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SIETE AÑOS EN EL ZOCO DE LOS HUÉRFANOS

Cuando abandono el universo aséptico del hospital, su vida pautada, sus ritos establecidos, donde
me he ido tejiendo un capullo protector, tengo siete años y medio. Ando casi con normalidad. Mi
ojo derecho está estropeado, tengo una oreja en forma de coliflor, la nariz rota, la frente marcada.
Padezco horribles dolores de cabeza que me trituran el cerebro como si estuviera en un tomo de
láminas cortantes. Pero ando y sé dibujar.
Para recobrar toda mi movilidad, ingreso en un centro de rehabilitación en la isla de Ré. Me
expulsan enseguida, debido a un temperamento excesivamente nervioso. El mismo veredicto y el
mismo motivo en Dax. Voy a parar finalmente a una casa de monjas de Arcachon. Estas religiosas
de san Vicente de Paúl son pacientes y atentas. Me acuerdo de sus tocas blancas, de la medalla
azul que me regala una de ellas, de los paseos por el malecón —los chicos de mi edad compran
globos, caramelos; yo no tengo más que agujeros en los bolsillos—, de la fragante sombra de los
pinos bajos los cuales me refugio para escapar del ardor del verano, y de la casa de la felicidad. Así
es como yo llamo a una gran villa blanca en la que veo a unos niños reír y jugar, correr por la
terraza entre el mar y el cielo. Me juro a mí mismo que me casaré, más tarde, cuando sea un
hombre, con una chica de aquí. Una chica de la casa de la felicidad…

Recuperado el aplomo, abro entonces otra puerta del mundo de los niños perdidos y sin collar.

Tras un largo viaje en coche, en el que eché hasta la primera papilla, salgo de mis náuseas frente a
una fila de siniestros edificios, poco propicios para aliviar el mareo. Es la Beneficencia pública de
una ciudad del norte de Francia. Conducido por una asistenta social, penetro en una de las alas del
hospicio. Atravesamos pasillos poblados por personas mayores con ropas que huelen a pis. Unos
viejos sueltan unos gritos histéricos. Con mis ojos de chico de siete años bien cumplidos, observo,
espantado, ese mundo oculto de hombres y mujeres de otra época, con la mirada perdida.

Una viejecita me agarra el brazo con su mano de venas salientes y grises. Muestra una boca sin
dientes, un agujero negro de labios agrietados, y después vomita súbitamente la lengua como una
serpiente rosada. Sus ojos globosos se clavan en mí, dispuestos a saltar de sus órbitas.

En medio del pasillo, un viejo sin piernas, inmóvil, con la boca abierta, aparece depositado sobre
su silla de ruedas como una estatua. En un recodo, a la izquierda, un hombre de pelo negro e
hirsuto se da cabezazos contra la pared, con regularidad, y luego se gira con una risa extraña que
le sale de la nariz. El sufrimiento, la angustia de esas vidas que se acaban, amontonadas en
desorden, abandonadas en un barullo, me revuelve el estómago.

Entramos en una sala de muros de color ocre.

Hay el mismo olor sofocante a cerrado y a pis, con un tufo a éter. Algunas personas juegan a
cartas y al dominó.

Una viejecita me para al pasar. Pone su mano de pergamino sobre mi antebrazo y me ofrece una
crema de vainilla. Me mira, con aire inconsolable y la cabeza inclinada sobre los hombros
hundidos, con unos ojillos negros que brillan como zapatos bruñidos. Leo la tristeza en sus ojos.
Ella clava en mí su mirada, sus ojos se humedecen. Me dedica un gesto con la mano para decirme
adiós. La asistenta social tira de mí, disgustada. Me giro por última vez hacia la anciana triste. El
silencio la embellece, abuela.

Algunas miradas dan pruebas de ser eternas. Embutidos en nuestros baúles secretos, estos
tesoros abandonados habrán de despertarse en los momentos de duda. Jamás olvidaré la
extraordinaria y digna belleza de aquella mujer.

En uno de los extremos de un pasillo en forma de herradura, la asistenta social señala un banco
de cuero granate, junto a una inmensa escalera:
—Siéntate aquí.

Ya hay otro chico sentado. Me pregunta:

—¿Te han metido con los locos?

Hace girar un dedo sobre la sien, y suelta una risa pastosa

. Se burla de ellos, me duele.

Vuelve la asistenta. Mi compañero me lanza una mirada inquieta. Frunce los ojos y hace un ruido
de fuelle con la boca. Me entra miedo. ¿Qué quiere decir? Se abre la puerta, la señora me habla en
voz baja y hay otra que asiente con la cabeza mientras me observa con severidad. Ésta última me
da un número que contiene mi fecha de nacimiento y la cifra de mi provincia de nacimiento. Me
desnudo. Me vacunan. Después me rapan el pelo, me aplican un producto que tiene un olor muy
fuerte y me envuelven la cabeza con vendas. Parezco un emir del petróleo. «Es para matar los
piojos», explica la mujer.

