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Las paradojales perfecciones de Dios

JOSÉ CARLOS CAAMAÑO

Para Feuerbach,

"Dios no es otra cosa que la esencia genérica objetivada de la inteligencia humana...


la esencia moral del hombre absolutizada... la encarnación es la manifestación del
hombre hecho Dios... la resurrección de Cristo no es otra cosa que la satisfacción del
anhelo del hombre por conseguir la certeza inmediata de su inmortalidad personal".1

Esta conclusión es uno de los intentos en los últimos dos siglos de contraer el espacio
de lo divino al ámbito de lo objetivable. Esta pretensión fue, entre otras razones, la
reacción a una administración casi “profesionalizada” del misterio por parte de quienes
tenían palabra para hablar de él. Es un desafío para el cristianismo actual dar testimonio
sin confundir la convicción creyente con la certeza de las evidencias.
Frente a estas cosificaciones, pero también ante las colonizaciones de Dios operadas
en el cristianismo, Romano Guardini afirmaba la libertad de Dios y lo decisivo del
encuentro del hombre con este misterio, con estas palabras
La providencia "a su esencia propia y a su plenitud llega, cuando el hombre al que
está dirigida entra con fe responsable en aquella concordancia que exige el Sermón de
la Montaña" 2. Por eso, la providencia de Dios es algo dinámico, en devenir (das Wird);3
devenir se da en ese despliegue de libertades, una que funda, la otra que es fundada y
condicionada para su legítima autonomía por aquella que la funda. La existencia
cristiana es la posibilidad de la providencia; y, a la vez, es la existencia humana en
cuanto inserta en la providencia divina y por eso co- realizadora del obrar providencial
de Dios. Dios, entonces, se nos da a conocer para que podamos vivir ese camino.

1
KÜNG, H., ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 1979, 284-
285.

2
"Zu ihrem eigentlichen Wesen und ihrer Fülle wird sie frei, wenn der Mensch, den sie meint, verantwortlich
glaubend in jenes Einvernehmen tritt, das die Bergpredigt fordert".Welt und Person (, 149.

3
La expresión que es utilizada por Guardini para señalar el dinamismo del obrar providencial de Dios expresa
la misteriosa acción divina que está haciendo permanentemente al mundo. Wird, proviene de Werden, expresa
un desarrollo del ser que es pero debe llegar a ser. Debe ser pensado, en este contexto como una profundización
permanente en el horizonte salvífico en el que se despliega lo creado.
De allí que resulte fundamental reconocer que podemos poner palabra al misterio, pero
es lenguaje del exceso. De modo que sólo en el resguardo de la caridad puede ser
enunciado sin ser vulnerado.
Todo lenguaje verdadero brota de un encuentro, con las cosas o con los otros, con las
personas, con la comunidad. No hay lenguaje sin alteridad. Entonces en el encuentro
con el otro se da el lenguaje, por el que se revelan las "formas de sentido"
(Sinngestalten)4 en que el hombre y las mujeres existen. Este hecho revela que, en el
encuentro Yo- Tú la verdad adquiere su objetividad más definitiva ya que se expresa su
ser, que al mismo tiempo perdura inaferrable en el misterio. El lenguaje arranca el ser
de la ocultación, pero al mismo tiempo lo mantiene en su misterio. Sólo el discurso del
que ama puede resistir esta dialéctica. En el fondo, porque todo quien existe desde la
libertad es inabarcable y su realidad es paradojal. Dios, es exceso de perfección,
libertad y paradoja. No por su límite sino por su plenitud.
Sólo, por tanto, desde el amor, el mundo se preserva en su sentido y el hombre,
posee la posibilidad de conferirle un espacio objetivo a la verdad sacándola de su
hermetismo. El lenguaje revela que hay un sentido a- priori que salta en el encuentro
personal 5. Y que en el amor se le otorga resguardo a este sentido, ante el riesgo de
que en esa patencia sea cosificado. Esto se aviva de un modo absolutamente único
cuando la verdad es la de Aquel que se da a conocer en nuestra imitación, siendo al
mismo tiempo el Dios eterno y trascendente.
Traduciremos su exceso de perfección bajo la forma de la paradoja. Y, esto se aumenta
aún más cuando tomamos conciencia que " Por último, el cristianismo no es ni una
doctrina de la verdad ni una interpretación de la vida. Es también eso, pero nada de ello

