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Sharon Kendrick - Fuerte Como El Veneno
Sharon Kendrick - Fuerte Como El Veneno
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Una vez se había acostado con ella. . . ¡Pero ahora ni siquiera la reconocía!
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mujer.
Elizabeth consiguió llegar al cuarto de baño sin tambalearse, abrió el grifo y
puso las muñecas bajo el chorro de agua fría, intentando disminuir el
fuerte, palpitar de su pulso que había enrojecido sus pómulos, contrastando
con la blanca palidez de su rostro. Tenía que controlarse.
¿No estaba reaccionando de manera descabellada? Sólo porque él hubiese
olvidado que una vez, hacía mucho tiemno... Elizabeth se mordió el labio.
Que una vez se había acostado con ella.
Lo que no significaba nada. No en el momento actual. Y menos para un
hombre como él. Si ella había malinterpretado lo que sólo fue un placentero
devaneo, era asunto suyo, no de él. Y no tenía derecho a cargarle con las
repercusiones de aquel fatídico fin de semana.
Era un posible cliente, nada más. Pero ya sabía que no lo quería como
cliente. Lo había amado, por Dios Santo, era imposible que trabajase con él
como si nada hubiese ocurrido. Una voz gritó en su interior: «¡Díselo! Dile lo
de Peter».
Él seguía de pie, pero mirando por la ventana. Cuando oyó la puerta del
cuarto de baño, se volvió.
La idea de decírselo se desvaneció en cuanto Elizabeth se encontró con su
mirada. No la reconocía en absoluto. Una inmensa tristeza la invadió
mientras morían sus últimos sueños adolescentes.
—¿No quiere sentarse? —dijo ella, señalándole una silla con una mano
larga y elegante.
—Gracias —dijo él, en tono cortés pero cargado de desdén.
Esperó a que ella se sentase al otro lado de la mesa, observándola
detenidamente, tanto que por un momento Elizabeth pensó que la iba a
reconocer.
—¿Siempre es usted tan hostil con sus clientes, señora Carson? —preguntó él
con frialdad.
—He estado bajo muchas presiones últimamente—dijo ella, sintiendo que
empezaba a recuperar algo de su compostura habitual—. Y todavía estoy
recuperándome de una fuerte gripe que acabo de pasar.
Pero no había el más mínimo indicio de disculpa en el tono de su voz, y
los dos lo sabían. Él frunció el ceño, echando fuego por sus ojos verde
azulados, ante su descortesía.
Pero ella pretendía ser insultante. Sin importarle las consecuencias, quería
que ese hombre saliese de allí, inmediatamente. Ya le había destrozado la
vida una vez, y haría todo lo que fuese necesario para que no volviese a
ocurrir.
Los espectaculares ojos de color verde azulado seguían mirándola,
brillando ante la agresiva expresión de Elizabeth. Ella esperaba una brusca
réplica, pero él se recostó en la silla como si tuviese todo el derecho del
mundo a estar allí.
—Tiene problemas con los hombres, ¿verdad, encanto? —él miró
sugerentemente su cabello corto, casi como un chico, y ella captó la indirecta
inmediatamente, ruborizándose intensamente.
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a un nivel formal.
Él la miró con un gesto de desdén en la boca. —Dios, qué neurótica —observó.
Ella lo miró cortésmente, como si no acabase de insultarla.
—¿Empezamos? —inquirió con frialdad, y vio que él asentía con la cabeza de
mala gana—. ¿Qué clase de negocios quiere establecer?
•Un despacho de abogados, por supuesto —afirmó él—. -¿Qué iba a ser?
•Pero usted se ha graduado en Estados Unidos, y no puede ejercer aquí si
no realiza algunos exámenes le convalidación.
—No pensaba ejercer. Eso se lo dejaré a mis colegas ingleses. Yo sólo estoy
aquí para montar el bufete, y después volveré a mi país.
—¿Eso significa que sólo estará aquí temporalmente? —preguntó ella sin
poder ocultar el alivio en su voz. Él torció el gesto.
—Sí, señora Carson. Unos meses como mucho.
—¿Y sería un despacho de asuntos generales, temas de empresa, fraudes,
divorcios...?
—Oh, no, señora Carson. Igual que usted, yo tengo una especialidad.
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Sus palabras pretendían dar por terminada la entrevista. Los dos lo sabían,
pero él permaneció impasible. Ella vio que arrugaba la frente como si
estuviese resolviendo algo en su cabeza.
Intentando distraerlo, Elizabeth volvió a hablar. —¿Desea alguna cosa más,
señor Masterton? ¿Hay algo más que quiera decirme?
•Sí —dijo él—. Cene conmigo esta noche.
•¿Cenar? —dijo ella con una ronca carcajada. Sin dejar de mirarla, él
sonrió. Pero era una sonrisa fría, a años luz de sus ojos.
•No se sorprenda tanto —murmuró—. Algún hombre la habrá invitado a cenar
alguna vez. Además, ha estado casada. ¿Por qué se pone la mano en el pecho
y actúa como si le estuviese proponiendo algo indecente?
—Usted es un cliente —dijo ella con una fría sonrisa.
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Él se encogió de hombros.
—No hay nada que prohíba que cenemos juntos. Considerémoslo una cena de
negocios.
•Pero ya hemos hablado de todo lo que teníamos que hablar al respecto.
—Tiene razón, desde luego, señora Carson —dijo él con el rostro enigmático—
. Me gustaría cenar con usted porque me intriga.
Ella se levantó con el corazón palpitándole con fuerza.
—¿Ah, sí?
—Mmm. Sí, mucho —él también se puso en pie—. Su actitud hacia mí ha
sido muy extraña, por decir algo. A su secretaria también le ha
sorprendido, así que no debe de ser habitual en usted. Y me pregunto por
qué. ¿Soy yo?
—¿Quiere decir que no he reaccionado a su despliegue de encanto? —dijo ella
furiosamente.
Él frunció el ceño, y entonces sonrió.
—Todavía no lo he utilizado —dijo—. ¿Quiere que lo haga?
—Quiero que me deje irme a mi casa —dijo ella rotundamente.
—Claro —él miró su reloj—. Se está haciendo tarde. ¿Ha quedado con
alguien?
¡La solución perfecta!
—Pues... sí. Sí, he quedado.
—Entonces la acompaño al ascensor —dijo él tranquilamente.
Elizabeth tomó su maletín de mala gana.
—Gracias.
El camino alfombrado hasta el ascensor se hizo kilométrico, aunque él no
mostró ningún deseo de romper el silencio que había entre ambos. Se echó
a un lado para que ella entrase en el ascensor, y para horror de Elizabeth,
entró él también. Sola en el pequeño habítaculo, sola con Ricardo
Masterton...
Ella fue a pulsar el botón de bajada, pero él se le adelantó y pulsó el botón
para que las puertas no se cerrasen mientras la miraba, escrutando su
rostro como si intentase encontrar la respuesta que sólo ella sabía.
Elizabeth se estremeció, de nervios, de miedo y de excitación, sí, de
excitación... Su reacción hacia ese hombre siempre había sido
alarmantemente única, y algunas cosas nunca cambiaban.
Muda, y a pocos centímetros de él, vio las duras facciones de su atractivo
rostro, y una voz la gritó desde lo más profundo de su corazón: «Díselo. Ese
es el hombre que amaste una vez, dile lo de su hijo. Dile lo de Peter». Y
Elizabeth volvió a temblar. Pero entonces vio que él asentía con la cabeza,
como si su temblor por estar tan cerca de él fuese algo normal.
—Las señales que envía son una mezcla intrigante y deliciosa —murmuró
él—. Parece incapaz de decidir si me manda al diablo o si cede a lo que de
verdad quiere...
Ella vio el brillo depredador en las profundidades de esos increíbles ojos y
pensó que se acercaba a ella como si fuese a besarla. Y si la besaba...
Elizabeth retrocedió. Él había soltado el botón y ella aprovechó para pulsar el
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Capítulo 2
ELIZABETH subió en el ascensor directamente a su despacho, sentándose
temblorosamente ante su mesa, y ocultando el rostro entre las manos.
Entonces se abrió la puerta del cuarto de al lado y ahí estaba
Jenny, mirándola horrorizada.
•¡Señora Carson! —exclamó, corriendo a su lado—. Elizabeth. ¿Qué sucede?
Elizabeth levantó la cabeza, con los ojos brillantes. —¿Qué ocurre? —repitió
Jenny—. ¿Necesita un médico?
Elizabeth volvió a cerrar los ojos brevemente. —Necesita algo —dijo Jenny con
firmeza.
A través de una neblina, Elizabeth oyó el ruido de botellas y vasos, y
momentos después, Jenny le puso un vaso de un líquido ámbar en la mano
—¿Qué es? —susurró.
•Brandy. Bébaselo.
Elizabeth vació el vaso como una niña obediente, agradeciendo el calor que
descendió por su estómago, como fuego.
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puesta de sol.
Bueno, en realidad sí que había, advertido su presencia; era uno de esos
hombres que no pasan desapercibidos. La mayoría de los hombres iban
vestidos de forma conservadora, o de traje o en pantalones de vestir con
impecables camisas de rayas. Ese hombre llevaba pantalones vaqueros, pero
con un estilo que le hacía parecer el hombre mejor vestido de la fiesta. Lle-
vaba una camisa amplia, que parecía de seda, a cuyo través se veía un
pecho firme y duro. La camisa estaba remetida por los pantalones. Tenía unas
caderas estrechas y unas largas piernas.
Beth suspiró, y apartó la vista cuando una rubia despampanante le empezó a
meter bocaditos de comida en la boca.
Recordando que ella no había comido, tomó un canapé con algo
intrigantemente negro por encima, lo mordió, empezó a masticar, y casi le dio
una arcada. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragarse el bocado, pero
el sabor viscoso y salado se le quedó en la boca; entonces, como en respuesta
a un ruego, alguien le puso un vaso de agua fría en la mano. Se lo bebió todo
antes de mirar un par de ojos divertidos, de color verde azulado.
—Me parece que no te gusta mucho el al caviar, ¿verdad? —él sonrió.
Era moreno, y tan guapo que ella pensó que sería italiano, o español... así
que se quedó impresionada al oír su fuerte acento americano.
¡Caviar! —ella se estremeció—. ¿Era eso? ¡Pues es la primera y última vez que
lo como!
Él se rió.
—¿No lo conocías?
Sólo porque no lo hubiese probado antes, no significa que no lo conociese —
replicó ella—. ¿Para qué están los libros?
Él enarcó las cejas ligerámente ante la reprimenda,pero sus ojos brillaban,
divertidos.
—¡Vale, reconozco mi error! —él alzó las manos en señal de defensa, y después
tomó un plato de aperitivos—.Toma uno de éstos.
Ella sacudió la cabeza.
—No gracias. Tomaré algo cuando llegue a casa. Buscó a Donna a su alrededor,
pero él le habló.
—No te irás ya —le preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Éste no es mi ambiente.
—Ni el mío —dijo él de pronto—. Sabes, yo también tengo hambre. ¿Qué le
recomendarías a un americano para comer en Londres?
—¡Pescado y patatas fritas en papel de periódico!—dijo ella enseguida,
recordando una de sus escasas excursiones a la playa—. Pero no me
preguntes dónde encontrarlo —protestó ella mientras él la empujaba
suavemente hacia la puerta—. Porque no conozco nada de Londres.
—Yo tampoco —él sonrió—. Pero sé de un hombre que sí lo conoce.
Así fue como se encontraron en un taxi negro en dirección a la otra punta
de la ciudad, que les dejó delante de una tienda de pescado y patatas
fritas que olía deliciosamente.
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—Ha subido arriba —dijo Peter—. Está tejiendo un jersey para su nieta. ¿Qué
hay de cena?
Elizabeth entró en la cocina con Peter y se puso a hacer unas tortillas y
una ensalada mientras Peter charlaba con entusiasmo de sus
posibilidades de jugar en un equipo junior ese otoño.
Elizabeth se dio cuenta de que esa noche estaba viendo a su hijo con otros
ojos. Cada vez que lo miraba, el corazón se le subía a la garganta,
consumida por un amor incondicional hacia el pequeño ser que con su
aparición había alterado dramáticamene el curso de su vida.
Durante años había intentado, sin mucho éxito, no pensar demasiado en su
padre, no sólo por el dolor,sino porque no tenía mucho sentido sufrir por un
hombre al que no volvería a ver.
Pero lo había visto, y era como si con su reaparición, de pronto se diese
cuenta de cómo se parecía Peter a su padre. El mismo cabello negro, los
mismos inconfundibles ojos verde azulados con ese curioso brillo, la misma
constitución de extremidades largas con el potencial de una fuerza de acero.
La misma agudeza mental.
Él levantó la vista de pronto, notando el escrutinio de su madre.
—Estás triste —le dijo con desconcertante percepción.