Me hace entrar en una gran sala. Una treintena de niños, con la cabeza rapada, están agrupados
en fila. Todos van vestido de la misma manera: con unas bermudas de cuadros, una camiseta lisa y
botines. Nos miramos como pasmarotes. Pido permiso para ir a ver a la viejecita de los ojos
húmedos. Me lo prohíben. «¡Tú no te mueves de aquí! ¡Y a obedecer!».

Me quitan el disfraz de momia, me ordenan unirme a los demás, al final de la fila, junto a ellos, a
lo largo de la gran escalera, al lado de la puerta principal. Es jueves y no hay colegio.

De pronto se abre la puerta. Unos cuarenta hombres y mujeres entran en la habitación. Unos van
vestidos de punta en blanco, como si fuera domingo, los demás llevan bolsas de provisiones. Pasan
entre nosotros mirándonos de arriba abajo como si fuéramos objetos raros, maniquíes de cera del
museo Grévin. Observan, examinan los detalles, de la cabeza a los pies. Los hay muy expresivos —
«¡Oh, que mono es éste! ¡Me gusta mucho!»—, y los hay que no manifiestan ninguno de sus
sentimientos, estudiándonos en silencio, lanzando de vez en cuando un gruñido de satisfacción a
la vista de uno u otro chico. Otros hacen preguntas, y otros fruncen el ceño, apoyando dos dedos
contra la mejilla, con una mueca pensativa y entornando los ojos como para imaginar qué aspecto
podrá tener ese chico en unos cuantos años. Algunos pasan y vuelven a pasar, como los
apostadores antes de una carrera de caballos, anotando el número que llevamos sobre el pecho.

Estas personas vienen a escoger un niño.

Al mediodía, todo el mundo abandona el lugar tras haber hecho la compra de niños abandonados.
Sólo quedan dos niños en la gran sala vacía y desnuda, uno que se llama Christian y yo. Los otros
han sido adoptados. A Christian ya le ha tocado esperar dos veces. Sin éxito. Sólo le queda una
oportunidad. Me explica las reglas del juego:

—Si no te eligen la tercera vez te llevan a un correccional. Tienes tres oportunidades en total…

Tras un momento de silencio, añade:

—¿Sabes por qué no nos ha cogido nadie?

—Pues, no… No tengo ni idea.


—Es porque no somos guapos. A la gente le gustan los niños guapos. Es verdad que Christian no
es guapo. Y yo debo ser tan feo como él, puesto que no he sido elegido.

Por la noche no consigo dormir. Sueño despierto que una bella señora y un amable señor, bien
vestidos, se me acercan y me sacan de la fila: «Ven con nosotros». Me dan la mano, y me veo a mí
mismo, entre los dos, cruzando el gran portalón de la Beneficencia, aureolado de luz.

Es un sueño que me impide dormir. Lo evoco a menudo mientras espero el día D de la liberación.

El jueves siguiente, la misma ceremonia, con diez niños nuevos. Yo suscito toda una serie de
secreteos y conciliábulos. No resulto elegido. La hermosa señora y el amable señor bien vestidos
no han venido. Christian y yo nos quedamos otra vez en la estacada, como esas verduras un tanto
estropeadas que los hortelanos no han conseguido vender y dejan en su sitio al terminar las
ventas. Somos unos niños apaleados y echados a perder.

Tarde lúgubre. Por la noche, nos volvemos a encontrar solos en el siniestro dormitorio, muy tristes
por dentro. Christian ha quemado su último cartucho. Le van a mandar a un correccional. No
quiero que me deje, es mi hermano de abandono.

Los demás niños duermen en una cama grande con sábanas limpias, en una hermosa casa, con un
papá y una mamá que les tienen en palmitas. Mejor para ellos. Nosotros no hemos ganado en la
lotería del amor. Peor para nosotros.

Al apagarse la luz del dormitorio me entra súbitamente el miedo. Me echo a llorar. Mi padre
vuelve para pegarme. ¿Por qué me atrapa este recuerdo atormentado con más fuerza que de
costumbre? Aúllo. Me echan agua fría. Yo desgarro las sábanas con los dientes.

—¡Llorón, una meada que te ahorras!, me suelta el vigilante.

Esa noche empiezo a cerrar las compuertas de mi corazón y el grifo de mis lágrimas. Si no quiero
morir o volverme loco, tengo que endurecerme.

A la mañana siguiente me muestran a una señora psicóloga. No me observa. Hojea rápidamente el


informe y llega a la conclusión de que estoy enfermo. «¿Enfermo de qué?», le pregunto. Espeso
silencio. Clavo en ella la mirada. Me siento más bien sano. Ella escribe durante largo rato en una
hoja de papel.

—¡El siguiente!, suelta sin una mirada.

Me agarran del brazo y me llevan en coche. No sé a dónde me llevan. De pronto, una idea
descabellada me atraviesa. Un relámpago de felicidad. Pregunto a la señora que me traslada:

—¿Me lleva otra vez con mi madre? Ella responde que sí.

Se acabó la pesadilla.

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