El abad Dom Baldwin estaba convencido de
que la arquitectura moderna «con su orientación hacia el funcionalismo y al honesto uso
de los materiales», era «la única cualificada para producir una obra católica», y que la
tradición benedictina requería, antes que nada, altas dosis de autenticidad. Según la tra-
dición benedictina, los materiales utilizados en ella deberían ser sencillos. Finalmente,
se deseaba que esta iglesia llegase a ser el emblema de la nueva arquitectura católica en
EEUU. Cinco arquitectos presentaron propuestas: Walter Gropius, Denis Murphy, Ri-
chard Neutra, Barry Byrne y Marcel Breuer. Se decidió encargar el proyecto a este últi-
mo, que había planteado una ordenación abierta de edificios aislados donde la iglesia
adquiría gran protagonismo5. El templo, previsto para unas dos mil personas, debería
expresar perfectamente la distinción de una asamblea heterogénea, compuesta por reli-
giosos, estudiantes y fieles en general, sin separación física pero conforme al orden
jerárquico, y, de acuerdo con la normativa litúrgica, facilitar la participación general en
los oficios religiosos. El templo tiene planta trapezoidal; en el centro del presbiterio se
situó un altar que permitía oficiar por los dos lados, y cuya importancia se acentuó
haciendo incidir sobre él luz natural a través de una linterna que identifica su posición
desde el exterior. Breuer planteó una gran lámina vertical de hormigón blanco, concebida
a modo de estandarte y provista de huecos para alojar las campanas, como símbolo de la
nueva abadía6. Este campanario también era visible desde dentro de la iglesia, a través de
la fachada de vidrio. La magnitud de las obras, el carácter ejemplarizante que la actua-
ción buscaba, la personalidad del arquitecto y la resonancia que tuvo en su momento en
la opinión pública, parecen razones suficientes para valorar esta iglesia como uno de los
templos conventuales más significativos construidos durante el siglo XX.

ANTONIO FERNÁNDEZ ALBA

Trayectoria

Antonio Fernández Alba nació en Salamanca en 1927. En 1949 inició sus estudios
de arquitectura en Madrid, obteniendo el título de arquitecto en 1958. Durante sus años
de estudiante fundó el grupo «El Paso» (1956), con Antonio Saura, Martín Chirino y
Manuel Millares, iniciando así una trayectoria que le llevaría a actuar de bisagra entre la
arquitectura y el mundo artístico y cultural. El año 1967 participa en la primera exposi-
ción «Forma Nueva» —patrocinada por el constructor Juan Huarte—, con los pintores

(5) En esos mismos años, Marcel Breuer edificó el Priorato de la Anunciación, en Bismarck (North
Dakota), con un programa muy similar aunque de menor envergadura y la iglesia de San Francisco
de Sales, en Muskegon (Michigan), de nuevo con paraboloides hiperbólicos.
(6) Sin ir más lejos, la portada del libro de Pichard «Les Églises nouvelles à travers le monde» (Des
Deux-Mondes, París, 1960) reflejaba este campanario como el elemento más característico de la
arquitectura religiosa del siglo XX.
406 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Palazuelo y Millares, los escultores Chillida y Oteiza, y los arquitectos Sáenz de Oíza y
Fullaondo. Desde entonces, diversas muestras sobre su obra —entre ellas la exposición
antológica celebrada en el museo de arte contemporáneo de Madrid— y numerosas
publicaciones precedieron su ingreso como miembro de número en la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando en 1986.
En 1966, en la revista «ARA» se le retrataba como un hombre maduro y responsa-
ble, con una base religiosa muy seria y agarrado a conceptos profundos no fácilmente
explicitables que le marcaban un camino riguroso y exigente7. En efecto, Antonio
Fernández Alba ha sido calificado como «uno de los arquitectos más serios de este
siglo, con dominio absoluto de lo que desea hacer, al margen de las modas frívolas o efí-
meras»; un arquitecto que gusta construir arquitectura «pensada», con una trayectoria
que se apoya en el autocontrol y en un penetrante análisis del hecho arquitectónico8.
Alba se encuadrará en la llamada «Generación del 58», para la cual lo moderno era
un valor asumido que había que superar con la llamada «revisión de la Modernidad». Por
eso, hasta el final de los años sesenta su trayectoria se mueve entre la falta de referencias
válidas en el panorama español, lo que le llevará a situarse al margen del debate en nues-
tro país y a vincularse a la tradición experimental europea encabezada en ese momento
por Alvar Aalto. De esta forma, pudo introducir en España el organicismo nórdico,
actuando como su propagandista más entusiasta, no tanto en clave semántica como meto-
dológica. Con sus primeros trabajos —que participan de una «cultura de la recuperación»
en la que el trabajo sobre la escala, la secuencia de espacios y la unidad del material se
constituyen en prioridades— surgirá una progresiva sensibilización nostálgica con la
naturaleza cercana al romanticismo. Esta fase «aaltiana» de su trabajo se desarrollará
sobre el convencimiento de que la función del arquitecto no aprender a expresar y no a
inventar; en ella sobresalen su primerizo convento del Rollo en Salamanca (1958/62), por
el que obtuvo el «Premio Nacional de Arquitectura 1963», el colegio mayor Santa María
(Madrid, 1959/61) y el seminario de Mombarro (Loeches, Madrid, 1962/65).
A partir de 1965, Alba abandona su neutralidad y cede al clima polémico. La apa-
rición en escena de Louis I. Kahn significará una nueva etapa en su obra, en la que las
volumetrías libres del organicismo se comienzan a sustituir por las ordenaciones axiales,
los rígidos esquemas compositivos y las organizaciones apoyadas en los mensajes bina-

(7) Cf. Javierre Ortas, J.M., «Las imágenes en el templo (II)», Ara, 10 (1966), 28
(8) Urrutia Núñez, A., «Arquitectura española. Siglo XX», 500. Es indudable que Alba ha tenido
muchos detractores en el plano lingüístico o docente, e incluso que el interés por su obra ha decaído
notablemente en estos últimos años; pero lo que nadie ha negado todavía es la integridad de su
método y la seriedad de sus planteamientos. En su trayectoria, Alba ha esquivado las modas. No hay
hedonismo en su obra, ni siquiera aproximaciones irónicas. Al decir de Juan Daniel Fullaondo,
«Alba prefiere encarnar su imagen de arquitecto ‘antiguo’, exclusivo, tomándoselo todo muy en
serio. Hubiera podido acercarse a Rossi, como tantos otros, y quizá, con mucha mayor coherencia,
pero falta en él voluntad surrealista y sobra voluntad constructiva, formalizadora, a niveles reales.
Profesionalidad, si se quiere» (cf. Fernández Alba, A., «Antonio Fernández Alba. Obras y Proyectos
1957-1979», Ministerio de Cultura, Madrid, 1980, 17). Este autor también lo ha retratado, de manera
un tanto sofisticada, como un «creador metonímico y sintagmático». Es muy significativa la foto-
grafía del yermo castellano que aparece abriendo el número de «Nueva Forma» dedicado a Alba
(luego publicado como libro): Fullaondo aludirá constantemente a ella al referirse a su obra.
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rios, como abierto/cerrado, servidor/servido, etc.; la composición de la planta pasa a


sostener la totalidad de unos proyectos que ya no participan de los ideales modernos.
Son los concursos para el teatro nacional de la ópera (1964) y el palacio de congresos y
exposiciones (1965); y la biblioteca para el Instituto de la Cultura Hispánica (1964/77),
todos en Madrid y realizados con José Luis Fernández del Amo. Así, buceando en pos
de un nuevo campo de actuación, Alba inicia un repliegue hermético en el que, tras las
referencias más o menos evidentes al maestro estonio, se esconde la nostalgia del edifi-
cio renacentista, bello y geométricamente perfecto, frente a la consideración industrial
del edificio entendido como máquina. Lejos de tantos mensajes tecnológicos de ligere-
za, Alba encontrará en Kahn alguien que valora más lo pesado y lo pregnante. Acaso el
no realizado proyecto para la feria de muestras de Asturias, en Gijón (1966)9 y el brillan-
te monasterio de San José, en Salamanca (1967/70) puedan ponerse como ejemplos sin-
tomáticos de lo que estaba ocurriendo.
Tras el llamado primero de los finales de la Modernidad, el proceso de recupera-
ción disciplinar comenzado por Venturi y Rossi no obtendrá su confianza, por lo que a
partir de ese momento caminará en solitario emprendiendo una continua —y a menudo
errática— experimentación, en la que despreocupado de la consecución de cualquier
ideal aprovechará ejercicios anteriores para intentar nuevos planteamientos desde distin-
tas influencias (ETSA de Valladolid, 1974/9010 y rehabilitación del pabellón «Juan de
Villanueva» del jardín botánico de Madrid, 1975/82). Ya en 1980, Leopoldo Uría había
querido ver en él una cierta sensación de hastío que oscilaba entre la crispación y el des-
gaste, un desgaste producido por el esfuerzo de querer convertir la arquitectura en el
resultado de un desarrollo cultural coherente, y la necesidad ética, intelectual y biográfi-
ca de seguir ejerciendo de demiurgo de una utopía cada vez más lejana11. A partir de este
momento, los críticos empezaron a obviar el trabajo de Alba, que se recluyó en sus pro-
pias publicaciones, trabajando en un discurso perfectamente consciente, soterrado y
autónomo: una reflexión ante la naturaleza del oficio de arquitecto, que no parece que
sea otro que construir el espacio y dar expresión al sentido de la vida12. De esta época
datan, entre muchas otras, el tanatorio en la M-30 (Madrid, 1982/85) o la facultad de
derecho de la Universidad Autónoma de Madrid (1989/94).
Antonio Fernández Alba recibió la «Medalla de Oro de la Arquitectura 2002», por
su trabajo permanentemente comprometido por incorporar las sinergias de la sociedad y
de la cultura a su campo disciplinario específico a través de la docencia, del proyecto
arquitectónico y de la crítica.