—Un poco —admitió ella, segura de que su rostro no reflejaba nada.
•¿Estás pensando en mi padre?
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella, manteniendo un tono trivial.
Él se encogió de hombros.
•Porque te pones así siempre que piensas en él. Al verlo tan vulnerable,
Elizabeth se sintió repentinamente culpable.
—Echarás de menos tener un padre, ¿verdad? —tanteó.
—Tuve a John. Sé que no era mi verdadero padre, pero... era estupendo.
Elizabeth recordó a su ex-marido con el mismo afecto.
•Sí, era estupendo. Pero no haber conocido a tu verdadero padre...
—Tú siempre has sido suficiente para mí, mamá —repentinamente cohibido
por su admisión, frunció el ceño—. ¿Cuánto falta para la cena? Estoy
muerto de hambre.
•Ya está —dijo ella alegremente.
Y echó una esponjosa tortilla en un plato, puso la fuente de la ensalada
en el centro de la mesa, y los dos se sentaron.Elizabeth se dijo a sí misma
que no sucedería nada. En unos meses él se habría ido, y se acabó.
Pero estuvo despierta toda la noche, con el rostro tenso, contemplando sin
ver las sombras que la luz de la luna proyectaba en el techo, con la mente
llena de genes de Rick.
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Capítulo 3
LA MALA noche que pasó Elizabeth hizo que a la mañana siguiente
estuviese de mal humor, y gritó a Peter más de una vez, cosa que no
solía hacer. Normalmente era tranquila en lo que a su hijo se refería y,
cuando lo descubrió observándola con curiosidad, decidió controlarse,
decidida a apartar sus temores sin fundamento a partir de ese momento y
seguir con su vida.
Lo único bueno que le había sucedido era que, afortunadamente, su voz
había vuelto a la normalidad.
Cuando llegó a su oficina se encontró con que Jenny ya estaba allí; ofreció
a Elizabeth una amplia sonrisa y le entregó un montón de
correspondencia. Elizabeth suspiró aliviada. Obviamente Jenny era fiel a su
palabra, y sus confidencias del día anterior no iban a ser desveladas esa
mañana.
Elizabeth le dictó durante una hora y luego acometió una montaña de
papeles. Después hizo algunas llamadas, salió para entrevistarse con un
cliente y, cuando volvió, Jenny estaba sentada delante de su ordenador, con
una irónica sonrisa en el rostro, mientras señalaba un ramo de flores que
había sobre la mesa.
—Es para usted —dijo simplemente.
Elizabeth se quedó pasmada. Nunca había recibido flores, sin contar esa
rosa solitaria que Rick había puesto en la bandeja de su desayuno con
champán. Sabía sin mirar la tarjeta que era él quien había enviado esas
flores. Aunque no podían ser más diferentes de aquella rosa que ella había
atesorado entonces.
Esas flores las había enviado un hombre cuyos gustos habían madurado;
eran fragantes, sutiles y hemosas. Había grandes y tiernas rosas pálidas
que hacían un ocioso contraste con el límpido azul de las azulinas. Había
peonias de un rosa mucho más intenso, y hiedra verde oscuro junto a las
aromáticas espigas púrpuras la lavanda. Una cinta rosada ataba todos los
tallos daba la sensación de que las flores habían sido recogidas esa
mañana por el campo. Aunque eso era una suposición porque Elizabeth
había oído hablar de la floristería que había preparado el ramo y sabía que
cobraban una fortuna.
Tomó la tarjeta, y la leyó:
A pesar de nuestras desavenencias, o quizás debido a ellas, disfruté
inmensamente de nuestro encuentro. Cene conmigo esta noche. Rick.
Estrujó la tarjeta en la mano y la arrojó a la papelera. Estaba irritada, tanto
por el tono autoritario que había utilizado él como por su tonta reacción
ante el ramo, sintió el impulso repentino de hundir la nariz en su dulce
perfume, de llevárselo a su despacho y colocarlo amorosamente en un florero.
Pero prevaleció su sentido común.
—Puedes quedarte con las flores, Jenny —dijo repennamente—. O envíalas
abajo.
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—Tengo que irme —dijo ella con la voz apagada, pero él sacudió la cabeza.
—Oh, no —dijo él siniestramente—. Tú y yo tenemos que hablar.
Elizabeth pensó en Peter, esperándola en casa. ¡Su hijo! Y sacudió la
cabeza.
•No puedo.
•¿Por qué no?
Ella vaciló.
—¿Tienes otro compromiso?
Ella se agarró a esa salida.
—Así es.
•Cancélalo —dijo él con la arrogante convicción de un hombre que sabía que
una mujer cancelaría cualquier compromiso, así como así, sólo por estar con
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él.
—No es sólo eso.
—¿Tienes un niño en casa, tal vez?
A Elizabeth se le detuvo el corazón. Pensó en Peter y se hizo la despistada,
pero algo le dijo que no debía mentir.
—Sí, así es. ¿Cómo lo sabes?
Él se encogió de hombros.
—Paul lo mencionó. De pasada.
¡Maldito Paul! ¡Maldito! Aunque en cierto sentido, se alegraba de que se
hubiese enterado así.
•¿Comprendes ahora por qué no puedo ir a tomar algo contigo?
Él se encogió de hombros con despreocupación.
•No importa. Iremos a tu casa. Me encantará conocer a tu hijo, Beth.
—No puedes —le dijo ella, demasiado rápido, y al ver la expresión de Rick, se
apresuró a continuar—: Quiero decir que procuro no llevar amigos a casa
cuando está él. Tiene un sueño muy ligero, y... —su voz adquirió un tono de
complicidad—... se despierta con cualquier ruido.
Él la miró con tal desagrado ante la insinuación de las palabras, que
Elizabeth pensó que iba a marcharse. Pero entonces vio que posaba su
mirada en la redondez de sus pechos donde el encaje se trasparentaba a
través de la fina blusa de seda blanca.
—Pobre chico —murmuró él como para sí—. ¿No puedes conseguir una canguro?
—dijo con más asperez ¿Con quién está ahora?
Elizabeth deseó detener el interrogatorio, pero temía demasiado el arma que él
blandía sin saberlo. Sus derechos de paternidad.
—¿Con quién está ahora? —repitió él mientras ella seguía mirándolo,
enmudecida.
—Tengo una señora interna que se ocupa de Peter mientras trabajo.
—Llámala entonces. Dile que llegarás tarde. Vamos, Beth —dijo él,
asrrastrando las palabras con una sonrisa y mirándola con un apetito
sexual que, a pesar de su desprecio, despertó algo dentro de ella—. Sabes que
quieres.
Elizabeth se dio cuenta de su determinación, y de que él no se daría por
vencido una vez que se había despertado su curiosidad... y su libido.
Lo miró fríamente.
—Sólo una copa, entonces.
Él le brindó una ceñuda sonrisa, como si su victoria significase poco para él.
—Vamos.
—Tengo que telefonear. ¿Te importa esperar fuera? Él vaciló, y se encogió de
hombros.
—Vale.
Ella sólo tardó dos minutos en llamar a la señora Clarke que, como siempre,
se mostró encantada de quedarse con Peter, diciéndole jovialmente a Elizabeth
que llegara tan tarde como quisiera.
Al salir de su despacho, se encontró a Rick sentado en la mesa de Jenny a
sus anchas, mirándola con curiosidad.
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¿verdad?
Elizabeth vio la ira en sus ojos mientras la camarera les llevaba el vino y la
cerveza. Ella bebió agradecida, sosteniendo el vaso con unos dedos que
parecían trozos de hielo.
El silencio que se hizo no pareció que a él le afectase lo más mínimo; se
limitó a observarla mientras bebía. Era imposible leer nada en ese atractivo
rostro moreno, y aunque sí hubiera podido, Elizabeth no se habría fiado de
su percepción, ya que una vez creía haber visto el amor en esos rutilantes
ojos, y no había acertado en absoluto.
—Bien. Háblame de ti, Elizabeth. ¿Qué has hecho todos estos años?
Ella se imaginó que estaba en una entrevista, y presentó los hechos
concisamente.
—Ya sabes, casi todo. Soy asesora financiera, viuda... y tengo un hijo.
Él dio un trago de su bebida.
—¿Qué edad tiene tu hijo?
—Siete años —mintió ella descaradamente.
Él asintió con la cabeza.
—¿Y tu marido ha fallecido... hace poco?
•John murió hace cuatro años.
—Lo siento.
Ella lo miró a los ojos, preguntándole en silencio si lo sentía de verdad.
•Era un buen hombre —dijo ella quedamente, y vio que él torcía el gesto antes
de dar otro trago de cerveza.
• ¿Y cuándo te casaste?
Cuando ella mencionó el mes, y el año, él endureció el rostro.
—Estuviste muy ocupada ese año, entonces. Con tantos hombres.
Ella ignoró la insinuación, pero llegó acompañada de esa evaluación
insolente a la que la había sometido en su oficina.
•Un marido rico, a juzgar por los abalorios que llevas —dijo él, fijándose en
el brillo de oro de su muñeca y sus orejas—. Te casaste bien, ¿eh, Elizabeth?
Si él supiera.
•¡No soy una cazafortunas! —dijo ella furiosamente—. Y no pienso quedarme
aquí sentada para que me insultes con tus insinuaciones.
Él se encogió de hombros.
—Los hechos hablan por sí mismos. Saliste de mi cama para meterte en la
de ese otro, y en cuestión de meses ya os estaban arrojando el arroz.
Ella le siguió la corriente, incapaz de contradecirle sin delatarse.
—Éste es un país libre —dijo ella fríamente.
Al ver la expresión de disgusto en su rostro, Elizabeth deseó levantarse y
gritarle que sabía lo de su prometida, que incluso había hablado con ella
por teléfono, pero su orgullo se lo impidió. Mejor que pensase que había
sido ella quien había terminado.
Fugazmente se preguntó si se habría casado con aquella novia. No llevaba
alianza, pero había muchos hombres casados que no la llevaban.
Elizabeth dejó la copa bruscamente sobre el cristal oscuro de la mesa, y se
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Capítulo 4
LOS DOS días siguientes fueron un infierno. Elizabeth intentó seguir como de
costumbre, esperando que nadie notase la tensa expectación que estaba
destrozando sus nervios, mientras en casa se esforzaba por no transmitirle
a Peter sus temores.
Habían transcurrido dos días desde aquella espantosa exhibición pública,
cuando Rick la había besado apasionadamente, a la vista de todos los curiosos
viandantes, apenas a unos minutos de su oficina. Dos días, y no había
pasado ni un segundo sin pensar en él.
Se sentía abatida y confusa, sabiendo que debería sentirse aliviada, que él
le había tomado la palabra y había decidido dejarla en paz. ¿Entonces por
qué no era así? ¿Porque, a pesar suyo, seguía sintiéndose irremediablemente
atraída por ese hombre? Y esos sentimientos iban acompañados de una
culpa mortificadora y persistente. ¿No era un grave error negarle a un hom-
bre el conocimiento de la existencia de su hijo? ¿Quizás su único hijo? Pero
un escalofrío helaba su piel cada vez que la culpa aparecía, porque seguía
temiendo el poder de Rick, como hombre y como abogado. Recordó los dos
famosos casos de custodia paterna que había ganado recientemente, contra
toda probabilidad.
¿Y qué pasaría si le hablaba de Peter? Aún en el mejor de los casos,
aceptando él alegremente su silencio durante todos esos años, no era muy
probable que él fuese a conformarse con ver a Peter una vez, y luego
desapareciese.
No. Conocía lo suficiente a Rick como para saber que querría formar parte
de la vida de su hijo y, en consecuencia, de la de ella, y eso sería muy, muy
doloroso.
Y no podía dejar de imaginarse la peor posibilidad.
Que él utilizase su poder y su pericia para arrebatarle a Peter...
Sin embargo, el sábado por la mañana había permitido que sus frágiles
esperanzas se convirtiesen en la certeza de que él iba a dejarla en paz.
Se levantó temprano, y se puso unos vaqueros gastados y una camisa de
cuadros en tonos esmeralda y salvia que resaltaban los destellos verdes de
sus ojos castaños. Se había lavado el cabello, dejándolo secar al aire, lo
que le daba un aspecto más suelto y suave que la versión de secador que
llevaba a la oficina. Al tener que ir al trabajo tan elegante e impecable, los
fines de semana tendía a rebelarse un poco, y a vestirse de forma
desaliñada, algo que le encantaba a su hijo porque significaba que, aunque
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—Eso no es asunto tuyo —dijo ella con frialdad—. ¿Por qué estás aquí?
—Qué susceptible eres, Elizabeth —comentó él—. ¿Tanto te molesta verme?
Sus ojos verdes azulados parecían casi luminosos en su rostro moreno.
Vestía de manera informal esa mañana, con pantalones de pana color
caramelo, y una camisa de hilo de color crema. Los rayos del sol se
reflejaban en su cabello oscuro, proporcionándole un color negro azulado.
