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Karl R.

Popper
La lógica de la investigación científica
Fragmentos del capítulo 5.
El problema de la base empírica

Hemos reducido la cuestión de la falsabilidad de las teorías a la de la falsabilidad de


los enunciados singulares que he llamado enunciados básicos. Pero éstos, ¿qué tipo de
enunciados singulares constituyen? Y, ¿cómo pueden ser falsados? Estos interrogantes
pueden afectar poco al investigador práctico, pero la obscuridad y las opiniones
erróneas que circundan este problema hacen aconsejable que se lo discuta aquí con
algún pormenor.

25. L AS EXPERIENCIAS PERCEPTIVAS COMO BASE EMPÍRICA : EL PSICOLOGISMO

Muchos aceptan como fuera de toda duda la doctrina que las ciencias empíricas
pueden reducirse a percepciones sensoriales, y, por tanto, a nuestras experiencias. A
pesar de ello, la suerte de esta doctrina está ligada a la de la lógica inductiva, y en la
presente obra la rechazamos juntamente con ésta. No pretendo negar que hay algo de
verdad en la opinión de que las matemáticas y la lógica se basan en el pensamiento,
mientras que las ciencias de hechos lo hacen en las percepciones de los sentidos; pero
este grano de verdad apenas pesa en el problema epistemológico. Más, por otra parte,
difícilmente se encontrará un problema de la epistemología que haya sufrido más a
consecuencia de la confusión de la psicología con la lógica que el que nos ocupa ahora:
el de la base de los enunciados de experiencia.
Pocos pensadores se han preocupado tan profundamente por el problema de la base
experimental como Fries 1 . Este decía que, si es que no hemos de aceptar
dogmáticamente los enunciados de la ciencia, tenemos que ser capaces de justificarlos;
si exigimos que la justificación se realice por una argumentación razonada, en el sentido
lógico de esta expresión, vamos a parar a la tesis de que los enunciados sólo pueden
justificarse por medio de enunciados; por tanto, la petición de que todos los enunciados
estén justificados lógicamente (a la que Fries llamaba la «predilección por las
demostraciones») nos lleva forzosamente a una regresión infinita. Ahora bien; si
queremos evitar tanto el peligro de dogmatismo como el de una regresión infinita,
parece que sólo podemos recurrir al psicologismo; esto es, a la doctrina de que los
enunciados no solamente pueden justificarse por medio de enunciados, sino también por
la experiencia perceptiva. Al encontrarse frente a este trilema —o dogmatismo o
regresión infinita, o psicologismo—, Fries (y con él casi todos los epistemólogos que
querían dar razón de nuestro conocimiento empírico) optaba por el psicologismo: según

1 J. F. FKIES, Neue oder unthropologische Kritik der Vernunft (1828 a 1831).

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su doctrina, en la experiencia sensorial tenemos un «conocimiento inmediato» con el
cual podemos justificar nuestro «conocimiento mediato» (es decir, el conocimiento
expresado en el simbolismo de un lenguaje); y este último incluye, desde luego, los
enunciados de la ciencia.
Ordinariamente no se lleva tan lejos el análisis de este problema. En las
epistemologías del sensualismo y del positivismo se supone, sin más, que los
enunciados científicos empíricos «hablan de nuestras experiencias»: pues, ¿cómo
podríamos haber llegado a ningún conocimiento de hechos si no fuera a través de la
percepción sensorial?; la mera lucubración no puede hacer que nadie aumente una jota
su conocimiento del mundo de los hechos, y, por tanto, la experiencia sensorial ha de
ser la única «fuente de conocimiento» de todas las ciencias empíricas. Así pues, todo lo
que sabemos acerca del mundo de los hechos tiene que poderse expresar en forma de
enunciados acerca de nuestras experiencias; sólo consultando nuestra experiencia
sensorial puede saberse si esta mesa es roja o azul. Por el sentimiento inmediato de
convicción que lleva consigo podemos distinguir el enunciado verdadero —aquél que
está de acuerdo con la experiencia—- del falso —que no lo está—. La ciencia no es más
que un intento de clasificar y describir este conocimiento perceptivo, estas experiencias
inmediatas de cuya verdad no podemos dudar: es la presentación sistemática de
nuestras convicciones inmediatas.
En mi opinión, esta doctrina se va a pique con los problemas de la inducción y de los
universales: pues no es posible proponer un enunciado científico que no trascienda lo
que podemos saber con certeza «basándonos en nuestra experiencia inmediata» (hecho
al que
nos referiremos con la expresión «la trascendencia inherente a cualquier descripción»
—es decir, a cualesquiera enunciados descriptivos— ) : todo enunciado descriptivo
emplea nombres universales, y tiene el carácter de una teoría, de una hipótesis. No es
posible verificar el enunciado «aquí hay un vaso de agua» por ninguna experiencia con
carácter de observación, por la mera razón de que los universales que aparecen en aquél
no pueden ser coordinados a ninguna experiencia sensorial concreta (toda «experiencia
inmediata» está «dada inmediatamente» una sola vez, es única); con la palabra «vaso»,
por ejemplo, denotamos los cuerpos físicos que presentan cierto comportamiento legal,
y lo mismo ocurre con la palabra «agua». Los universales no pueden ser reducidos a
clases de experiencias, no pueden ser constituidos.