(9) Con Javier Martínez-Feduchi Benlliure y Carlos de Miguel González.


(10) Con Zacarías González Jiménez, Guillermo Resina Martín y José Luis Castillo-Puche Figueira.
(11) Resulta revelador que todos los arquitectos que comentaban su obra en aquella época terminasen
sus artículos deseándole «suerte» (cf. Leopoldo Uría Iglesias, en: Fernández Alba, A., «Antonio
Fernández Alba, arquitecto. 1957-1980», Xarait, Madrid, 1981, 18; Antón González-Capitel
Martínez, en: Idem, «Antonio Fernández Alba. Obras y Proyectos 1957-1979», 53; y Juan Daniel
Fullaondo Errazu, en: Ibídem, 19).
(12) Sobre su última etapa, acaso la menos conocida, puede verse el ensayo autobiográfico «Espacios de
la norma. Lugares de la invención» (Fundación Esteyco, Madrid, 2000). También el libro Estudio
de Arquitectura Antonio Fernández Alba, «Antonio Fernández-Alba. Obra y Traza», Consejo
Superior de los Colegios de Arquitectos de España, Madrid, 2004.
408 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Presupuestos teóricos

Antonio Fernández Alba ha sido —y sigue siendo— un hombre que ha intentado


sintetizar en todo momento el cúmulo de influencias recibidas. De ahí que sus propues-
tas se hayan conformado como imágenes de mucho espesor, densas y connotativas, tan
contrarias, por ejemplo, a la decidida opción desmaterializadora de los arquitectos anti-
culturales. Una característica —la búsqueda de una arquitectura de más largos alcances
que la estrictamente funcionalista— que él mismo ha señalado como autodefinitoria, de
tal modo que se podría apuntar un constante exceso «metafuncional» en toda su obra:
«Para él, la arquitectura siempre comenzará a partir de un umbral mínimo de compleji-
dad; la arquitectura surgirá en su caso ‘poniendo’ y no ‘quitando’, como quisiera Sota;
sus afinidades conceptuales han estado próximas a quienes pensaban que ‘más es más’
(lo difícil, claro, es saber cuando ‘más es demasiado’), más cerca de los Wright, Aalto,
Kahn, Stirling, que del Corbu filebiano/cartesiano o del metafísico Rossi»13. De ahí que
siempre haya estado más preocupado por los aspectos disciplinares vinculados a lo pre-
ceptivo/perceptivo frente a lo estrictamente constructivo.
Entre las definiciones de la disciplina que el arquitecto ha formulado a lo largo de su
labor docente y crítica, podemos destacar una de las más sencillas: la arquitectura es el arte
de construir espacios habitables con solidez científica y con elegancia no caprichosa14.
Alba sostiene que todo proyecto implica la capacidad previa de imaginar formas
en el espacio, formas construíbles que contengan la potencialidad de transformar el
mundo físico. A través de esta facultad imaginativa, el arquitecto puede prefigurar nue-
vos modos de existencia, anticipar soluciones y actuar como profeta de la acción huma-
na. Sin embargo, en el desarrollo de su trabajo, el arquitecto tarde o temprano ha de
encontrarse con la materia; el ejercicio de la arquitectura le desvela, entonces, que el
verdadero interés de la construcción del espacio radica en la superación de la fisicidad
de los materiales para acceder al dominio de la forma.
Por medio de la representación gráfica, intentará evidenciar el complejo entrama-
do de solicitaciones a las que está sometido cualquier programa arquitectónico. Apare-
cerá así el organigrama como una suerte de metodología proyectual que se impondrá en
las escuelas de arquitectura españolas durante los años setenta y ochenta, precisamente a
partir de su propia experiencia docente en Madrid.
Sin embargo, se puede constatar cómo los esquemas nítidos de sus proyectos, al
materializarse, frecuentemente se revisten de una atmósfera densa y sombría, casi ago-

(13) Uría Iglesias, L., en: Fernández Alba, A., «Antonio Fernández Alba, arquitecto. 1957-1980», 15.
(14) Cf. «Antonio Fernández Alba. Obras y Proyectos 1957-1979», 7. Existen otras explicaciones más
complejas y matizadas como esta de 1986: «Concibo la arquitectura como la estructura inicial que
ordena el espacio de aquel lugar que ha de edificar el ser. Desde esta concepción, el trabajo del
arquitecto se presenta como un dilema ético entre el imaginar y el construir el ámbito de la morada
del hombre. De hecho, se entiende que el espacio —relato metafísico de la arquitectura— se puede
proyectar desde la arquitectura; el lugar sólo se puede construir desde el fluir de una vida; el espacio
de la arquitectura es el soporte que proyecta el arquitecto; el lugar, la Arquitectura que construye el
ser desde la necesidad y el recuerdo, junto al vínculo de la arcana presencia de la naturaleza»
(«Discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando», Madrid, 1989, 14-15).
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biante, de tal modo que la realidad construida del edificio no se suele corresponder con
las sugerencias del virtuosismo de los planos, produciéndose una extraña escisión inte-
lectual entre lo romántico y lo románico, lo sutil y lo intencionadamente tosco. Su dibujo
tiene un carácter analítico e instrumental, en ningún caso entendido como hábil desplie-
gue de medios gráficos, sino como caracterización poética con la que van mate-
rializándose sus ideas. Y cuando existan pocos encargos o queden frecuentemente trun-
cados, el dibujo se mantendrá como último reducto donde poder expresar toda la pasión
acumulada. Estas cuestiones formales han rodeado todo lo que Alba hace, lo que cons-
truye y lo que publica, manifestando un exagerado gusto por la representación exacta,
virtuosística y retórica que se vuelca tanto en sus publicaciones, densas y herméticas,
como en sus obras y proyectos15.
En cierto sentido, Alba constituye el ejemplo paradigmático de arquitecto tripolar.
Para él —como para Oriol Bohigas o para Rafael Moneo, por citar nombres cronológi-
camente cercanos a su persona—, la actividad arquitectónica es una realidad profesio-
nal, teórica y docente a un tiempo. Bajo esta postura conceptual y operativa se esconde
un planteamiento intelectual más genérico: el de considerar la arquitectura como un
hecho de cultura, consciente y deliberado, cuya significación se pretende conocer. De
ahí que Alba se aleje del pragmatismo de la práctica profesional diaria, por un lado, o
del intuicionismo inmediato del arquitecto-artista, por otro. El compromiso teórico
entendido como la obligación de ahondar en la razón de ser de la arquitectura ha sido
una constante en su actividad, al que ha tratado de dar salida a través de la continua
reflexión que supone la práctica docente —en 1958 comenzó a impartir docencia en la
escuela de arquitectura de Madrid, ganando la cátedra de elementos de composición en
1970— y la publicación de escritos. Su labor como crítico de arquitectura ha sido
amplia. Entre sus publicaciones destacan los libros «La crisis de la arquitectura españo-
la, 1939-1972» (1972), «Neoclasicismo y postmodernidad» (1983), «Velada memoria.
De las intenciones del enigma en el arte y la arquitectura» (1994) o «La metrópoli vacía.
Aurora y crepúsculo de la arquitectura en la ciudad moderna» (1990). Es editor de las
revistas «Pliegos» (1988) y «Astrágalo» (1994); durante años, ha sido colaborador habi-
tual en diversos diarios de difusión nacional.
Si sus colaboraciones profesionales han sido siempre esporádicas —Carlos de
Miguel, José Luis Fernández del Amo, Julio Cano Lasso, Angel Fernández Alba, Javier
Martínez-Feduchi o Francisco de Inza, por el contrario, su trabajo con artistas plásticos

(15) En sus monografías, la tipografía es algo digno de tenerse en cuenta. Un ejemplo: el libro «Antonio
Fernández Alba. Obras y Proyectos 1957-1979» (1980), preparado por él mismo, es difícilmente
legible; el peso del texto aplasta, debido a la insólita longitud de las líneas, al escaso interlineado y
a la práctica inexistencia de márgenes. Del mismo modo, los esquemas de obra proyectada y cons-
truida realizados para la exposición en el Museo de Arte Contemporáneo, e incluso la visión retros-
pectiva de su labor como crítico, remiten a un cierto estructuralismo semántico. Frente al esquema-
tismo y claridad de los artículos de «Nueva Forma» —no preparados por él—, esta publicación es
intencionadamente compleja, excesiva y desmoralizante: hay demasiada información porque está
«toda» la información. Depresiva —obsesiva, negativa y onerosa— es también la formalización de
este libro, con sus planos en tintas intensas, fuertes sombras arrojadas, lenguaje telúrico y surreal...
Incluso la propia foto de Alba al principio es casi «golémica».
410 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

es más frecuente y continuo16. Entre sus discípulos de magisterio académico cabría citar
a Antón Capitel, Luis Fernández-Galiano, Manuel de las Casas o José Manuel López-
Peláez.
En toda la obra de Antonio Fernández Alba parece anidar una intensa componente
romántica que para él semejará una suerte de laberinto religioso-funerario donde se
entremezclan la maestría del oficio con una desesperanza lúcida y asumida17. Y si este
desaliento tuvo un comienzo coyuntural dentro de la crisis de los años 1965/75, poste-
riormente anidaría en su manera de ser hasta llegar a formar parte estable de su carácter.

