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ARTE

Julio Caro Baroja


ARTE VISORIA
y otras lucubraciones pictóricas

Ensayo

El Uicgallo
1.a edición: noviembre 1990

© Julio Caro Baroja, 1990

Diseño de la colección y de la cubierta: MBM


Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona,
y El Urogallo, Carretas, 12 - 28012 Madrid
ISBN: 84-7223-189-5
Depósito legal: B. 37.974-1990
Fotocomposición: Foinsa - Gran Vía, 569 - 08011 Barcelona
Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa
Libergraf, S.A. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona
Impreso en España
JULIO CARO BAROJA

Nació en 1914 en Madrid, donde, tras


doctorarse en filosofía y letras, ense¬
ñó historia antigua y dialectología. Di¬
rige después el Museo del Pueblo Es¬
pañol y más tarde imparte cursos en
distintas universidades e instituciones
españolas, europeas y norteamerica¬
nas. Insigne a la vez que fecundo an¬
tropólogo, historiador y etnólogo, sus
aportaciones en todos los campos en
que ha investigado constituyen un va¬
lioso material para estudiosos e inte¬
resados. Cabe destacar, entre sus mu¬
chas obras, Los pueblos de España,
El laberinto vasco, Las brujas y su
mundo y Las formas complejas de la
vida religiosa, aunque se dio a cono¬
cer al gran público con sus memorias
familiares, Los Baroja. Miembro de la
Academia vasca y de las reales aca¬
demias de Historia y de la Lengua,
en 1985 recibió el Premio Nacional de
las Letras Españolas. En esta misma
colección, publicamos en 1989 Pala¬
bra, sombra equívoca (Ensayo 5), un
conjunto de reflexiones sobre distin¬
ciones léxicas y semánticas de pala¬
bras claves para la comprensión de
la cultura de Occidente.

Indice

Palabras preliminares . 11

Primera parte

Arte visoria . 17
Una visión cristiana tradicional de Tierra Santa ... 81
Visiones estéticas, políticas y antropológicas . 86

Segunda parte

El paisaje y sus tramas . 103


El paisaje, género pictórico y fuente de conocimiento
de la Arquitectura popular . 111
Sobre el paisaje romántico español . 138
Sobre casas y pueblos . 168

Tercera parte

Sobre Arte primitivo y Arte popular . 187


Arte y quehacer diario . 210
Sobre Goya y la teoría de la caricatura. 235
Costumbrismo no tan «nai'f»: Manolo Blasco . 251

Sumario 275
A Ignacio Iraizoz,
que en la vejez
me apoya con su amistad
Palabras preliminares

Van reunidos en este volumen una serie de es¬


tudios con cierta unidad, pero agrupados en tres
partes, a causa de su especial contenido. La pri¬
mera se halla constituida por un trabajo de mayor
tamaño, llamado «Arte visoria», de tipo muy teó¬
rico, al que siguen otros dos, a modo de comple¬
mento o ilustración. En segundo lugar, se agrupan
cuatro artículos acerca del paisaje y sus tra¬
mas, y el paisaje y la arquitectura, que guardan
mayor relación entre sí y otros más independien¬
tes sobre el paisaje romántico español y sobre
casas y pueblos. En realidad, los primeros debían
haber ido unidos a otro ya impreso y aun reim¬
preso, «La interpretación histórico-cultural del pai¬
saje»,* que asimismo podría servir de nexo con
los estudios de la primera tanda. Pero el proceso
de selección no permite siempre dar unidad ab¬
soluta a lo que se publica y así es posible que
aún vuelva sobre temas viejos, en forma de «va¬
riaciones».
La tercera parte la constituyen escritos de ín-

* Se publicó en la Revista de Dialectología y Tradiciones Po¬


pulares, XXXVII (1982), págs. 3-55, y luego en Paisajes y ciuda¬
des (Madrid, 1984), págs. 13-62.

11
dolé más variada, en parte publicados y en parte
inéditos. No tienen más unidad que la de que se
tratan de asuntos artísticos, plásticos, desde un
punto de vista que no es el de los historiadores y
críticos de arte en general sino el de un etnógrafo
modesto. Creo que el de menos originalidad es el
referente al Arte primitivo y el Arte popular. El
que sigue, «Arte y quehacer diario», la tiene
mayor, o por lo menos es más personal. Arranca
de raíces varias y profundas. Por un lado de una
pasión infantil por los nacimientos, que me con¬
dujo, en fin, al estudio de la vida popular. De otro
mi atracción y simpatía hacia el pueblo de Nápo-
les, que tanto desenvolvió esta actividad. En fin,
como complemento, una lectura de Goethe.
En una obra en que se publicaron ciertos gra¬
bados atribuidos a Goya y sin entrar en el valor
de éstos, salió el estudio acerca de la caricatura
que va después, y también hace tiempo se publi¬
có el relativo al costumbrismo en la pintura de un
querido amigo, Manolo Blasco, enamorado de
su ciudad natal: la Málaga de comienzos de este
siglo.
Son, pues, varios y muy distintos temas los
que aquí se tocan, tomando al Arte como un
órgano de conocimiento tan importante como la
Ciencia, porque nos ilumina de modo fabuloso
el mundo de las ideas, creencias y costumbres de
los hombres.
Para el artista hay tiempos de construcción de
formas y tiempos de destrucción: siempre se en¬
cuentra metido en la empresa trágica de destruir
para construir y de construir para destruir. El que

12
contempla las obras de arte (que no es crítico en¬
rolado) observa. Observa a veces cosas que acaso
ni al artista mismo ni al crítico les interesan de¬
masiado, o que incluso desprecian. Hoy más que
nunca, cuando se ha querido colocar una especie
de telón de acero entre el que se llama Arte figu¬
rativo y el llamado Arte abstracto.
De esto se trata en uno de los escritos que
aquí se reimprimen, que entraba con otros textos
introductorios en el volumen Naturalezas españo¬
las (1940-1987), publicado por el Ministerio de
Cultura el año de 1987.

J.C.B.

13
Primera parte
Arte visoria*

Simmel escribió un estudio acerca de la So¬


ciología de los sentidos,1** en el que analizaba al¬
gunos de sus efectos (sobre todo los de la vista y
el olfato) en las relaciones humanas. La nueva lec¬
tura de este escrito sutil me ha hecho pensar que
también podría realizarse un intento de análisis
del distinto papel del ojo del hombre en diferen¬
tes coyunturas históricas a lo largo del tiempo y
en un mismo espacio. Estudiar la Historia en fun¬
ción de un sentido. Sobre hechos conocidos desde
hace mucho por toda clase de eruditos, cabría
efectuar así un «corte» o «sección», estilo simme-
liano, para hacer ver cómo, en un mismo medio
o ámbito, el ojo del hombre, o, mejor dicho, los
ojos de los hombres formando grupo, han percibi¬
do rasgos o elementos con significación muy distin¬
ta entre sí, en épocas diferentes, según intereses
distintos y lo que podremos llamar sin metáfora
«puntos de vista» varios. La idea de lo que es
el «punto de vista» se ha amplificado y a veces
se ha alterado tanto que, siguiendo malas traduc-

* De la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XLII


(1987), págs. 7-46.
** Las notas relativas a cada uno de los ensayos se hallan
reunidas al final de los mismos.

17
ciones, se dice aún no «desde» sino «bajo el
punto de vista». Un bajo desde el que no se
puede ver nada. Pero el ojo, órgano fundamen¬
tal de percepción en el hombre, como lo es en
cualquier animal superior, se carga de notas va¬
rias, según el ámbito social en que vive su po¬
seedor y según la cultura que tiene la sociedad
en que nace éste. El ojo abre y cierra horizontes
y cielos de acción y no es sólo un órgano físico
individual, sino también, o más bien, un órgano
con significado social o colectivo. Esto produce
superioridad de visión en casos, inferioridad en
otros. Porque tan ojo es el del leñador o carbo¬
nero que vive o vivió y muere o murió en un ám¬
bito cerrado, no destacando en él con la vista
casi nada más que árboles que cortar o con
los que hacer carbón, como el de Leonardo da
Vinci, que además de ver una infinidad de cosas
y detalles existentes que no veían otros hombres
de su tiempo, podía ver también máquinas y
artilugios complicados, que sólo tomaron forma
real después de su muerte, pero que él ya dibujó
dándoles forma visual.
Privilegio único, sin duda.
El sociólogo formal, como Simmel, podía dis¬
currir acerca de los efectos de la visión, y hasta
del modo de mirar, sobre las relaciones sociales.
El historiador y el etnólogo lo pueden hacer,
considerando también visiones muy concretas del
mundo exterior en el espacio y en el tiempo. Y
este ejercicio, en apariencia intrascendente y con
poca aplicación, puede llegar a servir para plan¬
tearse una serie de temas de alcance general. Tam-

18
bién para construir un «método de trabajo» o un
arte que consistiría en ver con nuestros propios
ojos lo que vieron con los suyos distintos hom¬
bres del pasado en determinadas y justas circuns¬
tancias.
Porque sobre un órgano que es igual a sí
mismo siempre es claro que actúa un principio
de relativismo cultural impresionante. Dejemos,
pues, ahora a un lado las que podríamos llamar
visiones directas o intuitivas, en las que el ojo per¬
cibe un todo, y procuremos analizar visiones que
son complejas y en gran parte colectivas.
Podemos pretender obtener, en principio, la
idea de un ámbito natural.
Esto sería, poco más o menos, lo que nos pro¬
curan hacer ver los mapas físicos de cualquier te¬
rritorio. También lo que destacaron geógrafos de
generaciones anteriores a las actuales, con cier¬
tos dibujos de paisajes a los que los ingleses lla¬
maban Landscape drawings, que, en esencia, se
hacían del natural o de campo (Field sketching).
Este tipo de trabajo parece que ha vuelto a tener
cierta boga en tiempos cercanos y desde luego de
él derivan otros usos científicos del dibujo en Geo¬
grafía.2
Pero ahora no se trata de su aplicación con¬
creta a las ciencias físico-naturales, sino, en pri¬
mer lugar, de su interpretación histórica material:
objeto del primer trabajo de una serie y acaso el
más teórico de todos.
En segundo lugar se ha de estudiar lo que re¬
presentan las interpretaciones históricas de carác¬
ter sobrenatural y estético. Es decir, lo que el

19
hombre ve, además de lo material. En un segun¬
do trabajo se da un ejemplo de semejante visión
referida a un país concreto.
Pero los hombres tenemos, además, visiones
de nosotros mismos o de otros que son de muy
distinta calidad: unas magnificadas, otras reba¬
jadas intencionadamente. De un modo menos sis¬
temático se tratará de ellas en otros trabajos.
Acaso parecerá un poco pretencioso haber llamado
a este pequeño conjunto «Arte visoria», título de
suyo enigmático, pero que el autor prefiere a otros
más ajustados a usos modernos, y con pretensio¬
nes de científicos.

La visión desde los puntos de vista histórico


y etnográfico

Con frecuencia resulta peligroso reducir a lí¬


neas generales y abstractas una masa de hechos
concretos. Pero la verdad es que si éste y otros
peligros no se arrostraran, la tarea de inquirir o
investigar sería insignificante y monótona. Hace
muchos años inicié una averiguación histórica
sobre un territorio peninsular que me es particu¬
larmente querido a causa de razones múltiples:
la mayor de las cuales será la de que una parte

20
considerable de mis antepasados nacieron, crecie¬
ron y murieron en él. Me refiero a Alava.
El resultado de estas investigaciones ha teni¬
do suerte desgraciada. Pero no es cuestión de dar
detalles ahora sobre su mala fortuna. Lo que sí
quiero indicar es que volviéndolas a examinar en
la coyuntura adversa se me ocurrió que podían
ser objeto de una presentación abstracta. Es decir,
generalizada y sin referencia a los datos concretos
sobre los que se basaban. Empecé, pues, la tarea,
ilustrando lo que iba escribiendo con dibujos tam¬
bién abstractos, no en el sentido del Arte moderno
llamado así, sino en el de lo que es abstraer,
considerando calidades de objetos en forma esen¬
cial. Dejé así el país y seguí un sistema entero
para tratar de cosas vistas, de cosas denominadas
en un espacio a través del tiempo, sin referirme
a ellas concretamente. Lo que salía de este mé¬
todo era algo que me parecía inteligible, claro
y generalizado o generalizable si se quiere. Se re¬
fería a visiones distintas que los hombres han te¬
nido de un mismo objeto, desde varios puntos de
vista y a través de siglos. No se trataba de real¬
zar un solo efecto visual, claro es. Tampoco se
trataba de dar visiones místicas ni esperpénticas,
sino de cosas reales. De representarse también lo
que colectivamente han significado para hombres
del pasado y lo que en la sucesión de los tiempos
han dejado de significar.
Desde este punto de vista percibía que hay
unos ciclos de visión que están condicionados
por la cultura en todas sus expresiones. Lo que
fue significativo para el hombre de un tiempo y

21
en un sentido deja de serlo para el hombre de
otro. Alguna huella queda, sin embargo, de la sig¬
nificación limitada en su tiempo y su espacio.
Desde un punto de vista distinto podemos hacer
nuestra la idea de San Pablo: Praeterit enim figu¬
ra hujus mundi.3 Sí: aquí estamos ante distin¬
tas figuras o esquemas que han pasado. Pero el
oxñpia es también una manera de ser exterior e
incluso una actitud.
El órgano que ve es uno, igual a sí mismo
siempre, desde el punto de vista anatómico y fi¬
siológico. Lo que ve es también lo mismo o pare¬
cido desde un punto de vista fisiográfico general.
Pero el que ve cambia en muchos aspectos: hasta
en el lenguaje. Su actitud modela el paisaje y éste
se somete a la Historia.4
La figura del mundo se mueve. Hoy día acaso
con una velocidad que da motivo a cavilaciones
profundas de mentes potentes. Vivimos en l’áge
de la vitesse,5 en efecto. Pero esta misma veloci¬
dad trae embotellamientos, obstrucciones: una
veloz acumulación de cosas hechas por el hom¬
bre que llegan a destruir la Naturaleza, como se
ve no sólo en los grandes núcleos urbanos del
mundo, sino también en tierras menos pobladas,
pero en las que pequeñas fábricas, pequeños ám¬
bitos suburbanos, hechos con precipitación y de¬
sorden, para ganar dinero rápidamente, pequeñas
vías y caminos, han destrozado el medio natural,
que también era pequeño y débil. Esto se percibe
claro cerca del país que me sirve de clave y en él
mismo.

22
II

Algo se dirá al final del presente ensayo acer¬


ca de los efectos de esta velocidad tan inconscien¬
temente cantada por algunos poetas de comienzo
de siglo, cuando sólo algún privilegiado deportis¬
ta tenía automóvil. Ahora vamos a adoptar la vi¬
sión de hombres de otros tiempos, que no esta¬
ban sometidos a esta fiebre moderna.
Tomamos, pues, el ejemplo no imaginario sino
abstracto (fig. 1), de un territorio con sus lími¬
tes actuales, sus montes, sus ríos, sus pueblos y

1. Ejemplo abstracto de un territorio con


sus límites actuales

23
ciudades. Este territorio linda al norte con otro
que a su vez tiene un flanco septentrional costero.
Al sur, con un gran río. Trazando sobre el mapa
del mismo una serie de líneas podemos obtener
varios perfiles o cortes orográficos (A-B, C-D,
E-F, G-H, I-J) y también uno que marca divi¬
soria de aguas (figs. 2 y 3, G-H). Podemos incluso
dibujar un diagrama del relieve y la hidrografía
que aclare más vuestra visión, como aparece en
la figura 4.
Aparentemente lo que nos dan los esquemas
dibujados es una imagen con «fronteras natura¬
les» bastante bien señaladas y «explicables». Nues¬
tro ojo cree comprender la razón del orden de los
territorios, sus divisiones, etc.
Pero he aquí que si realizamos un trabajo eru¬
dito para saber cómo estaba constituido en los
tiempos en que se reunió la primera documenta¬
ción escrita sobre el mismo territorio nos encon-

2. Mapas con cortes orográficos y divisoria de aguas

24
tramos: 1) Con unas fronteras que no correspon¬
den a las actuales. 2) Con que la divisoria de
aguas no separa a un territorio de otro. 3) Con
que los ríos marcan más las divisiones que los
montes. 4) Con que no existen ni la capital del
territorio más modernamente limitado ni otras po¬
blaciones importantes hoy. 5) Con que acaso sí
hay memoria antigua de aldeas existentes hoy. La
proyección al mapa de estos hechos puede dar un

3. Mapas con cortes orográficos y divisoria de aguas

4. Diagrama de relieve e hidrografía

25
esquema como el de la figura 5. Los nombres de
los dos países demarcados bien desde cierta fecha
no se conocen antes, y en cambio se sabe que el
territorio indicado en la misma figura 5 lo ocupa¬
ba un «pueblo» o grupo étnico.
Desde el punto de vista que ahora interesa,
esto quiere decir que, en primer término, los hom¬
bres que constituían ese pueblo o grupo étnico.

5. Ejemplo de territorio: el anatural» ocupado por una etnia


(línea continua), y el territorio actual (línea discontinua)

26
que podemos afirmar que vivía hace unos dos mil
años, no solamente tenían una concepción de su
horizonte vital distinta a la de los de hoy, sino
que también ésta difería de la de generaciones
de hombres algo posteriores y desde luego de la de
sus descendientes de hace mil años.
Para los antiguos, en primer término, la divi¬
soria de aguas no es un límite esencial en su ho¬
rizonte. Lo que hoy puede expresarse por medio
de la figura 6 en punto a límites en relación con
ellos se expresaría por la figura 7. Hay que tener
en cuenta que es hoy cuando se hace más énfa¬
sis en el cambio del medio ambiente, porque, en

6. Un río puede marcar hoy límites

7. Para los antiguos la división de aguas no es un límite


esencial en su lenguaje

27
cualquier caso (antes y ahora), hay una diferen¬
cia sensible entre la parte septentrional y la me¬
ridional del país, que se toma como ejemplo, que,
repito, no es imaginario. Pero la imagen del
mundo circundante varía, porque el hombre en él
ve cosas con un realce distinto. Los pueblos anti¬
guos que se extendían sobre un territorio de mon¬
tañas y llanuras, no muy grandes, veían en la
montaña la defensa y en el llano la ofensa. El
grupo podía considerar que, en el mismo llano,
un río era adecuada frontera. Los pueblos que
se enfrentaron con éstos, que vivían en régimen
gentilicio de pequeñas aldeas y unidades familia¬
res, con una economía más desarrollada, al ven¬
cerlos, les hacen bajar a los llanos, habitarlos y
explotarlos. Fomentan la circulación general y la
urbanización. En otras palabras, intepretan el
mismo paisaje con otros ojos, de forma que el
hecho, en esquema, se puede ilustrar por las fi¬
guras 8 y 9. La 8 representa cómo veía el hombre
del grupo antiguo su propio medio, y la 9 cómo
veía este medio, nuevo para él, el conquistador
primero, el colonizador después. La nueva inter¬
pretación va unida a intereses que se relacionan
asimismo con una visión del espacio mucho más
amplia y generalizada.
El ámbito de la vieja comunidad gentilicia
queda atravesado por una gran calzada que desde
tierras o ciudades lejanas va a otras que también
lo están y la calzada se une con una segunda, que
corresponde a un trazado con designio distinto,
acaso más antiguo. A lo largo de ellas se crean
núcleos de población mayores o menores (estacio-

28
8. Visión que tiene el hombre antiguo de su propio medio

9. Visión que tiene el conquistador o colonizador de ese


mismo medio ya conquistado

10. Núcleos de población atravesados por calzadas: la central


cruza el ámbito de la vieja comunidad, la calzada inferior
corresponde a un trayecto con designio distinto

29
nes en el sentido etimológico de la palabra), y en
un ámbito no lejano a las vías, fundos y villas
(fig. 10). Todo esto supone una ordenación del es¬
pacio que exige la aplicación de principios geo¬
métricos, e incluso el uso de aparatos que ordenan
la visión, como los que utilizaban los agrimenso¬
res y gromatici, que medían y regulaban el tamaño
de las tierras, las formas de las poblaciones, las
distancias. Es sabido que en muchos casos se
han encontrado huellas de esta ordenación en la
misma forma de las tierras explotadas, la distan¬
cia entre cierto tipo de poblaciones, el tamaño de
los términos municipales, etc.

III

Pero lo visto por los ojos de los hombres que


llevan a cabo ordenaciones semejantes hace tam¬
bién que, aparte de manejar los elementos mate¬
riales con novedad, obtuvieran una visión del
mundo circundante en función de otras ideas, que
se relacionan con los ojos siempre, pero que, sin
embargo, no se expresan tan claramente por hue¬
llas arqueológicas y textuales. Con la máxima
frecuencia estas ideas quedan reflejadas en nom¬
bres: es decir, quedan dentro del estudio de la
toponimia y el aclararlas e ilustrarlas supone es¬
fuerzos de erudición bastante intensos, que se
suelen someter a reglas y principios. Supongamos
que escogemos ahora como objeto de averigua¬
ciones particulares la parte del ámbito que en el
esquema de la figura 4 queda en el ángulo inferior

30
derecho. Es un territorio con tres partes llanas,
de norte a sur, separadas por dos sistemas de
cadenas montañosas, con su régimen fluvial. Más
húmeda la parte del norte, sensiblemente más seca
y cálida la meridional. Pero en la zona montaño¬
sa del este hay grandes masas arbóreas y al cen¬
tro, en las dos cadenas de montes, alturas más
distinguibles (fig. 11). Todo esto ha tenido su in-

11. Territorio con tres partes llanas, divididas por dos sis¬
temas de cadenas montañosas, más húmedas las del norte, y más
seca la meridional. La zona montañosa del este, con grandes mar¬
cas arbóreas (signos punteados). En la época colonizadora este
paisaje ha tenido una interpretación práctica y al mismo tiempo
religiosa

31
terpretación práctica o pragmática en la época co¬
lonizadora y en los sentidos más estrictos de las
palabras. Pero también ha sido objeto de una in¬
terpretación religiosa simultáneamente, lo cual se
puede comprobar utilizando inscripciones y docu¬
mentos antiguos, los nombres de los lugares y las
leyendas que hasta hace poco han podido reco¬
gerse, localizadas aquí y allá. Este conjunto de
datos no constituye ahora un todo sistemático u
organizado. No son más que fragmentos al servi¬
cio del investigador.
Pero mediante ellos se puede reconstruir una
visión religiosa organizada, o estructurada, del
hombre de aquellas épocas. No se trata de lo que
vio objetivamente, sino de lo que vio con arreglo
a un sistema de creencias. Porque he aquí, por
ejemplo, que una inscripción romana diviniza el
mismo nombre que tiene uno de los montes más
altos o perceptibles del territorio, que otra nos da
cuenta de que en cierta angostura fluvial se dio
culto a unas ninfas salutíferas, que una tercera
nos habla de divinidades con carácter más enig¬
mático o con nombres difíciles de interpretar. Así
pues, el paisaje ha estado animado, poblado po¬
dríamos decir, por númenes de los que las gene¬
raciones actuales no conservan memoria. Pero he
aquí que si de ellos no la hay, sí existe de otros
que se creía a la par que existían, como lo de¬
muestran ciertos nombres y leyendas vinculadas
a un riachuelo, un grupo de rocas o una parte del
bosque (fig. 12, ABC, abe).
Esto es importante de observar, como también
lo son muchos nombres que se conservan sin que

32
la gente pueda decir qué significan o que expli¬
can a la luz de etimologías populares que entien¬
den, pero que distan mucho de ser verdaderas.
El problema es todavía más difícil de estudiar
si en el país se han hablado varias lenguas suce¬
sivamente.
Pero sigamos ahora estudiando del modo más
objetivo que podamos otras funciones de la visión
desde el punto de vista histórico.
Funciones que, en primer término, podemos
decir que son de ((construcción» y de «destrucción»
alternativamente.

12. Lugares con topónimos de divinidades. A) Monte que lleva


el nombre de un dios. B) Angostura del río donde se dio culto
a ninfas salutíferas. C) Lugar con toponimia de divinidad más
difícil de interpretar. Las letras a), b) y c) corresponden a
espacios concretos o topónimos menores, riachuelo (a), rocas (b),
bosques (c), que aún conservan la memoria de númenes

33
IV

Porque, en efecto, no sólo se construyen redes


viarias y calzadas, no sólo se asientan villas con
explotaciones agrícolas de distinto tamaño, sino
que se construyen campamentos que, en sí, son
verdaderas urbanizaciones con un trazado geomé¬
trico, rectilineal, que puede tener sus anteceden¬
tes incluso en la Edad del Bronce europea, pero
que sigue principios muy conocidos, aunque de
desarrollo variable. Las plantas más comunes son
las cuadrangulares (fig. 13), que se llenan, con
mayor o menor suntuosidad, de edificios públicos
y privados; templos, baños, foros, etc. Pero este
proceso de construcción, que dura un par de siglos
o tres en todo su esplendor, luego empieza a de¬
caer, los hombres no se sienten tan seguros, los
caminos se hacen peligrosos y hay que estrechar
las plantas de los asentamientos y fortificarlos
más.
Habrá todavía una fase peor. Aparecen pue¬
blos invasores, los horizontes enemigos se hacen
variables y la circulación general de comercian¬
tes, soldados, etc., cesa. El habitante del territo¬
rio se encierra en el y puede decirse que hay algo
parecido a una regresión al estado anterior al de
la conquista, colonización y urbanizaciones siste¬
máticas. El uso de los nombres generales de los
antiguos pueblos puede seguir siendo familiar
hasta bastante avanzado este período. Muchos de
los antiguos fundos y villas sobreviven. Pero al¬
gunas poblaciones grandes quedan arrasadas y
otras en poder de extraños.

34
Es así como, una vez más, los ojos de los
hombres ven el mundo circundante cargado de
distintos elementos significativos, mientras que
gran parte de los creados en los siglos anteriores
dejan de poseer vigencia. Comparemos la figura 10

13. Los asentamientos necesitan, en un determinado momento y


por razones de defensa, estrecharse y asegurarse con fortifica¬
ciones

35
con la figura 14. Son la misma. Pero la signifi¬
cación de las grandes vías se ha perdido en las
líneas generales. También la de la antigua división
gentilicia. Se empieza a marcar más la de la divi¬
soria (fig. 6). Gran parte de las antiguas villas y
fundos son puntos negros: despoblados o «mor-
tueros». Otros pueden continuar o surgir algunos
nuevos. También ha desaparecido alguna pobla¬
ción mayor con significado militar y económico
de cierta importancia en la época anterior. Se va
constituyendo un concepto diferente de la territo¬
rialidad, frente a los más antiguos de la gentilidad

14. La significación de las grandes vías se pierde, también se


desdibuja la antigua división gentilicia y se marca más, en cam¬
bio, la línea divisoria (compárese con las figs. 6 y 10)

36
y de la colonización. Surgen así nombres también
nuevos de territorios concretos. Pero he aquí que
más tarde se dan nuevos ataques y amenazas. El
eje meridional de la tierra que nos interesa, el
gran río, sirve de orientador a una masa conquis¬
tadora, que viene del sur y que ocupa sus orillas,
estableciendo en torno a ellas ciudades y fortale¬
zas u ocupando las antiguas, las fundadas antes.
He aquí también que para el antiguo poblador
se crean unos nuevos horizontes enemigos, fuer¬
tes y visibles, que hay una frontera peligrosa en
el sistema montañoso del sur. Para el conquista¬
dor de esta zona meridional existe la misma razón
de tensión.
El nuevo sistema puede ser de consecuencias
grandes para el futuro, tanto desde el punto de
vista lingüístico como del cultural. El resultado
primero es que, considerando siempre puntos de
mira, de vista, de guardia, ojo avizor, se crean
a los dos lados de semejante frontera una, dos o
más líneas de fortificaciones, que con frecuencia
llevan nombres que se refieren a su función de
defensa, de vigilancia, de observación. Es el ojo
del guerrero, y del guerrero con un equipo y una
técnica determinada a su servicio, el que, en rea¬
lidad, crea este sistema (fig. 15, página siguiente),
que también tiene su tiempo u hora de destrucción.
Pero antes de tratar de ese momento hay que
referirse a ciertos hechos a que da lugar el siste¬
ma en sí y que también tienen que relacionarse
con una visión particular del hombre en aquella
circunstancia. Cada castillo o fortaleza es un
punto de dominio. El que ejerce el mando, un do¬


minator. Y el dominio se procura hacer heredita¬
rio, por vía de linaje masculino. Ahora bien, si
tomamos como ejemplo la parte de la derecha de
la sección A-B de la figura 2 podemos establecer
que, dejando a un lado la existencia de fronteras
en los montes, según va indicado, los castillos y
fortalezas tienen también sus sectores de domi¬
nio interior, de suerte que se van estableciendo
divisiones del poder con un nuevo orden y sentido
espacial (fig. 16).
Se rompió el viejo principio de «gentilidad»,
pero se desarrolla el de «linaje dominante», de

15. La parte superior corresponde a la fundación primitiva,


antiguamente colonizada y limitada, estableciendo en los lími¬
tes fortalezas y ciudades. La inferior corresponde a una nueva
colonización con sus asentamientos. A ambos lados, y aparte de
las fronteras geográficas, se crean las fronteras desde el punto
de vista del guerrero. El río sirve de orientación a la masa con¬
quistadora

38
suerte que se llegan a establecer sobre el terri¬
torio encastillado sectores de dominio que se ajus¬
tan a los sectores de orientación que dan los
cuatro puntos cardinales, tal como puede verse en
la figura 17.

16. Dejando a un lado la existencia de fronteras en montes,


castillos y fortalezas tienen también sus sectores de dominio
interior, estableciéndose un nuevo orden y sentido espacial

17. Roto ya el principio de «gentilidad», se desarrolla el de


«linaje dominante», estableciéndose, sobre el territorio encasti¬
llado, sectores de dominio que se ajustan a los sectores de orien¬
tación, según los cuatro puntos cardinales

39
V

Estos hechos se refieren a la vida social y eco¬


nómica y están condicionados por una visión del
mundo circundante, en la que domina el espíritu
de lucha. Si el concepto de «la lucha por la vida»
tiene un sentido trágico es en el caso de la vida
de los hombres enfrentados, encontrados entre sí
generación tras generación con el horizonte ene¬
migo que está siempre cerca. Son estos tiempos
de destrucción en los que los hombres parece que
no ven más que cosas que deshacer, para susti¬
tuirlas de modo violento por otras. En el mundo
de lo sobrenatural, o de lo religioso en términos
generales, parece que ocurre algo semejante. Hay
épocas en que se procura destruir una fe antigua
para sustituirla por una nueva, y durante ellas
también los objetos que simbolizan o más que
simbolizan aquella fe antigua se procuran destruir.
En esta tarea también los ojos de los hombres
actúan de modo decisivo. Porque los hombres
destruyen objetos con formas claras, tales como
templos, aras, imágenes, árboles sagrados, etc.,
de una manera sistemática, con la idea, también
visual, de borrar su recuerdo. A este proceso de
destrucción va unido otro de sustitución de formas
y de adaptación en algún caso de las antiguas.
A veces los mismos templos paganos se con¬
vierten en iglesias (o las iglesias en mezquitas y
si llega el turno las mezquitas en iglesias). A veces
con los materiales antiguos se hace un templo
nuevo. En otras ocasiones hay sustituciones de
nombres: los de los númenes y dioses por los

40
de los santos, por ejemplo. A cada elemento na¬
tural se le procura dar una interpretación a la luz
de la nueva fe, y el mismo objeto que ve el hom¬
bre con ojos iguales o parecidos a los de sus an¬
tepasados, lo ve bajo signo diferente. He aquí,
otra vez, el «corte de paisaje» de la figura 12. Los
elementos son iguales en la figura 18. ¡Pero qué
distinta la interpretación religiosa! La altura má¬
xima (I) puede tener un santuario dedicado al
Espíritu Santo, al Salvador o a un santo de las
alturas (protector de pastores y guerreros). Las
cuevas junto a las que nace un arroyo (II) han
servido de refugio a anacoretas que han dejado

18. I(a): El nombre del numen se ha sustituido por el del


Espíritu Santo o por el de un santo de alturas (San Miguel).
— II-I11: La zona del arroyo junto a la roca con nombre de ninfa
sirvió luego de refugio a un anacoreta, pero la gente sigue cre¬
yendo que en esos lugares habitan aún divinidades antiguas con
forma perceptible. — IV: En la tierra llana la geografía se ha
plagado de templos a Santa María y a los santos

41
también fama de santidad y cuyos nombres se
conservan referidos a ellas. Algún accidente roco¬
so se relaciona con el paso de otro santo, con aire
de héroe civilizador (III), y por la tierra llana se
multiplican las aldeas con nombres de otros san¬
tos y por doquier hay templos dedicados a Santa
María (IV). El mundo evangélico, el mundo de los
mártires, etc., se acerca, porque corren leyendas
acerca de su paso por la propia tierra. Pero en
este ámbito la destrucción de los recuerdos del pa¬
sado no puede ser absoluta y así la gente puede
seguir creyendo que en las alturas, en los bosques
y en las aguas siguen viviendo ciertos númenes
con forma perceptible a ojos humanos (a), (b),
(c). Otro hecho general que se da es el de inter¬
pretar el paisaje en función de ideas del Bien y
del Mal, de suerte que el «Diablo» ejerce un papel
constante en la interpretación del mismo, así como
sus seguidores. Hay puentes que se dicen hechos
por él, dólmenes que se creen viviendas de bru¬
jas, lugares donde éstas se reúnen.

VI

Este proceso de sacralización se realiza a lo


largo de muchos siglos y por el impulso de una
iglesia fuertemente organizada siempre. Tan fuerte
que, incluso después de la caída del Imperio ro¬
mano, y de la desaparición de municipios como
tales y de la destrucción de infinidad de institucio¬
nes, queda una expresión física, material, percepti¬
ble de lo que podría llamarse el Antiguo Régimen

42
(en un sentido relativista de la denominación),
en ciertas comunidades urbanas que perviven, a
la cabeza de las cuales hay una autoridad ecle¬
siástica. A las comunidades que la obtienen en
el occidente de Europa se les llama ciudades
catedralicias o «episcopales» y poseen sus dióce¬
sis correspondientes. Son capitales de territorios
que se ordenan desde muchos puntos de vista, te¬
niendo en cuenta categorías eclesiásticas tales
como arzobispados, obispados, archidiaconatos,
arciprestazgos y parroquias. Esto supone otra or¬
denación visual de los mismos territorios y ám¬
bitos así constituidos, que no siempre coincide
con las ordenaciones políticas que, en general, son
más variables. Pero las «ciudades catedralicias»
también están sujetas a crisis, desplazamientos
y desapariciones, a reajustes, discusión de lí¬
mites y jurisdicciones. En todo caso, la ciudad
episcopal o capital eclesiástica como tal tiene un
significado histórico de primera fuerza para com¬
prender la Historia de cualquier país, sus comu¬
nicaciones y relaciones. También otros muchos
hechos culturales en que siempre los objetos visi¬
bles (catedrales, iglesias, santuarios) desempeñan
un gran papel.
Pero hay otros elementos de la vida religiosa
que tienen papel también decisivo en la orde¬
nación de los países antiguos de Occidente: los
monasterios. Algunos de éstos, por razones especí¬
ficas, alcanzan más importancia que otros. Prote¬
gidos por reyes y magnates, amparados por la
veneración a su fundador o patrón santo, famoso
hasta en comarcas bastante lejanas a ellos, los

43
monasterios van extendiendo su poder espiritual,
social y económico, de suerte que a lo largo de
los siglos acumulan grandes riquezas y sus pro¬
piedades se extienden hasta muy lejos. Este poder
físico exige archivación, ordenación, catalogación
de documentos, y los documentos nos dan otras
visiones muy concretas, no sólo de la sociedad,
sino también del mundo físico, del ámbito sobre
el que el monasterio ejerce su poder: indican qué
pueblos tienen contraídos compromisos con él,
qué iglesias y pueblos son fundación del mismo
o de su propiedad total o parcial, qué produccio¬
nes tienen las tierras que explotan, cómo se
agrupan los pueblos en alfoces o distritos. Den¬
tro del país imaginado sobre la realidad que es¬
tamos estudiando, un documento de cartulario
monasterial puede darnos la imagen de la figura
19, en que —en efecto— se expresan los nombres
de los pueblos, su forma de agruparse, su condi¬
ción de propiedad absoluta o de dependencia en
alguna obligación o tributo. Por la forma en que
se enumeran se pueden reconstruir incluso redes
de caminos o itinerarios.
La ordenación cristiana complementa la orde¬
nación bélica. Puede incluso decirse que la pri¬
mera tiene bajo su sujeción a la segunda, porque,
en teoría al menos, no se discute la supremacía
de lo espiritual sobre lo temporal. De aquí pode¬
mos decir que surge no sólo una concepción, sino
también una imagen física del mundo y del lugar
que ocupan los hombres sobre la tierra. Hay dos
principios siempre enfrentados, el del Bien y el
del Mal. Hay dos grupos de hombres que tam-

44
bién lo están: los fieles, que siguen el principio
del Bien, y los infieles, que, por sistema, siguen
el del Mal. Esto divide a los hombres en dos par¬
tes, perceptibles en el mundo físico. También den¬
tro de la parte propia hay buenos y malos, hay
quienes aman y temen a Dios y quienes siguen al
Diablo: en grados mayores o menores e incluso
donde menos se puede suponer. Porque el mundo
está lleno de tentaciones o asechanzas. Pero en
todo caso hay un orden cristiano, también en lo
temporal, y este orden se expresa una y otra vez
en catedrales e iglesias, por vía de la imagen que,
como lo expresaron algunos textos, servía para

19. En un cartulario monacal se refleja perfectamente el tipo de


dependencia o sumisión que los pueblos tienen al monasterio, sea
en calidad de señorío absoluto, foro, etc., y hasta la distribución
viaria. En la figura se aprecia la irradiación del monasterio sobre
la comarca y sus núcleos de población
formar la base de la Cultura cristiana de los que
no poseían letras.
Hay, primero, como sustento un orden natu¬
ral. Aquí están en efecto los días y las noches, las
cuatro estaciones del año; aquí los doce meses,
representados por las fiestas y tareas que los ca¬
racterizan secularmente; aquí el orden social y el
celeste. El relato pintado o esculpido de la Historia
que al hombre le interesa más conocer, que es la
Sagrada; todo se puede expresar por imágenes y
el mundo en sí es una pura representación.
No hay que confundir esta representación, por
popularizada que se haga, con una banalidad.
Esta representación es dramática, profunda, y ha
dado pie a que magníficos artistas, de los períodos
románico y gótico, la reflejen en los pórticos de
catedrales famosas y que otros, más humildes,
también la hayan divulgado en iglesias y templos
más modestos. La visión, pues, en este orden es
también algo fundamental, y una vez más obser¬
vamos que los ojos en el hombre no sólo tienen
una función colectiva, sino también un sentido
histórico, ni más ni menos.

VII

Puede afirmarse, además, que estas visiones,


estas ordenaciones cristianas del Mundo, se per¬
filan y divulgan más a medida que los estados,
las monarquías occidentales sobre todo, adquieren
mayor fuerza: a medida también que aumentan
los recursos económicos en ellos. En países como

46
el que sirve de objeto a esta especulación, a esta
abstracción, el horizonte enemigo de los tiempos
anteriores inmediatos desaparece en esta coyun¬
tura: se aleja mucho en el espacio.
Surgen, no obstante, otros puntos de tensión,
de fricción, de enemistad. También se abren nue¬
vos horizontes. Una vez más sobre el diagrama
de la figura 4 hacemos otros trazados, los de la
figura 20 (véase página siguiente). El país conser¬
va su integridad: pero por el sur se incorpora a
un reino potente y por el este tiene frontera con
otro. La lucha entre estos dos reinos condiciona su
vida. Pero también produce movimientos econó¬
micos ascendentes. En esta coyuntura hay un re¬
nacer de la concepción urbana de la vida en la
que, unida a ella, se realza la importancia de la
circulación a larga distancia y en la que los reyes
fomentan la construcción de nuevas poblaciones
concretadas, planificadas no sólo desde el punto
de vista jurídico (otorgando fueros y privilegios a
los que vayan a vivir a ellas), sino que también
se planifican desde el punto de vista formal y
material, teniendo en puenta un sinfín de elemen¬
tos visuales para construirlas. A ellos se refieren,
con cierta frecuencia, los mismos nombres que se
les dan. Los caminos se trazan con arreglo a cri¬
terios estratégicos, comerciales y religiosos. Las
nuevas poblaciones, en relación estrecha con los
mismos criterios. Estamos ante una nueva interpre¬
tación del paisaje: una nueva época de construc¬
ción, en la que el plan visual cuenta con formas
que se han estudiado por historiadores, urbanis¬
tas, etc.; pero en su estudio se puede profundizar

47
mucho más. Las líneas de trazo discontinuo de
la figura 20 señalan otras tantas nuevas vías. A
lo largo de ellas se construyen poblaciones de dis¬
tinto tipo, pero cada tipo puede ser estudiado en
series y en estilos. Un estilo será el de las pobla¬
ciones-puente sobre un gran río (A). Otro el de
las poblaciones dominadoras de éste o de llanos
circundantes (B). Otro el constituido por las que
están en llano (C). Y otro por las que se encuen¬
tran al pie o comienzo de un puerto (D).

