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DE LA CANCHA AL RING

Verónica Moreira

Introducción

Desde mi rol como estudiante de antropología, y luego


como alumna de posgrado, desarrollé mis investigaciones en
diálogo con las ideas predominantes de la época, en un espacio
de intercambio que, posteriormente, dimos en llamar “campo
de estudios sociales del deporte”. En ese entonces no resultaba
común estudiar asuntos relacionados con el fútbol, pocos eran
los lugares donde se situaban tales reflexiones. Mi pregunta
inicial de investigación –sobre cómo hacían los hinchas para
cantar al unísono y usar de manera coordinada los objetos en
la tribuna– surgió de mis recuerdos de infancia en el estadio
del Club Atlético River Plate. Inicié mi trabajo de campo en
1998 y el devenir de este proceso me llevó a concurrir a un
partido disputado por el Club Atlético Independiente –del
cual no era hincha ni socia– en Avellaneda, primer cordón del
Conurbano Bonaerense. Durante diez años estudié distintas
manifestaciones del fútbol: “el aguante” de los hinchas que
integraban la barra, la participación política de los socios y las
socias y de otras personas que se autodefinían como “no polí-
ticas” y, finalmente, la actuación de los dirigentes pensando en
el peso que tenía el origen territorial para ser elegidos repre-
sentantes de la institución.
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Terminado este ciclo de formación, sentí la necesidad de tra-


bajar con los y las deportistas. Elegí un deporte distinto: el bo-
xeo. Si bien en 2011 escribí un proyecto de investigación para
analizar el lugar de las boxeadoras en este ámbito, no fue hasta
2016 que decidí comenzar una etnografía en un gimnasio de
box. La investigación empezó con un prejuicio, preguntándo-
me sobre los motivos que conducían a dos personas a golpearse
y lastimarse, a elegir un deporte que dejaba moretones, cortes y
contusiones. En ese momento no conocía la riqueza de recur-
sos tácticos y técnicos que dan sustento sólido a los argumentos
sobre la belleza del boxeo.
A diferencia de los hinchas que pelean con patadas y trom-
padas haciendo uso de distintos elementos para herir –y a veces
matar– al rival, la violencia en el boxeo está controlada y regla-
mentada como en todo deporte moderno. La meta es conseguir
el nocaut o el veredicto favorable del jurado implementando
golpes de puños1. Las técnicas corporales naturalizadas, que se
“hacen carne” después de varios años de arduo entrenamiento,
“suponen una ‘reeducación física’ completa, un verdadero re-
modelado de la coordinación gímnica e incluso una transfor-
mación psíquica” (Wacquant, 2016: 74). Es posible encontrar,
por lo menos, dos estilos. Uno que se denomina “golpeador”
que busca el derribo definitivo con una actitud frontal y basa
su confianza en la potencia y la fuerza de sus golpes. Y otro que
muestra una técnica más depurada. En este caso, el boxeo no
es sólo golpear sino también “el arte de la defensa”, es decir: “el
arte de pegar y no dejarse pegar”.
Por sus características, el boxeo ha sido cultural y socialmen-
te considerado una práctica de varones. Las mujeres ingresaron
1
El reglamento de la Federación Argentina de Boxeo establece cinco
golpes correctos: directo, gancho, uppercut, cross y swing. Todos estos
golpes se dan con ambas manos y se pueden combinar; están dirigidos
al torso por arriba de la cintura y a la cabeza, pero nunca detrás de esta.
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oficialmente en este terreno en 2001, cuando la Federación Ar-


gentina de Boxeo entregó la licencia número uno a Marcela “La
Tigresa” Acuña. Después de veinte años, y pese a que un con-
junto de boxeadoras profesionales han forjado sólidas carreras,
la disciplina continúa siendo marginal en relación a la rama
masculina y es notable la falta de reconocimiento económico y
simbólico para las atletas. Por otra parte, si bien se ha dado en
los últimos años un crecimiento de la práctica recreativa –de-
bido a la promoción de los beneficios físicos que genera–, aún
persisten los prejuicios en torno a las mujeres que entrenan.
Entre la primera investigación en el fútbol y la investigación
actual sobre boxeo pasaron muchos años. Cuando ingresé al
gimnasio ya no era la estudiante de antropología entre hinchas
jóvenes y adultos en la búsqueda de una posición de poder en
una barra de fútbol. Era una mujer adulta participando en un
mundo de varones, mayormente jóvenes, que se reunían en tor-
no a un deporte de combate. Más allá de las diferencias entre
ambos casos, un denominador común ha recorrido estas etno-
grafías: el trabajo de campo de una mujer en un espacio donde
los varones aprenden y actúan una masculinidad hegemóni-
ca. Durante décadas, la tribuna y el gimnasio han funcionado
como espacios donde se imparte una pedagogía que educa a los
varones a ser valientes, fuertes, potentes y resistentes; a estar
atentos al llamado para “aguantar” y demostrar “la hegemonía
del ganador” (Moreno, 2007).
Las referencias en este trabajo de mi paso por dos gimnasios
de box de la ciudad de Buenos Aires, y de algunos momentos
clave de mi investigación con una hinchada de fútbol, tienen
como finalidad producir dos resultados que se conectan entre
sí: por un lado, pensar las relaciones de género en el terreno
deportivo desde una posición que ha sido subalterna desde
sus inicios. Esto es, comprender las manifestaciones de la des-
igualdad estructural en el boxeo y los modos que encuentran
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las mujeres para aceptar, negociar y resistir las reglas de juego.


Y, por otra parte, producir dicho análisis a partir de las impre-
siones como etnógrafa reconociendo diferentes momentos de
mi biografía.