Posiciones sobre arquitectura religiosa

Antonio Fernández Alba tuvo la oportunidad de explicar sus puntos de vista sobre
el espacio sagrado en varias ocasiones. En 1966, por ejemplo, expresó su opinión sobre
algunas de estas cuestiones en una entrevista concedida a la revista «ARA». Para él, la
finalidad del templo no era otra que la creación de un espacio religioso, es decir, la con-
secución de un ámbito que dispusiera al diálogo trascendente, sin escenografías ni
demasiadas explicaciones; y que en cualquier caso, la cuestión de fondo que convenía
no perder nunca de vista para resolver los problemas del templo era entenderlo como
«un rincón de luz tamizada» donde se percibiese el misterio de lo comunitario, como
«un ambiente sereno y profundo, tocado de gracia religiosa»18.
En la sesión de crítica de arquitectura dedicada a las parroquias de Vitoria (1958),
Alba había realizado una densa intervención en la que se desmarcaría del resto de los
asistentes. En su opinión, el edificio religioso occidental había estado históricamente
conformado por dos necesidades casi excluyentes: ser refugio y ser lugar de veneración,
sala de estar de los hombres y morada de Dios. De nuevo quitará importancia al hecho
de plantear esta o aquella solución plástica (Fisac, Sota, Carvajal), y se centrará en el
sustrato del problema: «Espiritualmente no significa nada que construyamos cubiertas
de aluminio o cristal, que una pared sea dinámica o estática; no tiene ningún valor, apar-
te del valor de construir (…) Lo que sí importa es fijar nuevos valores y encauzar la
finalidad de lo que se pretende, para conquistar nuevos caminos»19. Por eso, reconocerá
que para un solo arquitecto es muy difícil construir un verdadero espacio sacro cuando

(16) Trabajó con Martín Chirino en el colegio de Santa María, en Madrid, y en el seminario de
Mombarro (1962/65); con Amadeo Gabino en el monasterio de San José, en Salamanca (1969/70)
y con Darío Villalba en el Conjunto Cívico-Religioso de Logroño (1972/73). En este sentido con-
viene recordar el edificio de Servicios Funerarios de Madrid (1982/85), donde integró obras de
Rafael Canogar, Eduardo Chillida, Juan Daniel Fullaondo, Pablo Palazuelo y Antonio Saura.
(17) El romanticismo se puede entender como algo específicamente nórdico, muy ligado a la valoración
de un paisaje anhelado como infinito, donde la naturaleza, monstruosa a veces, sutilísima otras,
pero en cualquier caso irracional y mágica, se escapa a toda comprensión y control. El sentir
romántico convoca una amplia gama de sentimientos evocadores, como el abandono, la destruc-
ción, la muerte o la lejanía, tanto espacial como temporal. Y por supuesto, la nostalgia.
(18) Cf. Javierre Ortas, J.M., «Las imágenes en el templo (II)», Ara, 10 (1966), 30.
(19) Cf. Varios autores, «Las nuevas parroquias de Vitoria. Sesión de Crítica de Arquitectura», Rna, 196
(1958), 17.
El monasterio de la Purísima Concepción 411

la sociedad está imbuida de una religiosidad poco profunda, y cuando al arquitecto tam-
poco se le demanda lo auténtico. De ahí que llegase a proclamar la muerte del arte
sacro: «El arte religioso no existe, murió el día que la fe dejó paso a la piedad formal, y
cuando una nueva forma de vida se intentó crear fuera de la Iglesia y de la religión»20.
En efecto, Alba parece dar en el clavo cuando intuye que la arquitectura religiosa del
momento navegaba a la deriva entre las corrientes de la indefinición formal, de la inde-
cisión doctrinal, y entre dos tendencias teológicas aparentemente contrarias como eran
«una búsqueda de humildad en conformidad con el Evangelio primitivo y una renova-
ción de los valores de la gloria en los cuales estuvo asentada durante tanto tiempo»21. Y
decimos que daba en el clavo porque sólo habría que esperar una década para ratificar
experimentalmente tal afirmación.
Dos años más tarde, en un artículo titulado «El espacio sagrado de la problemática
religiosa contemporánea»22 (1960), Alba volvería sobre el problema del templo introdu-
ciéndolo dentro del debate global acerca de la cultura de masas. En primer lugar, hacía
notar la «revolución espiritual y moral» que se estaba efectuando en la sociedad euro-
pea, y que estaba conduciendo al respeto hacia la pluralidad de las culturas y al valor
intrínseco de cada persona. En este campo tan complejo de nuevos planteamientos, ¿qué
panorama ofrecía la arquitectura religiosa contemporánea? Para Alba, no era cierto que
el creciente interés por el templo que se experimentaba en aquellos años respondiera a
una nueva espiritualidad, sino más bien al entusiasmo derivado de realizaciones aisladas
ciertamente brillantes —Raincy, Ronchamp—, en donde, por otra parte, se hallaban
planteadas «las premisas de una visión renovada del espacio sagrado y del sentimiento
moderno de la religión»23. Comentaba también cómo los movimientos litúrgicos habían
tratado de enraizar el hecho cristiano en la cultura actual, según su vertiente teológica,
filosófica e histórica24. Y ya que la técnica había posibilitado la apertura hacia posibili-
dades cognoscitivas insospechadas —dirá—, el discurso religioso habría de imbricarse
en el discurso global sobre la cultura, alejándose de dogmatismos, fórmulas vacías o
estructuras obsoletas. El debate sobre la arquitectura religiosa no debería consistir en
decidir si una iglesia sería humilde o suntuosa, artesanal o prefabricada, máxima o míni-
ma, ni tampoco en establecer pautas litúrgicas; ni siquiera debería estribar en fomentar
la instrucción académica y artística del clero. Esto estaba muy bien pero sólo eran con-
secuencias. Alba sostenía que el problema de la arquitectura religiosa contemporánea no
se podía solucionar dentro de sus límites específicos por dos razones; en primer lugar

(20) Loc. cit.


(21) Loc. cit.
(22) Cf. A, 17 (1960), 7-8. El título del artículo debe de tener una errata, pues redactado de esa forma no
tiene mucho sentido. Sospecho que el verdadero título habría de ser éste: «El espacio sagrado ‘en’
la problemática religiosa contemporánea». No obstante, lo hemos citado tal y como está.
(23) En todo este artículo, Alba parece considerar la religión fundamentalmente desde el plano sensiti-
vo-emocional, obviando un tanto su aspecto racional; refleja así muy bien el espíritu de las van-
guardias de corte neorromántico, aspecto que traducirá su primera arquitectura.
(24) Posturas similares se dieron en Francia: la renovación litúrgica —encarnación del gesto—, la reno-
vación teológica —la verdad frente a las fórmulas—, o la renovación misionera —el testimonio
frente a la conquista—, materializadas en los «Prêtes Ouvriers», la «Nouvelle Theologie» o la
«Jenneusse de L’Eglise».
412 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Antonio Fernández Alba y Francisco de Inza Campos, San Esteban Protomártir, Cuenca, 1959. Proyecto

porque su problemática no existía al margen del problema general de la arquitectura


contemporánea; y, en segundo lugar, porque la arquitectura contemporánea, al ser la
expresión de una cultura, tampoco podía existir al margen de las crisis de ésta. Y concluía:
«El problema, evidentemente, es otro: (…) falta una Cultura moderna de la religión
católica»25. En efecto, hasta que no surgiera el deseo de una nueva cultura, de una verda-
dera, auténtica y renovada cultura católica, no se podría dar ni en el pueblo, ni en el
clero, ni en la autoridad competente el deseo de una nueva y verdadera arquitectura reli-
giosa. Este debate, amplio y global, no tardaría mucho tiempo en plantearlo el Concilio
Vaticano II en unos términos muy parecidos.
En el fondo, todos los problemas de arquitectura religiosa arrancaban de una
misma raíz. Para los contemporáneos de Alba, la Iglesia Católica se había presentado
hasta entonces como algo acabado, no sólo en el terreno dogmático y en la moral, sino
incluso en los modos auxiliares de expresar las relaciones con Dios. Desde mediados de
los años cincuenta, estas cosas se empezaron a pensar como una realidad abierta, como
un sendero apenas iniciado. Apoyándose en el común fundamento dogmático, cada
hombre y cada arquitecto tenía ante sí la realización personal de unas posibilidades reli-
giosas que recibirían un matiz histórico, se encarnarían y adquirirían su plenitud cuando
ese hombre, ese arquitecto, tomase sus decisiones y realizase su propia obra.