20. Al país inicial se ha unido un reino potente por el sur, y tiene


frontera con otro por el este. La lucha entre estos dos reinos,
aunque condiciona su vida, abre también movimientos económi¬
cos ascendentes con nuevas poblaciones, y según criterios jurídi¬
cos, económicos y religiosos. - A: poblaciones-puente. B: pobla¬
ciones dominadoras. C: poblaciones en llano. D: poblaciones al
pie de un puerto de montaña

48
Las ciudades o poblaciones-puente llevan, a
veces, nombre alusivo a éste y al río junto al que
se asientan. Las planificaciones antiguas, si la po¬
blación crece mucho, se borran bastante; pero en
otras muchas la planta, más o menos rectangu¬
lar, más o menos cuadrada, subsiste muy clara y
determinable, como se ve en planos, en vistas aé¬
reas y fotográficas. A veces recuerdan a los cas-
tros o campamentos romanos (fig. 21). Una con¬
cepción distinta presentan las poblaciones creadas

21. De las planificaciones antiguas muchas veces subsiste la


planta, más o menos rectangular, que recuerda los campamen¬
tos romanos

49
con destino a dominar un vasto horizonte, situa¬
das en medio de llanuras o dominándolas. En
casos conocidos, como algunos del país que sirve
de base a esta abstracción, el fundador escogió
un cerro de planta elíptica y de mayor o menor
elevación.
En lo alto de él tomó dos puntos extremos
de referencia, entre los cuales trazó una línea
recta que los uniera. En uno de los puntos cons¬
truyó una iglesia, la mayor, dedicada como otras
importantes, con máxima frecuencia, a Santa
María. En el otro, una segunda iglesia. Siguien¬
do la recta, se trazó la calle Mayor, la más alta,
y paralelas a éstas dos más: una a cada lado,
de menor categoría. Las manzanas resultan así
muy regulares y cada casa ocupa un espacio de
anchura y largura fijada. La muralla y el casti¬
llo cierran este conjunto urbano, en el que la ju¬
dería suele estar pegada al segundo, como se ve
en la figura 22.
En algunos casos estas plantas han perdura¬
do hasta nuestros días en su integridad. A veces
también se desarrollaron muy regular, geométri¬
camente, durante la misma Edad Media. Enton¬
ces vienen a dar una imagen peregrina del mismo
orden social de la época. Porque en su desarrollo
hacia la parte baja también se va dando a las gen¬
tes consideradas como más bajas los lugares in¬
feriores. El representante del poder real (el casti¬
llo), la iglesia mayor, la aristocracia, ocupan los
puestos altos. Los artesanos y menestrales los más
bajos, hasta llegar a los grupos sociales proscritos
e infamados (fig. 23).

50
22. Población creada para dominar un vasto horizonte sobre un
cerro. La planta suele ser elíptica con dos puntos extremos uni¬
dos como referencia y una iglesia en cada uno, una calle central
o mayor y dos laterales menores y manzanas entre éstas. La mu¬
ralla y el castillo suelen cerrar este conjunto urbano

23. En estos tipos de población se da una estratificación de po¬


deres; desde el castillo, la iglesia, las casas nobles, hasta los gru¬
pos sociales inferiores, que ocupan el lugar más bajo

51
Las poblaciones fundadas en puertos o al co¬
mienzo de éstos también pueden estudiarse agru¬
padas desde el punto de vista formal. Se hallan
en cuesta, tienen un portal de entrada o salida
que es el de abajo, otro que es el de arriba. De
uno a otro va la calle Mayor, o de en medio. Más
o menos paralelas a ésta, otras dos calles. La
iglesia queda a media altura y el castillo siempre
arriba. Las calles largas están cruzadas por can¬
tones, como puede apreciarse en la esquematiza-
ción de la figura 24.
Todo esto, hoy, lo visualizamos a nuestro
modo, o simplemente no lo visualizamos; no nos
damos cuenta de que existe. A la mayor parte de
la gente le tiene, claro es, sin cuidado el porqué
de estas formas. Pero el hombre de la Edad Media

24. Ciudad al pie de un puerto de montaña con traza y entradas


de «abajo arriba» y viceversa: encima el castillo, la iglesia en
medio y la calle larga cruzada por cantones

52
final lo entendía en función de la vista, como con
la vista obtenía los datos más claros para com¬
prender la sociedad en que vivía.
Antes se ha aludido a las imágenes que en
iglesias y catedrales servían de introducción a
la entrada en el templo, mediante la cual los
iletrados comprendían el lugar del hombre en el
Cosmos.
La figura 25 (véase página siguiente) puede
servir de ilustración a esta concepción antropocén-
trica.
He aquí a los hombres pegados a la tierra, so¬
metidos a los trabajos del año, de las estacio¬
nes y de los meses diferentes (A, B). Los hombres
no solamente están divididos por sexo y edad y
jerarquizados, sino que forman una sociedad muy
parecida en sus funciones al mismo cuerpo hu¬
mano. Esta idea orgánica se desarrolla y expone
repetidas veces a partir de John de Salisbury (c.
1115-1180). Desde los elementos que sustentan al
cuerpo que equivalen a los pies (los campesinos)
hasta la cabeza que lo rige, en la sociedad hay
los mismos elementos que en el cuerpo: vientre,
pulmones, manos, ojos... (C). La Historia Sagra¬
da, en los templos, ilustra esta realidad presente,
en formas ejemplares unas veces, simbólicas otras
(D-D). Pero sobre todo esto se halla el poder del
Espíritu (E) y la voluntad de Dios (F). Aquí y
allá. En la villa humilde recién creada y en la gran
metrópoli.

53
25. Paralelismo entre la planta de un edificio religioso y el
cuerpo humano. Relación entre el hombre y el Cosmos. — A-B:
hombres que representan la jerarquía más baja, serían los pies
de la sociedad. C y D: el resto del cuerpo humano y el papel que
desempeña cada jerarquía: vientre, pulmones, manos, cabeza, etc.
E y F: encima del hombre, el poder del Espíritu y de la voluntad
de Dios

54
VIII

Será difícil encontrar una sociedad que tenga


una imagen de sí misma tan plástica como la que
tenía aquella en que florecieron los estilos romá¬
nico y gótico, y esto ha sido puesto de relie¬
ve, desde hace tiempo, por los historiadores del
arte. Pero, dentro de ella, habría también muchos
hombres y mujeres para los cuales no existían
más que unos cuantos elementos o notas que sig¬
nificaban algo: a veces como en tiempos muy
lejanos. Porque el bosque está ahí, la pradera
también, así como el llano, cultivado de esta o
aquella suerte. El pastor ha seguido haciendo sus
movimientos de estío e invierno año tras año, siglo
tras siglo. De la llanura a la montaña y de la
montaña a la llanura.
El cazador ha seguido el paso de las aves del
sur, en otoño, y el pescador ha observado el mo¬
vimiento de los peces en ríos y arroyos durante
la primavera. Lo mismo han hecho, en su esfera,
el leñador y el carbonero. El maderero tiene sus
comunicaciones especiales, como el pastor tiene
las suyas. Uno usa cañadas desde tiempos re¬
motos, otro usa la misma corriente de los ríos
que crecen al fin de la primavera (fig. 26, véase
página siguiente).
Pero si las aves siguen la línea discontinua que
se marca en la figura y las corrientes de los ríos
tienen su «curso natural», si los pastos de altura
son buenos para el verano y los de la llanura para
el invierno, no siempre el hombre ha podido in¬
terpretar estos hechos de modo igual. Porque, por

55
ejemplo, en la situación histórica reflejada en la
figura 15 ni el pastor podía bajar a la llanada pró¬
xima al gran río, ni el almadiero lanzar su arma¬
zón de troncos a las corrientes para hacer un largo
viaje y vender la madera a cientos de kilómetros
de donde la cortó. Las relaciones entre las fuer¬
zas naturales y las fuerzas técnicas del hombre
pueden constituir (y no digo que lo constituyan
hoy) uno de los estudios más dramáticos que pue¬
den realizar historiadores y etnógrafos.

26. Los hombres según sus oficios utilizan el curso natu¬


ral de la geografía para establecer sus comunicaciones. Las fle¬
chas de trazo discontinuo marcan la ruta que siguen las aves y
que también sigue el cazador. El arco superior, sobre la monta¬
ña, indica los pastos de verano y el anillo inferior los de invier¬
no, unidos por una senda por donde se comunica el pastor. La
flecha punteada que sigue el curso del río señala las comunica¬
ciones del pescador y del almadiero

56
Si tomamos otra vez como punto de referen¬
cia el esquema de las figuras 12 y 18 hechas con
fines de explicar creencias mitológicas y religio¬
sas, podemos construir ahora el de la figura 27
para hacer ver cómo el esfuerzo técnico del hom¬
bre ha podido modificar la situación natural desde
antiguo. Partimos de una época medieval en la
que hay una zona de altura (A) donde se explo¬
tan minas. Durante ella el gran consumo de car¬
bón, en ferrerías también de altura, provoca una
desforestación o decalvación parcial o total. Des¬
pués se introducen las ferrerías de agua, el apro¬
vechamiento de la fuerza hidráulica que mueve
ruedas de corriente fluviales, y la explotación in-

27. El paisaje se transforma en función del trabajo. — A: zona


alta con explotación de minas; el consumo de carbón en las fe¬
rrerías de altura obliga a la deforestación que señalan las líneas
verticales. B: la introduccjón de ferrerías de agua en la zona baja
obliga a desplazar la explotación industrial

57
dustrial de la mina tiene que desplazarse (B).
El planteamiento de los problemas ecológicos
no es de hoy, aunque el uso de la palabra sea
relativamente moderno. En la tierra que nos sirve
como base de especulación sabemos que ya en el
siglo XIV hubo peticiones de que se restringiera
la fundación de nuevas villas y pueblos. También
que se limitara la explotación de ferrerías, que,
a juicio de los que hicieron la petición, descom¬
ponían las formas de vida más comunes y corrien¬
tes de labradores y ganaderos. Una visión frente
a otra, u otras. Ocasión de volver a recordar la
anécdota que se cuenta del estratega alemán
conde Von Schlieffen, que, en ocasión de llevar a
cabo un viaje de carácter técnico, llegó con su
séquito a cierto punto desde el que se dominaba
un paisaje bellísimo. Todos los acompañantes ex¬
presaron su admiración, menos el viejo general
aristocrático y científico, que hizo un gesto de
irónico desdén y dijo: «Carece de todo interés es¬
tratégico».
Pero no sólo hay condes, generales y grandes
teóricos de la estrategia que pueden desdeñar una
cosa porque no la ven. Hoy estamos en un mo¬
mento en que los ojos de muchos hombres no ven
casi nada, y hombres semejantes viven en una es¬
pecie de inconsciencia destructiva, por esta falta
de visión precisamente.
Si tomamos otra vez como punto de arranque
el esquema de la figura 27 podemos afirmar que
hoy, en 1984, en esa misma tierra y más en otras
cercanas a ella, se está dando un proceso de des¬
trucción de todos los ámbitos variados que los

58
hombres del pasado vieron e interpretaron de las
maneras múltiples que se han descrito, a lo largo
de los siglos. Este proceso podría expresarse por
el esquema de la figura 28: es un proceso de ur¬
banización peculiar condicionado por la técnica y
la industria modernas, con una interpretación eco¬
nómica de éstas que, para el caso, es lo mismo
que sea capitalista que comunista. El hombre del
bloque urbano y de la fábrica no tiene más que
muy pocas formas que ver, muy poca variedad
de sonidos que percibir y también pocos olores
que notar con ese órgano que a Nietzsche le pa¬
recía tan magnífico: la nariz. Las líneas rectas se
prolongan hasta la bóveda celeste. Se acabaron

28. Destrucción de los ámbitos variados anteriores que los hom¬


bres vieron e interpretaron; sólo queda ya a veces, sin sentido, el
topónimo

59
ríos, arroyos, bosques y prados. Queda, a veces,
como si fuera una burla, el nombre viejo descrip¬
tivo. El hombre vive en su cuadrícula y no ve otra
cosa; no porque carezca de interés, sino porque
no le queda delante. Así nació y así morirá, si no
tiene un Redentor, técnico también, que le salve.
Porque los que no somos técnicos poco podemos
hacer en ese sentido.

La visión mitológica y estética de un ámbito

He insistido varias veces sobre la utilidad que


puede tener el obtener varias visiones de un país
que estudiemos: visiones en el sentido más es¬
tricto de la palabra. Ahora quiero realizar un pe¬
queño ejercicio práctico escogiendo un ámbito
determinado, un territorio ilustre, y estudiando su
paisaje desde dos puntos de vista ligados, no igua¬
les. Uno será el mítico, otro el estético.
No es cuestión, pues, de reunir noticias que
puedan parecer archiconocidas sobre la geografía
histórica de ese país, sino de destacar los elemen¬
tos que en él creyeron ver, y destacaron, los hom¬
bres que lo habitaron hace mucho y los que, sien¬
do de fuera, lo conocieron y describieron, o los
que conservaron memoria de segunda mano de

60
estas observaciones variadas y a veces no cohe¬
rentes. Vamos, pues, al sur de Italia, situándonos
en la antigua Campania.
Hay unos países que son conocidos desde an¬
tiguo por el nombre del pueblo que los habitó o
habita. Otros, por alguna característica física. Esto
ocurre con este viejo territorio. Porque viene a sig¬
nificar algo como «tierra de campos», o Champag¬
ne en Francia, o la «campiña», que los árabes to¬
davía conocían como qanhaniyah, acercándonos a
una Campania romano-andaluza.6 Tierra prover¬
bialmente fértilísima y privilegiada desde el punto
de vista natural.7 Pero, aparte de tener esta repu¬
tación, la Campania aparece con otras caracterís¬
ticas. Es un país en que la tierra, el mar, y el
fuego y el aire se hallan presentes y combinados
de una manera especial (podríamos decir también
violenta) que, en cada época de la Historia, ha
sugerido a los hombres ideas distintas, pero siem¬
pre profundas, que rebasan lo «natural». Los
puros geógrafos matemáticos antiguos nos dan las
latitudes y longitudes de ciudades o puntos seña¬
lados que sirven, simplemente, para poder trazar
sobre un mapa su extensión y límites. Otros más
descriptivos, que precisan los contornos físicos del
país, dan, además, noticias de sus puertos, bos¬
ques, accidentes de la naturaleza, y respecto a los
hombres que la poblaron y fundaron sus ciuda¬
des. A ellas añaden abundantes referencias a
mitos y leyendas que aparecen también en los tex¬
tos de los poetas y sus comentaristas y que son
anteriores en mucho al quehacer científico. Lo que
ha sugerido la Campania es muy vario, como se

61
va a ver. Pero empecemos por la demarcación del
territorio.
Cuando el geógrafo Ptolomeo compuso sus ta¬
blas marcó primero, como en otros casos en que
esto es dado, cuáles eran los puntos señalados de
su litoral.8 De norte a sur resulta que empieza en
la desembocadura del río «Liris»,9 que le separa
del Lacio: cerca del límite estaba la ciudad de
«Sinuessa». Más al sur, «Volturnum», con un río
del mismo nombre, y más abajo todavía «Liter-
num)>. La costa se retira después a Poniente y en
ella nos encontramos con «Cyme» o Cumas, ciu¬
dad famosa por la sibila. Puede decirse que, en
seguida, termina el gran golfo que en tiempos pos¬
teriores lleva el nombre de una ciudad del Lacio
meridional: «Caieta». Este es el golfo de Gaeta,
más acusado, en efecto, por el norte que por el
sur.10 Otro mucho más perfilado sigue al sudes¬
te: el mismo golfo de Nápoles, donde quedan «Mi-
seni», «Puteoli» y «Neapolis» misma. Ptolomeo
hace terminar en éste la Campania propiamente
dicha. Porque el tercer golfo de la costa conside¬
ra que, en parte, pertenece a los picentinos (desde
la desembocadura del «Sarao») y que en su terri¬
torio se asientan «Surrentum» y «Salernum»; pero
desde la desembocadura del «Silarus» quedan los
lucanos, con «Paestum», «Veliae» y «Buxentum».
La costa sigue luego más recta de noroeste a
sureste. En el interior de la tierra de los cam¬
panos, Ptolomeo coloca a «Venafrum», «Suessa»
(Sessa), que más bien pertenecía al Lacio, por
estar al otro lado del «Liris»; «Cales», «Casilium»,
«Trebula», «Forum Popilii», «Capua», «Abella» y

62
«Atella».11 Esta enumeración sirve para plasmar
en un mapa de Italia la extensión de Campania,
cosa que se ha hecho muchas veces, del Renaci¬
miento a nuestros días.
Mapas y descripciones se suceden, mejorándo¬
se, perfilándose. A veces los antiguos y menos
exactos son más intuitivos y bellos dentro de su
imperfección. Pero ahora no es cosa de analizar¬
los, sino de resaltar unas ideas acerca de la in¬
terpretación del singular paisaje del país.
Tiempos atrás, Estrabón da una visión algo
distinta de la de Ptolomeo de lo que era en sí la
Campania, vista también, primero, a lo largo de
la costa tirrena, lo cual puede hacer pensar que
utilizó algún periplo o derrotero.

II

Hace llegar el Lacio, en efecto, a las cercanías


de «Sinuessa»12 y en «Sinuessa» considera que em¬
pieza un primer golfo que llega a «Misenum» y que
es seguido por otro mayor, al que se llama el
«Cráter» y que no es otro que el de Nápoles: éste
entre dos cabos señalados, el referido del «Mise¬
num», que conserva hoy el nombre casi igual, y
el «Athenaeum» o de Minerva, que corresponde a
la Punta della Campanella. Sobre la costa se ex¬
tienden tierras fértiles, colinas fructíferas, y al
fondo se ven los montes:13 otra frontera interior.
En esta tierra interior fértil está Capua. Allí las
cosechas se sucedían de modo maravilloso: los
vinos más reputados en Roma se llevaban de la

63
tierra circundante, aunque el de Sorrento iba ri¬
valizando con ellos. Al borde del llano, «Vena-
frum» era famoso por sus olivares.14 Cita las ciu¬
dades costeras de «Liternum», con un nombre
igual a su río, lo cual ocurría también en el caso
de «Vulturnus».15
Como en Ptolomeo, sigue luego «Cumae», la
ciudad de origen griego más antigua de todas las
de Italia y Sicilia, envuelta, como veremos, en
mitos de gran interés. Sobre el golfo había una
selva llamada en latín «Silva Gallinaria», donde
se refugiaban bandas de piratas.16 Entre Cumas
y el cabo «Misenum» quedaba el lago de «Ache-
rusia»,17 un estuario pequeño, y doblando el cabo
el puerto de «Baias», lugar famoso junto al que
estaban el «Lucrinus» y el «Avernus»,18 dos en¬
tradas de mar que son lagos hoy. Estrabón recuer¬
da la época en que las cercanías de este ámbito
costero estaban cubiertas por una selva de gran¬
des árboles: pero luego los hombres habían inva¬
dido la tierra con sus cultivos. Era esta selva zona
malfamada y sobre la que corrían supersticiones,
como también veremos.19 Pero Agrippa la destru¬
yó, mandó construir casas y simplificó las co¬
municaciones entre Cumas y Nápoles.20 Después
estaba el Foro de «Hefaisto», o «Forum Vulcani»
en latín, que correspondía a La Solfatara,21 y tras
«Dicaiarchea», Nápoles, fundación de Cumas, re¬
construida después por distintos grupos griegos.
En ella señala la existencia del monumento a
«Parthenope», una de las sirenas; varios elemen¬
tos de la vida social demostraban que, aunque en
la ciudad los indígenas de Campania y los roma-

64
nos se habían introducido, la influencia griega
existía todavía: había, en efecto, gimnasio, luga¬
res donde se ejercitaban los jóvenes,22 fratrías
(documentadas por las inscripciones, como han
demostrado los arqueólogos) y mucho nombre
griego, pese a la romanización. Se celebraban allí
cada cuatro años concursos o certámenes dedica¬
dos a las Musas y juegos gimnásticos.23 Entre «Di-
caiarchea» y Nápoles dice que existía una montaña
atravesada por un túnel, como otra que se hallaba
en dirección a Cumas, de suerte que la comuni¬
cación entre las poblaciones era subterránea en
parte. Se supone que aquí hay una referencia a
la Grutta di Posilipo, que estaría iluminada por
aberturas hechas en lo alto, aunque puede haber
confusión entre este túnel y el de Cumas, por¬
que la Grutta después, en tiempos de Séneca, era
oscurísima.24
Las fuentes y baños de Nápoles no eran infe¬
riores a los de Baias, en donde abundaban pala¬
cios modernos, y donde se había constituido una
nueva ciudad de lujo. Así pues, la concepción grie¬
ga de la vida reinaba en la población napolitana.
Allí iban los poderosos a vivir muellemente, o si
eran ancianos, a causa de su salubridad. Otros
romanos, seducidos también por el país, hacían
vida permanente en la ciudad.25
Más allá de Nápoles quedaba la fortaleza He-
raclea, es decir, Herculano, sobre un promonto¬
rio admirablemente situado y muy salubre porque
estaba protegido de los vientos del suroeste, y al
lado, «Pompaia», tras la que corre el Sarao: ciu¬
dad ocupada sucesivamente por varios grupos ét-

65
nicos y que servía de puerto a otros núcleos cer¬
canos: «Ñola», «Nuceria», «Acherrae». Encima
queda el Vesubio, rodeado de tierras cultivadas,
granjas y viviendas de gran belleza. Estrabón atri¬
buye la fertilidad del ámbito a las cenizas del vol¬
cán, como la feracidad de Catania la atribuía a
las del Etna.26 Después queda «Surrentum», ciu¬
dad de los campanos, con el «Athenaeum», que
también se llamaba cabo de «Sirennussae», y
donde había un santuario dedicado a la diosa
(Minerva). De allí se iba con rapidez a la isla
«Capreae»: Capri. Al doblar el cabo se veían otras
islas rocosas, desiertas, llamadas «Las Sirenas».
Después viene el final del golfo llamado «Cráter»:
limitado por el «Athenaeum» al sur y el pro¬
montorio «Misenum» al norte. La población de
la costa era tan densa en toda la bahía que ya
daba la impresión de una sola ciudad.27 La
isla de «Prochyta» (Procida) quedaba frente al
«Misenum» y se creía un fragmento desgajado de
«Pithecussae», isla mayor volcánica con minera¬
les y aguas termales también, que corresponde
a Ischia.28
De las ciudades del interior Estrabón menciona
a «Capua», la «capital»; «Teanum Sidicinum»,
sobre la «Vía Appia», así como lo estaban «Bren-
tesium», «Calatia», «Candium» y «Beneventum».29
Sobre el «Vulturnus», y en dirección a Roma, que¬
daba «Casilinum». Otras ciudades menores eran
«Cales», «Suessula», «Atella», «Ñola», «Nuceria»,
«Acherrae» y «Abella», y aún había algunos luga¬
res pequeños que no cita nominalmente.30
Los montes altos, en dirección noroeste-su-

66
reste, formando cordillera, separaban la llama¬
da Campania del «Samnium:» o territorio de los
samnitas.

III

Esta seca enumeración de lugares, ciudades,


bahías, golfos, cabos, promontorios, selvas, vol¬
canes, no nos da más que una idea lejana del ám¬
bito físico que hoy podemos recorrer o reconocer
en mapas o guías. Pero para el hombre antiguo
aquellos paisajes estaban además cargados de un
contenido en el que lo natural y lo que no lo es
se hallaban unidos y explicados lo uno por lo otro.
Es decir, que se complementaban naturalmente.
Los nautas griegos, en épocas muy anteriores a
Estrabón, habían dado un sentido religioso, una
interpretación peculiar a todo aquello. Luego la
ampliaron los escritores helenísticos. Los romanos
aceptaron la realidad de estas interpretaciones
griegas. Y así griegos y romanos aceptaban que
allí, antes de las luchas y acciones de los hom¬
bres divididos en razas y grupos gentilicios, ha¬
bían ocurrido, como en otras partes (aunque acaso
en mayor proporción) grandes acciones en que
participaron dioses, semidioses, genios y gigantes.
Pero la misma naturaleza de la Campania hacía
que se considerara que en su ámbito estas acciones
habían sido muy específicas y que habían dejado
huellas que también lo eran.
Porque el paisaje de la Campania no era como
cualquier otro famoso. En él los cuatro elemen-

67
tos referidos desempeñaban un papel insólito y las
relaciones entre el exterior y el interior de la tie¬
rra se manifestaban de forma enigmática y alar¬
mante, poética y sobrecogedora.
Estrabón mismo, refiriéndose a los vapores
que emanaban de las tierras cubiertas de árbo¬
les, situadas cerca del «Avernus», que mataban a
los pájaros, recoge la idea de que venían del inte¬
rior, de un Plutonium parecido a otros.31 Este
poder daba nombre al río (= sin pájaros) y a él
se refieren Lucrecio primero32 y Virgilio después.33
Hay territorios «avernianos», dice Lucrecio,34 y
entre ellos éste, que se considera como una puer¬
ta del «orco», del Infierno, según el mismo.35
La gente suponía también que allí habían vi¬
vido los cimmerios, es decir, un pueblo misterio¬
so36 del que habla Homero, el ídolo de Estrabón
mismo. También recuerda el geógrafo una fuente
que se consideraba que daba agua de la laguna
«Stygia»,37 y las aguas cálidas del lago de «Ache-
rusia» (el lago Fusaro) eran un complemento a
este ámbito extraordinario, plutónico, volcánico,
cerca del cual quedaba el famosísimo oráculo.38
Un geógrafo e historiador más antiguo, Eforo,
cuyo testimonio recoge Estrabón mismo, había
afirmado que los cimmerios o cimmerianos resi¬
dentes allí en tiempos remotos vivían en mansio¬
nes subterráneas, a las que se llamaba argillae
(ápyiRaq), comunicadas por galerías, también
subterráneas, ejercitándose en la minería y sacando
además sustento de lo que reportaban las consul¬
tas que hacían al oráculo toda clase de forasteros
y viajeros. El rey del país había fijado sueldos

68
a esta extraña población39 entre la cual los que
de modo exclusivo vivían del oráculo nunca veían
el sol y sólo salían de las cavernas y el subsuelo
durante la noche. Estos cimmerios fueron exter¬
minados por un rey al que el oráculo dio res¬
puesta que no era acorde con sus intereses. En
tiempo de Estrabón se sabía dónde había estado
el oráculo en principio, pero fue cambiado de em¬
plazamiento.40 Todo esto era objeto de leyendas,
era considerado cosa del pasado, porque, como va
dicho, Agrippa había talado el bosque que rodea¬
ba al «Averno)).41 Semejante desacralización de un
ámbito al que los griegos aplicaban caracteres
que, originariamente, hallaban en otro u otros de
sus tierras de origen, no hace que la fama se borre,
y avanzando hacia el sureste se encuentran otros
elementos del paisaje que se relacionan con la Mi¬
tología, como un terraplén a modo de istmo que
se decía producido por Hércules cuando se lleva¬
ba los rebaños de Geryon.42 Una vez más nos en¬
contramos con un caso de localización de leyen¬
da, debido a la impresión que produce un rasgo
físico determinado. La misma bahía de Nápoles
había sido objeto de localizaciones similares. Otro
geógrafo anterior también a Estrabón, en que éste
se inspira bastante, había indicado que el Averno
era el mismo lago de «Acherusia)); por su parte,
«Baias)) se decía fundación de un compañero de
Ulises, así como «Misenumw lo era de otro, con
lo cual dejamos lo ctónico y entramos en el ciclo
de leyendas marítimas.43 Pero avanzando en la
costa otra vez el ciclo ctónico volvía a dominar.
El país de Cumas se llamaba «Phlegra)) (&Áéypa),

69
porque las corrientes de fuego y agua que lo ca¬
racterizaban se habían producido por las heridas
ocasionadas a los gigantes caídos a causa de las
exhalaciones celestes: era tierra inflamada.44 La
Solfatara, es decir, el ya citado «Forum Vulcani»,
se asociaba tal vez, a causa de las fumarolas con
su olor molesto, a las fraguas del dios;45 pero, en
cambio, en un promontorio de la misma ciudad
de Nápoles se daba culto a «Parthenope».46 Es-
trabón, que dice que toda la bahía tiene recuerdo de
las sirenas y que se puede suponer era su lugar
de residencia,47 no se extiende en referencias
mayores a esta «Parthenope». Estas se hallan en
textos más antiguos y oscuros. Pero del empla¬
zamiento hacen asimismo referencia Virgilio48 y
Plinio,49 el cual dice, claramente, que se trata
de la tumba de la sirena en cuestión («tumulo
Sirenis...»). En el tratado «Sobre las cosas mara¬
villosas que se oyen» y que se publica en el «Cor¬
pus» aristotélico, hay una primera referencia más
compleja, porque en un corto texto se hace men¬
ción de las islas «Sirenusas» cerca de Cumas y
de Posidonia, donde había un templo dedicado a
las sirenas, que eran honradas por los habitantes
con sacrificios, se dice, y que las islas tenían
los nombres de las tres: «Parthenope», «Leuconia»
y «Ligeia».50 La noticia más categórica acerca de
la primera se halla en un texto del poeta Lycofrón
(nacido entre los años de 335 y 330 a. de J.C.),
famoso por su oscuridad y que por lo mismo fue
objeto de mucho comentario. En él la sirena Par¬
thenope aparece como muerta a causa de su fra¬
caso con Ulises.51 Pero esta leyenda debe de pro-

70
venir de aquel proceso de «homerización» que se
da entre los hombres de letras helenísticos. Las
sirenas, en principio, parecen haber sido seres re¬
lacionados también con la muerte y el ámbito
donde viven los muertos, es decir, el ámbito ctó-
nico. Lo que Estrabón dice después del Vesubio
no es especialmente significativo desde el punto
de vista mítico.52 En todo caso el volcán entra den¬
tro del sistema con los caracteres indicados. En
el cabo de «Sirenussae» hay otra referencia a las
sirenas, que también queda inscrita dentro del
ciclo homérico, porque se decía que el templo a
«Athena» que allí se alzaba era obra de Ulises.53
Y en conjunto, como va dicho, la bahía era con¬
siderada un cráter más.54 En relación con las islas
de Procida e Ischia vemos que asimismo existía un
mito de carácter naturalista, porque se decía que
entre las dos yacía «Typhon», que, cuando movía
su cuerpo, producía llamas y movimientos de aguas
e incluso a veces hacía que surgieran pequeñas
islas en el mar, con fuentes y aguas cálidas.55
Seguimos en pleno mundo volcánico.
Desde una época muy antigua existía la creen¬
cia de que desde Cumas a Sicilia había comuni¬
cación interna, de suerte que bajo el mar corrían
túneles o galerías que comunicaban los distintos
volcanes de las islas y de la península, incluyendo
al Etna y al Vesubio, y que en aquellas galerías
se producían los fuegos que causaban las erup¬
ciones. Estrabón hace referencia a un texto de
Píndaro, en que ya se indica esto.56 Pero el poeta,
claro es, le da un aire más sobrenatural y material
a la vez, indicando cómo sobre el torso velludo

71
de «Typhon» se apoya todo el sistema volcánico de
la Italia del sur. Un artista podría representar bien
la imagen, arrancando incluso de la bastante apro¬
ximada a la realidad que el mismo Estrabón tenía,
al menos desde el punto de vista estrictamente
formal.57 Porque lo que se dice acerca de la exce¬
lencia de la península para tener un papel cen¬
tral en el mundo acaso sea más problemático.
Los historiadores antiguos, como Timeo, tam¬
bién recogieron copia de noticias extrañas y mis¬
teriosas acerca de las islas, según indica Estrabón
mismo.58 Es decir, que la Campania fue objeto de
una «geografía mítica» que explicaba sus rasgos
naturales antes de ser objeto de una «geografía
histórica», en que se describían las acciones de
los hombres sobre ella y mucho antes todavía de
que se pretendiera hacer una geografía puramen¬
te físico-matemática. Visiones distintas del mismo
objeto según los intereses dominantes de los que
ven: verdaderos «videntes» algunos. Pero con las
visiones antiguas se dieron acciones también de¬
cisivas de los hombres. Tierra de luchas entre pue¬
blos, tierra de placer para los que dominan, tierra
de miseria para los dominados e incluso de enfer¬
medades para los que viven en algunas partes de
ella. Contrastes por todas partes.

IV

La idea de que los dioses compitieran también


en Campania para dotarla de grandes riquezas na¬
turales se halla reflejada en otros textos antiguos

72
y ha quedado como un tópico hasta la Edad Mo¬
derna. Ya veremos, más tarde, como hombres
eminentes del país le ponen sordina. Plinio, en su
descripción de la que llama felix Campania, indi¬
ca que al norte de esta tierra empieza a haber co¬
linas llenas de viñedos, que producen vinos con
fama en todo el mundo, combinados con campos
de cereal de suerte que (como decían los autores
antiguos) parecía que allí estaban en fuerte com¬
petición el padre Líber y Ceres.59 Los pueblos, las
ciudades, como en otras tierras fértiles, tenían su
ager. Así se sucedían los campos de los setini (de
Sessa) y los caecubi;60 luego los de los falerni y
caleni: el Falerno gana fama por entonces. La tie¬
rra montuosa de los missici, gaurani y surentini
y los llanos de los leborini eran más famosos por
sus trigos. Pero, además, el país era reputado
por las fuentes cálidas, por sus pescados y con¬
chas y por su aceite. Todo contribuía, pues, a que
la voluptuosidad triunfara:61 esta parte del sur de
Italia es la del placer por antonomasia y esto ex¬
plica que los hombres de razas distintas la hayan
ocupado de modo sucesivo.
Desde el punto de vista étnico, Plinio señala,
así, que la Campania ha sido «tenida» por los
oscos, los griegos, los umbros, los túseos y los
campanos propiamente dichos.62 No es cuestión
ahora de hacer unas digresiones etnográficas acer¬
ca de su caracterización lingüística. Plinio da una
enumeración de pueblos y ciudades parecida a las
ya usadas,63 aunque más nutrida. En otro pasaje
recuerda algunas ciudades destruidas o en deca¬
dencia.64

73
V

La visión estética de este ámbito ha traído con¬


secuencias considerables, positivas en algún caso,
negativas en otros, hasta nuestros días. Ello hace
ver, de un lado, la fuerza del lugar común viejo
al interpretar situaciones sociales y económicas.
Por otro, que las apreciaciones estéticas a veces
influyen de modo pernicioso sobre las de otra ín¬
dole. La belleza y la riqueza no se deben confun¬
dir. Croce ya dijo algo muy claro a este respecto,
en relación con Nápoles y el «Mezzogiorno» en
general. El lugar común respecto a su riqueza y
feracidad, que va unido al de que sus habitantes
se ablandan y hacen perezosos en aquel jardín de
Armida, como pone de relieve esta idea de la fer¬
tilidad, se halla ya en textos medievales y la tu¬
vieron hombres como Federico II y Carlos de
Anjou; y la del ablandamiento se encuentra en es¬
critos de Campanella.65 Pero claro es que arran¬
can de la Antigüedad, cuando se consideraba que
Capua, por ejemplo, había caído en la molicie a
causa de la bondad de su tierra.66 Cosa que se
extiende a las estaciones marítimas como Baias67
y a las islas como Capri.68 Pero Croce, siguiendo
a Giustino Fortunato, hace la crítica de este mito,
que se repitió una y otra vez durante el siglo XIX.
La tierra que ve Courier durante su campaña me¬
ridional es una tierra con insignes recuerdos del
pasado, pero muy rústica (en el sentido etimoló¬
gico de la palabra) cuando la recorre: Brindisi,
Tarento, Otranto, Lecce... Tumbas, vasos, ruinas,
magníficas ruinas.69 Lo antiguo se une con lo

74
natural.70 El país más hermoso del mundo — dice—
y que en nada se parece a cualquier otro.71 Pero a
medida que los acontecimientos son más feroces
Courier va viendo todo más negro. Escribe cosas
exageradas. Los calabreses le hacen olvidar la
Magna Grecia. Su tierra es la Calabria ferox, que
desde que estuvo Anníbal no ha vuelto a levantar
cabeza:72 bosques de naranjos, bosques de olivos,
limoneros, esto en la costa. Hacia dentro, el de¬
sierto; en un mes, le dice un natural del país, se
ha asesinado a 1.200 personas.73 Pero el tópico de
la riqueza domina a Courier, como a otros mu¬
chos viajeros. El país riquísimo, el pueblo mise¬
rable. El reino de Nápoles —en suma— es la India
de Italia.
¿Entonces? La explicación es la de un racio¬
nalista francés de su época: el reino pertenece al
clero. Nada se hace sin él, ni en público ni en pri¬
vado.74 La explicación es tan insuficiente y unila¬
teral como la de los que atribuían todos los males
del «Mezzogiorno» a los malos reyes o a los espa¬
ñoles. Los positivistas veían las «causas natura¬
les», la de la pobreza, con cierta claridad; otra, la
de la raza, en medio de confusión y equívoco.
Aquí, en España, también ha habido tendencias
paralelas una vez más. La explicación positivista
de una deficiencia básica, la de la raza, se ha
hecho extensiva a italianos del sur y a españoles
en general. «Africa empieza en los Pirineos» se ha
dicho y repetido en Francia. Algunos antropólo¬
gos han defendido también que la Italia meridio¬
nal tenía una población igual a la del norte de
Africa, que era irreductible a la Civilización. Pa-

75
rece que el rey Fernando II de Nápoles, que no
era antropólogo ni positivista precisamente, creía
asimismo que Nápoles estaba en Africa.75
Pobre y racialmente inferior, tampoco. En el
caso el juicio se engarabita, porque si por un lado
las «influencias» africanas y asiáticas supuestas,
de beréberes y árabes, se dice que producen in¬
capacidad, por otro se habla con hipérbole del
influjo beneficioso de los «árabes» medievales en
la agricultura y las artes del sur de España y de
Italia. ¿En qué quedamos? Los juicios coherentes
son la cosa más difícil de establecer y en cual¬
quier caso hay que dejar un margen a la incohe¬
rencia y a la contradicción. Lo bello es lo bello, y
lo confortable, cómodo, acorde con las propias
ideas es otra cosa. Recordemos ahora otros testi¬
monios de viajeros.
Uno inglés que estuvo en el reino de Nápoles
a comienzo del siglo XIX parece más agudo que
Courier al observar la realidad.76 Pese a la impre¬
sión de florecimiento agrícola que dan los oliva¬
res, las viñas, los naranjales y limonares, mir¬
tos, higueras, palmitos y laureles, los habitantes
no le parecen prósperos, ni mucho menos; en
contradicción, asimismo, con lo agradable del
clima.77 En Fondi, especialmente le llama la
atención a Matthews (que así se apellidaba) el
aspecto agotado de la gente, que le hace lucir
sus conocimientos clásicos, como otras cosas,78
y entonar un canto a la Industria como remedio
a toda pobreza.79 En Fondi se pasa por la misma
«Via Appia» y al llegar a Capua termina la jor¬
nada, a causa de un largo reconocimiento adua-

76
ñero: dos horas.80 Al comenzar el tercer día se
ve la bahía de Nápoles y el desayuno se hace en
el camino, entrándose en la ciudad por el este.
Frente a la Inglaterra optimistamente industrial
de 1817-1918, el viejo mito de la riqueza de aque¬
lla tierra meridional se venía abajo. Acaso hoy
también esté destruido el de la Industria como
remedio universal.
Pero veremos en qué queda, a comienzos de
este siglo, el mito paradisíaco a ojos también
de ingleses.
El 1912 apareció un libro firmado por F. M.
Underwood en que se procura dar una visión de
la Italia unificada de la época. En él, en el capí¬
tulo VIII se trata de la «cuestión meridional», en
términos conocidos; pero indica que los problemas
del Sur se deben no sólo a «tradiciones arraiga¬
das», dificultades económicas, analfabetismo, sino
también a las fuerzas maléficas de la Naturaleza:
cólera, malaria, terremotos y erupciones volcáni¬
cas.81 He aquí, bajo nuevas vestiduras, a las viejas
fuerzas plutónicas del paganismo; pero hay que
convenir en que tales vestiduras no son mejores.

NOTAS

1. Georg Simmel, Sociología, VI (Madrid, 1927), traducción


de J. Pérez Bances, págs. 44-48.
2. F. J. Monkhouse y H.R. Wilkinson, Maps and diagrams.
Their compilation and construction (Londres, 1964), págs. 126 y ss.
3. Ad Corynthios, I, 8, 31. El texto griego dice: óiéni tó oxfipa
tov KÓopov tovtov papépxcrai (pues la figura de este mundo es
fugitiva).