—¿No vas a invitarme a entrar?
Elizabeth sintió que se le erizaba el vello de los brazos,a través de la gruesa
tela de su camisa de cuadros. Pensó en Peter, sentado en la cocina, comiendo
croissants. —No... no puedes —tartamudeó.
—¿No?
La mirada de Rick se dirigió indolentemente hacia el interior de la casa.
Elizabeth deseó darle con la puerta en las narices, pero no se atrevió.
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niño.
Peter fue el primero en hablar.
—Hola —dijo tímidamente—. Soy Peter.
—Hola, Peter —dijo Rick muy suavemente, sin apartar la vista del
muchacho—. Yo soy Rick.
—¡Eres americano! —gritó Peter encantado, y se volvió a su madre—. ¡No me
habías dicho que tuvieses amigos americanos? —la acusó.
Elizabeth seguía sin poder hablar. Miró a Rick con ojos suplicantes, y casi
retrocedió ante la gélida y dura mirada que recibió.
Rick se agachó para ponerse a la altura de Peter.
—Eso es porque ella no sabía que todavía le quedaba alguno sonrió—. Hace
mucho tiempo que no veía a tu madre.
—Oh —dijo Peter, y se quedó mirándolo—. ¿Sabes montar a caballo?
—Claro que sí.
—¿Y disparar?
Rick se rió, con una risa profunda y espontánea que una vez había hecho
estremecerse a Elizabeth de placer. —Sí sé disparar —dijo—. Pero prefiero no
hacerlo.Eso es para las películas de vaqueros.
—A mí me gustan mucho las películas de vaqueros —se aventuró a decir
Peter, y luego sonrió.
A Elizabeth se le partió el corazón al presenciar cómo su hijo, normalmente
tímido, simpatizaba con un extraño, que en realidad era su padre.
—¿Cariño, has terminado de desayunar? —preguntó Elizabeth con ternura,
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para ella tener que admitir ante sí misma que había pretendido ocultar a
Peter de su padre. Y sin embargo, deseaba que él tuviese una idea del
instinto protector que había guiado su comportamiento.
—Rick, quiero decirte que...
—No digas nada —la interrumpió él ásperamente, mirando por encima de
su hombro como si temiese que Peter irrumpiese en cualquier momento, y
pudiese oírles discutir—. Nada que pueda afectar al chico. Tendrás tu
oportunidad de decir lo que quieras esta noche. Ahora... —debió oír a Peter
que se acercaba, porque inyectó una nota cálida a su voz—... ¿no deberías
traer unos jerseys, Elizabeth, para ti y para Peter? Sé lo impredecible que es
vuestro clima británico.
Sus miradas se encontraron, y el convencional comentario se convirtió en
algo completamente distinto al relampaguear entre ellos el recuerdo, y
Elizabeth rememoró una fiesta en una noche de verano, mucho tiempo atrás...
***
—Cenicienta—susurró Riccardo, haciendo extraño eco a los pensamientos
de Beth, mientras resonaban las doce campanadas del Big Ben.
Y, siendo un Príncipe Azul, tendría que besarla. Elizabeth cerró los ojos
instintivamente, y él la envolvió en sus brazos, capturando sus labios en un
prolongado beso. Beth se aferró a él, besándolo con fervor, transmitiéndole
todas las emociones que había reprimido durante tantos años en el frío
ambiente del orfelinato. Hasta que sintió algo tan poderoso que le hizo
arder de deseo. Entonces se dio cuenta, sin demasiado asombro, que quería
que él la amase... como ella lo amaba a él.
Sacudió la cabeza ligeramente. Se estaba volviendo loca... ¡Si acababa de
conocerlo, por Dios Santo!
Pero no se apartó cuando el emitió un débil gemido y apretó su cuerpo
endurecido contra ella, susurrándole al oído:
—Dios, no quiero que te vayas a casa.
Ella lo miró, tranquila, con una soñadora sonrisa en sus labios
entreabiertos.
—No tengo que ir —susurró, y entonces se dio cuenta de que había hablado la
simple e inexperta Beth, y su voz tembló, insegura—: Si estás seguro...
—¿Seguro? —preguntó él con incredulidad, y su rostro se oscureció—. Te
deseo tanto, Beth, pero...
—¿Pero? —lo instó ella con el corazón en la boca, temiendo que la rechazara.
La miró fijamente durante un largo momento.
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¿O sería al revés? ¿No había una parte de ella que sentía que podría
acurrucarse y morir de placer, ahí mismo entre sus brazos? No había pensado ni
una sola vez en lo que iba a ocurrir cuando terminara el fin de semana. No
podía soportar pensar en ello.
Así que no lo hizo.
Pero el domingo por la noche se despertó de madrugada y se encontró sola en la
cama. Permaneció acostada en la silenciosa penumbra, y entonces, a medida que
sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, lo vio. Estaba de pie en el balcón,
de espaldas a ella, con una pequeña toalla enrollada a la cintura, inmóvil mientras
contemplaba los tenues fuegos artificiales de la aurora que empezaban a dorar el
cielo.
La postura de sus anchos hombros desnudos, hizo que Elizabeth se diese cuenta
de que algo le preocupaba profundamente... y lo vio sacudir la cabeza y maldecir
por lo bajo, una y otra vez. Ella cerró los ojos rápidamente cuando lo vio
moverse, temerosa de mirarlo y ver el arrepentimiento en sus ojos.
Pero él no volvió a la cama, sino que se metió en uno de los cuartos de baño
del pasillo, seguramente para no molestarla... aunque lo hizo el sonido del
teléfono.
No había sonado en todo el fin de semana, y ella contestó instintivamente
alerta, recelosa, con el corazón en la boca.
—¿Diga? —dijo con la voz queda.
Una voz de mujer, grave y profunda, americana, dijo:
—¿Es usted la asistenta?
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—Oh, claro que sí. Te lo prometo —unos ojos brillantes se clavaron en ella
como el láser-.Verás,Peter,Ahora que os he encontrado a ti y tu madre pienso
llantes se clavaron en ella como el láser—. Verás, Peter,ahora que os he
encontrado a ti y tu madre,pienso veros todo lo que pueda.
Capítulo 5
ESO ME ha sonado a amenaza —dijo Elizabeth, intentando disimular el
temblor de su voz mientras él arrancaba el coche.
Acababan de dejar a Peter en casa, y Elizabeth se había dado una ducha
rápida y se había cambiado de ropa.
•¿Una amenaza?
Él se volvió hacia ella, pero la luz mortecina sólo le permitió ver un
rostro duramente definido en la penumbra.
•Lo de vernos a menudo.
Gracias a Dios estaba oscuro, lo que impedía que su color subido la
delatara.
Él puso el coche en marcha con suavidad y sacudió la cabeza.
—No, Elizabeth, no era una amenaza. Hasta ahora nunca he amenazado a
una mujer, y no tengo intención de empezar a hacerlo ahora. Puedes
considerarlo más bien como una promesa, si quieres.
•¿Una promesa?
—Sí, desde luego. Ahora que he encontrado a mi hijo, no pienso dejarlo.
A ella se le cortó la respiración dolorosamente en la garganta, advirtiendo
que al menos su subconsciente deseaba oír algo totalmente distinto. Era una
tonta. Porque cuando Rick le había dicho a Peter que se verían todo lo
posible, ella había sentido una instintiva y embriagadora excitación,
confundiendo sus palabras. El mensaje sólo se refería a Peter, pero
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sus ensaladas, mirando el huevo cocido que doraba las hojas de lechuga,
como si se tratase de la cosa más fascinante del mundo. Cenaron en un
tenso silencio, o más bien, Rick lo hizo. Elizabeth comió muy poco, pero
bebió vino como si fuese a acabarse el mundo, aunque su ánimo era tan
sombrío que ni siquiera el vino pudo levantarlo, y terminó con dolor de
cabeza, rechazando el queso y el postre.
El camarero les llevó una cafetera a la mesa, y Rick le indicó con la mano
que los dejase solos, y se inclinó hacia delante.
—¿Cómo te gusta el café?
—Solo, sin azúcar, por favor —ella se rió con amargura—. Qué poco sabemos
el uno del otro.
—¿Eso crees? Pues tenemos un hijo.
—Un accidente biológico —dijo ella.
Y se odió a sí misma al decir esa verdad, sabiendo que a Peter le haría daño
si la escuchase. Entonces las palabras de Rick parecieron leerle el
pensamiento.
—¿Qué le has dicho a Peter? —preguntó él ásperamente—. ¿Sabe algo de su
verdadero padre? ¿O ha crecido creyendo que su padre era tu marido?
Ella lo fulminó con la mirada.
—Nunca... jamás le he mentido a Peter. Le dije la verdad, al menos
hasta donde pensé que un niño debería saber.
—¿Hasta dónde?
Era curioso admitir que le había contado a Peter lo profundamente que
había amado a su padre.
—Le dije que con frecuencia... las relaciones... no...funcionan, y que su
padre... había desaparecido de nuesta vida hacía mucho tiempo.
Él dejó con brusquedad la taza en el plato, pero la delicada porcelana
resistió la agresión.
—¿Le dijiste que no se me dio ninguna oportunidad?¿Que se me ocultó su
existencia?
Pero ella había intentado ponerse en contacto con él sintió que tenía
derecho a saber lo de su hijo, y probablemente había alimentado una
pequeña esperanza que él la querría, habiendo un niño por medio... había
hablado con la tía de Rick, pero ella obviamenteno se lo había dicho nunca.
Recordó lo mal que se había sentido al llamar a la puerta del piso de sus
tíos, cuando una elegante rubia unos cuarenta años la miró
desdeñosamente con gélidos ojos azules.
—¿Sí?
—¿Es usted la tía de Riccardo? —adivinó Beth, humedeciéndose la boca
nerviosamente.
—¿Y tú quién eres? —replicó la mujer, arqueando sus cejas.
—Soy Beth. ¿Está... está Riccardo aquí? —preguntó ella, y probablemente
dejó ver su desesperación.
—¿Riccardo? No, me temo que no —entonces la mujer examinó el pálido rostro de
Beth, los ojos enrojecidos lacrimosos, y soltó una carcajada—. Oh, por
favor... ,otra no! —sacudió la cabeza de un lado a otro, pero no se le movió
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de arriba a abajo.
—¿Te has puesto esto a sabiendas de que iba a quitártelo? —murmuró él con
una voz aterciopelada.
—Yo...
¿Lo habría hecho? ¿Aunque fuese inconscientemente?
Una vez que le desabrochó todos los botones, echó la sedosa tela a los lados,
sin moverse, sin decir nada por un momento.
Ella abrió los ojos rápidamente para ver qué ocurría,y se encontró con una
mirada de puro deseo mientras él se deleitaba la vista con su cuerpo medio
desnudo. Una mirada que la aterraba y la estremecía al mismo tiempo.
Sus palmas trazaron círculos sobre el encaje negro de su pequeño
sujetador, y Elizabeth volvió a cerrar los ojos, moviendo las caderas al mismo
ritmo mientras sentía un calor estremecedoramente primitivo en el vértice de
sus muslos.
Él le desabrochó el sujetador por delante, y sus pechos se derramaron,
gozosamente libres, dolorosa y exquisitamente excitados.
Él inclinó la cabeza hacia delante, y el calor de su boca inundó
posesivamente uno de sus sensitivos pezones. Ella soltó un gritito cuando se
lo acarició con la lengua, mordisqueándoselo, hasta que Elizabeth creyó que
iba a morir.
El deseo se hizo cada vez más intenso y de alguna manera se lo comunicó,
porque él deslizó la mano lentamente hacia sus braguitas.
—¡Oh! —exclamó cuando él apartó el encaje sin piedad y deslizó sus dedos en
su anhelante intimidad.
Aquello era un sueño; un hermoso sueño erótico.
Era Riccardo... su querido y adorado Riccardo, quien la conduciría a una
plenitud completa y total.
Pequeñas gotas de sudor se formaron en la frente de Elizabeth mientras
pronunciaba su nombre, agarrando con sus manos la oscura cabeza que
succionaba su pecho, al tiempo que sus dedos ejercían una magia deliberada.
Demasiado tarde ella sintió que llegaba la oleada. Lo deseaba, lo necesitaba
profundamente, en su interior.
—Lo sé —murmuró él otra vez—. Créeme, lo sé.
¡No podía saberlo! Porque la oleada estaba llegando, y si él no se detenía...
El sonido de las campanadas del reloj de pared, dando las doce, irrumpió
como un invasor, obligándola a volver a la realidad, a pesar suyo. Abrió los
ojos entrecerrados, y se encontró con la mirada oscura de Rick mientras
levantaba la cabeza de su pecho. Su mirada era impenetrable, con un
destello indescifrable que desapareció cuando se apartó de ella.