Obras religiosas

Ya en sus tiempos de estudiante, Antonio Fernández Alba había sido galardonado


por un Cristo de hierro forjado en la IV Exposición de Alumnos de Arquitectura celebrada
en Madrid en 1956, y con Santiago de la Fuente, por una custodia-sagrario que premiaría
Talleres de Arte Granda. De cualquier manera, sus doce obras de carácter sacro parecen
confirmar que, al menos en un primer momento, fue un arquitecto muy preocupado por la

(25) «El espacio sagrado de la problemática religiosa contemporánea», A, 17 (1960), 8.


El monasterio de la Purísima Concepción 413

Antonio Fernández Alba, Centro parroquial, Salamanca, 1963. Proyecto

arquitectura religiosa. Se trata de espacios diversos, algunos con entidad en sí mismos y


otros que forman parte de conjuntos más amplios o son equipamientos de aquellos. Sus
iglesias son las siguientes: cartuja en Castilla, con Carlos de Miguel González, proyecto,
1956; monasterio de la Purísima Concepción (convento del Rollo), Salamanca, 1958/62;
iglesia parroquial de San Esteban Protomártir, Cuenca, con Francisco de Inza Campos,
concurso, 1959; oratorio del colegio Nuestra Señora Santa María, Madrid, 1959/61; capi-
llas del seminario de Mombarro, Loeches (Madrid), 1962/65; centro parroquial,
Salamanca, proyecto, 1963; capilla para un centro universitario, Vitoria, proyecto, 1964;
carmelo de San José, Salamanca, 1967/70; conjunto cívico-religioso, Logroño, 1972/73.
Además, en cada uno de los pueblos que levantó para el Instituto Nacional de
Colonización formando equipo con José Luis Fernández del Amo Moreno, José Tamés
Alarcón y Manuel Herrero Palacios —Cerralba (Málaga, 1962/65), El Priorato (Córdoba,
1964) y Santa Rosalía (Málaga, 1964/65)— se construyó una iglesia. Con este mismo
equipo también reformó la iglesia parroquial de Doñana del Guadalhorce (Málaga, 1965).
Sobre las dos primeras obras religiosas del autor —la cartuja y el convento del
Rollo— hablaremos en el siguiente epígrafe, así como sobre su corolario de San José. El
resto de su producción está marcado por ese fulgurante comienzo, que permitirá a Alba
experimentar con matices e ir refinando el programa.
La iglesia para el concurso de San Esteban Protomártir supuso el comienzo de los
tanteos orgánicos del arquitecto. El trazado de la nave abandona la ortogonalidad, las
líneas divergen suavemente y aparece la curva, la concepción dinámica del espacio
como cavidad, como «vientre de ballena». La planta de la iglesia experimenta un giro en
uno de sus laterales que facilita un acceso más natural, al tiempo que ayuda a delimitar
el ámbito exterior del claustro. El espacio interior se tensiona con este breve gesto, foca-
lizándose en planta y sección hacia un presbiterio tallado que se ilumina cenitalmente
mediante un solo e intenso lucernario. La voluntad integradora emerge en el cauce de
algunas referencias nórdicas. No sin razón, el mismo Moya en su comentario al concur-
so anotaba al margen de un elemental esquema de la planta: «Luz Viipuri Alvar Alto»
414 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Antonio Fernández Alba,


Capilla para un centro universitario,
Vitoria, 1964. Proyecto

[sic], al tiempo que calificaba la iglesia como «de carácter comunitario con tendencia a
lo místico»26. Una cierta rigidez compositiva sigue presente en la articulación de los
volúmenes, e incluso la vacilante disposición del campanil, a medio camino entre una
integración decidida con el cuerpo de la iglesia y su situación como objeto autónomo e
independiente, así lo confirmaría.
El proyecto de centro parroquial redactado por Alba en 1963 para un barrio de
Salamanca, pretendía albergar las actividades de un centro social y cultual dentro de una
misma pieza, convenientemente articulada. La disposición torturada del solar —un área
irregular entre medianerías abierta a una plaza— determinaba una forma previa que
actuó como pie forzado en todo el desarrollo del proyecto, acaso condicionándolo en
exceso. El proyecto surgió de considerar las implicaciones que un edificio religioso y
comunitario tenía dentro del contexto urbano, y se decidió incorporar la opacidad en el
tratamiento externo como valor, optando por una interioridad esencial. La relación entre
el recinto y el espacio exterior se realizaba de nuevo a través de un lucernario, cuya lec-
tura era de carácter simbólico y escultórico a un tiempo.
La capilla para un centro universitario en Vitoria, proyectada en 1964 y muy poco
publicada, es, sin embargo, una de sus propuestas religiosas más sugerentes, al tiempo
que la más formalista y exacta en sus planteamientos geométricos, estructurales, lumíni-
cos e incluso litúrgicos27. El edificio se estructura alrededor de un claustro rectangular
abierto por dos de sus lados. En los otros dos se sitúan dos estancias de distinto tamaño:
la mayor corresponde a la capilla propiamente dicha y la menor —en composición
homóloga con aquella— al salón de actos. El proyecto está repleto de intenciones, com-

(26) «Iglesia parroquial de San Esteban», A, 25 (1961), 19.


(27) Se trata, sin duda, de un anexo a la Casa de Cultura de Vitoria (1964/70), que Alba realizó en cola-
boración con José Erbina Arregui, y con la que comparte rasgos formales (cf. Mozas Lérida,
J./Fernández, A., «Vitoria/Gasteiz. Guía de Arquitectura, COAVN-Delegación de Álava/A+T edi-
ciones, Vitoria, 1995, 99).
El monasterio de la Purísima Concepción 415

Antonio Fernández Alba, Capilla del seminario Antonio Fernández Alba,


de Mombarro, Loeches (Madrid), 1962/65 Conjunto cívico-religioso, Logroño, 1972/73

binando paramentos continuos con zonas columnadas, potentes curvas con rupturas en
esquina, dobles pieles, composiciones circulares —centrales o radiales—, espacios
interconectados total o parcialmente, puntos de atención lumínica y ámbitos de luces
difusas, geometrías blandas en sección pero rotundas e inexorables desde la planta. Todo
parece surgir de un rígido esquema trabajado con maestría, en el que la arquitectura, la
estructura y el mobiliario tienen un sitio prefijado de antemano en la mente del arquitec-
to, reflejándose gráficamente con particular elocuencia. Quizá sea ésta una de las obras
donde Alba muestre hasta dónde puede llegar la síntesis castellano-aaltiana de planta y
sección, binomio que Juan Daniel Fullaondo señalaba como principio motor de su pri-
mera época28.
Construido inicialmente como seminario menor de los padres monfortinos en
Mombarro (1962/65), este edificio pronto fue reconvertido en colegio con internado29.
Esta obra señala un punto de madurez en la trayectoria de Alba, que manifiesta su antimo-
dernidad al entender la forma como composición donde entran en juego tradiciones cons-
tructivas multiseculares, recursos de gusto académico o piezas incorporadas en forma pró-
xima al «collage». Como en el resto del edificio, la valoración del espacio destinado al
culto está encomendada a la poética del material. La capilla es un amplio prisma excavado
en toda la altura del edificio, que sobresale al exterior con una cubierta autónoma que deja
penetrar la luz cenital. Si originariamente la capilla tenía una disposición lineal, con el
altar adelantado para poder disponer detrás del presbiterio un coro para los profesores del
seminario —este adelantamiento del altar también permitía su perfecta visibilidad desde la
planta superior—, sin embargo, dado que la obra se terminó después de la clausura del
Concilio Vaticano II, el mismo Alba efectuó una variación sobre la planta a fin de crear un
espacio más participativo, situando el altar en el centro de uno de los lados mayores y
rodeado de fieles por los tres restantes. Martín Chirino trabajó aquí como escultor.

(28) Cf. «Antonio Fernández Alba, arquitecto», Nueva Forma, Madrid, 1967, 30.
(29) En la actualidad, el edificio alberga el colegio Monfort.
416 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Antonio Fernández Alba y


Carlos de Miguel González,
Cartuja en Castilla, 1957.
Proyecto. En esta página, planta
general; en la página siguiente,
detalles de la iglesia

Ya fuera de nuestro ámbito temporal de estudio, la propuesta del conjunto cívico-


religioso parcialmente realizado en Logroño (1972/73) se enmarca dentro de las opera-
ciones de renovación urbana motivadas por el mercado inmobiliario a principios de los
años setenta, en las que se incluyeron los conventos situados en los cascos históricos. En
este caso se pedía un grupo de viviendas y una residencia para religiosos carmelitas, con
un conjunto parroquial ocupando la zona comercial que determinaban las ordenanzas
municipales. La iglesia se dispuso a doble altura en el centro del solar, mientras que en
los laterales se reservaron para los portales de vivienda, las dependencias parroquiales y
la residencia de religiosos. En el espacio de la iglesia, la luz cobra el máximo protago-
nismo; la iluminación siempre es cenital y se toma indirectamente del patio de manzana
a través de grandes tragaluces combinados con troneras de luz concentrada. Destaca el
mobiliario litúrgico, fuertemente formalista. El edificio —completamente resuelto en
hormigón visto— rompía con los códigos convencionales de la promoción inmobiliaria
del momento, circunstancia por la que no pudo ser completado en su totalidad.