77
4. Julio Caro Baroja, «La interpretación histórico-cultural del
paisaje», en Paisajes y ciudades (Madrid, 1984), págs. 13-62.
5. Andró Siegfried, Aspects du XXe siécle (París, 1955), págs.
147-175.
6. Sobre el nombre en general, Julio Caro Baroja, «En la cam¬
piña de Córdoba», en Razas, pueblos y linajes (Madrid, 1957),
pág. 233.
7. Estrabón, V, 4, 3 (242). Otros textos se citan después. La
fama perdura. Léase lo que dice, por ejemplo, Paulo Diácono, De
Gentis Lango bardorum, lib. II, cap. XVII en Muratori, Rerum ita-
licarum scriptores, I, 1 (Milán, 1724), pág. 432 b: «Séptima quo-
que provincia Campania, ab urbe Roma usque ad Siler Lucaniae
fluvium perducitur, in qua opulentissimae urbes, Capua, Neapo-
lis, et Salernus, constituae sunt. Quae ideo Campania appellata
est, propter uberrimam Capuae planitiem; ceterum ex maxima
parte montuosa est». (Asimismo, la séptima provincia, Campa¬
nia, se extiende desde la ciudad de Roma hasta el río Siler de
Lucania, y en ella se fundaron las riquísimas ciudades de Capua,
Neapolis y Salerno. Y precisamente por la fecundísima llanura
de Capua se le llamó Campania; por lo demás, en su mayor parte
es montañosa.)
8. Ptolomeo, III, 1, 6.
9. Plinio, Historia Naturalis, III (5), 59: «(...) Liri amne divi¬
sa Clani olim». Este nombre de «Liris» se halla en Horacio, Car¬
mina, I, 31, 7, y «Clanis» en Silio Itálico, IV, 350, entre los poe¬
tas, y en Tito Livio, X, 21, 8.
10. KoXnov... Kaiérav, (Golfo [...] Gaieta) Estrabón, V, 3, 6
(223).
11. Ptolomeo, III, 1, 59.
12. Estrabón, V, 3, 4 (231).
13. V, 4, 3 (242).
14. V, 4, 3 (242-243).
15. V, 4, 4 (243).
16. V, 4, 4 (243).
17. V, 4, 5 (243-244).
18. V, 4, 5 (244).
19. V, 4, 5 (244).
20. V, 4, 5 (244).
21. V, 4, 6 (246).
22. Ephebeia.
23. Estrabón, V, 4, 7 (246).
24. Epistulae, 57, 1.
25. Estrabón, V, 4, 7 (246).
26. V, 4, 8 (246-247).
27. V, 4, 8 (247).
28. V, 4, 9 (248).
29. V, 4, 10 (248-249). «Capua» sería la capital de doce ciu-

78
dades fundadas por los tirrenos, famosa por sus «delicias»: V, 4
3 (242).
30. V, 4, 11 (249).
31. V, 4, 5 (244).
32. Lucrecio, VI, 740-748.
33. Aeneida, VI, 238-242.
34. Lucrecio, VI, 738-739.
35. VI, 760-768.
36. Estrabón, V, 4, 5 (244). Sobre éstos, I, 1, 10 (6), y I, 2, 9
(20).
37. V, 4, 5 (244).
38. V, 4, 5 (244).
39. V, 4, 5 (244).
40. V, 4, 5 (245).
41. V, 4, 5 (244).
42. V, 4, 6 (245).
43. V, 4, 6 (245). Compárese con I, 2, 18 (26).
44. V, 4, 6 (245).
45. V, 4, 7 (246).
46. V, 4, 7 (246). Ver también I, 1, 13 (23).
47. I, 1, 13 (23).
48. Georgicon Libri, IV, 564.
49. Historia Naturalis, III (5), 62.
50. De mirab. ausc., 103 (839a).
51. Alexandra, 717-733 y los escolios. Los poetas latinos más
tardíos hacen referencia a ello. Silio Itálico, XII, 33-35.
52. Estrabón, V, 4, 8 (247).
53. V, 4, 8 (247).
54. V. 4, 8 (247).
55. V. 4, 9 (248).
56. Pythicae, Od. I, 29-53. También Olympicae, Od. IV, 10-14.
57. Estrabón, VI, 4, 1 (286).
58. V, 4, 9 (248).
59. Historia Naturalis, III (5), 60.
60. Caecubus ager, citado otras veces por el mismo Plinio
como tierra de vino, Historia naturalis, XVI (66), 173; XVII (3),
31. Más detalles en XIV (8), 61. Horacio, Epodos, IX, 36; Car¬
mina, I, 20a.
61. Historia Naturalis, III (V), 60.
62. Op. cit., III (V), 60.
63. Op. cit., III (V), 61-63.
64. Op. cit., III (V), 70.
65. Benedetto Croce, Storia del regno di Napoli (Barí, 1925),
p. 269.
66. Estrabón, V, 4, 3 (242).
67. Marcial, X, 80, 2.

79
68. Pero por otro motivo.
69. Oeuvres completes de P.L. Courier, III (París, 1834),
pág. 61.
70. Op. cit., III, pág. 63 (carta del 8 de marzo de 1805, desde
Barletta).
71. Op. cit., III, pág. 87 (carta del 15 de abril de 1805, desde
Reggio).
72. Op. cit., III, pág. 125 (carta del 12 de septiembre de 1806,
de Mileto).
73. Op. cit., III, pág. 126 (idem).
74. Op. cit., III, pág. 126 (idem).
75. Benedetto Croce, Op. cit., pág. 267: «L'Africa comincia di
qui».
76. Henry Matthews, The Diary of an Invalid being the Jour¬
nal of a toar in pursuit of health in Portugal, Switzerland and
France in the years 1817, 1818 and 1819, 4. 1 ed. (Londres, 1824),
págs. 192-193.
77. Op. cit., I, págs. 195-196.
78. Op. cit., I, pág. 196.
79. Op. cit., I, pág. 197.
80. Op. cit., I, págs. 198-199.
81. F. M. Underwood, United Italy (Londres, 1912), pág. 172.

80
Una visión cristiana tradicional
de Tierra Santa

Es evidente que el hombre puebla los ámbi¬


tos en que vive, u otros adonde va y que le son
menos familiares, de figuras, hechos y episodios,
según sus creencias religiosas. Esto se daba en el
Paganismo clásico, como va expresado en el es¬
crito anterior. Se repite en tiempos de gran fe cris¬
tiana y donde llega a grados mayores es en los
lugares y espacios sagrados más famosos. Hay,
así, una tierra que, para los cristianos, es la Tie¬
rra Santa por antonomasia. Los hombres de Igle¬
sia que estuvieron allí en otros tiempos nos han
dejado noticias escrita e impresa de lo que vieron
en ella. Una de las obras más ilustrativas en este
orden es la de Fray Antonio del Castillo, francis¬
cano, titulada El devoto Peregrino, y Viaje a Tie¬
rra Santa, de la que hay dos ediciones por lo
menos, con ilustraciones muy curiosas.1
Aunque la obra de Fray Antonio contiene un
número de observaciones de mucho interés acer¬
ca de países y poblaciones, es claro que está es¬
crita con fines piadosos. De lo que se trata, en
esencia, es de lugares con importancia religiosa
que aparecen en el Antiguo y, sobre todo, en el
Nuevo Testamento, según lo que se sabía y se
creía en el siglo XVII, en época en la que allí do-

81
minaban los turcos. Los lugares sagrados por
haber sido escenarios de la vida de Cristo empie¬
zan en Egipto, adonde el escritor llegó primero.
A veces, Fray Antonio del Castillo se refiere a tra¬
diciones que narra a beneficio de inventario. Otras
las da como fidedignas en absoluto.
Localizará, por ejemplo, a dos leguas del Cairo,
en Matarea, una «piedra» en que se sentaba el
Niño Jesús, la «fuente» de la que bebía la Virgen
y una «higuera de Faraón» que se abrió y atrapó
en medio a los soldados que Herodes mandaba en
persecución de la Sagrada Familia. El episodio
de la siembra y fructificación del trigo (repre¬
sentado en el precioso cuadro de Patinir que está
en el Prado) lo da, no sólo como tema pictórico
sino como conocido entonces en Egipto mismo.2
En otras ocasiones, ante un elemento mineral o
vegetal, recoge alguna tradición referente a los mo¬
mentos más remotos de la vida del hombre. Así,
en Damieta (Damiata) hace referencia a los «hijos
de Adán»: una fruta que comió aquél después de
haber quebrantado los preceptos del Creador.3 No
hay elemento físico, natural, visible, que no su¬
giera referencias parecidas. A partir de cierto mo¬
mento, tales referencias se completan con graba¬
dos muy curiosos, aunque bastante fantásticos, en
que son los monumentos lo que prima. Aquí está,
en efecto, el castillo de San Dimas (domus Goni
Catronis);4 aquí el lugar de nacimiento y aun la
casa de Jeremías;5 más allá el valle del Terabin-
to, donde David mató al gigante.6
¿A qué seguir? Todo queda perfectamente lo¬
calizado, según Fray Antonio. La descripción de

82
los lugares santos de Jerusalén es prolija, ilustra¬
da a veces con planos y plantas.7 El presente se
ajusta al pasado y las tradiciones cobran a veces
una significación general. Por ejemplo, las rosas
del valle de Jericó conservaban sus efectos mila¬
grosos llevadas a España, según experiencia que
cuenta el mismo Fray Antonio. Porque en el con¬
vento de San Juan de la Rivera, en Valencia, se
abrieron ante ochenta religiosos, al tiempo de la
misa del gallo.8 En la cueva de la Virgen, una tie¬
rra blanca y comestible, se decía que lo era en
recuerdo de que allí cayó leche de la misma Vir¬
gen. Esta tierra tenía la virtud de provocar la lac¬
tancia y el peregrino cuenta cómo experimentó
esto en Granada con una señora muy noble, pero
pobre.9 Todo es, pues, significativo desde el punto
de vista religioso. La visión se carga de elemen¬
tos no sólo suprasensibles, sino sobrenaturales y
no queda empañada por lo dura que era la vida
para frailes y peregrinos cristianos bajo el poder
de los turcos: a pintarla dedicó Fray Antonio del
Castillo tres capítulos de su libro.10 Vivió largos
años en tierra dominada por enemigos: pero santa
a la vez. Lo que se veía en ella, ni más ni menos,
es lo que confirmaba su santidad. Claro es que,
modernamente, no sólo personas alejadas de la
Fe, sino también eruditos católicos con tendencia
crítica, dirán que muchas de estas visiones y lo¬
calizaciones son producto de «tradiciones piado¬
sas» que no tienen un sólido fundamento históri¬
co. Es claro, en efecto, que bastantes episodios
que se refieren a la huida a Egipto u otros de la
vida de Cristo, que han corrido mucho a lo largo

83
de los siglos, no se hallan documentados en los
textos del Nuevo Testamento, sino en otros apó¬
crifos o muy posteriores.
Pero no cabe duda de que durante siglos han
tenido fuerte influencia en la vida cristiana y que
los artistas, populares unas veces (como es el caso
de los que hicieron figuras de nacimiento), otros
cultos, representaron una y otra vez estos episo¬
dios en los lugares donde se creía que habían ocu¬
rrido de modo fantástico: las representaciones,
imágenes o visiones ahí están y como se ve por
el texto citado, la localización en Egipto y Pales¬
tina fue realizada por peregrinos y religiosos al
detalle.
La «tradición piadosa» condiciona la visión
popular en otros muchos casos, no tan importan¬
tes, claro es. En todos ellos, para nosotros lo im¬
portante es la representación y en esencia, la
representación colectiva de los creyentes. A este
respecto, es curioso advertir que ésta se halla
unida a ciertos procesos generales. Uno será el
condicionado por el deseo de localizar cerca el
hecho importante, el ponerlo dentro del propio
ámbito u horizonte. El otro es el de actualizarlo.
Es decir, el de ponerlo en un tiempo más cercano.

NOTAS

1. En la segunda, la dedicatoria al obispo de Tarazona se


fecha en Madrid, a 25 de enero de 1656. Manejo ésta.
2. Op. cit., págs. 119-120 (libro II).
3. Op. cit., pág. 123 (libro II).
4. Op. cit., pág. 146 (libro III).

84
5. Op. cit., pág. 148 (libro III).
6. Op. cit., pág. 149 (libro III).
7. Iglesia y sepulcro de la Virgen María, pág. 176 (libro III);
edificios del Monte Olivete, pág. 194 (libro III); o la iglesia del
Santo Sepulcro, págs. 216-217 (libro III); etc.
8. Op. cit., pág. 260 (libro III).
9. Op. cit., pág. 289 (libro III).
10. Op. cit., págs. 364-396 (libro IV).

85
Visiones estéticas, políticas
y antropológicas

La Antropología, sea la llamada natural, sea


la social, cada vez pretende ser disciplina más
científica. Es decir, aproximada (según cierta idea
de lo «científico)), concebida en el siglo XVIII, de¬
sarrollada en el XIX y vulgarizada en el XX) a las
ciencias físico-matemáticas. Ello no quita para que
algunos de los que dicen poseer este ideal sean,
a la par, grandes «moralizadores)), ya que no mo¬
ralistas. «Ciencia)) y «moral)) unidas, según una
concepción particular de las mismas, sirven, así,
para defender tesis políticas como la marxista. En
cambio, la experiencia indica que cada vez se des¬
precia más todo aquello que parezca «artístico))
al escribir Historia: porque en punto a Antropo¬
logía no recuerdo un solo autor que haya tenido
la pretensión de considerarla actividad que pueda
relacionarse jamás con el Arte y ni siquiera con
la Estética como disciplina filosófica. Esta puede
que sea una tendencia recta. Desde luego es la
de la generalidad de los antropólogos, aunque
haya habido algunos que se han distinguido como
buenos escritores o incluso estilistas.
Mas aceptando ahora la sentencia del apóstol,
que creyó conveniente que hubiera herejes, puedo
sentar plaza de tal y sostener que no sólo la His-

86
toria tiene algo que ver con un Arte y con una
concepción estética del Mundo, sino que también
la Antropología tiene que ocuparse del Arte y que,
además, puede ser objeto de interpretaciones es¬
téticas. Es más, a veces lo ha sido de modo sub¬
consciente o torcido. La cuestión sería llevar a
cabo las tareas necesarias para que la Antropolo¬
gía se aliara con la Estética de una manera clara
y racional, para bien de las dos disciplinas.
Vamos por pasos.
Emoción estética en un sentido, juicio estético
en otro paralelo, se dan una y otra vez ante he¬
chos que no se refieren estrictamente a lo bello
considerado así, en abstracto, y que nada tiene
que ver con el juicio de qué cosa es bella y qué
cosa no lo es, según la disciplina o «ciencia» que es
la Estética, desde los tiempos en que Baumgar-
ten acuñó la palabra, hasta los nuestros, en
que se aplica al investigar en los vastos dominios
del Arte; en lo que Hegel llamó Filosofía del Arte
propiamente dicha, que esto fue su Estética en
realidad.
Pero arranquemos de una posición distinta.
ÁiodnoiQ es la facultad de percibir por la sen¬
sación y, por extensión, mediante la inteligencia.
Pero también es llamado así el órgano que perci¬
be, el sentido o los cinco sentidos. Así pues, la
facultad de sentir, en principio, sería la aíodfiZmfi.
Ciñéndonos al uso más moderno de la voz, la fa¬
cultad de sentir lo bello. Ahora bien, en relación
con grupos humanos, pueblos y sociedades, la
facultad de percibir que parece más directa es
la que da la vista, y la ordenación estética más

87
general parece ser la del mundo circundante con
sus notas distintas, que no son sólo las que dan
idea de su riqueza o pobreza y de su utilidad para
la vida sino también de su belleza, que puede ser
de muchos órdenes: risueña o sombría, lírica o
trágica, propia para sentir miedo o alegría y, en
fin, «moral)) o «inmoral».
Considero, así, que desde un punto de vista
antropológico se impone como tarea primordial un
análisis de las ideas que la sociedad tiene en pun¬
to a su propia belleza y a la belleza de las socie¬
dades que la circundan; otro, de las relativas a la
belleza del propio territorio o paisaje, comparado
con los vecinos, y otro, en fin, será el examen
de cómo han caracterizado a tales pueblos, a la
luz de criterios estéticos, viajeros, novelistas, poe¬
tas, e, incluso, pintores. Digamos primero algo
sobre un tema que ha ocasionado trastornos con¬
siderables en la vida de los pueblos modernos: el
de la estimación, o mejor, sobreestimación de la
belleza propia de un grupo o nación.
En segundo lugar, habrá que estudiar los jui¬
cios ajenos, y en último, el modo como de todo
esto se puede extraer algún criterio para caracte¬
rizar de manera positiva a los pueblos según la
Estética en sí.

II

En tiempos no muy remotos hemos visto —por


ejemplo— cómo un entusiasmo colectivo, una si¬
tuación emocional colectiva y estética propiamen-

88
te dicha, de tipo fascista o nacionalista, ha dado
lugar a hechos terribles que quedan fuera del do¬
minio de la Estética como Filosofía del Arte o
Ciencia de la expresión artística, pero que esta si¬
tuación se funda en concepciones de lo bello en
función de la propia belleza racial o de la propia
nación. Los dos momentos más importantes en
que esto se ha observado son los del nazismo ale¬
mán y el fascismo italiano. El primero tuvo como
soporte una teoría, elaborada poco a poco, que
pretendía demostrar no sólo la propia superiori¬
dad intelectual y física frente a otros pueblos o
razas, sino también la superioridad en lo que se
refiere a belleza humana en todo orden, individual
y colectivo, físico y mental.1 El segundo se forjó
con mayor rapidez y arrancado de concepciones
patrióticas que, dicho sea de paso, se habían
dado, a la vez que en Italia —y acaso con rasgos
más violentos y con resultados más efectivos—,
en naciones como Inglaterra y Francia, en las que
un culto a la propia belleza se combinó de modo
peregrino no sólo con el imperialismo (esto no
hubiera sido raro) sino también con ideales libe¬
rales y democráticos universalistas. Pero de una
manera u otra, y dejando estos ejemplos aparte,
resulta que no hay programa político que deje de
considerar la emoción estética como base y que
no utilice ciertos lugares comunes estéticos: esti¬
mación de los propios elementos juveniles, arro¬
gancia viril, vitalismo más o menos consciente, be¬
lleza del propio programa frente a la fealdad de
los de los enemigos, etc.
Pero estos programas detectan de modo fácil

89
la «irracionalidad» de elementos tales, cuando
llega la ocasión. No los ven tan pobres de «razón»
en su propio grupo. También resulta fácil obser¬
var en qué falla la «racionalidad» de ciertas obras
que se consideran clásicas, dentro de cualquiera
de las corrientes políticas esteticistas de las que
se hablado ya. Algunos «clásicos del racismo»,
como por ejemplo el conde de Gobineau, fueron
escritores bien dotados desde el punto de vista li¬
terario, pero se consideraba que les fallaba la do¬
cumentación.2 A otros con tendencia similar les
fallaba, además, el sentido literario, y en su en¬
tusiasmo por la belleza de su propio grupo llega¬
ban a extremos fáciles de ridiculizar estéticamen¬
te.3 Pero este mismo hecho nos hace ver cuán
grande es el paso de lo estético, que aparece, pre¬
cisamente, donde, en teoría, nadie dice que está:
en la política y en la ideología.
El mismo «pensamiento» se presenta bajo for¬
mas o ropajes distintos, en grupos diferentes: siem¬
pre que se exacerba el nacionalismo. Lo mismo
da que sea en los escritos panfletarios de Léon
Daudet exaltando la belleza de lo «latino» y sobre
todo lo francés —y aún más, si cabe, lo proven-
zal—, frente a lo germánico o lo judaico, que en
los escritos poco leídos de los apostóles de nacio¬
nalismos particulares, como Sabino Arana-Goiri,
quien, en los artículos que publicó en ciertas re¬
vistas y periódicos de circulación limitada, emitió
juicios curiosos, comparando por ejemplo, el «biz-
caíno» con el «español». El texto es como la cari¬
catura de cualquier pensamiento nacionalista y
racista a la par. ¿Para qué copiarlo?4 No cabe

90
duda de que ésta es una manera muy arcaica de
«argumentar» (no de pensar). Lo que a uno le pa¬
rece lleno de belleza, para otro es fealdad y abomi¬
nación. Y viceversa. La guerra civil española y las
consecuencias de ella, que ahora se padecen, vie¬
nen a demostrarlo de un modo trágico, palpable.
Desde el punto de vista intelectual, la situación
resulta desesperante. Pero hay que seguir como
hace quinientos, mil o cerca de dos mil años. Por¬
que las caricaturas que los paganos hacían de los
cristianos en tiempos de las catacumbas, o las que
los protestantes hacían de los católicos o éstos
de los protestantes en el siglo XVI no eran peores
o mejores que las que han hecho grupos políti¬
cos en el siglo XX. Sobre todo los nacionalistas.

III

El enamoramiento del propio grupo, una es¬


pecie de «narcisismo colectivo», es algo tan fácil
de observar que resulta extraño que haya tantos
cultivadores de la Historia y de la Antropología
que eliminen de sus análisis la consideración de
todo elemento de carácter estético, en el más am¬
plio sentido de la palabra, en su pintura de los
grupos que estudian. Pero, por otra parte, hay
también historiadores, antropólogos y críticos que
parecen tener poco amor por las personas y temas
de que tratan. Esto se da asimismo en viajeros
que escriben sus impresiones.
Otros, en cambio, demuestran desde el prin¬
cipio su enamoramiento por el país o tema que

91
han escogido. He de confesar que, en conjunto,
estos autores enamorados «de lo de fuera» me
producen mayor atracción y creo, además, que
enamoramiento semejante ha dado los resul¬
tados mejores de la Historia, Crítica y Viajes.
Creo que los puede dar igualmente en Antropo¬
logía.
Pero sabiendo como sabemos qué resultados
poco satisfactorios ha producido el cultivo de las
emociones ante la propia belleza en países y pue¬
blos que la tienen y han tenido, lo que debemos
llevar a cabo, en primer lugar, es un análisis de
las causas del enamoramiento en cuestión: y diri¬
girlo o encauzarlo después.
Amar y comprender a la vez es difícil, pero
no imposible. Acaso lo más raro es sostener el
amor con la comprensión, y esto resulta casi ini¬
maginable en espíritus sistemáticos enamorados
no de lo que es en sí un país o sociedad sino de
lo que ellos creen que debe ser.
Recordaré ahora, por vía de ejemplo, algo que
cuenta brevemente Benedetto Croce al final de su
Storia del regno di Napoli y que está relacionado
con la vida de su pariente Spaventa.5 Al volver
éste a su tierra, después de muchos años de exi¬
lio y de cárcel, se encontró con una sociedad que
le pareció caótica, que no conocía por la larga au¬
sencia y a favor de la cual había luchado y sufri¬
do. El efecto del regreso y de la observación di¬
recta fue de horror y de náusea. No quiso nada
con quel paesaccio.
La injusticia evidente de la actitud la resalta
el propio Croce. ¡Pero cuántas decepciones y amar-

92
guras de este tipo pueden darse a lo largo de la
Historia en teóricos y utopistas!
Al estudiarlos hemos de recurrir también a cri¬
terios estéticos, ni más ni menos. Hemos de ana¬
lizar los resultados de lo que es el juicio intuitivo
y de lo que es el juicio lógico, y profundizar en el
estudio de las representaciones colectivas de ca¬
rácter estético dentro de la sociedad que nos
ocupa, representaciones que suelen ser varias y
encontradas, por lo general.
Cuando en una época se divulgó la idea de
aquellos filósofos que afirmaban que lo bello, lo
justo y lo verdadero venían a ser lo mismo, las
gentes creyeron en esto como se cree en tantas
otras cosas. Pero la realidad era que la creencia
no resultaba congruente con lo que ocurría en
derredor, y las mismas gentes no demostraban
ajustarse a ella. ¿Por qué? Porque, en primer
lugar, hay hombres y mujeres que han encontra¬
do belleza en actos que no son justos y en ideas
que no son verdaderas, según los criterios de otras
coexistentes y, en cambio, ha sido posible hallar
cierta falta constante de gracia y de belleza en
hombres y mujeres de vida justa y con fuertes ca¬
pacidades intelectuales. Así, por ejemplo, la mayor
parte de los reproches que los viajeros de países
nórdicos han hecho a los pueblos del sur de Eu¬
ropa han sido fundados en una concepción puri¬
tana de la vida, en la que un concepto de lo justo
y lo verdadero priman sobre el de lo bello... o lo
que a los observadores les parece bello. También,
acaso, verdadero y justo.
El Protestantismo, primero y cierto tipo de Ra-

93
cionalismo después, no han podido soportar nunca
la supremacía de ciertos criterios estéticos sobre
otros, y sus adeptos han creado una imagen de
los pueblos del sur que se ha generalizado y ex¬
tendido y que, incluso, hoy aceptan hombres y
mujeres de aquellos pueblos.
¿Pero no será el momento de hacer la crítica
de los críticos y censores y de «cantarles la carti¬
lla» como vulgarmente se dice? Porque, en pri¬
mer lugar, es evidente que su racionalidad no es
ni ha sido tan absoluta como ellos creen o han
creído.
La concepción o imagen del mundo de socie¬
dades e individuos se ajusta a ideales estéticos.
En la discrepancia de ideales puede haber un
motivo de lucha fiera. Con la sucesión de las ge¬
neraciones, el cambio de gusto, la oposición a lo
anterior es cosa conocida. Pero lo que se puede
estudiar bien a la luz de hechos históricos famo¬
sos, sobre todo en la esfera de las luchas reli¬
giosas, en el mundo popular ha sido menos estu¬
diado. Sin embargo, lo que ha pensado un pueblo
en este orden, y en un momento dado, ha sido
motivo de reflexión de observadores agudos y de
escándalo para otras cabezas más vulgares.
Cuando Stendhal estuvo en Nápoles en 1817,
pasó unos días dedicado a las delicias del tea¬
tro, y el 13 de febrero de aquel año anota en un
diario, hablando del de San Carlos: «Cette salle,
reconstruite en trois cents jours, est un coup
d’Etat: elle attache le peuple au roi plus que cette
constitution donnée á la Sicile et que Ton voudrait
avoir á Naples qui vaut bien la Sicile. Tout Naples

94
est ivre de bonheur».6 Más adelante vuelve a repe¬
tir la idea. El rey Fernando, del que tantas cosas
malas se dijeron en Europa, era adorado por el
pueblo, a causa del teatro, aunque hubiera algún
napolitano disidente que le reprochaba a Stendhal
su adhesión («au royalisme produit en moi par la
belle architecture de San Cario»)7 y le indicaba que
viera las habitaciones de los aldeanos para rectifi¬
car. Pero la consecuencia de la comparación no fue
del todo probatoria: «Je conclus de ce qu'il me dit
que le paysan napolitain est un sauvage, heureux
comme on l’était á Otaiti avant l’arrivée des mission-
naires méthodistes».8 Parece que aquí Stendhal
se hace eco del mito de la felicidad primitiva, del
«buen salvaje». Pero lo que hay que destacar ahora
es la oposición entre la mentalidad del hombre de¬
cimonónico «avanzado» que ve la miseria social en
función de la falta de libertades políticas, que abo¬
mina del lujo por ello, y la de los que aceptan in¬
cluso que el lujo ajeno es algo que cumple, y aun
más, que cumple una misión colectiva. Stendhal en
el caso cree que «San Cario est décidément une af-
faire de partí pour les napolitains»,9 un triunfo de
lo que no es la «razón política», sino una «razón
estética», podríamos decir.
Más modernamente observamos cómo esta
misma posición popular esteticista ha sido refle¬
jada en las novelas de autores napolitanos, por
ejemplo, Matilde Serao, cuando describe los en¬
tusiasmos populares y las «concepciones de la
vida» que —en verdad— nada tienen que ver con
un moralismo utilitario de corte anglosajón o ger¬
mánico. Pero resumamos.

95
Si la visión estética de un ámbito es ajena al
estudio antropológico de aquél, han fallado la
mayor parte de los viajeros, novelistas, pintores
y hasta músicos. Si la observación estética de la
vida cotidiana no es tema para la Antropología,
también puede decirse que existe fallo semejante.
Pero claro es que no lo hay: es más convincente
pensar lo contrario. Es decir, que el que falla es,
o puede ser, el historiador, el antropólogo o el so¬
ciólogo que no tiene en cuenta el factor estético
en sus averiguaciones.
Fallan también los que pretenden ajustar,
como hace poco (en el verano de 1983) lo han
hecho unos flamantes profesores españoles en
ciertos cursos universitarios de verano, el desa¬
rrollo de la Historia a fases «evolutivas» como la
comtiana (a la que volvían peregrinamente aque¬
llos profesores) u otras según las cuales el domi¬
nio de la pura racionalidad económica de cierto
tipo es el estadio en que estamos o vamos a estar
pronto.

IV

En una carta de Mengs a don Antonio Ponz se


usa la expresión «color local» y en nota se acla¬
ra: «es el color propio y natural de las cosas que
las distingue entre sí».10 Algunas generaciones des¬
pués los escritores románticos franceses utilizaban
la expresión equivalente en su lengua y se consi¬
deraba un descubrimiento de los mismos el ha¬
berla empleado en referencia a la narrativa: a

96
cuentos y novelas en que se situaba la acción en
determinados países, con costumbres que parecían
específicas, y en general, un poco exóticas, según
el gusto romántico. El color local queda ilustrado
por la técnica literaria de Merimée en sus narra¬
ciones españolas o corsas, por ejemplo. En forma
más popular, en algunas novelas de Dumas padre
que, en cierta ocasión, se refirió al momento
en que el concepto se comienza a utilizar en lite¬
ratura y de la manera indicada.
Ahora bien, lo que podría plantearse ahora es
si la aclaración al texto en que Mengs usó la ex¬
presión hace más de doscientos años podría apli¬
carse a la Antropología de modo más estricto. En
otras palabras, a la averiguación de si las cosas
antropológicas «tienen un color propio (dejemos
lo de natural) que las distingue entre sí». Podría
preguntarse, asimismo, cuál será el mejor siste¬
ma para distinguir este «color». Porque, por de
pronto, el folklorismo populista, racista, etc., quie¬
re darnos idea de que existe. Pero lo que a mi
juicio dan son colores falsos y amanerados.
Podría sostenerse que una tendencia parecida
fue la que hizo también que se desarrollaran los
trabajos de Folklore en algunos países durante la
primera mitad del XIX: al calor, asimismo, de cier¬
tas tendencias nacionalistas, populistas, de exalta¬
ción de valores místicos «raciales» o emparenta¬
dos con ellos, en Rusia, en Alemania y en otras
partes. El cultivo del «color local» tiene así unas
consecuencias políticas y puede impregnar algu¬
nas investigaciones antropológicas aún hoy día.
Esto pasa en el País Vasco. Pero todo esto, que

97
también afecta a artes como la pintura decimo¬
nónica y algo posterior (de género, folklórica, cos¬
tumbrista), nos hace ver, en última instancia,
cómo un concepto estrictamente estético invade
otros terrenos.

NOTAS

1. De 1922 a 1942 por lo menos, se sucedieron las ediciones


de la obra de Hans F. R. Günther, Rassenkunde des deutschen
Volkes (ver la edición de Munich-Berlín, 1942, que llegó a los 124
millares). Esta es una muestra clásica. El autor escribió otros
muchos libros en este estilo, como, por ejemplo, Rasse und Stil
(Munich, 1926). Otros también: por ejemplo, Ludwig Ferdinand
Clauss, en Rasse und Seele... (Munich, 1936) y Rasse und Cha-
rakter, 2 vols. (Munich, 1936).
2. El voluminoso trabajo del Padre Schmidt, Rassen und Vól-
ker in Vorgeschichte und Geschichte des Abendlandes, 2 vols.
(Lucerna, 1946), comienza (I, págs 3-12) con una historia del
origen y desarrollo del racismo ((irracional)) o emocional, y aquí
nos encontraremos a Gobineau como fundador y a Wagner como
representante posterior: el primero con una interpretación op¬
timista, heroica y agresiva, el segundo con otra más bien trá¬
gica y pesimista. ¿No tiene que ver esto con la Estética en
esencia?
3. Recuérdese, por ejemplo, los comentarios que produjo la
obra de Woltmann Die Germanen und die Rennaissance in Ita-
lien (Leipzig, 1905), en la que pretendía demostrar que el Rena¬
cimiento italiano había sido obra de un pequeño grupo de perso¬
nalidades geniales de origen germánico.
4. Sabino Arana-Goiri, Obras completas, 2a ed., I (San Sebas¬
tián, 1980), págs., 626-628.
5. Bari, 1925, pág. 267.
6. «Esta sala, reconstruida en 300 días, es un golpe de Esta¬
do. acerca el pueblo al Rey más que esa construcción que se ha
dado a Sicilia y que Nápoles, que tiene el mismo valor que Sici¬
lia, querrá para sí. Todo Nápoles está loco de felicidad.» (N. del
E.). Rome, Naples et Florence, en Stendhal, Voy ages en Italie
ed. de V. del Litto (París, 1973), págs. 513-514. '
7. «Al realismo producido en mí por la bella arquitectura de
San Carlos». (N. del E.)

98
8. «Deduzco de lo que me dice que el campesino napolitano
es un salvaje feliz como lo era el de Tahití antes de que llegaran
las misiones metodistas». (N. del E.) Op. cit., págs. 517-518 (23
de febrero de 1817).
9. aSan Cario decididamente es una cuestión de partido para
los napolitanos». (N. del E.) Op. cit., pág. 529 (19 de marzo
de 1817).
10. Obras de D. Antonio Rafael Mengs, primer pintor de cá¬
mara del rey, publicadas por Don Joseph Nicolás de Azara... (Ma¬
drid, 1780), pág. 211.

99
*
Segunda parte
El paisaje y sus tramas

Vivimos en una época, larga ya, en que se han


establecido fronteras rígidas entre Arte figurativo
y Arte que no lo es. A veces se confunde este úl¬
timo con lo que también se llama Arte abstracto
con notoria impropiedad, según mi juicio. Perso¬
nalmente, creo que las nociones de «figura» y
«abstracción» se deberían emplear de modo más
preciso. Los diccionarios latinos nos dicen que «fi¬
gura» quiere decir en aquella lengua y según los
casos, todo esto: forma, configuración exterior,
apariencia (física o moral), aspecto. Hay figuras
geométricas, figuras verbales, figuras retóricas, fi¬
losóficas. Un triángulo es una figura, como lo es
la ironía. Llamar «figurativa» a una obra de arte
parece decir mucho en términos vulgares. Pero es
decir casi nada. ¿Y lo de «abstracto»? «Abstraer»
es, por una parte, destacar, por otra, separar, sa¬
car. Cicerón decía que la vejez abstrae de empre¬
sas y negocios, es decir, separa. Pero si abstraer
es también destacar, no cabe duda de que una
escultura griega de hombre o mujer es una abs¬
tracción, porque destaca ciertos rasgos del cuerpo
humano y los suma, eliminando otros. De lo con¬
trario, la calle estaría llena de Venus de Cnido
y Apolos de Belvedere, cosa que, por desgracia,

103
no ocurre. Vivimos en nuestra concreción y que¬
remos, a veces, liberarnos de ella: a veces su¬
mergirnos en ella. Los artistas acaso son los que
de modo más claro expresan la alternativa. El
artista puede figurar de mil formas y abstraer
de mil maneras. Cuando era chico, hace cosa de
sesenta años, solía ir con mi tío Ricardo Baroja
al Museo del Prado, donde a veces le oía comen¬
tar algún cuadro con otro pintor que conocía. Oía
atento: pero más que los comentarios particula¬
res me acuerdo de la reflexión general que me
hacía siempre al salir del Museo: «¿Qué tiene que
ver lo que vemos fuera con lo que hemos visto
dentro? Nada».
Para él la Pintura era en su desarrollo íntegro
la historia de las distintas maneras de figurar y
de abstraer. Hasta en el caso de los pintores te¬
nidos por más realistas. Y algo que le exaspera¬
ba de modo particular era oír que con la fotogra¬
fía se había llegado a satisfacer las exigencias de
todo realismo y, con frecuencia, se refería a la
«imbecilidad» del objetivo y a la de los que afir¬
maban lo indicado. Dejo estos recuerdos a un lado
y vuelvo al tema del paisaje.

II

Detrás de cualquier paisaje, pintado o dibu¬


jado, hay una intención, una idea formal y una
abstracción. El artista destaca ciertos elementos,
significativos en su intento, y elimina o atenúa
otros. Esto ya se ve en los pocos paisajes que que-

104
dan de la Antigüedad (en frescos y mosaicos), en
los estupendos paisajes chinos, cargados de tras¬
cendencia filosófica, y en los de los primitivos
europeos, de los que a continuación me ocuparé
con más detalle.
A algunos de estos últimos, en Italia, les mue¬
ven ideas religiosas relacionadas con el movimien¬
to franciscano e incluso intenciones filosóficas y
jurídicas. En efecto, acaso no haya entre los pri¬
mitivos italianos uno que haya tenido concepción
más original del paisaje que Ambrogio Lorenzet-
ti, muerto en 1348 y que entre 1337 y 1340 pintó,
en el palacio público de Siena, los frescos que re¬
presentan los Efectos del huen y mal gobierno.
Si su obra no es una abstracción, no sé qué
puede ser. Aquí está el campo bien regido y go¬
bernado: un magnífico paisaje en el que se hallan
expresadas la vida agrícola y pastoril, la comer¬
cial. También los elementos que garantizan la se¬
guridad y bondad de las comunicaciones: cami¬
nos, puentes. Reflejar un programa político en un
paisaje resulta impresionante en cualquier caso,
y abstracto y figurativo a la par, en los términos
criticados.
Otros pintores, también italianos, se lanzan a
experiencias no menos peregrinas. Dentro ya del
Renacimiento puro, el florentino Fiero di Cosimo
(1462-1521?), en una serie de paisajes procura re¬
presentar los progresos de la Civilización a raíz
de la obtención del fuego. En uno de los paneles
(hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York)
se representa el ámbito silvestre y rocoso en que
hombres feroces, sátiros, centauros y bestias lu-

105
chan y se debaten desesperadamente. Comienzo
de una «evolución» cultural. Son estos dos ejem¬
plos muy ilustrativos de lo que se ha podido pedir
al paisajista y de lo que éste ha dado con sus
paisajes.
Pero hay otros muchos ejemplos.
Los paisajes clásicos con ruinas, evocadores de
antiguas grandezas, se cultivan mucho en el XVII.
Poussin está en cabeza entre los que los llevaron
a la perfección. Mas, de forma tan original como
estupenda, los hay pintados por grandes maestros
del XV, como Andrea Mantegna (1431-1506). En
su San Sebastián del Museo del Louvre, hay una
combinación de elementos de la época como son
las tres casas de campo unidas con su vergel ta¬
piado, el castillo roquero almenado de tipo me¬
dieval y las ruinas romanas de un gran edificio,
con cuatro columnas truncadas, otro edificio con
un arco monumental y otro, finalmente, con arco
tapiado, donde se abre un comercio corriente.
Los fondos del gran paduano están construi¬
dos con frecuencia por paisajes que impresionan
por su belleza y significación. Recuérdese ahora
el del Calvario, también en el Museo del Louvre,
pintado entre 1456 y 1459, con la roca hirsuta y
una ciudad amurallada de tipo medieval detrás.
Los fondos en sí, a veces, dominan en interés
sobre las figuras fundamentales, pese a que el pin¬
tor ponga mayor énfasis en lo que dichas figuras
representan.
Porque las figuras pueden ser convencionales,
pero los fondos se hacen sobre la observación del
mundo circundante, cada vez mejor reflejado.

106
A veces, personajes y fondo responden plenamente
a la época del pintor. Así, el Cortejo de los Reyes
Magos, en el fresco de Benozzo Gozzoli del Pa-
lazzo Medici-Riccardi, de Florencia, pintado entre
1459 y 1463. Allí vemos la ciudad en alto, la torre
fortificada, los pajes acompañando a los grandes
señores, con atuendo de la época del pintor.
Por otra parte, la sujeción del paisaje, como
simple fondo a la figura o las figuras que consti¬
tuyen el tema central del pintor, a veces adquiere
un carácter casi decorativo, como pasa en la Pietá
de Cosimo Turra (14327-1495) del Museo Correr de
Venecia, en la que la cabeza y la parte supe¬
rior de la imagen de la Virgen están enmarcados
por una extraña figura de Calvario. Figurar y abs¬
traer no son, pues, incompatibles.
Es evidente que aquella «sujeción» del paisaje
a las figuras, de la que trataron algunos teóricos
de otra época como Palomino, se va perdiendo con
los tiempos y que hay cada vez más pintores que
pintan figuras sin atender a paisajes, y otros
que hacen paisajes en los que las figuras son lo
secundario o accesorio. Pero como se ha dicho,
entre los primitivos italianos ya hay quienes cul¬
tivan el paisaje como tal e, incluso, procuran re¬
presentar un ámbito determinado. Tal ocurre, por
ejemplo en la tabla de Gherardo di Jacopo Star-
nina, que florece por los años de 1387-1409, y
que representa a la Tebaida, que se conserva en
los Uffizi de Florencia, cosa singularísima en su
género.
El paisaje adquiere grados de perfección insu¬
perable entre los venecianos tiempos después. Por

107
ejemplo en Giovanni Bellini: hacia 1490, éste com¬
pone el magnífico de la alegoría sacra que tam¬
bién se conserva en la famosa galería florentina.
Lo que siempre existe es una sujeción del pasado
al presente observable por el pintor, lo cual im¬
plica también una forma de abstraer. Porque Tie¬
rra Santa, Jerusalén, los países bíblicos se repre¬
sentan por espléndidos paisajes italianos de la
época. Esto ocurre también en el caso de La prue¬
ba de Moisés, del Giorgione, de hacia 1505, siem¬
pre en los Uffizi o, por seguir con lo que hay en
el mismo museo, en La muerte de Adonis de Se¬
bastiano del Piombo (1485-1547).

III

En los Países Bajos se da un proceso que no


es exactamente similar, pero tampoco diferencia¬
do en absoluto. A veces los maestros parecen más
detallistas y minuciosos. A veces, también, llegan
a «sujetan) tanto la figura al paisaje que ésta pa¬
rece lo secundario, incluso al tratar de temas re¬
ligiosos, de suerte que aquí, en España, fueron
censurados a causa de ello por algún hagiógrafo.
Aquí también, la idea de «país» se asoció du¬
rante los siglos XVI y XVII a los que se hacían en
Flandes sobre todo, que tuvieron mucha acepta¬
ción. Es significativo, a este respecto, que haya
en el Prado tantos, empezando por los de Pati-
nir, el pintor maravilloso que, de modo constan¬
te, «sujetó» figuras y temas a paisajes espléndi¬
dos: desde el de la barca de Caronte (El paso de

108
la laguna Estigia) al San Jerónimo. Lo que puede
denominarse la conquista de la autonomía para
el paisaje se realiza también en los Países Bajos
y Alemania de formas peregrinas. Porque en el
siglo XVI alemán hay pintores como Albrecht Alt-
dorfer, nacido hacia 1480 y muerto en 1538, que
aceptó la Reforma, que dan visiones tremendas
en paisajes como el de La batalla de Alejandro, en
la Alte Pinakothek de Münich. Los flamencos
con Brueghel, o Bruegel, el Viejo (1520-1569), que
adopta como lema el «De la vida», alcanzan la
mayor libertad y fluidez. Los cazadores en la nie¬
ve del Kunst Historisches Museum de Viena o La
siega del Metropolitan, pueden dar la razón cum¬
plida de por qué en España se llegó a asociar
tanto la idea de país o paisaje con Flandes. Des¬
pués ya se determina y fija el concepto de paisa¬
jista.
Paisajistas hay a cientos en Flandes. Menos
en otros países en los que la figura humana va
cobrando mayor y mayor fuerza. Esto no quiere
decir que no se cultive el paisaje. Algunos de los
que pueden considerarse más objetivos y realis¬
tas salen de manos de los maestros más famosos
como autores de retratos. Recuérdense los paisa¬
jes de Velázquez. Del XVI en adelante y de modo
progresivo, el paisaje se cultiva también con fines
informativos, para ilustrar obras geográficas y
descriptivas de muy diversa índole. Y en Civita-
tes orbis terrarum colaboran grandes artistas que
dibujan paisajes o lo que llamamos también «vis¬
tas». En cada época les dan un sello y puede de¬
cirse también que éste lo imprime cada técnica:

109
grabado en madera, en metal; expresado por la
litografía, el paisaje tiene un sello y a veces tam¬
bién cada técnica sugiere la producción de cier¬
tos efectos, como parece que ocurrió, precisamen¬
te, con la litografía.
No es posible tratar de la inmensidad de pro¬
ducciones paisajísticas de los tres últimos siglos,
ni aun señalar de modo sucinto las corrientes
fundamentales. Del paisaje anecdótico al impre¬
sionista hay una cantidad considerable de cambios
y mutaciones de conceptos y de técnicas. No ha¬
blemos de «evolución». Esta es una palabra enga¬
ñosa que a muchos les da a entender que existe
un proceso de creación unilineal y progresivo (de
lo más tosco a lo más perfecto) en todo género
de creaciones naturales o humanas. Es también
como un arma, ofensiva y defensiva, para dominar
y justificar la perfección propia. La verdad es que
en cada forma y manera se llega a una perfec¬
ción absoluta, de suerte que no se puede decir que
un paisaje de Velázquez es mejor que otro de Pa-
tinir, porque es más moderno, ni peor que uno
impresionista, porque éste es más reciente toda¬
vía. Veamos las cosas en sí mismas.