Con espanto, Elizabeth se vio reflejada en sus ojos, con las piernas
dobladas, el vestido abierto, el sujetador desabrochado y un delator rubor
por todo su cuerpo.
—Harías bien en vestirte —dijo él ásperamente, y se levantó súbitamente, con
los hombros rígidos.
Ella permaneció inmóvil, demasiado conmocionada como para hacer otra
cosa que mirarlo desde el suelo.
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—¡Por Dios Santo! ¡Vístete ya! —dijo él con la voz extrañamente entrecortada.
Con dedos temblorosos, ella hizo lo que le ordenaba,mientras lo que
acababa de suceder se evaporaba un amargo recuerdo, en un vergonzoso
secreto, se puso de pie, mirándolo con ira. Podía ver lo excitado que
estaba, sabía que la mayoría de los hombres no se habrían detenido. Pero
se dio cuenta con amargura que Rick no era como la mayoría...
Al ver la mirada en los ojos de Elizabeth, él asintió con la cabeza.
—Oh, sí, Elizabeth... te deseo, no te equivoques al respecto. La tentación de
subirte por las escaleras y pasar el resto de la noche haciendo el amor
contigo es casi tan poderosa como un impulso vital. Podríamos meternos
desnudos bajo las sábanas y hacer el amor, tal vez eso nos haría olvidar
todo el engaño, todos ,los años perdidos.
—¿Años perdidos?
El corazón de Elizabeth dio un brinco de esperanza. Pero él se acercó a la
puerta y abrió el pestillo, con rostro lleno de ira.
—Sí, años perdidos. Sin mi hijo. Me has negado ocho años de la vida de mi
hijo, Elizabeth... y no creo que lo perdone jamás.
Ella se puso pálida ante el crudo desdén de su voz.
—¡Vete de aquí! —dijo ella, apretando los dientes.
—Oh, no te preocupes, cielo... ¡ya me voy!
Y cerró con un portazo, dejando a Elizabeth temblando, apoyándose en la
puerta para sostenerse, con los ojos cerrados mientras las lágrimas
empezaban a resbalar lentamente por sus mejillas.
Oh, Señor. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había podido comportarse así? ¿Cómo
le había permitido...? Se estremeció, y la verguenza borró todo rastro de pasión.
Subió silenciosamente por las escaleras a darse la ducha más larga de su
vida.
Capítulo 6
ELIZABETH colgó el auricular con la mano temblorosa. Acababa de confirmar
que Rick recogería a Peter a las dos de la tarde, para llevarlo a un teatro
infantil.
Él había empezado a ver a su hijo una o dos veces a la semana. Era una
locura... y ella apenas podía creer que estuviese sucediendo.
No todo había ido sobre ruedas. La primera vez que Rick había ido a
recogerlo, Peter se había mostrado sorprendentemente reacio a salir solo
con él, sin su madre.
Aunque tal vez no fuese tan sorprendente. La atmósfera entre los dos era
incomprensiblemente tensa y el niño probablemente estaba desconcertado.
La primera vez que Elizabeth había visto a Rick después del vergonzoso
episodio en el suelo del salón, no había sido capaz de mirarlo a los ojos.
Pero el orgullo y la indignación le impidieron encogerse como un perro
apaleado. Después de todo había sido él quien la había manipulado
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una reacción química, parecía producirse entre ellos siempre que estaban
juntos más de dos minutos.
Y al mismo tiempo que fortalecía su relación con Peter, Rick estaba
montando su despacho con asombrosa rapidez y eficacia.
En la oficina, nadie aparte de Jenny sabía que Rick iba a su casa
regularmente a recoger a Peter. No podía imaginarse la cara que pondría
Paul si se enterase de que ella era la madre del hijo de Rick Masterton.
Un día Rick insistió en que saliesen juntos, y justo antes de que llegase,
Paul entró en su despacho para hablar de un cliente con ella.
Después de darle toda la información, Elizabeth levantó la vista hacia el
atractivo rostro de Paul Meredith.
—No entiendo por qué Rick Masterton se molesta en abrir un despacho en
Inglaterra —dijo ella—. No cuando le está costando una fortuna.
Paul se encogió de hombros.
—Puede permitírselo. Y va a traer muchos clientes americanos con él. Además,
le gusta diversificarse. Hay rumores de que piensa dedicarse a la política —se
rió—. ¿Te imaginas a Rick de presidente de los Estados Uni-
dos?
El problema era que Elizabeth sí se lo imaginaba.
Tenía todos los atributos que un candidato pudiese desear, y además
poseía un gran carisma.
Cuando Jenny llamó por el interfono para anunciar su llegada, ella
murmuró automáticamente que lo hiciese pasar, acostumbrada a su
presencia debido a sus frecuentes visitas para recoger a Peter. Aun así, el
corazón le palpitó con fuerza en el pecho.
Y no se esperaba en absoluto la clara hostilidad que vio en sus ojos, cuando
se dio cuenta de que Paul estaba inclinado sobre su silla y tenía el brazo
apoyado en su respaldo.
Elizabeth sintió un extraño burbujeo de satisfacción en su interior. ¿Estaría
celoso? Pero entonces Rick avanzó con la mano extendida, sonriente.
—Paul —dijo afectuosamente.
Y entonces ella pensó que lo había imaginado. ¿Celoso? ¿Por qué demonios
iba a estar celoso? Ya le había dicho que no pensaba perdonarla por haber
mantenido en secreto el nacimiento de Peter.
Lo que más la sorprendía era que Peter hubiese aceptado a Rick en su vida
sin preguntar nada.
O eso pensaba. Porque al día siguiente, cuando Rick y él volvieron de un
agotador día en la playa, el niño levantó la mirada hacia su madre, con los
ojos chispeantes.
—¿Puede quedarse papá a cenar esta noche?
Hubo un completo silencio. Elizabeth miró a Rick, viendo que él había
recuperado la compostura antes que ella, pero por su mirada comprendió
que le dejaba a ella que manejase la situación.
—¿Cómo has llamado a Rick? —preguntó quedamente a su hijo.
Peter pasó la mirada de uno a otro, y se puso rojo. —Papá —murmuró, y miró
desafiantemente a su madre—. Es mi padre, ¿no?
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Rick no dijo nada. Se quedó ahí de pie observando su reacción, con los
ojos centelleantes.
Elizabeth se aclaró la garganta, deseando que acabase aquella tortura.
—Entonces es obvio que el asunto está decidido. No quiero que Peter viaje
sin mí, pero naturalmente no podemos irrumpir así en tu familia. que tu
esposa...
—Antes de que continúes, Elizabeth,tengo que mi esposa ha muerto. Murió en
un accidente de navegación hace seis años.
Capítulo 7
B É B E T E e s t o . Rick había vuelto de meter a Peter en la cama y se
había encontrado a Elizabeth todavía en trance sentada en el sofá. Lé
echó una mirada y se dirigió directamente hacia el mueble bar. Elizabeth
tomó el vaso de whisky con agua que le ofreció y se bebió la mitad de un
trago.
Él levantó una ceja.
—Cuidado.
La bebida le calentó el estómago instantáneamente. De alguna manera, los
acontecimientos de la tarde la habían liberado. Ya no podía ocurrirle nada
peor. Sintió que recuperaba la confianza, incluso llegó a sonreír.
—No es necesario que hagas de niñera. Nunca he tenido que recurrir al
alcohol para salir de un aprieto... y desde luego no pienso empezar ahora.
Él apretó los labios, y dejó su vaso en la mesa.
—Así es como lo ves, ¿verdad? ¿Como un aprieto? Ella dejó también su
vaso sobre la mesa, se sentó más erguida y lo miró.
—¿Y cómo lo describirías tú? ¿Como un día memorable? El padre de mi hijo
aparece de pronto como un héroe que conquistaría a cualquier niño. Y
entonces descubrimos que tiene una hermana, convenientemente de la
misma edad —hizo un gesto de desagrado—. Tal vez sea dificil explicarles
más adelante su escasa diferencia de edad —tomó su vaso y bebió un poco
más de whisky, que le dio la confianza para hacer la temida pregunta—: ¿Por
cierto, cómo se llamaba tu esposa?
El frunció el ceño.
—Brooke.
—Brooke —repitió ella con la voz ligeramente temblorosa, pero sin revelar
nada—. Qué mujer tan comprensiva debía de ser. ¿No le importaba que
fueses por ahí dejando embarazadas a dos mujeres a la vez...?
—Maldita sea, Beth! —la interrumpió él bruscamente, pero bajando la voz para
no despertar a Peter—. ¿Qué derecho tienes a juzgar a nadie? No pudiste
esperar a salir de mis brazos para casarte con el hombre más rico al que
pudiste echar el guante; no pareció importarte que fuese tan mayor como
para ser tu padre. Dime... —sus ojos la recorrieron con expresiva aversión
a lo largo de su cuerpo—... ¿Qué se siente cuando te compran, hmm?
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Capítulo ocho
ME SORPRENDE que no hayas alquilado un avión privado —bromeó
débilmente Elizabeth mientras aceptaba la copa de champán que le ofrecía
la azafata.
Se sorprendió de encontrarse de buen humor con Rick por primera vez. Y
para ser sincera, era casi un alivio poder relajarse lo suficiente como para
bromear, después de semanas de críticas y tensiones. Había reflexionado
sobre lo que había dicho él, llegando a la conclusión de que una tregua
sería más llevadera que una guerra total, aunque sólo fuese por el bien de
Peter.
Los anchos hombros de Rick, cubiertos de un modo informal con un jersey
de cachemir, de un verde claro que le recordaba al joven que había
conocido una vez,se alzaron con indiferencia.
—Alquilo aviones con frecuencia —afirmó él sin alardear—. Pero para los
vuelos transatlánticos prefiero la comodidad de un vuelo regular.
Elizabeth recorrió con la mirada el discreto lujo de la cabina. No describiría
ella el Concorde como un simple vuelo regular.
—¿A qué hora aterrizaremos en Nueva York?
—Llegaremos al aeropuerto Kennedy sobre las once. Allí nos espera un coche.
—Oh —dijo Elizabeth débilmente.
Ese viaje iba a hacerla creer que se trataba de una especie de celebridad
El se volvió para tomar la copa de champán que le ofrecía la rubia
azafata con una amplia sonrisa, y él se la agradeció con otra sonrisa,
deliciosa. Elizabeth escuchó los fuertes latidos de su corazón causados por
tan irresistible sonrisa, aunque fuera dirigida a otra persona. Y pensó con
resentimiento que a ella nunca le sonreía así.
Él frunció ligeramente el ceño mientras observaba el interés de Elizabeth
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en lo que la rodeaba.
—Seguramente estarías acostumbrada a viajar, así con tu marido —dijo él
con la voz grave y lánguida, aunque su mirada verde azulada fuese glacial—
. Aviones supersónicos, suntuosos yates, los mejores hoteles... los dis-
tintivos de una esposa de trofeo, ¿no es así?
Elizabeth miró rápidamente la cabeza inclinada de su hijo dormido,
agotado por la excitación del viaje. Así que esa era la razón por la que Rick
volvía a estar desagradable con ella, que Peter se había quedado dormido.
Levantó la mirada hacia aquel rostro atractivo y frío, dibujando líneas
con los dedos en el vaho que se había formado en la copa de champán.
—Es la primera vez que monto en avión —le dijo.
Él arqueó las cejas.
—¿En serio? Eso ha debido de resultarte muy decepcionante.
Otra vez, estaba ahí la insinuación de que se había casado por dinero.
—¿Qué dirías si te dijese que no me casé con John por su dinero?
Él le brindó la sonrisa más cínica que Elizabeth había visto en su vida.
—Te diría, mi querida Elizabeth —dijo él, bajando la voz—, que eres una
mentirosa muy bella, pero poco convincente.
—Para ti sólo puede ser blanco o negro, ¿verdad?dijo ella con amargura.
El se encogió de hombros, antes de clavarle una penetrante mirada que le
produjo a Elizabeth un escalofrío en la espalda.
—Entonces explícamelo, hazlo. ¿Qué fue, atracción física? —dijo él con
sarcasmo.
Ella captó la indirecta. John había sido un hombre pequeño y con gafas. Un
empresario brillante, pero de apariencia física insignificante. Eso a Beth no le
había importado. En aquel tiempo pensaba que ya había tenido bastante
atracción física con Rick como para que le durase toda la vida. Además
creía que la relación física entre John y ella se desarrollaría de forma natural,
como consecuencia de un afecto mutuo y profundo.
—Yo amaba a John —dijo ella pausadamente.
Tal vez no como había amado a Rick, pero sí en un sentido afectivo. John
le había dado la oportunidad de realizarse, la había amado sin lugar a dudas.
Repentinamente, Elizabeth comprendió que para ella había sido como el
padre que nunca tuvo.
El rostro de Rick se había oscurecido. Su ira era casi palpable, podía
sentirla, envolviéndola inexorablemente.