Poner el cuerpo

Nuestro cuerpo se presenta al mundo portando característi-


cas que brindan información y a partir de las cuales las personas
con las que estamos nos clasifican durante nuestro trabajo de
campo. Interactuamos, compartimos y creamos una trama de
relaciones donde la presentación de quiénes somos, por qué es-
tamos allí, cuáles son nuestros objetivos, qué vamos a hacer con
los datos, es un gesto que estructura los vínculos.
En 2000, cuando me presenté frente a dos de los cuatro
líderes de la barra de Independiente2, dije que era estudiante
de la facultad, que quería conocer los significados del “aguan-
te”. Los hinchas custodiaban celosamente los límites del gru-
po y prohibían el ingreso de personas desconocidas; por eso,
“¿vos con quién viniste? y “¿de dónde sos?” eran preguntas
habituales que hacían a las personas que no lograban identifi-
car. Por el hermenismo con el que se manejaban, tardé varios
meses en conseguir la presentación frente a los jefes. Cuando
este momento llegó, tuve el permiso para estar en la tribuna
2
Líderes de un grupo constituido aproximadamente por 250 hombres
entre 18 y 40 años, organizados jerárquicamente entre los jefes, otros
hinchas con poder –generalmente amigos de los primeros– y la tropa
compuesta por hinchas de menor edad. Una característica que define a
este grupo es la tendencia a participar de enfrentamientos violentos con-
tra hinchas de otros equipos y el valor positivo que le dan a esta práctica.
Desde hace unos años, sin la concurrencia de visitantes, los enfrentamien-
tos se producen principalmente dentro de la barra.
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popular y viajar con la hinchada a los estadios visitantes. La


presentación fue un pasaporte para estar allí y establecer rela-
ciones con otros integrantes. “Si sos amiga de ellos, sos amiga
mía”, dijo un hincha, el único que accedió a concederme una
entrevista grabada.
La confusión entre antropología y periodismo es común
cuando hacemos trabajo de campo. Esto sucede porque hace-
mos preguntas sobre temas que resultan evidentes y porque
usamos artefactos como la libreta de campo, aunque su uso
no haya sido mi caso. “Y, ¿qué piensa la periodista?”, me dijo
con jactancia uno de los líderes del grupo después de pasar con
éxito un operativo de seguridad en la ruta entrando a la ciudad
de Rosario. Cuando regresé a Independiente para mi tesis de
maestría contacté por teléfono al hincha que me había dado la
entrevista, quién respondió inmediatamente: “cumpliste con
tu palabra, no vi mi nombre en ningún diario”. Posteriormen-
te, en un encuentro personal agregó: “con vos hablo”, dando
cuenta de la confianza que le había generado. También es ha-
bitual la asociación de nuestro trabajo con la labor policial,
especialmente en contextos donde transgredir la ley no es
un dilema moral. Un vecino del barrio de Wilde, del parti-
do de Avellaneda, con el que hablaba seguido para conseguir
la anhelada presentación con los jefes y otros referentes de la
tribuna, me contó la respuesta de un hincha al que le había
comentado mi interés: “¿es policía?, ¿qué quiere preguntar?”.
“Quiere preguntar qué sentís cuando vas a la cancha, esas bo-
ludeces”. Como explica Esther Hermitte acerca de la identi-
dad del antropólogo o antropóloga: “lo usual al principio es
adjudicarle uno de los roles familiares a los habitantes de la
comunidad, ya sean aceptados o considerados peligrosos para
la seguridad de la misma” (2002: 270).
En 2016, me presenté como antropóloga interesada en estu-
diar boxeo ante el profesor del gimnasio de un reconocido club
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de la ciudad de Buenos Aires. “Si voy a escribir sobre esto, quie-


ro saber de qué se trata”, dije con naturalidad, desconociendo
este deporte por completo. Lo que dije valió comentarios –a las
pocas semanas– acerca de futuras “notas” periodísticas que po-
día redactar. La insistencia de una amiga, también antropóloga,
que practicaba boxeo en dicho lugar en el turno de la noche,
colaboró con la decisión de practicar en ese gimnasio; en mi
caso, en el turno de la mañana. La elección de poner el cuerpo
para conocer la disciplina llevó a que mi rol sea tanto de alumna
como de investigadora. Y si bien ingresé sin autorización, como
había necesitado con la hinchada, tuve que sortear una serie de
obstáculos por mi condición de novata. El pago de la cuota no
significó que mi ingreso se diera en términos de igualdad. Ade-
más, a las limitaciones del gimnasio se sumaban mis restriccio-
nes y prohibiciones internas. Otra pudo ser la elección metodo-
lógica, como la de la investigadora Kath Woodward (2008), que
realizó una investigación en un club de boxeadores en Londres,
pero no desde la práctica del deporte sino desde la entrevista
y la observación. Cabe señalar que, tal como dice Woodward,
“estar fuera” no implica que los datos que se obtienen no sean
válidos para la investigación etnográfica, y estar sumergida –en
este caso haciendo box– no conduce necesariamente a una me-
jor posición de aquella que propone otra manera de abordar el
proceso de conocimiento. De una u otra forma, la persona que
investiga se convierte en la principal herramienta etnográfica en
un proceso en el que descubre simultáneamente el objetivo que
busca y su forma de encontrarlo (Guber, 2014).

Emociones en el campo

Ingresé como alumna a un gimnasio predominantemente


habitado por varones, bajo la conducción de un entrenador
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serio y exigente que insistía con la ejecución correcta de los


movimientos. Franco3 era “muy técnico”, explicaba el gesto de-
portivo con detalle, buscando que el alumno o la alumna lo in-
corporara con precisión. “La práctica hace a la perfección” era
una de sus frases favoritas. Yo coincidía, pero el tono severo que
a veces usaba para decir esto más que alentarme me inhibía.
Si la persona que él estaba observando ejecutaba mal el movi-
miento decía “te voy a sacar los guantes”, a fin de intimidarla
con el regreso a una etapa anterior del aprendizaje. Al inicio,
mi relación con el profesor fue distante, me trataba de usted y
me llamaba de distintas maneras menos por mi nombre. Yo era
“ella”, “la chica” o “chiqui”. Franco era representante de lo que se
denomina “vieja escuela”: una propuesta formativa rígida, con
un plan determinado, que se lleva a cabo con disciplina.
Las conversaciones durante el entrenamiento eran limitadas
no solo porque la mirada del profesor las inhibía, sino también
porque las dos horas de entrenamiento requerían de una con-
centración y una respiración adecuadas para acompañar el es-
fuerzo físico. Mi diálogo interno, sin palabras habladas, se inte-
rrumpía con las órdenes, los comentarios y las correcciones del
profesor. Si se armaban conversaciones espontáneas entre los
alumnos más nuevos, éstas eran breves y duraban, como máxi-
mo, el tiempo que llevaba hacer una tarea (enrollar las vendas,
vendarse las manos, estirar las piernas, trotar). Estas charlas
improvisadas sucedían durante las etapas del comienzo y del
final, casi nunca durante la enseñanza de la técnica, en la que
los ejercicios debían realizarse lo mejor posible y de manera
continua para cumplir los tres minutos que marcaba el reloj4.
3
Para resguardar la identidad de las personas con las que interactué, los
nombres usados están modificados.
4
La clase empezaba con “la gimnasia”, que era la entrada en calor con
movimientos de brazos, piernas y cintura; luego seguía la parte técnica,
dividida en tiempos consecutivos de trabajo de tres minutos y un minuto
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Las conversaciones animadas, de varios minutos, las iniciaba