EL MONASTERIO DE LA PURÍSIMA CONCEPCIÓN: UNA TRILOGÍA

«Espacio tiempo, antiguo, misterioso


humilde símbolo de una inmortalidad
un mundo con entrada en laberinto
juego de la realidad y de los símbolos
enigma de piedra, morada y fortaleza de la meditación
prisión simbólica de la existencia
los seres en el exilio del espíritu
buscan sentido al destino humano»30.

(30) Fernández Alba, A., «Monasterio de la Purísima Concepción. Salamanca», A, 48 (1962), 13.
El monasterio de la Purísima Concepción 417

El monasterio de la Purísima Concepción31, referente último de este capítulo, apare-


ce en la obra de Antonio Fernández Alba flanqueado por otros dos edificios conventua-
les: el proyecto de una cartuja en Castilla, y el carmelo de San José, en Salamanca. Se
trata de una trilogía difícil de entender por separado, ya que en la mente del arquitecto los
tres proyectos serán uno solo. No en vano Alba concebía el trabajo del arquitecto como
una labor continuada, que tendría valor, no tanto como mosaico de piezas aisladas, sino
como la suma de fragmentos que se manifiestan a lo largo del tiempo. Es más, a esta tri-
logía volverá siempre Alba para rastrear el misterio de la vida, el origen de la arquitectura
y las pautas para su configuración esencial. Estos tres conventos marcarán su trayectoria
de forma más o menos consciente, pues ellos esconderán la vara de medir que como do-
cente, como crítico y como constructor aplicará al análisis de la cultura contemporánea.

Una cartuja en Castilla

El proyecto de cartuja en Castilla fue realizado en 1957 por Carlos de Miguel


González para el «Premio Nacional de Arquitectura 1956». Antonio Fernández Alba
colaboró con él en su condición de alumno de la Escuela de Arquitectura, pero de una
manera muy significativa. A pesar de ser un proyecto juvenil, que oscila entre la rigidez
racionalista y el empirismo que ya se empezaba a percibir en aquella época en España, ya
se puede encontrar claramente definida una de las características propias del primer Alba:
la dificultad para articular de manera convincente organismos arquitectónicos complejos.

(31) Con respecto a este monasterio ha existido desde el principio un problema terminológico.
Habitualmente se conoce como «Convento del Rollo», haciendo referencia al lugar de su implanta-
ción —el alto del Rollo— en los alrededores de Salamanca. Pero su nombre auténtico es
«Monasterio de la Purísima Concepción», ya que en España, a la Inmaculada Concepción se la
denomina popularmente como «Purísima». Incluso hay algún artículo que se refiere a él como
«Monasterio de la Anunciación».
418 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Aquí el control del espacio se intenta por medio de la división y de la fragmentación, por
otra parte implícita en un programa que se distribuye según una malla ortogonal.
Las celdas de los padres se disponen de manera un tanto heterodoxa, cada una con
su huerto pero desplazadas entre sí. Son piezas muy simples, dispuestas en dos plantas
de modo que la superior se abra en balcón sobre la inferior, originando una sensación
espacial de una cierta riqueza: «La iluminación se dispone de modo que en las horas de
trabajo manual y descanso el cartujo esté en contacto con la Naturaleza y, por el contra-
rio, quede concentrado en las de estudio y oración»32. Una mínima ventana cuadrada
permitiría desde la planta alta alguna visión lejana.
Mención aparte merece la iglesia, que responde de modo casi canónico a las pres-
cripciones para las cartujas. Se trata de un prisma rectangular de ladrillo que incluye el
presbiterio con su altar; un crucifijo de grandes dimensiones, iluminado a través de un
lucernario dispuesto en torre, le sirve de fondo. Este Cristo se hubiera realizado según
un boceto de Amadeo Gabino. La nave, única, se divide en dos zonas, para padres y para
hermanos; al fondo, separado y más bajo, un recinto para el público. El prisma no tiene
aberturas, salvo las pequeñas puertas laterales de entrada, y sólo recibe luz de las hendi-
duras que deja la cubierta a cuatro aguas inversas en su encuentro con los muros. Estas
vidrieras correrían a cargo de Manuel Suárez Molezún. El camino hacia el convento del
Rollo estaba abierto.

El monasterio de la Purísima Concepción

En 1983 —a los veinticinco años de su realización—, Antonio Fernández Alba


recordaba así el monasterio de la Purísima Concepción de Salamanca: «Este proyecto,
creo que de manera intuitiva y por los mecanismos que ofrece la sutileza arquitectónica,
se acerca a una interpretación del espacio para la vida en soledad que desarrollaría años
más tarde con mayor intensidad en el monasterio de San José, también en la ciudad de
Salamanca. Es una indagación de significados espaciales, que enfrentan la vida aislada
de la realidad con ese objeto idealizado de naturaleza interior, que lleva a estos hombres
y mujeres a un mundo de aislamiento, de enajenación con lo real. En estas circunstan-
cias, el espacio de la arquitectura adquiere una naturaleza autónoma, reclamando, para
todos los elementos que lo constituyen, un discurso formal diferenciado, donde la luz,
en su sentido material y metafórico, protagoniza la dimensión predominante»33.
El monasterio fue proyectado en 1958 y construido entre 1961 y 1962 para la
comunidad de religiosas franciscas descalzas de Salamanca34. Es, por tanto, un edificio

(32) Miguel González, C./Fernández Alba, A., «Cartuja en Castilla», Rna, 182 (1957), 19.
(33) Cf. Thorne, M., «Antonio Fernández Alba», Q, 157 (1983), 110. No compartimos esta afirmación
de Alba, ya que la realidad a la que se consagran los religiosos es mucho más intensa —y por lo
tanto, más verdadera— que la del resto de las personas. Tal vez sustituyendo el término «real» por
«sensorial», la frase quedaría algo más matizada.
(34) Existen diversos artículos sobre este edificio. La memoria completa se puede ver en: Fernández
Alba, A., «Monasterio de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. Salamanca», IC, 146
(1962), 148-78.
El monasterio de la Purísima Concepción 419

que se inscribe en el tipo que hemos denominado «convento mendicante», aunque los
cenobios femeninos revisten algunas peculiaridades especiales; en este caso, la primera
y fundamental es que se trata de un convento de clausura. Ya hemos dicho que
Fernández Alba mereció por este ejercicio el «Premio Nacional de Arquitectura 1963»;
y también que constituyó la obra central de la primera fase de su trayectoria —la más
nórdica—, ya que la antinomia planteada entre la atomización de la cartuja y el titube-
ante esquema de la iglesia de Cuenca —entre ortogonalidad y naturalismo, entre tradi-
ción y cultura— encontrará aquí una respuesta sombríamente castellana35.
En su complejidad programática, el edificio engloba el convento para madres —ala
noroeste—, el noviciado —ala sudeste—, la iglesia con su cripta-cementerio, y la vi-
vienda de la demandadera, mientras que el resto de las dependencias —las instalaciones
agropecuarias y la vivienda para el capellán— se sitúan fuera de la clausura. La planta
está conformada como si de un reducto de meditación y de silencio se tratase; esta
intención se acentúa con los materiales elegidos, muy recios y tradicionales: piedra are-
nisca de Salamanca en grandes sillares para el exterior, ladrillo en los ambientes interio-
res, madera en los coros y teja árabe para las cubiertas. El edificio está vertido hacia el
patio y se abre al paisaje de montaña por un mirador; dos claustros —el inferior abierto
y el de la planta primera cerrado— canalizan las circulaciones al modo usual de los con-
ventos españoles. Las celdas, que según las normas de la Orden tienen aproximadamen-
te 1,80 m. de ancho por el mismo largo, se sitúan en dos bandas con idéntica ilumina-
ción, vistas y soleamiento. Se estudiaron detenidamente estos factores, pues ninguna de
las dependencias estría calefactada.
Antonio Fernández Alba sostenía que un recinto dedicado a la meditación y a la
plegaria requería un ámbito espacial que no atormentase el espíritu; por eso la iglesia se
organizó en un volumen único, concebido como un edificio utilitario que potenciaba el
programa espiritual. La planta de la iglesia presenta una forma de sector circular con su
vértice redondeado; el altar —centro de atención de todas las miradas— se eleva sobre el
nivel del suelo mediante cuatro escalones, arropado por la concavidad de la curva y muy
pegado al fondo, según las normas eclesiásticas entonces vigentes36. Alba sabía que las
organizaciones que derivan directamente de la partición de la circunferencia presentan la
ventaja de ser casi indefinidamente subdivisibles, sin que en ningún momento se pierda
la visión del altar ni su primacía jerárquica como foco de atención general. Por eso apro-
vechó este factor de un modo adecuado, y con un único gesto —con una sola línea conti-
nua— organizaría la estancia de las religiosas y la zona para el público en general. El
coro bajo de las religiosas ocupa el grueso de la planta principal, tras las rejas de la clau-
sura, y un último quiebro del muro garantiza su privacidad. Sobre este espacio aparece el
coro alto, ligeramente retranqueado, mientras que el sótano está completamente ocupado
por la cripta destinada a los enterramientos. Las estancias del sacerdote se adosan al lim-
pio volumen de la iglesia, manifestando su condición adjetiva. Así, el convento gira alre-