4
WP., 108.

5
Las ideas acerca del lenguaje expuestas por Guardini van más allá de las desarrolladas por Merlau- Ponty:
"Como mi cuerpo, que no es sin embargo más que un trozo de materia, se unifica en gestos que apuntan más
allá de sí, lo mismo las palabras del lenguaje, que consideradas una a una, no son signos inertes a los que no
corresponde más que una idea vaga o trivial, se hinchan de repente con un sentido que desborda en otro cuando
el acto de hablar las anuda en un solo todo. El espíritu no es ya algo aparte, germina en la proximidad de los
gestos, al filo de las palabras, como por generación espontánea". Merlau- Ponty, M., Hombre y Cultura en el siglo
XX, Guadarrama, Madrid, 1957, 130.
constituye su núcleo esencial. Este está constituido por Jesús de Nazaret, por su
existencia concreta, su destino y su obra: esto significa, por una persona histórica". 6

a) El ser paradojal de Dios que trasciende y contiene todo

Dios es perfección. Al concluir su recorrido por las cinco vías de la existencia de Dios,
Santo Tomás concluye que Él es Acto Puro. Pues “algo es perfecto en cuanto está en
acto” (S. Th. I q4 a1 i.c.). Esta fría formulación metafísica encierra, sin embargo, el
deseo de comunicar que Dios es pura perfección, con todo lo que ello significa. Posee
en sí todo lo que es y es capaz de comunicarse del modo más elevado, generoso. Pues
lo perfecto no es sólo aquello que posee lo que lo define, sino que además quien
comunica perfección. La generosidad está en la raíz de la perfección.
Este proceso es coherente con el argumento de autoridad que utiliza Tomás en III q1
a3: Ex. 3, 14. Ya hemos visto la resonancia de ese texto y la carga expresiva que posee,
ya que en él Dios se revela como quien está siempre presente entre nosotros.
Esta permanente apertura es en nuestro lenguaje, pero revelando su identidad, por ello
la comprensión que tenemos de su misterio, que nos excede y se hace siempre mayor,
es paradojal. Esto no significa que sea confusa, sino que es sumamente rica en su
identidad. Siempre mayor, cuanto más ingresamos en su realidad, cuanto más lo
conocemos, mayor es el horizonte. Quien inicia ese camino con sinceridad, finalmente
renunciará a colonizar su conocimiento.
Esta tensión paradojal revela que Dios, que está más allá de todo y lo ha creado, sin
embargo, se hace presente en la historia de diversos modos, fundamentalmente
haciéndose semejante a nosotros por la encarnación.
Debido a esto el discurso sobre Dios exige reconocer los límites de nuestra palabra y
de nuestras perfecciones para, a su vez, descubrir qué en ellas posee una semejanza
que permita hablar desde nuestra experiencia de aquel que nos ha creado y salvado.
Si Dios se ha hecho historia hasta llegar a ser “en todo semejante a nosotros” (Heb. 2,