el profesor. Otras conversaciones estaban protagonizadas por
alumnos con más trayectoria y/o que tenían una relación de
confianza con él.
Durante los primeros meses pensé que lo mejor era pasar in-
advertida, llevando al mínimo el contacto verbal, visual y ges-
tual con mis compañeros y pocas compañeras del lugar. Apro-
veché el espejo –elemento que organiza pasajes centrales de la
práctica (como cuando realizamos “sombra” o la simulación
de una pelea a solas, o la gimnasia de precalentamiento)– para
mirar al resto sin hacerlo de manera directa, sin voltearme para
observar. Quise mantenerme al margen, hacerme invisible para
no afectar ni ser afectada por el entorno. Esto era imposible
porque el profesor explicaba y corregía los ejercicios a viva voz,
y porque nuestros cuerpos eran el centro de la escena: se mo-
vían, trotaban, saltaban, respiraban y transpiraban.
Estar allí me generaba ansiedad. Me daba vergüenza mover
el cuerpo en el entrenamiento después de varios años sin rea-
lizar una actividad intensa y regular, con la remera sudada y la
cara colorada por el esfuerzo y la falta de oxígeno. Siendo una
mujer adulta y de pequeña contextura, no me resultaba natural
ingresar a ese mundo de nuevas relaciones dominado por varo-
nes jóvenes bajo la mirada del profesor. No nos enseñan en la
universidad a comprender e integrar las emociones a nuestro
oficio. ¿Cómo traducir las sensaciones y los sentimientos que
pasaban por el cuerpo en palabras escritas para un texto acadé-
mico? ¿Cómo integrar el miedo de poner el cuerpo haciendo
boxeo con el mundo universitario donde la razón y el análisis
representan el centro de nuestra actividad? Tal como señala
Rosana Guber:

de descanso, que simula el tiempo destinado a los asaltos en un pelea; y la


parte final con abdominales, fuerza de brazo y estiramiento.
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Temor, ansiedad, vergüenza, atracción, amor, seducción


caben en una categoría sistemáticamente negada por la
metodología de investigación social: la emoción, contra-
cara subjetiva, privada e íntima de la “persona” en tanto
sujeto jurídico. Según la lógica académica para la cual la
razón es el principal vehículo y mecanismo elaborador
de conocimiento, la pasión, los instintos corporales y la
fe “no tienen razón de ser”. Asignadas al reino del cuer-
po, del espíritu y la intuición, estas facetas fueron relega-
das como expresiones vergonzantes y, en todo uso, como
eventuales objetos de domesticación y formas distorsio-
nadas de conocimiento (Guber, 2014: 117).
No había tenido muchos problemas en entrenar a los cua-
tro meses del nacimiento de mi hija en un equipo de vóley
de becarias y trabajadoras del Consejo Nacional de Investiga-
ciones Científicas y Técnicas (CONICET), a quienes apenas
conocía, para participar de un torneo organizado por este or-
ganismo. Después de dos meses de preparación, viajé a la ciu-
dad de Embalse, provincia de Córdoba, para jugar el torneo.
Transcurridos más de tres años de ese hecho, las emociones
que experimentaba en soledad en este gimnasio de boxeo se
sintetizaban en mi mente con la frase: “esto no es para mí”.
Sentía que estaba pidiendo permiso para estar ahí. ¿Por qué
quería ocultar mi cuerpo en el gimnasio de box? ¿Cuáles eran
los motivos de querer ser invisible? ¿Por qué pensaba que es-
taba haciendo el ridículo? ¿Qué me estaba diciendo todo esto
en relación a mi trabajo?
Con el tiempo comprendí que esta experiencia –el nervio-
sismo, la ansiedad, la vergüenza– estaba atada a la representa-
ción que me figuraba sobre el boxeo como un deporte agresivo,
fuerte, varonil y juvenil. Desde el origen del deporte moderno,
la división binaria en este terreno ha relegado a las mujeres a
posiciones subalternas, especialmente si la elección de ellas es
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una disciplina dominada y protagonizada por varones. Desde


la experiencia privada y personal hacía carne las relaciones de
dominación en un gimnasio de box. Durante los meses tran-
sitados en el primer salón de boxeo, determinados comenta-
rios, gestos y actitudes apuntaban especialmente a las mujeres.
Cuando el profesor decía “a las mujeres les voy a cobrar más”,
daba a entender que éramos peores y teníamos más dificultad
para aprender. Y si bien esto lo hacía a modo de chiste y provo-
caba la risa de los presentes, el comentario aumentaba mi inse-
guridad. “Nos dábamos cuenta que había un trato diferencial
en cantidad y calidad, que nunca entrábamos con los cabezales,
que siempre nos hacía hacer lo mismo, siempre nos subíamos
al ring y hacíamos grupo entre nosotras, nunca entrenábamos
con hombres”, fue el comentario de una alumna del turno de
la noche en una conversación sobre el trato discrecional del
entrenador. Que las mujeres éramos “el sexo débil”, las que me-
nos fuerza y capacidad técnica teníamos –según la visión de
Franco– se confirmaba con la indicación de hacer una menor
cantidad de repetición de los ejercicios.
Por otra parte, había un cuidado especial del profesor hacia
el grupo de jóvenes de nivel competitivo5, a quiénes les pregun-
taba por la alimentación y el descanso y seguía, particularmen-
te, para sostener una práctica regular. Tiempo después supe que
algunos de estos jóvenes consiguieron medallas en torneos. No
obstante, el chiste disciplinador también se dirigía a ellos. Era
común escuchar: “se hacen los guapos en los boliches y acá …”,
con miras a poner en duda el nivel de agresividad y resistencia
de los que estaban guanteando en el ring. “¿Viste la psicología
que tenemos acá?”, me dijo Franco en una oportunidad, mien-
tras miraba con atención lo que pasaba en el ring. La música,
que organizaba las etapas de trabajo en el gimnasio, también