—Entonces dime —continuó él—. ¿Fue un hombre «comprensivo», Elizabeth?
Ella dejó su copa en la mesa con dedos temblorosos.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabía él algo de tus aventuras? ¿Tenía vuestra relación alguna carencia
en ese sentido? ¿Por eso te entregaste a mí con tanta avidez? —su voz
descendió hasta convertirse en un mero susurro—. Fuiste la mujer más
apasionada que he tenido jamás en mi cama, Elizabeth. Creo que ahora sé la
razón.
Eres repugnante —dijo ella, temblando—. Ni siquiera conocía a John cuando te
conocí a ti.
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—¿En serio? —su voz sonó escéptica—. Tengo interés por saber qué es lo que te
hizo marcharte tan repentinamente. ¿Te desilusionó que te dijese que el piso
no era mío, sino de mis tíos? ¿No pudiste soportar la penuria de estar con un
hombre que estaba en sus comienzos?
Ella abrió la boca para decírselo. Lo de Brooke. Lo de la llamada telefónica; lo
del encuentro con su tía. ¡Así se le borraría esa altiva expresión de la cara!
Se dio cuenta de que lo estaba fulminando con la mirada, con la boca abierta
para hablar. Vio que él posaba la mirada en sus labios pintados con un carmín
rojo intenso, vio que entornaba los ojos con avidez,pero entonces frunció el
ceño al aparecer la azafata con la comida.
Elizabeth se sintió salvada por la campana. Casi histérica, pensó que no se
encontraba preparada para mantener la inevitable discusión que seguiría a sus
declaraciones, y menos con la deliciosa comida esperando ser servida por una
azafata que jadeaba como un cachorrillo impaciente.
—Nuestro hijo está dormido —dijo ella rápidamente a la azafata—. ¿Le
importaría...?
—Le puedo preparar algo cuando se despierte —dijo la azafata con dulzura,
mirando el dedo sin anillo de Elizabeth antes de posar una mirada lisonjera en el
rostro de Rick.
-Gracias-respondió él brevemente.
La azafata se dió por aludida y se retiró.
Elizabeth sólo picoteó su almuerzo.Sin embargo Rick no se reprimió,y dió
cuenta del plato de almejas gigantes al que siguió un roast beaf y una
ensalada.
—¿No comes? —preguntó él mirando el plato lleno de Elizabeth.
—¿A ti qué te parece? —replicó ella bruscamente.
Él esbozó una sonrisa.
—Continuaremos nuestra conversación más tarde, en privado —se pasó la servilleta
por la boca—. ¿Te ha dicho alguien alguna vez que tus ojos echan chispas como
fuegos artificiales cuando te enfadas? —dijo él inesperadamente.
•Con bastante frecuencia —replicó ella, disfrazando su indignación con una voz
aburrida—. Normalmente los envío a la librería más próxima a comprar un libro
titulado La originalidad del lenguaje cotidiano. Deberías leerlo.
Oh, Elizabeth —dijo él con suavidad, moviendo la cabeza—. Eres una mujer muy
estimulante para discutir. —¡No seas tan condenadamente condescendiente! Los
ojos de él centellearon, pero algo lo alertó y se movió ligeramente.
—Peter se está despertando —murmuró él, y añadió con la voz un poco más
alta—: Deberías comer algo, cariño. Faltan muchas horas para la cena.
—No gracias, cariño —lo imitó ella—. Hay algo en este vuelo que me da náuseas.
Vio que él sonreía al inclinarse para hablar con Peter, que retornaba lentamente al
mundo de los vivos.
•¿Has dormido bien?
—¡Mmmmm! —dijo Peter, estirándose.
—¿Listo para comer algo?
•¡Claro!
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Rick mientras cruzaban las verjas de hierro forjado, la dejó prácticamente sin
respiración. Blanca, majestuosa y espléndida, se erigía sobre un extenso terreno
como una deslumbrante joya, y en la parte de atrás del edificio se veían los
prados verdes que descendían hacia las arenas doradas de una playa
privada.
—¡No me dijiste que tenías tu propia playa! —dijo ella acusadoramente.
—¿Ah, no? —murmuró él.
—¡Guau! —exclamó Peter—. ¡Guau!
—¿Te gusta? —le preguntó Rick.
—¡Que si me gusta!
Rick indicó al chófer que detuviera el coche. —Vamos andando —dijo.
Los tres descendieron de la limusina y enfilaron por el camino de coches. A
lo lejos, más allá de un grupo de abetos, se veía el deslumbrante azul
turquesa de un mar seductor.
--¡Guau! —dijo Peter por tercera vez, y salió corriendo hacia la casa.
—¡Peter! —gritó Elizabeth, sin mucho entusiasmo, pero Rick sacudió la
cabeza.
—Déjalo —dijo él—. No le va a pasar nada.
Elizabeth se volvió hacia Rick.
—¿Eres el dueño de todo esto?
Hubo una pequeña pausa.
—Sí, lo soy.
—Entiendo —ella se quedó pensativa—. Eres un hombre muy poderoso, Rick —
dijo por fin—. Mucho más poderoso de lo que había imaginado.
Él la miró con un brillo depredador en los ojos.
—Sí que lo soy —dijo sin presunción—. Hace muchos años me hice la promesa
de que me convertiría en un hombre rico —apretó los labios—. ¿Por qué? ¿Te
excita? —inquirió con dureza.
Estando tan cerca de él en aquel maravilloso paisaje azotado por el viento,
Elizabeth sintió la loca tentación de decirle que sí, que la excitaba.., oh, no
su dinero ni sus propiedades, ni su poder. Él la había excitado a los
dieciocho años, y la excitaba en ese momento.
La invadió la necesidad de decirle que era el único hombre al que había
amado, pero se contuvo con todas sus fuerzas.
Se volvió hacia él para observar su perfil moreno,hermosamente
recortado en el cielo mientras miraba a su hijo corriendo hacia la casa, y la
abrumó un sentimiento de tristeza, al pasar que todo podía haber sido
diferente. ¿Cómo habría sido Peter con ese hombre como padre?
—Es espléndida —dijo ella en tono convencional,mirando la casa.
Entonces se le ocurrió algo en lo que no había pensado. ¿Y si vivía con
alguna mujer? Era muy probable que tuviese novia, la amarga experiencia
le había demostrado que Rick era un hombre muy sensual, y sin
problemas de estricta fidelidad.
—¿Quién vive aquí? —preguntó ella repentinamente—.Contigo.
—En la casa principal, yo —afirmó él—. Y Jessie.
—¿Los dos solos?
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—¿Qué esperabas? ¿Un harén? —Rick sacudió la cabeza—. No, mejor que no
contestes. Tengo un ama de llaves, Claudia, y su marido es el jardinero. El
edificio de la derecha es de ellos. Prefiero tener la casa para mí. Mis
padres viven a unos kilómetros de aquí, pero vienen con frecuencia a ver a
Jessie.
—Me sorprende que no hayas construido una casa aquí para ellos; hay
sitio suficiente.
Él asintió
—Es cierto, y a mi madre le encantaría. Pero yo soy un hombre
independiente, Elizabeth —sus ojos brillaron—. Éste es mi mundo. Sólo mío.
Esas últimas palabras le sonaron a Elizabeth como una advertencia.
Pero no se desanimó porque, por un momento, al verlo recortado en el cielo,
tan dominante, tan poderoso, y tan condenadamente guapo, la invadió una
sensación de añoranza, tan potente como el veneno. En aquel momento,
con advertencia o sin ella, lo deseaba muchísimo...
Elizabeth se forzó a encontrar su penetrante y seria mirada, cambiando su
propia expresión por la del típico interés de una invitada.
—Peter ya ha llegado a la casa —dijo ella—. Nos está esperando.
Él asintió con la cabeza, agarrándola por el codo, lo que la hizo vibrar.
—Vamos —dijo él.
Ella caminó a su lado en dirección a su hijo, conteniendo el aliento al ver
la puerta de la casa abierta, y una niña pelirroja acercándose a Peter. Casi
sin darse cuenta de que Rick le estaba apretando el codo con fuerza, los
dos se detuvieron momentáneamente antes de reanudar su marcha hacia
los niños.
—¿Lo sabe Jessie? —preguntó ella en voz baja—. ¿Sabe que Peter es tu hijo?
Él hizo una pausa, y después asintió.
—Sí. Decidí que era mejor que lo supiese desde el principio.
—¿Qué le dijiste?
—Algo parecido a lo que tú le contaste a Peter. Que perdí el contacto con él
hace mucho tiempo, y que estaba muy contento de haberlo encontrado.
—¿Y qué... le pareció?
Rick le lanzó una rápida mirada.
—No ha hablado mucho de ello. Es bastante reservada. Ha tenido una... —
vaciló—... una infancia inestable.
Me imagino que aprender a compartir un padre con un hermano nunca
resulta fácil, y menos de esta manera. Lo que espero haber conseguido es
convencerla de que en mi corazón hay sitio para los dos. Que conocer y
amar a Peter no tiene nada que ver con el amor que siento por ella.
Ella asintió con la cabeza ladeada. No quería que Rick viese que la simple
mención de la palabra amor era suficiente para que se le saltaran las
lágrimas. Señor, era una tonta. La mayor tonta del mundo.
Con Rick a su lado, Elilabeth se dirigió hacia los niños, observando sus
tentativas de relación.
Jessie levantó hacia ellos unos grandes ojos azules, curiosos. Lo que más
impactó a Elizabeth fue su escaso parecido con Rick. No podía ver en ella
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Capítulo 9
PAPÁ, papá! —gritó Jessie con excitación, y se arrojó en los brazos de su
padre. Él la tomó en volandas, estrechándola con fuerza entre sus brazos.
—Hola, tesoro —dijo él dulcemente—. ¿Cómo está mi niña?
—Está bien —Jessie le devolvió la sonrisa, y miró a Elizabeth.
¿No vas a saludar a nuestros invitados?
—Ya he saludado a Peter. Tiene ocho años y sabe montar a caballo, pero no
sabe nadar.
Unos grandes ojos azules se volvieron hacia Elizabeth, quien no pasó por
alto las pequeñas lineas que fruncían su frente.
Elizabeth pensó que seguramente estaba nerviosa. Tan nerviosa como ella,
y sonrió a la niña.
—Hola —dijo tímidamente.
—Jessie, ésta es Elizabeth —dijo Rick, en su voz grave.
—Hola, Jessie —dijo Elizabeth con suavidad y extendió las manos
momentáneamente, para bajarlas enseguida, no muy sorprendida de que
Jessie frunciese el ceño con recelo—. Te hemos traido una muñeca Sindy de
Inglaterra, con vestidos y todo —se apresuró a decir, esperando que no
pareciese que estaba intentando ganarse su aprecio—. ¿Te gustan las
muñecas Sindy?
Jessie se encogió de hombros.
—Están bien. Tengo más de una docena —respondió, arrastrando las palabras
como su padre.
•Pero esta Sindy es inglesa —dijo Elizabeth, tratando de sonreír.
Se alegraba de que Rick no interviniese, reprendiendo a su hija, lo que
indudablemente enfurecería más a la niña.
—¿Hay alguna diferencia?
Elizabeth sonrió.
—¡Claro que sí! Ésta viene con su paraguas y su impermeable.
•Mi Sindy preferida —declaró Jessie—, tiene un vestido de fiesta rosa y
dorado.
•¡Puaj! —dijo Peter expresivamente—. ¡Como una niña!
Jessie lo miró furiosamente, viendo aquello como un reto.
—También me gustan los Action Man —dijo ella, altanera.
—¿Sí? —dijo Peter, no muy convencido.
•Me encantan —hubo una pequeña pausa—. Y tengo una colección de insectos.
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¿Quieres verla?
El rostro de Peter indicó que estaba enormemente impresionado por aquella
información.
•¿Puedo, mamá?
Elizabeth se rió, repentinamente aliviada.
•Claro que sí. Pero hoy tienes que acostarte temprano; estás muy cansado
del viaje.
—¡Mamá!
•Peter... hablo en serio.
Rick sonrió.
Tu madre tiene razón. Cenarás antes esta noche, a las siete. Jessie te
enseñará tu habitación, ¿verdad,cariño? ¡Está justo al lado del cuarto de
los insectos! ¿Dónde está Claudia?
Jessie sonrió ampliamente, y la sonrisa la transformó.
Unos perfectos dientes blancos y unos brillantes ojos azules.
—Está dentro, cocinando. Vamos, Peter.
Los dos niños desaparecieron por la puerta, y segundos después, una mujer
menuda y morena que debía de tener unos sesenta años, con el cabello
gris, apareció en la puerta de la casa.
—¡Señor Rick, bienvenido a casa! —exclamó con una radiante sonrisa.