29. L A RELATIVIDAD DE LOS ENUNCIADOS BÁSICOS . S OLUCIÓN DEL TRILEMA


DE F RÍES

Siempre que una teoría se someta a contraste, ya resulte de él su corroboración o su


falsación, el proceso tiene que detenerse en algún enunciado básico que decidamos
aceptar: si no llegamos a decisión alguna a- este respecto, y no aceptamos, por tanto, un
enunciado básico, sea el que sea, la contrastación no lleva a ninguna parte. Pero con-
siderando la cosa desde un punto de vista lógico, nunca la situación es tal que nos fuerce
a hacer alto en este enunciado básico concreto en lugar de en aquel otro, o bien a

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abandonar enteramente la contrastación. Pues todo enunciado básico puede ser sometido
a contraste a su vez, utilizando como piedra de toque cualquiera de los enunciados
básicos que puedan deducirse de él valiéndose de una teoría, bien sea la que se está
contrastando u otra cualquiera: proceso que no tiene un final provinente de su propia
naturaleza. Así pues, si es que la contrastación ha de llevarnos a algún resultado, no
queda otra opción que detenernos en un punto u otro y decir que estamos satisfechos por
el momento.
Es fácil advertir que, de este modo, llegamos a un procedimiento que nos hace
pararnos precisamente en un tipo de enunciados que sea particularmente fácil de
contrastar; pues lo que hemos dicho significa que nos detenemos a la altura de unos
enunciados acerca de cuya aceptación o rechazo es probable que los investigadores se
pongan de acuerdo: si éste no se logra, continuarán simplemente la contrastación, o bien
empezarán de nuevo a realizarla desde el principio; y si tampoco conduce a ningún
resultado este nuevo proceso, podremos decir tal vez que los enunciados en cuestión no
eran contrastables intersubjetivamente, o que, a fin de cuentas, estábamos ocupándonos
con eventos que no eran observables. Si un día ya no fuese posible lograr que los
investigadores se pusieran de acuerdo acerca de un enunciado básico, esto equivaldría a
un fracaso del lenguaje como medio de comunicación universal: equivaldría a una
«confusión de las lenguas» en la torre de Babel, y los descubrimientos científicos
quedarían reducidos al absurdo; en esta renovada Babel, el imponente edificio de la
ciencia pronto quedaría reducido a unas ruinas.
Exactamente del mismo modo que una demostración lógica ha tomado forma
satisfactoria cuando se ha superado la labor dificultosa y todo puede comprobarse con
facilidad, después de que la ciencia ha llevado a cabo su tarea de deducción o de
explicación nos detenemos al llegar a enunciados básicos fácilmente contrastables. Pero
los enunciados acerca de experiencias personales —esto es, las cláusulas
protocolarias— sin duda no son de este tipo, y, por ello, son poco apropiadas para servir
de enunciados en los cuales pararnos. Desde luego, utilizamos registros o protocolos,
tales como certificados de contrastaciones emitidos por departamentos de investigación
científica o industrial; pero siempre pueden ser sometidos otra vez a examen si surge la
necesidad de ello. Así, puede ser necesario, por ejemplo, contrastar los tiempos de
reacción de los peritos que ejecutan las contrastaciones (es decir, determinar sus
ecuaciones personales). Pero, en general -—y, especialmente, «...en casos
diacríticos»—, nos detenemos en enunciados fácilmente contrastables, y no —como
recomienda Carnap— en cláusulas de percepción o protocolarias: o sea, no «...nos
detenemos precisamente en éstas... porque la contrastación intersubjetiva de enunciados
acerca de percepciones... es relativamente complicada y difícil» .
¿Qué postura adoptamos ahora en lo que se refiere al trilema de Fries, o sea, a la
elección entre el dogmatismo, la regresión infinita y el psicologismo? (Cf. el apartado
25.) Hay que reconocer que los enunciados básicos en los que nos detenemos, que
decidimos aceptar como satisfactorios y suficientemente contrastados, tienen el carácter
de dogmas; pero únicamente en la medida en que desistamos de justificarlos por medio
de otros argumentos (o de otras contrastaciones). Mas este tipo de dogmatismo es
innocuo, ya que en cuanto tengamos necesidad de ello podemos continuar contrastando