5
La clase se dividía en competitivo –todos amateurs– y recreativo.
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provocaba frases con tono jocoso: “¿qué es esta música gay?, si


sos gay que no se note”, o “no vayas con esta música a Boedo”
(en relación a la representación de la guapeza del barrio). Esto a
veces sucedía con el acompañamiento de gestos, movimientos
y miradas que provocaban carcajadas o sonrisas; de las que yo
también participaba, en ocasiones con un dejo de incomodi-
dad. Dichas situaciones, que se sumaban a un plan de entre-
namiento duro y regular, daba como resultado la formación
de boxeadores bajo el paradigma del honor viril (Wacquant,
2006; Moreno Esparza, 2011).
De este modo, la pedagogía de Franco generaba efectos tan-
to en las alumnas como en los alumnos del gimnasio, reforzaba
el modelo tradicional del deporte que, con bases argumentales
en la medicina y la biología, ha sostenido desde su origen la
existencia de una relación complementaria, oposicional, dife-
rencial y desigual de los géneros en este campo.

Lugares comunes en el estadio y el gimnasio

Cuando estaba con la hinchada gozaba de cierta confianza


al detectar que las mujeres no disputaban protagonismo en el
grupo. Cuando los hinchas de Independiente descendieron a
pelear con los hinchas de Racing cerca de los monoblocks de
Dock Sud, las mujeres quedamos alejadas del conflicto pues
nosotras no “hacíamos el aguante”. Un integrante de la barra
dijo que las mujeres eran protegidas como las banderas. En
ese viaje a la ciudad de La Plata, escuché frases como: “vamos
chicas, suban, los chicos les van a dar el asiento”. Un amigo y
vecino del barrio de Wilde me había dicho: “con las chicas no
se meten”. También había recibido comentarios de parte de
dos chicas sobre el “buen trato” que habían recibido cuando
se encontraron en el estadio Maracaná en Río de Janeiro. En
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un viaje a la ciudad de Rosario, un jefe de la barra comentó:


“les quería decir que está todo bien que viajen, en los micros no
les va a pasar nada, el problema es en Rosario, está todo mal,
nos vamos a cagar a tiros, les digo esto porque no quiero que
después si pasa algo venga la madre, la tía de alguna de ustedes
a hablar… ¿está claro?”.
En este último viaje me ubiqué en el segundo asiento del
micro. Los primeros lugares eran los más apropiados para las
pocas mujeres que acompañábamos a la hinchada. A metros de
iniciado el viaje, uno de los jefes no dudó en darnos el fiambre
y el pan para preparar los sándwiches para comer en el camino.
Efectivamente, el trato fue cordial como me habían dicho. Y,
capitalizando la posición que nos ofrecían, aproveché esto a mi
favor a la vuelta del viaje: le pregunté a uno de los jefes quién
me podía acompañar hasta la parada del colectivo. No quería
caminar a la medianoche las siete cuadras que separaban el es-
tadio de la avenida por la que pasaban los micros.
Como dice Peggy Golde (1986), la protección es un com-
portamiento que está asociado a la valoración de la vulnerabi-
lidad femenina vista en términos de su debilidad física, la me-
nor cantidad de recursos que posee para afrontar los peligros
inesperados y su exposición al ataque sexual. En mi caso, la
posición subalterna se afirmaba por la falta de experiencia y el
planteo de preguntas y dudas sobre las prácticas cotidianas de
la hinchada. Como señalé en otro trabajo (Moreira, 2017), no
fue necesaria la “masculinización” para interactuar con varo-
nes y actuar competitivamente, como una profesional que do-
minaba temas que eran exclusivos de los varones integrantes
de este grupo (Hermitte, 2002). Por otra parte, si bien el cui-
dado y la gentileza con la que nos trataban acentuaba la ima-
gen de varones fuertes, valientes y protectores, las mujeres no
éramos esenciales en el juego de posiciones e identificaciones.
La lucha por la identidad se daba principalmente en base a los
De la cancha al ring 165

desafíos y los enfrentamientos físicos contra hinchas varones


rivales o del mismo equipo.
Golde explica que las mujeres solas en ambientes varoniles
quedan expuestas a la mirada de los otros y a la conquista, que
esto se desactiva estratégicamente si las etnógrafas realizan tra-
bajo de campo, sea mudándose con una familia local, viviendo
con su propia familia, con un grupo de amigos o con la presen-
cia de protectores que sirven como escudos y reaseguro de la
integridad (Golde, 1986). En mi caso, la protección sobrevino
del hincha que me había dado la entrevista. La relación con él
neutralizaba el cortejo sexual de otros varones de la hinchada
pero, al mismo tiempo, habilitaba situaciones confusas y ambi-
guas con él. Cuando nos encontrábamos en la tribuna popular
local o visitante, él insistía con las preguntas “¿dónde está tu
novio?“, “¿y tu novio te deja venir sola?”, en un doble sentido
de acercamiento y de cuestionamiento por la decisión de ir sin
acompañante a los estadios de fútbol.
Las preguntas de tono personal también aparecieron en el
gimnasio. El profesor me hacía comentarios sobre la posibili-
dad de tener un noviazgo con su ayudante o el segundo entre-
nador. Esta situación, que me hacía sentir insegura y expuesta,
fue una constante durante los primeros meses. “A mí me lo dice
todo el tiempo, que me tengo que casar, que estoy brava porque
no consigo novio”, me comentó una compañera. Mi intención
había sido, equivocadamente, estar al margen, no mirar ni ser
mirada para no generar malentendidos durante el entrena-
miento. Pero Franco me incluía en historias que imaginaba y
en la trama de chismes. Luego, con el tiempo, sin mediar con-
versación, me hizo otra pregunta: “¿vos tenés una hija, no?”.
Con sus preguntas y comentarios, el profesor me ubicaban en
los lugares más comunes pensados para las mujeres: era “la no-
via de” y “la madre”. Las preguntas personales estaban dirigidas
particularmente a las mujeres, a las que también cuestionaba
166 Verónica Moreira