6
Romano Guardini, Das Wesen des Christentums. (Werkbund: Würzburg, 1938), 5. Es posible acceder a la
version castellana en: https://guardini.wordpress.com/la-esencia-del-cristianismo/
17) y “sometido a las mismas pruebas que nosotros excepto en el pecado” (Heb. 4, 15),
es porque entre Él y nosotros existe alguna forma de solidaridad existencial.
La doble vía negación-afirmación es una exigencia permanente en este camino. A
medida que avanzamos necesitamos recomponer nuestras alforjas que son limitadas y
no nos alcanzan, lo que somos nos dice algo de Dios, pero mucho de lo que somos nos
impide alcanzarlo. Así es que negamos lo que afirmamos para afirmar algo superior.
Así llegamos a lo que se ha llamado el lenguaje de eminencia que incluye, como ya
vimos, una inmensa afirmación y una inmensa negación: Dios es omnipresente, está
en todas las cosas, pero no está presente como lo están unas cosas ante otras; ni los
seres espirituales ante los otros seres espirituales. El modo de presencia de las cosas
que nosotros conocemos es la de las sustancias individuales determinadas por el
tiempo, el espacio, los contornos, la finitud. Además Dios no podría estar omnipresente
en cada una de las cosas al modo del ser general; no está presente porque es el ser
de todas las cosas ya que si así fuera debiéramos darle la razón al panteísmo. Pero
está presente, sólo que debemos reconocer que nuestra forma de comprender la
presencia no alcanza para explicar su realidad entre nosotros.
Nuestra presencia siempre está sometida al tiempo, al espacio, ya que como sustancia
individual está localizada temporal y físicamente. La lógica de la sustancia individual
impone que no podamos estar en otro lugar más que en el que estamos.
Uno de los secretos de la felicidad es estar donde se está. Pero, estando, el hombre
trasciende su estar. La infelicidad es estar fragmentado. Recordemos que en metafísica
o en filosofía de la naturaleza el locus es uno de los categoriales del ser. Es una de las
características accidentales que perfecciona a la sustancia, por lo tanto, la sustancia
finita es local. Esto que la perfecciona, a la vez la fragmenta. Yo estoy aquí y no estoy
allí. Hace falta sabiduría para reconocer esta modestia existencial sin querer abarcarlo
todo.
Esta paradojal comprensión de la trascendencia exige considerar una tensión entre dos
realidades: Dios está presente en todas las cosas y, a la vez, más allá de ellas. Que
Dios esté presente en todas las cosas y a la vez las trascienda excluye los dos límites
que se le pueden asignar a la lógica de la presencia divina: una es la localización y la
otra es la perfección realizada temporalmente. Pero en nosotros ese estar-
trascendiendo es imperfecto: de allí nuestro cansancio, el tedio, la nostalgia y la
extrañeza del anhelo de lo irrealizado.
En el AT encontramos innumerables textos en los cuales, frente a los desafíos de las
religiones que circundaban a Israel, se intenta esquivar la reducción de lo divino al
tiempo y el espacio. Con la reforma religiosa de Esdras y Nehemías se decide
reconstruir el templo de Jerusalén que representará dos cosas: la unidad de Israel y el
convencimiento de que Yavé no está en algún lugar, sino que se hace presente en el
templo, pero no puede ser contenido en ningún lugar.
Cincuenta años de haber terminado la cautividad, Zorobabel conduce a un grupo de
Israelitas a Jerusalem, con ellos reconstruirá el templo. Se inicia con esta historia (la
primera de las tres que se narran en estos libros) una nueva etapa del pueblo de Dios.
El templo será la garantía de que la trascendencia de Yavé no será vulnerada. Ya que
la idolatría es precisamente adorar a un Dios que está en la piedra o la madera, de ahí
la invectiva contra las imágenes en el AT, que no es aplicable de un modo tan directo a
nuestras imágenes. Ya hemos reflexonado sobre esto en el capítulo sobre la idolatría y
los aspectos que deben tenerse en cuenta. Para el cristianismo Dios adopta una forma
de inmanencia inédita a partir del misterio de la encarnación, lo que permite establecer
una mediación plástica, que no se termina en el lenguaje. A partir del misterio del Logos
encarnado, el tiempo pasa a ser una dimensión de Dios, dice Juan Pablo II en Tertio
millenio adveniente.7 Esto no quiere decir que el tiempo se traslade a la interioridad
divina, y que Dios empiece a padecer los avatares del tiempo, sino que el tiempo se
puede decir de Dios al nacer Jesús en la historia concreta, éste pasa a ser una
dimensión de la existencia histórica de Dios (afirmación que se desprende de la
historicidad de Jesucristo), así como todo lo humano pasa a ser una dimensión de Dios
(dolor, alegría, angustia). Dios existe, en este sentido, en la finitud. Verdaderamente
existe en la finitud, la asume con todas sus consecuencias, y esto tiene repercusiones
en su interioridad.
Sin embargo, la paradoja aumenta en la encarnación, ya que, como dice la carta a los
Filipenses 2, 6 se “vació/anonadó” (ἐκένωσεν) se volvió siervo (δούλου), siendo el Dios
eterno. Siendo de condición divina (μορφῇ θεοῦ ὑπάρχων), no se apropió de esa
identidad guardándosela para sí. Es interesante el término griego que aparece aquí:
normalmente traducimos apropió, no guardó celosamente; la palabra es ἁρπαγμὸν

7
“En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno”,
TMA 17.
(Harpagmon), de difícil traducción y que ha sido ampliamente estudiada en los
comentarios a Filipenses. La traducción literal sería: “ser igual a Dios es no harpagmon”
¿Cómo lo traducimos a este sustantivo acusativo singular? Dado el contexto de la frase
hay que entenderlo que es igual a Dios, es de condición divina, pero que esto no lo
experimenta como algo que debe “tener atrapado con capricho”. Como si fuera una
posesión, algo privado. Por eso a nuestra palabra le antecede un no (οὐχ). “Siendo en
forma de Dios, Cristo no consideró harpagmon el ser igual a Dios”.8 Esta frase nos
revela algo muy íntimo en Dios, que no considera su condición como algo que debe
cuidar por temor a perderlo. Y, se trata, de considerarlo, no es una necesidad, lo decide,
es un movimiento libre, lo consideró (ἡγήσατο). Libremente, se vació, adoptó la
condición de siervo. Vemos un ritmo interno en las frases que denota la fuerza que
posee la entrega de Jesús y su capacidad de expresar que, siendo Dios, no considera
tal dignidad como algo que debe cuidar, sino que sale a salvarnos. Nada de lo que
posee lo pierde por compartirlo.
Esto mismo nos revela que el tiempo depende de lo eterno, y en lo eterno se encuentran
las razones de perfección de lo temporal. Pero a su vez, a menos que entendamos bajo
la razón de necesidad la donación de Jesús, su vaciamiento, debemos considerar que
en el tiempo somos capaces de herir el plan de Dios. Aunque Él sea capaz, por su
omnipotencia, de asumir toda herida y dolor, asumiéndolos.
Sin agregar perfección a Dios, la encarnación expone a Dios a la experiencia de la
finitud, sin que pierda su trascendencia. Tenemos que afirmar que en su perfección,
algo acontece en las insondables entrañas de Dios:

“La Trinidad se conmueve al contemplar el dolor, el llanto, la desesperación de


tantos hombres y mujeres lesionados en su condición humana, en su condición
de imágenes de Dios. Y esta conmoción, que es la conmoción del Padre hacia
sus criaturas, la conmoción del Ho por aquellos destinados a ser sus hermanos,
y la conmoción del Espíritu que gime desde dentro de la creación con “gemidos
inefables” –como nos recuerda Pablo, Rm 8,26–, no es una conmoción pasiva y
estática, ni distante o irritada. Mi corazón se convulsiona dentro de mí, y al mismo
tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera, no
volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de
ti y no es mi deseo aniquilar (Os 11,8-9). San Agustín, como comentando las
palabras del profeta, armaba que “es más fácil que Dios contenga la ira que la

8
Cf. La nota 156 de Gordon D. Fee, Comentario de la Epístola a los Filipenses. (Barcelona: Editoria Clie,
2006).
misericordia” (San Agustín, Enarr. in Ps. 76, 11), pues la ira de Dios dura un
instante, mientras que su misericordia dura eternamente”.9

Dios vive inéditamente la experiencia de la finitud, y esto, para usar una expresión de
Santo Tomás, conviene a Dios.
La lógica de la encarnación propone a la experiencia religiosa, lo sensible con una
intensidad que no había sido planteada en Israel. La invectiva contra las imágenes en
Israel, va dirigida a los pueblos cananeos y otros pueblos de la antigüedad donde esa
imagen era lo divino (dios localizado en el tiempo y en el espacio) y por eso habla de
madera o piedra muerta; y más aún la invectiva se refiere fundamentalmente a dioses
que no existen, falsos, para concentrar la mirada del pueblo de la alianza, en su único
Señor. El aspecto más profundo de la condena del profetismo post-exílico contra estos
dioses metidos en la inmanencia de la piedra tiene que ver con que esos dioses no
existían y no tanto con que eran representados, dioses encerrados en la madera. La
invectiva sobre la idolatría tiene que ver no con la representación de lo divino sino con
la verdad o falsedad de lo divino representado. Ya que, en el fondo, la posibilidad de
lo religioso es la posibilidad de representación, de descubrir una semejanza entre Dios
y nosotros que nos conmueve a la vista, al tacto, al oído. Que en la grandeza de un
paisaje podamos experimentar la inmensidad, que en los límites de la belleza podamos
asomarnos a lo infinito, que frente a experiencias contingentes sintamos sumergirnos
en lo permanente y se despierte en nosotros el anhelo de lo eterno es porque Dios está
presente en todo de algún modo.
Lo importante es que la idea que aparece por detrás de las afirmaciones del AT es que
Dios es diverso de lo creado, está más allá de lo creado, a la vez que lo fundamenta; y
para afirmar su diversidad de lo creado se van a utilizar dos afirmaciones: a) Dios es
Espíritu; b) Dios es Santo.
La expresión diversidad expresa algo sumamente radical: mientras que lo diferente está
en la línea de cosas que tienen la misma naturaleza, es diferente un hombre de una
mujer; en cambio se puede hablar de diversidad cuando se afirma la inalienabilidad del