110
El paisaje, género pictórico y fuente de
conocimiento de la Arquitectura popular

El tema que me propongo desarrollar es fácil


o difícil, según se lleve a cabo de una manera u
otra. Es fácil componer una lista convencional de
paisajes con representación de cosas rústicas, cho¬
zas y otros elementos parecidos. Es difícil si,
sobre esto, se pretende extraer alguna consecuen¬
cia acerca de los nexos entre lo pintado y lo real,
sus casos y variaciones.
Empecemos por decir algo acerca de cómo se
desenvuelven las ideas utilizando las palabras
«país» y «paisaje», que, como todas, tienen una
historia compleja, la cual a algunos nos hace pen¬
sar que el viejo Demócrito tenía razón cuando afir¬
maba que las palabras son simples sombras de
los hechos y que como tales sombras pueden ser
movibles y hasta engañosas.
Hagamos, pues, primero un pequeño sondeo
lingüístico.
En el viejo Diccionario de autoridades a la pa¬
labra «país» se le dan ya varias significaciones,
que nos pueden servir de punto de arranque.1 En
primer término —dice— vale tanto como región,
reino, provincia o territorio. En segundo alude a
«la pintura en que están pintados, villas, lugares,
fortalezas, casas de campo y campañas». Metafó-

111
ricamente y en tercer lugar, se toma como mate¬
ria de ciencias o conocimientos: campo, según
expresión más corriente hoy. La palabra «paisaje»,
usada ya por Palomino, según el mismo dic¬
cionario, no servirá más que para aludir a un
«pedazo de país en la pintura». Las «autoridades»
citadas son del XVII: Calderón, Gracián, el mismo
Palomino. Los etimologistas modernos más acre¬
ditados, como Corominas,2 consideran que, aun¬
que el origen de la palabra «país» esté en el latín
pagus, es un galicismo (así como «paisaje») y que
no aparece todavía en autores anteriores a Gón-
gora, Villaviciosa y Balbuena, como Cervantes.
Creo que hay que rectificar algo esta afirma¬
ción rotunda, porque precisamente Cervantes en
La Gitanilla alude a «cuadros y países de Flan-
des».3 Por otra parte, Lope de Vega empleó tam¬
bién la palabra «país» como equivalente a tierra
o comarca en general («países remotos», «todos
los países») o en particular («pays de Enau», «país
de Artués»). También se refiere a «países pin¬
tados» e, incluso, utiliza la palabra «paisajes»
aludiendo a ámbitos naturales.4 Por otra parte,
dentro de la península hay algún caso de empleo
de esta última voz bastante anterior y muy signi¬
ficativo en nuestro intento, al que he hecho refe¬
rencia en un estudio del que éste es dependiente,5
y al que haré otras alusiones. Pese a ello, vuel¬
vo a citarlo. El 18 de octubre de 1548 terminaba
de escribir sus Diálogos de Roma Francisco de
Holanda. Usó en ellos de la lengua portuguesa y
en el primero hace hablar nada menos que a Mi¬
guel Angel, quien lleva a cabo una crítica absolu-

112
tamente negativa de la pintura flamenca, dicien¬
do: «O seu pintar é trapos, ma^onarias, verduras
de campos, sombras de árvores, e ríos e pontes, á
que chamam paisagem, e muitas figuras para cá,
e muitas para acolá».6
Visualizando este texto del XVI y el del Diccio¬
nario de autoridades en su segunda acepción,
observamos que la dependencia etimológica de
«país» y «paisaje»,7 de pagus, es decir, «campo»,
se completa. Resultaría así, también, que la no¬
ción de «paisaje urbano» sería un contrasentido
etimológico y que la de «paisaje natural», si no
es tautología por lo menos está cerca de serlo, si
advertimos que la vida campestre o rural siem¬
pre ha sido considerada como más cercana a la
Naturaleza que la de las ciudades: idea vieja y
que, por otra parte, se relaciona con nostalgias
poéticas, filosóficas y políticas, respecto a épocas
imaginadas en que los hombres vivían más feli¬
ces por lo mismo que su vida era más natural.

II

En la visión habría que establecer grados y


matices, como los hay en la vida social y en la
cultura que se desenvuelve en los campos de dis¬
tintas épocas, en países diferentes y bajo la pre¬
sión de lo que ocurre en las ciudades de modo
fundamental. Porque nadie, por otra parte, puede
hoy aceptar como artículo de fe las especulacio¬
nes acerca de la «primigeneidad» de lo campes¬
tre, o la «ahistoricidad» del campesino y otras afir-

113
maciones complementarias en boga hace años
entre seguidores de autores como Spengler. Cada
campo y cada campesino tienen detrás su propia
Historia: cada país y cada paisaje también, en
consecuencia. Desde una época bastante remota, los
pintores han manifestado extraña conciencia de
esto. Habría que decir más exactamente algunos
grandes pintores, con Ambrogio Lorenzetti en ca¬
beza. Porque no en balde este artista extraordina¬
rio que florece durante la primera mitad del siglo
XIV (desde 1319), y que de modo probable se cree
que murió a causa de la peste de 1348, fue consi¬
derado como un pensador, un filósofo moralista.
Entre los años de 1337 y 1340 pintó en el palacio
público de Siena una serie de frescos, de los cua¬
les aquí interesa recordar los que representan los
Efectos del buen y mal gobierno, que decoran la
Sala de la Paz de aquel edificio. El fresco relativo
al mal gobierno está, también, muy mal conservado:
pero parece expresar la idea de que cuando domina
un régimen tiránico, dominio semejante se expresa
no sólo en la fea catadura de las personas, sino
también en la forma y conservación de edificios,
etc. Lo relativo al buen gobierno es mucho más
significativo y está bien conservado, por fortuna.
En esta magna representación (figura 1) se
nos da oportunidad de contrastar, en primer tér¬
mino, la forma de la vida «urbana» con la «cam¬
pesina». La primera expresada por una especial
arquitectura: murallas, altas torres, casas seño¬
riales y comerciales. También por el desarrollo
de las artes y oficios, diversiones cortesanas y de
ciertos placeres ordenados.

114
Figura 1
El buen gobierno en el campo se halla expre¬
sado en un vasto país o paisaje, ni más ni menos.
¿Qué se ve en él? De izquierda a derecha corre
una calzada. Van por ella damas y jinetes en plan
de recreo, aldeanos con asnos y puercos, comer¬
ciantes en trance de pasar un puente. Pero cen¬
tremos ahora la atención en una parte que queda
algo a la izquierda del centro de la composición.
En ella se figura una casa de campo de tres cuer¬
pos, con otro edificio complementario detrás: más
cerca del espectador un chozo exactamente igual
a los que he podido ver y dibujar en repetidas
ocasiones durante mis viajes por Andalucía. De¬
lante dos hombres golpean la mies con mayales,
como los que también se usan todavía en algunas
partes. Porque es la época de la siega y recolec¬
ción, que están realizando otros todavía, mientras
que ya parte de la paja se ve colocada en dos al¬
miares situados delante del conjunto construido,
al lado de un huertecillo vallado, con dos árboles
frutales. La imagen es muy de su época: pero el
contenido podría ser de la nuestra. Dejemos de
considerar ahora otros elementos.8

III

Hace ya mucho tiempo que Jacob Burckhardt


escribió unas páginas profundas sobre el descu¬
brimiento del paisaje en obras poéticas y artísti¬
cas de esta misma época inicial del Renacimiento
italiano.9 Pero es evidente que se pueden efectuar
sondeos en distintas direcciones para esclarecer

116
más el significado de esta inquietud poderosa.
Porque, en primer lugar, no cabe duda de que por
medio de escenas encuadradas en paisajes pecu¬
liares, los pintores y miniaturistas quisieron re¬
presentar no sólo ámbitos naturales y seres que
habitan en ellos, sino también momentos concretos
de la vida del hombre en el Tiempo y en determi¬
nados espacios, con significación particular, sea
moralizadora como la de Lorenzetti, sea histórica,
sea alegórica en distintos sentidos.
Tanto la tradición como la innovación renacen¬
tista contribuyen a estos resultados. Como es sa¬
bido, a lo largo de la Edad Media, en esculturas
románicas y góticas de iglesias y catedrales se la¬
braron representaciones de los distintos meses del
año, figurados por determinadas acciones y esce¬
nas: la poda de árboles, la siega, la vendimia, etc.
Llega un momento en que los miniaturistas también
las realizan, de suerte que, en algunos casos, cada
escena se halla introducida en un amplio paisaje,
a veces magnífico. La cantidad de detalles curio¬
sos de arquitectura popular que se da en ellos es
considerable, así como de otros que nos hacen co¬
nocer técnicas de trabajo, herramientas, etc. No se
ha llevado a cabo, sin embargo, un inventario com¬
pleto de tales representaciones, aunque algunos
etnógrafos las hayan aprovechado.
Creo sin miedo a equivocarme que culminan
en las que ilustran Les tres viches heures du Duc
de Berri, debidas a Paul de Limbourg y sus her¬
manos, en donde hay paisajes tomados del natu¬
ral, con el castillo de los duques, el Mont Saint
Michel, el Louvre, etc.,10 y edificios populares. Sin

117
embargo, acaso en este orden haya otros calen¬
darios más informativos, aunque no lleguen a
tener la calidad artística de éste.
Dentro de una tradición cristiana medieval es
claro también que representaciones de escenas
de la vida de Cristo, como las de la adoración de
los pastores y de los Magos, la huida a Egipto,
etc., pueden dar ocasión repetida a que se figu¬
ren construcciones campestres o rústicas, como en
el caso del mismo portal de Belén, más o menos
realistas. No cabe duda de que las hay muy es¬
quemáticas y que otras resultan convencionales.
Pero aun las esquemáticas pueden servir para
establecer criterios elementales de construcción,
porque el pintor mismo ha pensado en cuáles son
o pueden ser éstos.
Limitándonos a lo peninsular, podemos afir¬
mar que el armazón de madera que representa
al portal en el retablo de Guimerá (en el Museo
Episcopal de Vic) es muy convencional,11 como
lo es también el del Maestro Bañólas, del retablo
de la Virgen del Monasterio del mismo pueblo:12
pero ya en la estructura del de la Epifanía de
Tomás Giner, en Santa María de Calatayud,13 o
en la Natividad del llamado Maestro de Avila, de
la colección Lázaro,14 puede haber elementos dig¬
nos de consideración.
En la figura 2 se da una interpretación del por¬
tal del Maestro de Avila, que nos muestra una
forma de construcción rústica esquemática, pero
de aspecto real: una estructura interior de carpin¬
tería y entramado que puede verse hoy en distin¬
tas partes de España.

118
Otras Natividades dan curiosas formas de en¬
tramados interiores de países distintos, como la
de Hans Multscher, maestro alemán de Ulm, que
floreció entre 1400 y 1467, hoy en el Museo de
Berlín.15

Figura 2
IV

En otro orden histórico-cultural vemos que los


pintores del Renacimiento se lanzan a pintar temas
más dificultosos de concebir. Piero di Cossimo
(1462-1521?), florentino, representa nada menos que
los progresos de la Civilización en una serie de pai¬
sajes. En el Metropolitan Museum de Nueva York
queda uno, en el que en ámbito selvático y rocoso
luchan hombres feroces, sátiros, centauros y bestias.
Comienzo de una «evolución» cultural, obtenida, pri¬
mero, por el conocimiento del fuego y luego por
otras técnicas, como la metalurgia y la primera ar¬
quitectura. El comienzo de ésta se halla represen¬
tado en el mito de Vulcano de la National Gallery
de Canadá (Ottawa), donde cuatro hombres, casi
desnudos, construyen con troncos de madera el ar¬
mazón de una casa primitiva (figura 3). Se dice que
la imagen está basada en un texto de Vitruvio (11,1)
acerca de cómo hizo su morada el hombre primiti¬
vo.16 Es evidente que un armazón como el repre¬
sentado puede haberse visto en cualquier ámbito
rústico de aquí o allá. Pero en otros casos el pintor
ha tenido que inspirarse en otro muy definido. Re¬
cordemos ahora un cuadro no italiano. Konrad Witz
fue un pintor cuya vida transcurre entre 1400 y 1446
poco más o menos. En el Museo de Arte e Historia
de Ginebra hay un cuadro conocido de él que re¬
presenta la pesca milagrosa de Cristo (1444) y que
era parte de un retablo. En él sorprende el paisaje.
En éste, a la derecha, vemos algo de una población
lacustre: cuatro palafitos que parecen inspirados en
un país prealpino (figura 4).

120
Figura 3

Figura 4
El pintor siempre se cura más de representar
la realidad actual que la pasada. Es de un «veris¬
mo)) relacionado con el momento, no historicista
o arqueologizante, como el de los pintores de His¬
toria del siglo XIX. Esto no quita para que en al¬
gunos casos refleje algo del pasado muy determi¬
nado y concreto, pero que sirve para contrastar
con lo propio del presente o lo intermedio. Así,
por ejemplo, resulta que Andrea Mantegna
(1431-1506) en el San Sebastián del Museo del
Louvre, pinta un fondo en el que se ven tres casas
de campo de su época, unidas, con un vergel ta¬
piado. Mas también un castillo roquero almena¬
do de tipo medieval y, en tercer término, las rui¬
nas, romanas evidentemente, de un gran edificio
con cuatro columnas truncadas, otro con arco mo¬
numental y un tercero con arco tapiado (figu¬
ra 5), donde se abre la puerta de un comercio
corriente. San Sebastián está localizado hoy, no
ayer.17 Este maestro gustaba de los fondos de gran
precisión, como se comprueba en frescos como el
que representa el encuentro de Ludovico II Gon-
zaga con el cardenal Francesco, su hijo, que nos
da la imagen de una ciudad portuaria amurallada
y con una cumbre dominante fortificada.18
El pintor o miniaturista del siglo XV se inspi¬
ra, pues, en el ámbito en que vive, aunque trate
temas del pasado, de un carácter histórico muy
concreto. Así resulta también, por ejemplo, que
al ilustrar las Antigüedades judaicas de Fia vio Jo-
sefo, Jean Fouquet (entre 1420 y 1481 poco más
o menos), y al representar hechos como la toma
de Jericó, pinta un paisaje de su tierra natal, Tu-

122
Figura 5
vena, y el poblado representado en primer térmi¬
no es un típico pueblo-calle de su época, con las
fachadas de las casas en hastial, una forma muy
peculiar de relacionar calles y edificios,19 y que
se encuentra utilizada en Europa con una repar¬
tición geográfica que da lugar a cavilaciones (fi¬
gura 6).

Pero a veces, también, se observa que el pin¬


tor utiliza elementos que acaso no arranca del
mundo circundante de modo directo, sino que los
extrae de alguna otra imagen que le ha interesa¬
do correspondiente a otro ámbito. De todas ma¬
neras, sobre el uso de la receta hay siempre mucho
que discutir, y en el caso o tema que nos ocupa
plantea cuestiones que no dejan de tener interés
teórico. Por ejemplo la que sigue.
El fondo de la Piedad del canónigo Luis Des-
plá, de Bartolomé Bermejo, obra de 1490, que está
en la catedral de Barcelona, es un paisaje som¬
brío en su lado izquierdo, con más luz en el de¬
recho, en donde se ve un conjunto urbano muy
fantástico. Pero a la izquierda, en ámbito mon¬
tuoso, se alza un molino de viento de tipo nórdi¬
co con estructura de madera y, al parecer, sobre
pivote (figura 7).
¿Dónde vio Bermejo este modelo de arquitec¬
tura, popularísimo en su época en unos ámbitos
de Europa y no conocido en otros? «Todo en la
pintura de Bermejo apunta a Flandes», dice Gu-

124
Figura 6
diol.20 Allí habrá que buscar el origen de este de¬
talle, que parece despegarse tanto de la realidad
española del siglo XV como de ambientes bíblicos.
Pero hay que recordar que también entre los
primitivos italianos hay quienes cultivan el pai¬
saje como tal con objeto de representar deter¬
minado ámbito del modo más idealizado. En los
Uffizi de Florencia hay una tabla de Gherardo di
Jacopo Starnina (pintor que vive por los años de
1387-1409) que representa la Tebaida.21 No hay
que pensar en ensayos de verosimilitud. Esta
Tebaida de orografía peregrina está poblada con
edificios góticos y casas de ermitaños muy nutri¬
das, alguna de las cuales puede estar inspirada
en modelos populares o campestres de la Tosca-
na, como las figuras de los viandantes. Son, pues,
bastantes los grados de convencionalismo, como
los de verosimilitud. En cada pintura hay mate¬
ria posible de discusión a este respecto.
Porque aun los pintores de imaginación más
desbordante, como el Bosco (que vive entre 1450
y 1516) usan de elementos sacados claramente del
natural, que tienen interés desde nuestro punto
de vista. No cabe duda, por ejemplo, de que la
representación de una posada rústica en la tabla
del Hijo pródigo del Museo Boymans-Van Bennin-
gen de Rotterdam, nos da una imagen fiel de
aquella clase de establecimientos en su forma más
humilde y en la tierra del autor (figura 8)22. En
combinación en un paisaje de elementos de ori¬
gen distinto, puede decirse que llegó a los resul¬
tados más maravillosos Joaquim Patinir, amigo de
Durero y muerto en Amberes en 1524.

126
Figura 8
Nada hay menos parecido al paisaje de Flan-
des que las grandes composiciones del maestro,
verdadero creador del paisaje autónomo. Pero las
granjas en los campos son verdaderas casas de
labranza del noroeste de Europa de su época. Esta
vez también los molinos de viento están inspira¬
dos en el mundo circundante (figura 9).23
Durante la primera mitad del siglo XVI, el
paisaje toma verdadera carta de naturaleza, como
género, en Flandes y allí llega a grados de per¬
fección insuperables. En Italia siguen existiendo
escuelas en que destacan algunos artistas que lo
cultivan, como ocurre en la veneciana. Pero en
otras llega a desaparecer, a causa del culto a la
figura humana, que culmina en Miguel Angel, el
cual, según testimonios fidedignos, parece que
tenía un desprecio absoluto por el modo de pin¬
tar flamenco en general, y por el paisaje en parti¬
cular.24 Sin embargo, los paisajes de fondo, o más
que de fondo de algunos renacentistas italianos,
son de primera magnitud y de valor documental
paralelo. Paisaje, ante todo, es La tempestad del
Giorgione (1476/78-1510) que se conserva en la
Gallería dell’Accademia de Venecia, pintada hacia
el año 1505, y en la que aparte del elemento na¬
tural y unas ruinas, se ve un rústico puente de
madera con un alto edificio a la derecha, a modo
de casa-torre (figura 10).25

128
Figura 9
VI

Pero no cabe duda de que de la mitad del siglo


XVI en adelante, las palabras «país» y «paisaje»
se asocian fundamentalmente a Flandes, y así re¬
sulta que Francisco Pacheco en su Arte de la pin¬
tura, acabado a comienzos de 1638, dice que «en
este tiempo se usaba ya en España pintar países
a lo que los flamencos han sido muy inclinados».26
Esto hace que aquí, de un lado, la pintura
como medio de información, desde nuestro punto
de vista, sea entonces limitado. Por otro, que los
flamencos extiendan su actividad a campos que
no son estrictamente estéticos, sino informativos
de modo primordial, de suerte que además de la
pintura usan el grabado y la imprenta con mu¬
chas más posibilidades de difusión.
Con independencia de esto, hay que advertir
que, en conjunto, el estudio del grabado como
fuente informativa es fundamental y paralelo al
de la pintura. Los grabadores alemanes del XVI,
con Durero a la cabeza, nos dejaron tesoros a este
respecto. Así, por ejemplo, el paisaje grabado por
Augustin Hirschvogel en 1526, en que se ve una
construcción palafitica (figura 11),27 es más expre¬
sivo en detalles que el cuadro de Witz, aunque
sea muy sumario.
Pero volviendo al tema indicado antes, convie¬
ne recordar ahora como uno de los mayores pai¬
sajistas que han existido, es decir, Bruegel el
Viejo, trabajó con Hieronimus Cock, propietario
de una imprenta y taller de estampas, en el que
trabajaron otros artistas y del que salían obras

130
para todo el mundo, y que Cock hizo también que
Brueghel viajara, que conociera Francia, Suiza e
Italia de norte a sur, y que dibujara en Tívoli, en
Nápoles, y que llegara a Reggio de Calabria y a
Sicilia.
De sus dibujos del natural sacó algo para pai¬
sajes famosos, donde combinó elementos.
En general, sin embargo, los detalles arquitec¬
tónicos son de inspiración flamenca, como en los
cuadros El Combate de Carnaval y la Cuaresma
del Kunst Historisches Museum de Viena y Los
cazadores en la nieve de aquel mismo museo.

Figura 11

131
Otros artistas que trabajaron para impresores
y editores y que también viajaron con el mismo
fin informativo, se limitaron a dejarnos vistas de
sitios donde estuvieron de gran valor documen¬
tal, no sólo arquitectónico, sino también por las
indumentarias y otros elementos observados, que
reproducen de modo fiel.
A este grupo pertenece, en época algo poste¬
rior, Joris Hoefnagel (1545-1600), que estuvo en
Alemania, Italia, España e Inglaterra, y al que se
deben vistas muy curiosas de poblaciones espa¬
ñolas con elementos campestres. Como colección
importantísima hay que recordar la de Georg
Braun, Civitates Orbis Terrarum, que empieza a
publicarse en 1572, con muchas imágenes debi¬
das a Franz Hogenberg. Este quehacer se combi¬
na con el de la Cartografía. Es curioso observar
también que en el siglo XVI tiene esta última téc¬
nica manifestaciones hasta en el Imperio turco,
donde algún artista dibuja planos de ciudades con
elementos paisajísticos de significado más simbó¬
lico que real, no sólo al representar la capital del
Imperio, Constantinopla, sino también las ciuda¬
des cristianas del Mediterráneo enemigo, como
Niza y Génova.28
Pero esto nos aparta de nuestro intento. Ocu¬
paría muchos cientos de páginas un inventario de
paisajes flamencos y holandeses de los siglos XVI
y XVII, que sería de interés para el estudio de la
arquitectura popular de aquellos países. En cam¬
bio, sería pequeñísimo el de cuadros españoles de
la misma época que nos sugirieron algo. Repasan¬
do los libros mejor ilustrados no se encuentra casi

132
nada. En La Visitación de Fernando Yáñez, de la
catedral de Valencia, se representa, por ejemplo,
un conjunto arquitectónico con saledizo, que no
deja de ser curioso, como se ve en la figura 12.29

Figura 12

\ *
S.

133
¿Pero qué es éste y algún otro caso, comparado
con la selva de información que hay respecto a
otros países? Los mismos paisajistas que empie¬
zan a descollar a partir de la época tardía que
indica Pacheco, son muy poco informativos, como
por ejemplo ocurre en el caso de Ignacio Iriarte
(1620-1685), azcoitiano que trabajó en Sevilla, que
fue amigo y colaborador de Murillo.
Mientras tanto, los flamencos pintan paisajes
que reflejan todos o casi todos los aspectos de la
vida de su tiempo, y nos dan una pauta o varias
pautas de investigación si ordenamos los temas
que tratan. Porque, desde un punto de vista físi¬
co, puede decirse que hay paisajes marítimos o
portuarios, otros fluviales, otros de tierra llana y
montañosos en fin.
Desde el punto de vista social nos encontra¬
mos con paisajes pastoriles, agrícolas, comercia¬
les y aun industriales, en los que se representan
explotaciones mineras, con sus máquinas y basti¬
mentos, no faltando algunos guerreros, señoriales
o feudales e, incluso, reales. Los de significado
religioso pierden expresividad, frente a lo que
ocurría en otros tiempos.

VII

Este deseo de observar el mundo circundante


en todas sus manifestaciones, que produce obras
maestras en una cantidad que sorprende y que
guía el ojo del artista en todas direcciones, tiene,
como casi todo lo humano, su momento de máxi-

134
ma expresión y luego un declinar sensible. Con el
final del XVII termina la gran época de la pintu¬
ra flamenca y holandesa. También la de nuestra
información amplia y objetiva.
Porque después puede decirse que la pintura
en general sigue derroteros contrarios casi siempre
a las viejas corrientes. Es —según las tornas —
cortesana y aparatosa, neoclásica, romántica, his-
toricista, impresionista. Atiende a colores, líneas,
movimientos, estiliza y geometriza. En un pequeño
rincón y como algo de importancia secundaria,
queda la pintura costumbrista. Los literatos ro¬
mánticos gustaron de lo que llamaban «color local»
y lo utilizaron de modo abundante y con éxito.
Pero la expresión de este «color» sacada del
mundo visual, no tuvo tanta fuerza creadora en la
pintura. Los cultivadores del «color local» en pin¬
tura no tienen el prestigio de los literatos. Esto
no quiere decir que no sean, a veces, artistas ex¬
celentes y que, desde nuestro punto de vista, no
resulten de primera importancia. Valdría la pena
hacer ahora, en España, un inventario de pintura
costumbrista en general, y de paisajes en parti¬
cular, que puedan tener interés desde un punto
de vista documental, etnográfico. Son muchos y
de pintores de distinta fama y reputación, claro
es: pero nuestra escala de valores no puede ser
la de los historiadores y críticos de arte.
En un humilde paisaje decimonónico podemos
encontrar algo de interés extraordinario. Dejemos
a un lado a los paisajistas románticos, como Pérez
Villaamil y sus famosas composiciones, y fijémo¬
nos en pintores de las distintas partes de España,

135
con tendencia realista, localista: hasta los de la
generación de los padres de quienes son de la
edad del que esto escribe, nacidos entre 1870 y
1890. Los hay andaluces, extremeños, murcianos
y valencianos y, por supuesto, vascos, catalanes
y gallegos. No falta lo castellano, lo leonés y lo
aragonés. Pero acaso haya cierta superabundan¬
cia con relación a ciertas partes y escasez relati¬
va respecto a otras. Porque es claro también que
hubo «modas)), en épocas determinadas, de pin¬
tar segovianos, o lagarteranos, ansotanos pirenai¬
cos o charros y charras. Los trajes, a veces, inte¬
resaron más que los paisajes. Pero ¡qué riqueza
documental!

NOTAS

1. Diccionario de la lengua castellana, V (Madrid, 1737), pág.


80 a.
2. Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana III
(Madrid, 1954), pág. 610 a.
3. Obras de Cervantes, B. A. E., I, pág. 109 b.
4. Ejemplos en Carlos Fernández Gómez, Vocabulario com¬
pleto de Lope de Vega, III (Madrid, 1971), pág. 2000.
5. «La interpretación histórico-cultural del paisaje», en Pai¬
sajes y ciudades (Madrid, 1986), págs. 13-14.
6. «Su pintar consiste en trapos, obras de albañilería, verdu¬
ras de campos, sombras de árboles, y ríos y puentes, a lo cual
llaman paisaje, y muchas figuras acá y acullá». (N. del E.) Diá¬
logos de Roma, ed. de Manuel Mendes (Lisboa, 1955), pág. 19.
7. Podría pensarse, también, si las voces italianas paese y pae-
saggio no fueron conocidas antes, o a la vez, que las francesas.
8. El esquema de la fig. 1 lo he hecho sobre la reproducción
en color de L’Europe gothique de Jacques Lassaigne (París-
Ginebra, 1979), pág. 42.
9 _Kultur der Renaissance in Italien (Viena-Phaidon), págs.

136
10. Grete Ring, A century of French painting (Londres, 1949),
págs. 199 b-200 a (n° 65).
11. José Gudiol Ricart, «Pintura gótica», en Ars Hispaniae,
IX (Madrid, 1955), pág. 102 (fig. 72).
12. Op. cit., pág. 113 (fig. 81).
13. Op. cit., pág. 304 (fig. 261).
14. Op. cit., pág. 343 (fig. 294).
15. Charles Sterling, Les peintres primitifs (Cadran, s. a.), fig.
115.
16. Saco el esquema de la figura 3 de Paul Warzée, Les pein¬
tres de la Renaissance italienne (París-Ginebra, 1979), pág. 37.
17. Charles Sterling, op. cit., fig. 50.
18. En Castello di Corte, Mantua.
19. Jacques Lassaigne, Les primitifs en France et en Espag-
ne (París-Ginebra, 1979), pág. 74.
20. Gudiol, op. cit., pág. 262.
21. «Firenze. Uffizi», en la serie Musei del Mondo (Milán,
1968), págs. 28-29.
22. Paul Warzée, L’humanisme en Flandre et en Allemagne
(París-Ginebra, 1979), pág. 10.
23. La figura 9 representa alguna de las granjas reproducidas
en el Reposo durante la huida a Egipto del Staatliche Museum
de Berlín, Paul Warzée, op. cit., pág. 23.
24. En el texto de Francisco de Holanda, citado al comienzo.
25. La figura 10 es esquema hecho sobre la reproducción del
cuadro en Julián Gállego, La peinture vénitienne et le maniéris-
me (París-Ginebra, 1979), pág. 13.
26. Arte de la pintura, II (Madrid, 1956), edición de F.J. Sán¬
chez Cantón, págs. 127-132.
27. La figura 11 está sacada de Arthur Hind, A short History
of Engraving and Etching (Londres, 1911), pág. 107 (fig. 43).
28. Reproducciones en «The Topkapi Collection», en Aramco
World Magazine, XXVIII, 2 (marzo-abril, 1987), págs. 1 y ante¬
portada (Estambul), 30-31 (Génova), 32-33 (Niza) de la Epopeya
de Solimán el Magnífico, del pintor de corte Matrocki Nasulti
(1537).
29. Diego Angulo Ibáñez, «Pintura del Renacimiento», en Ars
Hispaniae, XII (Madrid, 1954), pág. 45 (fig. 25).

137
Sobre el paisaje romántico español*

La palabra «paisaje» aparece ya en algún texto


del siglo XVI. Concretamente en el portugués de
Francisco de Holanda. Pero no cabe duda de que,
por la misma época y después, la que se usó más
en español fue la de «país». Con frecuencia tam¬
bién ésta hacía pensar a los que la utilizaban
en cuadros y tapices de la escuela flamenca, lle¬
nos de detalles con «villas, lugares, fortalezas,
casas de campo y campiñas», como dice la defi¬
nición de la palabra misma del Diccionario de
autoridades.
A los paisajistas netos siempre les interesó,
ante todo, la Naturaleza; en segundo lugar las
cosas hechas por el hombre dentro de ella y en
tercero el hombre, o los hombres en conjunto.
En cambio, a la mayoría de los pintores de tradi¬
ción religiosa y a los retratistas (también a los
dados a composiciones mitológicas) son los hom¬
bres o el Hombre en sí lo que les interesa más.
En la pintura clásica española hay que reconocer
que El Greco y Velázquez pintaron varios paisajes
estupendos, que Murillo y Mazo también cultiva-

* Del Catálogo de la exposición «Pinturas de paisaje del Ro¬


manticismo español» (Madrid, 1985), págs. 11-25.

138
ron el género. Más tarde Goya. En el siglo XVII
hubo algún paisajista especializado, como Ignacio
Iriarte, y en el XVIII otros maestros que, en la
época de Goya, pintaron cartones con paisajes
propiamente dichos, para tapices o con otro obje¬
to, como, por ejemplo, José del Castillo y Carni¬
cero. Estos paisajes tienen a veces un gran valor
documental.
Mas para los autores hispanos del siglo XVII
—insisto— la idea del «país» se asocia con Flan-
des y con una técnica minuciosa, pacienzuda. Cal¬
derón, en un auto sacramental que, como una de
sus comedias más famosas, se llama El pintor de
su deshonra, saca a escena a Lucifer discutiendo
acerca de la sabiduría del Padre Eterno y al enu¬
merar las Artes que domina lo representa como a
pintor minucioso. Refiriéndose a la Creación dirá,
en alarde de barroca fantasía:

«Seis días ha que en un País


se desvela cuydadoso,
siendo la Obra de seis días
de sus estudios el colmo».

He aquí el Génesis, como un «país» lleno de


detalles. El Creador como el maestro de Patinir,
de los Bruegel y de tantos otros artífices pacien¬
zudos. Pero hay paisajes y paisajes, por no decir
países y países. Una variedad (y no la menos im¬
portante) es la del «paisaje romántico» con su
expresión española. Hablemos ahora algo de ella:
o, mejor dicho, de sus distintas expresiones y ma¬
nifestaciones.

139
II

Creo que es posible defender, con copia de ra¬


zones, que el Romanticismo en pintura tiene aquí
raíces varias: algunas muy distintas a las del li¬
terario, poético y novelesco.
Puede señalarse que, en primer lugar, la pin¬
tura romántica española de paisaje, (tal como está
representada en la exposición) tiene sus anteceden¬
tes en el «paisaje costumbrista» del XVIII, al que
se ha hecho referencia. Por otro lado, en el genio
poderoso de Goya, cuando pinta, no en el género
de cartón para tapiz, sino en cuadros de muy dis¬
tinta índole, que luego se recordarán. Pero a estas
raíces hay que añadir otras extranjeras en gran
parte y entre ellas alguna que es casi exclusiva¬
mente técnica. Porque ya no es tiempo de creer
que el Romanticismo es un puro movimiento de
repulsa, una reacción simple contra los moldes
neoclásicos. Digamos ahora algo, por razón de
conveniencia cronológica, de esta raíz técnica.
Desde que —en efecto— a fines del siglo XVIII,
Senefelder descubrió la litografía, hasta comienzos
de este siglo, en que todavía grandes artistas la
empleaban con originalidad, hay un florecer de los
diversos usos de ella, que revolucionan mucho
la concepción del paisaje. Porque con la litogra¬
fía se obtienen efectos, sobre todo de luz, que no
se alcanzaban antes tan bien con otras técnicas
mecánicas y que influyen incluso en la pintura, en
los paisajes pintados al óleo o a la acuarela.
Ahora bien, esta técnica, con una carrera rá¬
pida y triunfal en Alemania, Inglaterra y Francia,

140
PROCESION DE SEMANA SANTA
Litografía
Dibujantes: Louisa Tenison y Egron Lundgran
Grabador: John F. Lewis

Louisa Tenison, Castile and Andalucía (Londres, Richard


Bentley, 1853), frente a pág. 201
fue pronto empleada para ilustrar libros de viajes
y de Historia, algunos de los cuales adquirieron
mucha popularidad, de suerte que la litografía se
pone no sólo al servicio de la industria editorial,
sino al de nuevas ideas y hechos, que conmueven
al mundo y que, en sí, son característicamente ro¬
mánticos. Uno de ellos es el de la reacción misma
contra Napoleón y lo que éste representa en Arte:
el Neoclasicismo.
Surge, así, el gusto por las particularidades de
cada uno de los países que lucharon contra el
poder centralizador e imperial, por lo «popular»
en toda su extensión. A las ideas políticas «popu¬
listas» se añade el interés por lo folklórico, lo
genuino o tenido como tal. En ciertos países tam¬
bién se desarrolla mayor curiosidad por otros,
aliados en la lucha que abarca los primeros años
del XIX.
Resulta, así, que desde la guerra de la Inde¬
pendencia en adelante hay en Inglaterra un inte¬
rés enorme por la «Península»: interés debido a
la misma guerra y a las campañas que durante
ella realizó Wellington. Sobre estas campañas se
escribieron multitud de diarios, memorias, libros
de Historia. Algunos fueron ilustrados espléndi¬
damente. Otros puede decirse que están consti¬
tuidos, en esencia, por vistas, por paisajes que
representan lugares donde ocurrieron acciones bé¬
licas memorables. Entre éstos ha de recordarse
ahora el de Edward Franke Locker, que se titula
Views in Spain, editado por John Murray, en Lon¬
dres, el año 1824 y que contiene, precisamente,
hasta sesenta litografías y paisajes de toda Espa-

142
VISTA DE LA CIUDAD DE CARMONA
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante: David Roberts
Grabador: Samt Fisher

Thomas Roscoe, Jenning’s Landscape Annual. The tourist in Spain.


Andalucía (Londres, Robert Jennings, 1836)
ña. Muchos de ellos son un tanto fantásticos,
«románticos» ya. Otros ofrecen efectos de luz de
los que se obtienen bien con la piedra: el paisaje
drawn in stone. Estos efectos se alcanzan después
también mediante el grabado de otro tipo, en
acero, etc. Pero en cualquier caso es cierto que la
visión paisajística romántica de España ya se da
en obras de hace ciento cincuenta años, que usan
de la litografía. Después, esta visión se perfila y
perfecciona. Sobre dibujos del natural, más o me¬
nos rápidos o detallados de artistas de nota, tra¬
bajan litógrafos y grabadores de modo febril.

III

Algún pintor inglés alcanzó gran fama por las


reproducciones de sus paisajes, hechos en viajes
por España y países de Oriente, como David Ro-
berts (1796-1854): colabora éste en el Jenning’s
Landscape Annual or the Tourist in Spain con
texto de Thomas Roscoe; obra en la que los gra¬
bados dan una visión más fantasmagórica, si cabe,
que los mismos dibujos y cuadros del pintor, de
distintas partes de España que ya de por sí eran
no poco «desbordantes». Los cuatro volúmenes del
Annual se publican de 1835 a 1938 y han sido po-
pulansimos: las ilustraciones copiadas y recopia¬
das, y no cabe duda de que la de Roberts dio mo¬
delo a otras colecciones, como vamos a ver. No
cabe duda tampoco de que la visión que dan de
España, sus paisajes, costumbres y monumentos
los dibujantes y grabadores ingleses de este pe-

144
ríodo influye de modo poderoso en otros mu¬
cho más modernos y entre ellos varios de nues¬
tro país, que nacen ya en este siglo. Dejando,
pues, ahora a un lado esta doble «raíz» inglesa y
«litográfica» que considero fundamental y que da
otros muchos ejemplos bellísimos, recordemos las
obras españolas de autores, en que se ve clara.
Entre ellas las que, con gran tesón, llevó adelan¬
te un artista barcelonés, Francisco Javier Parceri-
sa, que fue también, en esencia, un litógrafo. En
las casas de la burguesía española (hasta la época
en que los libros no constituían una especie de te¬
soro que alcanzaban precios locos) era corriente
que los niños o los adolescentes pudiéramos repa¬
sar las láminas de algún volumen de los Recuerdos
y bellezas de España de Parcerisa, que llevaban
este subtítulo: Obra destinada a dar a conocer
sus monumentos y antigüedades, en láminas di¬
bujadas del natural y litografiadas por... Esta serie
preciosa se empezó en Madrid, el año 1839: es
decir, no mucho después de que se publicaran los
Anuarios con texto de Roscoe. Pero la elaboración
fue lenta y sólo en 1865 sale el último tomo, que
hace el número doce. Los encargados del texto
fueron Piferrer y Quadrado, primero. Luego cola¬
boraron también Pi y Margall y Pedro de Madra-
zo. Pero ahora interesa la parte ilustrativa, las
litografías, sustituidas por fotos y dibujos con pre¬
tensión de documentales (más banales también)
en la segunda edición ampliada de los textos, que
apareció bajo el título de España, sus monumen¬
tos y artes, su naturaleza e historia. Parcerisa
como pintor dejó un serie de cuadros notables que

145
representan, sobre todo, templos y catedrales.
Como litógrafo su obra tiene un gran valor artís¬
tico, aparte del documental, que hace de él un ro¬
mántico típico: porque romántica es la afición a
los claustros ruinosos, los templos envueltos en
misterio, los monumentos que los neoclásicos, uti¬
lizando esa vulgar expresión que se usa en Estéti¬
ca y que arranca de la cocina, consideraban de
«mal gusto». Para el romántico, es, precisamente,
de ((buen gusto» todo lo que parecía de malo a
sus abuelos, e incluso a sus padres. Porque si Par-
cerisa nace en 1803, otro gran paisajista románti¬
co, Jenaro Pérez Villaamil, viene al mundo en El
Ferrol en 1807 y muere en Madrid el año de la
revolución: el 54. También está aquí representa¬
do, claro es. Con relación a este artista famoso,
de vida movida durante su juventud, sabemos de
modo positivo que tuvo amistad con Roberts, que
recibió su influencia y que incluso poseía un ejem¬
plar de los Picturesque Sketches in Spain, taken
during the years 1832 and 1833. No sólo esto.
También la colección de Vivian (1839) y la obra
de Prout, más otros que indican gran curiosidad
por la arquitectura medieval... Villaamil parece
haber descubierto su verdadero temperamento en
los primeros años de la década de 1830 a 1840.
Pronto justifica el que su amigo Zorrilla escri¬
biera aquello de:

«Tú tienes en los pinceles


dormidos monasterios
con aéreos botareles
y afiligranado altar.

