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JAIME MARIA DE MAHIEU

PROLETARIADO
Y
CULTURA
LOS NUEVOS BARBAROS

CULTURA PARA EL PROLETARIADO

LA CULTURA SINDICAL

Primera edición: 1967


Segunda edición digital: 2022

La Editorial Virtual
ÍNDICE

PRÓLOGO .................................................................................................................. 3

CAPÍTULO I ................................................................................................................ 8

LOS NUEVOS BÁRBAROS ......................................................................................... 8


1. Los datos del problema .................................................................................. 8
2. La "ocupación" de la cultura por la burguesía ................................................. 9
3. La anticultura proletaria por reacción ........................................................... 11
4. La incultura proletaria por incapacidad......................................................... 13
5. La incultura proletaria por imitación ............................................................. 14
6. La incultura proletaria por abandono............................................................ 16

CAPÍTULO II ............................................................................................................. 18

CULTURA PARA EL PROLETARIADO ........................................................................ 18


7. Necesidad de la cultura para los productores ................................................ 18
8. Error y contradicción de una "cultura proletaria" .......................................... 19
9. Naturaleza y cultura del productor ............................................................... 21
10. El error de la cultura folklórica .................................................................... 22
11. El error de la cultura humanística "rebajada al nivel del pueblo" ................. 24
12. Cultura "agregada" y cultura "integrada" ................................................... 25
13. La cultura popular antes del capitalismo ..................................................... 27

CAPÍTULO III ............................................................................................................ 30

LA CULTURA SINDICAL .......................................................................................... 30


14. El sindicato, marco social del productor ...................................................... 30
15. El pasado cultural del sindicalismo .............................................................. 31
16. Las condiciones materiales y mentales de una cultura de paz ...................... 33
17. El sindicato, escuela de cultura ................................................................... 34
18. La cultura integral en la creacion ................................................................ 36
19. La acción cultural del sindicato ................................................................... 37
20. Los "maestros de cultura" en los sindicatos ................................................. 39
21. Valor revolucionario de la cultura sindical ................................................... 41
22. Valor humano de la cultura sindical ............................................................ 42
23. Valor económico de la cultura sindical ........................................................ 44
24. Hacia la civilización de los productores ....................................................... 45
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

PRÓLOGO

Escribir un prólogo para una obra del Profesor Jaime María de Mahieu
podría parecer la tarea de un petulante: el estilo conciso y la capacidad
de síntesis del autor es poco menos que proverbial y no necesita explica-
ciones. No obstante, tratándose de un trabajo publicado en 1916 cuya
gran parte fue escrita durante la primera mitad de 1955, – antes de aque-
lla supuesta "Revolución Libertadora" que no solamente no liberó a na-
die sino que ató a la Argentina al carro de la plutocracia internacional –
estimo que algunas palabras de orientación le pueden llegar a ser útiles
al lector de este Siglo XXI del cual ya llevamos transitados los primeros
22 años.

El mundo en el que se escribió este trabajo era, en muchos aspectos,


muy diferente al de hoy. El mundo político se dividía en capitalistas y
comunistas enfrentados – al menos en teoría – en una Guerra Fría que –
en la práctica – se libraba en guerras localizadas. En medio de las ten-
siones provocadas por las superpotencias y ante la amenaza del estallido
de una guerra nuclear, – aunque más no fuese por accidente – el mundo
despectivamente etiquetado de "subdesarrollado" buscaba, no sin cierta
desesperación en algunos casos, distintas formas de posicionarse al mar-
gen del conflicto bipolar.

En lo tecnológico no existían las computadoras y, por supuesto, no había


Internet; no teníamos teléfonos celulares; la televisión estaba en pañales
de blanco y negro y los domingos la gente se ponía sus mejores galas pa-
ra visitar familiares o ir al cine, eventualmente a una de las múltiples
salas que había en la calle Lavalle del centro de la ciudad de Buenos Ai-
res. Jugábamos en la vereda y hasta en la calle sin miedo a ser asaltados.
En ese mundo, un piquete trotskista que cortara una calle impidiendo la
circulación de la gente no hubiera durado ni diez minutos en pie y per-
sonas como Roberto Baradel ni por casualidad hubieran podido llegar a
estar al frente de un sindicato docente.

Es que también el sindicalismo de la primera mitad del siglo XX difería


muchísimo de las patotas sindicales actuales. Como que el propio pero-
nismo de aquella época difería mucho del solamente nominal peronismo
de hoy. No es casualidad que aquél peronismo fuera percibido como un
enemigo mortal por las fuerzas demoliberales al punto de llevarlas a
producir una revolución cruel y violenta mientras que el pseudo pero-
nismo actual ha sido tolerado durante décadas en nombre de la sacr o-

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

santa democracia liberal sin más oposición que el de una burguesía capi-
talista políticamente tan incompetente como los "revolucionarios" de
1955 y sus secuelas.

Aunque el ambiente sindical – tanto en la Argentina como en cualquier


parte del mundo – nunca se caracterizó por reclutar timoratos incapaces
de cualquier violencia, en la Argentina se había logrado un acuerdo alr e-
dedor del concepto de Justicia Social que no solo mitigaba muchísimo
los posibles conflictos entre el trabajo y el capital sino que, además,
había conseguido eliminar la confrontación entre los sindicatos y el Es-
tado. Así, la perspectiva que se le abría al sindicato como institución era
infinitamente más amplia y promisoria que la que tienen los sindicatos
actuales.

Hay que tener todo esto presente porque, de otra forma, lo expuesto aquí
por el Profesor de Mahieu podría parecer utópico – o al menos excesi-
vamente optimista – y no es tan así. Sucedió simplemente que el mundo
en el que se escribieron las líneas de esta obra justificaba un sano opt i-
mismo porque estaban dadas las condiciones para un desarrollo cultural
importante en el mundo del trabajo. A principios de los años '50 del Si-
glo pasado el lavado de cerebro masivo llevado a cabo por el materialis-
mo hedonista estaba todavía muy lejos de la decadencia actual.

Además, hay otro factor que sería injusto ignorar. En cierta medida el
optimismo del Profesor trasciende la realidad objetiva de aquél tiempo.
La actitud positiva que de Mahieu tuvo toda su vida hacia el peronismo
(y lamentablemente hoy tendríamos que aclarar "hacia el verdadero"
peronismo), tiene también otra explicación: es una deuda de gratitud. La
colaboración del Profesor con el peronismo, en especial su trabajo al
frente de la Escuela Superior de Conducción del Movimiento Nacional
Justicialista, es en buena medida un gesto de gratitud a Perón y al pero-
nismo por abrir las puertas del país después de la Segunda Guerra Mun-
dial a muchas personas perseguidas hasta por el solo hecho de haber
defendido su patria y los valores de Occidente.

Con todo, quizás una de las cosas destacables de este trabajo es que de
Mahieu, a pesar de su optimismo, no deja de expresar claramente los
peligros que acechaban, ya entonces, a la sociedad argentina si no se to-
maban las medidas adecuadas. Mucho antes de la actual estrategia
gramsciana adoptada hoy por gran parte de la izquierda marxista y fil o-
marxista, especialmente en el ámbito de los medios masivos de difusión,
de Mahieu ponía, hace ya más de medio siglo, un especial énfasis en el
aspecto cultural de los cambios necesarios; en este caso en el ámbito
sindical. Ya por aquella época estaba claro, sin embargo, que la tarea no

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

sería fácil. Generar un aprecio, un respeto y hasta un entusiasmo por la


cultura no es sencillo, entre otras razones porque "No es posible apre-
ciar debidamente lo que no se conoce, y no se conoce la cultura sin po-
seerla". [1]

El tema se complica porque una verdadera cultura supone y necesita una


labor creativa, pero resulta que, simultánea y recíprocamente, "la crea-
ción es ante todo el resultado de la cultura". Por lo que si "...queremos
devolver al Occidente su significado humano y su poderío creador, es
imprescindible encarar el problema cultural." [2] Cultura y creación se
necesitan, pues, la una a la otra. Sin cultura no existe creación propia-
mente dicha y solo surgen mal llamadas "creaciones" que no son sino
combinaciones más o menos ingeniosas de elementos ya existentes o
bien verdaderos mamarrachos cuyo único valor es una "originalidad"
debida al hecho que a nadie se le había ocurrido antes presentar en
público semejante adefesio.

Pero, al mismo tiempo, también es cierto que sin auténtica creatividad


tampoco es posible aportar algo positivo a una cultura. Es que, como la
misma palabra lo indica, la cultura es algo que no se fabrica sino que se
cultiva. Es el producto de un cultivo por lo cual no se puede cultivar si
no hay semilla para plantar y no puede haber semilla si no la generan
plantas que son el producto de un cultivo previo.

Frente a una crisis cultural se presenta la gran tentación de recurrir al


pasado para rescatar y reinstalar entornos culturales que alguna vez
existieron. La intención, por supuesto, es loable pero por desgracia solo
es posible hasta cierto punto y se vuelve básicamente imposible pasada
cierta etapa de decadencia. La cultura es algo que se practica y se cultiva
de cara al futuro; no mirando hacia atrás. Tratar de resucitar un pasado,
por más glorioso que haya sido, generalmente no sirve de mucho en ma-
teria de entornos culturales históricos – en especial los relacionados con
la organización sociopolítica – porque, como señala de Mahieu: "Bien se
pueden exhibir momias; pero eso no hace revivir a los muertos." [3]

Por supuesto que eso no significa renegar de la Tradición, ni mucho me-


nos suprimirla. Lo que sucede es que a la tradición no se la reconstru-
ye sino que se la rescata. Lo tradicional resume, en una serie de
principios y de valores, la experiencia acumulada de una comunidad

1 )- Ver Punto 4.
2 )- Ver Punto 7.
3 )- Ver Punto 10.

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

histórica. Contiene, por decirlo en términos utilitaristas, lo que está d e-


mostrado que funciona; o bien, en términos menos elementales, lo que
se sabe por experiencia que es cierto y que está bien porque durante
siglos y más siglos superó todas las pruebas a las que lo sometió la vida.

Entre varias otras razones, también por eso es que han fracasado y se-
guirán fracasando todas las Utopías. Es que carecen de base, de funda-
mento. Están construidas sobre el agua de una serie de ideas-objetivo
cuyo único valor es que son teóricamente deseables. Pero en cuanto al-
guien empieza a construir una estructura sobre esa base, el peso mismo
de la construcción hace que todo el edificio se hunda. Y se hunde porque
no tiene una base sólida de experiencia milenaria que lo sostenga.

La Tradición es justamente el fundamento confiable para el funciona-


miento de las instituciones sociopolíticas de una comunidad bien organi-
zada. Es la base sólida sobre la cual se puede construir una civilización y
una cultura duraderas. La base puede recoger – y es muy saludable que
lo haga – la experiencia del pasado histórico; pero construir se construye
para el futuro, no para revivir y reconstruir un pasado que el tiempo y el
devenir ya han convertido en Historia. Las ruedas de la Historia solo
saben girar hacia adelante. Por eso conocen una sola dirección: hacia el
futuro.

Por eso también es bueno prestar atención a las advertencias que de Ma-
hieu nos hace a lo largo de estas páginas sobre lo que pasará si no toma-
mos medidas adecuadas para resolver los problemas que ya a mediados
del Siglo XX se empezaban a plantear. Ya en aquella época las personas
de gran capacidad de análisis y certera visión a futuro se planteaban la
situación en términos de "... no se trata solamente de provincias ni de
mercados, sino de nuestra civilización por igual amenazada por las dos
formas antagónicas del capitalismo industrial. ¿Cómo escaparse a la
vez del liberalismo y del marxismo?" [4] De Mahieu, con una capacidad
de previsión cercana a lo profético, nos advertía – ¡en 1955! – que la co-
munidad organizada no podría resistir "...mucho más tiempo el embru-
tecimiento generalizado de los productores" y que "Se transformaría en
un rebaño miserable o estallaría." [5]

"O ambas cosas a la vez", agregaríamos hoy, 68 años después.

4 )- Ver Punto 24.


5 )- Ver Punto 7.

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

Es que se ha producido lo que de Mahieu preveía: "El peón no capacita-


do, simple complejo muscular, deja cada vez más el lugar al medio in-
geniero o técnico, cuyo trabajo es completo, a la vez físico e intelectual."
[6] Y por ello es que uno de los problemas más tremendos y de más difícil
solución en la actualidad es el del desempleo. Porque esos "peones no
capacitados" ya no encuentran puestos de trabajo en una industria de
bienes y servicios inundada por la robótica, por la tecnología informática
y por las aplicaciones de inteligencia artificial que han eliminado cientos
de miles y hasta millones de puestos de trabajo sencillo en todo el mun-
do.

Los millones de pobres y desocupados, culturalmente embrutecidos y


hasta pervertidos, con los que la plutocracia actual no sabe qué hacer
fuera de tratar de reducir su cantidad mediante el aborto, la eutanasia,
las prácticas anticonceptivas, las guerras, y las distintas desviaciones y
prácticas sexuales que no producen descendencia, demuestran que de
Mahieu, hace más de medio siglo atrás, tenía mucha razón cuando nos
advertía que "no habrá más lugar, en la sociedad de mañana, para el
productor medio de hoy. Sólo tendrán empleo los barrenderos y los
creadores." [7]

Sinceramente, si seguimos como vamos, yo ni estaría muy seguro en


cuanto a los barrenderos.

Porque en el mundo en el que nos quieren meter los dueños del Poder
Real de hoy, hasta los creadores serán esclavos.

Quizás, y con suerte, esclavos de lujo. Pero esclavos al fin.

Denes Martos
Octubre 2022

6 )- Ver Punto 12.


7 )- Ver Punto 23

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

CAPÍTULO I
LOS NUEVOS BÁRBAROS
1. Los datos del problema
La cultura no consiste en un conjunto más o menos organizado de cono-
cimientos que abarquen las distintas ramas del saber. Nos resulta útil la
etimología para hacernos aprehender el significado verdadero del térmi-
no. Cultivar la tierra no es poblarla de árboles, sino prepararla de tal
manera que la semilla que se eche en ella encuentre un suelo ya listo pa-
ra recibirla y hacerle dar, en flores y en frutos, todas sus posibilidades.
La cultura del hombre es el resultado de un trabajo de preparación aná-
logo, de un trabajo de formación que lo haga apto para sentir, pensar,
actuar y crear, o también, de modo más general, para adoptar tal o cual
actitud frente a la vida. La definición de Madame de Stael sólo es para-
dójica en apariencia. La cultura es verdaderamente "lo que permanece
cuando se lo ha olvidado todo" sensibilidad, inteligencia e ímpetu.