9
Nurya Gayol Martínez, «“La Misericordia”, una conmoción de las entrañas», Perspectiva Teológica 137
(2017):129.
yo personal, en las identidades finitas y humanas; hay que afirmar una lógica de
diversidad que hace que cada sujeto sea absolutamente único e inalienable. Éste
hombre y ésta mujer son diversos, sus yo son inalienables. Lo diverso tiene un carácter
de único. El ser humano no es sólo un sujeto que sea susceptible de diferencia con
otros seres finitos, sino que tiene un elemento que lo pone en una lógica de diversidad
que es el de ser un ser espiritual, como decía Ricardo de San Victor al definir la persona,
un esse incommunicabilis.
La diversidad es de una profundidad ontológica tal que hace que cada existente
espiritual tenga una identidad que le es propia. Por eso, podemos decir que la
diversidad es un aspecto específico de las identidades espirituales. Entonces Dios es
diverso de todo, pero ¿la única diversidad que existe se aplica a la relación Dios y todas
las cosas? No, donde hay existencia espiritual hay diversidad; lo espiritual ya está
implicando una vinculación entre cosas diversas. Pablo dice que hay diversidad de
ministerios en la Iglesia, y muestra un montón de identidades espirituales específicas
que hay en la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Esta metáfora explica, por un lado, la
relación de la Iglesia con Cristo como su fundamento teológico y, por otro, la relación
entre los miembros de la Iglesia, como comunidad fundada en la Trinidad. Para explicar
esto utiliza, en I Co 12, 5ss, la palabra “diversidad” (διαιρέσεις) mostrando la identidad
y dignidad de cada uno de los ministerios y a la vez su unidad interna (“el mismo Señor”
– “ὁ αὐτὸς κύριος).
Que Dios sea diverso de todas las cosas y trascienda todo, no significa en la reflexión
bíblica, que esté ausente de todas las cosas. La diversidad no imposibilita el vínculo. Al
contrario, su trascendencia es finalmente la garantía de su presencia universal. De este
modo se supera el concepto de trascendencia helénico y sobre todo el concepto de
trascendencia de tipo neoplatónico (que, sin embargo, ha incidido decididamente en la
teología), donde la perfección trasciende las cosas sin poder, en el fondo, estar
presente en ellas. También el concepto de trascendencia del gnosticismo va a derivar
en un concepto de trascendencia absolutamente inalcanzable ya no sólo por razones
metafísicas, sino por la dificultad ética de admitir que Dios pueda exponerse a la
falibilidad humana: Dios trasciende las cosas de tal modo que para salvaguardar su
santidad tiene que conservar esta distancia de toda la finitud. Por eso los gnósticos van
a afrontar el problema de la encarnación en dos perspectivas: una, afirmar que
Jesucristo no es Dios o no posee la misma dignidad del Padre. Nunca un gnóstico
afirmaría que el tiempo pasa a ser una dimensión de Dios. Y en segundo lugar que
Dios, entonces, se hace presente a través de un mediador que no tiene toda su gloria
y santidad.
Esta postura anticipa la de Arrio, para quien Jesucristo es un Dios subordinado a la
divinidad del Padre, quien posee la plenitud de lo divino; de tal modo que para este
presbítero alejandrino Jesús existe creado por el Padre para salvar a los hombres. De
ese modo Aquel de Dios que ingresa en la historia, no pone en conflicto la trascendencia
y santidad, porque la auténtica perfección divina que es el Padre se mantiene
absolutamente distante de la historia, del tiempo y de los procesos humanos.
Por un lado, encontramos entonces esta perspectiva de corte gnóstico que conserva la
trascendencia negando la divinidad de Jesús y afirmando entonces una forma de
presencia en la historia que exonera a Dios del problema de la mutabilidad. Pero
también encontramos otra perspectiva para negar el problema de la relación entre
trascendencia e historia: se la ha llamado el adopcionismo. En este caso el Padre
adopta a Jesús, un ser lleno de virtud, y lo constituye su hijo, llenándolo de gracia y
santidad. Pero tampoco hay aquí encarnación, sino una filiación de tipo moral; es decir,
lo llena de gracia y poderes mesiánicos para que realice una obra de consagración, de
unción, de santificación, pero no es por naturaleza hijo de Dios, ni Dios en la historia,
sino que Jesús es una especie de profeta revestido de inmensa gracia y santidad.
También existe otra posibilidad y es la del docetismo. En sus Cartas del Martirio, de las
que hemos hecho mención, Ignacio de Antioquía se opone a la perspectiva de quienes
ven el dolor y la entrega de Jesús como una mera representación. Esto nos muestra
que ya en el cristianismo primitivo chocan las posiciones de aquellos que toman la
historia de Jesús como una exposición didáctica, de la que Dios, sin embargo, conserva
distancia y la de Ignacio y de quienes entienden que, el realismo de la salvación exige
una solidaridad histórica entre Dios y nosotros. Para los docetas Dios representa una
acción histórica sin hacerse carne verdaderamente. Por eso Ignacio de Antioquía dirá
que si no es verdadera la Pascua de Jesús, vana será su entrega. Y de allí que en sus
Cartas del Martirio encontramos expresiones de tanto realismo que anticipan la teología
de las dos naturalezas, aludiendo a la carne de Dios, la sangre de Dios, el dolor de
Dios. El docetismo quiere salvaguardar la trascendencia divina negando que Jesucristo
verdaderamente se haya encarnado. Ignacio de Antioquía, al contrario, resaltará la
misteriosa paradoja por la cual afirmamos, con Jn 1, 1, que es Logos eterno, pero
además, con Jn 1, 14, “que se hizo carne y habitó entre nosotros”.
Vemos entonces que en la antigüedad hay distintas posiciones que, queriendo
salvaguardar la trascendencia divina, impugnan los alcances de la relación entre Dios,
Jesucristo y la historia. El misterio de la encarnación exige repensar la consideración
que tengamos de la trascendencia.
La trascendencia en el cristianismo tiene que ver con otra afirmación que completa la
paradoja: Dios está presente en todas las cosas, es omnipresente y aun contiene todo
habiéndose encarnado. Jesucristo es este misterio.
Esta relación, en el fondo, explica por ejemplo el hecho de que Jesús, habiéndose
encarnado, pueda realizar un acto que tenga eficacia universal. El Logos se encarna
en un hombre concreto (aspecto considerado en el concilio de Éfeso), pero ese acto
finito tiene eficacia universal porque sigue siendo Dios. Aun siendo unido a Jesucristo,
Dios sigue conteniendo en sí todas las cosas. Jesucristo puede hacer nuevas todas las
cosas y su acto en la cruz puede impactar en toda la humanidad porque es Dios y,
encarnado, Dios trasciende todas las cosas.