146
VISTA DE LA CIUDAD DE BURGOS
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante: David Roberts
Grabador: J. Cárter

Thomas Roscoe, Jenning’s Landscape Annual. The tourist in Spain.


Biscay and the Castiles (Londres, Robert Jennings, 1837), frente
a pág. 62.
Tienes torres con campanas
y transparentes labores,
castillo con castellanas
que aguardan a su señor,
y bóvedas horadadas
y silenciosas capillas
donde, en marmóreas almohadas
yace el muerto fundador».

Villaamil o Pérez de Villaamil publicó también,


con texto de don Patricio de la Escosura, una pre¬
ciosa serie de vistas que lleva el título de España
artística y monumental, vistas y descripción de los
sitios y monumentos más notables de España, en
tres tomos (París, 1842). Villaamil firma esta serie
en el borde inferior a la izquierda, así «G. P. de
Villa-Amil dibujó». A la derecha va el nombre del
litógrafo: «Jules Arrout lith.», nacido en 1814, que
también pintó vistas y paisajes. La imprenta es la
de «Lemecier Bernard et Cié.» y el editor, A. Hau-
ser, establecido en el «Boulevard des Italiens, 11».
No cabe duda de que también en este caso la li¬
tografía da morbidez al dibujo. Pero Villaamil no
se contentó con reproducir los monumentos, sino
que los animó, introduciendo personas y elemen¬
tos del paisaje que no eran estrictamente monu¬
mentales. Pienso ahora en la Puerta de Carmona
en Sevilla, que me es muy familiar, o en el Patio
de la casa de Miranda. En las pinturas de paisa¬
jes menos «monumentales» y en los apuntes, el
artista, a veces, se vuelve muy suelto y ligero y
esto se debía a una técnica rápida que usaba y de
la que daba cuenta su discípulo Martín Rico, que

148
■>*. §9
■ •• ? . ■í‘ n
T íj|

INTERIOR DE SAN JUAN


DE LOS REYES. TOLEDO
Litografía
Dibujante: Genaro Pérez de Vilaamil
Litógrafo: Philippe Benoist

España artística y Monumental


(París, Hauser, 1842-1850).

PORTADA DEL HOSPICIO


DE MADRID
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante: David Roberts
Grabador: E. Challis

Thomas Roscoe, The Tourist in Spain


and Morocco (Londres, Robert
Jennings, 1838).
publicó sus memorias en 1906. Por un lado efec¬
tos litográficos siempre; por otro Romanticismo
arqueológico, ciertos toques costumbristas y un
algo de la vieja tradición escenográfica y docu¬
mental que en el siglo XVIII da ya tan excelentes
muestras, arrancando de los maestros italianos
que emplean la cámara lúcida, como el Canaletto
y su sobrino u otros, venecianos sobre todo.

IV

Se presentan así varios paisajes que arrancan


de concepciones dieciochescas y que se deben a
autores anteriores a los románticos propiamente
dichos. Uno de ellos es la vista de Madrid de Bar¬
tolomé Montalvo, artista nacido en Sangarcía (Se-
govia), que fue teniente director de la Academia
de Bellas Artes de San Fernando y que se espe¬
cializó en bodegones y paisajes. Se exhibe tam¬
bién una vista del estanque del Retiro, del pintor
valenciano José Ribelles y Helip, conocido por sus
ilustraciones de El Quijote, sus decoraciones de
teatros y varios cuadros de Historia y de género.
Ribelles sobresalió también como acuarelista y a
él se debe una colección de acuarelas en que re¬
producía los trajes populares españoles de su
época, dentro de un género muy cultivado desde
comienzo del siglo XIX y aún antes, pero que pro¬
dujo el mayor interés en la época romántica pre¬
cisamente, no sólo a los artistas españoles, sino
también a los extrajeros, cuando el «color local))
estaba de moda. Pero más merecedor de atención

150
ahora es otro paisajista prolífico, que ha tenido
mala fortuna en enciplopedias y repertorios bio¬
gráficos, porque en unas no se le cita, en otros
se dice que vivió en España en el siglo XVIII y
en otros, por fin, después de afirmar que murió en
París, en 1812, se le hace pintor de cámara de
Fernando VII. Lo cierto es que el italiano Feman¬
do Brambilla vino a España de joven, trabajó en
la corte para aquel monarca y desempeñó la cá¬
tedra de Perspectiva en la Academia de San Fer¬
nando, a la que perteneció, con tantos otros maes¬
tros de los que aquí se trata. La tradición de los
«perspectivistas» italianos es patente en la obra
de Brambilla, de la cual la parte más conocida es
la gran serie de vistas de los Reales Sitios, que in¬
cluye el Palacio de Madrid, el Museo del Prado,
Aranjuez, La Granja, Riofrío, y que está repartida
entre el mismo palacio, las casas del Príncipe y el
Labrador, los ministerios y otros establecimientos
oficiales. Las vistas de Brambilla se divulgaron
mucho merced, una vez más, a la litografía. Este
pintor tiene, ante todo, un valor documental. Es un
poco seco y hoy es posible saber más de su vida,
merced a investigaciones minuciosas. Pero en la
serie litográfica creo que mejora evidentemente. En
litografías estupendas, como lo es, por ejemplo, la
de la Vista de la fachada principal del Real Pala¬
cio de Madrid, leemos, a la izquierda, que «F. Bam-
brilla lo pintó». Al centro, que «J. de Madrazo lo
dibujó» y a la izquierda, que «Asselineau lo lit.°».
Supongo que es Léon-Auguste Asselineau, el cual
nació en Hamburgo en 1808 y murió en Rúan, ya
en 1889. Brambilla da entrada en sus vistas a tipos

151
populares, puede decirse que hay en sus cuadros
algo de «costumbrismo)), como ocurre en la vista
con los tenderetes y ropas colgados en las orillas
del Manzanares, con los tipos que pone en la
«Calle Nueva)) (es decir la de Bailén actual) o ante
la fachada de El Escorial. Pero en la manera
de dibujar los árboles y en algún otro elemento
sigue utilizando una técnica más dieciochesca que
romántica, que pasa a los dibujos de Madrazo y a
las mismas litografías. Brambilla tuvo discípulos
más románticos que él, sin duda alguna.

Uno de ellos fue el madrileño José María


Avrial y Flores, que también lo fue de José de
Madrazo. A él se deben, aparte de cuadros histó¬
ricos y mitológicos, de pinturas decorativas para
iglesias, de decoraciones y telones de boca para
teatros, muchos paisajes de Madrid y sus afue¬
ras, y de Segovia. Como otros artistas de su época
colaboró en colecciones literarias y revistas y apar¬
te de eso fue hombre erudito.
Riguroso contemporáneo de Parcerisa, Villaa-
mil y Avrial, fue un pintor menos conocido José
Elbo. Elbo pintó, como otros muchos de sus con¬
temporáneos, cuadros con majas, toreros, corridas,
toradas. También gustó de un tema típico del
Romanticismo: el de las ventas, los ventorros y
ventorrillos. Un tema que seduce también a los
escritores tanto como a los músicos. Porque si el
Duque de Ribas escribió el magnífico relato dra-

152
VISTA DE LA FACHADA DEL REAL PALACIO DE MADRID
A LA CALLE NUEVA
Litografía
Pintor: F. Brambilla
Dirigido por J. de Madrazo
Litógrafo: Asselineau

Real Establecimiento Litográfico de Madrid


[Ejemplar del Museo Municipal de Madrid. I. N. 2599]
mático sobre «El ventero» para Los españoles pin¬
tados por sí mismos, Iradier, risueño, compuso
«Las ventas de Cárdenas». Elbo era cuidadoso, mi¬
nucioso en su género, y da un sello particular a
sus cuadros de género.
Entre los pintores que se inspiran ya en la sie¬
rra de Guadarrama, también en la Casa de Campo
y los alrededores de la corte, hay un cordobés,
Mariano Belmonte y Vacas, que murió el año de
1864 en Valencia, donde también pintó paisajes.
En la serie madrileña hay que colocar asimis¬
mo a los hermanos Brugada. Antonio ya andaba
por la Academia de San Fernando por los años
de 1818 a 1821. Se distinguió como marinista, lo
cual se explica porque también fue discípulo, des¬
pués de su paso por la Academia, del barón Gudin
(1802-1880), marinista francés conocido, que deri¬
vó progresivamente a la interpretación romántica
de la Naturaleza. José de Brugada murió antes
que su hermano, en 1859, y también cultivó el
paisaje romántico.
En Madrid también desarrolló su actividad Vi¬
cente Camarón y Meliá, hijo de José Juan, el re¬
tratado por Goya. Este pintor murió en 1864 y
vivió como tantos otros muy unido a la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando. Cul¬
tivó casi todos los géneros conocidos en su época,
pero se distinguió más como paisajista y es re¬
cordada, por ejemplo, la vista del Tajo desde la
Pesquera que está en el Museo de Arte Moderno.

154
MEZQUITA DE CORDOBA
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante y grabador: Emile
y Adolphe Rouargue

Emile Begin, Voyage pittoresque en


Espagne et en Portugal (París,
Belin, Leprier y Morizort, 1850).

FUENTE DE SANTA MARIA.


ALICANTE
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante y grabador: Emile
y Adolphe Rouargue

Emile Begin, Voyage pittoresque en


Espagne et en Portugal (París,
Belin, Leprier y Morizort, 1850).
VI

De los dos hermanos Ferrant, pintores del


tiempo de Isabel II, el menor, llamado Fernando,
fue el que más cultivó el paisaje. Ferrant sucedió
a Villaamil en la enseñanza académica y dio a su
obra un tono lírico, con claros de luna y otros
efectos que según críticos como Lafuente Ferrari
recuerdan los que obtenían algunos paisajistas ale¬
manes. Dice también que al final de su vida em¬
pezó a cambiar de estilo, haciéndose más realis¬
ta, en un sentido como el que tiempos después
llegó a imponer Carlos Haes, que dominó la pin¬
tura de paisaje de fines del siglo XIX. Fernando
Ferrant fue profesor de dibujo del rey Francisco.
Sobre esto hay que añadir que disertó acerca
del género paisajístico en su discurso de ingreso
en la Academia de San Fernando, tema que, por
otra parte, desarrolló también, en ocasión seme¬
jante, don Nicolás Gato de Lema (1820-1883), pai¬
sajista que aquí no está representado, pero que es
muy representativo y estimable. Estos dos textos
deben ser estudiados para comprender el desarro¬
llo del paisaje decimonónico y habrá que recordar
que Gato de Lema considera que Goya fue el reno¬
vador de la pintura de paisaje, y el 4 de diciembre
de 1859, fecha de su discurso, hacía de Villaamil
el príncipe de los paisajistas españoles y entre
ellos citaba a Alenza, a Camarón, a Elbo, a Mon-
talvo y a Rigalt.
Siempre en Artes y Ciencias hay mayor facili¬
dad para explicar las líneas generales de las con¬
cepciones y corrientes, los cdsmos» podríamos

156
EL MIRADOR DE TOLEDO DESDE EL PUENTE DE SAN MARTIN
Litografía
Dibujante: Genaro Pérez de Villaamil
Litógrafo: Adolphe Bayot y Jacottet

España artística y monumental (París, Hauser, 1842-1850).


decir, que la forma concreta que estas concepcio¬
nes adoptan en la mente de los que las represen¬
tan. Gato de Lema, como otros contemporáneos
suyos, veía cual cosa cierta que el siglo XIX había
insuflado «nueva vida» al paisaje y que a los pai¬
sajistas contemporáneos suyos les había «sido
dado descubrir esos magníficos bosques, esas pih-
torescas llanuras, esos lagos serenos, esos hori¬
zontes remotos, hasta ahora ignorados por el arte
por tantos siglos como cuenta el mundo». El pin¬
tor recuerda los nombres de paisajistas france¬
ses, ingleses, alemanes, suizos, escandinavos. El
Romanticismo, en suma, es un movimiento inter¬
nacional y en España tiene una raíz internacional
que ya se ha resaltado.
Pero ¿es sólo eso? Sin duda que no. Hay pai¬
sajista y paisajista romántico. Esto se ve exami¬
nando la obra de los que trabajan en Madrid
mismo, de un lado. De otro, contemplando los
más caracterizados de los paisajistas que viven
en otras grandes ciudades, como pueden ser Bar¬
celona o Sevilla.

VII

De los pintores románticos que nacen ya en


la década de 1820, el que sin duda ha sido más
popular es Eugenio Lucas, que nació en septiem¬
bre de 1829 y que murió en Madrid, también en
septiembre, en 1870. Lucas aprendió o perfeccio¬
nó su oficio en la escuela de San Fernando: hizo
copias en el Prado de Velázquez y Murillo. Pero,

158
como se dice y repite, el maestro que más admi¬
ración le produjo fue Goya. Decir Goya es decir
demasiado, porque, parodiando el dicho que el ro¬
mántico Richard Ford pone en cabeza de A Hand-
book for Travellers in Spain referido a España,
«Quien dice Goya, dice todo». El Goya de Lucas
es el tenebroso, el oscuro, el lúgubre, no el claro,
risueño, elegante y burlón. Es un Goya más fácil
de copiar, más follentinesco también: el de los
ajusticiados, presos, tormentos inquisitoriales, ban¬
didos, etc. Acaso donde Lucas parece más origi¬
nal es en los paisajes precisamente. Son éstos fan¬
tásticos. Atienden más al «color local» que a lo
monumental y algunos pueden recordar textos ro¬
mánticos e incluso trozos de ópera, como el paso
de los contrabandistas de Carmen. Uno de los más
conocidos representa, precisamente, un desfilade¬
ro entre altos riscos, con contrabandistas.
Lucas ha sido maltratado por bastantes críti¬
cos; a causa de su tendencia a la receta temática
y técnica, sus obras resultaban fáciles de imitar y
su propio hijo las imitó servilmente. La cantidad
de «Lucas falsos» que han andado por tiendas de
antigüedades y chamarilerías de su época a la
nuestra es enorme. Pero no cabe duda de que
Lucas acertaba con frecuencia en su género, cuan¬
do se sentía romántico independiente más que
«goyesco» a su modo, o una especie de «industrial
de la pintura». Porque tanto Lucas como Pérez
Villaamil (que eran allegados y amigos), y otros
pintores de la época, llegaron a hacer obras en
serie como las han hecho también algunos pinto¬
res modernos, abstractos, manejando recipientes

159
con colores distintos de modo sucesivo, manchan¬
do lienzos y retocando con pinceles las manchas,
que no tenían forma de primera intención y dán¬
doles luego alguna particular. Así obtenían una
especie de producción mecánica que chocaba a
algunos de sus discípulos por la rapidez con que
la llevaban a cabo. El ya citado Martín Rico fue
testigo de ella.
Pero en estas generaciones la pintura paisa-
jístico-monumental sigue siendo cultivada por ar¬
tistas menos conocidos, como el cuñado de don
José de Madrazo, Pedro Kuntz, nacido en Roma,
muerto en Madrid, en 1863, y al que se deben vis¬
tas de El Escorial; o Vicente Poleró, que llega ya
a fines del siglo XIX. Poleró fue restaurador, teó¬
rico de la pintura y también pintó interiores de
El Escorial, de Valencia y vistas de El Paular.

VIII

Puede afirmarse, sin miedo a cometer exage¬


ración, que, durante un período bastante largo del
reinado de Isabel II, Sevilla fue la capital turísti¬
ca de España. La cantidad considerable de viaje¬
ros que llegaban allí atraídos por la belleza y fama
de la ciudad produjo un florecer de cierto tipo de
«recuerdos», entre los cuales se contaban de modo
predominante las vistas de la ciudad misma y los
cuadros de género, con escenas andaluzas en ge¬
neral y sevillanas en particular. Esto explica que
floreciera una serie de maestros paisajistas y cos¬
tumbristas que dan un giro especial a la pintura

160
EL VIATICO
Litografía
Dibujante: José Domínguez Bécquer
Dirigido por Genaro Pérez
de Villaamil
Litógrafo: Adolphe Bayot

España Artística y Monumental


(París, Hauser, 1842-1850).

LADRONES EN UNA VENTA


Litografía
Dibujante: José Domínguez Bécquer
Dirigido por Genaro Pérez
de Villaamil
Litógrafo: Adolphe Bayot

España Artística y Monumental


(París, Hauser, 1842-1850).
romántica: el giro sevillano podríamos decir. Entre
ellos hay que contar a los Domínguez Bécquer,
de los cuales el mayor fue José, que nació en Se¬
villa en 1810 y murió muy joven, en 1841, des¬
pués de haber pintado bastante. Era tío segundo
del famosísimo Gustavo Adolfo y del pintor Vale¬
riano, que también tuvieron el triste sino de morir
muy jóvenes. Primo y discípulo de José fue Joa¬
quín, que se hizo cargo de sus sobrinos. Los Do¬
mínguez Bécquer pintaron escenas de costumbres
andaluzas y vistas de la ciudad natal. No es po¬
sible estudiar aquí la relación de su sevillanismo
pictórico con el del poeta y otros escritores de la
tierra. Pero sí hay que afirmar que bastantes pin¬
tores medianos y algunos muy sobresalientes si¬
guieron su misma línea. En términos generales
puede decirse también que las pinturas de los tíos
del poeta son menos patéticas que los relatos se¬
villanos del mismo y menos personales que las
obras de Valeriano. Desde el punto de vista plás¬
tico, a Sevilla le pasa un poco lo que a Nápoles.
Hay que hacer vistas standard, al gusto de los
ricos turistas (el turismo ya es una actividad ro¬
mántica). Aquí hay que poner la Giralda, aquí la
Torre del Oro, el Guadalquivir también. Allí do¬
minarán el Vesubio en erupción o la Bahía. Figu¬
ras de músicos y grupos de hombres y mujeres
que bailan animarán el paisaje, algo convencio¬
nal. El tópico no llega, sin embargo, a anular la
capacidad de algunos artistas que se recrean con
la exuberancia de la Feria de la Romería de la
Virgen del Rocío. Entre los discípulos de Joaquín
Domínguez está Manuel Rodríguez de Guzmán

162
VENTA
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante y grabador:
Emile y Adolphe Rouargue

Emile Begin, Voyage pittoresque en Espagne et en Portugal


(París, Belin, Leprier y Morizot, 1850).

RAMBLA DE BARCELONA
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante y grabador:
Emile y Adolphe Rouargue

Emile Begin, Voyage pittoresque en Espagne et en Portugal


(París, Belin, Leprier y Morizot, 1850).
(1818-1867) que se distingue por esto. Pero el an¬
dalucismo pictórico llega también a otras partes
y sólo las vistas románticas de Granada, la Alham-
bra, el Generalife, etc., formarían un corpus in¬
menso.
De esta generación de los Domínguez Bécquer
mayores es también Manuel Barrón y Carrillo, se¬
villano nacido en 1828, que vivió en su ciudad
natal, pintando varias vistas de ella y sus alrede¬
dores, algunas de las cuales compraron Isabel II
y los duques de Montpensier. Barrón pintó, ade¬
más, paisajes fantásticos muy sueltos y esceno¬
gráficos, con colores ocres y calientes, de los que
ha habido muchos en casas particulares de la ca¬
pital andaluza hasta nuestro tiempo.

IX

Aún queda por decir algo de otros pintores, ya


que es imposible ocuparse de la totalidad de los
paisajistas románticos españoles. La vista del mo¬
nasterio de El Escorial, de Francisco de Paula
Van-Halen, muerto en 1887, y natural de Vich, nos
pone ante una de las varias que pintó reprodu¬
ciendo monumentos famosos (de Segovia, Toledo,
etc.). Van Halen, considerado sobre todo como
«pintor de batallas», fue pintor de Historia tam¬
bién y pagó tributo al gusto por la litografía, como
tantos otros, y publicó alguna colección de éstas,
señalada. Ya trabajaba bastante antes de media¬
dos del siglo XIX.
Una personalidad más fuerte es, sin duda, la

164
DILIGENCIA ATRAVESANDO EL PUERTO DE BALAGUER
Grabado en acero, talla dulce
Dibujante y grabador: Emile y Adolphe Rouargue

Emile Begin, Voyage pittoresque en Espagne et en Portugal


(París, Belin, Leprier y Morizot, 1850).
de Luis Rigalt y Fabriols, barcelonés, hijo de otro
pintor de perspectiva y paisajes, Pablo (1778-
1845), también conocido. Rigalt fue profesor, cola¬
boró en bastantes obras ilustradas y pintó mu¬
chísimos paisajes, algunos muy sueltos y no al
modo romántico. Otros con efectos de niebla, de
clima según las estaciones, o que resaltan las be¬
llezas de distintas partes de Catalunya. El paisa¬
je con ruinas del Museo de Arte Moderno de Bar¬
celona, da idea del arte de este pintor, que no es
ni mucho menos el único romántico catalán, en
las distintas formas de concebir lo romántico. Por¬
que Barcelona desde antiguo tiene unas escuelas
de dibujo y de pintura muy famosas y concurri¬
das, en las que la juventud ha adquirido un vir¬
tuosismo técnico que ha durado hasta nuestros
días. Los pintores catalanes, pues, con indepen¬
dencia de las modas y estilos han gozado de una
preparación sólida, como dibujantes y como colo¬
ristas. También en la composición.
El fervor romántico dominó a algunos como
Parcerisa, de modo paralelo al que, en Cataluña
también, se da entre los literatos. El nombre de
una novela famosa en su tiempo, de autor cata¬
lán (aunque nacido en Mahón), sintetiza gustos
y tendencias: Las ruinas de mi convento, de Fer¬
nando Patxot y Ferrer (1812-1859). Un paisaje ro¬
mántico en suma. Un paisaje que se diferencia de
los clásicos o neoclásicos, que a su vez inspiran
antes a poetas como Arriaza cuando escribe:

166
«De la primera luz que el campo dora,
ofrece grato, entre árboles y flores
danzas de ninfas, juegos de pastores».

En estos casos lo de «pintar como querer»


cobra un noble significado. «Pintar como que¬
rer» clásico, o «pintar como querer» romántico.
Luego vendrán otros «quereres».

167
Sobre casas y pueblos

Comenzamos hoy una tarea dificilísima. La de


querer influir en conciencias ajenas y completa¬
mente seguras de sí mismas, para persuadirlas de
que, en cierto orden, esa seguridad es producto
de una aberración del espíritu. Se puede predecir
que no tendremos éxito. Triste predicción: pero
aunque el éxito no nos acompañe habremos cum¬
plido con nuestro deber. Acaso pasados los años
—como tantas veces ocurre aquí— se dirá: «Se
hicieron tales y cuales disparates... pero ya hubo
unos que los denunciaron como tales». Poco con¬
suelo único consuelo posible... En hipótesis.
Una hipótesis que también puede resultar es¬
candalosamente fallida, porque no hay razones para
pensar que, a la vuelta de unos pocos años, la ma¬
yoría de los españoles haya cambiado de gustos y
de conducta en relación con la manera de construir.
Nuestro tema es, en efecto, el del porvenir urbano
de España, que un número considerable de perso¬
nas lo pintan con colores lisonjeros y que a unos
cuantos nos parece negro, sencillamente.
España era un país pobre, pero interesante y
hermoso, según la opinión de los hombres de
gusto del siglo pasado y de comienzos de éste.
Pobre y no agradable según una caterva de

168
viajeros, sobre todo anglosajones, que han veni¬
do aquí con la idea de reconfortarse observando
la miseria ajena, comparándola con la propia ri¬
queza y eficacia. Resulta que ahora hay también
una proporción sensible de españoles que hacen
comparación parecida, pero no entre lo propio y
lo extraño, sino entre la miseria de antes y la ri¬
queza y eficacia de ahora. En cualquier estación
de automóviles de línea o colmado, se puede oír
repetido el luminoso pensamiento, que siempre se
nos sirve con la misma salsa por las distintas vías
de información y desde hace más de un cuarto de
siglo. Y es cosa terrible encontrarse entre aque¬
llos que consideran que la miseria de antes, fuera
la que veían los pastores protestantes o los co¬
roneles, súbditos fieles de la Reina Victoria de
Inglaterra, o la que denuncian los españoles triun¬
fantes en esta España poco anglofila, era una
miseria dorada, y que lo que ahora se está creando
no está uno seguro de que sea la riqueza, o una
riqueza monopolizada y producida en detrimento
de otros valores. Dejemos, sin embargo, a los fa¬
bricantes de artículos doctrinales lo de los valo¬
res espirituales: tal vez, desde hace algún tiem¬
po, manejan menos el tranquillo... Por algo es, sin
duda.
Cuando era uno chico, y aún mucho después
también, ha oído repetido mil veces, por gente
sabia y sentenciosa, aquello de que no hay que
confundir la libertad con el libertinaje. El liberti¬
naje lo representaban, de un lado, los que escri¬
bían o emitían opiniones atrevidas; de otro los
que alteraban el orden público callejero. Menos

169
los hombres dados a las faldas. La libertad nunca
quedaba comprometida por las personas «de
orden», en el uso de su dinero, de su propiedad,
de sus industrias, de sus influencias. Sospechá¬
bamos algunos que a ellas también se les podría
aplicar esta reflexión de guardarropía moral. Pero
no. Nunca se les ha aplicado y también cuando
un goethiano de vía estrecha, de estos que abun¬
dan ahora tanto en España, repite lo de que pre¬
fiere la injusticia al desorden, jamás piensa en el
desorden de la construcción, en los ríos infectos,
en las carreteras amenazadoras, en las calles pe¬
ligrosas para la salud, en los barrios inmundos,
construidos por gentes sin conciencia. El desorden
ya se sabe lo que es: cuestión policial y de censura
de libros y periódicos o, a lo más, asunto erótico.
Lo otro es riqueza y progreso.
Pero ahora, en estos años que van de 1965 al
presente,1 resulta que la reflexión sensata de las
gentes de orden cobra para algunos un nuevo y
realísimo significado, porque el libertinaje mayor,
el desorden más antigoethiano, puede darse en la
gente que se tiene como de orden, a la que no le
ponen freno las leyes, en su tarea sistemática de
destrozar playas, paisajes, conjuntos urbanos, lle¬
nar de inmundicias los lugares públicos y dejar
las tristes huellas de su paso en bosques y mon¬
tañas. Allí nos encontraremos con el plástico, el
bote de mermelada, la cajita de sardinas y el en¬
vase del yogur de gusto equívoco, que han deja¬
do el probo funcionario y su distinguida esposa,
el joven dinámico y su enamorada, el hombre de
negocios y su prole. Toda gente de orden y ene-

170
migos del libertinaje... Acaso también de la hu¬
milde libertad del prójimo.
Herr Karl Kluber, el novio oficial de la bella
Gema, en Aguas primaverales, creía que, en el co¬
mercio, hacer pagar precios de locos o de rusos
(Narren oder Russen-Preise) era cosa que no tenía
nada que ver con el desorden ni con la moral.
También se quejaba de que los gobiernos no res¬
petaban de modo suficiente al elemento burgués
en la sociedad (das bürgerliche Element in der So-
cietat). Esto allá por los años de 1840, en Franc¬
fort. Herr Karl Kluber hubiera vivido a sus an¬
chas, hoy, en nuestro país dejando sus deyecciones
burguesas, sin que nadie le faltara. Aquí no hay
altivos tenientes, ni jonkhens soberbios, que mo¬
lesten al honrado hombre de negocios: aquí todos
colaboramos en sus empresas y cantamos al Pro¬
greso indefinido y expresado por inmobiliarias y
conservas. Si alguna vez hemos sido monjes y sol¬
dados ahora interpretamos lo uno y lo otro a nues¬
tra guisa y sin curarnos demasiado de un pasado
próximo, en que los programas eran otros y en
que en la austera Castilla se acusaba a los pobres
vascos y catalanes de que tenían una excesiva
afición al dinero y a los negocios. El hidalgo cas¬
tellano era otra cosa: pero dejemos al Quijote, al
Cid, a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz dor¬
mir tranquilos... si es que no les despierta algún
motor con su hedor correspondiente.
La consecuencia que saca un hombre que vive
al margen de lo público después de ver, oír y ca¬
llar durante cerca de cuarenta años, es la de que
España no puede con su pasado y que está hipo-

171
tecando el futuro, sacrificándolo todo al presen¬
te: al presente de una parte de su población. Las
otras no cuentan.
Se sacrifica al aquí y al ahora de una manera
idolátrica o con sumisión absoluta a la presión
económica exterior. Se venden solares, playas en¬
teras, se hacen hoteles, se compran artefactos de
todas clases, se imita todo cuanto es imitable,
se gana y se gasta.
El viejo Diceópolis en Los acarnenses decía
que el verbo «comprar» le hacía cuartos material¬
mente y que en la Atenas del siglo V había que
comprarlo todo: aceite, vinagre, carbón. ¡Qué hu¬
biera dicho, hoy, en cualquier ciudad del Medite¬
rráneo, donde viven en simbiosis el ario en paños
menores y el semita o el hamita sin miedo al
Santo Oficio! La obsesión no es tanto la de com¬
prar como la de vender. Vendámoslo todo. Tie¬
rra, casa, huertos. Saquemos dinero de todo. Si
molestan las viejas murallas, las ermitas, los pa¬
seos, las fuentes, húndanse, desaparezcan en bue¬
na hora.
De unas épocas que acaso eran excesivamen¬
te respetuosas con el pasado, o un tipo de pasa¬
do, hemos llegado a otras en que lo que se hace
es ignorarlo: pero como se ignora en la calle a
una persona a la que no se quiera saludar. Es
decir que no existe, porque no le conviene a uno
que exista, aunque esté delante de uno.
Ya vendrá, además, una caterva de sabios
sociólogos, antropólogos, economistas, etc., dis¬
puesta a ayudarnos en esta ignorancia, con sus
teorías funcionales, estructurales, socio-económi-

172
cas, etc., etc., para quitar importancia a todo lo
que no se observa con los propios ojos y se escu¬
cha con los propios oídos, o se huele con la propia
nariz.
Algo parecido hacen los perros cuando se en¬
cuentran. ¡Qué importan los perros del pasado!
Pero algunos hombres de estudio, con tanto
derecho como aquellos técnicos, porque maneja¬
mos datos, cifras y «hechos», en suma, podemos
pensar que sus teorías sobre las funciones y es¬
tructuras económicas y sociales son de una tos¬
quedad increíble porque, al construirlas, eliminan,
precisamente, toda noción temporal y espacial que
no está sometida a un presente mal definido y
peor estudiado, pero que se considera como lo
único real. Hablarles a estos sabios de San Agus¬
tín sería ofenderles en su sabiduría desdeñosa.
Tampoco habrá que recordarles que el viejo
Lucrecio sostuvo que cada cosa tiene su Tiempo
en sí misma, que el Tiempo por sí mismo no exis¬
te, si no es adherido a una serie de cosas... Ellos
están dispuestos a romperlas y a destruir el Tiem¬
po. Bien. Pero la pretensión es de una insolencia
absoluta y si no fuera por eso sería de una ri¬
diculez espantosa. Destruye las cosas, destruye su
Tiempo. Ya vendrá algo que te destruirá a ti y
que, sin destruir lo que hayas hecho, le dará la
categoría que merece.
¡Funciones, funciones! ¿Quien inventó la idea
de lo funcional, siguiendo unos criterios geomé¬
tricos y mecánicos y una visión del porvenir de
novela de Science-fiction de comienzos de siglo?
¡La verdad es que «la hizo buena»! Porque aquí

173
está, en efecto, la vivienda-colmena, no como refle¬
jo de una sabia politeía, sino como medio de hacer
negocios rápidamente, y con ella otras mil cosas
que los profetas funcionalistas acaso previeron pen¬
sando en otras interpretaciones. Ahí están, también,
el arte abstracto en uso multitudinario, el acade¬
micismo de lo ultramoderno, la genialidad de mogo¬
llón y de chafarrinón, para uso de los que montan
bares y salas de fiesta. No, no hay que equivocar¬
se. No nos vaya a pasar con Rodríguez lo que nos
pasó con Sisley, Renoir o Pissarro. Traguémoslo
todo, paguémoslo todo, que para eso hay dinero.

II

Hoy existen bastantes técnicos que creen dis¬


poner del futuro. Bastantes también piensan en
la posibilidad de modificar el medio. Nadie pien¬
sa, en cambio, en que puede disponer de su pa¬
sado, ni cuenta con lo que ha sido el medio am¬
biente que fue y que condicionó la vida hasta la
fecha en que nos encontramos metidos en él, al
nacer. Pero una sociedad inteligente (y la de hoy
no lo parece al que esto escribe y a otras muchas
personas, dígase lo que se diga) ha de estudiar
las dimensiones, las funciones también, en su pro¬
pio devenir de modo menos elemental y grosero
que el que está en uso.
Arrancando de este punto de vista, las «fun¬
ciones» que se nos presentan con caracteres más
enigmáticos son: 1. la función del medido físi¬
co, 2. la función del pasado.

174
Cada una de por sí tiene algo de inexorable y,
en variedad de casos, caracteres contrarios a los
ideales funcionales, utilitarios y seudorracionalis-
tas que asignan a su idea de función muchos au¬
tores modernos.
Ni el medio nos es dado a nuestra medida, ni
el pasado se ajusta a nuestros deseos y necesida¬
des. Pero ahí están los dos como factores esen¬
ciales en el curso de la vida, con caracteres que
recuerdan a los que los griegos daban a la Nece¬
sidad en la Historia y la Tragedia. Intentar des¬
hacer sus efectos es empresa loca; intentada sin
embargo, ayer y hoy. Hoy más que nunca, por
una especie de idolatría artificialista, apoyada en
los progresos evidentes de ciencias particulares,
interpretados, eso sí, por hombres que no siem¬
pre son de ciencia o que si lo son se prostituyen.
No hay que recordar ejemplos que el siglo ha dado
en abundancia. Se cree que es posible desafiar a
la Naturaleza y a la Historia, y frente a ellas se
invoca a la Ciencia. Una ciencia interesada, claro
es. Hoy, por desgracia, ya no podemos creer, como
en tiempos de Renán, que el hombre de ciencia
podía sustituir al sacerdote en el mundo espiri¬
tual. Podemos creer que el sacerdote no cumplió
con su misión y también que el hombre de cien¬
cia, como aquél, paga tributo a los poderes del
Mundo y en formas igualmente peligrosas o caso
físicamente más dañinas, porque maneja princi¬
pios, sustancias o materias que, en sí, contienen
una inmensa fuerza bruta. Acaso esta situación
actual no es tampoco más que una expresión de
la Necesidad, considerada desde un punto de vista

175
histórico, un resultado de la Historia de la Cien¬
cia misma.
Porque, como en otros muchos casos, la pro¬
fundidad del pensamiento griego no se compren¬
de más que examinando los términos abstractos
en relación con hechos concretos. Sólo se puede,
así, tener idea de la importancia de lo que nos es
dado por Necesidad. Y lo que el mito de Icaro
simbolizó es lo que el hombre de ciencia está lle¬
gando a tocar: la posibilidad no sólo de su pro¬
pia destrucción, sino de todo lo que tiene en
derredor.
No hay que recordar lo escrito en torno a la
bomba atómica y las zozobras de los físicos a con¬
secuencia del lanzamiento memorable de aquélla
para hacer ver la posibilidad de destrucciones
irreparables.
Basta con tocar temas menos tremendos, para
encontrar posibilidades de amenazas sin cuento.
Uno de ellos es el de la destrucción de los am¬
bientes naturales. Otro el de la destrucción de pue¬
blos y ciudades y la creación de otros tipos de
vivir. Desde hace algunos años se habla menos
de átomos y bombas. Más de polución, de conta¬
minación, de envenenamientos físicos, psíquicos
y sociales, de defensa de la Naturaleza. Menos de
la del Arte y de la Historia. Apenas hay día en
que las viejas instituciones encargadas de velar
por uno y otra no reciban un palmetazo, siendo
acusadas de reaccionarias y ridiculas porque pro¬
testan contra este o aquel desaguisado. Al Des¬
potismo ilustrado siguió el Despotismo sin ilustrar.
Ahora vivimos bajo el Despotismo del cemento y

176
el aparejador y del arquitecto, al servicio del hom¬
bre de negocios. Se habla por un lado de peligros
reales. Se protesta de adefesios y seudogenialida-
des que ofenden a la vista; pero, por otro, el di¬
nero sigue sin oler, como en tiempos de Vespa-
siano. ¡Lástima que no oliera en ciertas casas
y casos! ¡Lástima también no creer en un Infier¬
no dantesco para los culpables de nuevo cuño!
Pero no hay remedio. La experiencia desde me¬
diados del siglo XIX nos indica que frente al poder
de la especulación estamos desarmados, y que
aquel viejo y plástico refrán castellano que indica
la fuerza del sexo sobre el hombre podría modifi¬
carse y decirse así: «Más pueden dos pesetas que
dos carretas».
Las pesetas destruyen las ideas más claras y
racionales, con una fuerza que jamás soñó tener
el más hábil orador o panfletista y con una vio¬
lencia que nunca pudieron poseer los revolucio¬
narios. Tampoco los órganos femeninos a los que
alude el refrán genuino.
La cuestión será encontrar en el futuro argu¬
mentos que demuestren al poder público el peli¬
gro del uso del dinero, que sean tan claros como
los que tiene para temer a los escritores y a los
alborotadores callejeros. Estos argumentos no pue¬
den ser morales y estéticos sino sencillamente uti¬
litarios, porque el hombre moderno no atiende a
otro criterio que el de la utilidad, aunque sea mal
entendida. ¿Cómo enfocar el asunto del porvenir
urbano de España desde este punto de vista y
contra lo que se hace?
Este del urbanismo es un asunto concreto, que

177
no puede atacarse ya en puros términos ideales.
Entre 1920 y 1970 tales términos han presentado
caracteres muy distintos, y los fracasos se han de¬
bido, a veces, a las formas utópicas y geométri¬
cas que se han dado a las soluciones. Formas que
han tenido interpretaciones funestas. En otros
casos, también, algunos criterios racionales se han
pretendido aplicar en malas coyunturas y acaso
han quedado condenados al pasar aquéllas.
Recordemos unos ejemplos.
Durante el período que va de 1940 a 1944 se
dio en Francia una honda preocupación por el «ur¬
banismo rural», preocupación que, sin duda, obe¬
decía a ciertas ideas políticas desarrolladas en
torno al gobierno de Vichy. Aparte de que había
que reconstruir villas y ciudades destruidas total
o parcialmente durante la invasión, se pretendía
descentralizar, dar más personalidad a las anti¬
guas regiones y revalorizar el campo, como reserva
de tipo económico, moral y político. Se buscaba
que pueblos y ciudades conservaran los rasgos
heredados y que no se mezclaran demasiado co¬
rrientes, influencias e intereses.
El movimiento podía ser considerado, en parte,
como regresivo: como una «vuelta a», condiciona¬
da por una interpretación de la derrota más que
por la derrota en sí misma. Eran la ciudad y los
partidos y grupos políticos ciudadanos de izquier¬
da los responsables de los males de la patria,
según la gente de Vichy: luego había que hacer
algo contra aquellos grupos y contra la fuerza ab¬
sorbente de París. Una utopía en situación de de¬
rrota es difícil de mantener. Tanto si la situación

178
se mantiene, como si se sale de ella. En el segun¬
do caso, por el deseo de olvidar. En el primero,
porque se depende del vencedor, ¡Y qué vencedor!
hay que recordar. El país, o el gobierno victorioso
a la sazón, sostenía la tesis de que él debía ser
el monopolizador de la industria. Los vencidos o
los marginados tenían que contenerse con ser la
reserva agrícola o ganadera. Automáticamente,
pues, se llegó a las ecuaciones industria = fuer¬
za = progreso, y agricultura, ganadería = debili¬
dad = atraso.
Este punto de vista insolente ha traído al
mundo occidental, en conjunto, lo que le ha traí¬
do. Porque Francia pasó por la experiencia de una
utopía en la derrota; los demás vieron que, pasa¬
da su postración, los nuevos vencedores sostenían
también la tesis de que la industria, su industria,
era todo...
Reflexionemos sobre las fechas: 1940, 1945,
1950... La primera coincide con un momento crí¬
tico de la historia de España. Hoy, en 1973, tene¬
mos la sensación de que aún no hemos salido de
él. Desde un punto de vista, esta sensación obe¬
dece a una realidad que no necesita probarse.
Desde otros es una sensación falaz y engañosa.
Porque un mismo sistema de gobierno, con unos
pocos principios firmes, no sólo ha tenido que aco¬
modarse a circunstancias exteriores, sino que ha
olvidado una parte considerable de su «progra¬
ma))... para hacer algo que está en contradicción
con aquél.
Aquí, en España, hubo también un momento
en que el lema de la derecha era: «Arriba el

179
campo». Mas no como en Francia, tras la derrota
y con tendencia descentralizadora, sino con la vic¬
toria en una guerra civil y con un unitarismo vio¬
lento. El campo era el que había dado elementos
importantes para obtener el triunfo: los requetés
de Navarra, los soldados de Castilla la Vieja, par¬
te de la Falange, provenían de los pueblos, frente a
los obreros de la ciudad, los intelectuales de la
ciudad, los nacionalistas vascos de Bilbao y otros
núcleos urbanos regulares, y los catalanistas, con
Barcelona como punto máximo de referencia para
probar su superioridad.
Sería curioso hacer hoy un estudio de las con¬
cepciones que sirvieron de base a todo aquello,
fundadas en los «clásicos» del agrarismo hispano.
Podrían exhumarse también libros de flamantes
historiadores, que aplicaban al siglo XVII los prin¬
cipios del Movimiento al tratar de la «cuestión
agraria», pintando a la pobre Castilla como a una
especie de Cenicienta. ¡Arriba el Campo! No más
Castilla en escombros...
El lema se ha abandonado por los mismos que
lo sustentaron, como tantos otros, de modo su¬
brepticio. Ahora se habla, tranquilamente, de lo
«irreversible» y entre lo mucho que se dice así
sigue el abandono del campo. Hemos descubierto
que en esta Castilla de nuestros pecados no hay
forma de vivir de modo decoroso, después de
haber creído que era el granero de Europa o poco
menos. Hemos descubierto que el modelo de vida
catalán o vasco es el que hay que seguir y que el
dinero es una cosa muy buena y agradable.
Hemos descubierto que del extranjero viene esta

180
cosa tan buena, en forma de artefactos, de paten¬
tes, de personas. Nada de xenofobia. Olvidémo¬
nos de aquella solemne palabra griega: autarquía.
También del casticismo idiomático, que nos im¬
pedía emplear palabras como restaurant.
Industria = progreso es el lema de la burgue¬
sía española, que ya no tiene tanto miedo a los
partidos obreros como en 1936. También el de las
autoridades provinciales y municipales. Esto unido
a una falta total de sensibilidad para ver, oír y
oler. Ahí están los ríos de Guipúzcoa, los barrios
nuevos de Madrid y Barcelona, los rascacielos
de Andújar o Talavera, los despanzurramientos de
Murcia y las grandes novedades de Sevilla, las ur¬
banizaciones de Oviedo, las destrucciones de Va¬
lencia, la bahía de Palma, la costa del Sol, los ras¬
cacielos de la playa de Laredo, los adefesios de
Eibar, Irún, Durango, etc., etc., etc.
«Nuevo» es sinónimo de «bello»: «¿Cómo dice
usted que esa casa es fea si está recién hecha?»,
me preguntó, asombrada, una mujer de pueblo.
«Aquí hacen falta fábricas, muchas fábricas»,
dice un ilota de una zona horrenda de Guipúz¬
coa, viendo un paisaje magnífico, «que no pro¬
duce».
«Esto es muy bonito para usted, que viene a
verlo y se marcha luego», me dice una vieja de
un pueblo extremeño.
«Ustedes son unos románticos», dice un con-
cejalito, en trance de hacer un negocio de sola¬
res, que sumirá a su pueblo en las tinieblas, para
siempre.
La ecuación moderno = sucio, mal oliente, rui-

181
doso, malsano, peligroso para la circulación de an¬
cianos y niños, jamás se hace atendiendo al «nivel
de vida». Dejemos la Estética a un lado. También
la Moral. Lo bueno, lo bello y lo justo no nos in¬
teresan, ya lo sabemos. ¿Pero lo peligroso y lo
malsano?
¿Es que por ganar algún dinero se puede em¬
porcar un país, como se está emporcando éste?
¿Es que el libertinaje no afecta más que a cues¬
tiones de ombligo para abajo o de pensamiento y
nunca a esta obsesión por el dinero que tienen
los descendientes de los hidalgos que se dice exis¬
tían, aquí, en los siglos XVI y XVII?
La suerte está echada. Resucitó Mr. Mac
Croudy o vino a reencarnar en España, en 1970,
después de haber cubierto de horrores la Inglaterra
de 1840. No parece que aquí haya de reencar¬
narse ni Dickens, ni el conde de Beanconsfield,
quien al tiempo que era un joven judío con un
porvenir literario brillante escribía contra el sór¬
dido industrialismo de ciertos núcleos británicos.
Los que protestamos somos unos ilusos. Bien. A
mucha honra, habra que decir. Por que en esen¬
cia hemos de reconocer que lo que nos importa
mas es lo que a muchos de nuestros contemporá¬
neos les importa menos: lo no utilitario desde el
punto de vista de lo que llamaba Quevedo el di-
nerismo. Un punto de vista que es vital, sin em¬
bargo.
Un pobre vecino mío de Vera, enfermo sin
remedio, decía hace poco aun en conversación
familiar: «La primavera llegará, pero Mitzeltzne
ya no oirá cantar el cuco».