Dos factores intervienen, pues, en la elaboración de una cultura: la "ma-


teria prima" humana y el trabajo realizado, con su método y su duración.
Por un lado, el hombre no nace reducido a un esquema específico, no
nace en un estado primitivo, si es que tal palabra tiene algún sentido. Es
el producto de una larga evolución histórica y lleva en sí no sólo los ca-
racteres comunes a toda la especie sino también aquellos que lo diferen-
cian por la raza a que pertenece y la individualidad que posee. Dicho con
otras palabras, es el heredero biopsíquico de todos sus antepasados. Na-
ce, por otro lado, en una sociedad que ha adquirido, en el curso de los
siglos, cierto patrimonio cultural, y participa en una medida variable de
esta tradición, en el sentido más amplio del concepto. Integran dicho
patrimonio los métodos de formación del niño y del adulto. Y por méto-
dos no queremos expresar tanto las técnicas educativas como el conjunto
de presiones diversas que el medio ejerce sobre el individuo que surge y
se desarrolla en su seno. Son ésas las razones por las cuales la cultura
varía con la raza y la época. No nos extrañaremos que varíe también, y
por las mismas razones, según los estratos sociales que están diferencia-
dos biopsíquicamente dentro de la comunidad étnica y experimentan de
modo distinto la acción del medio común.

Apenas es preciso señalar que el método no puede ser considerado inde-


pendientemente del "terreno" a que está destinado, sino que debe, por el

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

contrario, serle adecuado. Formar para la caza un perro de policía sería


perder el tiempo. Someter a un congoleño a las disciplinas de las huma-
nidades grecolatinas no bastaría para suscitar en él la concepción occi-
dental del mundo y sólo haría de él un inadaptado. Asimismo, dar a un
campesino o a un obrero una formación racionalista, según los lamenta-
bles métodos de la enseñanza contemporánea, no puede acabar sino en
el fracaso más trágico.

Tales son las consideraciones generales sin las cuales no nos parece po-
sible abordar nuestro tema. Se trata, en efecto, para nosotros, de estu-
diar las relaciones existentes y/o necesarias entre proletariado y cultura,
vale decir, entre la clase obrera organizada y la formación, imprescindi-
ble para sus miembros, que tenemos que definir. Por cierto, ya sabemos
que, por el doble hecho de su raza y de su historia, nuestras Comunida-
des occidentales han recibido en herencia una civilización humanista que
determina una "cultura general" cuyos grandes rasgos conocemos. Pero
también sabemos que la clase obrera no se confunde con el conjunto so-
cial del que forma parte. Desempeña funciones particulares que exigen
de ella una actitud especial, luego, una cultura diferenciada. Posee una
naturaleza hereditaria que determina capacidades que le son propias y
que constituyen las bases de cualquier esfuerzo cultural. Es un hecho que
el proletariado no participa de la cultura de la comunidad ni en el mismo
grado ni del mismo modo que las otras capas de la población. Apenas
exageraríamos si dijéramos que es del todo inculto.

Ahora bien: el hombre sin cultura es un bárbaro y el bárbaro, en una


sociedad civilizada, es, por su inadaptación, a la vez desdichado y peli-
groso. Ninguna Comunidad puede soportar en su seno a una clase entera
de bárbaros: tiene que eliminarlos o asimilarlos, so pena de verlos des-
truir el orden social que los reduce a la condición de parias. La elimina -
ción del proletariado no es físicamente posible, puesto que no se trata de
un ejército invasor sino de una pare integrante del pueblo, y la asimil a-
ción nunca será completa sin la cultura. El problema sólo tiene, por lo
tanto, una solución.

2. La "ocupación" de la cultura por la burguesía


Para entender la situación presente de la clase obrera en este orden de
cosas, tenemos que remontarnos a sus causas y recordar cuál fue (y, en
los países capitalistas – tanto liberales como soviéticos –, sigue siendo)
la actitud de la oligarquía dirigente desde el punto de vista de la cultura.

Cuando hace unos ciento cincuenta años la nueva clase compuesta por
los detentadores de los medios de producción se adueñó del poder co-

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

munitario merced a la "ocupación", en el sentido militar de la palabra,


del Estado dinástico, se encontró frente al enorme patrimonio cultural
creado por más de 2.000 años de esfuerzos. Dicho patrimonio encontra-
ba su expresión acabada en la aristocracia, pero todas las capas sociales
participaban de él en cierta medida y sobre todo de modo variable. La
burguesía (grandes comerciantes, manufactureros, financistas) recibía
ya desde hacía mucho tiempo una formación idéntica, salvo en lo ético, a
la de la nobleza. Si se hubiera tratado simplemente de una substitución
de minoría dirigente, nada habría cambiado en el orden de la cultura,
pero la burguesía no pensaba de ningún modo en reemplazar a la aristo-
cracia en el servicio del Estado comunitario. Utilizaba, por el contrario,
el poder político para asegurar su poder económico.

La conquista del Estado no fue, para ella, sino una condición previa de la
industrialización y, por eso mismo, de la constitución de un proletariado.

Arrancados del taller y de la tierra, artesanos y campesinos fueron de s-


pojados al mismo tiempo de la cultura que estaba ligada a su marco de
vida y a su oficio. Sin duda, la primera generación pudo llevarse consigo
las adquisiciones de su aprendizaje y de su libre actividad profesional.
No pudo transmitirlas porque las condiciones de vida y de trabajo que se
le imponían en el suburbio y la fábrica no se lo permitían. La tabula rasa
proletaria destruyó, pues, rápidamente, los hábitos y costumbres de las
antiguas capas sociales de productores. Hizo desaparecer la moral cor-
porativa al mismo tiempo que el buen gusto artesanal.

¿La burguesía todopoderosa se preocupó, por lo menos, en ayudar a los


proletarios a darse una nueva forma de cultura? No, en absoluto. Para
ella el productor no era sino una materia prima comercial de tipo part i-
cular. No sólo se desinteresaba por su nivel sino que también se regoci-
jaba, sin jamás confesárselo, por el endurecimiento de sus asalariados.
Insensibles, éstos resistirían más fácilmente las condiciones de vida in-
humanas que se les imponía. Embrutecidos, no pensarían en la rebelión.
La enseñanza primaria obligatoria se iba a encargar de destruir los últi-
mos restos de la vieja cultura popular, reemplazándolos por una suma de
conocimientos mnemónicos que nivelarían a los proletarios en una idén-
tica mediocridad y les inculcarían las normas de una moral de sumisión
y respeto.

Desde el punto de vista cultural, la sociedad burguesa cuya triste heren-


cia hemos recibido ha dividido, pues, a la población en dos partes estric-
tamente delimitadas. Por un lado, los detentadores de los medios de

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

producción y todos aquellos que, directa o indirectamente, se benefician


o creen beneficiarse con su poder y respaldan su dominación. [8] Por el
otro lado, el rebaño de los proletarios. Los primeros han acaparado la
antigua cultura clásica, sin asimilarla plenamente y hasta, desde el punto
de vista moral, desvirtuándola. Podemos decir que, al "ocupar" el Esta-
do, también "ocuparon" la cultura. Los demás han sido devueltos, mal de
su grado, al estado salvaje. Acampado en los suburbios de las grandes
ciudades, el ejército mercenario del trabajo, como tan bien decía Thierry
Maulnier antes de su traición, ha sido mantenido cuidadosamente apa r-
tado de las fuentes de cultura. Sería vano e injusto reprocharle el no ha-
ber bebido sus aguas.

3. La anticultura proletaria por reacción


Tal vez se nos objete que, si bien es cierto que los aranceles prohibían de
hecho a los hijos de proletarios ingresar en los colegios y universidades,
nada ni nadie les impedía cultivarse por sí mismos, puesto que las biblio-
tecas públicas estaban a su disposición. Algunos lo hicieron. Eran super-
hombres, capaces, después de una jornada de doce y más horas de tra-
bajo, de hundirse en los libros. Para el ser normal, esta puerta tan
estrecha también estaba prácticamente cerrada.

Por lo demás, cultivarse significaba, para el obrero, abandonar a los su-


yos y, en alguna medida, desertar. En efecto, tan pronto como alcanzaba
cierta formación intelectual y estética la vida del suburbio se le volvía
insoportable. Necesitaba cambiar de clase, y el único medio de lograrlo
era hacerse auxiliar del patrón. Por eso el proletario de la edad heroica
del sindicalismo permanecía rebelde a una cultura que le parecía ligada
con la burguesía. Enseñándole que dicha cultura sólo era una superes-
tructura de la economía capitalista, Marx no podía sino reforzar esta su
posición.

Lejos de buscar una formación cultural, el proletario llegaba hasta a des-


preciarla como específicamente burguesa y a rechazarla cuando, por ac-
cidente, le era ofrecida. ¿Cómo esperar del analfabeto o, mucho peor

8 )- Desde el punto de vista cultural que nos interesa en estas páginas, la bu r-


guesía propiamente dicha y la mayor parte de las clases medias se confunden en
la misma mediocridad y el mismo mal gusto. Es éste el motivo por el cual d a-
mos a la palabra burgués y a sus derivados, en las páginas siguientes, sentidos
más amplios que los que les corresponden en el campo económico-social.

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

aún, del primaire, [9] que supiera que la burguesía se había apoderado
indebidamente de un bien que de ningún modo había creado mientras
que los productores de la Antigüedad y de la Edad Media habían partici-
pado, por el contrario, y en primera fila, en su elaboración? Para él, la
cultura era o bien el modo de conducirse propio del patrón que lo explo-
taba; o bien no lograba entender su sentido: la cortesía no era sino ama-
neramiento ridículo, la música no era sino pretexto para orgías, la
literatura no era sino descripción ilegible de costumbres que le permane-
cían extrañas. O bien adivinaba, por lo menos en parte, el valor de la
formación tradicional, y sufría al ver a su clase apartada de ella. Se sent-
ía entonces con alma de iconoclasta, soñando con sepultar esos bienes
inaccesibles bajo los escombros de un sistema justamente odiado.

No lo olvidemos: en la medida en que el reformismo no había castrado a


la clase obrera, proletariado y burguesía se comportaban, hasta 1914,
como dos ejércitos en guerra. Siempre es difícil para el soldado recono-
cer la valía del adversario. Su combatividad depende en gran parte del
vigor monolítico de su actitud de intransigencia. Para él, discriminar es
debilitarse y las mismas condiciones del combate no le permiten ser im-
parcial. Para el proletario, el burgués era el enemigo, y la cultura era lo
propio del burgués: luego, había que destruir la cultura junto con el bur-
gués. Razonamiento simplista, sin duda, puesto que nadie soñaba, en el
bando obrero, fuera de algunos utopistas inofensivos, en destruir las
fábricas, instrumentos directos, sin embargo, de la explotación del pro-
ductor. Pero razonamiento comprensible: mientras que las fábricas apa-
recían al proletario como elementos utilizables, la cultura representaba
para él un lujo de decadencia. Esta es, por lo demás, la actitud habitual
del bárbaro.

Por un lado, pues, confusión entre la cultura anexada por la burguesía y


el poder económico-social de esa misma burguesía. Por otro lado, reac-
ción obrera en contra de todo aquello que le parecía ser característico de
la clase enemiga. ¿Podemos decir que no había nada de valedero en tal
actitud del proletariado? La afirmación sería exagerada, aún admitiendo
que es poco probable que los trabajadores manuales hayan sido capaces
de darse cuenta del verdadero punto débil del sistema. Nosotros pode-
mos, sin embargo, justificar a posteriori, en alguna medida, su actitud.
La cultura tradicional era, en efecto, la obra colectiva de una comunidad
fundada en el heroísmo militar y el esfuerzo personal de producción.

9 )- Primaire: del francés; primario, básico, primitivo. Como sustantivo despec-


tivo se usa para indicar el nivel de una persona que apenas tiene una educación
de escuela primaria. (N. del E.)

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

Luego, no era compatible con la "civilización" mercantil de la burguesía.


Por eso, ya no era, en el siglo próximo pasado, [10] sino una fachada có-
moda sin significado profundo, salvo en la medida en que las antiguas
formas sociales sobrevivían a la dominación capitalista. El burgués se
camuflaba detrás de ella, y el creador casi no era ya sino un juglar a su
servicio. Denunciando la caducidad de tal cultura fosilizada, el proletario
no se equivocaba del todo, aun cuando sus razones no fueran las buenas.

4. La incultura proletaria por incapacidad


La hostilidad de la clase obrera para con la cultura tenía, desgraciada-
mente, una causa más profunda todavía que la confusión y la reacción
beligerante. No es posible apreciar debidamente lo que no se conoce, y
no se conoce la cultura sin poseerla. Ahora bien: ¿cómo hubiera podido
el trabajador manual, salvo excepciones individuales, adquirir una fo r-
mación que exigía en primer lugar un interés por todo lo que represen-
taba, cuando su naturaleza biopsíquica de proletario lo hacía incapaz de
toda aspiración que no fuera material?

Se insultaría sin motivo a la clase de los productores manuales si se pen-


sara que sus miembros se desinteresaban de todo refinamiento mental
por negarse a hacer el esfuerzo necesario para alcanzarlo. En realidad, la
cultura les era inaccesible porque procedían de una selección al revés del
campesinado y el artesanado y porque el medio ejercía sobre ellos una
presión tal que sólo un superhombre, ya lo dijimos, tenía posibilidad de
resistirla.

Selección al revés, en primer lugar. Cuando la industria naciente nece-


sitó de obreros, los reclutó en las campiñas, entre los inadaptados. Salvo
una ínfima minoría que valía más que su medio social y aprovechó la
oportunidad de evadirse que se le ofrecía, dichos inadaptados lo eran por
inferioridad. La competencia de las manufacturas industrializadas no
demoró mucho en obligar a numerosos artesanos a cerrar sus talleres.
Pero fueron los peores de ellos los que sucumbieron y tuvieron que en-
gancharse como asalariados. Muchos artesanos todavía sobreviven y
prosperan en nuestros días a pesar de la producción en serie. Así, el pro-
letariado fue integrado en su gran mayoría por elementos residuales,
incapaces de toda creación.