por la edad. No escuché preguntas similares hacia los varones:


si estaban casados, con hijos, con o sin novia.
A diferencia de lo que sucedía con las mujeres en la hincha-
da, las cuales podían estar en un segundo plano o no estar, y si
estaban, acompañaban y ayudaban a fortalecer la posición de
los hinchas, las mujeres en el gimnasio estaban allí para apren-
der y entrenar a la par. De las pocas mujeres que circulaban en
ambos turnos, la mayoría quería aprender, continuar con el
aprendizaje y mejorar el rendimiento. Algunas se planteaban
la posibilidad de hacer una exhibición o una carrera en el ám-
bito amateur. La lucha por un lugar en el gimnasio se traducía
en el hecho de lograr más atención, explicación y tiempo del
entrenador; en el deseo de participar de ejercicios de mayor
exigencia y complejidad –de la puesta en común de los gestos
técnicos incorporados–; en la pretensión de realizar un depor-
te en igualdad de condiciones con el resto de los compañeros.
Por la historia de formación del campo deportivo (binario,
heteronormado y con roles esencializados), y la constitución
relativamente reciente del boxeo de mujeres en relación con
la de los varones6, la disciplina tiene una posición doblemente
subalterna: porque en términos de reconocimiento, el boxeo
está detrás del fútbol, rugby, básquet, tenis y automovilismo,
siendo, paradójicamente, el deporte que más medallas olímpi-
cas aportó a la historia argentina; y porque al estar asociado
a “lo masculino” se encuentra distante y en una posición des-
igual respecto de las prácticas “femeninas” legítimas como la
gimnasia, el vóley o el hockey. En el marco de esta estructura
dispar, las boxeadoras profesionales reclaman equiparación en
las condiciones de competencia y el pago de las peleas. En los
testimonios recogidos de las deportistas de alto rendimiento,

6
El boxeo masculino se legalizó el 3 de enero de 1924. Notas periodísticas
dan cuenta de la presencia en décadas anteriores.
De la cancha al ring 167

así como de las alumnas amateurs y recreativas, ha sido común


escuchar que luego de mostrar condiciones físicas y compromi-
so con el entrenamiento comenzaron a ser respetadas por en-
trenadores y compañeros. Cuando esto sucede, las mujeres son
representadas y valoradas con los mismos términos que definen
a los boxeadores: son fuertes, resistentes, valientes, agresivas y
potentes.
En este sentido, cabe señalar que en el campo del boxeo,
donde las diferencias de género se instalan constantemente
(a través de comentarios que relacionan a las mujeres con la
maternidad como destino o con la falta de capacidad), se pro-
ducen instancias en las que las divisiones se desvanecen. Esto
puede suceder cuando dos deportistas, con amplios y variados
recursos físicos, técnicos y tácticos, se enfrentan en un ring. La
manifestación conjunta y coordinada de los cuerpos, de exce-
lente condición física, desdibuja momentáneamente las marcas
de género (Bandeira y Moreira, 2017). Es un instante en el que
la atención y la fascinación de las personas que miran está pues-
ta en la expresión de las destrezas atléticas.

Feminidades

En agosto de 2018 ingresé a otro gimnasio, el más antiguo


de Buenos Aires. Pese a que el boxeo es un deporte asociado
a una masculinidad hegemónica, y quienes lo practican en su
mayoría son varones, la figura de referencia de la institución es
una boxeadora profesional. Cielo Juarez, “La Profe”, como le
dicen, comenzó a practicar allí cuando tenía 16 años, actual-
mente tiene 29 y dicta la clase del turno recreativo de las nueve
de la mañana junto su instructor y entrenador del turno com-
petitivo. “La Profe” fue la primera atleta del club en ganar un
título argentino y un título internacional: el latinoamericano
168 Verónica Moreira

en la categoría superpluma de la Confederación Mundial de


Boxeo. Con sus triunfos inició una tradición de atletas ganado-
res que agrandan el prestigio del club. Los alumnos amateurs7
competitivos suelen conseguir podios en distintos torneos y
en la Liga Metropolitana de Boxeo amateur, donde también
luchan los boxeadores del gimnasio de Franco. Con orgullo,
dice su entrenador que Cielo “fue la primera en todo” y “es un
ejemplo de disciplina, trabajo, respeto, no falta nunca”. Al ter-
minar el dictado de la clase del grupo recreativo, “La Profe” se
prepara para entrenar en el siguiente turno con sus compañeros
y con Paula, otra boxeadora que ya no compite ni realiza exhi-
biciones. El entrenamiento competitvo dura aproximadamen-
te dos horas, seis días de la semana, y se complementa con la
preparación física en doble turno en otro lugar. Cielo estudió
la licenciatura en psicología en la Universidad de Buenos Aires,
pero se define de otro modo, en varias entrevistas escuché que
se presenta como: “boxeadora, porque lo que más me conlleva
en el día es el entrenamiento y el boxeo. El boxeo me formó
como persona”.
Los turnos en el club son consecutivos, el primero comien-
za a las 7 de la mañana y el último a las 22. El entrenamiento
durante la mañana mantiene un ritmo regular e intensivo. Si
bien no hay un seguimiento constante del aprendizaje de la
técnica en el grupo recreativo como sí sucedía en el gimnasio
de Franco, la práctica se desarrolla en un contexto de mayor ar-
monía. Las personas, que responden a una franja etaria amplia,
7
La carrera en el boxeo es progresiva. Hay diferentes etapas en la trayec-
toria deportiva. El paso del amateurimo al profesionalismo implica un
gran salto: los y las atletas compiten sin cabezales, usan guantes más chi-
cos y un vendaje debajo de estos que es más rígido. Esto provoca mayor
peligrosidad, ya que los y las expone a sentir los golpes, salir lastimado/a
y quedar noqueado/a. En este nivel, es necesario una resistencia mayor
para aguantar los golpes.
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suelen intercambiar algunas palabras con naturalidad durante