182
Ahora podemos preguntar los que le hemos so¬
brevivido en el barrio: «Podremos vivir unos años
más distinguiendo cuando llega la primavera, pero
pronto dejaremos de oír cantar al cuco para siem¬
pre». Y esto es grave. Más aún si, además, hemos
de soportar los residuos de los productores de di¬
nero. Una nueva sociedad se presenta a la vista.
La de los creadores de gigantescos detritus pare¬
cidos a aquellos desgraciados hombres del pasado
que como único haber cultural nos han dejado los
«quiecomodingos», frente al hombre de Altamira
o Lascaux. Algún billete de banco que quede en
sus infames depósitos de inmundicia hará pensar
al arqueólogo del futuro, quien, acaso, con intui¬
ción genial, descubrirá que era con aquel papel
con lo que se producía tanta acumulación de ba¬
sura. Sociedad y suciedad serán sinónimos.

NOTAS

1. El artículo se escribe en 1973.

183
.

\
Tercera parte
Sobre Arte primitivo y Arte popular*

Empiezo con bastante miedo porque, después


de voces más o menos armoniosas y desde luego
rítmicas y competentes, van ustedes a escuchar
otra voz; la voz de la corneja científica, que va a
desarrollar un tema en que entran en juego la sen¬
sibilidad y el Arte desde un punto de vista tal vez
poco artístico y poco sensible. Pero, en fin, la
cuestión es que también tengo algunas razones
concretas para abordarlo. En primer lugar, la
razón sentimental, que aquí vale poco, que es que,
aparte de otras tradiciones familiares, he hereda¬
do la de mi madre, quien, en su época juvenil,
fue cultivadora de las artes decorativas y que
estudió las artes industriales, encajes, joyas, etc.,
etc., con bastante rigor, dejando algún libro iné¬
dito que carga sobre mi conciencia. En segundo
lugar, tengo cierta experiencia que acaso les pueda
interesar a ustedes conocer, que es la de Director
del Museo del Pueblo Español de Madrid, en once
años de trabajos; trabajos preliminares como son
muchos de los que en España solemos llevar a
cabo las personas dadas a una actividad huma-

* Conferencia pronunciada con motivo de una exposición sobre


el mismo tema en el Colegio de Arquitectos (Madrid, 1985).

187
nística y que, de una forma u otra, tuvieron que
tocar el tema de las artes decorativas. En el
Museo del Pueblo Español se reunieron una can¬
tidad considerable de objetos relacionados con las
artes populares y también de artes, si no del todo
populares, decorativas. En la época en que yo fui
director, llegaban los objetos a trece o catorce mil.
Tuvimos así que hacer catálogos, clasificaciones,
ordenaciones sistemáticas de amuletos, almireces,
sonajeros, tejidos, instrumentos para elaborar el
lino, la lana, cuernas grabadas y talladas y otras
clases de útiles que en cierto modo tenía un as¬
pecto utilitario, como es obvio en todo útil, y eran
también un objeto artístico, decorativo esencial¬
mente.
En tercer lugar, mi intervención se justifica
porque, en varias ocasiones que he asistido a ex¬
posiciones de arte llamado «primitivo» o arte lla¬
mado «popular», he oído reiterar un comentario
que me ha sorprendido. He asistido a exposicio¬
nes de arte esquimal, polinésico, a exposiciones
de arte de pueblos de los considerados primitivos
desde el punto de vista técnico, y constantemente
he oído el comentario standard de «¡Qué moder¬
no es esto!»; es decir, que ante un dibujo esqui¬
mal o una muestra de arte del Africa negra la
gente se sorprende por lo moderna que es su con¬
cepción. Los que vamos en una especie de corrien¬
te inversa, muchas veces, cuando vemos la obra
de un gran pintor moderno, un dibujo o «capri¬
cho» ingenioso, que supone fuerte actividad inte¬
lectual, solemos pensar a la inversa: «¡Qué anti¬
guo es esto!». ¡Qué antiguo, qué prehistórico, qué

188
paleolítico, qué neolítico, qué polinésico, qué afri¬
cano! Porque en el desarollo del Arte moderno,
influye mucho la masa de conocimientos etnográ¬
ficos que se ha adquirido en el mundo civilizado
de cien años a esta parte: aunque hoy, en las re¬
vistas de Arte moderno, no se reconozcan siem¬
pre las raíces. Con respecto a algunas técnicas su¬
periores, tenemos conciencia de que en cien años
se ha abierto un mundo que era desconocido para
nuestros abuelos. El mundo artístico recogido en
los museos de Etnografía y en los museos de Pre¬
historia entra a formar parte del acervo cultural
«moderno». Los museos de Prehistoria recogieron
en una época las grandes muestras del arte de
nuestros antepasados europeos; los de Etnogra¬
fía han almacenado, a veces sin mucho orden,
las muestras de arte sensacionales de los llama¬
dos primitivos contemporáneos, los cuales poseen
una cantidad tal de formas artísticas, una plasti¬
cidad y variedad de sistemas expresivos que ya
antes de que los artistas, de que los creadores,
se enfrentaran con ellos, fueron objeto de inves¬
tigaciones más o menos científicas y por lo tanto
más o menos pesadas. Es decir, que pueden us¬
tedes encontrar en los clásicos de la vieja Antro¬
pología europea, especialmente inglesa, en Tylor,
o Lang o Haddon, estudios sobre los móviles, la
razón de las artes primitivas, que aún hoy a un
artista pueden impresionar. Antes todavía en Ale¬
mania, hubo algunos investigadores que analiza¬
ron el Arte primitivo en relación con la sociedad
que lo producía. A final del siglo XIX y a comien¬
zos de éste, ya se publicaron tres obras magistra-

189
les, hoy poco conocidas, pero dignas siempre de
consultarse, que son: la del alemán Grosse, la del
inglés Haddon, la del finlandés Hien, que nos si¬
túan en una vía clara y distinta para llegar a
comprender los móviles, no sólo antiguos, sino los
móviles primarios, los móviles elementales en cier¬
tas concepciones del Arte y concretamente en las
concepciones del Arte primitivo.
Aparece después una obra que a mi juicio es
decisiva: la del gran antropólogo norteamericano-
alemán Franz Boas, que comienza una nueva vía
metodológica en el estudio de las artes en el
mundo primitivo y también de la concepción que
puede considerarse más decorativa dentro de ellas.
Entre el Arte decorativo y el Arte creador de
los grandes pintores, los grandes escultores o los
grandes músicos, siempre tenemos que establecer
una distinción de móviles, una distinción capital
desde el punto de vista social. En este orden, el
estudio del Arte decorativo de los primitivos nos
acerca mucho a los problemas relacionados con
la sensibilidad moderna y la función de las artes,
porque, a mi juicio, es aquí donde hay menos di¬
ferencias entre el hombre primitivo, o considera¬
do tal, y el hombre moderno. Sobre las otras artes
han gravitado problemas religiosos, estilísticos,
conceptuales, filosóficos, de todo orden, de una
manera más perturbadora que en este mundo con¬
creto de las Artes decorativas.

190
II

Porque en las artes decorativas, hoy como


ayer, nos encontramos con que tanto los primiti¬
vos, o si se quiere también los populares, como los
vanguardistas extremos han de resolver en primer
lugar una serie de problemas que presentan las
formas en sí mismas. Las formas están en rela¬
ción estrecha con la experiencia técnica y la utili¬
zación de la primera materia, lo mismo ayer que
hoy. Las formas están en relación estrecha con
un cierto tiempo invertido en la elaboración de los
objetos y con una destreza manual adquirida en
esa elaboración. La consecuencia constante en el
Arte primitivo del empleo mayor del tiempo y de la
destreza es una mayor regularidad de las formas.
En las formas de Arte primitivo —como en otras
muchas formas artísticas— la destreza manual
(material, podríamos decir) y la paciencia contri¬
buyen a crear formas más o menos lujosas, más
o menos suntuarias, más o menos estéticas, más o
menos utilitarias. Así, desde un momento pri¬
mero nos encontramos con la paciencia y la des¬
treza como factores fundamentales en la estabili¬
zación de la creación de formas artísticas sobre
todo decorativas. Nos encontramos también con
la existencia de unas técnicas, unos estilos, en fun¬
ción de industrias y mercados que pueden ser de
época prehistórica, en la que sabemos que ya exis¬
ten el trueque, el cambio, la venta de objetos y la
demanda de unos sobre otros. En ella nos pode¬
mos encontrar, también, con una creación de for¬
mas artísticas que están en relación estrecha con

191
la utilidad del objeto. Un criterio de regularidad,
un criterio de forma artística, influyen en el hom¬
bre paleolítico que hace su arma y, para clasifi¬
car los objetos prehistóricos, los arqueólogos han
tenido que atender a este criterio de regularidad
no sólo industrial, utilitario, sino también de re¬
gularidad artística que se les ha dado a seme¬
jantes objetos. El hombre que en el Paleolítico
superior, en el Magdaleniense, cambiaba miste¬
riosamente la forma de un útil, que para los efec¬
tos de su empleo era siempre igual (un hacha,
una raedera, un arpón), siguió varios criterios
de regularidad, influido por una concepción evi¬
dentemente estética y estilística; es decir, que no
es la función utilitaria la que ha hecho que el
arte utilitario del Auriñaciense o del Magdale¬
niense tenga unas formas propias y que las ma¬
neras de concebir un hacha o una punta de fle¬
cha sean distintas en una época que en otra, sino
que ha habido una voluntad expresa de dar a
esas formas algo que cambia o que pervive: en
una palabra, un estilo. En cuanto entra en juego
la idea del estilo, en cuanto entra en juego la no¬
ción de la variabilidad de las formas, que pue¬
den seguir una manera u otra, nos encontramos
con problemas que entran en el dominio de la
Estética.
Los grados de regularidad en los objetos pro¬
ducidos, de uniformidad de los tipos o especies
de estos objetos, y después el grado de belleza de
los mismos, son hechos que encontramos valora¬
dos entre nuestros antepasados prehistóricos,
entre los pueblos primitivos del presente y tam-

192
bién entre los cultivadores de las artes decorati¬
vas en una dirección utilitaria.
Vamos a explorar ahora un poco el fondo de
esta unidad que encontramos dentro de la es¬
pecie humana, ayer y hoy. Arrancaremos de los
estudios realizados por los etnógrafos y los antro¬
pólogos mejor que de los de los prehistoriadores;
porque en Prehistoria el número de datos es muy
inferior al que nos ofrecen las culturas primitivas
modernas aún vivas. De grandes períodos del Pa¬
leolítico o del Neolítico, desconocemos casi abso¬
lutamente todo lo que se refiere a tejidos, a ces¬
tería, a formas que por su caducidad material
no han dejado vestigios; mientras que otras han
dejado series inmensas de objetos (porque preci¬
samente, la piedra o las sustancias minerales se
conservan mejor). La Prehistoria, así, no nos deja
testimonio de lo que sería la gran riqueza de for¬
mas del Paleolítico cuando el cazador usaba de
materias animales o vegetales. El hombre primitivo
contemporáneo da fe del uso de formas que la
Prehistoria refleja (piedra, pintura sobre rocas,
etc.), más de todo aquello que ha desaparecido.
Así ha sido posible la investigación del Arte del
hombre primitivo: hombres muy primitivos ha ha¬
bido hasta comienzos de siglo que tenían una téc¬
nica de la piedra como la que podían tener los
hombres del Paleolítico inferior; u otros que po¬
seían la propia del Neolítico; y al lado de ellas
industrias de las que no tenemos testimonio ni
para el Paleolítico ni para el Neolítico.
Y he aquí algo esencial: según la investigación
de los antropólogos y de los etnógrafos, la rela-

193
ción estrecha de la experiencia técnica y de la uti¬
lización de las primeras materias es algo que con¬
duce a que muchos de los objetos que considera¬
mos incluidos en las artes decorativas tiendan a
ser simétricos.

III

La producción de objetos simétricos, tanto más


simétricos cuanto más dominio técnico se posee,
la encontramos en casi todos los pueblos primiti¬
vos. Hoy consideramos primitivos a aquellos pue¬
blos que en materia industrial, de tipo plástico o
material, no han rebasado lo que en términos ar¬
queológicos se puede considerar la Edad de los
Metales, o una edad que cae al final del Neolíti¬
co; es decir, consideramos primitivos a todos los
que desconocen o desconocían hasta hace poco las
técnicas del metal, pero que conocían en cambio
el arte de tallar o de pulir la piedra, el de la alfa¬
rería de una forma más o menos rudimentaria, la
cestería, el tejido según procedimientos también an¬
teriores a ciertas formas del telar... Es decir, que
cuando empleo ahora la palabra «primitivo», la
empleo desde un punto de vista estrictamente tec¬
nológico, sin meterme en consideraciones sobre la
religión, la filosofía, u otros órdenes de materias
en las que a lo mejor resulta que el primitivo, o
al que hoy consideramos primitivo, no es tan pri¬
mitivo como parece. Hay unos problemas en los
que hay que atenerse sólo a la materialidad, a
la pura y a la estricta forma material con la que

194
el hombre puede enfrentarse con la Naturaleza.
En estos pueblos existe una tendencia eviden¬
te a producir objetos simétricos, con madera, con
fibras, con cueros, con materias muy elementales.
Objetos simétricos y al mismo tiempo artísticos.
En la utilización de motivos completamente me¬
cánicos, rectos, motivos curvos, motivos compues¬
tos, en la combinación rítmica de colores y di¬
bujos, y por último en el esmero mayor o menor
de estas combinaciones y de estos motivos, nos
encontramos una de las bases fundamentales del
Arte primitivo. Añadiré también ahora: del Arte
que no es primitivo, en orden decorativo. Porque,
naturalmente, en decoraciones que se llaman abs¬
tractas, que consideramos muy modernas frente
a otras que son propias del siglo XIX, muchas
veces hallamos el recuerdo de temas que ya de¬
sarrollaron los pueblos primitivos con las técni¬
cas primitivas.
Las nociones, por ejemplo, de línea curva y
línea recta, parece que se alcanzan muy pronto
en la historia del Arte, al contemplar con ojos hu¬
manos objetos naturales. Es decir, que el hombre
prehistórico ya tenía presente la simetría de pie¬
les recién cortadas de los animales cazados, la
simetría relativa de las hojas, los tallos, los ár¬
boles, que son simetrías siempre relativas. Pero
aparte de la captación visual del objeto simétrico,
visión que le inquieta, sin duda, desde el primer
momento en que observa la regularidad, hay otro
orden de simetrías que es de gran importancia y
de gran alcance, que es la simetría obtenida por
el ritmo del trabajo. Cualquiera que haya asisti-

195
do a un taller de cestería o de tejidos, o haya visto
cómo un pastor hace sus zamarras o hila su lana,
se habrá dado cuenta de cómo del mismo ritmo
del trabajo, de la misma regularización de la
tarea, tiene que salir un objeto simétrico o un ob¬
jeto que, si no es del todo simétrico, es para la
misma gente del pueblo que vive todavía inmerso
en ese mundo una prueba del mal trabajo. Si la
hilandera, en su manera de hilar, hace «pelotas»
con el hilo, o si el pastor hace «bolas» con la lana,
o si en cualquier trabajo se hace algo que no esté
regulado por un ritmo armonioso, enseguida se
considera prueba de deficiencia.
El amor al métier rítmico, a la simetría, a la re¬
gularidad matemática en la vida, es un factor funda¬
mental en la formación de todo lo que pueda consi¬
derarse como arte decorativo; porque naturalmente
las Artes, no es que sean menores ni mayores, sino
que tienen unas técnicas distintas y poseen una
especie de proyección propia. Cuando Velázquez
pinta Las hilanderas no está haciendo algo pareci¬
do a lo que cree hacer la mujer con su aguja y su
combinación de hilos. Son dos tareas igualmente ar¬
tísticas, igualmente estéticas, igualmente respetables,
con perdón de los que creen que sólo los genios
pueden tener ámbito en este mundo; pero también
es evidente que son completamente distintas.

IV

Así pues, nos encontramos con que el amor


al métier de los primitivos, el amor al métier de

196
los artesanos, el amor al métier de un artista
decorativo, que no se considera el artista genial
por antonomasia, es factor fundamental al lado del
criterio de regularidad que nos encontramos en
principio. Posteriormente también tenemos que
tener en cuenta que según se perfeccionan las
artes y oficios, surgen tipos distintos de decora¬
ción, condicionados por la materia. Hay que re¬
conocer además (y hay que considerarlo con
mucho cuidado para evitar simplificaciones), que
en un momento dado influye el grado de conoci¬
mientos científicos e incluso matemáticos que
pueda tener el artista decorativo, porque muchas
veces —cuando, por ejemplo, se habla de arte po¬
pular europeo, de arcas y muebles montañeses,
vascos, pirenaicos, etc., en los que se usan mu¬
chos motivos geométricos— hay que señalar que
tal uso implica algo que se olvida cuando se habla
de Arte primitivo o Arte popular como términos
equivalentes. Implica nada menos que el uso de
la escuadra, del compás y de ciertos instrumen¬
tos e ideas geométricas que son propios de nues¬
tra cultura o civilización occidental, greco-latina,
y que en el arte primitivo de un pueblo que no
ha entrado dentro de esa cultura, jamás se puede
sospechar. Es decir, el empleo que del compás
hace un carpintero rural es la adquisición de una
cultura determinada y lo que en él se haga no se
puede asociar con un objeto de arte primitivo
de un pueblo en el que el compás y la idea de la
curva o de la expresión geométrica —tal como
se concibe en un mundo helenizado, más o menos
europeo— no existe. Hemos de tener, pues, en

197
cuenta no solamente la regularidad del trabajo hu¬
mano, el gusto del hombre por la simetría, por
la calidad del métier, sino también el grado cientí¬
fico en que nos encontramos para producir cierta
clase de Arte, decorativo o no; y así sería imposi¬
ble, por ejemplo, que nadie diera explicaciones del
arte decorativo de los árabes si no tuviera, como
han tenido casi todos los que han estudiado este
arte decorativo, unos profundos conocimientos his¬
tóricos, geométricos y matemáticos; el Arte árabe
no se explica ni antes ni después de una época.
En último término también hemos de tener en
cuenta la invención remota, pero clara, de algu¬
nos objetos. Ejemplo puede ser el del torno del
alfarero, que cantidad de pueblos no conocen,
el torno de tornear las maderas, que también es
una invención fabulosa, una invención digna de un
genio, pero que naturalmente tampoco puede pro¬
ducir un Arte primitivo. Sí popular. Nos encon¬
tramos, pues, con que el problema estricto de las
formas se plantea al artista decorativo del mundo
actual como una suma de tradiciones, de conoci¬
mientos adquiridos, de bienes que se le han in¬
corporado, aunque no tenga conciencia de cuándo
se hizo el torno, de cuándo se empleó la técnica
que usa, o cuándo el sabio hizo la primera cir¬
cunferencia con un compás. Todo gravita sobre su
manera de hacer, aunque no sea sobre su concien¬
cia, como gravita sobre la del hombre primitivo o
sobre la del aldeano, que trabaja mecánicamente,
sin saber tampoco cuándo ni cómo llegó a su tierra
aquel bien cultural.

198
V

Y ahora, en segundo lugar, nos encontramos


con un problema distinto. No ya la forma de hacer
técnica, la manera o forma plástica de hacer los
objetos, sino el problema de la voluntad de repre¬
sentación.
La voluntad de representación también la te¬
nemos que encuadrar en un ámbito cultural, evi¬
dentemente, porque se ha deshecho aquella falsa
ecuación que se hizo a final de siglo, según la cual
eran «equivalentes» el hombre primitivo considera¬
do desde el punto de vista arqueológico, es decir,
el hombre prehistórico; el primitivo del presente,
es decir, el salvaje en el sentido romántico de la
palabra (salvaje que podía vivir en Africa, en las
islas del Pacífico, etc.); en tercer lugar el aldeano
europeo, como superviviente de una cultura pa¬
sada; y en último término el niño y el loco. Todos
están en mundos tan completamente diferentes,
tan ajenos el uno al otro, que hoy día es imposi¬
ble que sigamos utilizando estas equivalencias. El
mundo del niño actual, por muy niño que sea,
está condicionado por las creaciones que tiene al¬
rededor, de miles y miles de años de la civiliza¬
ción en que vive, sea en Europa o en América; y
al loco, dentro de su mundo especial le ocurre lo
mismo. Hoy, en una pintura de un loco se repro¬
ducen objetos, se alude a cosas que jamás se pue¬
den comparar con las que pueda tener ante sí la
imaginación de un loco en un mundo completa¬
mente primitivo o en un mundo aldeano. Los pro¬
ductos del arte infantil y del de los locos hay que

199
volver a estudiarlos como producidos en situacio¬
nes autónomas. El mundo del niño del siglo XX
es uno y el mundo del niño del siglo XVIII sería
otro; incluso el del loco del siglo XVIII tampoco
es el del loco del siglo XX. Consideremos ciertas
generalizaciones como resultados de un ensayo
mal concluido a fines del siglo XIX o comienzos
del XX. Mas si nos enfrentamos con el problema
real de la representación, nos tenemos que plan¬
tear ahora la cuestión de qué distintas cargas in¬
tencionales se da a las obras de arte, concreta¬
mente en las artes decorativas.
Actualmente cunde una tendencia, la utilitaria,
según la cual la obra de arte decorativa o la obra
de arte de la que estamos ocupándonos nosotros,
tiene, ante todo, un fin y luego accesoriamente
otro; es decir, prima la utilidad y, en segundo
lugar, una carga accesoria que consiste en aña¬
dir, como un apéndice, una serie de elementos al
objeto. Pero también existe la opinión, digna de
considerarse, de las personas que rechazan este
utilitarismo primario y consideran que en toda ac¬
tividad, aunque sea la más elemental, y amplian¬
do incluso el término del utilitarismo porque la
estética es útil en última instancia, hay una carga
de sentido artístico; es decir, que al hombre, por
principio, le gusta producir cosas para su uso que
sean bonitas. Pero dentro de este capítulo de car¬
gas intencionales, debemos considerar, también,
la carga esotérica, que puede ser carga mágica
(empleando una palabra muy amplia) o carga re¬
ligiosa. Al hombre primitivo le resulta muy difícil
pensar que cualquier actuación de su vida está

200
desprovista de una intencionalidad mágica y de
una intencionalidad religiosa, porque para él el
rito mágico y el rito religioso se unen a los actos
considerados útiles. No se puede concebir que un
hombre que, para fabricar una flecha o para em¬
pezar cualquier acto, empieza con un rito separe
la utilidad de la creencia como pueden hacerlo al¬
gunos hombres de nuestra sociedad. Lo funda¬
mental dentro de su mundo circundante era obte¬
ner una utilidad; pero claro está que en el modo
de obtenerla había una parte dedicada al ensal¬
mo, al conjuro, al hechizo, que proyectaba sobre
el arma o el objeto que estaba fabricando. Conju¬
ros y ensalmos eran una parte fundamental den¬
tro del orden de sus ideas y acciones; de suerte
que hacer una especie de abstracción pedagógica
a posteriori para definir lo que es útil, lo que
es bello, lo que es esotérico, religioso o mágico, es
algo propio de nuestra conciencia de hombres mo¬
dernos más o menos secularizados, o con unas
intenciones religiosas más o menos definidas;
cuando hablamos de superstición, de magia o de
religión, tenemos que tener en cuenta que su¬
perstición, magia o religión son palabras de con¬
tenidos distintos. En una sociedad antigua o pri¬
mitiva todo está cargado de sentido utilitario; no
se puede prescindir del lado útil que tienen los
conjuros. Los que nos planteamos estos proble¬
mas desde el punto de vista de la pura investi¬
gación, hemos de proceder de forma distinta, por
deseo de creencia o de incredulidad. Este es otro
asunto, pero debo insistir de nuevo en que no uti¬
licemos nuestra mirada moderna de una manera

201
simplista, porque hasta en la obra más utilitaria
considerada desde el punto de vista antropológico
puede haber sentido estético; en el objeto bello en
sí puede haber una carga de utilidad práctica; prác¬
tica no en la acepción directa de la palabra, sino
por la praxis de la sociedad en que el objeto está
fabricado. En el uso esotérico, religioso, etc., puede
haber gran cantidad de practicismos fabulosos; es
decir, que hay algo que no se puede clasificar ni
definir por medio de las categorías que estamos
acostumbrados a adoptar. Mas si seguimos adelan¬
te en la investigación, nos encontramos con una os¬
curidad total, con una selva inexplorable casi, al
pretender profundizar en el estudio de las relacio¬
nes generales entre la forma y el significado.

VI

Se han llevado a cabo muchas investigacio¬


nes generales sobre el Arte primitivo y sobre el
Arte de los pueblos prehistóricos, pero yo creo
que, aunque contemos con investigaciones rigu¬
rosas, aunque contemos con grandes inventarios
de formas, hemos de llegar a un momento en
que, en cada caso concreto, habremos de estudiar
la relación particular de la forma y del significa¬
do de modo monográfico. No se puede llegar a
una teoría general acerca del Arte primitivo. Se
puede llegar, tan sólo, a una especie de plantea¬
miento general como ocurre en muchas ciencias.
Los problemas de relación entre forma y signifi¬
cado forman una selva.

202
Hay casos, por ejemplo, en los que se habla
de «arte realista» al hablar de Arte prehistórico:
lo primero que debemos plantearnos es a qué
clase de realismo pertenece el arte fabuloso de las
cuevas cantábricas. No cabe duda de que el ar¬
tista se basó en una concepción muy material, al
pensar en lo que quería reproducir. El realismo
para él era reproducir la carne, los elementos del
objeto animal sobre el cual quería influir; los bi¬
sontes, los grandes bóvidos que reproducía, los
consideraba muy carnalmente. Esto es un caso de
realismo especial, tal vez sea incluso materialis¬
mo. Pero en el Arte prehistórico hay otra forma
de realismo que es la de las pinturas y grabados
expresionistas o dinámicos. No se puede decir que
en las escenas pintadas en las cuevas y en los
abrigos de Levante, no haya voluntad de repre¬
sentar algo muy real; algo que es una lucha, un
movimiento de cuerpos, de animales y de hom¬
bres o una actuación para obtener algo muy im¬
portante, como es el coger un enjambre de abejas
en un momento dado. Claro que éste es un «rea¬
lismo» que unos dirán que se aleja de lo mate¬
rial. En todo caso es realismo también. Un realis¬
mo expresionista, dinámico, en el que la materia
no tiene tanta importancia, pero el movimiento del
hombre tiene una fuerza vital de primer orden.
Lo mismo ocurre en un paisaje chino, en el que
se quiere expresar el movimiento de las lluvias, de
los vientos, y de fenómenos que para el realista
en otro orden no son expresivos. Son a mi juicio
una forma de la realidad tan real como cualquier
otra; porque una niebla o una lluvia evidente han

203
llamado la atención al paisajista chino como no
se la ha llamado a otros paisajistas. Por una razón
mística en parte.
Y en esta pugna interna, hay que llegar tam¬
bién al estudio del problema, terrible problema,
de los símbolos.
Cuando yo era joven los prehistoriadores
creían que el simbolismo constituía un paso pos¬
terior al realismo. Esto —añadían— se halla do¬
cumentado claramente por criterios arqueológi¬
cos. Mas cuando nos encontramos con pueblos
primitivos de tiempos modernos, el problema del
simbolismo se nos plantea de una forma distinta.
El simbolismo geométrico más elemental, es decir,
la idea de que una forma concreta se exprese me¬
diante una sucesión de líneas rectas o de líneas
curvas, o mediante una sucesión más o menos rít¬
mica y combinada de estas dos clases de líneas,
se encuentra primero no en la pintura, ni en la
escultura, ni en ninguna de las artes que se con¬
sideran superiores, sino en la cestería y en las
artes industriales; y este simbolismo es absoluto,
porque para ciertos indios del Brasil, por ejem¬
plo, los mejor estudiados desde el punto de vista
del Arte, lo que para nosotros es un elemento ab¬
solutamente geométrico, una sucesión de ángulos
en una cesta, por ejemplo, no es nada menos que
la representación de una forma animal concreta: la
de una determinada especie de serpiente.
Otro motivo geométrico, que también para no¬
sotros es estrictamente geométrico, es la expresión
de otra forma animal, de suerte que nos encon¬
tramos con que en la forma primitiva de motivo

204
geométrico está implícita una interpretación
simbólica; y claro, del Arte prehistórico, del Arte
primitivo de nuestros paleolíticos, de nuestros
neolíticos, no tenemos aquella cantidad de cono¬
cimientos que poseemos con relación a los bra¬
sileños del Amazonas, a los australianos, o a los
isleños de las islas del Estrecho de Torres que
estudió magistralmente Haddon. En fin, hay una
porción de motivos de Arte primitivo, estudia¬
dos ya a finales del siglo XIX, que son funda¬
mentales para empezar a estudiar este mundo de
las formas simbólicas. Pero resulta también que
llegar a una complicada expresión ideográfica y
pensar que un motivo geométrico dado, una
forma casi mecánica obtenida por el ritmo del
trabajo, signifique esto o aquello, se complica
con otras ideas. En cada religión, creencia má¬
gica, o actividad del espíritu más o menos ocul¬
ta, esotérica, puede esconderse una sorpresa
asombrosa, de suerte que, a lo mejor, lo que nos
parece a nosotros más mecánico, más geométri¬
co, tiene una interpretación completamente sim¬
bólica.

VII

Vemos así que el estudio de las artes decora¬


tivas para un etnólogo, para un profesional de la
Antropología, sea de los pueblos primitivos, sea
de los pueblos o sociedades rurales europeas,
siempre presenta problemas parecidos. Nos encon¬
traremos en principio con un criterio de causali-

205
dad teleológica, según el cual el fin, el plan, la
intención, la voluntad del hombre están claramen¬
te expresados; tenemos claramente presentes las
razones de que un hombre haya hecho una cosa
de una manera y de que sea capaz de explicar
por qué la ha hecho.
Existe, por otro lado, la esfera de la causali¬
dad mecánica, el mundo de los orígenes y de los
antecedentes, de las reconstrucciones, de las posi¬
bilidades, que es mucho más difícil de estudiar
pero más atractivo también para la mayor parte
de los que empiezan: porque la mayoría, cuando
se plantea, por ejemplo, el estudio de una cosa os¬
cura, siempre quiere buscar explicaciones misterio¬
sas y no se contenta con las explicaciones modes¬
tas y primarias. Si nos introducimos en el mundo
de los orígenes y de los antecedentes, podemos lle¬
gar a encontrarnos en un callejón sin salida.

VIII

Para acabar, quisiera entrar realmente en ma¬


teria. En primer término quería alargarme previa¬
mente porque de lo que he hablado sé un poco, y
de lo que voy a hablar sé menos o nada. Y en
segundo término, porque creo que con muy buena
conciencia, con una conciencia honrada, me puedo
preguntar: ¿Qué es lo específico de la sensibili¬
dad moderna ante el Arte, la decoración, después
de hechas estas consideraciones? Personalmente
pienso que, en muchos casos, la conciencia del ar¬
tista decorativo actual y la del hombre primitivo

206
son más parecidas de lo que se imagina. Hay
unos móviles en uno y en otro que están presen¬
tes siempre; todo lo que he expuesto hasta el mo¬
mento me parece que obviamente gravita sobre un
artista actual más o menos conscientemente, como
gravitó sobre todo artista del pasado. Pienso no
obstante que, como en todo el Arte moderno, en
la sensibilidad del artista decorativo y en la de
su cliente, los problemas estrictamente formales
son más importantes que los relativos al signifi¬
cado. Creo que para el hombre actual la forma
decorativa, sea rítmica o no rítmica, realista o no
realista, es más importante que la simbología o
que la significación esotérica, religiosa, etc. Las
tradiciones culturales, los grandes estilos, han gra¬
vitado mucho sobre el artista decorativo moder¬
no, que en parte es ayudante del escultor, en parte
del pintor, y sobre todo del arquitecto. Es un hom¬
bre que está a caballo entre todas las artes clási¬
cas y también en una tradición primitiva. Pero me
parece que un vicio se ha introducido no tanto
en la Teoría de las artes o en los escritos de los
cultivadores de la Ciencia y la Estética, como en
el mundo artístico moderno, consistente en haber
empequeñecido la idea de la realidad, confundién¬
dola con un tipo de realismo trivial, fotográfico.
Se ha empequeñecido también la idea de la utili¬
dad al perder la fe en gran parte de los valores
simbólicos, no ya mágicos, sino también religio¬
sos. Es decir, que hemos empequeñecido lo real
hasta aquí y no más y lo útil que es esto, y no
aquello. Para un hombre primitivo estos cortes
resultarían pobres, porque ¿qué mayor utilidad

207
puede haber que la de un conjuro amoroso? El
Amor es lo que el hombre desea más, aquello en
que cree más. Ahora bien, si vivimos en una so¬
ciedad secularizada, clasificada, ordenada, deci¬
mos de modo categórico: «Esto es útil, esto no es
útil». Proceder propio de un vendedor de frigorí¬
ficos que no será el de un profesor de Estética ni
de nada por el estilo. He querido plantear una
cuestión propia de una época de especialización,
una época en que el hombre dado a la Estética
es especialista, una época en la que ya llevamos
cien años hablando del arte por el arte (cosa que
ya hacían los prerrafaelitas y los modernistas,
quienes practicaban un arte completamente distin¬
to al actual) y que desde cierto punto de vista, al
menos para un antropólogo, achica, coarta, mini¬
miza el problema estético. En el momento actual,
en que el Arte abstracto domina en Europa, en
América y en el mundo en general, se ha llegado
a un extremismo peligroso. Ya no se trata de bus¬
car una especie de intencionalidad a las formas
reales ni nada por el estilo, sino que ya es la
teoría de la forma artística la que se utiliza para
justificar la decoración de los sitios más pobres
desde el punto de vista artístico, sean bares, o
rincones infames, en los que encontramos diversas
expresiones de Arte moderno para estar en la línea
de la teoría. No de la vida.
Como hasta cierto punto soy un hombre un
poco anárquico, no en las costumbres, pero sí en
las ideas, creo que en la barahúnda de móviles an¬
tiguos de las artes, en el cruce de la magia, la
religión, la utilidad y la belleza, había un enorme

208
caudal de vitalidad; y creo también que el pe¬
ligro mayor que puede correr el arte futuro es
el de convertirse en algo demasiado desvitali¬
zado. Tanto de las artes decorativas como de las
otras.