A este rebaño miserable, ¿se le iba, por lo menos, a dar los medios de
elevarse y de reconstituir, por selección, una jerarquía, como hubiera
sido posible en el curso de algunas generaciones? No, en absoluto. Se lo

10 )- Referencia al Siglo XIX, obviamente. [N. del E.]

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

sometió, por el contrario, a condiciones de vida y de trabajo que hubie-


ran sido suficientes para degradar definitivamente a una élite. En el su-
burbio sólo encontró el conventillo, la subalimentación, la tuberculosis y
la fealdad. En la fábrica sólo halló la suciedad, la vulgaridad y la maldad.
Un trabajo embrutecedor durante demasiadas horas; ninguna otra diver-
sión que la cantina. Jamás una oportunidad de despertarse ante la vida
ni de admirar un espectáculo exaltante. Jamás la menor esperanza de
escaparse de su doble cárcel.

¡Vaya a hablar alguien de cultura al desgraciado que se pregunta con qué


se alimentará y alimentará a sus hijos! Vientre vacío no tiene oídos, reza
el proverbio francés. Tampoco tiene sensibilidad potencial que se pueda
desarrollar. Torturado en su carne y aplastado por el medio, el proletario
ni siquiera podía, por lo general, soñar en cultivarse. Todo su esfuerzo
tendía a encarar las necesidades inmediatas: sobrevivir y, para lograrlo,
trabajar; eventualmente, combatir por su subsistencia y por el mejor a-
miento de su suerte material. Todo aquello que excediera tal programa
no era, para él, y con toda razón, sino superfluo; fantasía de soñadores o
ilusiones de inocentes.

Es natural, pues, que a esa cultura que no entendía ni podía entender,


dándose cuenta de que era un privilegio ajeno fundado en su propia mi-
seria, el obrero le haya tomado odio y se haya alzado contra ella. Había
tal vez de su parte un poco de envidia, pero sobre todo el sentimiento
íntimo de una injusticia que no era sino demasiado real. Agreguemos el
desprecio que el bárbaro experimenta por la delicadeza, que confunde
con debilidad y es, en efecto, debilidad con respecto a su brutalidad.
Desprecio tanto más explicable y hasta, en alguna medida, tanto más
justificable cuanto que el proletario hallaba frente a sí, no a representan-
tes legítimos de la cultura tradicional, sino a "burgueses-gentiles hom-
bres" que sólo eran y ostentaban su caricatura.

5. La incultura proletaria por imitación


Ahora bien; por rara paradoja, la clase obrera va a adoptar esta caricatu-
ra tan pronto como sus condiciones de vida y de trabajo, transformadas
por la lucha sindical, irán permitiéndole desprenderse de las preocupa-
ciones materiales inmediatas. Sin incorporarla orgánicamente a la socie-
dad, el reformismo da a toda una categoría de proletarios un nivel de
vida poco distinto del que posee el pequeñoburgués. Si bien el peón no
siempre recibe el mínimo vital, el obrero capacitado ya puede abandonar
el suburbio por las afueras de la ciudad, ir al espectáculo, escuchar radio,
practicar deportes y andar en motocicleta y hasta en coche. Gana a veces
más dinero que el ingeniero que dirige su trabajo. Sigue siendo asa-

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

lariado, sin duda, pero buena parte de la baja burguesía ahora también
lo es. Las clases ya no están separadas tan estrictamente como en la épo-
ca de la guerra abierta. La "plutocracia obrera", aun cuando siga sintié n-
dose solidaria con la masa de los productores – lo que no siempre ocurre
–, y la "lumpenburguesía" se incorporan al pantano social que cons-
tituyen las clases medias.

Junto con el modo de vida cambia naturalmente la mentalidad. El prole-


tario que ayer se gloriaba de ser obrero, en parte por una conciencia de
clase nacida del sufrimiento y el combate comunes, en parte por imposi-
bilidad de escaparse de su condición, el proletario que ponía su amor
propio en tener las manos sucias fuera de su trabajo y circular de mame-
luco en los barrios burgueses empieza a avergonzarse de una inferioridad
que ya no justifican sus ingresos. Aspira a confundirse con la baja bu r-
guesía en cuyo nivel se halla de ahora en adelante.

Pero un alto salario y un chalet no bastan para dar al obrero privilegiado


la cultura que no ha adquirido. Su formación, cuando la posee, es mer a-
mente profesional. A menudo se trata de una formación de robot. Enton-
ces, impelido por el deseo de "decencia" que tan bien analizó Henri De
Man, imita la actitud de aquellos con los cuales aspira a confundirse. Se
viste como ellos, amuebla su casa como ellos, habla como ellos en la me-
dida de lo posible y les pide prestados sus modales: se aburguesa.

Apenas es necesario precisar que la formación que recibe así del medio
social en el que se hunde voluntariamente no es la que reciben los inte-
lectuales de clase media en las universidades, ni la de los banqueros que
tratan de copiar a la antigua aristocracia, sino la de los pequeñoburgue-
ses, vale decir, el último grado de la decadencia cultural. El proletario
pide prestada una fachada ya deformada por una casi total incompren-
sión. Desgraciadamente, no permanece pasivo debajo de sus oropeles.
Los acepta como valederos y, poco a poco, recibe su huella como la baja
burguesía la había recibido antes de él. Así como los yanquis, según
Hilario Belloc, pasan de la barbarie a la decadencia sin conocer la civil i-
zación.

Basta, para convencerse del hecho, entrar en alguna casa de obrero aco-
modado. Encontraremos reunidos en ella todos los testimonios de mal
gusto de que hacen alarde los pequeñoburgueses. El dueño de tal museo
de horrores lo admira como lo sumo del lujo y de la belleza. Sería estúpi-
do e injusto reprochárselo. ¿Cómo pretender que juzgue sanamente, si
no tiene cultura? Confía ciegamente en el juicio de la clase "superior",
sin poder darse cuenta de que esta última es más inculta aún que el pr o-
letariado del que él trata de evadirse.

15
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

Agreguemos a este cuadro miserable, que es el de buena parte de la clase


obrera de hoy, la acción deformadora del cine, la prensa, la radio y, sobre
todo, la televisión, que se rebajan, para asegurarse un público tan amplio
como sea posible, al nivel no del pueblo, como a veces se dice (¡el pueblo,
gracias a Dios, es otra cosa!), sino de la masa decadente y vulgar en la
cual el obrero "plutocratizado" tiende a fundirse. Por poco que las te n-
dencias actuales se acentúen, el ideal cultural del proletario pronto ya no
será el pequeñoburgués sino la prostituta y el asaltante.

6. La incultura proletaria por abandono


Repitámoslo: ¿cómo podrían las cosas ser de otro modo? La sociedad
liberal que ha forjado el mundo en que vivimos sólo está organizada y
funciona con vistas a la renta del capital y al poderío que dimana de la
tenencia de los medios de producción. El hombre no es, para ella, sino
una herramienta menos precisa pero más capaz de adaptación que la
máquina. La cultura no es para ella sino la herencia de un pasado rene-
gado, herencia que sólo acepta como esparcimiento y no como forma-
ción, y hasta en contra de la cual lucha, como demasiado bien lo mues-
tran la destrucción progresiva de la enseñanza clásica y la
comercialización del arte y la literatura. ¿Por qué, en estas condiciones,
el mundo capitalista habría de favorecer el acceso de los productores
proletarios a una forma de vida y de pensamiento que tendría por resu l-
tado ineludible nuevas exigencias?

Lo que le importa a la sociedad liberal es que el obrero reciba una forma-


ción que lo haga apto para el ejercicio de su oficio, y sólo tal formación.
De ahí la escuela primaria que le enseña a leer y escribir (exigencias de la
fábrica moderna) y le inculca cierto número de reflejos condicionados
que tienden a reducir su espíritu de rebeldía. Hasta la enseñanza re-
ligiosa está excluida. No conviene que el robot humano aprenda que ha
sido creado a semejanza de Dios, sobre todo en los países católicos: pues
la Iglesia, en el curso de su historia, predicó más a menudo la cruzada
que la sumisión. De ahí también la escuela técnica, cada vez más de s-
arrollada a medida de los progresos de la industrialización, que da a los
futuros obreros capacitados una formación estrictamente utilitaria.

Ahora bien: la cultura no se improvisa, no se inventa espontáneamente,


ni siquiera en una mente privilegiada. Es el producto, ya lo hemos dicho,
de un largo esfuerzo histórico. La cultura se enseña, no necesariamente
en las escuelas, aunque éstas han desempeñado en el Occidente un papel
fundamental, pero sí en el marco social. La mujer de la Edad Media no

16
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

iba a la escuela ni frecuentaba la universidad. No por eso dejaba de po-


seer una cultura refinada, de la cual las Cortes de Amor [11] son un elo-
cuente testimonio. Pero vivía en un medio que le daba, por el solo con-
contacto diario, la formación deseada. El obrero de la era capitalista no
tiene ni maestros ni marco adecuado. Está limitado a sus propias fuer-
zas, y dichas fuerzas son quebradas cuidadosamente por el modo de vida
y de trabajo que se le impone. Cuando hablamos de incultura proletaria
por abandono, estamos, por tanto, muy por debajo de la triste verdad. Se
trata de una incultura proletaria por aplastamiento sistemático. Se niega
deliberadamente al obrero los medios de acceder a la cultura, no sin re-
procharle después su vulgaridad y la bajeza de sus aspiraciones, util i-
zando estos hechos como argumentos en contra de todo intento de
hacerle un lugar en la Comunidad.

11)- El "amor cortés" fue una concepción medieval europea de noble y caballe-
rosa expresión de amor y admiración. En general, era secreto y entre miembros
de la nobleza y generalmente no se practicaba entre marido y mujer. El am or
cortés se inició en las cortes ducales y principescas de Aquitania, Provenza,
Champaña y Borgoña a finales del siglo XI. En esencia, era una experiencia
entre el deseo erótico y el logro espiritual que hoy parece contradictoria; un
amor a la vez ilícito pero moralmente elevado, apasionado y disciplinado, sobrio
y exaltante, humano y trascendente. [N. del E.]

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

CAPÍTULO II
CULTURA PARA EL PROLETARIADO

7. Necesidad de la cultura para los productores


El resultado de esa trágica aberración utilitarista es que la sociedad co n-
temporánea está "insectificándose". Se dirige rápidamente hacia lo que
parece ser su meta más o menos lejana: la Comunidad-fábrica en la cual
cada uno tendrá su lugar asignado y recibirá la formación estrictamente
indispensable para el desempeño de su función mecanizada. Por eso ya
vemos a las naciones de hoy dividirse en dos capas bien delimitadas: una
minoría de técnicos que todavía aceptan, provisionalmente, los restos de
la cultura clásica pero que tienden a transformarse, también ellos, en
engranajes especializados, y una masa de robots cuya fachada cultural se
convierte rápidamente en una mera exigencia de confort y de diversio-
nes.

Sin entrar en altas consideraciones filosóficas, bien está permitido co m-


probar que el hombre no constituye un mero instrumento de producción.
Hay para él, y por su misma naturaleza, otras actividades que las indu s-
triales, y a nadie se le ocurrió jamás juzgar el valor de un pueblo sólo
sobre la base de sus índices de productividad. Se preferirá, por lo gene-
ral, su poderío de creación en todos los campos, y la creación es ante
todo el resultado de la cultura.

Ahora bien: el capitalismo ha esterilizado, en este aspecto, a una fracción


importante de la población de nuestro Occidente, y en primer lugar, al
proletariado. Por fuerza de la costumbre seguimos hablando de produc-
tores cuando nuestros obreros fabriles ya no son capaces sino de repr o-
ducir, y de reproducir mediante máquinas que, en la mayoría de los
casos, ellos se limitan a atender. Aun en el orden meramente industrial,
¿podemos estar seguros de que esto no constituye una regresión cuyas
consecuencias habrá que pagar algún día? ¿Y no estamos pagándolas ya?

No hay razón alguna, en efecto, para que el capitalismo (privado o esta-


tal) se preocupe por un hombre al que sólo considera como materia pri-
ma. Si es preciso, para que el sistema continúe funcionando, convertir al
obrero de máquina de producir en máquina de destruir, ¿por qué vaci-
lar? Si es imprescindible hacer de él un presidiario, ¿por qué rehusar las
consecuencias de los principios asentados? El homo oeconomicus de los
liberales y los marxistas sólo tiene razón de ser en su función industrial.

18
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

Por lo tanto, su modo de existencia y su misma vida lógicamente están


determinados por su utilidad para los detentadores del capital.

Pero es ésta una aberración. El hombre no es sólo ni principalmente un


ser económico. El productor no está hecho sólo para producir. Posee una
naturaleza biopsíquica que implica una autoafirmación. La sociedad no
es una fábrica, sino una comunidad humana, en el pleno sentido de la
expresión. Y la cultura es precisamente la condición de la total realiza-
ción del hombre y de la Comunidad. No es preciso insistir en tal eviden-
cia.

Si, por tanto, queremos devolver al Occidente su significado humano y


su poderío creador, es imprescindible encarar el problema cultural. En lo
que atañe a la élite, basta volver a los métodos de formación humanística
que demostraron su eficacia en el pasado y todavía no han sido abando-
nados del todo. Pero el asunto es más complejo en lo que concierne a los
proletarios, que nunca han conocido una formación humana que se apli-
case a sus condiciones particulares de vida.

Sin embargo, no podemos pensar en abandonarlos a su suerte presente.


No sólo porque son hombres que tienen derecho a que la Comunidad les
dé los medios de ser plenamente sí mismos, no sólo porque la creación
es inseparable de cualquier producción bien concebida, sino también
porque la Comunidad no resistiría mucho más tiempo el embrutecimien-
to generalizado de los productores. Se transformaría en un rebaño mise-
rable o estallaría.