Dios está presente en todas las cosas por la perfección de su amor, porque el amor
provoca una forma de unión: a mayor perfección del amor, mayor perfección en la
unidad y mayor perfección en la diferencia. Cuando una persona logra conquistar en su
vida una forma de amor perfecta se siente más unido a los demás, pero también más
absolutamente sí mismo y libre.
El amor más perfecto incluirá la perfecta unidad y perfecta distinción; distinción sólo
sostenible en la perfección de esa unidad. ¿Puede haber una presencia por el amor en
donde se garantice la unidad y la distinción? Cuanto más perfecto es el amor, más
garantía de estos dos aspectos habrá. El amor más perfecto libera y el amor más
perfecto garantiza cercanía; entonces hay una presencia de Dios en todas las cosas y
una distinción de Dios con todas las cosas por el amor. Dios es absolutamente diverso
de nosotros por ser Dios, y porque nos ama; y está íntimamente unido a nosotros
porque que nos ama. De allí que su trascendencia no pueda ser entendida sólo en la
perspectiva de una diversidad metafísica, perspectiva que ciertamente debe ser tomada
en cuenta en la medida que da cuenta de la absoluta diversidad divina. Sin embargo,
Dios está más allá del ser en el sentido en que lo consideramos como objeto de la
metafísica; usamos de ella para poder poner palabras y coordenadas a la comprensión
de su misterio. Sin embargo, su ser es el amor; esta es la radicalidad de su existencia.
Él es, parafraseando a Santo Tomás: el ipsum amor per se amans. Su subsistencia
eterna es el amor. Por ello debemos afirmar que su naturaleza es trinitaria.
Pero podemos preguntarnos, a nivel fenomenológico, en una perspectiva más
descriptiva, respecto de los grados de su presencia. Así se han distinguido distintas
formas de presencia de Dios en las creaturas. Esta cuestión introduce algunas
distinciones importantes de ser tenidas en cuenta.
Una forma es la presencia de Dios ha sido llamada por inmensidad. ¿Que distinción
hay entre el ser y el amor en Dios? ¿Por qué Dios está presente en todas las cosas?
Porque las ha creado y las ama. Ambas afirmaciones incluyen una distinción, porque
Dios está presente en todas las cosas porque las ha creado, está dirigido a toda forma
de ser. Por eso, siguiendo la enseñanza de Sab 13 podemos captar algo de la
perfección de Dios a partir de la armonía de lo creado, de las perfecciones de todas las
cosas.
¿Para qué o para quién fueron creadas todas las cosas? Todas las cosas fueron
creadas para el hombre; esto significa que además de esta presencia por perfección e
inmensidad en todas las cosas, hay ya en la decisión divina de crear, una vocación a
una presencia distinta. Dios ha creado todas las cosas por amor al hombre, para ponerlo
en comunión con Él. La pregunta sobre el motivo de esta decisión no se puede disparar
hasta el infinito, porque en el fondo no sabemos por qué creó Dios al hombre; sólo
podemos decir con Santo Tomás que si Dios lo hizo es porque fue conveniente, porque
haberlo hecho tiene que ver con su perfección.
Si reducimos la presencia de Dios en todas las cosas al hecho metafísico, es decir, al
hecho de que dependan de Él, podríamos llegar a decir que las creó por necesidad,
para la perfección de su ser. Pero si afirmamos que Dios ha creado por amor libre
expulsamos el tema de la necesidad metafísica. Dios es perfecto porque es amor
perfecto, no es perfecto metafísicamente y además es amor. Su perfección metafísica
consiste en la perfección de su amor. Esto significa que está presente en todas las
cosas como creador, pero está presente en todas las cosas porque ama al hombre. Por
eso, esta relación es lo que hace que en los Padres de la Iglesia se vea la redención
como re-creación. Recordemos la escena de la película La Pasión, en la que Jesús se
encuentra con María camino al Gólgota y le dice estoy haciendo nuevas todas las cosas
(Cf, Ap. 21, 5), en efecto