209
Arte y quehacer diario

Desde los tiempos de Platón, y en general de


los discípulos de Sócrates, la división del trabajo
social se ha considerado como signo de civiliza¬
ción urbana y de compejidad cultural.1 Por lo
tanto de perfeccionamiento técnico. Una de las
obras más famosas de Durkheim estaba destina¬
da al estudio de tal división, desde el punto de
vista sociológico. Pero antes y después de que rea¬
lizara sus observaciones y estableciera sus teorías
sistemáticas, antes también de que la división
misma fuera base de prácticas económicas moder¬
nas empobrecedoras de la mente, hubo observa¬
dores profundos que en determinados medios ur¬
banos se dieron cuenta de que ésta existía, pero
bajo otro signo que el más comúnmente tenido en
cuenta por filósofos, sociólogos y economistas.2
¿Dónde y cómo? De modo concreto, en sus años
juveniles, nadie menos que Goethe durante su es¬
tancia en Nápoles, percibió una peculiar división
del trabajo fundada en la pobreza y escribió unas
páginas llenas de vida y simpatía al describirla o
dar cuenta de sus características. Esto ocurría por
los años de 1787, durante la primavera.3
Goethe se opone a la idea difundida entonces
y después respecto a la cantidad de gente vaga y

210
ociosa que había entre la plebe de Nápoles. Su
amigo Volkmann aseguraba que alcanzaba la cifra
de cuarenta mil personas. Goethe observa por su
cuenta. La opinión «nórdica», que confunde el ocio
con el no fatigarse ansiosamente en el trabajo, y
la confusión también que se establece entre gente
mal vestida y gente desocupada, las ve con clari¬
dad. La cuestión es observar con más perspica¬
cia y llegar a saber en qué se ocupan estos apa¬
rentes vagabundos y desocupados. Por referencias
no hay modo de saberlo. Goethe, con un criterio
de naturalista, sale a la calle y se dedica a la ta¬
xonomía, a clasificar a las gentes por su aspecto,
por su traje, por su talante, y, como los hombres
en Nápoles se abandonan más a sí mismos y a
su estado que en otras partes, la tarea le resulta
relativamente fácil.
Comienza por la mañana en calma, cuando
pocos se mueven. En puntos especiales de la ciu¬
dad ve, en espera de que alguien requiera sus ser¬
vicios, a los faquines y mozos de cuerda. Por su
parte, los caleseros, con sus ayudantes, esperan
con sus calesas en la plaza grande, cuidando los
caballos. En el muelle, los marineros fuman en
pipa y los pescadores esperan también filosófica¬
mente a que un buen golpe de viento les dé oca¬
sión de empezar su trabajo de modo propicio.
Otros hombres que andan de aquí a allá presentan
signos exteriores de su quehacer. Salvo algún viejo
absolutamente incapaz, no ve mendigos. Cuanto
más observa el hombre excepcionalmente dota¬
do para la observación, menos vagabundos deso¬
cupados ve. Lo mismo por la mañana que por la

211
tarde, viejos o jóvenes, hombres o mujeres. Hasta
los niños, desde que pueden andar, se ocupan en
trabajos especiales de los que son capaces. Por
ejemplo: muchos de ellos van a vender pescado
desde Santa Lucía al centro de la ciudad. Otros
venden en torno al Arsenal. Otros, donde se hacen
labores de carpintería, donde se corta leña, o a la
orilla del mar, a la que. llegan trozos de madera y
otros residuos que recogen en capachos: hasta los
trozos más pequeños. En estas tareas empiezan
cuando apenas pueden moverse y a los cinco o
seis años ya son maestros. Venden luego sus pe¬
queños trozos de leña en el centro de la ciudad.
Sus compradores son obreros o burgueses pobres
que, en invierno, con la leña hacen cisco para los
braseros.
Otros niños se dedican a vender agua sulfurosa,
que se usa sobre todo durante la primavera. Tam¬
bién hay algunos, con más iniciativa económica
sin duda, que compran pequeñas cantidades de
fruta, miel, dulces y pastelillos y los venden a
otros niños, sacando una ganancia mínima. Goe¬
the siente una verdadera ternura por estos niños
que viven así, llevando «su tienda encima», y que
rodeados de otros reparten con su cuchillito la
sandía o la media calabaza asada. ¡Cuántos co¬
mercios e industrias más podrían describirse, ob¬
servando más despacio a esta infancia!
Otros chicos mayores y también bastantes
hombres hechos se dedican a transportar las ba¬
suras fuera de la ciudad, sobre asnos. Este oficio
—claro es— no pemite grandes lujos en el atuen¬
do. Pero alimenta las inmensas huertas que ro-

212
deán Nápoles, que a Goethe le producen un pla¬
cer inmenso y que, a su vez, dan lugar a otro mo¬
vimiento centrípeto de hortelanos y vendedores,
que llevan cantidades inmensas de productos los
días de mercado al centro de la ciudad. Como la
alimentación es vegetariana en buena parte, el re¬
siduo de ella vuelve al campo, en un ciclo que
Goethe señala muy claramente: alcachofas, lechu¬
gas, coles, ajos, van y vienen, vienen y van. El
asno es el vehículo en este permanente vaivén. Los
especialistas en recoger basura están atentos a lo
que dejan tras sí caballos, muías y los mismos
asnos. Sólo avanzada la noche suspenden su que¬
hacer. Pero en la madrugada ya siguen las hue¬
llas de las carrozas de los nobles que han vuelto
del teatro, después de la medianoche. Algún caso
le cuentan a Goethe de dos hombres, que explo¬
tando un pequeño huerto, a medias y con un solo
asno, llegan por su industria a acrecentar el ne¬
gocio con bastante rapidez.
Y ¡qué decir de las variedades de otros tipos
de comercio! Goethe se fija sobre todo en el am¬
bulante, que es propio de la gente más pobre. Ob¬
serva a los que llevan un pequeño barril de agua
helada y limones, para preparar limonada, una
bebida de la que nadie puede privarse. Otros
transportan vasos y botellas con diversos licores,
otros comercian con canastas de frutas. Otros pe¬
queños comerciantes transportan sus mercancías
sobre aparejos o recipientes, en asnos, y las colo¬
can en tierra: pedacillos de hierro, de cuero, de
tela, de paño, de fieltro, restos o saldos en el
mejor de los casos del comercio mayor. Algunas

213
pobres gentes hacen de regatones, comisionistas
y faquines de los mercaderes mayores. La para¬
doja comercial e industrial que supone Nápoles a
ojos de un hombre del norte, Goethe la percibe
de modo que puede servir de ejemplo. El septen¬
trional está obligado por la Naturaleza al orden y
a la previsión, hora por hora, día por día, esta¬
ción por estación. No hay posibilidad de que en
un ambiente nórdico el hombre se pueda privar
de esto o aquello si le viene en gana. ¡No puede!
En el sur sí.
Goethe, a propósito de esta alibertad;», se re¬
fiere a los filósofos cínicos, considerando que una
escuela como ésta no pudo ser sino producto de
los climas del sur, del Mediterráneo. En esto pa¬
rece que sigue al autor de unas Recherches sur
les Grecs que se apellidaba De Pauw.4

II

Pero, ahora, más interesante que seguir a


Goethe en sus reflexiones generales sobre los cí¬
nicos es indicar cómo su interpretación de la vida
del llamado lazzarone refleja una concepción que
se ha aceptado como verdadera y se ha vulgari¬
zado después: el napolitano popular, como otros
hombres del sur, no trabaja tanto para vivir como
para gozar. Durante el trabajo mismo expresa esa
alegría del vivir que tanto da que hacer a los mo¬
ralistas.
Juicio libre, ingenio rápido, alegría infantil.
Goethe, como otros, busca los antecedentes artísti-

214
eos de la plebe napolitana en la antigua Atella, cree
así que allí Pulcinella vive desde la Antigüedad y
termina con una referencia al texto de Plinio sobre
Campania al que antes hizo referencia.5
En otra carta, fecha a 29 de mayo de 1787,6
Goethe indica cómo la pobreza se combina en Ná-
poles con la alegría. Las flores, los frutos que ofre¬
ce la Naturaleza, invitan al hombre a adornarse
a sí mismo y a lo que tiene enrededor: flores a
la cabeza, pañuelos de seda, cinturones para el
cuerpo. En el tugurio más miserable habrá tam¬
bién flores y dorados. Goethe está ante una ciu¬
dad barroca, dieciochesca, en la que las carrozas
y otros carruajes se decoran con dorados y pintu¬
ras de vivos colores, los caballos de tiro con flo¬
res artificiales, oropeles dorados y caireles, pena¬
chos, bandoleras que se mueven airosamente en
la marcha. Ya entonces los preceptistas, los hom¬
bres del Neoclásico, consideraban todo esto bár¬
baro y sin «gusto».
Haciendo ahora un inciso, por propia cuenta,
puede uno decir que esta noción de «buen gusto»,
neoclásica y pedagógica, fue una noción lúgubre,
que trajo tras sí mucha pedantería y sequedad.
Goethe acepta el color, el «color popular» podría¬
mos decir, propio de un país en el que los músi¬
cos y poetas se han unido para cantar al sol, o al
azzurro del mar o del cielo. Este color popular es
más físico que aquel «color local» que décadas
después buscarán los románticos. Goethe ve co¬
lores pictóricamente hablando. Verde en los árbo¬
les, amarillo, rojo o tostado en la tierra, atenua¬
dos a veces por sombras violeta. Las flores, los

215
vestidos, son igualmente coloreados: faldas rojas
guarnecidas de oro y plata, barcos pintados, etc.
El culto al color se refleja también en los momen¬
tos tristes. Goethe describe el entierro de un niño
en que se despliega un gran lujo de ornamentos.
Pero acaso lo que más le llama la atención en
este orden estético del vivir cotidiano, popular, es
cómo en el mercado de pescado de Santa Lucía
se ofrecen las distintas clases en cestas de gra¬
ciosa forma: cangrejos, ostras, conchas de todas
clases sobre verdes hojas. También se adornan de
modo vario los frutos secos y las legumbres, las
naranjas, los limones: siempre con el verde de
fondo.
La carne, objeto de gran deseo por lo mismo
que hay que privarse de ella durante muchos días,
a causa de su precio, se presenta en las formas
más atractivas. Un siglo después Matilde Serao
aludirá, en su estupenda novela acerca de la pa¬
sión napolitana por la lotería, a la no menos fuer¬
te pasión por la carne expresada por la persona de
cierta graciosa costurerilla, la cual demostraba la
misma inclinación carnívora no satisfecha que Goe¬
the observó.7 Resultaba, así, que en las carnicerías
se doraba hasta la parte ósea de los cuartos de
vaca o ternera, de carnero castrón, etc.
Y, anticipándose también a los escritores lo¬
cales posteriores, Goethe observa, asimismo, la
importancia que tienen las diferentes fiestas en
la alimentación, por la variedad de manjares que
se ofrecen al público de la manera que pueda ser
más atrayente en cada una de las del año. Sospe¬
cho que Matilde Serao tuvo presente esta carta al

216
caracterizar a Nápoles como il paese di Cuccagna,
porque Goethe se refiere al mismo concepto al
tratar del aspecto que ofrecían la calle de Toledo
y otras durante las Navidades, en que los comes¬
tibles formaban guirnaldas que las atravesaban de
fachada a fachada. Las salchichas en hileras, do¬
radas, unidas por cintas rojas, los pavos con una
bandera roja en la cola: se decía que andaban
hasta treinta mil en mercado, además de los que
se engordaban en casa. Los asnos cargados de
verduras, de corderos, de capones, llenaban la ciu¬
dad y los montones de huevos eran ingentes.
Todos los años un jinete y un trompeta recorrían la
ciudad y en cada plaza o encrucijada decían cuán¬
tos miles de bueyes, terneros, corderos y puercos
habían devorado los napolitanos- la gente oía con
gusto las cifras. En punto a alimentos compues¬
tos de harina y leche, en cocinas no del todo có¬
modas, la misma variedad. Las pastas, sobre todo
los macarrones, se encontraban por todas partes
y en varias calidades.
Las freidurías se asentaban en casi todos los
ángulos de una calle, con sus calderos llenos de
aceite hirviendo, dispuestas a servir pescados y
otras frituras, que, en general, constituían la par¬
te más consistente de la comida y de la cena del
pueblo.
Estas impresiones plásticas de Goethe han
sido las mismas que, tiempos después, dieron
lugar a sinfín de grabados y litografías, a muchos
artículos de costumbristas locales y a descripcio¬
nes de novelistas. Del mismo modo, la impresión
de la ciudad de noche, reflejada en una carta

217
breve del 30 de mayo,8 corresponde a las vistas
de la misma que se han pintado una y otra vez,
desde el siglo XVII en adelante. Aún Goethe tuvo
ocasión de ver el «Rastro» larguísimo que se ex¬
tendía por el Largo del Castello,9 en el que luego
se hizo el jardín al que alude una estrofa de cierta
famosa canción popular decimonónica, Marianni.

III

En tiempos de Goethe la pasión por los naci¬


mientos o «belenes», i presepi, ya se había desa¬
rrollado en Nápoles y a ella alude en la carta del
27 de mayo de 1787.10 Parece, en efecto, que en
desarrollo semejante tuvo influjo especial la pie¬
dad del que fue rey de España con el nombre de
Carlos III y antes rey de Nápoles, desde 1734 a
1759. Carlos III tenía una piedad algo infantil, di¬
rigida por su confesor y consejero el Padre Rocco.
Consideró que el culto navideño, que era, en sí,
uno de los más populares desde la época de San
Francisco de Asís, debía fomentarse. Pero la pie¬
dad franciscana combinada con la real no expli¬
can solas el hecho extraordinario de que el anti¬
guo pesebre o belén se convirtiera en Nápoles en
un reflejo de la misma sociedad napolitana del ba¬
rroco: porque una nube de artistas y artesanos
de todas clases se dedicaron durante varias gene¬
raciones a modelar figuritas de barro o incluso
partes de ellas, a hacer pequeños trajes de tela y
paño, a fabricar, también en escala pequeña, toda
clase de enseres y artefactos, propios de la vida

218
cotidiana, para reproducirla en i presepi precisa¬
mente, como complemento a la escena principal
con la Sagrada Familia y la adoración de los
Reyes Magos y pastores.11 La gruta de Belén se
convierte en grandiosa ruina clásica, inspirada
en las de los alrededores de la ciudad y metida en
ámbitos naturales intrincados, como los de los
paisajes de Salvator Rosa y de otros maestros na¬
politanos del siglo XVII. Los textos evangélicos de
San Lucas y San Mateo quedan reducidos a pretex¬
to. Los ángeles se multiplican,12 los Reyes Magos
aparecen como grandes magnates orientales, acom¬
pañados de lujoso cortejo de criados, guerreros,
trompeteros, elefantes, perros, halcones. Pero esto
no es todo. Junto a los pastores tradicionales, ves¬
tidos como pastores del sur de Italia, aparecerá
todo el pueblo de Nápoles, casi en los términos
en los que nos lo describe Goethe. Porque encon¬
traremos desde el opulento carnicero a la humilde
castañera,13 pasando por el hombre que se calien¬
ta al calor del brasero de cisco,14 el vaquero que
lleva sus grandes reses a la ciudad,15 la familia de
aldeanos ricos con sus galas mejores,16 el vendedor
de hortalizas con su muía,17 los aguadores,18 los
músicos ambulantes,19 los viajeros que comen opí¬
paramente en el mesón,20 los panaderos,21 cabre¬
ros,22 vendedoras de palomas23 y un sinfín de
personajes más. Hubo en la construcción de i pre¬
sepi —como ya se ha dicho— una especializa-
ción, una curiosa división del trabajo que ha sido
puesta de relieve por los que se han ocupado de
escribir su historia. Estos eruditos nos dan los
nombres de los maestros que se especializaron en

219
construir cabezas, o los de los que hacían manos
y pies; los vestidos los trabajaban maestros, como
un Giovanni Ferri que copiaba los propios de los
aldeanos de Terra di Lavoro, Basilicata, Abruzos,
Calabria o de la isla de Procida. Un artesanado
rural se dedicaba a la confección de fuentes, pla¬
tos y otros recipientes decorados y había incluso
orfebres y plateros conocidos que se aplicaban a
reproducir con el mismo fin las piezas mayores
en su oficio. Hubo un famoso constructor de ins¬
trumentos musicales, llamado Vinaccia, y otros
que con cera hacían cestillos de frutas. Hubo ani¬
malistas, especialistas en verduras, y arquitectos
y escenógrafos que colaboraron en las grandes
creaciones y montajes. Cada familia importante
llegó así a tener un nacimiento famoso. Luego, con
las sucesiones y división de herencias, los conjun¬
tos se destruyeron. Pero ya durante la segunda
mitad del siglo XIX hubo coleccionistas que vol¬
vieron a recoger una gran cantidad de muestras
de este arte singular, como varios miembros de
la familia Catello, de los que Eugenio dejó la co¬
lección hoy más conocida. En ella se puede estu¬
diar la vida callejera del Nápoles dieciochesco,
porque hay conjuntos de figuras que representan
lugares tales como la Puerta de la Hostería, la
Fuente pública, etc., y que nos llevan a sitios co¬
nocidos: la Via Toledo o el Largo ya citado.
Como es sabido, este arte de construir bele¬
nes, nacimientos o pesebres, pasó a España,
donde pronto hubo varias «escuelas» (catalana,
murciana, granadina) que también se ocuparon de
reproducir la vida cotidiana. Tuvo su expresión

220
provenzal, su expresión bávara, etc. Ahora no
vamos a seguir su desarrollo en los distintos paí¬
ses católicos hasta el siglo XX. Una vez más nos
encontramos con un caso de creación singular,
que luego se difunde rápidamente y que produce
unos «paralelismos» aparentes que coinciden con
otros, producidos por creaciones y difusiones de
más oscuro desenvolvimiento.

IV

El gusto por reproducir escenas de la vida po¬


pular, que tiene, al parecer, su arranque en la pin¬
tura flamenca del siglo XVI, no se encuentra en
la gran pintura italiana de la misma época, aun¬
que sí antes, pues los maestros de los siglos XIV
y XV lo manifestaron en cierto modo. Pero en el
siglo XVII varias corrientes estéticas inciden en
el «popularismo» y en Italia floreció un pintor ho¬
landés, Pieter Van Laer o Laar (nacido en Haar-
lem entre 1592 y 1613 y muerto hacia 1642) que
dio origen a todo un género que, en castellano, se
llama la «bombachada». En castellano también,
la que se acredita primero, como voz venida del
toscano, es la de «bamboche», que aparece en el
llamado Diccionario de autoridades (1726) como
«término de Pintura. Especie de país en que se
pintan borracheras o banquetes flamencos».24
«Bamboche» como persona rechoncha, encen¬
dida y abultada se documenta en escritores del
siglo XIX.25 Se dice, sin embargo, que al pintor
citado, que —como digo— vivió mucho en Italia

221
y que utilizaba paisajes y personajes italianos,
no flamencos, se le llamó Bamboccio. En el re¬
pertorio de sus pinturas aparecen representadas
posadas italianas, aldeanos en asnos, pastores,
mercados, el juego de la morra, cuevas de ladro¬
nes, charlatanes, riñas de aldeanos bailando o
jugando a los bolos, cabañas de pastores, cazado¬
res, echadoras de la buena ventura, pescadores,
fraguas, etc.26
En su línea siguieron los llamados bamboc-
cianti, que tuvieron en Nápoles mismo represen¬
tantes escalonados en varias generaciones y de
por
lo popular, que influye en la concepción de i pre-
sepi como representación de la sociedad, cobra
por sí mismo tanta fuerza que llega al grabado y
a la litografía y también al «cuadro de género»
de calidad no muy alta, a un tipo de pintura ama¬
nerada que se hace para turistas y personas de
medianas posibilidades y antes de volver a tener
un rebrote fuerte con el Romanticismo. En ello po¬
demos observar paralelos en otros países medite¬
rráneos.
Unos versos de la sátira de Salvador Rosa
sobre la Pintura parecen dirigidos contra estos
pintores que hoy pueden merecer nuestra simpa¬
tía, dentro de su humildad.

Vi é poi talun che col pennel trascorse


A dipinger galdoni e guitterie
E facchini e monelli e tagliaborse,
Vignati, cassi, cálcate osterie,
Stuolo d'imbriaconi e genti ghiotte,

222
Tignosi, tabaccari o barbierie,
Nigregnacche bracon trentapagnotte,
Chi si cerca pidocchi e chi si gratta,
E chi vende ai barón le pere cotte...27

Bien, Salvator Rosa, artista turbulento, no gus¬


taba de los cuadros de género, como tampoco Mi¬
guel Angel gustaba de la pintura flamenca.28 Pero
ello no nos obliga a seguir sus criterios y, dejan¬
do gustos aparte, hay que preguntarse siempre
cuál puede ser la razón de que se insista una y
otra vez, de modos diferentes, en querer represen¬
tar de modo plástico a la propia sociedad. Por¬
que desde artistas humildes y popularísimos del
siglo XVIII a los grandes maestros de la pintura
impresionista del siglo XIX hay muchas expresio¬
nes de esta voluntad. Recordemos un caso español.
En un momento en que las artes gráficas llegan
a cierto nivel de abaratamiento, la idea de repro¬
ducir los trabajos, las artes y oficios populares
cunde, y así se crean series, como las de las alelu¬
yas catalanas del XVIII, que se reproducen mucho
después y que tienen una réplica (si no un mode¬
lo) casi igual en azulejos. Esto es bien conocido
por series también catalanas de azulejos.29
En la serie de aleluyas que publicaba la casa
Hernando todavía en este siglo, hay una, la 12,
con veinticuatro grabados en madera bastante tos¬
cos, como de mediados del XIX, que se llama Abe¬
cedarios. Vendedores y oficios. Van de la A a la
Z. La que sigue, número 13, también es de dos
abecedarios con oficios y grabado acaso más an¬
tiguo.30 Avancemos en el tiempo.

223
V

Durante un período del siglo XIX, que coinci¬


de, más o menos, con la moda romántica, se pro¬
duce un movimiento costumbrista, que tiene ex¬
presiones paralelas en Francia, en España y en
Italia. A veces la relación de unas publicaciones
con otras es tan estrecha que coinciden incluso
en el título, como ocurre en el caso de una fran¬
cesa y otra española de las que a continuación se
dice algo. Otras veces las coincidencias son menos
aparentes, pero no cabe duda de que existen.
Puede pensarse que entre 1830 y 1860 los mode¬
los franceses fueron muy seguidos.
La colección de artículos que lleva el título de
Les franqais peints par eux-memes se publicó en
dos tomos en que colaboraron escritores de pri¬
mera fila, con otros hoy no tan conocidos. Lo
mismo ocurre con los dibujantes.31 Bastará decir
ahora que el primer artículo después de la intro¬
ducción acerca de «L’épicier» es de Balzac.32 La
parte dedicada a actividades populares es menor
que la referente a caracteres propios de una gran
ciudad como París o de la sociedad burguesa en
conjunto: usureros, magistrados, madres de ac¬
trices, figurantes, artistas, etc. Alguno hay de¬
dicado a saltimbanquis y charlatanes.33 Pero la
concepción no es «popular» y el desarrollo tampo¬
co. Los dibujos procuran reproducir esta realidad
individualizada y dan una estupenda visión de la
Francia del siglo XIX en su mitad, absolutamente
balzaquiana, en que la provincia aparece pero
París prima. Sin embargo, en algún caso lo po-

224
pular colectivo queda reflejado, como ocurre en
el artículo de Joseph Mainzer acerca de «Le mar-
chand d’habits», donde se incluye la notación mu¬
sical de lo que «grita», o mejor dicho, de lo que
éste «canta», de modo breve,34 o en el del mismo
autor sobre el vendedor de paraguas35 u otro es¬
pecial sobre «Les cris de París»,36, en que hay
varias verdaderas melodías. Otros artículos son
los referentes a «La marchande de poisson»,37
a «La laitiére»,38 «Le raccommodeur de fa'ience»,
«Le chandronier» «Le remouleur».39 De la misma
pluma. Valdría la pena hacer un estudio compa¬
rativo de estos gritos desde el punto de vista mu¬
sical.
A esta colección corresponde la que se hizo en
Madrid, con el título de Los españoles pintados
por sí mismos, que se publicó en 1843, y en la
que colaboraron bastantes costumbristas y escri¬
tores de otra índole, incluyendo a algún poeta ro¬
mántico. En esta colección hay artículos, como el
relativo al «torero», que son «específicos».40 Otros
que coinciden con lo francés y alguno con artículos
de costumbres e incluso con figurillas de naci¬
miento napolitanas, como el relativo a «La cas¬
tañera» de don Manuel Bretón de los Herreros.41
En esta colección hay más retratos de personajes
propios del medio rural y abrupto, o caracteriza¬
dos étnicamente, como «El maragato».42 También
de la «mala vida».43 Pero no hay artículos con no¬
taciones musicales ni, en general, muchos dedi¬
cados a la descripción de oficios populares, como
los que gustaban de reproducir los artistas anti¬
guos y también populares.44 En cambio, en Ná-

225
poles, dentro de un marco editorial parecido, se
puede decir que la tradición más vieja pervive. Re¬
gistramos, en efecto, la publicación de una obra
también debida a la colaboración de varios au¬
tores, que refleja de modo pleno el movimiento
costumbrista general, incluso en su carácter ((co¬
lectivo». Es la que se denomina Usi e costumi di
Napoli e contorni, que dirigió un editor, Francesco
de Bourcard, que comenzó a trabajar en ella en
1857. El texto original apareció en dos volúme¬
nes y no hace mucho ha aparecido una segunda
edición en uno publicado por la editorial Longa-
nesi.45 Son hasta setenta y seis los artículos y cien
las ilustraciones que reflejan la vida de Nápoles
a mediados del siglo XIX. En la edición moderna
se han añadido diez láminas en color sacadas de
las Scene di vita napoletana de Pelliccia y de cua¬
dros de Giacinto Gigante, Filippo Palizzi y Teo¬
doro Duclére. En el texto y las ilustraciones hay
que destacar, como insertas en la misma tendencia
a reproducir el quehacer cotidiano de las gentes
más humildes, las partes que se dedican a mari¬
neros y pescadores, vendedores de pescado y acti¬
vidades portuarias en general (de C.T. Dalbono),
al bodegonero (De E. Cossovich), los vendedores
de agua sulfurosa (de E. Bidera), el vendedor de
unos caramelos que se llamaban frangellicchi, es
decir il frangelliccaro (de E. Rocco), el limpiabo¬
tas (de Mastriani, que fue folletinista conocido),
el colillero (de A. de Lanziéres), el cantastorie (de
Dalbono), que equivale en más culto acaso a nues¬
tro ciego de los romances, la lavandera (de Lan¬
ziéres), el amolador (de Cossovich), el vendedor

226
de licores o acquaritaro (de Bourcard), la criada
(de Rocco), el vendedor de ropas usadas (de Mas-
triani), los músicos ambulantes de Viggiano (de G.
Regaldi), el que arregla pucheros (de Cossovich),
el memorialista (de Dalbono), el frutero ambulan¬
te con su muía cargada de naranjas o el vendedor
de fresas en cestos (de Rocco), los vendedores de
tijeras y navajas de Via Toledo (de Bourcard), la
modista (de Lanziéres), los vendedores de agua
fresca, de sorbetes y helados (de Mastriani), la ave¬
llanera (de Rocco), la nodriza (de Cossovich), los
vaqueros y cabreros (de Rocco), los mozos de cuer¬
da, faquines, recaderos (de Cossovich), la que hace
asientos de paja o los compone (de Rocco), la pei¬
nadora (de Mastriani), el tabernero (de Rocco), el
figonero (de Dalbono), el vendedor ambulante de
aceite (de Mastriani), el de pizza (de Rocco), el ven¬
dedor ambulante, nocturno, de café (de Mastriani),
la vendedora de huevos (de Rocco), el vendedor de
pavos (de Mastriani), la comadrona (de Cossovich),
los gitanos con sus pequeñísimos talleres y sus mu¬
jeres que echan la buena ventura (de Dalbono), el
basurero (de Rocco), el zapatero (de Cossovich), la
que hace frituras, zeppole (de Rocco), el vendedor
de sandías y melones (de Orgitano).
Hay que advertir que a estos textos se incor¬
pora ya alguna canción que hoy sigue teniendo
fama acerca de determinados oficios y activida¬
des. Así, por ejemplo, se reproduce la letra de Lo
cocchiere d’affito, que es de Domenico Bolognese
y a la que puso una música muy imitativa, por¬
que en algún momento reproduce el ruido de las
pezuñas de los caballos en el pavimento, el maes-

227
tro Luigi Cammarano.46 También puede hallarse
allí la letra de la famosísima canción de los pesca¬
dores de Santa Lucía, que (tradujo) «arregló» Cos-
sovich,47 pero que en su original es anónima, como
la música que publicó Cottran en su colección. Al
período en que abundan las canciones anónimas
pertenece también Lo zoccolaro,48 que, en lo mu¬
sical, según Vajro y Roberto Murolo arranca de
un tema de Paisiello: Nel cor non piü mi sentó.*9
No faltan, tampoco, los gritos de oficios, acerca
de los que se tratará luego. Pero en la obra hay
ya, combinadas, las secciones dedicadas a definir
las características de los habitantes de las islas y
tierras vecinas de Nápoles (Ischia, Castellamma-
re, Procida, Sorrento, el Vesuvio, Massa y Capri,
Pompeya), también a estudiar las fiestas del año
y la «mala vida». Es una combinación permanen¬
te, que salta a la vista. Pero que produce tam¬
bién sus resultados estéticos: poéticos y musica¬
les. Temas son que hay que tratar aparte. Pero
hagamos ahora otro sondeo.

VI

Antes se ha aludido a los artículos en que un


escritor francés daba la notación musical de los
«gritos» callejeros de los comerciantes ambulan¬
tes de París de mediados del XIX. Estos gritos con
que anunciaban su oficio o profesión muchas de
aquellas gentes de las que Goethe encontraba tan¬
tos ejemplos en Nápoles, fueron objeto de la cu¬
riosidad de artistas más o menos populares, no

228
sólo en París, sino también en Londres, Madrid
y otras capitales y ciudades: desde tiempos muy
remotos al parecer.
A la vista tengo una obra que se titula Les
cris de Londres au XVIIIe siécle illustrés de 62
gravures avec epigrammes en vers traduits par
Mlie. X... Préfáce, notes et bibliographie des prin-
cipaux ouvrages sur Les cris de París par A.
Certaux... (París, 1893). El texto original que
reproduce es de Londres, 1799. Pero en la biblio¬
grafía50 Certaux reúne un conjunto de referencias
a lo que hay escrito desde el siglo XIII sobre los
gritos de París. También a grabados y dibujos.
La primera obra sobre Les cris de París, específi¬
camente, es del siglo XVI y tanto en música, como
en teatro, canto y letra sirvieron a varios artistas
para inspirarse. En Madrid nos encontramos con
una serie dieciochesca parecida, que no hace
mucho se ha reproducido facsimilarmente. Hay
una primera tirada con láminas (grabado en
metal) con cuatro figuras en cada lámina. Otra
tirada de dieciocho: con parte de los «gritos» pro¬
pios.
Pasan los tiempos y encontramos ejemplos de
otras ciudades.
Entre las aleluyas valencianas del siglo XIX,
que se estamparon en Játiva, hay una que se
llama «El mercat de Valencia», con cuarenta y
ocho viñetas y otros tantos epígrafes y gritos de
anuncios.51 Podrían recordarse otros ejemplos.
Pero volvamos a Nápoles.
En el Museo de la Cartuja de San Martín, de
Nápoles, situado en uno de los sitios más bellos

229
que pueden imaginarse, hay documentación abun¬
dante y anterior, de este mismo tipo y otro pa¬
recido. Una de las colecciones más ilustrativas es
la del artista Pelliccia, al que se debe la Raccolta
delli venditori di Napoli, con unas aleluyas relati¬
vas a cada uno. En una se lee:

Quanto zuccaro nee metto


vi che giarra de sorbetto.

Es el que vende sorbetes o helados.


Otra:

Vi che pizza no tórnese


magnatella a sto paese.

El vendedor de pizza.
Así otras muchas.
Los gritos de Nápoles han sido, así pues, ob¬
jeto de la atención de los escritores y de los dibu¬
jantes: pero en una ciudad en que la música y el
canto han tenido la importancia que han tenido,
puede suponerse que han sido objeto, asimismo,
de la atención de los músicos. Ya se ha aludido
antes a algunas canciones antiguas que se inspi¬
ran en ellos. Luego se siguen desarrollando los
temas y se hacen adaptaciones musicales. Pero
también los maestros del siglo XIX compusieron
canciones sobre personas con oficio popular co¬
nocido. De Mercadante hay Lo marenaro y La
sposa de lo Marenaro,52 de F. Ricci II suonatore
di campane53 e II carretiere del Vomero 5A Todas
muy expresivas y que todavía son de repertorio,

230
pese a que tienen bastante más de un siglo. Maes¬
tros más modernos han hecho composiciones mu¬
sicales a base de los gritos de los últimos vende¬
dores populares que han podido resistir al ruido
ensordecedor de autos y otros aparatos mecáni¬
cos, que son la negación de toda posibilidad de
expresiones artísticas callejeras. A los «gritos» los
han sustituido los «ruidos» y las calles se han con¬
vertido en puras vías de comunicación concebida
a larga distancia. Lo que esto tiene de revolucio¬
nario en la vida económica y social lo comprende
cualquiera: pero lo que tiene de destructor en la
vida estética popular y no popular sólo lo ven al¬
gunos. Pero recordemos algún ejemplo de lo que
ocurría en otros tiempos.
Lo passatiempo es una canción con música
de P. Labriola, músico con mucho garbo, y letra de
E. Cogino, en dialecto napolitano. En ella se imita
el anuncio de un vendedor ambulante:

Spassatiempo! Nocelle’ugornate!
Chi lo spasso se volé accaltá!
Si na vota a pruva Varrivate
ve nce faccio, guaglione, torna! etc.

Otras canciones están inspiradas en el recuer¬


do de los «sonidos» callejeros y de los ritmos me¬
lódicos y las palabras que les daban un sentido
determinado. Muy antigua es, por ejemplo, la can¬
ción Pagliaccio, con la que parece que los paya¬
sos y cantastorie anunciaban sus actuaciones al
público callejero. Un músico de inspiración tan
fina y delicada como Vincenzo Valente (1855-1921)

231
compuso E ccerase inspirándose en la voce del
vendedor de la fruta.55 Antes, y en una línea que
sigue Donizetti, en el canto-anuncio de sus facul¬
tades y conocimientos del Doctor Dulcamara, en
L’elisir d'amore, un poeta y un músico napoli¬
tanos compusieron Lo tiramole, es decir, el sa-
camuelas. Era éste ya personaje popular en las
comedias del XVIII y siguió existiendo hasta la
primera parte de este siglo.56 Es curioso observar
cómo este oficio, tan poco agradable para el pa¬
ciente, ha dado motivo, asimismo, a tanto pintor
y grabador, sobre todo a los maestros flamencos
del XVII, como Gérard Dou, Teniers, etc.
La cuestión es que la vieja «estética de la po¬
breza», cuya existencia era tan clara para Goethe
como para los autores de i presepi, los costumbris¬
tas del siglo XIX, o los novelistas y músicos poste¬
riores, no puede subsistir. Tampoco hoy existen
muchas gentes dispuestas a entenderla, obsesiona¬
das por el concepto de la superioridad de lo in¬
dustrial y por otros conceptos viejos ya, como en
realidad lo son muchas ideas que se creen buenas
porque son modernas. En España todavía puede
ocurrir que se crea que lo moderno son los ideales
de la revolución del 68 y no otros posteriores.

NOTAS

1. Julio Caro Baroja, La aurora del pensamiento antropológi¬


co (Madrid, 1983), págs. 97-98.
2. El de la utilidad, o el de la eficacia desde un punto de vista
técnico: capitalista o de otra índole.

232
3. La carta está fechada en Nápoles el 28 de mayo de 1787:
Italianische Reise, I (Franckfurt, 1982), ed. Christoph Michel,
págs. 428-436. Luigi di San Giusto ha dado una traducción ita¬
liana: II viaggio a Italia di Wolfgang von Goethe, I (Turin, etc.,
1924), págs. 336-343.
4. Goethe, Op. cit., I, pág. 433.
5. Historia Naturalis, III (5), 60.
6. Goethe, Op. cit., I, págs. 436-439. En la trad. italiana, I,
págs. 343-346.
7. II paese di Cuccagna, I (1890). En la traducción francesa,
Ay pays de Cocagne. Moeurs napolitaines. (París, s.a.), págs.
2-4.
8. Carta del 30 de mayo de 1787, Op. cit., I, págs. 439-440;
en la trad. cit., I, pág. 346.
9. Carta del 31 de mayo de 1787, Op. cit., I, pág. 40; en la
trad. cit., pág. 347.
10. Op. cit., I, págs. 426-427; en la trad. cit., I, pág. 335.
11. Franco Mancini, «El Belén napolitano», n.° 29 de Forma
y color (Granada, s. a.).
12. La Adoración de los Angeles, de la colección Catello-
Mancini, op. cit., ilustración 1.
13. Op. cit., il. 14.
14. Op. cit., il. 11.
15. Op. cit., il. 12.
16. Op. cit., il. 25.
17. Op. cit., il. 16.
18. Op. cit., il. 17, en la fuente.
19. Op. cit., il. 21; tarantela en la 22.
20. Op. cit., il. 20.
21. Op. cit., il. 23.
22. Op. cit., il. 29.
23. Op. cit., il. 28.
24. Diccionario de la lengua castellana, I (Madrid, 1726), pág.
541a.
25. Diccionario histórico de la lengua española, II (Madrid,
1936), pág. 61a.
26. E. Bénizit, Dictionnaire critique et documentaire des pein-
tres, sculpteurs, dessinateurs et graveurs..., V (París, 1966), pág.
336.
27. Satire di Ludovico Ariosto, Salvator Rosa, Benedetto Men-
zini, Vittorio Alfieri (Milán, 1879), pág. 121.
28. Julio Caro Baroja, «La interpretación histórico-cultural del
paisaje», en Revista de dialectología y tradiciones populares,
XXXVII (1982), págs. 3-4.
29. Una representación burlesca de «Arts i oficis» se halla en
las aleluyas reproducidas en Arxiu de tradicions populars, fascí¬
culo III (Barcelona, 1928), págs. 172-173. De un azulejo de la

233
colección de J. Roig y Raventós, en el fascículo II, en la portada.
30. Posteriormente, con grabado más sabio y contenido mucho
menos popular, se hizo la serie de «Ciencias, artes y oficios», que
lleva el número 82.
31. El sello inconfundible de Gavarni se halla en multitud de
grabados.
32. Uso la edición en dos volúmenes de París, 1860, I, págs.
5-9.
33. Op. cit., I, págs. 65-67 («Les banquistes», de E. de la Bé-
dollierre).
34. Op. cit., II, págs. 289-293.
35. Op. cit., II, págs. 305-308.
36. Op. cit., II, págs. 315-320.
37. Op. cit., II, págs. 336-341.
38. Op. cit., II, págs. 347-352.
39. Op. cit., II, págs. 364-370.
40. De Tomás Rodríguez Rubí, págs. 2-5 de la edición de Ma¬
drid (1851).
41. Op. cit., págs. 9-12.
42. Artículo de Enrique Gil, op. cit., págs. 276b-279b.
43. «El baratero» de Antonio Anset, op. cit., págs. 234b-237b.
44. De Los españoles pintados por sí mismos procede la ale¬
luya n.° 24 de la serie madrileña de Hernando.
45. Milán, 1977.
46. Op. cit., págs. 316-317.
47. Op. cit., págs. 500-501.
48. Op. cit., págs. 720-721.
49. Murolo, Napoletana, II. Algunas de estas canciones se ha¬
llan recogidas, también, por Vincenzo de Meglio, Eco di Napoli.
100 celebri cazoni popolari per canto e piano forte colla traduzio-
ne italiana raccolte dal Maestro..., 1 (Milán-Roma, s.a.); Lo zoc-
colaro en págs. 76-78.
50. Op. cit., págs. 175-180.
51. Reproducida en el Arxiu de tradicions populars, fascículo
VI (Barcelona, 1929), pág. 361. Es la 2a de una serie.
52. Vincenzo de Meglio, op. cit., 11, págs. 125-134 (nos 44-
45).
53. Op. cit., 11, págs. 94-99 (n° 37).
54. Op. cit., 11, págs. 100-101 (n° 38).
55. Sebastiano di Massa, II cafe-chantant e la canzone a Na¬
poli (Nápoles, 1969), pág. 156.
56. Está en la Napoletana de Roberto Murolo, I, disco segun¬
do, cara 2.

234
Sobre Goya y la teoría de la caricatura *

Goya es un genio que vive a caballo entre el


Antiguo Régimen y la Edad Contemporánea. Re¬
fleja lo más delicado y tierno del siglo XVIII por
un lado, por otro lo más hosco y sombrío de los
tiempos modernos. Nietzsche decía de Beethoven
que también fue un genio que unía algo viejo y
ya muy hecho y algo demasiado joven y que no
acababa de llegar.1 Goya vio cosas con ojos que
parecen proféticos, sobre todo de viejo, y en los
dibujos, dio rienda suelta a su calidad rara de
pensador. Porque los dibujos, en la mayor parte
de los casos, encierran un pensamiento hondo,
claro o enigmático. Desde el punto de vista de la
factura son únicos. Desde el punto de vista del
pensamiento son también (como decía Nietzsche
de lo que hizo Beethoven) algo joven, «demasia¬
do joven» para su época y en su país; algo que
no acabó de llegar en ella y que acaso hoy, en
1980, todavía no ha llegado, pero que se relacio¬
na con el pensamiento de los contemporáneos más
significativos.
La relación se expresa de modo muy neto no
sólo en la intención, sino también con los cam-

* De Goya. Nuevos Caprichos (Madrid, 1980), págs. 21-33.

235
bios de lenguaje. Porque de la época de los años
mozos de Goya a la de su vejez hay en el idioma
español, como en otros, variaciones en el léxi¬
co de gran importancia, porque reflejan uña fuer¬
te revolución de las ideas. Uno de los cambios está
expresado por la introducción en el habla artísti¬
ca y política de la palabra caricatura.
Ahora bien, resulta que Goya es uno de los
caricaturistas más profundos e intencionados
de los tiempos modernos y que es, justamente, de
la época de su madurez a la vejez, cuando en
castellano se generaliza el uso de la palabra «ca¬
ricatura» palabra que sólo cuatro años después
de muerto se incorpora al Diccionario de la Aca¬
demia Española, como vamos a ver en las pági¬
nas que siguen, en que se procura aclarar algo
lo que podría llamarse «teoría de la caricatura
misma».

II

La sentencia de Demócrito según la cual la pa¬


labra es la sombra de la acción está llena de sen¬
tido.2 O mejor dicho, pueden dársele varios senti¬
dos profundos. La palabra no es más que una
sombra que cambia, según le dé la luz de una ma¬
nera u otra al objeto a que se adhiere. El objeto
por falta de luz puede también carecer de som¬
bra. Con frecuencia parece que ha ocurrido esto
último. El bautizar de modo definitivo a una cosa
ha sido acto tardío: sin que ello quiera decir que
la cosa no existiera siglos antes. Bastantes nom-

236
bres de ciencias obedecen a esta clase de bau¬
tismos tardíos. Por ejemplo, los de Etnografía o
Etnología: y ello no quiere decir —como se ha
dicho— que antes, mucho antes, no se hubieran
hecho descripciones propiamente etnográficas y
consideraciones etnológicas. A veces, cuando
quiere uno desarrollar determinada idea, este ca¬
rácter de pobre e imprecisa sombra de la pala¬
bra, se le presenta de modo inquietante. Hace
algún tiempo, el que ahora escribe tenía que pre¬
sentar en cierta librería madrileña una obra ilus¬
trada en que se trataba en gran parte de carica¬
turas del siglo XIX. Y para empezar se planteó
la siguiente cuestión: ¿Qué origen tiene, cuándo
y para qué se empieza a emplear en España la
palabra «caricatura»? Como tantas veces, la in¬
seguridad le resultaba absoluta. Tenía la impre¬
sión de que la palabra era de origen extranjero,
no muy vieja en español, y que estaba relacio¬
nada con la vida política. Pero nada más. Un
primer sondeo en diccionarios que tenía a mano
le hizo ver que —en efecto— en el llamado «de
autoridades» del tiempo de Felipe V, publicado
entre 1726 y 1739, no aparece.3 Los que dan más
luz acerca del momento en que se incorpora «ofi¬
cialmente» al léxico español son los de la misma
Academia, en las ediciones quinta, sexta y sép¬
tima, que corresponden a época de grandes cam¬
bios políticos e ideológicos. A la de Goya mismo
en su vejez. El Diccionario de la lengua castella¬
na, en su quinta edición, hecha en la Imprenta
Real en 1817, no contiene todavía la palabra.4
Tampoco el de la sexta edición, de 1822, que es

237
de la Imprenta Nacional y de época liberal.5
Pero, en cambio, en el de la séptima, de 1832,
es decir, de las postrimerías de Fernando VII (y
otra vez de la Imprenta Real), sí está, con dos
acepciones. La primera es la de «retrato ridícu¬
lo en que se abultan y pintan como deformes y
desproporcionadas las facciones de alguna per¬
sona». La segunda es: «Pintura o dibujo con el
que bajo emblemas o alusiones enigmáticas se
pretende ridiculizar alguna persona o cosa».6
Estas dos definiciones viejas parecen escritas
pensando en cientos de los dibujos de Goya pre¬
cisamente. Pero sigamos con la exploración lin¬
güística.
Respecto a ejemplos de uso, en el diccionario
que empezó a publicar la misma Academia Espa¬
ñola antes de la guerra y que dejó interrumpido,
aparece documentada por vez primera en un texto
de 1828 (en realidad impreso en 1829). Luego, en
escritos de Hartzenbusch, Bretón de los Herre¬
ros (que usa también del verbo «caricaturar»7 y de
la voz «caricato») y Larra. Más tarde la usan Alar-
cón, Galdós y otros escritores nacidos a mediados
del siglo pasado, y se incorpora, significativa¬
mente, al Código Penal de 1870. El verbo «ca¬
ricaturizar» se usa después.8 Puede pensarse, sin
embargo, que ya antes de la fecha dada por el
Diccionario histórico citado, la palabra estaba en
uso entre gente de cultura. Porque don Leandro
Fernández de Moratín la usa en el sentido más
común, burlesco, en sus Apuntaciones sueltas de
Inglaterra, aludiendo, precisamente, a un momen¬
to en que florecía la caricatura en aquel país.9 En

238
otra ocasión como equivalente a cosa violentada
o exagerada.10 Asociemos ahora dos nombres fá¬
cilmente asociables, pese a lo distinto del genio y
carácter de los dos hombres que los llevaban.
Goya, todo impulso, y Moratín, todo mesura. In¬
timos amigos al parecer, porque el uno retrató al
otro sobre el lienzo y el otro dejó un estupendo
retrato escrito del pintor en la vejez. Goya, pri¬
mer caricaturista español en el tiempo y en la
jerarquía. Moratín, primera «autoridad» de la len¬
gua que usa de la palabra en un sentido mo¬
derno.
Volviendo a ella puede recordarse que otros
repertorios dan pistas más lejanas. La palabra
«caricatura» —nos dicen— es de origen italiano
y parece estar relacionada con caricare = car¬
gar.11 Es decir, que la idea de carga (carica) pa¬
rece haber sido decisiva en su formación. Cari¬
caturizar es cargar o recargar sobre algo. De
modo intuitivo la contemplación de los dibujos
de Goya nos puede aclarar en qué consiste la
carga, según una cabeza genial en un momento
dado. Podría ampliarse la visión contemplando
una serie de retratos que a pesar de su belleza,
de su ejecución luminosa y espléndida tienen
también algo de carga, que va de lo burlesco a
lo trágico. Recordemos los retratos de Carlos IV,
de María Luisa, de tantas otras personas que
nos miran, no sabemos si riéndose de sí mismas.
La caricatura, como hecho de nuestra Historia
en lo que tiene de más fuerte, puede llamarse
un hecho «goyesco». Ahora quisiera seguir mi ex¬
ploración en un ámbito histórico-filosófico más

239
lejano para sacar alguna consecuencia acerca de
lo que podría llamarse «teoría de la caricatura»,
que acaso podría servir para entender mejor al¬
gunos aspectos del arte de Goya.