—Hola, Claudia —Rick sonrió afectuosamente, lo que le quitó diez años de
encima, para asombro de Elizabeth—. Elizabeth, quiero presentarte a
Claudia, mi ama de llaves. Claudia, ésta es la señora Carson. Su hijo
y ella se quedarán con nosotros a pasar el verano. El está arriba con
Jessie.
—Lo sé. ¡Han pasado corriendo por mi lado como relámpagos! Encantada de
conocerla, señora Carson.
Las dos se dieron la mano, y Claudia hizo una inclinación de cabeza. Elizabeth
se dio cuenta del breve pero intenso escrutinio de la mujer italiana.
—Vamos dentro, Elizabeth, te enseñaré tu habitación. ¿Puedes preparar la cena
para las ocho, por favor, Claudia? —y con el brazo le indicó a Elizabeth que lo
precediera.
Ella se estremeció ligeramente, no muy segura de querer que fuese él quien
le enseñase su habitación, pero no se le ocurría ninguna amable objeción
delante del ama de llaves. Así que optó por concentrarse en la casa
mientras lo seguía por las escaleras. El enorme vestíbulo era como un
escenario de cine, con un brillante suelo de madera del que salía una
escalera majestuosa que se dividía en dos en la parte de arriba. Del techo
colgaba una de las arañas más grandes que Elizabeth abía visto en su vida.
—Esta casa es enorme —dijo ella por segunda vez, mientras subían por las
escaleras.
Rick la miró.
—¿Nerviosa, Elizabeth? —inquirió con suavidad.
—¿Nerviosa? ¿Por qué iba a estarlo?
Él le dirigió una media sonrisa.
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•Te has puesto pálida como un fantasma. ¿Es por pensar en dormitorios?
Era tan preciso que Elizabeth sintió como si hubiese invadido su mente, como
si fuese capaz de leer sus atribulados pensamientos. Repentinamente se le
secó la boca y le resultó dificil respirar. Maldito. Y maldito el efecto que le
producía.
•Me gustaría ir a ver a Peter antes de nada —insistió ella.
•Desde luego —replicó él.
Pero ni siquiera Peter la salvaría de sus propias reacciones, porque cuando
Rick y ella se asomaron a una habitación, sólo vieron dos pequeñas cabezas
inclinadas cordialmente sobre una colección de dinosaurios de plástico.
•¿Necesitas algo, Peter? —preguntó Elizabeth. Él apenas levantó la vista.
—Estoy bien, gracias, mamá —dijo él distraídamente.
•¿Lo ves? —dijo Rick—. Todo el mundo está feliz. Ella no dijo nada mientras
lo seguía, hasta que él se detuvo delante de una puerta.
•Ya hemos llegado, Elizabeth. Ésta es tu habitación, justo en el mismo pasillo
que la de Peter.
•Un pasillo bastante largo, parece —dijo ella cortantemente.
Él soltó una pequeña carcajada y abrió la puerta.Al entrar, Elizabeth vio
algo en su semblante que hizo que su sangre se precipitase por sus venas,
por lo que apenas se fijó en el suntuoso mobiliario de la habitación.
—Parece muy acogedora —dijo ella rápidamente—. ¿Por qué cierras la
puerta?
—Porque quiero estar un rato contigo a solas.
A Elizabeth se le paralizó el corazón. Fingió mirar el dormitorio con interés
y después se encaró con él, subiéndose las gafas.
—Estoy muy cansada, Rick. ¿No puede esperar esto? Él sacudió la cabeza.
—No.
—¿Qué quieres?
Él se aproximó a ella, y Elizabeth tuvo que contenerse para no cerrar los ojos
y dejar que la abrazara.
Porque no había ninguna duda de que esas eran sus intenciones; estaba
escrito en su rostro, en la expresión de sus ojos oscurecidos, y en la
insistente palpitación que se apreciaba en su cuello.
Rick le rodeó la cintura con los brazos.
—Te deseo, Beth —dijo con la voz ronca—. Nunca he dejado de desearte,
¿sabes?
Ella intentó soltarse, pero él se lo impidió.
—¿Por eso me has traído a tu casa? —susurró—. ¿Para poder acostarte
conmigo?
—Una retorcida manera de hacerlo, ¿no crees? Atravesando el Atlántico.
Habría sido mucho más fácil haberme acostado contigo en Inglaterra.
Aunque claro, allí nos hubiésemos encontrado con la dificultad de que estaba
tu amante... —sus palabras se apagaron mientras descendía con la mirada
por su cuello, hasta la camisa de seda verde que cubría sus senos.
—¿Mi amante? —preguntó ella con incredulidad.
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de sus muslos, entre el elástico de las medias y las braguitas, y cuando sus
dedos se desliaron hacia arriba sintió que el calor la envolvía
completamente.
Él exhaló un grave y angustiado gemido cuando llegó a la coyuntura de sus
muslos y sus dedos empezaron a dibujar tentadores círculos mágicos.
Tal vez si él hubiera permanecido en silencio, su acto sexual habría llegado a
su inevitable culminación. Pero no lo hizo, y sus amargas palabras
invadieron la euforia de Elizabeth.
—¿Te tocaba así tu marido? ¿Te hacía sentir así?-la provocó, mientras
apretaba su mano posesivamente sobre la húmeda seda de sus bragas, y el
encanto se rompió al instante.
Retorciéndose debajo de él, salió de la cama y se puso de pie, mirándolo
desdeñosamente con las mejillas encendiadas.
—Uno de estos días tu libido te va a causar más de un problema —
declaró ella acaloradamente, con la voz casi tan temblorosa como su cuerpo.
El se echó boca arriba, con las manos detrás de la cabeza, y con la mirada
imperturbable como una roca, aunque no así su respiración.
—Podría decir lo mismo de ti.
Ella sacudió la cabeza.
—No, Rick. Yo soy una de esas personas curiosamente anticuadas que no
creen en tener a más de una persona a la vez.
Él frunció el ceño.
—Si quieres decirme algo, Elizabeth, adelante, pero déjate de adivinanzas
—¿De verdad quieres saber por qué desaparecí aquella mañana hace tantos
años? Me sorprende que a un hombre tan supuestamente inteligente como
tú no se le haya ocurrido se detuvo al ver la atención en la mirada de Rick,
saboreando aquel momento de triunfo—. Fue porque descubrí que nuestra
pequeña aventura no era lo que parecía. Descubrí que tenías novia, Rick. ¡Me
enteré de lo de Brooke!
Ni un atisbo de asombro o de culpabilidad atravesó su rostro, sino que
siguió con su mirada fría e imperturbable. Sólo un ligero movimiento de su
ceja indicó que le interesaba lo que ella tenía que decir.
—Me desperté a medianoche y vi que no estabas a mi lado... estabas en el
balcón —declaró ella acaloradamente—. De pie, envuelto en una toalla. Te oí
maldecir por lo bajo, una y otra vez, y me pareció que estabas lamentando
lo que había sucedido. Entonces entraste en el cuarto de baño, y mientras
estabas en la ducha sonó el teléfono. ¡Tu novia me confundió con la asistenta!
Tu novia —enfatizó, arrojando las palabras que había reprimido durante
tanto tiempo, en una venenosa ráfaga. Sus miradas se encontraron.
—Supongo que tendrás una buena razón para haberte guardado esta
información todas estas semanas —respondió él tranquilamente.
Ella lo miró, atónita. Estaba actuando como un abogado. Le devolvió su fría
mirada.
—Ya sabes lo que dicen —dijo ella con suavidad—. Que las armas más
efectivas son aquellas que ocultamos.
—Y necesitas armas contra mí, ¿verdad, Elizabeth? Ella se encogió de
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hombros.
—No quería correr ningún riesgo. Entonces temía que intentases quitarme a
Peter.
Él la miró con curiosidad.
—¿Y ya no?
—No admitió ella sinceramente—. Creo que quieres a Peter lo suficiente como
para no destrozar su felicidad.
El torció el gesto.
—Supongo que debo estar agradecido.
Elizabeth se dio cuenta de que había cambiado el tema de la conversación.
—Lo que acabo de mencionar sobre Brooke, ¿podrías negarlo?preguntó ella con
voz queda.
Hubo un momento de silencio.
—No —dijo él sin más, y cerró los ojos fatigadamente, con el rostro pálido.
—¡Pa... pá!
La voz de una niña llegó desde detrás de la puerta y él se levantó
rápidamente, metiéndose la camisa por los pantalones, con una mirada
repentinamente fría y severa.
—Quédate aquí —le dijo a Elizabeth con los dientes apretados--. Y por Dios
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Se volvió cuando un torbellino le indicó que su hijo había llegado, con Jessie
pisándole los talones, y detrás de ellos, Rick, cuyo rostro no reflejaba
ningún sentimiento, ni había en él rastro de la pasión interrumpida.
Entonces miró a Peter, que estaba rebosante de felicidad.
¿Qué tal, cariño? —preguntó ella con dulzura, y se volvió hacia Jessie—.
¿Habéis jugado con los dinosaurios?
—Nos falta un heterodontosaurio —refunfuñó Peter.
Elizabeth advirtió que hablaba en plural, como si ya formase parte de la
familia, mientras que ella seguía siendo una intrusa. Forzó una sonrisa.
—¿No me digas?-bromeó—. Y la vida ya no tiene sentido, claro, sin un
heterodontosaurio.
Rick sonrió también, pero su sonrisa fue más natural que la de ella. Claro, él
no tenía nada que perder. Mañana podemos ir a buscar un...
Rick levantó la vista hacia a los niños socarronamente.
—Heterodontosaurio! corearon los dos triunfantemente.
—Os tomo la palabra —dijo él con gravedad. Miró a Elizabeth y levantó las
cejas ligeramente al ver su rostro—. Oye, Jessie —sugirió—. ¿Por qué no
llevas a Peter con Claudia, a ver si la convences para que os dé algo de
beber?
Con un golpeteo de sus pies, los dos obedecieron, y Elizabeth se puso de
pie para encararse con él, pero su mayor altura le dio a él una ventaja
psicológica.
—Rick...
—Déjame adivinar —la interrumpió él, mirándola pensativamente y frotándose
la barbilla con el pulgar y el índice—. Vas a darme un sermón por mis lujuriosas
intenciones con tu hermoso cuerpo.
Ella le lanzó una mirada que debería haberlo dejado de piedra.
—Has acertado a la primera, y preferiría que no volviese a suceder —dijo ella,
intentando que su voz pareciese neutra—. La convivencia será menos
traumática si dejamos las cosas a un nivel platónico.
El la miró larga y duramente.
—También podrías probar a decir «no» —se burló.
Elizabeth abrió la boca.
—¡Eres un bastardo!
Pero sus implacables y duras facciones no reflejaron la más mínima
reacción a su insulto. Siguió como si ella no hubiese dicho nada, con una
voz repentinamente intensa.
—Pero no puedes decir que no, ¿verdad, Elizabeth? Porque lo que sucede
cuando te toco es mucho más fuerte que tu deseo de mantenerme a raya. Y
no puedes evitar desearme, ¿verdad?
Ella intentó que sus facciones reflejasen la misma impasibilidad que él,
pero no pudo dejar de irritarse ante su fría mirada. Estuvo medio tentada
de tomar el cepillo del tocador y arrojárselo a la cabeza. Tal vez él vio un
ligero movimiento, ya que sonrió divertido.
—No te servirá de nada, Elizabeth. Como nuestro amigo el
heterodontosaurio, mi cabeza puede soportar duros golpes —abrió la
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Capítulo 10
ELIZABETH debería haber dormido las horas que quedaban antes de cenar,
pero ni siquiera se molestó en intentarlo. Estaba demasiado alterada
para dormir, y no sólo mentalmente. Esa pequeña sesión de estimulación
erótica interrumpida la había dejado completamente agitada. Pequeñas
gotas de sudor bañaron su frente al recordar a Rick desnudando lentamente
sus pechos...
El sexo, o más bien su carencia, nunca había representado un problema para
ella. No después de su maravillosa iniciación con Rick todos esos años
atrás. El haberse sentido traicionada y el traumático descubrimiento de
que estaba embarazada, fue suficiente para hacerle jurar que no volvería a
tener relaciones íntimas con nadie.
Se había casado con John admirándolo y respetándolo, y había querido ser
para él una buena esposa en todo el sentido de la palabra. Pero John no
había querido que tuviesen una relación física, ya que la enfermedad
que estaba destruyendo su cuerpo había matado todas sus necesidades.
Y, un par de años después de su muerte, ella había tenido algunas citas.
Pero nada. Nadie la había tentado lo más mínimo, aunque la mayoría lo
habían intentado. Pero había sido como bailar sin música. Un beso había
sido una intrusión, mientras que un beso de Rick había sido como la fusión
de dos almas.
Sacudió la cabeza mientras se secaba el cabello con una toalla. ¡Sí, la
fusión de dos almas! Cómo se reiría él si supiese que su adolescente
romanticismo no había disminuido con los años.
¿Por qué no podía tener la madurez y sensatez de no sentir otra cosa
hacia él que el estar unidos por el vínculo de su hijo?