8. Error y contradicción de una "cultura proletaria"


Los teóricos del socialismo a menudo se han ocupado del problema. Lle-
nos de desprecio por la cultura clásica que consideraban – muy equivo-
cadamente, ya lo hemos visto – una superestructura del sistema
capitalista de producción, no han encontrado, por lo general, otra solu-
ción que la de una "cultura proletaria" que exprese la situación y la men-
talidad peculiares de los productores. Sin duda, tal cultura no podía ser,
para los marxistas, sino la consecuencia de un nuevo régimen económi-
co. Pero era posible, ya antes del establecimiento del socialismo, echar
sus bases y hasta adelantarse un tanto al curso de la historia. Así la clase
obrera encontraría, al día siguiente de la revolución, una cultura, ya ela-
borada a su medida, que sin mayor esfuerzo haría suya.

Pero ¿quiénes podían encargarse de tal elaboración? No los mismos pro-


letarios, por supuesto. Los bárbaros no crean cultura alguna, pues seme-
jante trabajo exige una formación que no poseen y que sólo puede ser el
producto del pasado que se trata de reemplazar. Henri De Man observa

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

muy acertadamente, por lo demás, que nunca en la historia "una clase


oprimida ha creado una civilización nueva; antes bien, se ha apropiado
de la civilización de las clases dominantes para no seguir estando opri-
mida". ¿Acaso no hemos visto, por otro lado, que el proletario, lejos de
buscar nuevas formas de sensibilidad y de pensamiento, sólo sueña en
aburguesarse? Por eso, la "cultura proletaria" o, por lo menos, su con-
cepción e ilustración han sido inventos de intelectuales, socialistas sin
duda, pero salidos burguesía – de la pequeña y a veces de la grande – y
recién egresados de la universidad, último baluarte de la cultura trad i-
cional.

Pues bien: la experiencia demuestra que nada está más equivocado que
la idea que un intelectual burgués se hace del obrero, sobre todo cuando
es socialista, vale decir, cuando, en lugar de buscar entender a los traba-
jadores manuales, se cree uno de ellos.

No nos asombremos, pues, que la llamada "cultura proletaria" no haya


sido sino una cultura burguesa de vanguardia, sea por exceso de audacia,
sea, más generalmente, por descomposición. El tipo del esteta socialista,
del que el León Blum de la Revue Blanche nos ofrece un ejemplo acaba-
do, o el del pensador socialista a lo Jean-Paul Sartre son característicos
de esa incapacidad del universitario burgués para pensar en lugar del
obrero. En cuanto a este último, contempla con una mezcla de inquietud
y de respeto las conejeras futuristas que edifican "para él" Le Corbusier y
sus discípulos, sin dejar ni un instante de imaginar el "chalet california-
no" de sus sueños ni de envidiar el salón "estilo francés" del tendero más
cercano.

Si, por lo demás, analizamos el mismo concepto de "cultura proletaria",


notaremos en seguida sus contradicciones internas. El proletario es in-
culto por su misma condición. Es, por su mismo estado, incapaz de crear
y hasta de asimilar ningún valor de civilización. Cuando adquiere una
cultura, lo logra por haber cambiado su modo de vida y su trabajo, vale
decir, por haber dejado de ser proletario. O bien, pues, la llamada "cultu-
ra proletaria" no será sino lucubración de intelectuales sin contacto pr o-
fundo con la clase obrera, y ésta la rechazará; o bien no tendrá de cultura
sino el nombre y expresará la situación del productor manual en el régi-
men capitalista. Será entonces el producto de los hábitos y costumbres
nacidos de la sub-esclavitud a que está sometido el asalariado fabril. Pa-
radójicamente, lo hundirá cada vez más en su miseria física y mental
como el adiestramiento al que se somete a un caballo y le hace aceptar
las riendas sólo en provecho de su amo.

20
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

El ejemplo de la Rusia soviética constituye la mejor ilustración del fraca-


so inevitable de la "cultura proletaria". Los teóricos pequeñoburgueses
de la subversión comunista quisieron dar a los productores una forma-
ción que les fuera propia e hiciera de ellos, no hombres acabados en el
marco de su función, sino obreros exclusivamente apegados a su trabajo.
Para lograrlo, utilizaron –porque no había otras – las antiguas discipli-
nas pero orientándolas hacia un nuevo objetivo. ¿Cuál es el resultado
que confiesan los actuales dirigentes soviéticos? La población, a medida
que va cultivándose, sacude los imperativos proletarios para devolverle a
la cultura su verdadero sentido. La Rusia de hoy (1967) oscila entre un
"academicismo obrero", artificial, estéril y bárbaro, y una renovada e x-
presión de las formas tradicionales de la cultura nacional, librada de t o-
do espíritu proletario aun cuando se inspire en las técnicas del trabajo.
No es difícil predecir cuál de estas dos tendencias prevalecerá.

9. Naturaleza y cultura del productor


Para que la "cultura proletaria" tuviera algún sentido, se necesitaría que
el obrero fuese realmente tal como los economistas liberales y los
marxistas fosilizados (pero no el mismo Marx) lo conciben: una máquina
de tipo particular cuya naturaleza lo destina a producir y sólo a producir.
Pues, ya lo vimos en el Inciso 1, la cultura supone un terreno y, para ser
eficaz y válida, debe surgir de dicho terreno. Ahora bien: el productor es
en primer lugar un ser humano, diferenciado por su raza y miembro de
una Comunidad nacional. Sólo después es un productor. Por tanto, una
cultura que se dedicara a desarrollar sólo sus caracteres profesionales har-
ía de él un monstruo, del mismo modo que una cultura física que no des-
arrollara sino un único grupo de músculos. La cultura verdadera no puede
ser la que deforma así al hombre. Tiene que ser integral, sacar del terreno
biopsíquico el máximo de sus posibilidades y, por lo tanto, aplicarse a la
naturaleza humana total. En el productor, debe desarrollar los caracteres
específicos, étnicos y nacionales, y solamente después los caracteres pro-
fesionales. Lo que no impide, sino por el contrario implica, como lo vere-
mos más lejos, que lo considere en su unidad aunque abordándolo por el
lado menos refractario a su implantación.

¿Cómo, en semejantes condiciones, hablar de "cultura de clase"? La expre-


sión encierra un doble disparate. En primer lugar, la clase no se confunde
con el estamento. Es de naturaleza económica y procede de una mera rela-
ción con los medios de producción. Admitir una "cultura proletaria" es,
por tanto, ratificar y reforzar la división capitalista de la Comunidad con
todas sus consecuencias. En segundo lugar, aun cuando ampliáramos abu-
sivamente el significado de la palabra "clase" y, en el caso que nos ocupa,
el de proletariado, no por eso dejaría de ser exacto que una capa social

21
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

determinada no tiene ni puede tener cultura propia sino como diferencia-


ción de una cultura nacional que no es a su vez sino particularización de
una de las civilizaciones raciales en que se diferencia el género humano.

En realidad, la misma idea de "cultura proletaria", en la medida en que


es auténtica, ha nacido del aislamiento social de la clase obrera, produc-
to directo del sistema capitalista. El proletario, excluido de la sociedad
nacional, ha buscado realizarse en circuito cerrado. No ha querido me n-
digar las migajas de la cultura "ocupada" por la burguesía. Ha aspirado a
formarse en su oposición, y para reforzar su oposición, al desorden libe-
ral. Pero su esfuerzo – o, más bien, el esfuerzo de una pequeña minoría
revolucionaria – iba en contra de la naturaleza y no podía sino fracasar.

En cuanto al intelectual socialista, su concepción de una cultura de clase


procede, aunque no tiene, por lo general, conciencia alguna de ello, de su
desprecio por el proletariado. Se siente tan diferente del trabajador ma-
nual y tan alejado de sus formas de sensibilidad y de pensamiento que ni
considera la eventualidad de que la cultura con la cual él mismo se ha
beneficiado pueda serle aplicada con algún provecho. Para él, hay que
elaborar una cultura para el pueblo, así como se prepara una comida
especial para el perro.

Son éstas dos formas manifiestas de incomprensión. El proletariado no


es capaz de crear nuevos valores de civilización. Pero no pertenece a otra
especie, ni por lo general, a otra raza que la élite culta. No posee las po-
tencialidades biopsíquicas de esta última, pero se diferencia de ella por
grado más que por naturaleza. Sería tan ridículo como ineficaz darle la
misma formación que a la capa dirigente. Sería miserable acantonarlo en
su inferioridad.

10. El error de la cultura folklórica


Producto de la desigualdad natural de los hombres y acentuada por las
condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera, dicha inferioridad
existe, sin embargo, y no podemos dejar de tomarla en cuenta. Formar al
productor, vale decir, darle una cultura o, si se prefiere, poner a su dis-
posición elementos que le permitan cultivarse no supone, evidentemente
enseñarle el griego y el latín ni hacerle escuchar todo el santo día música
de Bach. Es imprescindible ponerse a su alcance, tomarlo en el nivel al
cual el capitalismo lo ha rebajado y elevarlo – o permitirle elevarse –
lentamente hasta que llegue, si es biopsíquicamente capaz de ello, a las
cumbres de la civilización.

Los métodos empleados deben, por lo tanto, estar adaptados al estado


mental de la clase obrera de hoy, pero también al estado cultural del me-

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

dio al cual se trata de incorporarlo o, por lo menos, a lo que en él hay de


válido. Es este segundo punto el que nos hace considerar con inquietud
los intentos de elaborar una cultura folklórica destinada al proletariado .
No, por cierto, que el folklore nacional esté desprovisto de interés ni de
valor. En su origen, constituye la expresión popular de una cultura vigo-
rosa, muy superior, en su conjunto, a la que conocemos, aunque su re a-
lidad de hoy no pase de una versión degenerada y pervertida. Pero dicha
expresión está muerta. Podemos lamentarlo, pero es imposible no tener-
lo en cuenta. Bien se pueden exhibir momias; pero eso no hace revivir a
los muertos.

En el momento en que fue creado, el folklore era el producto de la cultu-


ra popular. Ya no es hoy en día sino un fósil. Sin duda contiene los valo-
res permanentes de la raza y la Comunidad. Pero los expresa en una
forma superada desde hace ciento y más años, porque no eran más se n-
tidos por las generaciones de la época liberal y, en particular, por el pro-
letariado.

Nos parece excelente poner a la clase obrera en contacto con este pasado.
Nos parece peligroso tratar de hacérselo vivir de nuevo. En primer lugar
porque nunca se conseguirá sino un "enchapado" artificial. En segundo
lugar porque, en la medida en que fuera eficaz, la cultura folklórica for-
maría a seres adaptados a un estado de cultura que pertenece a la histo-
ria. El gaucho, moldeado por una poderosa tradición, la naturaleza y la
lucha, era, hasta desde el punto de vista cultural, muy superior al prole-
tario de hoy. Pero dar a dicho proletario una formación sacada del fo l-
klore gauchesco no haría de él un gaucho. Lo acercaría a un tipo humano
desaparecido para siempre. Lo adaptaría en alguna medida a un medio
cultural que ya no existe. Pero no le permitiría volver a crearlo.

El obrero necesita de una cultura que le dé el medio de expresar los valo-


res permanentes de su linaje en una forma que corresponda a su época y
a su condición, como lo hicieron sus antepasados según su propio modo
de vida y de trabajo. El folklore constituye un capital de tradición que no
debe perderse, así como no deben perderse, en otro plano, las obras ma-
estras de la cultura antigua, por ejemplo. Su conocimiento es tan útil
para el productor industrial como el conocimiento de la Odisea o de la
Eneida para el intelectual. Pero la cultura folklórica es tan insuficiente
como lo sería una cultura clásica que se limitara a la repetición e imita-
ción de Homero y Virgilio. El folklore es un precioso factor de formación.
La cultura folklórica es un disparate.

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

11. El error de la cultura humanística "rebajada al nivel


del pueblo"
Una tentación de orden muy diferente grava más pesadamente aún los
ensayos de elaboración de una cultura adecuada para el obrero de hoy.
Procede generalmente del igualitarismo liberal en conflicto con una re a-
lidad que se niega obstinadamente a plegarse a la teoría. Acecha a los
reformadores bienpensantes y bien intencionados, para quienes el ser
humano es un esquema siempre idéntico a sí mismo, pero que no pueden
negar, sin embargo, la diferencia de nivel biopsíquico que existe entre los
individuos y entre las capas sociales.

Los principios igualitarios implican, en efecto, la unicidad, no sólo de la


cultura, sino también de su expresión y de su método. Ahora bien, el
humanismo ha demostrado su eficacia en las capas superiores de la po-
blación y el proletariado, inculto, nada tiene que oponerle. Por lo tanto,
no hay problema: según el igualitarismo, para dar a la clase obrera la
formación que le hace falta, basta aplicarle los métodos de la enseñanza
clásica. Así tendremos – en el papel – después de una generación, una
Comunidad culturalmente homogénea cuyos miembros todos, cuales-
quiera sean sus ocupaciones profesionales, concurrirán de igual modo a
las exposiciones y a los conciertos, a las salas de conferencia y a los mu-
seos. El albañil y el médico discutirán, en pie de igualdad intelectual y en
un mismo lenguaje, los grandes problemas del arte y la filosofía. No
habrá sino una élite y todo el mundo formará parte de ella.

Desgraciadamente para los soñadores y felizmente para la humanidad –


pues semejante uniformidad cultural engendraría una monotonía mortal
para la civilización – las realidades permanecen, oscureciendo tan edéni-
co cuadro. Aún cuando fuera económicamente posible para la familia
obrera mandar a sus hijos al colegio y a la universidad, aun cuando fuera
pedagógicamente posible demorar hasta los veinte o veintidós años los
comienzos del aprendizaje del futuro productor, quedaría que todos los
individuos no son capaces en la misma medida de recibir la formación
humanística y que los hijos de obreros son, por lo general, en razón de su
herencia, menos aptos que los hijos de profesionales para aprovecharla.
También quedaría que la cultura clásica poco prepararía a los futuros
trabajadores manuales para su oficio, y hasta los alejaría de él.