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fácilmente dichos enunciados. Admito que de esta suerte la cadena deductiva es, en
principio, infinita; sin embargo, este tipo de «regresión infinita-» también es innocuo,
ya que en nuestra teoría no se pretende probar ningún enunciado por medio de ella. Y,
finalmente, en lo que respecta al psicologismo: admito también que la decisión de
aceptar un enunciado básico y darse por satisfecho con él tiene una conexión causal con
nuestras experiencias, especialmente con nuestras experiencias perceptivas; pero no
tratamos de justificar los enunciados básicos por medio de ellas: las experiencias
pueden motivar una decisión, y, en consecuencia, la adopción o el rechazo de un
enunciado, pero ningún enunciado básico puede quedar justificado por ellas —del
mismo modo que no lo quedará por los puñetazos que demos en la mesa.

30. T EORÍA Y EXPERIMENTO

Los enunciados básicos se aceptan como resultado de una decisión o un acuerdo, y


desde este punto de vista son convenciones. Por otra parte, se llega a las decisiones
siguiendo un proceder gobernado por reglas; y entre éstas tiene especial importancia la
que nos dice que no debemos aceptar enunciados básicos esporádicos —es decir, que
no estén en conexión lógica con otros enunciados— y que, por el contrario, hemos de
admitir enunciados básicos en el curso de nuestra contrastación de teorías: cuando
suscitamos cuestiones esclarecedoras acerca de éstas, cuestiones que tienen que
contestarse gracias a la admisión de enunciados de aquel tipo.
Así pues, la situación real es bastante diferente de la que era visible para el empirista
ingenuo, o para el creyente en la lógica inductiva. Este cree que empezamos por
recopilar y ordenar nuestras experiencias, y que así vamos ascendiendo por la escalera
de la ciencia; o bien —para emplear el modo formalizado de hablar—, que si queremos
edificar una ciencia tenemos que recoger primero cláusulas protocolarias. Pero si se me
ordena «registre lo que experimenta ahora»," apenas sé cómo obedecer a esta orden
ambigua: ¿he de comunicar que estoy escribiendo?: ¿que oigo llamar un timbre, vocear
a un vendedor de periódicos o el hablar monótono de un altavoz?; ¿ o h e : de informar,
tal vez, que tales ruidos me llenan de irritación? Incluso si fuera posible obedecer
semejante orden, por muy rica que fuese la colección de enunciados que se reuniese de
tal modo, jamás vendría a constituirse en una ciencia: toda ciencia necesita un punto de
vista y problemas teóricos.
Por regla general, se llega a un acuerdo sobre la aceptación o rechazo de enunciados
básicos con ocasión de aplicar una teoría: en realidad, el acuerdo forma parte de la
aplicación que consiste en someter a contraste la teoría. El ponerse de acuerdo acerca de
ciertos enunciados básicos es, lo mismo que otros modos de aplicación, ejecutar una
acción con una finalidad —guiado por consideraciones teóricas diversas.
Me parece que nos encontramos ahora en situación de resolver problemas tales como
el de Whitehead acerca de cómo es que el desayuno táctil se sirve siempre juntamente
con el desayuno visual, y el Times táctil unido al Times visible y auditivamente
crujiente. El lógico inductivo que cree que la ciencia parte de percepciones elementales
esporádicas tiene que quedarse estupefacto ante semejantes coincidencias regulares:

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tienen que parecerle completamente «accidentales», pues como está en la opinión de
que las teorías no son sino enunciados de coincidencias regulares, no le está permitido
explicar la regularidad por medio de teorías.
Pero, de acuerdo con la situación a que hemos llegado ahora, las conexiones
existentes entre nuestras diversas experiencias son explicables a base de las teorías que
nos ocupamos en contrastar, y deductibles de ellas. (Nuestras teorías no nos inducen a
esperar que seamos obsequiados con una luna táctil acompañante de la luna visible, ni
que nos atormente una pesadilla auditiva.) Pero, sin duda alguna, aún queda otra
cuestión (que es patente no puede responderse por medio de teoría falsable alguna, y es,
por tanto, «metafísica»): ¿cómo es que acertamos tan frecuentemente con las teorías que
construimos, o sea, cómo es que hay «leyes naturales»?
Todas estas consideraciones importan mucho para la teoría epistemológica del
experimento. El científico teórico propone ciertas cuestiones determinadas al
experimentador, y este último, con sus experimentos, trata de dar una respuesta decisiva
a ellas, pero no a otras cuestiones: hace cuanto puede por eliminar estas últimas (y de
aquí la importancia que puede tener la independencia relativa de los subsistemas de una
teoría). Así pues, lleva a cabo sus contrastaciones « . . . lo más sensibles que puede» con
respecto a una sola cuestión «pero lo más insensibles que puede con respecto a todas las
demás cuestiones enlazadas con ella... Una parte de su tarea consiste en cribar todas las
posibles fuentes de error». Pero sería una equivocación creer que el experimentador
procede de este modo «con objeto de facilitar el trabajo del teórico», o quizá para
proporcionar a este último una base en que apoyar generalizaciones inductivas. Por el
contrario, el científico teórico tiene que haber realizado mucho antes su tarea, o, al
menos, la parte más importante de ella: la de formular su pregunta lo más netamente
posible; por tanto, es él quien indica el camino al experimentador. Pero incluso éste no
está dedicado la mayoría de las veces a hacer observaciones exactas, pues también su
tarea es, en gran medida, de tipo teórica: la teoría campea en el trabajo experimental,
desde que se establecen los planes iniciales hasta que se dan los últimos toques en el
laboratorio.
Esto es perfectamente visible en algunos casos en que el teórico logra predecir un
efecto observable que se llega a producir experimentalmente más tarde; quizá el
ejemplo más brillante a este respecto es la predicción de De Broglie del carácter
ondulatorio de la materia, predicción confirmada experimentalmente por primera vez
por Davisson y Germer. Aún más conspicuos —tal vez— son los casos en que los
experimentos han desempeñado un papel eminente en el progreso de la teoría: en estas
ocasiones, lo que fuerza al teórico a buscar una teoría mejor es casi siempre la falsación
experimental de una teoría que hasta el momento estaba aceptada y corroborada: es
decir, el resultado de las contrastaciones guiadas por la teoría. Tenemos ejemplos
famosos de este proceso en el experimento de Michelson-Morley, que condujo a la
teoría de la relatividad, y en la falsación —por Lummer y Pringsheim— de la fórmula
de la radiación de Rayleigh y Jeans y de otra fórmula de la radiación (la de Wien), que
llevó a la teoría de los cuantos. Naturalmente, también se dan descubrimientos
accidentales, pero son relativamente raros: Mach habla con razón en semejantes casos

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de una «corrección de las opiniones científicas por circunstancias accidentales» (con lo
cual reconoce, a pesar suyo, la importancia de las teorías).