los descansos. No es habitual escuchar comentarios machistas,
homofóbicos o sexistas, ni el uso de apodos basado en la estig-
matización de un rasgo físico. El profesor principal, que dirige
a los alumnos más avanzados de este nivel, comentó en varias
entrevistas que el boxeo es “el respeto, el compromiso, la edu-
cación, la disciplina y el compañerismo”.
Entre la finalización del recreativo y el competitivo se genera
un momento para saludar y conversar. En varias ocasiones me
presenté como antropóloga interesada en estudiar boxeo y va-
rios alumnos competitivos se mostraron amables e interesados
en participar de la investigación. Un día en el que me encon-
traba mirando al lado del ring un “guanteo”8 de la profesora,
escuché que Lorenzo me decía “pega fuerte, duelen sus manos”.
“Cielo es agresiva”, continuó. “¿Qué querés decir con eso?, ¿qué
va para adelante, que golpea fuerte?”. Lorenzo me explicó que
va con toda la fuerza en cada golpe, que no regula con la res-
piración. En el gimnasio de Franco practicábamos un ejercicio
que consistía en dar tres golpes a la bolsa, el último golpe se rea-
lizaba a fondo con una exhalación. En este caso, la exhalación
de “La Profe” era con cada uno de los golpes. “Ves, Vero”, me
dijo, “di golpes más suaves a la bolsa, luego golpes más poten-
tes, con mayor fuerza”. Cielo no se reconoce como una boxea-
dora de las más agresivas, distinción que deja para un conjunto
de atletas que se caracterizan por su guapeza y actitud de ir al
frente, porque van al “golpe por golpe9”, al “encuentro”, a buscar
el nocaut. Sin embargo, “me siento agresiva en los guanteos, es
mi momento para sacar todo lo que puedo”. Como el objetivo
principal del boxeo es derribar a la contrincante, la agresión y
la fuerza son dos componentes esenciales para lograr este fin.

8
Pelea de entrenamiento.
9
Intercambiar golpes para ganar por nocaut.
170 Verónica Moreira

Las boxeadoras irrumpen en un terreno que ha sido construi-


do y sostenido por la lógica masculina. El boxeo –como otros
deportes– encarna el conflicto: es un campo de definición y re-
definición de los sentidos legítimos. A diferencia de otras muje-
res que acompañan las trayectorias deportivas de los boxeadores,
las cuales integran el capital social, es decir, la red familiar que los
apoya (Moreno Esparza, 2015), las púgiles se proyectan como
protagonistas de este escenario desigual. “Mostrar o ejercer fuer-
za, librarse a un combate, dar o recibir golpes, las armas, las can-
chas grandes, la conducción de máquinas pesadas, la aceptación
de riesgos corporales son otros tantos atributos, reales o simbó-
licos, que se muestran como inconsistentes con la feminidad”,
dice críticamente Louveau (2007: 75). Lejos de pensar a la femi-
nidad como un espacio común en el que se comparte un conjun-
to de características de forma constante, que se diferencia de un
conjunto de rasgos que tienen los hombres, la feminidad cambia
históricamente de acuerdo a las estructuras sociales, ideológicas,
políticas y económicas (Hargreaves, 1993). La actuación de las
mujeres que boxean permite trascender la esencialización de “lo
femenino”10 y la posibilidad de pensar feminidades diversas.
La rutina de entrenamiento en el boxeo da como resultado
el desarrollo de determinadas zonas del cuerpo como el tren su-
perior con brazos musculosos, hombros grandes, espalda ergui-
da y abdominales marcadas, características compatibles con el
modelo corporal varonil de nuestra sociedad contemporánea.
El entrenamiento produce en las mujeres una estructura corpo-
ral similar con brazos, hombros y espalda musculosas, que no
10
El paradigma de los cuerpos femeninos en tanto cuerpos disciplinados,
dóciles y al servicio del sujeto masculino comenzó a relativizarse con la
actualización y la incorporación de la noción de “la mujer activa”, elabo-
rando nuevos patrones que desembocan en el actual énfasis en el fitness
con cuerpos delgados y firmes, sin musculatura demás (Adelman, 2003,
Garton e Hijós, 2018).
De la cancha al ring 171

provoca el mismo nivel de aceptación. En los comentarios del


estilo “no tienen pecho”, “les falta caderas”, “no tienen cintura”,
que surgen de la comparación con la feminidad hegemónica,
subyace un cuestionamiento de su condición como mujeres. La
crítica trasciende lo meramente deportivo, ya no se trata de la
discusión sobre el uso de la fuerza, el coraje, la potencia o la
técnica, sino del juicio sobre el cuerpo de las atletas. Por otra
parte, es necesario decir que si bien los cuerpos musculosos co-
rren los límites del orden de género y discuten el estereotipo
del “sexo débil”, a veces son las mismas alumnas o luchadoras
quienes visibilizar la pregunta por la estética.
Coincidí con Lorenzo y Cata, una chica que practica boxeo
en la Casa del Boxeador, en los cuestionamientos que genera
la apariencia física de las boxeadoras. “Sí, a mí en el gimnasio
donde doy clases, dos chicas me dijeron que no querían poner-
se grandes de arriba. Cielo no tiene tan desarrollado…”, dijo
Lorenzo. “Es que ella es más grande, más alta”, agregó Cata.
“No parece, después sube al ring…”, continuó nuestro interlo-
cutor. Esta conversación sobre la apariencia y los arreglos esté-
ticos reubicaron simbólicamente a Cielo en la dimensión “fe-
menina”. “Hoy le dije que le quedaban bien los reflejos, cómo
estaba peinada. Además, ‘La Profe’ no parece…”, dije. “Claro,
no, es dulce, tranquila. Y encima con la bebé”, agregó Cata.
Las conversaciones sobre la estética surgen como instancias
reparadoras de la duda que pesa sobre las boxeadoras acerca de
si son “verdaderas mujeres”. He escuchado entrevistas donde
algunas boxeadoras marcan con énfasis “primero soy mujer,
después boxeadora”, o resaltan su aspecto “femenino” como
una manera de desactivar la feminidad puesta en cuestión. En
este sentido, es interesante el planteo que realiza la investiga-
dora Miriam Adelman:
Según la historiadora norteamericana Mary Jo Fest-
le, las mujeres atletas siempre tuvieron que enfrentar
172 Verónica Moreira