Ante tal contradicción entre la teoría y los hechos, los reformadores libe-
rales han imaginado una de las soluciones de componenda a que son tan
afectos: debe darse a todo el mundo una formación de naturaleza idénti-
ca, pero de intensidad y duración diferentes. Éste es el sistema que cono-
cen desde hace ciento cincuenta años nuestros países de Occidente. La

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

escuela primaria única da la misma enseñanza a todos los niños, cual-


quiera sea su capacidad biopsíquica y su actividad profesional previsible
o deseable. Se llena la memoria de los futuros trabajadores manuales con
una masa de conocimientos sin interés para ellos y que se apresuran, por
lo demás, a olvidar. Se forma – o se deforma – su inteligencia, y sólo su
inteligencia, por métodos clásicos puestos al alcance, si no de los menos
dotados, por lo menos del promedio de los alumnos, métodos éstos que,
por eso mismo, pierden toda eficacia. Se perjudican así las mentes supe-
riores y no se da a los futuros obreros sino una media cultura – y somos
optimistas – sin relación alguna con las exigencias del oficio que será el
suyo.

Las teorías igualitarias no son, sin embargo, las únicas responsables de


esa trágica concepción de una cultura única "rebajada al nivel del pu e-
blo". A ellas se agregan, en la mente de los doctrinarios burgueses – y
demasiado a menudo en la de los obreros aburguesados –, un extraño
desprecio por el trabajo manual. Parece que se atribuye la incultura de la
clase obrera, no a la condición proletaria, sino a la función de productor.
Parece que se confunden, como de puro gusto, el trabajo manual y las
formas degeneradas que le ha impuesto el maquinismo y que, por lo de-
más, están en vías de superación por la misma evolución de dicho ma-
quinismo. Parece que se le quiere dar cultura al productor para poderle
perdonar que no es sino un obrero. No pensamos, por nuestra parte, que
un buen mecánico sea profesionalmente inferior a un buen abogado y
anhelamos que se alce culturalmente a su nivel. Pero eso no lleva impl í-
cito que la cultura del mecánico deba ni pueda ser, en su expresión, idén-
tica a la del abogado.

12. Cultura "agregada" y cultura "integrada"


La aceptación casi general de semejante concepción de la cultura popular
como degradación o subproducto de la cultura de la élite no es, sin em-
bargo, para sorprendernos. Dimana lógicamente de la evolución refor-
mista de las relaciones entre el patronado capitalista y el proletariado.

En efecto, los resultados positivos conseguidos por la presión sindicalis-


ta no han modificado en lo más mínimo la estructura de la empresa ni,
por consiguiente, el régimen de propiedad de los medios de producción.
Pero sí han transformado las condiciones de trabajo en el seno de la em-
presa capitalista. No sólo los salarios han ido aumentando de modo
apreciable, sino que también las horas de presencia han sido reducidas.
El obrero de hace cincuenta años atrás trabajaba de diez a catorce horas
por día, incluso el domingo, y a menudo más todavía. Ya no se queda en
la fábrica sino cuarenta horas por semana, y a veces menos aún. Dispo-

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

ne, por tanto, de más tiempo libre que el burgués o el intelectual. Y nada
le impide, en la teoría, emplear su tiempo libre para adquirir una cultu-
ra. No son los medios exteriores los que le faltan para lograr tal propós i-
to.

Se concibe, pues, fácilmente la vida del proletario como dividida en dos


períodos alternados. Durante algunas horas diarias, cumple sus obliga-
ciones de productor. Durante el resto del tiempo, lee, escucha música y
asiste a clases o conferencias. La cultura así adquirida es, por consi-
guiente, "agregada" a su actividad profesional, sin fundarse en ella ni
serle útil. Tenemos a dos hombres distintos en un mismo pellejo: el
obrero que aprieta, pensando en otra cosa, su eterna tuerca y espera con
impaciencia el toque de sirena de la salida; y el pequeñoburgués que se
cultiva divirtiéndose y realiza así su personalidad.

Las consecuencias de tal escisión son trágicas. Por un lado, el productor


llega a considerar su trabajo no sólo una corvée [12] sin interés – no hay
nada nuevo en este campo – sino también tiempo perdido. Y la cultura
adquirida en sus horas libres no le sirve en absoluto para mejorar ni el
producto que sale de sus manos ni su posición en la fábrica. Pero, por
otro lado, dicha cultura sigue siendo problemática: el productor no tiene
ningún interés material en adquirirla y su formación – o deformación –
escolar no lo impele a buscarla. La característica del primaire es preci-
samente la de creerse omnisciente. Por eso, de hecho, sólo una ínfima
minoría aprovecha las posibilidades teóricas que se ofrecen a todos y la
mayoría se echa sobre todos los miserables sucedáneos de cultura que
los explotadores de la estupidez y la vulgaridad humanas fabrican ad
usum populi: novelas baratas, películas canallescas, música degradante
e historietas.

La teoría de la cultura "agregada", por lo tanto, es manifiestamente erró-


nea. ¿Hay otra solución? Sin duda alguna. Basta, para descubrirla, bus-
car en qué campo se encuentra, en el obrero, la capacidad nacida de una
formación válida. En el orden intelectual y estético, le faltan las bases sin
las cuales no es posible para nadie apreciar las grandes obras de la cultu-
ra humanística y sacar provecho de ellas. Pero en el orden técnico, por el
contrario, rinde o puede rendir el máximo de sus posibilidades. Recibió,

12)- Del francés corvée: trabajo monótono, molesto, hecho por obligación. (N.
del E.) Proviene de la época feudal, en la cual significaba un trabajo gratuito del
vasallo en beneficio de su Señor. Por extensión, corvée significa trabajo pesado,
con rendimiento extenuante e ingrato. También se ha usado para significar un
servicio de fatiga asignado a un grupo de soldados. (N. del E.)

26
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

en efecto, la formación del aprendizaje. A menudo, y cada vez más, sale


de una escuela profesional. Además y sobre todo, las horas regulares y
numerosas que consagra a su trabajo lo marcan y lo condicionan. Por
más que se esfuerce al salir de la fábrica disfrazado de burgués, es y si-
gue siendo un obrero. Notemos también que la evolución del maquinis-
mo exige, por parte de una fracción cada vez más importante de los
productores, la formación técnica que el trabajo en cadena había hecho
casi inútil. La complicación del herramental convierte al servidor de la
máquina en su conductor, vale decir, en su amo. El peón no capacitado,
simple complejo muscular, deja cada vez más el lugar al medio ingeniero
o técnico, cuyo trabajo es completo, a la vez físico e intelectual. En una
forma nueva, la fábrica moderna provoca una vuelta a la artesanía, por lo
menos desde el punto de vista del oficio.

Aquí tenemos la base sólida de una cultura obrera que no sea "agregada"
al hombre en lo que éste tiene de valedero, sino por el contrario "inte-
grada" en su ser; de una cultura obrera que haga del productor no un
pseudo intelectual, sino por el contrario un maestro en su oficio; de una
cultura obrera que no aplaste el trabajo manual sino por el contrario lo
rehabilite permitiéndole volver a ser creador de obras maestras y de va-
lores de civilización.

13. La cultura popular antes del capitalismo


Entiéndasenos bien: no se trata en absoluto de confinar al obrero en una
técnica ni de hacer de él un mejor "animal de producir" negándole el
acceso a la cultura superior, sino de permitirle crear, en base al oficio,
una expresión que sea propia de dicha cultura. No es ésta, por lo demás,
una innovación, sino un simple retorno a los principios de la era precapi-
talista. Decimos bien: a los principios, y no a las modalidades. No es ni
posible ni deseable volver a la producción artesanal ni, por consiguiente,
a la forma cultural que la expresaba. Pero la Edad Media y los siglos po s-
teriores, hasta el advenimiento del liberalismo, nos ofrecen un magnífico
y precioso ejemplo de una cultura popular "integrada", que ni se puede
soñar en igualar jamás.

Que haya alcanzado un nivel extraordinario, basta para convencerse de


ello contemplar lo que nos queda de sus productos. Las catedrales góti-
cas de Europa y las catedrales barrocas de Hispanoamérica fueron, por
cierto, edificadas sobre la base de planos diseñados por arquitectos. Pero
fueron ejecutadas por artesanos que conservaban, en el marco que se les
fijaba, una libertad de inspiración y casi podríamos decir de improvis a-
ción que hacía realmente de la obra común la creación personal de cada
uno. Y dichas catedrales no eran accidentes: todo lo que producía la ar-

27
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

tesanía era fruto del mismo ímpetu total: las espadas de Toledo que e m-
pleaban los caballeros y las tapicerías de Flandes que cubrían las paredes
de los castillos, los muebles campesinos que se disputan hoy día nuestros
museos y los instrumentos de música que utilizan aún nuestros más
afamados artistas.

Sin embargo, el artesano medieval y aun el del siglo XVIII por lo general
no sabían leer ni escribir. No habían frecuentado ninguna otra escuela
que la del taller en el que habían hecho su aprendizaje. No habían reci-
bido, por lo tanto, sino una formación profesional. Pero tal formación los
moldeaba en todos los aspectos de su ser y hacía de ellos creadores en el
pleno sentido de la palabra. Nada de común, por consiguiente, con la
enseñanza profesional que conocemos y que se limita a suscitar en el
futuro obrero capacitado cierto número de reflejos y a darle los conoci-
mientos meramente mnemónicos que le son indispensables para desem-
peñar su papel en la fábrica. La formación del taller era completa. Se
aplicaba al sentido estético como al sentido moral, a la inteligencia como
a los músculos, en total unidad con la técnica propiamente dicha. La cul-
tura no era dada al aprendiz o al compañero a pesar de su condición de
productor, sino al contrario en función de una actividad que pondría en
juego toda su personalidad y de una obra que sería como la prolongación
de su ser integral.

Por eso, el artesano no producía para vivir: vivía para producir, para
afirmarse y realizarse en una obra que lo expresaba por entero al mismo
tiempo que aseguraba su subsistencia. Formada por el ejercicio de su
oficio, su cultura le permitía ejercer plenamente su oficio. No era com-
pensación de su trabajo, sino dicho mismo trabajo, del cual él sacaba la
alegría que animaba cada uno de sus instantes y que expresan tan bien
las innumerables canciones de oficio que ya no son hoy día, desgracia-
damente, sino temas de eruditas disertaciones.

¿Todo eso significa que los artesanos tenían una cultura diferente de la
de las otras capas sociales? En su expresión, sin duda alguna. La forma-
ción que recibían estaba adaptada a su naturaleza y a su función. Los
preparaba a producir, y a producir en el marco de su oficio, no a batirse
ni a componer poemas de Corte de Amor. Pero esa cultura no expresaba
una civilización especial. No encerraba al productor en un mundo part i-
cular sino que lo integraba, por el contrario, en el lugar que le corre s-
pondía, en la Comunidad jerarquizada, inculcándole los grandes
principios, comunes a todos, del orden tradicional. Le daba la civiliza-
ción de su raza y la cultura de su nación y de su época, pero mediante
métodos y según modalidades adecuados a su naturaleza propia y a su
condición.

28
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

Tal unidad profunda de la cultura y el oficio no ha desaparecido del todo


en nuestros días. Quedan todavía artesanos que han conservado el senti-
do y el gusto de la creación personal. Ni siquiera faltan obreros que ded i-
can sus horas libres a la búsqueda desinteresada en el marco de
conocimientos profesionales que amplían y profundizan. Hasta son más
numerosos de lo que se cree generalmente, puesto que existen revistas
de importantes tiradas que se dedican a los varios hobbies técnicos. No
constituyen, sin embargo, sino una pequeña minoría. El productor in-
dustrial corriente es incapaz de resistir las tentaciones de la incultura
organizada. Le falta un medio propicio, un cuadro natural que sea para
él lo que era el taller para el artesano. Ya que la fábrica, por no constituir
una verdadera comunidad de trabajo, es hoy en día – y su reestructura-
ción será obra de mucho tiempo – impotente para desempeñar semejan-
te papel, hay que buscarle un sustituto.

29
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

CAPÍTULO III
LA CULTURA SINDICAL
14. El sindicato, marco social del productor
Precisemos bien que no se trata solamente de crear organismos que pon-
gan a la disposición de los productores los medios de cultura imprescin-
dibles. Tenemos la experiencia de las escuelas nocturnas y de las
"universidades populares", que cumplen una obra de gran utilidad pero
no alcanzan sino a una pequeña minoría de trabajadores manuales,
puesto que precisamente la condición obrera hace que la masa no expe-
rimente ningún deseo de salir de su "barbarie" salvo para aburguesarse,
y ya vimos de qué lamentable manera. También tenemos la experiencia
de las "Casas de la Cultura" que el Frente Popular abrió en todas las ciu-
dades de Francia y que se convirtieron rápidamente en escuelas de for-
mación política, o en meros centros de recreo.

La solución del problema no reside, por lo tanto, en la superposición


artificial a los marcos naturales en que el obrero vive y trabaja de inst i-
tuciones "especializadas en cultura", sino en la organización, con vistas a
la acción cultural, de un marco preexistente, de un marco que proceda
directamente del oficio. La fábrica, ya lo hemos dicho, no sirve en razón
de su estructura capitalista. El suburbio, que agrupa territorialmente a
los productores, tampoco resulta adecuado, puesto que sabemos que más
se parece al campo de concentración que al común medieval o al barrio
de artesanos de las ciudades de antes y ejerce una presión nefasta sobre
sus habitantes. Queda el sindicato.

No nos corresponde describir en estas páginas [13] la larga lucha median-


te la cual los productores lograron reconstituir, en una forma y con un
espíritu nuevos, las corporaciones de oficio disueltas por la burguesía
triunfante. Forma nueva, puesto que los sindicatos agrupan a asalaria-
dos, vale decir, se moldean sobre la realidad económica del sistema capi-
talista; espíritu nuevo, puesto que se trata para ellos, ya no de establecer
justas relaciones entre los productores ni de organizar la producción con
vistas al bien común, sino de destruir las relaciones inaceptables que la
burguesía ha instaurado entre productores y dueños de los medios de
producción. Organismos de clase porque la división de la Comunidad en
clases es la consecuencia de la estructura capitalista, los sindicatos se

13)- Cf. Mahieu: Evolución y porvenir del sindicalismo. Ed. Arayú, Buenos Ai-
res, 1954.

30
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

alzan como un ejército en guerra en contra de los explotadores del prole-


tariado y buscan imponer su voluntad de revolución social al mismo
tiempo que combaten por el mejoramiento material de la suerte de los
trabajadores manuales.