Una voz en su interior le dio la respuesta. Porque todavía lo amaba, loca y
apasionadamente, y nunca había dejado de amarlo, a pesar de todo lo que
le había hecho.
—No! —exclamó con desesperación.
Lo más probable era que estuviese utilizando el amor para justificar el hecho
de que lo deseaba tanto como él a ella, porque el amor podía justificarlo
todo.
Pero si ése fuese el caso, ¿por qué no lo había olvidado en todos esos años? Y
si sus sentimientos por él estaban basados únicamente en lo físico, ¿por qué
no compartía su cama con él mientras estaba allí? Elizabeth tuvo que
reconocer que no sería suficiente. Que volvería a Inglaterra con el corazón
destrozado...
Abrió la puerta del armario y escogió un vestido azul marino de corte
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austero, a juego con unos zapatos bajos que la hacían parecer formal,
eficiente y, esperaba, un poco intimidante Se maquilló mínimamente, y su
único adorno fue un collar de perlas que John le había regalado el día de su
boda.
Anteriormente había ido a ver a Peter y se había encontrado con que Rick
estaba a punto de llevarlos a nadar a la piscina. Apartando la vista de sus
piernas morenas y musculosas bajo el albornoz que llevaba, ella se había
agachado con inquietud para examinar el rostro de su hijo, sorprendida de
que se hubiese adaptado tan bien, y tan pronto.
—¿No estás cansado, cariño? ¿No preferirías echarte una siesta en vez de ir a
nadar?
—Mamá! —por la expresión de su rostro parecía como si le hubiese dado a
elegir entre un plato de col y un helado—. Estoy bien. Voy a echarle una
carrera a Jessie.
—¡Las chicas son fantásticas, los chicos son elásticos! —canturreó Jessie.
—Me parece que estoy de acuerdo contigo —dijo Elizabeth, compungida, sin mirar
a Rick a los ojos.
Y esa noche, cuando abrió la puerta de la habitación de Peter, vio que ya estaba
en la cama, y que Rick estaba apagando la luz del baño contiguo.
Elizabeth evitó su enigmática mirada y fue a sentarse al borde de la cama.
—Buenas noches, cariño —susurró—. ¿Has comido algo?
—¡Ajá! Después de nadar he comido pasta de Claudia, y papá me ha enseñado a
comerla como un italiano. Sólo tienes que enrollarla en el tenedor, sabes. ¡Ni
siquiera necesitas una cuchara! Ha sido fabuloso —dijo Peter, bostezando.
—Qué bien —dijo Elizabeth, un poco secamente. —y me ha bañado papá!
Elizabeth parpadeó. Le resultaba dificil imaginar al magnate cubierto de espuma
hasta los codos.
—¿Ah, sí? Qué bien.
—Mmm. Buenas noches, mamá —dijo Peter soñolientamente.
—Buenas noches, cariño.
Elizabeth le dio un ligero beso en la frente y se levantó. Rick la estaba esperando
en la puerta.
El también se había vestido para cenar, con pantalones de color gris marengo,
camisa blanca y una corbata de seda de un impresionante color aguamarina,
del mismo color de sus ojos. Su cabello negro como el ébano, estaba peinado en
perfectas ondas, y Elizabeth recordó lo despeinado y acalorado que había estado
en su cama poco antes. Su tonto corazón se aceleró, pero le sonrió tan
cortésmente como si no fuese más que un cliente.
—¿Quién va a cenar con nosotros? —preguntó ella en voz baja—. ¿Sólo nosotros
dos?
Él asintió con la cabeza, con una mirada de interrogación en los ojos.
—Así es. ¿Por qué, Elizabeth —dijo él burlonamente—. ¿Te preocupa eso?
—¿Por qué iba a preocuparme? —replicó ella—. ¡Tengo tanta hambre que me da
igual con quién cene!
Él soltó una ligera carcajada e hizo un gesto con la cabeza hacia la cama.
•Vamos abajo —dijo en voz baja—. Los dos están agotados después de tanto
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Capítulo 11
ALA semana siguiente Elizabeth se sorprendió en más de una ocasión
al comprobar que la cena de la primera noche no había sido algo
fortuito. Podían convivir amigablemente.
En consecuencia, pudo relajarse y disfrutar de aquellos días, totalmente
convencida de que Peter estaba pasándoselo estupendamente.
Con Jessie era diferente. Aunque parecía haber acepado la presencia de
ambos con una encomiable ausencia de celos y de resentimiento, y jugaba
felizmente con Peter casi todo el tiempo, en otras ocasiones se quedaba en
silencio con su carita de duendecillo muy seria, y sus enormes ojos azules
tristes. ¿Echaría de menos a su madre, después de seis años?
Probablemente.
Elizabeth se compadeció de la pequeña. Ella nunca hablaba de su madre,
pero lo que más le sorprendía era que Rick tampoco mencionase a Brooke,
al menos no delante de ella, pero tal vez fuese sólo por diplomacia. Quizás
incluso hubiese retirado las fotos de Brooke antes le que ella llegase. Pero eso
seguramente habría hecho nucho daño a Jessie.
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El café era fuerte y aromático, y Elizabeth aceptó una de las pequeñas tazas
con el borde de plata.
Se quedaron en silencio durante un momento. Él bebió su café y no retomó
su periódico, sino que continuó mirándola serenamente bajo sus espesas
pestañas negras.
—Estás muy guapa esta noche —dijo él con suavidad.
—Gracias —respondió ella, sintiendo que el color incendiaba sus mejillas
ante el cumplido.
Repentinamente cohibida, acabó su café, preguntándose cómo se le había
ocurrido ponerse ese vestido tan frívolo.
Habían pasado el día en la playa, comiendo y jugando, y Elizabeth se
sentía-arrebatada del calor y del sol, y más relajada de lo que se había
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—Estás nerviosa —observó Rick, cuando ella bajó finalmente, con el vestido
azul marino de corte austero que se había puesto la primera noche.
—¿Tú que crees? —demandó ella, tomando el vaso de vino que él le ofrecía
y bebiendo agradecida—. No sé lo que les has contado de mí.
—Todo.
—¿Y qué es todo?
—Saben que nos conocimos, y que nos separamos. Saben que he descubierto
que tengo un hijo.
—¿Y qué han dicho? Supongo que pensarán que soy una...
Él la interrumpió.
—Son personas razonables, Elizabeth. Y no se atreverían a juzgarte, menos
sin conocerte —se oyó el timbre de la puerta—. Deben de ser ellos.
Él fue a abrir la puerta y Elizabeth se puso de pie lentamente. Las
palabras de Rick no habían hecho mucho para tranquilizarla. Esperaba ver
todo tipo de emociones negativas reflejadas en el rostro de la elegante mujer
que avanzaba hacia ella, pero con sorpresa, lo único que vio fueron las
amables sonrisas de los padres de Rick al acercarse a ella.
Su padre era americano. Un hombre alto e imponente, de más de sesenta
años, con los mismos fuertes rasgos que Rick había heredado, y esos ojos de
color verde azulado. Sonrió a Elizabeth y le dio la mano con fuerza. Sin saber
por qué, ella se acordó de una supervisora del orfanato que una vez le dijo
que siempre confiase en un hombre que tuviese un firme apretón de
manos. Y Rick tenía el mismo...
De su madre italiana, Rick había heredado su tez morena y el cabello, las
cejas y las pestañas negras como el ébano. Con asombro, Elizabeth advirtió
que Peter tenía algo de su abuela paterna, y se dio cuenta de que su hijo
podría tener algo que a ella le había faltado toda su vida, la oportunidad
de conocer más de sí mismo a través de su familia.
Elizabeth —dijo la señora Masterton, tendiéndole una mano muy bien
arreglada.
El hecho de que la llamase por su nombre de pila, desarmó a Elizabeth al
instante.
-Encantada de conocerla, señora Masterton —dijo ella, sonriendo.
—No, no, debes llamarme Enza. ¡Insisto! —la anciana le devolvió la sonrisa—.
Riccardo... pronunció el nombre de su hijo con un acento musical—.., me ha
hablado mucho de ti.
—¿Ah, sí?
Elizabeth no se imaginaba lo que podía haberle dicho.
—Lo bien que has sacado adelante a Peter, convirtiéndote al mismo tiempo en
una excelente asesora financiera —sus ojos estudiaron el rostro de Elizabeth,
al ver que se ponía completamente pálida—. Ven a sentarte, querida —dijo
la señora con amabilidad—. Has debido de pasar un día largo y traumático,
esperando nuestra llegada —sus ojos brillaron de comprensión—. Pero ya
verás como no mordemos.
El señor Masterton padre asintió con la cabeza.
—¡Sólo la deliciosa pasta de Claudia! Antes de nada... ¿qué es lo que tiene
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Capítulo 12
ELIZABETH se abanicó con un sombrero mientras se dirigía a la piscina,
sabiendo que no podía postergar lo inevitable. ¿Cómo podían haber
transcurrido seis semanas casi sin darse cuenta? Había sido una completa
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—¿De pasada? No tenías derecho a hacer eso, ningún derecho. ¿Qué le dijiste
exactamente?
—Todo —dijo él simplemente—. Lo nuestro. Estoy harto de mantenerlo en
secreto, como si fuera algo de lo que avergonzarse.
—¡Pero si «lo nuestro» no existe! —Elizabeth se llevó una mano a la cara al
pensar cómo habría corrido la noticia por su oficina—. ¡Oh, Dios mío! —
dijo débilmente.
—Déjame terminar —insistió él—. Toma.
Tomó dos cervezas de la nevera, las abrió, y le ofreció una botella helada.
Ella la tomó, agradecida de tener algo que hacer con sus temblorosas
manos.
—Tú no me odias...
—Yo no apostaría.
Él se rio.
—Yo tampoco te odio a ti. Por el contrario, vivir juntos ha resultado ser
sorprendentemente agradable,¿no crees?
Ella se resistió.
—¿Y dónde viviríamos... Peter y yo?
Él la miró con sorpresa.
—Aquí, naturalmente. Conmigo y con Jessie. Elizabeth sintió un agudo
dolor en el estómago. —¿Como hemos estado viviendo ahora? —preguntó ella
en tono sarcástico.
—No —gruñó él—. Así no.
Elizabeth tuvo que digerir aquello.
—Entiendo. ¿Entonces ese «vivir juntos» incluiría tener... cómo lo diría...
un conocimiento carnal mutuo?
Él sonrió sin poder evitarlo.
—¡Sí, por favor!
Elizabeth frunció el ceño.
—Es una propuesta realmente extraña la que me haces, Rick.
Él se encogió de hombros.
—Eso depende de ti. Yo preferiría legalizar el asunto,aunque sólo fuera por
Peter.
Ella apretó los labios deliberadamente para ocultar el temblor que la
acechaba. ¡Qué frío había sido él!
—No te preocupes —replicó ella ferozmente, maldiciéndolo con la mirada por su
indiferencia—. ¡Ni soñando te sometería a una prueba tan dura como
casarte conmigo!
Él sonrió lenta y perezosamente:
—Oh, no sería ninguna prueba, Elizabeth, te lo aseguro. Ni dura en absoluto.
No recuerdo haber deseado nunca a ninguna mujer como te deseo a ti.
—Vivir juntos requiere algo más que sexo —espetó ella.
—Estoy de acuerdo. Pero parece que también somos compatibles en la
mayoría de las cosas, ¿no crees? Sorprendentemente compatibles.
—¿Cuánto hace que piensas de esta manera? —le preguntó ella repentinamente.
Él dio un largo trago de cerveza.
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Él murmuró algo por lo bajo, dio una patada a la silla caída, y arrojó el
sombrero al otro extremo de la piscina, y Elizabeth adviritió entre sueños
que estaba despejando un espacio en el suelo para ellos.
—¿Aquí? —preguntó débilmente.
—Aquí —afirmó él seriamente, pero luego le ofreció una extraña sonrisa—. Si
esperamos a que te suba a la cama, probablemente cambies de parecer.
Rick se sacó la camiseta por la cabeza con un sólo movimiento, y a ella le
temblaron los dedos al sentir su pecho de acero, enroscándose el rizado
vello alrededor de su índice como si oficiara algún rito de homenaje pagano.
—Bruja soñadora-murmuró él como si le hubiese leído el pensamiento.
Le quitó la camiseta y la parte de arriba del bikini, trazando círculos con las
palmas de sus manos sobre los turgentes pechos, hasta que ella movió sus
caderas, sintiendo un descontrolado placer.
Él se despojó de los vaqueros deshilachados a toda velocidad, y ella observó
con intensa excitación que no llevaba calzoncillos...
—Oh —exclamó ella al verlo completamente desnudo y excitado.
Él se rió.
—Fíjate que estoy en desventaja. Yo no llevo nada, mientras que tú estás
tapada con esto...