el preconcepto social de dos tipos: primero, que sus


“diferencias físicas” las hacían mucho menos compe-
tentes para el deporte que a los hombres, y, segundo,
la creencia que la práctica deportiva las masculinizaba,
transformándolas en mujeres “anormales” y/o lésbicas.
Por lo tanto, ella argumenta que las mujeres atletas pro-
fesionales están casi obligadas a adoptar una postura
apologética, teniendo el cuidado necesario de mostrar
al público que su práctica en el deporte no compromete
su feminidad (2003: 448) (original en portugués; tra-
ducción propia).
En distintas entrevistas a los medios de comunicación tradi-
cionales y específicos sobre boxeo son comunes las preguntas
sobre los motivos de la elección de esta práctica. Las respuestas
suelen ser diversas: porque pertenecen a una familia de boxea-
dores, porque comenzaron con otras disciplinas de combate
y quisieron probar con esta, porque querían hacer una activi-
dad física y luego se dieron cuenta que tenían facilidad para
aprender, porque les dio la posibilidad de dejar las drogas y el
alcohol. En algunos casos, las mujeres ocultaron la informa-
ción sobre entrenamientos y peleas a sus familiares directos por
miedo a sentirse rechazadas o que les prohibieran asistir a los
entrenamientos. Adelman (2003) sugiere que cuando las muje-
res identifican sus inicios en el deporte con un profundo deseo
que ha sido propio, o cuando se refieren a la oposición que ellas
enfrentaron, viniendo esto de sus familias que buscaban pro-
tegerlas de los “peligros del deporte”, hay goce y libertad. Así,
dice la autora, el deporte puede ser un terreno de resistencia,
de resignifcación de lo femenino, que ubica a las mujeres en la
posición de sujetos, donde ellas mismas definen otras formas
de ser mujer.
De la cancha al ring 173

Mujer, madre y adulta en un gimnasio de box

Con el tiempo descubrí que mi cuerpo empezó a cambiar.


Con el entrenamiento regular adelgacé y me puse más fuerte
y resistente. Dejé la postura cabizbaja para tener una postura
corporal erguida. Reconocí en el cuerpo, como hacía años no
lo hacía, que de chica hasta la adolescencia había practicado de-
portes: atletismo, natación y vóley en un club de mi barrio y en
la escuela. Fui desarmando un prejuicio que me había afectado
al inicio: que una mujer adulta no puede realizar ni avanzar en
una disciplina como el boxeo. Cuando empecé en el gimnasio
de Franco le dedicaba mucho tiempo al estiramiento pensando
que esto podía evitar lesiones. Le pregunté, en algunas ocasio-
nes, al ayudante del profesor si iba a poder soportar la clase y
hasta dónde iba a llegar con el aprendizaje.“¿Cuál será el límite?
¿Llegaré pronto a ese límite?”. “No hay límites en el boxeo”, me
contestó. En aquel entonces, un compañero llegó a decirme
“eso pensás vos”, cuando mencioné que creía que estaba “ha-
ciendo el ridículo”. Mi idea era que estaba grande para reali-
zar este deporte. El boxeo requiere una serie de condiciones:
una capacidad aeróbica adecuada para mantener el ritmo de la
clase; fuerza y técnica para golpear; coordinación para mover
simultáneamente los brazos y las piernas; velocidad para reali-
zar los desvíos y los movimientos de cintura; inteligencia para
resolver situaciones de combate. Ya no era la joven estudiante
de antropología entre los hinchas de fútbol. La audacia esta vez
pasaba por entrenar y permanecer en el gimnasio superando
los miedos, la vergüenza y los prejuicios que me invadían. Des-
conocía, en ese momento, que era capaz de practicar hasta una
hora y media de entrenamiento intensivo.
Un profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Uni-
versidad de Buenos Aires donde trabajo, que participaba de la
clase a cargo de Cielo, me comentó al pasar, mientras trotába-
174 Verónica Moreira

mos, que tenía “miedo de quedarla”, descomponerse o “morir


en el intento”, y que, por ese motivo, no lograba terminar la
última parte destinada a la gimnasia. La edad tuvo un efecto
positivo en mí. Sentir que podía superarme con la práctica
regular convirtió la edad en un signo de orgullo. Si por mo-
mentos el hecho de ser una mujer adulta fue interpretado por
mí como una falta frente al repertorio de condiciones necesa-
rias para el boxeo, con el tiempo entendí que mi presencia era
(auto)valorada por otras personas en términos del desafío que
estaba asumiendo, de la seriedad con la que desarrollaba el en-
trenamiento, del compromiso con el que estaba ahí. Mi amiga
antropóloga me había dicho que se sentía orgullosa de entrenar
a la par de chicos de veinte años, que “los más viejos se banca-
ban el entrenamiento”.
Asumí el entrenamiento como un compromiso y, en mu-
chas oportunidades, me olvidé de observar qué sucedía a mi
alrededor. Permanecía concentrada durante la clase para poder
rendir. Los momentos de distracción se producían cuando me
acompañaba Julieta, mi hija, que con libertad tomaba una soga
para saltar por el salón, se calzaba mis guantes para jugar sobre
el ring o se dirigía al sector de las pesas. Era el instante en el
que aparecía mi rol como madre. Dejaba de entrenar para sa-
ber dónde se encontraba o subía el tono de voz para darle una
indicación. A veces quedaba al cuidado de Lorenzo, con quien
jugaba en el ring, o con Alberto, boxeador profesional y esposo
de Cielo. Esta red que funcionaba para el cuidado de mi hija
se extendía para observar a otros niños y niñas que aparecían
ocasionalmente en el lugar.
Cielo se enteró de su embarazo en el chequeo que le hicie-
ron antes de un combate en la Federación Argentina de Boxeo.
Continuó su entrenamiento durante varios meses con un pre-
parador físico que organizó un plan especialmente para ella.
Su hija nació en julio de 2019 y, a los pocos meses, la pequeña
De la cancha al ring 175