El hecho de que la mayor parte de las organizaciones obreras se hayan


"podrido" en el curso de los últimos decenios bajo el efecto de las doctr i-
nas reformistas convirtiéndose demasiado a menudo en meras "oficinas
de compra-venta de trabajo" integradas en el sistema capitalista, no im-
pide que su existencia siga siendo imprescindible para el obrero, que
rápidamente se encontraría sin ellas en la situación económica que era la
suya a mediados del siglo pasado (S. XIX). El sindicato ya casi no des-
empeña, en los países liberales, sino un papel utiliario, pero está prese n-
te en cada momento de la vida del productor. Constituye, pues, para este
último, un marco necesario en el cual toma su lugar en función del oficio
que ejerce, puesto que la organización piramidal de todas las confeder a-
ciones obreras se funda sea en la profesión propiamente dicha, sea en la
empresa. Responde, por lo tanto, perfectamente a las condiciones que
planteamos más arriba.

Los Estados liberados de la "ocupación" capitalista – liberal o soviética –


han sabido, en regímenes tan diferentes como fuera posible, dar un sig-
nificado político al sindicalismo, vale decir, hacerle superar, en el senti-
do del interés comunitario, el materialismo económico en que había
caído. El sindicato, por consiguiente, no está cerrado por naturaleza,
sino sólo por oportunismo más o menos bien entendido, a toda aspira-
ción superior. ¿Por qué no sería posible insuflarle un espíritu de promo-
ción cultural?

15. El pasado cultural del sindicalismo


Eso es tanto más factible cuanto que no sería, por parte del sindicalismo,
sino una vuelta a su gran época de antes del reformismo. Se lo desconoce
generalmente: los sindicatos revolucionarios dieron a la élite proletaria
de varias generaciones una profunda cultura cuyos efectos todavía se
pueden notar en algunos viejos militantes. No una cultura literaria ni
artística, por supuesto. Comprometido por entero en la lucha social, el
productor manual de hace cincuenta años no tenía ni los medios ni la
voluntad de adquirirla. Pero sí una cultura que no nos parece excesivo
calificar de militar, en el sentido más noble del término.

El sindicalista revolucionario era un soldado. No pensaba sino en la vic-


toria que lo liberara de la opresión burguesa. Y sabía que, para vencer,
no bastaba lanzarse a la calle en los días de huelga, sino que era preciso

31
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

darse la formación del soldado de nuevo tipo que era el combatiente de


la guerra de clases. ¿Dónde encontrar tal indispensable formación? En el
ejército sindicalista que integraba. Formación empírica, sin duda, puesto
que no era dada en escuelas sino en la práctica misma de la lucha, pero
formación poderosa que moldeaba al hombre y le hacía dar el máximo de
sus posibilidades.

La estrategia y la táctica revolucionarias se fundían en una unidad fun-


cional con la doctrina. El sindicalista revolucionario conocía a sus auto-
res. Pero sobre todo vivía su pensamiento y trataba de incorporarlo a la
historia. Su cultura intelectual se apoyaba, por lo tanto, en la realidad
tangible de su actividad cotidiana. Pero la guerra de clases forjaba al com-
batiente proletario sobre todo en el orden moral y Jorge Sorel pudo escri-
bir, sin caer en ridículo, que resucitaba en una forma nueva al héroe aqueo
cantado por Homero. Enseñaba al obrero heroísmo y desprendimiento,
solidaridad y violencia, sentido del honor, del deber y de la libertad. Le in-
culcaba el espíritu de disciplina y el espíritu de mando. Lo libraba de su
complejo de inferioridad y desarrollaba su voluntad de poderío. Del sub-
esclavo que era el proletario hacía un hombre, en la plena acepción del
término. Más todavía: un Señor. Frente al burgués empantanado en su
mercantilismo, el productor manual, a pesar de su condición miserable,
aparecía como un amo, en el sentido nietzscheano de la palabra, porque
tenía la moral y las aspiraciones de los fuertes.

¿Quién se atreverá a sostener que el proletario de hoy es incapaz de hallar


de nuevo el espíritu que ayer nomás era el suyo? El reformismo no ha lo-
grado destruir sus potencialidades heroicas. Pero sí ha eliminado la for-
mación mediante la cual dichas potencialidades se convertían, en el seno
del movimiento sindicalista, en una verdadera cultura, esto es, en un mo-
do de vida y de pensamiento. La guerra, por lo demás, no constituye la
actividad normal del productor. No es para él sino un accidente que debe
estar listo para enfrentar, pero que no se puede suscitar como medio de
formación. En los países liberados de la "ocupación" capitalista, la guerra
de clases concluyó legítimamente, aun cuando la lucha económica aún
haya continuado. Hay, por consiguiente, que dar al trabajador una cultu-
ra de paz [14].

Pero si el sindicato supo ser, para el proletario, el marco eficaz de una


cultura guerrera que, fundada en las consecuencias del oficio, no surgía,
sin embargo, de dicho mismo oficio, ¿cómo no constituirá mejor todavía
el marco de una cultura más estrictamente integrada en la actividad pro-

14 )- Escrito a principios de 1955

32
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

fesional de sus miembros? La historia nos da la prueba de que el sindica-


lismo es formador, y es esto lo que nos importa. Sorel, por otra parte, ha
mostrado muy bien que no existe antinomia alguna entre la cultura del
guerrero y la del productor, sino meramente una diferencia de expresión
de valores idénticos. Puesto que el sindicato, asociación de productores y
no de guerreros, supo preparar al obrero para la "epopeya de las huel-
gas", con más razón sabrá prepararlo para la epopeya de la producción.

16. Las condiciones materiales y mentales de una cultu-


ra de paz
Para que el sindicato pueda desempeñar su papel formador en un am-
biente de paz social -que supone la liberación política del Estado aun
cuando no haya nueva estructura de la sociedad de producción- es ante
todo imprescindible que conserve su pleno valor a los ojos de los obre-
ros. En el caso contrario, ya no sería sino una forma vacía e ineficaz o,
peor todavía, una burocracia fosilizada, incapaz de asumir ninguna res-
ponsabilidad nueva ni de conservar siquiera algún imperio sobre sus
miembros. Para que pueda realizar la tarea cultural que debe ser la suya
en el futuro es preciso, pues, que el sindicato se imponga a los producto-
res, no en la mera forma de un "servicio social" o de una cooperativa de
consumo, sino como el marco permanente de toda su actividad peripro-
fesional. Así, y solamente así, el sindicalista aceptará una disciplina fo r-
mativa que, por atrayentes que sean sus resultados y por hábiles que
sean los métodos utilizados, le costará esfuerzos en la medida en que
transformará sus costumbres y violentará su pereza mental.

Tradicionalmente, el sindicato halla su justificación en la defensa de los


intereses materiales de la clase obrera. Para que le sea posible superar
tal sustrato económico, necesita en primer lugar apoyarse sólidamente
en él. Dicho con otras palabras, el sindicato debe ser indispensable, no
en tal o cual campo, sino en el conjunto de la vida proletaria. Debe cons-
tituir la garantía evidente de las conquistas sociales realizadas y la pro-
mesa de nuevos progresos. Más todavía, debe ser, no sólo fuente, sino
también la condición permanente del bienestar de sus miembros. En
otros términos, es menester que el carnet sindical represente ventajas
tales que ningún productor pueda ni soñar en no poseerlo.

No se trata aquí en absoluto, notémoslo, de un plan maquiavélico para


"tener en mano" al proletario y hacerlo caminar derecho, al modo de los
patrones paternalistas que organizan, en el marco de la empresa, obras
sociales tan ventajosas para los obreros que ninguno de ellos pueda ni
pensar en ponerse en huelga. En primer lugar porque la formación que
se le hará aceptar no constituirá para él ni una nueva carga ni una limi-

33
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

tación de sus privilegios, sino, por el contrario, un beneficio de primera


importancia, aun cuando no sea capaz, por lo general, de apreciarla en
un primer momento. En segundo lugar porque la presión indirecta así
ejercida sobre el productor nada tendrá de un trato ni menos todavía de
un chantaje, puesto que no consistirá en condicionar ventajas por una
asistencia a clases o conciertos, sino más sencillamente en ligarlo cada
vez más con su sindicato haciéndole vivir en él una vida colectiva que
incluya una actividad cultural, como la vida de una familia de cierto nivel
comporta un ambiente formativo de que los niños participan au-
tomáticamente.

El sustrato material de que acabamos de hablar no es en sí suficiente,


por lo tanto, para hacer del sindicato un marco cultural. Pero, incorpo-
rando al productor en la organización profesional de que forma parte,
suscita un estado mental favorable a la búsqueda o la aceptación de una
actividad colectiva semejante, no a aquella del rebaño o del presidio,
sino a la de un club. La camaradería y la emulación surgen espontáne a-
mente del contacto diario, y los intereses comunes son demasiado pode-
rosos para que no nazca de ellos una solidaridad que haga normal todo
esfuerzo colectivo.

Por otra parte, el proletario, que siempre padece, en la fábrica, una infe-
rioridad que procede de su condición de no poseedor en un medio donde
la posesión es el único factor de la libertad y el poderío, reencuentra en
el sindicato su dignidad de hombre. Por eso mismo, su anticultura,
hecha de desprecio por el burgués pero también de desafío, pierde su ra-
zón de ser. Fuera de la fábrica, hasta que también la fábrica se humanice,
en el pleno sentido de la palabra, por su transformación en comunidad
de trabajo, el obrero ya no es un proletario, sino un ciudadano como
cualquiera. No a pesar de su condición de productor, sino en función de
ella. Es lógico que reivindique su derecho a la cultura con la misma in-
transigencia y el mismo entusiasmo con que los sindicalistas revolucio-
narios de ayer reivindicaban su derecho al pan.

17. El sindicato, escuela de cultura


Ha llegado, pues, para el sindicato la hora de considerar al productor ya
no solamente como un animal que necesita abundante comida y litera
confortable, sino un hombre que exige ser formado integralmente. Sin
abandonar sus funciones económicas, tiene que convertirse en una es-
cuela de cultura.

Esta última expresión es un tanto peligrosa en razón del sentido limitado


que se da hoy en día a la palabra escuela. Evoca clases sistemáticas,

34
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

exámenes, y disciplina física, cosas que naturalmente repugnan a la gran


mayoría de los obreros. No se trata por lo tanto, de ningún modo, de
transformar las sedes de los sindicatos en escuelas nocturnas. Estas exis-
ten y es de esperar que se multipliquen más todavía. Ni siquiera queda
excluido que los distintos sindicatos organicen por cuenta propia institu-
tos educacionales conformes con las exigencias profesionales de sus
miembros o con su propia necesidad de conductores. Pero no hay que
negar que tales organismos nuevos no alcanzarían, como ya es el caso de
aquellos que funcionan, sino a la pequeña minoría de los trabajadores
manuales que aspiran a la cultura y no buscan tanto convertirse en obr e-
ros cultos como cambiar de capa social. No es, por lo tanto, en semejante
extensión del sistema clásico que estamos pensando.

Concebimos, por el contrario, la escuela de cultura como un club que


sea, por su misma actividad, un centro de atracción para los productores
y donde éstos encuentren, ante todo, un marco formador. El obrero no
irá espontáneamente al museo. Pero, viviendo en contacto cotidiano con
lo bello en una Casa Sindical donde se sienta a sus anchas, aprenderá
poco a poco, sin clases de estética, a hacer la diferencia entre la obra de
arte y el calendario "artístico", entre la buena música y la canción de
moda. En éste un primer punto.

Pero a semejante marco no hay que dejarlo vacío, lo que sería hacerlo
ineficaz. Que en él se presenten espectáculos de alto nivel, nada más
plausible. Mas no es suficiente. También y sobre todo hay que hacer par-
ticipar al productor en la actividad cultural y desarrollar así las predis-
posiciones que pueda tener. Elencos teatrales, orquestas de aficionados y
"ateliers" de pintura y escultura tienen su lugar en la Casa Sindical como
tienen el suyo la cancha de tenis, la sala de armas y la pileta de natación.
Todo esfuerzo de creación o de superación a la vez es formador y exige
una formación previa que el obrero buscará y para la cual habrá que dar-
le los medios.

Sin duda, solo una élite en potencia entrará en el juego. Pero no se puede
soñar en dar a todos un mismo nivel de cultura. La masa permanecerá
espectadora y esto ya será, de su parte, un primer paso, de resultados
apreciables. La objeción que se puede hacer a nuestro proyecto tal como
lo hemos desarrollado hasta aquí es otra: la cultura que irán adquiriendo
así los productores será una cultura "agregada", y el sindicato sólo cons-
tituirá el pretexto de una acción formadora "de lujo" que podría darse
con tanta eficacia en otro lugar. Estamos de acuerdo. Pero no hemos
hecho, hasta ahora, sino describir el ambiente de la escuela de cultura,
esto es, el marco en el cual el obrero recibirá y se forjará una cultura "in-
tegrada". Pues no vemos razón alguna para que los trabajadores manua-

35
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

les no aprovechen, en la medida de sus posibilidades, el capital de civili-


zación del que son herederos legítimos al mismo título que los demás
miembros de la Comunidad.

18. La cultura integral en la creacion


Es uno de los prejuicios más sólidamente enraizados en los burgueses y
los intelectuales (incluso los burgueses y los intelectuales socialistas) que
el obrero trabaja porque está constreñido por la necesidad material pero
tiene horror y asco por su oficio. Si realmente es así para algunos, esto
demuestra simplemente que hay inadaptados en la clase obrera, lo que
no constituye ninguna revelación, y que las condiciones capitalistas de
trabajo no son muy exaltantes, lo que tampoco es nada nuevo. Pero, de
todas maneras, la tesis es inexacta en lo que atañe al conjunto de los tra-
bajadores manuales.