Quizá podamos responder ahora a la pregunta acerca de cómo y por qué aceptamos
una teoría con preferencia a otras.

Ciertamente, tal preferencia no se debe a nada semejante a una justificación


experimental de los enunciados que componen una teoría, es decir, no se debe a una
reducción lógica de la teoría a la experiencia. Elegimos la teoría que se mantiene mejor
en la competición con las demás teorías, la que por selección natural muestra ser más
apta para sobrevivir; y ésta será la que no solamente haya resistido las contrastaciones
más exigentes, sino que sea, asimismo, contrastable del modo más riguroso. Una teoría
es una herramienta que sometemos a contraste aplicándola, y que juzgamos si es o no
apropiada teniendo en cuenta el resultado de su aplicación.

Desde un punto de vista lógico, el contraste de una teoría depende de ciertos


enunciados básicos, que, a su vez, se aceptan o rechazan en virtud de nuestras
decisiones. Así pues, son las decisiones las que determinan el destino de las teorías.
Teniendo en cuenta esto, mi respuesta a la pregunta sobre cómo escogemos una teoría
se parece a la dada por el convencionalista; y, como él, digo que la elección viene
determinada, en parte, por consideraciones de utilidad. No obstante tal cosa, hay una
enorme diferencia entre sus opiniones y las mías, pues yo mantengo que lo que
caracteriza al método científico es precisamente lo siguiente: que la convención o
decisión no determina inmediatamente que aceptemos ciertos enunciados universales,
sino que —por el contrario—- actúa en nuestra aceptación de los enunciados singulares
(esto es, de los enunciados básicos).
Para el convencionalista, su principio de sencillez gobierna la aceptación de
enunciados universales: escoge el sistema más sencillo. Frente a ello, yo propongo que
se tenga en cuenta antes que nada lo exigente de las contrastaciones (esto último se
encuentra en relación muy estrecha con lo que yo llamo «sencillez», pero mi idea de
ésta se aparta mucho de la del convencionalista: véase el apartado 46); y sostengo que lo
que, en última instancia, decide la suerte que ha de correr una teoría es el resultado de
una contrastación, es decir, un acuerdo acerca de enunciados básicos. Juntamente con el
convencionalista, entiendo que la elección de una teoría determinada es un acto que ha
de llevarse a cabo, un asunto práctico; pero esta elección, para mí, se encuentra bajo la
influencia decisiva de la aplicación de dicha teoría y de la aceptación de los enunciados
básicos relacionados con tal aplicación; mientras que para el convencionalista lo que
decide son, ante todo, motivos estéticos.

Así pues, discrepo del convencionalista al mantener que los enunciados que se
deciden por medio de un acuerdo no son universales, sino singulares; y del positivista
en tanto que sostengo que los enunciados básicos no son justificables por nuestras
experiencias inmediatas, sino que —desde un punto de vista lógico— se aceptan por un
acto, por una decisión libre (que, mirada psicológicamente, bien puede considerarse
como una reacción con una finalidad y bien adaptada a las circunstancias).

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Quizá sea posible aclarar la importante distinción hecha entre una justificación y una
decisión —es decir, una decisión a que se llega de acuerdo con un proceder gobernado
por reglas— ayudándose de la analogía existente con un procedimiento de gran
antigüedad: el conocer de una causa por un jurado.
El veredicto del jurado (veré dictum — dicho verdaderamente), como el del
experimentador, es una respuesta a una cuestión de hechos (quid facti?), que ha de
proponerse al jurado en la forma más tajante y definida posible. Pero tanto la cuestión
que se pregunta como la forma en que se presenta dependerán, en gran medida, de la
situación legal, esto es, del sistema vigente de leyes penales (que Corresponde al
sistema de teorías). Al tomar una decisión, el jurado acepta, por acuerdo, un enunciado
acerca de un acontecimiento táctico (como si fuese un enunciado básico); la importancia
de tal decisión radica en el hecho de que, a partir de ella —juntamente con los
enunciados universales del sistema (de leyes penales)—, es posible deducir ciertas
consecuencias; dicho de otro modo: la decisión forma la base para la aplicación del
sistema: el veredicto desempeña el papel de un «enunciado de hechos verdadero». Pero
es patente que no hay necesidad de que sea verdadero meramente por haberlo aceptado
el jurado, lo cual queda reconocido por la regla que permite revocar o revisar un
veredicto

