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Lulú el duende, profesor de felicidad

E se día, Martín se levantó con el pie muy-muy-muy izquierdo, como todas las
mañanas por otra parte. Martín estaba siempre de un humor de perros. No era por
no tener una madre sonriente, un papá amable, una hermosa casa y todo lo necesario para ser
feliz.
—Buenos días, cariño —dijo su mamá.
El sol entraba a chorros en el cuarto.
—Grrrr —fue el saludo de Martín.
—Hoy hace muy buen día, puedes ponerte tus bermudas —dijo amablemente su mamá.
—No me gusta el buen tiempo —gruñó Martín—. Cuando hace buen tiempo, ¡hace
demasiado calor!
Su mamá suspiró. ¿Por qué diantre era tan gruñón?
Pero esa mañana algo cambió en la vida de Martín. Al quitarse la chaqueta del pijama,
sintió algo en el bolsillo... Asustado, sacudió la chaqueta.
—¡Ay, ay! ¡Uy, uy! —dijo una minúscula vocecita desde el suelo.
Martín abrió los ojos como platos... Ante él se agitaba el duende más diminuto que la
tierra ha producido en toda su historia. Un pequeño duende que frotaba su minúsculo pie
izquierdo haciendo gestos de dolor.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Martín.
—Eres un mal educado. Al menos podrías preguntarme si me he hecho daño, ¿no? Creo
que me he roto el pie izquierdo.
—¿Y qué? —dijo Martín cruzando los brazos.
El pequeño duende tendió su minúscula mano.
—Lulú el duende —dijo con tono augusto—. Profesor de felicidad, para servirte.
—¿Un profe de felicidad? ¿Y qué más? —preguntó Martín riéndose con sorna—. ¿Por
qué no un profe de dulzura y de cortesía?
—¡Has dado en el clavo! —exclamó Lulú con su diminuta voz—. Debes saber que soy
todo eso a la vez. Enseño amabilidad, cortesía, sonrisas, el deseo de vivir. Y ahora, ¿te
importaría curarme la pierna y llevarme contigo al colegio, por favor?
De mala gana, Martín fue a buscar cartón, una cerilla e hilo de pescar para entablillar la
pierna. Luego metió a Lulú en el bolsillo de su chaqueta pensando: «Quién sabe... Tal vez así
me aburra menos que de costumbre».
Camino del colegio, Lulú el duende asomó su cabecita.
—¡Martín! ¡Quieres hacerme el favor de alzar la cabeza! Tienes la mirada fija en el
suelo... ¡Lo único que ves son las cagarrutas de los peros!
—¿Y qué? —protestó Martín altivamente—. Me da igual lo que haya que ver.
—No me extraña que andes de morros, ¡encerrado en ti mismo como en una prisión! —
suspiró el duende de la felicidad—. ¡Mira a tu alrededor! ¡Fíjate en ese puesto de frutas! ¡Mira
esas fresas! Serían una casa fabulosa. Cuando sea rico, me compraré una fresa tan bonita
como esa, y la convertiré en mi residencia secundaria. Con pequeñas cortinas blancas con
lunares rosas.
«Está completamente chalado», pensó Martín.
Pero el duende no dejaba de lanzar exclamaciones:
—¡Oh, mira! Esa niña... ¡Una verdadera belleza! Se ha escapado de las «Mil y una
noches». Ponle una diadema y se convertirá en una verdadera princesa.
Martín, por primera vez, pensó que Lulú estaba en lo cierto. Mirándola bien, con ojos de
duende, aquella niña parecía salida de un cuento.
—Y qué me dices de eso, ¡qué cosa más extraordinaria! — exclamó Lulú.
—¿Qué? —preguntó ansiosamente Martín levantado la mirada—. ¿De qué hablas, Lulú?
—Pues del señor Merluza, el pescadero —respondió Lulú con su vocecita estridente—.
¡Ahí va en su bicicleta! Fíjate. Va de pesca.
—¿Dónde?
—Al Sena, al Loira, al océano... ¿Qué importa?
—Es verdad —admitió Martín—. No tiene mayor importancia saber adónde. Lo divertido
es imaginarlo pescando.
En el colegio, el asombro de Lulú no conocía límite. La clase de mates le hizo saltar en el
bolsillo.
—¡Cuántos números! ¡Cuántas posibilidades! ¡Cuántos cálculos, hasta el infinito!
La clase de historia le provocó un suspiro de placer.
—Todas esas historias... —murmuró con su minúscula voz de duende—. Esas historias de
reyes, emperadores...
Pero lo que más le gustó fue la clase de geografía.
—¡Todos esos mares! ¡Esos océanos! Todas esas islas, todos esos lugares que no
conocemos y podemos imaginar, solo con mirar un mapa. Los mapas de geografía, ¡qué
maravilla!
¡Tenía razón en todo lo que decía! Martín empezó a pensar que aquel hombrecillo
estaba lleno de verdades, y se interesó por lo que pasaba en el colegio.
—¿Adonde te gustaría viajar, Martín?
—Me gustaría ir a Polinesia —respondió Martín—. El mar es cálido y hay peces de todos
los colores.
Cuando se marchó del colegio, a las cuatro y media, con el duende en su bolsillo, Martín
alzó los ojos. Pensó que, después de todo, la vida estaba llena de sueños y llena de colores.
—Ves —le dijo Lulú—, simplemente hay que cambiar lo que tenemos en la cabeza. Si
piensas: «Me aburro en el colegio», te aburrirás durante años. Pero si te dices: «Me cuentan
bonitas historias sobre lejanos países», es diferente.
El aire olía a frambuesa y Lulú no dejaba de hablar.
—¿Sabes qué? —le dijo Lulú—, si yo tuviese una mamá como la tuya, solo pensaría en
una cosa: en sentir su mejilla contra la mía, en respirar su perfume... ¡Las mamás son tan
cálidas, huelen tan bien! Si te paras a pensarlo, dan tanta felicidad.
Y su voz se hizo más grave:
—Yo tuve una mamá, hace tiempo, mucho tiempo... Y ahora, daría cualquier cosa por
poder oler su perfume. Pero es demasiado tarde.
Martín comprendió que la mamá de Lulú y su desaparición tenían mucho que ver con la
historia de Lulú el duende y su forma de querer ser feliz a cualquier precio.