Se ha notado muy a menudo que los pequeños perfeccionamientos técni-


cos, a veces de consecuencias incalculables, con que simples obreros asa-
lariados han mejorado sus herramientas y métodos de trabajo, son
numerosísimos. Casi es norma que el productor "piense" su trabajo. Sin
embargo, muy pocos han sabido sacar un provecho material o profesio-
nal duradero de sus inventos, por lo menos hasta los últimos años en que
una tendencia a suscitar las innovaciones técnicas de este tipo se ha des-
arrollado entre los patrones como consecuencia de las encuestas realiza-
das en las fábricas por psicólogos especializados. En cualquier obrero
hay un artista que, al no poder, como el artesano, poner su personalidad
integral en su obra, busca por lo menos la perfección de su trabajo. ¿Cuál
es el ajustador que no tiene su técnica particular y no se enorgullece de
ella? ¿Cuál es el mecánico que considera el ejercicio de su oficio como
una rutina y no se confunde, en una especie de simbiosis incomprensible
para el profano, con el motor que está arreglando? A pesar de la explota-
ción capitalista y la inhumanidad del taylorismo [15], por lo demás cada
vez más abandonado hoy en día, el productor toma interés en lo que
hace y siempre busca aprender a hacerlo mejor. Nada más natural si
pensamos que, durante muchas horas por día, su cuerpo y su mente son
moldeados por una técnica que acaba por incorporarse a su naturaleza

15)- El taylorismo, propuesto por su autor Frederick Winslow Taylor, consiste


principalmente en un sistema de producción industrial. De manera general,
basa los procesos productivos en la estricta división del trabajo y una extensa
especialización de los trabajadores, apostando por una producción en cadena
orientada únicamente a maximizar la productividad de la mano de obra sin
considerar los factores humanos y psicológicos de los obreros.

36
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

en forma de hábitos definitivos. En las peores condiciones de trabajo, su


entusiasmo creador – en la escala variable de sus posibilidades, por su-
puesto – siempre busca despertarse.

Lo que la fábrica capitalista es incapaz de hacer, el sindicato puede y


debe realizarlo. Agrupa a obreros de un mismo oficio que poseen en
común, no sólo el interés económico, sino también el entusiasmo poten-
cial que acabamos de analizar brevemente, aun cuando, delante de sus
compañeros, un falso pudor los impele a disimularlo. La fábrica traba al
productor constriñéndolo a una rutina casi mecánica. Estorba el libre
desarrollo de la imaginación creadora, de la cual nace la alegría en el
trabajo. Corresponde al sindicato poner a disposición de sus miembros
los materiales (talleres, utilaje), que sólo podría aprovechar una minoría,
como la formación teórica y práctica merced a la cual el obrero logrará
escaparse del círculo vicioso de la especialización abusiva y realizar, sin
salir de su oficio, sus aspiraciones de creador.

¿Se puede legítimamente calificar semejante formación de cultura? Los


racionalistas lo negarán. Para ellos, la cultura sólo procede de la intel i-
gencia desencarnada. Pero los artistas, por cierto, contestarán afirmati-
vamente. Saben por experiencia vivida que el trabajo manual es
formador del ser entero dándole el rigor sin el cual no hay creación. Sa-
ben que el "cuerpo a cuerpo" con la materia agudiza la sensibilidad más
de lo que puede hacerlo un curso de historia del arte. La cultura "inte-
grada" no hará del obrero, por supuesto, un hombre de mundo capaz de
hablar y juzgar de todo sin nunca producir nada original, ni un diletante
cuyo refinamiento permanezca estéril, sino el equivalente moderno del
artesano de antes, que sacaba de su actividad creadora una riqueza de
pensamiento y una delicadeza de sentimientos que hacían de él un hom-
bre completo cuyas obras, en todos los campos, son modelos no iguala-
dos.

19. La acción cultural del sindicato


La cultura "integrada" no excluye, por otra parte, lo que se conviene en
llamar la "cultura general". La supone, por el contrario, ya lo vimos, co-
mo producto de un ambiente necesario y la suscita por la formación in-
tegral que da al productor. Los principios y valores de ambas son los
mismos. Sólo difieren sus modos de expresión. El rigor lógico del mecá-
nico lo hace apto para captar y apreciar la exactitud de un razonamiento,
aun cuando no hace de él un metafísico. La sensibilidad a las formas del
tornero – y elegimos deliberadamente nuestros ejemplos en las especia-
lidades que, en la fábrica, dejan el menor lugar a la iniciativa personal –
lo prepara a sentir mejor que muchos críticos de arte la belleza de una

37
Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

estatua o un cuadro. La formación técnica tal como la concebimos no


encierra más al trabajador manual en su oficio que la formación
humanística al intelectual en el marco de las lenguas muertas. Antes al
contrario, el esfuerzo de la búsqueda le abre la mente a nuevas experie n-
cias, el entusiasmo creador lo predispone para grandes aventuras y el
desinterés que pone en su trabajo lo arranca del materialismo moral. Es
en este sentido que podemos hablar de cultura. La técnica sólo es un
procedimiento más adecuado que cualquier otro, por ser mejor adaptado
a la naturaleza del productor, para llevar la clase obrera a la civilización.

Cuando hablamos de formación técnica, no queremos decir, por lo de-


más, formación profesional. Esta, que no hace sino preparar al obrero
para desempeñar una función determinada en la fábrica, está dada por
las escuelas especializadas. La formación técnica, por el contrario, en el
sentido en que la entendemos no está dada hoy día en ninguna parte
fuera de algunas pequeñas asociaciones y en campos muy limitados (el
aeromodelismo, verbigracia). Está destinada a permitir al productor su-
perar su función económica, pero sin salir de su oficio o, por lo menos,
apoyándose en él. El hecho de que el obrero se haga, por eso mismo, pro-
fesionalmente más capacitado no es sino una consecuencia feliz y lógica,
pero indirecta, de su desarrollo cultural.

Digamos de modo más concreto que la formación técnica de que se trata


está destinada a transformar en arte el oficio puramente "alimenticio"
del trabajador manual. Todas las tradiciones artesanas pueden así utili-
zarse otra vez, ya no como medios de subsistencia, sino como técnicas de
creación desinteresada. Basta que el carpintero que fabrica puertas en
serie aprenda a tallar la madera, que el metalúrgico que tornea siempre
la misma pieza aprenda a forjar el hierro o que el relojero industrial que
arma despertadores en cadena aprenda a inventar mecanismos, para que
se conviertan en artistas. Existen pocos oficios que no posean así una
extensión creadora posible. Otros, como la mecánica del automóvil y la
radio, ya suponen una iniciativa y conocimientos tales que bastaría libe-
rarlos del constreñimiento comercial para que abrieran por si mismos un
campo inmenso a la creación.

En cuanto a los medios de que dispone o puede disponer el sindicato


para dar a sus miembros semejante cultura de expresión técnica, son
todos aquellos que usa la propaganda contemporánea. Si la edición, la
prensa, la radio, el cine y la televisión contribuyen, hoy en día, tan pod e-
rosamente al embrutecimiento de las masas, ¿cómo no podrían, libera-
dos de su espíritu mercantil y demagógico, actuar eficazmente en sentido
contrario? Piénsese solamente en las posibilidades excepcionales que
ofrece la televisión documental y educativa: permite presentar al espe c-

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

tador, en una forma particularmente atrayente, los procedimientos y los


resultado:, de las técnicas que nos ocupan y darle así el gusto de la crea-
ción y los conocimientos necesarios para llegar a ella. Permite sobre to-
do, y de modo más general, en unión con los demás medios de difusión
que hemos citado más arriba, rehabilitar a los ojos de todos el trabajo
manual y hacer desaparecer el complejo de inferioridad que impele al
productor a imitar al burgués; lo que constituye el primer paso que dar.

Por supuesto, el empleo de semejantes medios modernos que el sindica-


to no puede dejar en manos de los envenenadores de la mente obrera no
excluye el recurso a los procedimientos tradicionales y en particular a la
enseñanza directa. Y puesto que, en materia de cultura, se trabaja siem-
pre para el porvenir más que para el presente, nos parece indispensable
que la formación técnica sea impartida en primer lugar en el marco de
un movimiento de juventud sindicalista fundado en una "mística" del
trabajo y en el espíritu de equipo, según el ejemplo dado en Euro pa por
los "Compagnons de France", [16] hoy desaparecidos por razones políti-
cas.

20. Los "maestros de cultura" en los sindicatos


No faltan utopistas para pensar que los medios modernos de acción s o-
bre la masas son tan poderosos que basta emplearlos para que la cultura
– cualquiera sea, por otra parte, la concepción que se tenga de ella – se
difunda rápidamente en todos los estrados de la sociedad. Desgraciad a-
mente, formar un hombre – y, con más razón, una capa social – no es
tan sencillo como hacerle tararear la canción de moda. La cultura no se
improvisa, ya lo dijimos, ni se distribuye como el pan o el vino. Siempre
constituye el resultado, nos lo enseña la historia, de un esfuerzo lento y
continuo a través de varias generaciones. Aun cuando los sindicatos,
plenamente conscientes de su tarea en este campo, lograran de la noche
a la mañana fiscalizar y utilizar la prensa, el cine, la radio y la televisión,
el problema no estaría resuelto. Pues quedaría por encontrar los "mae s-

16)- Los Compagnons de France fue una organización juvenil de la época de


Vichy, fundada en el verano de 1940. Sus miembros fueron varias decenas de
miles, portadores de una "Kulturkritik" que culpaba de los males de Francia a la
democracia parlamentaria, el liberalismo y un individualismo orientado al me r-
cado, y tenía antídotos que proponer: autoridad, fe, comunidad.
El fin de la guerra significó el fin de la iniciativa, pero no del todo, pues los
jóvenes de la guerra aún tenían décadas de vida por delante, y no todos olvida-
ron los ideales que alguna vez los animaron.

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

tros de cultura" sin los cuales los medios de formación más poderosos
resultarían ineficaces.

Eso parecerá una perogrullada, pero las tesis en boga entre algunos d e-
fensores de la "cultura proletaria" hacen que no sea inútil escribirlo sin
perífrase: la formación cultural sólo puede ser dada por gente culta, so-
bre todo cuando es preciso que adquiera una nueva expresión. Hay, por
cierto, autodidactas en la clase obrera. Pero no constituyen sino una mi-
noría insignificante y su cultura no siempre es muy sólida ni bien equil i-
brada. No basta, por otra parte, poseer una formación para saber trans-
mitirla. Completemos, pues, nuestra fórmula: la formación cultural sólo
puede ser impartida por profesores.

Tal conclusión no deja de ser un tanto inquietante. Sugiere invencible-


mente la imagen molieresca de un intelectual puro, salido de las clases
medias, rodeado de seres toscos cuyo modo de pensamiento y aspira-
ciones desconoce del todo, y tratando de iniciarlos en los misterios de la
sintaxis latina o del cálculo diferencial. Es bien evidente que traer la es-
cuela o la universidad al sindicato no podría dar resultados mucho mejo-
res que llevar al sindicalista a la escuela o a la universidad.

Nadie que se haya ocupado del problema ignora, sin embargo, de qué
prestigio goza el profesor en la élite del proletariado. No es, por lo tanto,
imposible utilizar a algunos profesionales de la enseñanza que hayan
estudiado la situación de la clase obrera, aunque sólo sea para planificar
el esfuerzo a emprender y formar, con ayuda de esos viejos artesanos que
aún se encuentran y que dominan perfectamente las técnicas de los ofi-
cios de arte, profesores seleccionados entre los trabajadores manuales
más aptos. Pues sería vano querer alcanzar de una vez al conjunto de los
productores. Sin duda es posible modificar desde ya el clima cultural en
que todos se mueven. Pero la cultura no puede sino infiltrarse progresi-
vamente en la masa, que, no lo olvidemos, procede por imitación más
que por convicción. Hay que formar primero, intelectual y técnicamente,
"maestros de cultura" que, a su vez, formarán después a una élite que,
por su ejemplo, ayudará a la masa a modificar su actitud. Procedimiento
lento, sin duda, pero el único que pueda dar resultados duraderos. No es
cosa fácil cambiar la mentalidad y los gustos de un proletariado hasta
ahora abandonado a sí mismo o, peor aún, sistemáticamente explotado
en su ignorancia. Procedimiento conforme a la naturaleza de las cosas,
también. Pues la cultura es siempre, en su expresión creadora, lo propio
de una aristocracia y va degradándose después según la capacidad bio-
psíquica y la condición histórica de las capas sociales que la reciben y
aceptan de modo desigual.

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La minoría que encarnará la nueva expresión de nuestra cultura const i-


tuirá, como lo escribe Henri De Man, ex presidente del Partido Obrero
Belga (socialista), una nueva aristocracia rectora; una aristocracia del
trabajo manual, diferente en su modo de vivir y de crear tanto de la anti-
gua aristocracia política y militar como de la élite intelectual que peno-
samente le sobrevive, pero no inferior a ellas. E infinitamente superior a
la burguesía, cuya cultura decadente no es sino un barniz engañador.

21. Valor revolucionario de la cultura sindical


La redención cultural del proletariado acarreará, pues, como acabamos
de verlo, importantes consecuencias sociales. Hasta ahora, la estratifica-
ción económica nacida del capitalismo y la estratificación cualitativa
coincidían en sus grandes líneas. La clase obrera estaba realmente abajo
de la escala social en todos los campos. Ya no será lo mismo una vez que
haya recibido y asimilado la formación cuyos principios hemos asentado.
Sobrepuestas desde el punto de vista económico, las clases estarán yux-
tapuestas desde el punto de vista cualitativo. Vale decir que el obrero
culto se sentirá humanamente igual al burgués culto al que permanecerá
sin embargo sometido según las cláusulas del contrato de trabajo. Su si-
tuación económica le parecerá tanto más inaceptable cuanto que su cul-
tura, fundada en el oficio, lo preparará mucho mejor para su trabajo de
productor que la formación, más enciclopédica que verdaderamente
humanística, del burgués prepara a éste para su papel de dirigente.

Los soñadores idealistas que esperan que la cultura llenará las aspira-
ciones de la clase obrera y bastará para incorporarla a la Comunidad –
léase: para hacerla quedar quieta y aceptar su suerte con resignación –
se ilusionan completamente. La redención cultural del proletariado no
puede ser una redención del proletariado por la cultura. Es impotente,
en sí, para compensar la anormalidad de las relaciones entre productores
y detentadores de los medios de producción. Muy lejos de hacer al obre-
ro pasivo y sumiso, le dará, por el contrario, a la vez que una conciencia
más aguda de la explotación que padece, la capacidad de reemplazar la
estructura capitalista de la sociedad económica por una estructura co-
munitaria.