“la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación,
anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz. "El agua y la
sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este
comienzo y crecimiento" (LG 3) ."Pues del costado de Cristo dormido en la cruz
nació el sacramento admirable de toda la Iglesia" (SC 5). Del mismo modo que
Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón
traspasado de Cristo muerto en la cruz (cf. San Ambrosio, Expositio evangelii
secundum Lucam, 2, 85-89)”.10

Que la entrega amorosa de Cristo sea vista como recreación significa que la creación
no es sólo poner en el ser a las cosas, sino un acto de amor libre de Dios. Por eso la
entrega hasta el extremo hace nuevo todo. La presencia de Dios en todas las cosas,
en el fondo, se da por el amor, el amor es una forma de existir, el amor es contenido
del ser. Quien ama mejor y más tiene mayor intensidad ontológica que quien no lo hace
o lo hace débilmente. Hay mayor presencia ontológica, donde hay amor puro y
verdadero. Dios puede hacer nuevas todas las cosas por un gesto de amor.
Hay una presencia de Dios en todas las cosas porque su amor es creador, su amor es
una forma de ser perfecto.

San Agustín decía que para encontrar la imagen de la Trinidad hay que ir a lo más
profundo del alma, a la mente como el lugar más profundo. Esto está expresado en la
categoría del hombre como imagen de Dios, porque en lo más profundo de nosotros
hay una presencia de Dios que nos ama.
La omnipresencia divina por el amor tiene que ver con eso, con que está presente en
nosotros, de ahí la importancia de la relación entre la metafísica y la moral, porque Dios
no sólo está presente a nivel de las perfecciones universales del Es la relación entre
interioridad y exterioridad, un gran problema antropológico que Jesús ha planteado con
lo que vemos afuera que brota del corazón o lo que brota del corazón, que es lo que
nos enturbia (y no lo que entra por la boca, criticando las características alimentarias
de los fariseos para la purificación del alma).

10
Catecismo de la Iglesia Católica, 766.
Esta relación entre la interioridad humana y las perfecciones de lo finito, la presencia
de Dios en la realidad y en el hombre, es un viejo tema religioso, pero no cabe duda de
que esta presencia de Dios está particularmente en lo más profundo del alma humana.
No debe confundirse este sentido bíblico de la interioridad con la llamada chispa divina
en los estoicos. Para ellos, finalmente, esta chispa divina es algo que la naturaleza pone
y se llama razón. La interioridad es por tanto algo que corresponde al estoico, que
desprecia la vida vulgar, pero que finalmente de tanto remar para conquistar la
tranquilidad pasa la vida angustiado hasta que, en ese estado, lo alcanza la muerte. 11
En el cristianismo, como gran tentación, algunos han tratado de reducir lo religioso al
individualismo, a buscar a Dios dentro de uno mismo aislándose del resto para poder
encontrarlo (como dice Tomás de Kempis en Imitación de Cristo), en una especie de
dualismo entre lo interior y lo exterior o entre lo comunitario y lo individual. Es legítima
esa búsqueda interior de Dios, pero cuanto más adentro uno se encuentra consigo
mismo se encuentra con Dios y con los otros. No hay encuentro auténtico con Dios que
nos sustraiga del rostro de los demás, especialmente de quienes más sufren. Dentro
nuestro está ese reflejo de Dios que también es comunión. Y es, además, un Dios
encarnado. Por tanto, el encuentro con Dios nos remite a su presencia en los que más
sufren y a su presencia en la historia. Este rasgo de la búsqueda de la interioridad no
puede ser una evasión a las dificultades del tiempo presente. Esta búsqueda de Dios
en la interioridad no es una invención del cristianismo. Para el cristianismo, en ese
camino hacia la profundidad, cuanto más profunda sea esa interioridad, más nos
conduce al encuentro con el cosmos, pero fundamentalmente con los otros y con la
historia; por eso, en la forma de opción por los demás y por Dios se revela cuán
profunda es nuestra búsqueda interior. Una persona con mayor compromiso cristiano
tiene que ser una persona con una profunda vida interior y un hondo compromiso
histórico.
Lo que ha sido llamado carácter sacramental, en la Teología de los Sacramentos, nos
habla también de esto en cierto sentido. Cuando se impone el crisma bautismal se está
significando que en Cristo nos volvemos más imagen, es una huella indeleble que se
sella en lo más profundo del alma. Pero esta huella es una disponibilidad dinámica al