Deslizó el dedo corazón por la parte de abajo del pequeño bikini, elevando
las cejas con sincero placer al encontrarse con el calor húmedo que lo
traspasaba. Entonces se lo quitó, y lo arrojó lejos, cayendo encima de su
sombrero.
Se puso encima de ella y la besó en la punta de la nariz. Ella sintió su
dureza presionándole el vientre, oyó el galope de su corazón contra su
pecho, y observó su melancólica sonrisa.
—Esto va a terminar demasiado rápido, cariño...
Pero ella ya estaba preparada para él, dispuesta para su exquisita captura,
tan extraña y tan familiar al mismo tiempo. Dispuesta para reemprender ese
ritmo primitivo con él. Dispuesta para la fortaleza de sus movimientos que,
con cada acometida, hacía su posesión más y más completa, transportándola
más y más cerca del delicioso desenlace. Ella sintió una oleada detrás de
otra, y cuando la primera contración de su útero anunciaba los perfectos
espasmos de la plenitud, oyó que él murmuraba algo... su nombre, le
pareció... antes de sentirle palpitando dentro de ella, apoyando la cabeza
en su cuello mientras se lo rozaba con los labios.
Deliberadamente, ella obligó a su mente a retroceder, concentrándose sólo en
la proximidad de sus miembros entrelazados, su negro cabello húmedo entre
sus dedos, el brillo de sudor en su espalda morena. Sintió que su
respiración se normalizaba, y entonces él levantó la cabeza para contemplar
las mejillas sonrojadas de Elizabeth con una expresión casi triste.
—¿Puede hacer esto que pienses en quedarte?
Ella hubiese llorado. Lo empujó con fuerza inútilmente, pero él se apartó
enseguida.
•Maldito seas, Rick. ¿No era más que una manera de persuadirme?
Él mantuvo el rostro impasible.
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He empezado por ira, pero una vez que empecé...pensé que podría inclinar
la balanza a mi favor, sí. ¿O me vas a decir que no has disfrutado?
—Sabes que sí —dijo ella sin énfasis, sentándose para localizar su ropa
desparramada por toda la piscina—. ¡Pero esa no es la cuestión!
Él hizo una mueca de desagrado.
—¿Sabes que estás haciendo maravillas con mi ego?
—Siento que tu ego haya sufrido... detesto hacerlo...
Él la sujetó por los hombros desnudos, con los ojos enfurecidos, pero ella se
soltó.
—¡Beth! Podría ser maravilloso... para todos nosotros. ¿Por qué te pones así
conmigo?
—¿Tú qué crees? —chilló ella también—. Porque aún no hemos resuelto
nada. Sólo hemos tenido una buena relación sexual, eso es todo.., y
probablemente piensas que me has manipulado para que me quede. ¡Pues
te equivocas! ¡No quiero pasarme el resto de mi vida pensando en qué cama
te habrás metido cada vez que salgas de viaje! Tal vez Brooke pudiera
soportarlo, pero yo no.
Hubo una larga pausa y entonces, sin mediar palabra, él recogió sus
vaqueros y se los puso, metió los pies en sus zapatillas de lona y se puso
de pie, ofreciéndole la mano para levantarse.
—Vete a casa, y cámbiate —le dijo abruptamente—. Yo voy a salir.
Algo en la dura expresión de su rostro la asustó y la confundió.
—¿A dónde vas?
La voz de Rick era lúgubre.
—Voy a hacer algo que debería haber hecho hace mucho tiempo. No hagas
nada hasta que vuelva... nada,¿entendido, Elizabeth? Vamos a resolver esto
de una vez por todas.
Había algo en el tono de su voz que la petrificó,y se quedó sentada
mirándolo mientras él tomaba su camiseta, y se marchaba sin pronunciar
palabra.
Elizabeth se vistió con sus arrrugadas prendas y regresó lentamente a la
casa, se dio una ducha y se puso unos vaqueros y una camisa de color
violeta oscuro, que de alguna manera reflejaba su estado de ánimo, ya que
su mente aún estaba adormecida y su cuerpo dolorido por la intensidad
de su amor, y la armagura de las palabras vertidas inmediatamente
después.
Se sentía incapaz de hacer nada. No tenía apetito. Entonces se puso a
deambular por la casa, sin sentido, como un fantasma rondando por un
lugar donde había sido feliz alguna vez, pasando los dedos por la superficie
de los exquisitos muebles como si se estuviera despidiendo de ellos.
Los minutos parecían pasar con cuentagotas, y estaba pensando con desgana
prepararse un café, cuando sonó el timbre de la puerta.
Fue al vestíbulo y abrió la puerta, encontrándose con un rostro que tardó
unos minutos en reconocer. El mismo rostro que la había mirado con pena
hacía muchos años, y que en ese momento la observaba con frialdad. La tía
de Rick.
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—¿Cómo voy a olvidarlo? Usted me mintió, me dijo que era la tía de Rick.
Una sonrisa fría.
—Ahí te equivocas... tú creíste que era la tía de Rick. Yo sólo dejé que
siguieras pensándolo —aspiró el cigarrillo con gélidos labios—. Dime,
Elizabeth... ¿qué harías si te dijese que él estaba allí? En el piso.
conmigo.
Elizabeth sintió que el calor abandonaba sus mejillas.
—No la creo.
Grace soltó una desagradable carcajada.
—¿No le crees capaz de eso? ¿A un hombre que es capaz de dejar
embarazadas a dos mujeres a la vez? Pues es verdad. Él oyó el timbre y se
escondió en el dormitorio. Me dio órdenes estrictas de que, si eras tú, me
librase de ti. Yo sabía lo que él quería. Puede que fuera su futura suegra,
pero nos entendíamos estupendamente... ya sabes lo que quiero decir.
Los ojos de la mujer brillaron provocativamente y Elizabeth sintió que se le
helaba la piel, pero mantuvo una expresión pétrea y orgullosa.
•¿Por qué me cuenta todo esto?
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—Déjame contarte una historia, Beth —la miró con firmeza y esperó a que ella
le prestase atención—. Imagínate a un joven americano al comienzo de su
carrera, que un verano viaja a Europa. Tiene una novia en su país... una
chica de una educación similar a la suya que conoció en la universidad.
No está entusiasmado, pero está satisfecho. Han salido durante uno o dos
años y todos piensan que terminarán casándose, de modo que en lo último
en lo que ese joven está pensando es en una relación. Visita Francia,
Italia, Alemania... y después, durante su último fin de semana en Londres,
conoce a una chica.
—No...
Él sacudió la cabeza para hacerla callar.
—Conoce a una chica —continuó— que le hace darse cuenta de lo que se está
perdiendo en la vida. Pero en qué momento. Sabe lo que debería hacer...
debería volver a Estados Unidos y decirle a su novia que todo ha terminado
antes de comprometerse. Pero... —ahí sonrió con tristeza—... era imposible
resisitirse a ti, Beth. Y no podía apartarme de ti.
Elizabeth sintió una punzada de culpabilidad al recordar la reticencia de
Rick a llegar más lejos, y la sutil insistencia de ella para que continuasen.
Los ojos verde azulados brillaron intensamente.
—Así que pasan el fin de semana juntos... que es casi perfecto, excepto
por la culpa que él sentía. La última noche él se despierta y mira a la
hermosa muchacha dormida en sus brazos —su voz se hizo muy queda
mientras revivía lo ocurrido—. Salí al balcón y supe lo que debía hacer.
Debía decirte la verdad, Beth... volver a Estados Unidos, y poner en orden
las cosas, y volver a ti, limpio, para empezar nuestro
futuro. Pero cuando volví a la habitación... —una triste mirada oscureció
momentáneamente sus facciones—... te habías ido.
—Ya te lo dije... llamó Brooke. Me sentí avergonzada, y furiosa.
—Lo sé. Déjame contarte lo que sucedió después. Volví a Estados Unidos
esa misma mañana, le conté a Brooke todo sobre ti y, seis semanas
después, en cuanto tuve una oportunidad, volví a Inglatera a buscarte.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, detrás de sus gafas.
—Pero no me encontraste.
—Claro que sí. Contraté a un detective. Pero llegué demasiado tarde —dijo él
con gravedad—. Te hallé en una casa en Kensington. Recuerdo haber
estado bajo la lluvia, observando ese enorme edificio blanco, cuando saliste tú.
Había una gran coche negro esperándote. Llevabas un vestido negro, con
perlas en el cuello y en las orejas. Recuerdo haber pensado que estabas
más hermosa que nunca... y entonces vi a un tipo mayor que bajaba
detrás de ti, y en ese momento te odié. Volví a mi casa, pero no pude apartarte
de mi mente. Entonces recuperé mi sentido común, y pensé en volver a por
ti, en luchar por ti. Pero ya era tarde... descubrí que te habías casado.
Pensé que debías de estar muy enamorada para hacerlo, y que te había
perdido.
Elizabeth parpadeó.
—¿Así que volviste y te casaste con Brooke?
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deseando hacerte el amor con una intensidad que me dejó asombrado. Aun
cuando ardía de celos, pensando que te habías casado con John por su
dinero, no pude dejar de amarte. Cuando descubrí que teníamos un hijo
me sentí contrariado, sí, furioso en un principio, hasta que comprendí que
esa era la clave para volver a unirnos. Y descubrí que eramos tan
compatibles como lo habíamos sido siempre; era extraño cómo casi podía
leer tus pensamientos, y tú los míos.
Elizabeth cerró los ojos, y luego los abrió rápidamente, temerosa de
descubrir que todo había sido un sueño, pero una mirada al rostro
apasionado que tenía ante sí le dijo que todos sus deseos se habían hecho
realidad.
—Rick... —susurró.
—No —él sacudió la cabeza—. Déjame terminar. Quiero vivir contigo,
Elizabeth, y casarme contigo, no por Peter, o porque Jessie haya florecido
con tu cariño, sino porque eres mi mujer, mi alma gemela, a la que adoro
y respeto. Pero —y aquí la miró con severidad— yo también tengo mis
condiciones, y no podría vivir con una mujer que no me amase...
Ella sonrió lenta pero radiantemente, echándole los brazos al cuello.
—Oh, Rick —susurró—. Querido, querido Rick...
—¿Me amas?
—¿Tú qué crees?
—Entonces dímelo —dijo él con urgencia—. Necesito saberlo.
—Te amo, Riccardo —dijo ella—. Con toda mi alma.
Una mirada de absoluto placer ablandó los duros rasgos de su atractivo
rostro, y se llevó la mano de Elizabeth a los labios.
—Creo que los niños estarán casi tan felices como yo con la noticia. Lo que
me recuerda algo —su voz se hizo severa y autoritaria—. No volverán a
repetirse escenas tan desagradables como la que has debido de soportar
antes, y Grace sólo tendrá cabida en nuestras vidas como abuela de Jessie.
¿Contenta con eso? Sin aliento, con la cabeza apoyada en su hombro,
cálida y resplandeciente de incrédulo gozo, Elizabeth asintió.
—Sí, cariño —susurró.
Él la besó entonces, con una ternura que la estremeció. Le quitó las gafas
para besarle la punta de la nariz, y la curiosa intimidad del gesto le
provocó a Elizabeth ganas de llorar.
—No las llevabas la noche de la fiesta.
—Los chicos no os fijabais en las chicas que llevaban gafas.
—Tonterías —susurró—. Yo me fijaría en ti llevaras lo que llevaras. ¿Por eso
no las llevabas esa noche?
—En realidad fue Donna... la chica con la que vivía la que insistió en que no
las llevara. El problema era que no veía bien sin ellas... eras sólo un borrón
hasta que te acercaste.
—Eso explica por qué tu mirada me pasaba por alto... casi me da un patatús.
¡Jamás me había ocurrido nada igual!
—¡Entonces necesitabas que a tu presuntuoso ego le bajaran un poco los
humos! —repuso ella mientras él se reía.
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—¡Bruja!
Se acercó a ella, pero Elizabeth retrocedió.
•Hay algo que debes saber —dijo ella quedamente—. Cuando conocí a John, ya
estaba muy enfermo. Yo estaba embarazada y sola, y él se sentía... solo
también. Nos casamos por compañerismo y seguridad, pero seguridad
emocional, no material. Y eso es lo que fuimos... compañeros...
El le puso un dedo en los labios.
•Cariño, cariño... no es necesario. No digas nada más
—Lo que intento decirte es que tú has sido mi único amante —susurró ella—.
Eres mi único amante.
Él la envolvió en el cálido refugio de su pecho y empezó a desabrocharle la
blusa.
—Es una gran cosa que no vayan a molestarnos durante unas horas —
comentó Rick—. Porque... ¿tienes idea de lo que voy a hacer ahora?
—Ninguna idea en absoluto —dijo ella inocentemente—. Tal vez deberías
decírmelo.
Y, descendiendo la cabeza hasta su oído, él procedió a hacer ¡precisamente
eso!
Fin
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