(35) Decir, asimismo, que también en 1963, Alba obtuvo el grado de Doctor con un trabajo de investiga-
ción titulado «Conflictividad, agresión, soledad y convivencia de un edificio para una comunidad
de religiosas de clausura», evidentemente muy relacionado con este monasterio.
(36) En la actualidad esta disposición ha variado, y se ha incorporado un altar exento.
420 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Antonio Fernández Alba, Monasterio de la Purísima Concepción (convento del Rollo), Salamanca, 1958/62
El monasterio de la Purísima Concepción 421

dedor de la capilla, verdadera protagonista espiritual y formal del conjunto, mientras se


organiza en torno a las plataformas centrales —en la actualidad, jardines topiarios—,
asumiendo la dimensión místico/irracional latente en la ondulación del templo.
En la iglesia, la iluminación no es abundante, pero sí suficiente. Se disponen las
aberturas necesarias para darle a la luz el valor evocador que le corresponde, dentro de
una poética de corte minimalista. El proyecto original contemplaba la colocación de un
lucernario sobre el altar que desarrollase la propuesta planteada en Cuenca, concentran-
do la atención en el sacrificio; no resultó necesario, ya que los coros están iluminados
por una amplia abertura con orientación sudoeste que proporciona una luz cálida, ade-
cuada para el rezo, en tanto que los fieles que asisten a la capilla disfrutan de una línea
de ventanas a la altura de los ojos que posibilita su relativo contacto con el exterior. Así,
la arquitectura es propicia para el recogimiento, la contemplación, la degustación de los
valores más permanentes del espíritu, la vida en comunidad y el alejamiento del mundo.
Contrariamente a lo que sucedería con otras propuestas del autor, el convento del
Rollo nunca fue una obra polémica. El proyecto quería responder estrictamente a las
características del programa y a las circunstancias económicas que lo rodeaban, mos-
trándose como una construcción eminentemente sólida, ajena a todos los virtuosismos y
anacronismos que —en opinión del autor— presentaba en aquellos años la construcción
religiosa en España. El edificio tenía una intención explícita: «descubrir con la nobleza
de unos materiales y la elementalidad de unos postulados algo que parece estar olvidado
por los benefactores de esas solemnes y majestuosas construcciones religiosas: hacer
posible que el espíritu exista»37.
En este caso, la fuerza del tema y del lugar coinciden sincréticamente con la leve
influencia de Aalto y el peso de la raigambre cultural más inmediata. El compromiso
con la tradición española, tal y como Luis Moya la defendía algunos años antes, aparece
evidenciada, entre otras cosas, en el sencillo hecho de que el edificio se construye con
bóvedas tabicadas. Aparentemente pues, nada más lejos de la ortodoxia moderna que
esta obra, y sin embargo, algunos de sus principios más estrictos están aquí cumplidos,
evidenciando que la oposición al Estilo Internacional se podía compatibilizar con la
asunción de algunos de sus criterios, no entendidos como parte de un estilo, sino como
conceptos científicos de incorporación obligada. En efecto, frente a lo que podría haber
sido un convento de Moya, por ejemplo, la actitud de Alba aparece más comprometida
con la Modernidad, de modo que el claustro existe independientemente de su forma: las
celdas se agrupan en dos lados paralelos y se escalonan para asomarse a la misma orien-
tación, incorporando aquello que se entiende como propio de lo moderno, es decir, el
funcionalismo y la higiene. Esta síntesis recuperadora de los valores que la Modernidad
había obviado en un primer momento, se produce conectando con el sentimiento medie-
valista. Se han señalado como características del neomedievalismo la capacidad descrip-
tiva y el sentido narrativo de la composición, el carácter orgánico de las estructuras, la
desvinculación de las experiencias de la simetría, y el avance de los elementos estructu-
rales en la extensión del muro. Todas estas características afloran, de una u otra forma,

(37) Fernández Alba, A., «Monasterio de la Purísima Concepción. Salamanca», A, 48 (1962), 17.
422 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Antonio Fernández Alba, Monasterio de la Purísima Concepción (convento del Rollo), Salamanca, 1958/62
El monasterio de la Purísima Concepción 423

en las primeras obras de Antonio Fernández Alba, y de modo especial en este convento,
una de sus propuestas más hermosas.
El monasterio de la Purísima Concepción también admite lecturas en clave psicoló-
gica. González Amézqueta no lo consideraba una obra notable, aunque sí correcta y
digna; le pesaban algunos detalles de escala, en su opinión no resueltos correctamente38.
Juan Daniel Fullaondo, por el contrario, creía percibir en 1967 un cierto «sentimiento
oceánico» como racionalización de la indiferenciación entre el ambiente y el ego, entre lo
subjetivo y lo objetivo, entre la realidad y el deseo39. Un deliberado propósito de disolu-
ción ambiental, que abrazaría al arquitecto y a su obra en medio del claroscuro de la pla-
nicie. Un historicismo velado, puesto de relieve en un plano de fachada todavía valorado
como tal, donde se recortan huecos profundos. Y también, la valoración defensiva del
muro, el valor de la repetición como elemento ordenador o la textura popular naturalista.
Si el esquema previo era nórdico, la realización final envolvió a esta obra en una pátina
de obra intemporal, sin fecha aparente. Ya se ve cómo a pesar de la sencillez de su com-
posición, no cabe duda que el Rollo es una obra compleja, que se inscribe en lo que Alba
denominaba «voluntad de forma»40: «El edificio responde al estudio de una tradición
viva, con un concepto humano, sin prejuicios formales ni anacronismos, con austeridad y
dignidad, no buscando exotismos e intentando una buena y humana construcción. El
espacio creado sirve y facilita la vida colectiva y privada, al hablar y al callar, en la plega-
ria y en el descanso, buscando siempre el fin que se pretende: la unión con Dios»41.

El monasterio de San José

Fundado por Santa Teresa de Jesús en 1570, a finales de los años sesenta del siglo
XX el carmelo de San José se trasladó a un lugar conocido como el Arenal del Ángel,
situado en la carretera que va desde Salamanca a Cabrerizos.
El nuevo monasterio (1967/70) adopta un esquema sencillo, que se correspondería
con el tipo de edificio-viaducto que se implanta en el terreno según una lógica interna,
independiente por completo de las condiciones topográficas del mismo. Ese brutalismo
conceptual se matiza a través de una minuciosa excavación volumétrica del sólido
capaz, como si el arquitecto se quisiera situar en las antípodas de la imperturbable pla-
neidad del monasterio de la Purísima Concepción.
Alba propone un convento «revolucionario» que a la postre tendrá cierto éxito, con
el que rompe por primera vez la norma de los carmelos entendidos como edificios intro-

(38) Cf. «Los Premios Nacionales de Arquitectura», HA, 49 (1963), 15.


(39) Cf. «Antonio Fernández Alba, arquitecto», 22.
(40) Cf. Thorne, M., «Antonio Fernández Alba», Q, 157 (1983), 110. Aquí, Alba coincide en líneas
generales con Fernández del Amo. Sin embargo, Fernández del Amo no parece ser demasiado cons-
ciente del alcance cultural de sus propuestas, indudablemente brillantes; en su caso, la situación
profesional actúa como filtro antiacadémico —anticrítico, podríamos decir—, haciéndole trabajar
desde una sensibilidad cultivada y exquisita, pero a un nivel hermenéutico relativamente primario.
(41) Fernández Alba, A., «Monasterio de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. Salamanca»,
IC, 146 (1962), 148-78.
424 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Antonio Fernández Alba, Carmelo de San José, Salamanca, 1969/70. Detalles de la capilla
El monasterio de la Purísima Concepción 425

vertidos. La cubierta se recupera al ámbito de la clausura, un uso inicialmente insospe-