11
Cf. Tomas Abraham, El último Foucault (Buenos Aires: Sudamericana, 2011). En la sección Paul Veyne. El
amigo de Foucault encontraremos un interesante comentario al estoicismo.
encuentro con Dios y nuestros hermanos y por tanto, al servicio. Nos une a la Trinidad
configurándonos a ella, creando en nosotros la imagen de ese misterio de comunión.
Santo Tomás afirmará que no se inserta directamente en el alma, sino en las potencias.
Esto significa que nos une al misterio de Dios, pero para obrar, para servir. 12
El bautismo lleva la imagen a un nuevo nivel. Hay un elemento cristiano, sacramental,
que nos indica que en lo más profundo del alma humana Dios, Cristo y nuestros
hermanos están presentes y esto tiene que ver también con la estructura de comunión
de la ontología humana. Si es verdad que no sólo somos individuos, tiene que ser
verdad que cuanto más profundo nos encontramos con nosotros mismos, más profundo
encontremos un aspecto de nuestra ontología que es la apertura y la disponibilidad. Si
descendemos con radical honestidad a nuestro interior, encontraremos el nombre de
los otros también además del nuestro propio.
Los caminos hacia el interior son una búsqueda de redescubrimientos de pautas de
acción, porque es en la profundidad del alma humana donde encontramos las más
hondas motivaciones. A veces es importante retirarse no para alienarse o escaparse.
Dios entonces es santidad y trascendente, pero establece una relación de presencia
por la gracia, en la vida del justo, que lo hace revelarse a través del testimonio de
aquellos que dan su vida por Él.
Recordemos que la santidad de Dios está vinculada con la de separación, el concepto
de santidad significa separado. El concepto de santidad incluye esta noción de
separación que tiene que ver con la captación de que lo finito, lo inmanente, es móvil,
cambiante y perfectible. La santidad incluye no sólo el elemento ético (comportamiento
ajustado a determinadas normas), el concepto bíblico de santidad no es prioritariamente
ético, sino ontológico, tiene que ver con la perfección del ser divino, con una estabilidad
del ser divino. Y en el caso del pueblo de Dios, su santidad tiene que ver con la elección.
Es el pueblo tomado por Dios.
Nosotros cuando afirmamos la santidad vinculada a la teología bautismal, estamos
afirmando que un efecto del bautismo toca lo más profundo de nuestro ser, nos da una
plenitud, nos toma para Dios.

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Cf. S. Th III q.63 a.4.
En este sentido la existencia de Dios es plenitud de ser y esta plenitud es lo santo. Por
eso se ve lo santo como separado. En lo finito no se da plenitud de ser porque siempre
se puede más, hay perfectibilidad, tenemos siempre algo en potencia de ser más,
(condicionado por los límites). Esta plenitud de ser, esta santidad sobre todo en el Ates
una de las cualidades fundamentales de Dios y se ha asociado a la trascendencia,
porque se quiere mostrar que esta plenitud de ser trasciende toda finitud, perfectibilidad
histórica.
Pero debemos considerar la idea de trascendencia vinculada a la de santidad como
plenitud de perfección, como plenitud de felicidad. No alcanza la noción de separado
para comprender lo santo y lo trascendente. De allí la importancia de reconocer en
Santo Tomás la asunción del concepto de acto puro, admitiendo que debemos
considerarlo en el sentido de perfección. Y que por ser tal puede asumir lo imperfecto
sin menoscabarse, al contrario, eleva lo contingente, lo pobre y limitado. no hay que
verlo como rasgo negativo por eso se afirma su trascendencia y santidad (afirmando
plenitud de ser de Dios respecto de las cosas finitas) a la vez que su presencia
(excluyendo la idea de que Dios está separado como un opuesto) porque las ha creado
y esto saca a la finitud de su tragedia del límite. El límite de la finitud viene de que las
cosas son creadas, la finitud de las cosas no es lo mismo que la condición ética de
limitación que llamamos el pecado, porque si fuera así el responsable del pecado sería
Dios, la limitación, la finitud tiene que ver con el acto creador.
Cuando se afirma la santidad y la trascendencia se está mostrando la diversidad del
ser de Dios respecto del ser de las cosas creadas, se está diciendo que hay un modo
diverso de ser en Dios que consiste en la plenitud de ser, es sí mismo. En Dios no hay
fisura respecto de su propio ser, no puede llegar a ser más Dios de lo que es. Pero en
Jesucristo vive la experiencia de finitud humana mostrando la dignidad del hombre y su
vocación en la historia y a la vez, revelando su grandeza, ya que asumiendo nuestra
humilde condición revela su gloria. Qué acontece en su intimidad al encarnarse no lo
sabemos, pero sí conocemos de lo que Él sucede siendo uno de nosotros.

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