se convirtió en el centro de atención del gimnasio. Cielo reto-


mó las clases que dictaba en el turno de las 9. La bebé se acos-
tumbró rápidamente a los sonidos del gimnasio: la música, el
timbre, el choque de guantes, los golpes sobre las bolsas o las
llantas de la pared. Nos quedábamos conversando sobre boxeo
y maternidad varios minutos durante el entrenamiento del tur-
no competitivo, mientras ella le daba el pecho a su hija. Se le
notaban “las ganas de volver”, de subir nuevamente al ring y
guantear. Le preguntaba al profesor cuándo iba a suceder esto.
“Eso lo decidís vos”, le decía su entrenador. El primer día de la
“vuelta” de Cielo a los entrenamientos, cuidé a su hija y el profe
dijo “llegó la niñera. Entre los auspiciantes Cielo va a tener que
poner …”. “Universidad de Buenos Aires”, agregué. Luly era una
suerte de estrella, era la hija de “La Profe”, la primera boxeadora
campeona del club, “la primera en todo”. Cielo se puso el cabe-
zal y se preparó para subir al ring a guantear. Yo pensaba en el
riesgo de los golpes en el abdomen y en los pechos. Cielo había
dicho que le molestaban un poco, pero primaba su deseo y el
disfrute de boxear. No era la única persona del grupo compe-
titivo que iba con su hija. Juan llevaba a veces a su hija de seis
años y Andrés a su hijo de pocos meses.
Escenas de este estilo ponen de manifiesto la producción
de nuevos y diversificados sentidos sobre el hecho de ser
“boxeadoras” y “mujeres” en un gimnasio de box. Si bien el
caso amerita un desarrollo más profundo, nos brinda la posi-
bilidad de pensar no sólo en feminidades fuertes, agresivas y
maternales, sino también en las múltiples maneras de habitar
el gimnasio en el caso de los varones.
176 Verónica Moreira

Conclusión

Durante el trabajo de campo con la hinchada y en el box


fui adquiriendo distintas competencias para participar en un
espacio constituido por varones para la formación y el ejer-
cicio de un tipo de masculinidad fuerte, potente, agresiva y
resistente. Tomar momentos de mi experiencia con los hin-
chas, para tensionar con mi paso por los gimnasios, produjo
dos resultados. Por un lado, identificar que las mujeres en la
hinchada se ubicaban en un segundo plano, acompañando y
ayudando a fortalecer la posición dominante de los hinchas.
En dicho contexto, no fue necesaria “la masculinización”
para interactuar con los hombres y actuar competitivamente,
demostrando que en esta arena el dominio era exclusivo de
ellos. Era una mujer más a ser protegida. Por el contrario, las
mujeres en el gimnasio estaban allí a la par de sus compañe-
ros para aprender y entrenar bajo el paradigma dominante.
Adquirir los recursos válidos y necesarios para entrenar y me-
jorar el rendimiento físico era una meta que se tornaba difí-
cil de cumplir dependiendo de los gimnasios. Las alumnas y
boxeadoras aspiraban a ser reconocidas por sus condiciones
físicas y destrezas técnicas, a no ser discriminadas destinán-
dolas a realizar ejercicios menos sofisticados por menor tiem-
po. Por otra parte, recordar la etapa inicial con los hinchas me
llevó a reflexionar sobre distintos momentos de mi biografía.
Cuando ingresé al gimnasio, no quedaba mucho de la auda-
cia de los primeros años como estudiante de antropología;
era una persona adulta que se enfrentaba nuevamente a un
mundo desconocido, ajeno y distante que estaba habitado
mayormente por varones jóvenes. Tal vez, la sensación que
tenía acerca de que el boxeo “no era para mí” se fundaba en
el protagonismo que debía asumir moviendo –y aprendiendo
desde– el cuerpo.
De la cancha al ring 177

Poner en un primer plano el nerviosismo, la ansiedad y la


vergüenza que sentía por lo que estaba haciendo fue el gran
impulso para pensar, de acuerdo con Dorothy Smith, en el
punto de vista de las mujeres. Esto es: pensar cómo desde la
experiencia personal, singular e íntima fue posible analizar las
relaciones de poder y dominación. Ser mujer en un gimnasio
puede llegar a ser hostil. Que no te presten atención, que te
critiquen, que te den ejercicios más simples puede ser des-
alentador. Detrás de esto subyace la idea acerca de que mos-
trar fuerza, librar un combate, dar o recibir golpes, exponer
cuerpos agresivos, son acciones incompatibles con el compor-
tamiento femenino normalizado. La actuación de las alumnas
y boxeadoras conlleva en sí misma el conflicto, pues asumir
tales atributos –y otros más– no hace más que relativizar “el
eterno femenino” en tanto conjunto de rasgos esencializados.
El entrenamiento duro y férreo muestra un camino a través
del cual es posible relativizar el orden de género. El deporte es
un terreno de conflicto por los sentidos y en él pueden resig-
nificarse aquellos asociados a “la feminidad”, “lo femenino” y
el hecho de “ser mujer”. Por otra parte, boxear más allá de las
situaciones personales –dadas por la condición de mujer, la
crítica de la propia familia, un trabajo mal pago–, sorteando
las fronteras que construye el propio campo, da cuenta del dis-
frute, el deseo y la libertad de estas mujeres.
Poner el cuerpo en lugares adversos, enfrentarme a “los pe-
ligros” de la hinchada y del boxeo, me dio la posibilidad de
plantear nuevas preguntas y establecer otras direcciones en
el campo de los estudios del deporte, visibilizando múltiples
experiencias y feminidades diversas, incluída la mía, que hice
carne desde distintas facetas: como etnógrafa, alumna, mujer,
adulta y madre.
178 Verónica Moreira

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