Esa noche, Martín le dio un beso muy fuerte a su mamá y respiró muy fuerte su aroma.
Su mamá lo estrechó entre sus brazos aún con más fuerza.
—Me parece que te sientes mucho mejor, Martín, y me alegro mucho.
—¡Normal! —se rio Martín—. Tengo a un pequeño genio a mi lado. Un duendecillo que
me enseña felicidad.
Su mamá se rió y le dio las buenas noches.
Al día siguiente, nada más abrir los ojos, Martín metió la mano en su bolsillo buscando a
Lulú. Nada de nada. Sacudió la chaqueta esperando oír las protestas del duende, igual que la
víspera. Pero lo que cayó fue un diminuto pedazo de papel blanco, que desdobló.
«Mi pie izquierdo ya está bien —había escrito Lulú—, me marcho. Espero que el tuyo
también esté mejor. Te deseo una vida muy hermosa, llena de pequeñas alegrías.»
Martín se contuvo para no llorar. La verdad era que no estaba ni triste ni furioso. Se dijo,
simplemente: «Qué suerte he tenido de conocerlo. Es el mejor profesor de felicidad que nunca
he tenido».

Así fue como su vida cambió por completo. Cuando se hizo mayor, Martín se casó con
una princesa de las «Mil y una noches». Viajó a lugares lejanos, mucho tiempo. Descubrió
regiones desconocidas, que solo había visto en los mapas de geografía, como la Polinesia. Y
eso siempre le llenaba de una felicidad increíble.
A veces, en un oasis, frente a una duna de arena, o un banco de pececitos multicolores
que huían hacia los sueños, pensaba en Lulú el duende. Pero en realidad, sabía muy bien que,
en alguna parte, en su fresa gigantesca o en el desierto de Arabia, Lulú lo miraba con esa
perspicaz mirada de filósofo y murmuraba: «¡Bravo, Martín! Estoy orgulloso de ti. Tu pie
izquierdo está mucho mejor».

Sophie Carquain
Pequeñas historias para hacerse mayor
Madrid, Editorial Edaf, 2006

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