chado por los arquitectos modernos —completaría las experiencias de Lingotto o
Marsella— y que Francisco Coello de Portugal ya había desarrollado en el monasterio
de Santa Inés, en Zaragoza (1962/64). Si en el seminario de Mombarro la planta del edi-
ficio se generaba a partir de los espacios de reunión —comedor y capilla— y en el con-
vento del Rollo éstos se constituían en piezas singulares, aquí la morfología lineal deter-
mina que ambos elementos ocupen los puntos neurálgicos de un esquema repetitivo, es
decir los extremos; las cocinas y el refectorio adoptan una disposición transversal,
anclando el edificio al terreno, mientras que la capilla, por el contrario, acentuará aún
más el carácter longitudinal del conjunto.
Se trata de una obra muy sobria y coherente en todos sus detalles, donde sin
embargo, Fernández Alba parece interesado en explotar pequeños recursos teatrales,
sobre todo en el volumen destinado al culto. La capilla —blanca, muy blanca— se
estructura como una colección de cajas chinas que intenta contrarrestar la aspereza exte-
rior de sus paramentos con un brillante juego ilusionístico que apenas se manifiesta al
espectador. El presbiterio —un cubo perfecto— se sitúa en el centro del espacio y cuen-
ta con un altar cuadrado. A su derecha, separado por rejas y como una prolongación de
éste, el coro de religiosas recibe luz de lo alto a través de un profundo lucernario que
atraviesa la planta primera, donde se ubican dos tribunas individuales. A la izquierda y a
una cota sensiblemente inferior, se dispone el lugar para el público, cuyo acceso se ha
producido bordeando la caja interior del presbiterio, guiado por la claridad de una doble
piel de hormigón situada en el testero. Otra tribuna, suspendida de la planta alta y nue-
vamente con iluminación posterior cenital, aparece conectada con el resto del convento
mediante dos pasillos simétricos, uno de ellos roto por la situación del órgano, ligera-
mente adelantado sobre el vacío. De esta forma, el fiel, al encontrarse conceptualmente
en el mismo espacio que las religiosas —incluso frente a ellas— pero sin verlas, percibe
una jerarquía interna en la arquitectura que posibilita la distinción de los distintos caris-
mas eclesiales. Finalmente, apuntar que el escultor Amadeo Gabino participó en el dise-
ño del mobiliario litúrgico —todo él en acero inoxidable—, entre el que merece especial
atención la bellísima pieza del sagrario.
En 1980 escribía Juan Daniel Fullaondo: «No se lleva hablar de religiosidad. Me
refiero, claro está, a la occidental. Creo, sin embargo, que poco puede comprenderse de
Alba, de toda su larga reflexión personal, al margen de esa vocación de trascendencia»42.
En efecto, la multiplicidad de sus intereses, sus abundantes referencias culturales, así
como la densidad de sus propuestas, hacen especialmente interesante la arquitectura reli-
giosa de Antonio Fernández Alba, por otra parte, una de las figuras más complejas de la
arquitectura española del último tercio de siglo.

(42) Cf. Fernández Alba, A., «Antonio Fernández Alba. Obras y Proyectos 1957-1979», 14.
426 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

José Miguel Serra de Dalmases y José Puig Torné, Enrique Comas de Mendoza,
Capilla del noviciado del instituto de religiosas Capilla del noviciado de la Compañía
de la Sagrada Familia, Seu d’Urgell (Lleida), h. 1960 de Jesús, Raimat (Lleida), 1961

EL MONASTERIO EN LA ARQUITECTURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA

Algunas variantes

Antes de exponer otros monasterios españoles construidos en la época, quisiera


tratar algunos usos que no son exactamente monacales, pero que, de alguna manera,
remiten a lo monástico. Me refiero a los noviciados, los seminarios, las residencias de
religiosos o, incluso, las casas de ejercicios espirituales.
A finales de los años cincuenta se procedió a la ampliación del noviciado del institu-
to de religiosas de la Sagrada Familia, en la Seu d’Urgell (Lleida). Sus autores fueron
Miguel Serra de Dalmases y José Puig Torné, ambos titulados en 1957. Entre sus requeri-
mientos se contaba una nueva iglesia, con capacidad para unas doscientas personas y una
capilla auxiliar dedicada a la fundadora de la Orden. Dos galerías laterales superpuestas
permiten a los enfermos asistir a los actos celebrados tanto en el altar mayor como en el
altar de la capilla secundaria. En la nave, la luz está matizada mediante una vidriera corri-
da a ras de techo y un gran paño de vidrio ubicado en un lateral del presbiterio.
Probablemente sea éste uno de los espacios sagrados españoles más dignos y cuidados,
donde a través de la proverbial calidad del diseño catalán, se supo compatibilizar con
acierto el rigor constructivo y la sensibilidad perceptiva, sin caer en ningún tipo de exceso.
Esto es tanto más sorprendente en una época en la que la limitación de presupuesto se
suplía con formas nuevas —el «lujo intelectual»—, pero en el que esas formas nuevas ya
no aparecían si el presupuesto no era más bien escaso. En general, aquí predominan los
materiales en su color natural: mampostería, hormigón visto, pizarra y mármol. El altar
mayor está realzado mediante un retablo de alabastro donde se aloja una talla de la
Sagrada Familia, obra de Tomás Bel, autor también del vía crucis que recorre toda la igle-
sia a media altura. Las vidrieras son de José María Blay y Gerald Henderson, el sagrario
del joyero Manuel Capdevila y las aplicaciones cerámicas de Matías Palau Ferrer. La zona
destinada a novicias se halla cerrada con una brillante composición realizada en tejido de
El monasterio de la Purísima Concepción 427

José Luis Fernández del Amo Moreno,


Casa de ejercicios espirituales para las Esclavas
del Sagrado Corazón, Madrid, 1961/62

cobre. La iluminación artificial se dispone de modo asimétrico con cilindros de alabastro


que cuelgan del techo formando en conjunto una lámina luminosa. También se diseñaron
expresamente el altar y las pilas de agua bendita, en granito y hierro forjado. No se escati-
maron medios económicos para conseguir un ambiente digno y moderno para el culto.

En 1961, el sacerdote y arquitecto jesuita Enrique Comas de Mendoza recibió el


encargo de proyectar la nueva capilla del noviciado de la Compañía de Jesús, en Raimat
(Lleida)43. La pieza planteaba un problema de accesos, ya que además de los fieles exter-
nos, los tres grupos de personas que la iban a usar —hermanos coadjutores, novicios y
«juniores»— debían poder acceder simultáneamente a la iglesia con la suficiente inde-
pendencia. Para conseguir la máxima cercanía de los fieles al altar, tanto física como psi-
cológicamente, se trabajó con las proporciones y con la gradación cromática de la luz —
del azul al oro— y con el incremento de su intensidad según se avanza hacia el altar. La
nave puede acoger a unas trescientas personas. Un pequeño tabernáculo ocupa el centro
geométrico del altar, permitiendo la celebración de la eucaristía de frente o de espaldas a
la asamblea44. El gran crucifijo de Jaume Clavell situado en el centro del presbiterio pre-
side el espacio, en tanto que una imagen de la Virgen María de Domènec Fita se emplazó
sobre el ambón —entre los fieles y el altar— para sugerir su papel de mediadora. El
aspecto externo del templo se trató con sobriedad, en correspondencia a los volúmenes ya
existentes. Francesc Barceló realizó los candelabros y el anagrama de la fachada.

El proyecto que las madres esclavas del Sagrado Corazón encargaron a José Luis
Fernández del Amo, incluía la reforma total de la casa que las fundadoras de la orden
habían ocupado en Madrid en el año 1879, para convertirla en casa de ejercicios espiritua-

(43) Cf. Comas de Mendoza, E., «Iglesia para el noviciado de la Compañía de Jesús. Raimat», Q, 45
(1961), 27-28.
(44) Estos sagrarios serían prohibidos a mediados de los años sesenta.
428 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

Francisco Coello de Portugal Acuña, Monasterio de Santa Inés, Zaragoza, 1962/64


El monasterio de la Purísima Concepción 429

les. La rehabilitación (1961/62) se realizó con especial cuidado, lográndose finalmente


algo claro, amable y racional. El resultado gustó. El arquitecto afirmaba que las lecciones
impartidas por el arte de vanguardia en España habían sido muy útiles en este proyecto.
Así, la sinceridad constructiva y la desnudez formal se emplearon como metáforas, como
el ambiente adecuado para que el visitante descubriese su propio espíritu, meta y función
propia del edificio. Fernández del Amo colaboró con el escultor José Luis Sánchez hasta
en el más mínimo detalle de la obra, lo que redundó en la alta calidad del resultado final.
Un gran retablo de hormigón dorado incluye un calvario y un tabernáculo en el que se
fundió toda la plata del anterior oratorio. El conjunto del altar, sagrario y retablo recibió la
Medalla de Oro en la «III Bienal de Arte Cristiano» de Salzburgo (1962).

El monasterio de Santa Inés

«Cuando proyecté este Monasterio de Clausura —por el que me dieron el premio


«Ricardo Magdalena 1964»— y después de estudiar los numerosos monasterios que se
han venido realizando a través de la Historia, al menos en la Orden [dominicana], me di
cuenta de que la tónica general era situar un pabellón bien orientado a Mediodía, en el
que en planta baja se ubicaban los lugares de trabajo y en plantas superiores las celdas.
Detrás de este pabellón siempre se construía un claustro —de frecuente uso, y por lo
tanto, de importancia— alrededor del cual se distribuían los locales de menor exigencia
en cuanto a una buena orientación: locutorio, salas de visita, biblioteca, refectorio... e
incluso la iglesia, bordeando uno de los lados del claustro. A partir de ese proyecto, y
adaptándolo a los diferentes solares que me iban ofreciendo, he variado muy poco la con-
cepción de un monasterio de clausura o edificios semejantes. Luego vienen los materia-
les a emplear según el lugar, así como las peculiaridades propias de cada caso»45.
El monasterio de Santa Inés para las madres dominicas (Zaragoza, 1962/64), fue el
primer cenobio construido por fray Coello de Portugal, que serviría de modelo a las
decenas de edificios similares que el autor realizaría a lo largo del mundo46. Se trata de
un edificio exento situado en una agradable zona verde, cuya afortunada localización
permitió realizar una arquitectura descontextualizada, en consonancia con la época. Las
condiciones de asoleamiento y ventilación estuvieron en la base del proyecto. También
se buscó aprovechar al máximo el solar como jardín y recreo de las religiosas. Además,
la necesaria independencia entre noviciado y comunidad obligó a duplicar algunas cir-
culaciones. El edificio tiene una composición sencilla, y cada uno de los volúmenes
acusa claramente su contenido: el prisma de celdas y vida en común es grande, el cuer-
po de servicios, bajo, y la tercera pieza, de piedra, tratada con algún realce, corresponde
a la capilla. El dibujo de los alzados es muy sincero en su sencillez. Las zonas de recrea-