Pero el sindicalista culto ya no luchará como un bárbaro. Ya no soñará


en destruir la civilización al mismo tiempo que al "ocupante" burgués. Ya
no confundirá los valores tradicionales y su expresión decadente y ya no
los vinculará en su mente con el proceso capitalista de la producción.
Antes al contrario, la revolución tendrá para él la doble razón de ser de
liberar a la clase obrera y de devolver a la civilización su plena vigencia,
unificando otra vez la cultura fundada en el oficio y este mismo oficio del

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que la victoria burguesa dramáticamente la había alejado. Las conse-


cuencias sociales de la cultura obrera tal como la concebimos serán, por
lo tanto, lógicamente inversas de aquellas que la adopción por los pro-
ductores de una cultura burguesa degradada ha provocado en los Esta-
dos Unidos. Allá, el proletario "plutócrata", aburguesado en su "cultura",
se ha sentido solidario del sistema económico burgués. Acá, el obrero,
creador en el marco de una cultura de nueva expresión, tenderá a elimi-
nar el dominio económico de una clase cuya superioridad ya no admitirá.
No queremos decir con eso, por supuesto, que el reformismo de los sin-
dicatos yanquis tiene por causa exclusiva ni principal el acceso, por lo
demás producido por la evolución del capitalismo, de los productores a
la cultura burguesa, ni que el espíritu revolucionario depende exclusiva o
principalmente de una cultura obrera. La causa fundamental de la acti-
tud proletaria es evidentemente de naturaleza económica. Pero la cultura
constituye un factor que no se puede dejar a un lado, como lo demostró
muy bien el gran maestro del sindicalismo revolucionario que fue y sigue
siendo Jorge Sorel.

El éxito de una revolución económica que acarree la desaparición de la


burguesía – vale decir, repitámoslo, de los detentadores del capital – en
cuanto clase dirigente de la producción sólo es posible, por lo demás, si
los productores están listos para integrarse en las comunidades de traba-
jo y desempeñar en ellas su función en una atmósfera totalmente reno-
vada. El socio de la empresa comunitaria ya no podrá producir con el
mismo espíritu que el asalariado de hoy, para quien, por lo menos en la
medida en que el gusto del trabajo bien hecho no priva sobre la concien-
cia que tiene de su condición de proletario, la norma es trabajar lo me-
nos que pueda. Tendrá, por el contrario, que participar por entero y sin
reserva en el esfuerzo colectivo, abandonando la idea de una remuner a-
ción exactamente proporcionada a su esfuerzo personal. Dicho con otras
palabras, tendrá que producir en un ímpetu de entusiasmo desinte-
resado. ¿Cómo conseguir tal resultado sin una formación previa? La cul-
tura obrera lo prepara para su futuro papel de productor libre. No es éste
su menor mérito.

22. Valor humano de la cultura sindical


Independientemente de sus consecuencias económico-sociales, la reden-
ción cultural de la clase obrera posee un valor en sí, un valor humano. El
proletario integral del siglo pasado no era, por su situación, sino un sub-
esclavo y tenía la mentalidad correspondiente. Estaba, desde este punto
de vista, más cerca del animal doméstico que del ser humano. Sería tan
vano como injusto reprochárselo retrospectivamente. Es un milagro que
se hayan reunido productores manuales para superar su condición pro-

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letaria y emprender la lucha sindicalista contra las potencias del dinero


que dominaban la sociedad entera, y hasta para emprender un combate
político contra el Estado burgués. Pero no por eso deja de ser cierto que
el mejoramiento material de las condiciones de existencia de los trabaja-
dores manuales pierde gran parte de su significado si no tiene por conse-
cuencia sino una imitación estéril del modo de vida y de pensamiento de
la pequeña burguesía, o más sencillamente, la mera satisfacción biológi-
ca de un legítimo apetito. Sin la cultura, sin una cultura adecuada a su
naturaleza y a sus necesidades, el proletario nunca será sino un sub-
esclavo bien alimentado.

Por el contrario, si el trabajador manual recibe una formación completa


que haga de él, en la medida de sus posibilidades biopsíquicas, un cre a-
dor capaz de dominar su condición de productor subordinado, no eva-
diéndose de ella sino "sublimándola", será un hombre en la plena
acepción del término, infinitamente superior al burgués, que no hace
sino consumir productos de cultura que otros crean a su intención sin
que él los comprenda siquiera. La cultura sindical llegará al feliz resulta-
do de civilizar al "bárbaro", no imponiéndole normas de pensamiento y
de acción que sean extrañas a su ser y a su función, sino por el contrario
dándole los medios de elaborar por sí mismo las formas en que le sea
posible asimilar y vivir la herencia que a todos pertenece.

Es por la creación, en efecto, que el hombre superior se revela, cualquie-


ra sea su jerarquía en la escala social presente y cualesquiera sean el
campo y la técnica de su esfuerzo. Crear es, para el obrero, incorporarse
a la materia y modificar el mundo. Es hacer obra de demiurgo. Es ta m-
bién realizarse en la plenitud conquistada de su ser, haciendo participar
su cuerpo, actor, y ya no solamente orgánico, en el acabamiento de su
adaptación interior. Basta colocar otra vez al obrero en las condiciones
de trabajo del artesano para que, naturalmente, vuelva a ser creador co-
mo lo era el productor de antes.

Dichas condiciones son de dos órdenes de importancia desigual. Inclu-


yen sin duda la facilidad económica que el proletariado ha conquistado
en el curso de los últimos decenios o de los últimos años. [17] Pero mu-
chos grandes creadores han logrado, en este campo, salvar los obstáculos
que la sociedad mercantilista levantaba en su camino. En cambio, nadie
crea en la servidumbre ni en la incultura. La clase obrera sigue estando
avasallada y no ocupa todavía el lugar que legítimamente le corresponde
en el proceso de la producción. Y sigue siendo inculta.

17 )- Escrito a principios de 1955.

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Es menester realizar, por lo tanto, un último esfuerzo. Ha llegado la hora


de dar a la clase obrera, en una forma adecuada a sus exigencias y a sus
posibilidades, la cultura a que tiene derecho como coheredera de nuestro
pasado. Decimos: dar. En efecto, limitado a sus propios medios, el traba-
jador manual es, salvo excepciones individuales, incapaz de reinventar
para su propio uso los métodos tradicionales de que el maquinismo lo ha
apartado, tanto menos cuanto que su medio aburguesado lo arrastra por
el camino de la facilidad. Pero el artista tampoco improvisa, salvo casos
excepcionales. Recibe de sus maestros, en la disciplina del atelier, la for-
mación que le permitirá crear y formar a su vez discípulos. Ya lo dijimos:
el marco natural de la formación del productor, a falta del taller comuni-
tario, es el sindicato. Luego, corresponde al sindicato dedicarse a esta ta -
rea de extraordinaria importancia que queda casi íntegramente por
hacer.

23. Valor económico de la cultura sindical


Aludimos más arriba, incidentalmente, a las afortunadas repercusiones
que la cultura del productor, tal como acabamos de definirla, tendrá ne-
cesariamente en el campo económico. Por cierto, el mejoramiento del
producto y el aumento de la producción no constituyen en absoluto la
razón de ser principal ni el objetivo primordial del esfuerzo a realizar,
que es ante todo de naturaleza humana. Pero, de cualquier modo, la eco-
nomía no es extraña al hombre y el progreso material, cualquiera sea el
mal uso accidental que de él hagamos, está lejos de carecer de valor hu-
mano. Y, por otro lado, el poderío de una nación depende, hoy en día, en
una buena parte, de su productividad industrial.

Es error demasiado común considerar dicha productividad como funda-


da esencialmente en la maquinaria de nuestras fábricas, cuando dimana
en primer lugar, puesto que las máquinas son productos, del nivel técni-
co de los productores. Si fuera posible aceptar la idea de una sociedad
industrialmente inmovilizada para siempre, dicho nivel podría ser resul-
tado de la mera formación profesional que dan las escuelas especializa-
das. Pero el mundo industrial, como toda realidad humana, está en
constante evolución. El productor, pues, no puede ser un simple robot
bien condicionado, según el sueño caduco de Taylor. Tiene que adaptar-
se a los cambios continuos de las técnicas, y hasta participar en ellos en
cuanto creador. Dicho con otras palabras, debe ser el amo de la técnica y
no su servidor. Esto resulta indispensable sobre todo en los países en
vías de industrialización, como la Argentina, que no pueden, bajo ningún
concepto, limitarse a una rutina industrial – que no existe o se ubica en
un nivel inferior de producción – sino que tienen, antes al contrario, que
superar sin tregua los resultados logrados, y con un ritmo más rápido

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que el de las naciones mecanizadas desde antiguo, puesto que hay que
compensar el tiempo perdido.

La industria contemporánea tiende, por lo demás, a eliminar al obrero


robot, cualquiera sea su grado de capacitación. La nueva fábrica Ford de
Cleveland produce (1954) partes de automóvil de modo casi totalmente
automático. Sólo intervienen, en ciertos momentos del proceso, algunos
pocos obreros altamente capacitados a quienes se les exige la iniciativa
de la que precisamente carece la máquina más perfeccionada. En Ingla-
terra existe una fábrica electrónica de receptores de radio que produce
con cincuenta técnicos como una fábrica normal con mil quinientos
obreros comunes. Esto equivale a decir que no habrá más lugar, en la
sociedad de mañana, para el productor medio de hoy. Sólo tendrán em-
pleo los barrenderos y los creadores.

Trátese, pues, del estado actual o del estado futuro del mundo industrial,
y aun cuando se considere el problema sólo desde el punto de vista
económico, una cultura que trasforma al robot humano en un productor
digno de tal nombre, capaz de iniciativa y, luego, previamente formado
con vistas a la iniciativa, es algo que resulta a las claras indispensable.
Ahora bien: la cultura del proletariado, funcional en sus modalidades, lo
será igualmente, búsqueselo o no, en sus resultados. En otros términos,
la cultura del productor es, ipso facto, la cultura del producto en cuanto
está fundada en la producción, a la que supera, sin duda, pero debe pri-
mero realizar. La llamada "cultura industrial", vale decir, la cultura del
obrero en tanto que referida a su trabajo y a los frutos de su trabajo, no
consiste, por consiguiente, de ninguna manera, en la especialización es-
trecha y cerrada que algunos temen no sin razón y otros desean ver des-
arrollarse en la clase obrera, sino que constituye, antes al contrario, el
mero aspecto económico de la formación integral del hombre creador.

24. Hacia la civilización de los productores


Los trabajadores manuales son lógicamente los primeros interesados en
el asunto, desde todos los puntos de vista. Pero su misma incultura les
hace ser, por lo general, incapaces de aspirar a una formación cuyo signi-
ficado se les escapa y no puede sino escapárseles. Luego, es normal y
necesario que las organizaciones que cargan con la responsabilidad del
porvenir obrero tomen las iniciativas que se imponen. Eso no quiere de-
cir, sin embargo, que deban actuar en circuito cerrado y sólo por sus
propios medios.

La clase obrera no padece sola, en efecto, las consecuencias trágicas de


su incultura. La Comunidad entera resulta disminuida por la presencia

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Jaime María de Mahieu Proletariado y Cultura

en su seno de varios millones de "bárbaros" que no sólo constituyen una


amenaza para la civilización sino que también traban su progreso, aun
en el campo material, como acabamos de verlo, y con más razón en el de
la creación desinteresada. El mismo poderío es, por una parte, función
de la cultura, pues la alegría es factor de fuerza y la creación es factor de
alegría.

El Estado comunitario no puede, por consiguiente, permanecer pasivo,


tanto menos cuanto que él tiene la responsabilidad de la educación,
siendo en definitiva la formación de los trabajadores obra de educación.
Por lo demás, la antigua fórmula panem et circenses sólo expresa un
falso maquiavelismo de Bajo Imperio, o un recurso provisional. Aun
desde el mero punto de vista político, es más fácil para el Estado dirigir a
un pueblo organizado y culto en todas sus capas que a una masa inorgá-
nica, indisciplinada e inestable que sólo una propaganda de cada mo-
mento logra mantener, no sin dificultad, en la línea general. Es por lo
tanto lógico e imprescindible que el Estado dé a los sindicatos, también
en este campo, el apoyo y la ayuda de sus poderosos medios de acción.

Tal colaboración es tanto más indispensable cuanto que las consecuen-


cias de la batalla que se está librando hoy en día en el mundo sobrepasa
infinitamente el marco de las antiguas rivalidades nacionales. Ya no se
trata solamente de provincias ni de mercados, sino de nuestra civiliza-
ción por igual amenazada por las dos formas antagónicas del capitalismo
industrial. ¿Cómo escaparse a la vez del liberalismo y del marxismo? No
podemos pensar en volver a la economía pastoril ni al sistema artesanal
de producción. ¿Será posible, entonces, adoptar una tercera posición que
no sea una componenda entre las otras dos sino que supere a éstas en
una síntesis que eche los cimientos de una nueva forma de vida comuni-
taria? Creemos que sí es posible, pero con tal de que se acepten los datos
que la historia y el estado presente del mundo nos imponen. El maqui-
nismo es uno de ellos. O lo civilizaremos, o nos aplastará. No desapare-
cerá.

Quiérase o no, la cultura patricia, que dio hermosas flores y bellos frutos
– ¿por qué no reconocerlo? – desde los Médici, pero que se ha desarro-
llado como un parásito sobre la sólida cultura aristocrática y artesana del
Antiguo Régimen, tal cultura de élites ociosas ya no es viable hoy en día
porque ha chupado toda la savia del árbol del que se nutría. Ya no que-
dan de ella sino los subproductos pestilentes que el mercantilismo libe-
ral difunde en las masas occidentales.

Gracias a Dios, las civilizaciones no son formas históricas tan perecede-


ras como las culturas. Proceden de la raza, y nuestra raza, aunque en

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peligro, todavía es sólida. Para que nuestra civilización se afirme otra vez
con pleno vigor, basta devolverle una base valedera y firme. Dicha base,
la tenemos: el oficio, vale decir: lo que, en el maquinismo, ha per-
manecido humano. Si no sabemos trasmitir a los productores manuales,
mediante la cultura sindical, la herencia de nuestra civilización, ésta
desaparecerá, tal vez para siglos, tal vez para siempre, en el hormiguero
industrial que los Atila mecanizados que nos acechan amenazan edificar
sobre los escombros de nuestro Occidente.

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