Se llega al veredicto siguiendo un procedimiento gobernado por reglas; éstas se


basan en ciertos principios fundamentales destinados primordialmente —si no
exclusivamente— a descubrir la verdad objetiva. Estos principios permiten, a veces, que
entren en juego no sólo las convicciones subjetivas, sino incluso cierta parcialidad
subjetiva; pero aunque no tengamos en cuenta tales aspectos especiales de este
procedimiento tan antiguo, e imaginemos que el procedimiento a que nos referimos se
basa únicamente en el intento de hacer que se descubra la verdad objetiva, el veredicto
del jurado continuará sin justificar jamás la verdad que afirma, y sin dar pruebas de ella.
Tampoco puede atenderse a las convicciones subjetivas de los miembros del jurado
para justificar la decisión tomada; aunque, naturalmente, existe una estrecha conexión
causal entre aquéllas y ésta: conexión que puede representarse por medio de leyes
psicológicas, por lo cual las convicciones mencionadas pueden llamarse los «motivos»
de la decisión. El hecho de que las convicciones no sean justificaciones tiene una gran
relación con el hecho de que el procedimiento que emplea el jurado puede regularse por
medio de reglas diversas (por ejemplo, las de mayoría simple o ponderada): lo cual hace
ver que la relación existente entre las convicciones de los miembros del jurado y el
veredicto puede ser sumamente variada.
Frente a lo que ocurre con el veredicto del jurado, el fallo del juez está «razonado»:
necesita una justificación, y la incluye. El juez trata de justificarlo por medio de otros
enunciados —o de deducirlo lógicamente de ellos— : a saber, los enunciados del
sistema legal, combinados con el veredicto (que desempeña el papel de las condiciones
iniciales) ; y de ahí que sea posible apelar frente a un fallo, apoyándose en razones
lógicas. Por el contrario, sólo cabe apelar frente a la decisión de un jurado poniendo en
tela de juicio si se ha llegado a ella de acuerdo con las reglas de procedimiento

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aceptadas: o sea, desde un punto de vista formal, pero no en cuanto a su contenido. (Es
significativo que a las justificaciones de contenidos de decisiones se les llame «informes
motivados» en lugar de «informes lógicamente justificados».)
La analogía entre este procedimiento y aquél por el que decidimos acerca de
enunciados básicos es muy clara, y sirve para iluminar, por ejemplo, su relatividad y el
modo en que dependen de las cuestiones planteadas por la teoría, Cuando un jurado
conoce acerca de una causa, sin duda alguna sería imposible aplicar la «teoría» si no
existiese primero un veredicto al que se ha llegado por una decisión; mas, por otra parte,
éste se obtiene por un procedimiento que está de acuerdo con una parte del código legal
general (y, por tanto, lo aplica). El caso es enteramente análogo al de los enunciados
básicos: aceptarlos es un modo de aplicar un sistema teórico, y precisamente esta aplica-
ción es la que hace posibles todas las demás aplicaciones del mismo.

La base empírica de la ciencia objetiva, pues, no tiene nada de «absoluta»; la ciencia


no está cimentada sobré roca: por el contrario, podríamos decir que la atrevida
estructura de sus teorías se eleva sobre un terreno pantanoso, es como un edificio
levantado sobre pilotes. Estos se introducen desde arriba en la ciénaga, pero en modo
alguno hasta alcanzar ningún basamento natural o « d a d o » ¿ cuándo interrumpimos
nuestros intentos de introducirlos hasta un estrato más profundo, ello no se debe a que
hayamos topado con terreno firme: paramos simplemente porque nos basta que tengan
firmeza suficiente para soportar la estructura, al menos por el momento.

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