(45) Navarro Segura, M.I., «Entrevista a Fray Coello de Portugal. Una arquitectura intemporal», Basa,
22 (2000), 8.
(46) Los más importantes serían: Santa Catalina de Siena (Alcobendas, Madrid, 1966/68), La En-
carnación (Lejona, Vizcaya, 1968/76), Jesús y María (Toledo, 1980/83), Santa María de las Dueñas
(Alba de Tormes, Salamanca, 1987/89), Madre de Dios (Curaçao, Antillas Holandesas, 1988) y
Madre de Dios (Tierra Santa, Corea del Sur, 1990/92).
430 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

José María García de Paredes Barreda, Convento de Santa María de Belén («Stella Maris»), Málaga, 1961/65
(en las dos páginas)

ción y costura, luminosas y soleadas, cuentan con ventanas amplias, mientras que cada
uno de los dormitorios posee un hueco rasgado vertical que modula y hace vibrar la
superficie blanca y opaca del plano de fachada.

Uno de los momentos más interesantes de la obra de Coello se encuentra en sus


primeros edificios monásticos. Gracias a la combinación entre su conocimiento directo
de la vida religiosa en la regla dominicana y los principios estructurales de la arquitectu-
ra moderna, intentó superar los moldes tradicionales que encorsetaban los monasterios
de clausura: espacios herméticamente cerrados, donde una comunidad de religiosos
habitaba entre rejas y muros en un ambiente lúgubre y triste. Así, se preocupó de intro-
ducir en los cenobios la luz, el aire y la vegetación, así como la pureza de líneas y la
sobriedad espacial que caracterizan la mejor arquitectura moderna, para convertirlos en
alegres lugares de oración. El influjo del monasterio de la Visitación de Nuestra Señora
—también llamado «Turris Eburnea»—, construido entre 1959 y 1963 por Rafael de
La-Hoz Arderius para las madres salesas de Córdoba resultará evidente en su monaste-
rio de Santa Catalina de Siena (Alcobendas, Madrid, 1966/68), sin que eso suponga des-
mérito alguno para Coello, que por el contrario, añadirá una mayor complejidad y sutile-
za a los usos, sin duda fruto de una vivencia del programa mucho más intensa de la de
su colega cordobés.

El convento de Santa María de Belén

Finalmente, y como muestra de la madurez que la arquitectura monástica llegó a


alcanzar en el periodo que nos ocupa, fijaremos nuestra atención en un edificio poco
habitual. Se trata del convento de Santa María de Belén (1961/65), construido en
Málaga por José María García de Paredes para la orden de carmelitas descalzos, un
magnífico ejemplo de cómo se puede solucionar un programa conventual en unas condi-
ciones de borde complicadas y, además, con un lenguaje radicalmente moderno. Quizá
El monasterio de la Purísima Concepción 431

por ello haya sido tan celebrado, hasta el punto de que es la única iglesia española que
aparece reflejada en el Registro DOCOMOMO Ibérico47.
Sobre un solar intensamente urbano —en plena alameda de Málaga— había que
construir una iglesia y un convento. La superficie del solar no permitía grandes alegrías,
por eso se decidió situar la iglesia ocupando toda la planta baja y colocar el convento
encima. Todo el proyecto quedó determinado por esta decisión. La solución estructural
que se adoptó consiste en un conjunto de cerchas metálicas de gran canto que se disponen
a la altura de la última planta, destinada a las celdas. Las dos plantas inferiores —zonas
comunes y claustro— se cuelgan de ella. La economía es máxima.
A la iglesia se entra a través de un pequeño atrio. La nave, que acoge unas seis-
cientas personas (más otras ciento cincuenta situadas en una tribuna posterior volada y
en el coro), se eleva ligeramente respecto a la calle, lo que permite construir debajo una
capilla auxiliar que puede ser utilizada independientemente, sin interferir en el funciona-
miento normal de templo. A la izquierda y por encima de los confesonarios, discurre
una galería que enlaza la escalera general con el presbiterio. Si la iglesia aún podría con-
siderarse convencional en su organización básica —no entraba dentro de los plantea-
mientos de García de Paredes el ser original sino el resolver con precisión—, su resolu-
ción volumétrica manifiesta una singular indagación en las relaciones espaciales.
El tratamiento del espacio interno se apoya en un criterio de absoluta austeridad,
para conseguir la participación serena en el sacrificio de la misa y en el ciclo litúrgico
de la Iglesia. La iluminación se resuelve mediante un lucernario que baña suavemente el
presbiterio, sin deslumbramiento ni efectos forzados, complementada con delgadas lí-

(47) Tanto Pezzi en su monografía sobre el arquitecto como el catálogo del DOCOMOMO nombran esta
iglesia como Santa María «Stella Maris»; nosotros hemos preferido mantener la nomenclatura ori-
ginal que tienen los textos de García de Paredes, y que utilizan otros autores como Baldellou o
Urrutia.
432 El espacio sagrado en la arquitectura española contemporánea

José María García de Paredes Barreda, Convento de Santa María de Belén («Stella Maris»), Málaga, 1961/65
El monasterio de la Purísima Concepción 433

neas verticales de cristal color ámbar colocadas entre los soportes de la estructura y los
cerramientos de la fachada lateral. Faroles populares de Úbeda, ligeramente modifica-
dos, colgados con el mismo ritmo que preside la ordenación del espacio, constituyen la
base de la iluminación artificial. El brutalismo matizado que impone la función cons-
tructiva es coherente con los materiales —placas de fibrocemento, piedra caliza dorada,
ladrillo de Martos dejado visto y madera de roble—, que se utilizan para transmitir con
naturalidad una humilde sensación de sosiego. De hecho, los poliédricos faroles andalu-
ces se constituyen en el único ornamento del templo, aunque el pragmatismo de García
de Paredes le llevará a utilizarlos también como puntos referenciales para dimensionar
la sala y como difusores de sonido.
Se ha dicho que el convento de Santa María de Belén recoge las reflexiones verti-
das por el arquitecto en su propuesta para la iglesia parroquial de San Esteban
Protomártir, en Cuenca, aplicándolas desde un sentido posibilista. Si esto es cierto, tam-
bién lo es que las circunstancias del encargo modificaron aquella propuesta hasta dejarla
irreconocible, especialmente en lo tocante a la direccionalidad del espacio interno del
templo. A pesar de que la solución estructural de Cuenca hubiera podido ser válida apli-
cándole las oportunas correcciones, las condiciones de borde aconsejaron como solu-
ción más coherente la definición de un espacio diáfano, axial y vertical, frente al multi-
polar y horizontal de San Esteban. Lo que se mantuvo fue el anonimato formal, el
empleo económico de materiales y estructura, y la compleja interpenetración de espa-
cios: en una palabra, la estrategia proyectual.
En el exterior, una gama cromática, neutra y cálida, quiere garantizar tanto la per-
fecta integración de la iglesia dentro de su ámbito externo, como su valor de permanencia
en una vejez digna bajo la pátina del tiempo. A pesar de todo, la serenidad con la que el
arquitecto se enfrentó al desafío de construir una iglesia moderna en un conjunto históri-
co, no estuvo exenta de muchas dudas acerca de los matices formales, como lo refleja la
serie de bocetos sobre el alzado principal a la Alameda. En general, las fachadas de este
edificio son la estricta manifestación exterior de su ordenación interior, aunque no de sus
funciones. Los materiales denuncian que el edificio no contiene en su interior otro lujo
que el de la inteligencia, en este caso entendida como la combinación de orden e ingenio.
«No solo creo que este edificio no desentonará con la Alameda, sino que ha de encajar
plenamente en ella, y desde luego, puede estar seguro de que ‘parecerá’ una iglesia»48.
Además de las obras de Coello, La-Hoz y García de Paredes, conviene no dejar de
citar el interesante proyecto de templo de Nuestra Señora de Guadalupe, realizado por
Carlos de Miguel González en colaboración con los estudiantes de arquitectura
Fernando Higueras Díaz y Pedro Capote Aquino (1959)49, y, aunque ya algo posterior, el
convento de las madres carmelitas descalzas de Vitoria (1969/73), obra del presbítero y
arquitecto Gerardo Cuadra Rodríguez50.

(48) Cf. Hernández Pezzi, C., «José María García de Paredes», 44.
(49) Cf. Miguel González, C., «Templo de Nuestra Señora de Guadalupe, Madrid», A, 17 (1960), 53-54.
(50) Cf. Cuadra Rodríguez, G., «Convento MM. Carmelitas descalzas. Vitoria», A, 159 (1972), 5-7.

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