III

Porque hecha la anterior pesquisa lingüística


comprobé que la sentencia de Demócrito era tam¬
bién cierta en este caso. En efecto, el hecho de
caricaturizar, en términos artísticos y literarios, es
mucho más antiguo que la palabra «caricatura»
en sí; pero más importante que esto es ver cómo
se formuló la teoría de la caricatura en tiempos
remotos y cómo la formulación tuvo lugar allá
donde cabe encontrar la mayor parte de las for¬
mulaciones teóricas que usamos comúnmente, sa¬
biéndolo o no: en el mundo griego.
Podemos, así, seguir dos métodos de averi¬
guación. Uno será el de hacer un inventario cro¬
nológico acerca de los dibujos, grabados, escul¬
turas, etc., que nos parezcan caricaturescos, a
lo largo de los tiempos. Otro, el de buscar los
orígenes de la teoría de la caricatura en térmi¬
nos más intelectuales o filosóficos. Lo primero
se ha hecho varias veces y desde hace mucho.
Lo segundo, también, pero acaso de modo no
muy sistemático.
Podemos empezar, como tantas otras veces al
llevar a cabo sistematizaciones, con un texto de
Aristóteles y arrancar de la Poética recordando
cómo —según el filósofo— entre las artes que se

240
basan en la imitación hay unas que usan colores
y dibujo (f'Qoncp yáp xpápaai xaí oxppaoi [como
por los colores y las formas]),12 y otras que utili¬
zan otros medios: ritmo, melodía, lengua. Pero en
la imitación plástica y concretamente, al tratarse
la figura humana, hay varias maneras de imitar,
que en pintura Aristóteles ilustra por el arte de
tres artistas: 1) el de Poligonoto, que pintaba al
hombre más bello de lo que es. 2) Pausón, que
lo pintaba más feo. 3) Dionisio, que lo pintaba
tal como es.13
En el primer caso el artista busca también
un ideal de belleza moral. Porque algo después,
Aristóteles define a Polignoto como un 'ayadoQ
[buen pintor].14 Tiene una intención ética, pues
trata de mejorar la imagen del hombre. En empeo¬
rarla la hay también, pero negativa, una intención
que puede considerarse hasta inmoral. Por eso,
en la Política Aristóteles mismo dirá que el joven
no debe contemplar las obras de Pausón, sino las
de Polignoto, o de otro pintor o escultor moral.15
Pausón, en textos más modernos, es conocido
como pintor de animales16 y hay quien duda de
que sea el mismo muerto de hambre malévolo
al que varias veces alude Aristófanes.17 Pero, en
todo caso, lo que interesa aquí es la caracteriza¬
ción con respecto al género cultivado por determi¬
nados artistas.
El texto de la Poética de Aristóteles se puede
ilustrar con otro de Plinio el Mayor,18 porque éste
insiste en el realismo de Dionisio de Colofón,
usando una expresión griega: la de anthropogra-
phus (como pintor de la figura humana con ver-

241
dad, es decir, realismo). Mientras que otro pin¬
tor, Paeico, es caracterizado porque pinta cosas
sórdidas, sucias o viles:19 a éste le llama rhypa-
rographus {pvnapoypacpoq, de pvnapóc) [sucio, sór¬
dido]. En todo caso, pintar escenas sórdidas, vul¬
gares o sucias, no es lo mismo que pintar al hom¬
bre individualmente más feo de lo que es. La in¬
tención en cada caso puede ser también distinta,
como lo es en el caso de otros pintores que culti¬
varon el paisaje, etc.
Nos encontramos, pues, con cuatro categorías
de pintores que de acuerdo con la nomenclatura
griega son: 1) el ethographus; 2) el anthropogra-
phus; 3) el rhyparographus, representados por ar¬
tistas más o menos conocidos. En cuarto lugar,
Pausón con sus imágenes. En los casos primero
y cuarto se asigna a su Arte una característica en
función de la Moral. El que pinta al hombre feo
es, hasta cierto punto, inmoral.
La imitación exagerando los caracteres vulga¬
res y feos es, por otra parte, la base de la come¬
dia según el mismo Aristóteles: «no en toda clase
de vicios, sino en el dominio de lo visible, que es
una parte de lo feo». De esta suerte, la máscara
cómica (tó ycÁoiov npooconov) es fea y deforme,
pero sin expresión de dolor.20 Este texto implica
una teoría sobre el origen de lo cómico y de la
risa, que llega hasta nuestros días, según la cual
no hay risa sin un elemento de fealdad. Pero una
vez que se ha destacado que Aristóteles tiene
una imagen moral del hombre físicamente consi¬
derado y que considera inferior lo que contribuye
a hacer reír, hemos de seguir adelante analizando

242
las formas de exagerar o resaltar los rasgos huma¬
nos como algo independiente al efecto cómico.
Dentro de la escuela aristotélica encontraremos
más elementos de consideración para establecer
una teoría de la caricatura, que no siempre busca
el efecto cómico.

IV

Existe un tratado de Physiognomica que se re¬


coge entre las obras de Aristóteles, pero que se
considera que no es de él, sino de algún aristoté¬
lico en la línea de Teofrasto.21 En este tratado hay
también elementos para perfilar, ya que no fun¬
dar, la teoría de la caricatura en función de la exa¬
geración de determinados rasgos. Los fisiognomis-
tas anteriores —se dice en el tratado— utilizaron
tres métodos.
1) Unos basaron la ciencia sobre el examen de
los géneros de animales, considerando que cada
forma y disposición de éstos sirve para estable¬
cer que el hombre puede tener un paralelismo no
sólo físico, sino también anímico, con determina¬
do género de animales.
2) Otros consideraron que las disposiciones de
cuerpo y alma se hallaban fijadas por el aspecto
de las razas humanas (Kara Ta é'dvn) como se
podía considerar que lo eran a partir de las cono¬
cidas por los griegos, pero muy diferenciadas: los
egipcios, los tracios y los escitas.
3) Otros llevaron a cabo un recuento de ca¬
racterísticas aparentes (tov ’micpaivopévov), como

243
las del hombre apasionado, el temeroso, el sexual
o erótico: con arreglo a afecciones varias.
Parece que aún había otros métodos utiliza¬
dos por los fisiognomistas.22 El autor —como se
ve después— no se fía de las caracterizaciones
que siguen las apariencias. Tampoco de que los que
fundan la Physiognomica en la observación de los
animales hagan sus selecciones de modo correc¬
to. Corporalmente, un hombre no se puede pare¬
cer a un animal determinado más que en algunos
rasgos; no de modo absoluto. Tampoco todos
los animales tienen características peculiares, sino
sólo unos cuantos, y hay animales diferentes
entre sí que tienen caracteres comunes, como el
del valor o el de la cobardía.23
En consecuencia, juzga que es necesario lle¬
var a cabo una selección de datos con arreglo
a criterios más precisos. Estos deben atender a
elementos materiales, como tamaño, color, cons¬
titución corporal en conjunto y también a movi¬
mientos, sonido de la voz, etc. Es decir, a una
cantidad considerable de signos.24 Dejemos ahora
a un lado los ejemplos, que conducen a una ver¬
dadera caracterología fundada en tales elementos,
con los que se llega a establecer correlaciones e
inferencias: si en un hombre aparecen tales y tales
rasgos físicos y tales y tales pasiones, se puede
inferir que también tiene otras.25 Lo que resulta
claro es que la Physiognomica da unas pautas
plásticas y que al pretender «caracterizan) puede
existir la necesidad de destacar, realzar e incluso
exagerar los rasgos físicos, los gestos y las expre¬
siones: «cargar» y, en consecuencia, caricaturizar

244
de una forma que parece ser la primaria y la que
ha interesado, sobre todo, a los grandes pintores
y escultores que han estudiado de modo más pro¬
fundo el cuerpo humano. Luego será cuestión de
decir algo de ellos. Ahora hay que insistir en que
no sólo fueron los autores de Physiognomica los
que contribuyeron a las tipificaciones.

El artista puede pintar al hombre peor de lo


que es en líneas generales «cargando» sobre un
rasgo físico muy destacable en la realidad. Tam¬
bién sobre un gesto o una expresión dominante.
Pero, en general, para expresar pasiones, hay que
recurrir a más de un rasgo, y en la determina¬
ción de los rasgos que fijan los caracteres, tam¬
bién Aristóteles y su escuela realizaron gran can¬
tidad de progresos, aunque hay que reconocer
que no siempre son de fiar los rasgos exterio¬
res que dan, para caracterizar al hombre valeroso26
y al cobarde27, al benévolo28 y al insensible,29 al
desvergonzado30 y al ordinario,31 al espiritual32 y
al torpe,33 y a otros más que se describen rápida¬
mente en la Phy siognomica.34
La relación entre cuerpo y alma es absoluta.35
Por otra parte, el tomar como punto de partida
una supuesta «caracterología animal» es algo que
también se tiene en cuenta en este viejo tratado
aristotélico en que se da como prototipo del ca¬
rácter y la complexión masculina al león,36 fiján¬
dose luego los rasgos del tipo femenino.37 Parece

245
que los hombres de ciencia modernos no aceptan
muchas de las tesis de la Physiognómica, que,
como es sabido, tuvo cultivadores en el Renaci¬
miento, en el siglo XVIII y aun en el XIX, combi¬
nada con la «Frenología». Pero esto no quita para
que fuera una fuente de inspiración para los lite¬
ratos, los oradores y los moralistas y que, por
otra parte, la «Caracterología» tuviera desarrollos
de gran importancia estética. Aristóteles, en la Re¬
tórica, al tratar de los rasgos que dan a los hom¬
bres las pasiones, los hábitos, las edades y las
condiciones de fortuna, hace unos retratos idea¬
les de los jóvenes, de los viejos, de los hombres
maduros, de los nobles, de los ricos, de los que
tienen el poder, susceptibles de ser plasmados
plásticamente.38 Su discípulo Teofrasto desarrolló
el método y Menandro le dio finísimas expresio¬
nes teatrales.
Pero, ciñéndonos al tema de las imágenes o fi¬
guras humanas recargadas o realzadas, hay que
volver a considerar la teoría retórica acerca de los
afectos en relación con los caracteres que el mismo
Aristóteles desarrolló de modo no muy amplio en
otra parte de su texto.39 También lo que acerca del
uso de los recursos que provocan a risa que deben
ser utilizados por el orador en algún momento, re¬
cursos que Cicerón analizó con detalle: primero al
tratar de los momentos en que el auditorio está
fatigado. Uno de tales recursos es la imitatio de-
pravata.40 Este parece haber sido cultivado tam¬
bién por los artistas en Roma, según otro texto
de Cicerón, con frecuencia mal citado. Se refiere
éste, en unas páginas muy agudas acerca de la

246
risa, a la que se puede producir por imágenes
(imagines) que hacen resaltar alguna deformidad
y que recuerdan a algo feo.41 Una de estas imagi¬
nes se hallaba en el escudo cimbrio de Mario, que
colgaba bajo unas tiendas «nuevas», en que se re¬
presentaba a un galo con la lengua fuera y gor¬
das mejillas. Y sirvió precisamente de punto de
referencia a una burla oratoria.

VI

Es evidente que, arrancando de estos textos,


se puede construir una teoría muy sistemática y
coherente de la caricatura, ya que nos dan la base
para distinguir la pura caricatura física, que atien¬
de a la exageración de rasgos materiales, de la
caricatura moral, que se refiere a vicios y pasio¬
nes: pero dentro de ésta hay elementos para dife¬
renciar también lo que es individual de lo colecti¬
vo. En gran parte, la caricatura antigua puso en
escena episodios poéticos y trágicos conocidos.42
La moderna es, sobre todo, política y, en mu¬
chos casos, no sólo de puros efectos cómicos, sino
también trágicos o melodramáticos, si es que
hemos de considerar (y creo que así hay que hacer¬
lo) que son geniales caricaturas bastantes dibujos
y aguafuertes de Goya o, más modernamente, cier¬
tas obras de Daumier e incluso de Forain.
Goya, en conversaciones con amigos íntimos
que tenían una gran cultura clásica, como Jove-
llanos, Moratín y otros menos conocidos, pudo co¬
nocer algunas de las viejas especulaciones a las

247
que nos hemos referido. Pero en cualquier caso,
poseyendo este conocimiento o no, utilizó el sis¬
tema de abultar o deformar sutilmente no sólo las
facciones, sino también la expresión, el gesto de
las personas. Por otra parte, también, «bajo em¬
blemas o alusiones enigmáticas» ridiculizó o sati¬
rizó a personas, instituciones y creencias: desde
la Inquisición a los inquisidores, a los que creían
en duendes y brujas, a los que abusaban de la
Justicia y de la Religión, a los que torturaban y
se torturaban. Para grandes dibujantes anteriores
había constituido un ejercicio curioso el de abul¬
tar o deformar la figura humana, como lo habían
hecho ya los antiguos, pero acaso con otra inten¬
ción. Recuérdense las caras dibujadas por Leonar¬
do en sus cuadernos o los retratos caricaturescos
de Bernini. La intención de Goya va mucho más
allá. No es un puro ejercicio gráfico lo que le in¬
teresa realizar, sino que lo que pretende es comen¬
tar la vida, individual o colectivamente conside¬
rada. Fue siguiendo las viejas clasificaciones (que
a algunos les parecerá que huelen a rancio, pero
que a otros nos aclaran la mente) «etógrafo»,
«antropógrafo», «riparógrafo», según las tornas,
también discípulo de Pausón, acaso sin saberlo.
Esto es lo de menos.
Su arte no se puede estudiar sin pensar en su
intención moral y filosófica. Fue uno de los pin¬
tores más libres de todos los tiempos desde el
punto de vista técnico, porque dominó todo cuan¬
to le vino en gana. Pero también fue uno de
los más intelectuales: es decir, de los que pensaron
más en cosas ajenas al oficio y esto sin caer en

248
trivialidades anecdóticas, sino en términos de gran
tragedia y de gran comedia, con una agilidad
y una profundidad que son únicas según creo y
sobre lo cual considero que deben insistir críticos y
pintores, dados más a formalidades de lo que con¬
viene. Porque a fuerza de formalismo, los que vi¬
ven o vivimos fuera de sus círculos, creemos que
están llegando a un agotamiento, a una esterili¬
dad apoyada en palabras, palabras, palabras...
Que no son precisamente las de Aristóteles y sus
discípulos, pero que no las mejoran demasiado.

NOTAS

1. F. Nietzsche, Jenseits von Gut und Bóse (Munich, s.a.),


pág. 136 (n° 245).
2. Fragmento 145: Hermann Diels, Die fragmente der Vorsok-
ratiker, II (Dublín-Zurich, 1970), pág. 171.
3. Tampoco en el Tesoro lexicográfico, 1492-1726, compilado
por don Samuel Gili Gaya, fascículo III, pág. 487b.
4. Véase pág. 179a. De «carica» pasa a «caricia».
5. Pág. 163c: lo mismo.
6. Pág. 148c.
7. «Caricaturar» parece venir del francés caricaturer y se ha
desterrado. «Caricato» es probable que venga directamente del ita¬
liano.
8. Diccionario histórico de la lengua española, II (Madrid,
1936), pág. 740a. El texto de don Antonio Puig-Blanch, Opúscu¬
los gramático-satíricos, II (Londres, 1829), pág. 289, se refiere a
una caricatura dibujada antes de don Joaquín Villanueva y está
en un panfleto, Falsedades y renuncios del Dr. D. Joaquín Villa-
nueva...
9. Obras postumas, I (Madrid, 1867), pág. 177 (GXVI). El
viaje es de 1792-1793.
10. Hablando de Miguel Angel, en el Viaje a Italia, Obras pos¬
tumas, I, pág. 566.
11. Vicente García de Diego, Diccionario etimológico español
e hispánico (Madrid, s.a.), págs. 149a y 668a (n° 1492).

249
12. 1447a, edición J. Hardy (París, 1976), pág. 29.
13. Poet., 2, 1448a, pág. 31.
14. Op cit., 6, 1450a, pág.. 38.
15. Política, VIII, 5, 7, 1340a, 35: óéTph la FIovoíovoq dcopdv
¿ove (i)éovc, áXká Zá íloXvyváZov Khv d Zk aXkog Z&v ypeupéñv n Z&v
ccyaXpaZonoim éoZiv hdiKÓg. (Los jóvenes deben contemplar no las
obras de Pausón sino las de Polignoto e incluso de cualquier otro
pintor o escultor moral.)
16. Eliano, Variae Historiae, XIV, 15. Luciano, Demosthenis
Encomion, 21.
17. Acharnenses, 854; Pintos, 602. Es como el representante
de la pobreza. También en Thesmophoriazusae, 949.
18. Historia naturalis, XXXV (37), 113.
19. Op. cit., XXXV (37), 112.
20. Poética, 5, 1449a, pág. 35.
21. Aristotle minor works, edición y traducción de W.S. Hett
(Londres-Harvard, 1963), colección Loeb Classical Library, págs.
81-137.
22. Physiognomica, I, 805a, págs. 84-86 de la ed. cit.
23. Op. cit., I, 805b, págs. 86-89.
24. Op. cit., II, 805b, 806b, págs. 90-93.
25. Op. cit., II, 807a, págs. 94-97.
26. Op. cit., III, 807a-807b, págs. 98-99.
27. Op. cit., III, 807b, págs. 98-99.
28. Op. cit., III, 807b, págs. 98-99.
29. Op. cit., III, 807b, págs. 100-101.
30. Op. cit., III, 807b, págs. 100-101.
31. Op. cit., III, 807b-808a, págs. 100-101.
32. Op. cit., III, 808a, págs. 100-101.
33. Op. cit., III, 808a, págs. 100-102.
34. Op. cit., III, 808a-808b, págs. 102-105.
35. Op. cit., IV, 808b, págs. 104-105.
36. Op. cit., V, 809b, págs. 110-113.
37. Op. cit., V, 810a, págs. 114-115.
38. Rhetorica, II, 12-16, 1388b, 1391a.
39. Op. cit., III, 7, 1408a.
40. Ad. C. Herennium, I (6), 10.
41. De arabe. II (66), 266.
42. Jean-Pierre Cébe, La caricature et la parodie dans le
monde romain antigüe des origens á Juvénal (París, 1966).

250
Costumbrismo no tan ccnaif»:
Manolo Blasco *

Creo que tengo una pequeña autoridad para


escribir este prólogo. Porque, en cierto modo, he
sido el que instigó a pintar a Manolo Blasco,
cuando él ya era talludito y yo había pasado tam¬
bién la edad de las grandes esperanzas. Para em¬
pezar, contaré rápidamente este episodio, que une
nuestras vidas de modo entrañable.
Allá por noviembre de 1956, con el ánimo des¬
trozado y el cuerpo muy flojo, pensé buscar ali¬
vio a mis males, descansando en Málaga. La
razón de que escogiera ésta, y no otra ciudad
del sur para procurar reponerme, era sentimental.
Mi padre, hombre de vida frustrada y por el que
yo he sentido siempre una mezcla de cariño y pie¬
dad, era hijo de malagueña, aunque esta malague¬
ña tenía raíces italianas. En mi niñez hablaba él
de Málaga con simpatía. Recordaba a la madre
muerta muy joven y algunos episodios de su vida
de soltero le vinculaban a la ciudad más que a
Sevilla, cuna de otros de sus antepasados. Yo ob¬
tuve una imagen rápida, superficial de Málaga a
través de él, y, atraído por ella, por los recuerdos

* Prólogo a La Málaga de comienzos de siglo, de Manuel Blas¬


co (Málaga, 1973).

251
nostálgicos paternos, me alojé en un hotel osten¬
toso, casi el único que había entonces, y pasé va¬
rios días mortales, en la soledad. Poco a poco co¬
mencé a moverme algo y como en un sueño, me
encontré con que en el invierno de 1957, estaba
instalado en una casa grande de Churriana, como
un terrateniente de la época de mi padre podía
estarlo. La casa estaba vacía cuando la compré;
había que amueblarla y, aunque yo llevé muebles
familiares de Madrid, me faltaba bastante para
dejarla cómoda.
Un día alguien, no sé cómo, me llevó a la tien¬
da de antigüedades de la Plaza del Obispo, en la
«capital)), como dicen las gentes del campo próxi¬
mo. Esta tienda fue mi ancla. La dirigían dos so¬
cios, amigos íntimos pero muy distintos entre sí.
El señor Guerrero y el señor Blasco. Guerrero era
un hombre con caracteres muy definidos de an¬
daluz de ciudad de comienzos del siglo XX. Le
gustaba el juego, trasnochar, gozar de la vida pro¬
curándose pequeños y sistemáticos placeres coti¬
dianos. Contaba anécdotas de gente brava de su
juventud: matones, cargadores y faquines del
muelle y chulos de garitos. Por lo demás era un
hombre afable y servicial.
Blasco, mi amigo Salvador Blasco Alarcón, era
un hombre extraordinario. Murió en 1972, año
muy significativo para mí, y aún no me he hecho a
la idea de haber perdido también, en esta quiebra
constante que es la vida, a un amigo tan sobre¬
saliente y adquirido en plena «liquidación)). Sal¬
vador era la amabilidad personificada, la simpa¬
tía hecha carne. Había nacido en la última década

252
del siglo XIX, en el seno de una familia de bur¬
guesía media. Por los Blascos estaba emparenta¬
do con Ruiz Blasco, es decir un pintor de palo¬
mas, que hoy es conocido por la paloma que pintó
su hijo más que por sus sencillos óleos, metidos
en el gusto de 1880. Los Blasco, pues, Salvador y
su hermano, objeto y tema de este prólogo, eran
primos segundos de Pablo Picasso, de Ruiz Picas¬
so, mejor dicho. Por otro lado, la familia de los
Alarcón era una de las distinguidas en la Málaga
decimonónica y, no sé por qué vía, mis propios
antepasados los Raggio tenían algún parentesco
con este grupo. Salvador conocía al dedillo la vida
de Málaga en tres generaciones. Tenía una curiosi¬
dad de cronista, unos ojos perspicaces y un instin¬
to de moralista para observar la vida y costumbres
de sus coterráneos. De moralista laxo se entiende,
porque según dicta la experiencia, los rigoristas
parece que nunca se han enterado de nada. Sal¬
vador hubiera podido ser un Proust andaluz de
haber tenido ambiciones, que no las tenía; ni li¬
terarias ni de otra clase alguna. Salvador era es¬
céptico, liberal de corazón, comprensivo con cual¬
quier flaqueza humana y poco entonado. Acaso
lo único que le sacaba de quicio eran la petulan¬
cia y la zafiedad unidas.
La tienda de antigüedades de la Plaza del
Obispo resultó una plataforma excelente para
que aquel escéptico hiciera sus observaciones. Un
lugar en que se liberaba de otros quehaceres. Por¬
que Salvador por la mañana era don Salvador
Blasco Alarcón, jefe del Departamento o Sección
de Estadística de la Provincia de Málaga. Es

253
decir, un alto funcionario. Como tal era querido
y como tal era cumplidor. Pero yo le veía a cien
leguas de su puesto y en broma le decía que me
parecía que tenía tanta relación con la Estadísti¬
ca como la mujer que aparecía en una caricatura
de Ortego, en la Ilustración Española de hacia
1870 y pico en que se finge este diálogo, a la puer¬
ta de una casa humilde:

«Tac, tac: ¿quién es?


— La Estadística—
No sé quién es esa mujer.
Será en el piso de al lado
que se han mudado hace un mes».

Salvador iba a la tienda al mediodía, al salir


de la oficina y a la tarde, a eso de las cinco. Allí
se sentaba en una especie de bureau a repasar
las cuentas y luego se organizaba la tertulia, in¬
terrumpida por algún «trato» más o menos pinto¬
resco. Los diálogos de Salvador con carpinteros,
restauradores, gitanos vendedores, anticuarios de
fuera y clientes tenían algo de ironía socrática
siempre. La conversación con los amigos era una
delicia. La «historia secreta» de la ciudad se iba
elaborando sobre la marcha, lo mismo que la
«historia pública». A veces claro es, la «historia
secreta» era mucho más divertida que la pública.
Los que animaban esta crónica hablada eran ade¬
más de Salvador, su socio Guerrero, Vicente An-
drade, Baltasar Peña Hinojosa y Bernabé Fernán¬
dez Canivell; con cierta frecuencia llegaban otros
señores de Málaga que daban una nota peculiar.

254
Don Enrique Hurtado de Mendoza, la campera;
el señor Taillefer, la retrospectiva, etc.
Pero he aquí que, de repente, aparecía una fi¬
gura delgada, aguileña, nerviosa, un tanto meteó-
rica: «Aquí está Manolo», decía Salvador, con un
tono en el que siempre había algo admirativo.

II

Sí. Aquí está Manolo. Manolo Blasco Alarcón,


el hermano menor de todos en una serie larga y
ya cercenada cuando yo le conocí.
Manolo es el pintor de hoy. En 1957 era deco¬
rador, anticuario y antes otras muchas cosas.
Vivía en una casita pequeña en el corazón de la
ciudad, con su mujer y un sobrino de ésta, como
ahijado, y tenía un taller extraordinario en un ca¬
serón contiguo del siglo XVII; un caserón que
podía haber sido una maravilla bien restaurado.
Allí le trabajaban carpinteros y operarios de otras
clases y allí le servía de edecán el indispensable,
el insustituible Eloy. Hace mucho que el personaje
del criado de comedia, que es fiel, irreemplazable,
decidor de verdades y gracioso ha desaparecido de
la sociedad española (si es que existió alguna vez
de verdad). Pero lo que sí ha quedado en talleres,
tiendas, casas de comercio, etc., es el factótum
fiel, el hombre pegado a una casa o a una perso¬
na, por lazos que no son puramente contractuales.
Este personaje va también desapareciendo; pero
Eloy lo representaba muy bien. Manolo proyecta¬
ba muebles, decoraciones de tiendas, de bares, de

255
cabarets, etc. Tenía cierta tendencia a lo fin de
siécle o retrospectivo, y aprovechaba con mucha
habilidad materiales de derribos, mobiliarios pos-
tisabelinos y otros elementos que le recordaban
su niñez burguesa.
Manolo, sin embargo, había sido un modernis¬
ta andaluz de su generación, tanto en Artes Plás¬
ticas como en Poesía. Sentía la poesía de Alberti,
de Lorca y era amigo de los poetas malagueños
que se distinguieron antes de 1936. Tenía una ad¬
miración enorme por su primo Picasso. Su her¬
mano Salvador no le iba en zaga en esto. Pero
por razón de edad, conocía también más a los es¬
critores del tiempo anterior, oscurecidos por la bri¬
llante generación que ahora creo se llama del 27.
Salvador podía hacer alguna referencia discreta
a Salvador Rueda o a su primo Enrique López,
como decía él; es decir, Enrique López Alarcón,
un poeta que en 1914 estrenó con éxito un drama
de aquellos que se hicieron, como consecuencia
del fuego de artificio del Cyrano de Rostand, con
tema de «capa y espada»: La Tizona.
Salvador también podía ser más benigno que
Manolo con los pintores viejos de la tierra o asen¬
tados en ella, entre los cuales había dos Murillo
que no eran Murillo; Murillo Bracho, pintor de
flores estimado, y Murillo Carreras, pintor de gé¬
nero, que murió muy viejo, viviendo yo en Chu¬
rriana.
Desde la soledad de mi casa de campo bajaba
casi todas las tardes en el auto de línea a Málaga
y asistía a la tertulia. Luego, ya de noche, en os¬
curidad intensa, oyendo el canto más o menos le-

256
jano de alguna cigarra, volvía de la carretera
donde me dejaba el auto, a mi jardín umbrío. Sal¬
vador, Manolo, los otros amigos, me dieron una
nueva razón para seguir viviendo. ¿Qué les di yo
a cambio? A todos una amistad sincera y entra¬
ñable. A Manolo, además, un consejo. Viendo la
facilidad con que hacía sus trazos y dibujos de
muebles y habitáculos, le pregunté una vez si
había intentado pintar. Me dijo que no. Le repli¬
qué que debía ponerse a hacerlo, siguiendo su ins¬
piración detallista y sin preocuparse demasiado de
aprendizajes técnicos ni de teorías estéticas. El
caso es que empezó a hacer intentos y que, des¬
pués de una época en que dio rienda suelta a su
fantasía, una fantasía surrealista en parte, en
parte simbólica, derivó a algo que ha terminado
por dominarle y que es lo que podría llamarse la
«pintura-recuerdo».
Mi tío, Ricardo Baroja, que con una técnica
y unos ideales pictóricos distintos en absoluto,
era también un gran cultivador de la «pintura-
recuerdo», se burlaba, a veces, de ciertos pin¬
tores del natural de su época y de su pretensión
de reflejar todos los elementos de un paisaje en
un cuadro, siempre pequeño. Son como las va¬
cas, que querrían comerse entero el prado donde
pastan.
¿Cómo interpreta Manolo Blasco esto de la
«pintura-recuerdo»? Resulta que en el presente
libro se reproducen casi una treintena de cuadros
suyos de tema malagueño. Resulta que para cada
cuadro, Manolo ha escrito un comentario y que
el conjunto nos da un reflejo mucho más fiel de

257
la vida de Málaga entre 1900 y 1920 que cuantas
fotografías, cuadros de género y óleos realistas
hemos podido contemplar.
La Málaga de Manolo Blasco, pintor en sus
verdes sesenta años, espontáneo y si se quiere
«naif», es más verdadera que la de los reportajes
de las revistas y periódicos de hace sesenta años
y no tiene nada que ver con la de las cromolito¬
grafías de las cajas de pasas y otras imágenes
por el estilo. Gran lección. El recuerdo, en una
cabeza privilegiada, se hace más real que la rea¬
lidad; como es de efectos más fuertes la lenta
interpretación que hizo Proust de su mundo cir¬
cundante, que todos los reportajes detallados y
fotográficos que nos quedan de él, en cientos de
libros, revistas, folletos y prospectos de su época.
Un personaje homérico dice que cdos males a
distancia divierten al hombre». Sí, guerras, nau¬
fragios, ruinas, todo sirve para divertir después
de haber producido espantos y terrores. ¿Qué
decir de los bienes? Manolo Blasco, como otros
muchos artistas, es un enamorado de su niñez.
Para fortuna suya no fue aquélla una niñez tris¬
te, sino todo lo contrario. Una niñez plácida
y regalada de niño de la burguesía del sur de
España.
En Andalucía el hombre del campo, el pesca¬
dor, el mismo proletario de ciudad, pueden arras¬
trar una existencia trágica y sombría, pese al
sol, las flores, etc. El aristócrata acaso carga su
existencia de rutinas, pesadeces, compromisos y
temores. El niño o la niña de la burguesía son,
tal vez, con los adolescentes, los que gozan más

258
de los privilegios de la tierra. ¿Hay algo más mi¬
mado y mimoso que una muchachita andaluza
casadera? ¿Puede darse una imagen más plástica
de la felicidad que la de un mocito pinturero?
Manolo Blasco vivió como niño mimado de bur¬
guesía malagueña, en «la capital» y en «los mon¬
tes». Pese a que a lo largo de la vida ha pasado
por trances difíciles, creo que le queda algo de
este carácter de niño mimado; ahora los mimos
tiene que hacérselos él mismo, pero no importa.
Se los hace.
Dentro de una dedicación constante a la Plás¬
tica, dentro de un mundo en el que el Arte ocupa
el primer lugar, ha sido voluble, versátil, capri¬
choso. Ha ensayado distintas formas de vida y las
ha abandonado cuando se aburrió de ellas. Aun¬
que se lo imagina uno difícilmente desarraigado
del ambiente malagueño, intentó en cierto momen¬
to vivir en Tetuán «a lo moro». También le tentó
Barcelona y su barrio chino. Fue anticuario con
grandes relaciones internacionales y dejó la pro¬
fesión. La decoración le ocupaba de modo inter¬
mitente cuando yo le conocí y, antes de ensayar
la pintura, escribió novelas policíacas.
Pero volvamos al niño de comienzos de siglo.
El último cuadro de la serie que contiene este vo¬
lumen se titula La visita. Es una escena típica¬
mente burguesa, como las que gustan a otros
hombres de su generación y de tendencia revolu¬
cionaria por más señas. Pienso ahora en Buñuel.
¿Cuál es la causa de este gusto por el peluche y
el colifichet en hombres tan libres? El recuerdo
nostálgico de la niñez influye sin duda para que

259
lo tengan, de modo que no nos llega a gente más
joven, o que hemos vivido en casas en que había
mobiliarios más severos. Manolo Blasco es un en¬
tusiasta de la belle époque, con ideario posterior.
Para él, la burguesía es un objeto tentador más.
En esto resulta muy de su tiempo. Yo no gusto
tanto —como he indicado— de los refinamientos
del novecientos, ni de las abstracciones del trein¬
ta, ni las clases sociales en sí mismas, como tales
clases, me producen sentimientos encontrados. La
burguesía española no es entretenida en conjun¬
to, aunque hay burgueses, como Manolo, o como
Salvador Blasco, que lo son. Lo mismo ocurre con
los elementos populares. El hombre interesante es
posible. ¿La clase interesante? Para unos sí, para
otros no.
El contraste con La visita burguesa, al menos
en ambiente, lo da el cuadro que representa Los
montes de Málaga que lleva el subtítulo de «Ca¬
sonas y lagares». Manolo Blasco tiene una retina
que ha sabido captar de modo sorprendentemen¬
te sintético los tonos fuertes que, a cierta hora,
se dan en el campo malagueño. Son tonos calien¬
tes. La tierra parda se vuelve amoratada, el cielo
azul se pone oscuro en su limpieza, surgen verdes
de esmaltes, rojos de fuego. En época anterior
a la nuestra hubo un pintor extraordinariamente
dotado, pero con ciertas veleidades historicis-
tas que ahora no gustan, don Antonio Muñoz
Degrain, valenciano que, asentado en Málaga,
tuvo durante años y años la obsesión de reprodu¬
cir aquellos tonos bravos. Muñoz Degrain —lo
diré de paso— hoy es menos conocido de lo que

260
merece. Pero entre los pintores de generaciones
posteriores fue muy apreciado por personalidades
tan distintas (aunque les unieran lazos de amis¬
tad) como Picasso y mi tío Ricardo Baroja. Creo
que Manolo Blasco ha hecho muy bien en coger
los colores fuertes de los montes y someterlos a
la operación de aislarlos de efectos luministas,
como los que procuraba obtener Muñoz Degrain.
El cactus, la chumbera, la tierra del predio, tienen
«su color». En este mundo coloreado por una luz
abstracta se mueven hombres, mujeres, niños, ani¬
males. Manolo Blasco es un hombre de ciudad,
de vieja ciudad mediterránea en la que el campo
entra. Pero acaso esta entrada del campo no es
lo que más gusta al ciudadano en su vida. Manolo
habla de Los montes como cosa del pasado, de
cuando iba con sus padres y hermanos en el ca¬
rruaje familiar, a pasar unos días en el caserón
metido entre los últimos viñedos no atacados por
la filoxera. El campo, para él, es una anécdota
antigua o primigenia. Creo que si en vez de ser
malagueño hubiera sido madrileño, hubiera podi¬
do pertenecer a aquella sociedad (que no llegó a
fundar) proyectada por un poeta de la Corte, más
o menos bohemio y maldito, que se hubiera lla¬
mado «Los enemigos del campo», para hacer juego
con las que estaban constituidas por «Los ami¬
gos de...»; bien fueran los castillos, Lope de Vega,
los jardines o el campo mismo.
Manolo Blasco es un ciudano, un enamorado
de su Málaga natal. Todos los cuadros que aquí
se reproducen lo expresan hasta la saciedad. Nada
hay en ellos que nos haga pensar en una inter-

261
pretación realista de los ambientes urbanos. Nada
es en ellos abstracto. Son los testimonios puros
de un «primitivo» (en el sentido pictórico, no en
el etnográfico) que se encara con su mundo exte¬
rior. La sorpresa del que contempla la serie co¬
nociendo el ambiente, es que, como en otras oca¬
siones, los recursos del pintor «primitivo» dan
efectos de realidad mucho más fuerte que los del
pintor realista, con sus recetas sobre cómo se han
de hacer perspectivas y obtener luces y sombras,
cómo se deben llevar a cabo sabiamente las com¬
binaciones de colores, etc.
He aquí la Calle de Larios; una especie de
mito para los malagueños. Si a mí me pregunta¬
ran ahora, fuera de Málaga, como es tal calle «en
realidad», no se me ocurriría ya recurrir a fotos,
dibujos arquitectónicos o perspectivas de hábiles
acuarelistas que sigan rígidamente las reglas aca¬
démicas. No. Simplemente diría: «Vea usted el
cuadro número dos de esta serie».
Después de puesto este ejemplo he de pensar
que la misma clase de fidelidad poética y al
mismo tiempo arcaizante, tienen los cuadros con
escenas que yo no he llegado a contemplar con mis
ojos; porque, como indiqué al principio, mi primer
contacto un poco continuado con Málaga data sólo
de 1956.

III

Vuelvo a aquella fecha que es lamediata-


mente anterior al desarrollo urbano, increíble, de

262
la década de 1960 a 1970. Cuando empecé a reco¬
rrer las calles de Málaga, después del primer mo¬
mento de atonía, me sorprendió que había en ellas
elementos de vida que me recordaban el Madrid
de mi primera infancia: el de 1920. Tipos popula¬
res, comercios, vehículos, hasta olores y gritos. La
sensación era medio dolorosa medio placentera.
Fue la que luego me permitió seguir las conver¬
saciones de la tienda de la Plaza del Obispo con
mayor curiosidad y atención; la que ha hecho que,
con independencia de la riqueza plástica de los
cuadros de Manolo, vea en ellos un testimonio de
lo que fue una época en una ciudad del sur.
El comentario escrito que ha puesto el pintor
a sus obras es valiosísimo para el historiador y
el etnógrafo. No voy a glosarlo ahora. Sólo me
contentaré con hacer unas cuantas indicaciones
generales acerca del espíritu que creo refleja este
conjunto de pinturas.
He aquí la vida pública y privada de los ma¬
lagueños de 1900-1920, contada con la paciencia
de un cronista medieval o de un miniaturista gó¬
tico. Lo que cambia más en relación con aquellos
es lo que se cuenta. Porque Manolo Blasco, en
vez de pintarnos, como los hermanos Limbourg
en Les tres riches heures du Duc de Berry, sun¬
tuosos banquetes de magnates, castillos góticos,
bosques verdes y países nevados, nos ha dejado
una crónica de sociedades y ambientes urbanos,
burgueses o populares, que se parecen más a los
de la polis griega que a los de la Francia feudal.
He aquí una sociedad sin grandes aristocra¬
cias dominantes, pero muy estratificada. Una so-

263
ciedad de comerciantes y contratistas navales, con
una plebe muy abundante, acaso demasiado abun¬
dante y desvalida. De vez en cuando, a lo largo
del siglo XIX y en la misma época de Manolo
Blasco, esta plebe ha sufrido fuertes convulsiones,
como la de otros puertos del Mediterráneo espa¬
ñol o italiano. Nada de estos aspectos trágicos
de la vida queda reflejado en la serie, relativamen¬
te plácida, de las escenas malagueñas de Manolo
Blasco, en que no hay más que tres cuadros de te¬
ma «triste», según mi cuenta; el del entierro de
la mocita, el de Don Fulano, y la aparición de los
Hermanos de la Paz y Caridad en la Plaza de San
Julián. Aun en estos la objetividad «primitiva»
hace que los temas queden limpios del melodra-
matismo o la truculencia que hubiera puesto en
ellos un pintor realista de comienzos de siglo.
«Los malagueños se divierten» podía llamarse
esta serie, quitando las excepciones aludidas, si
es que no se divertían también, con el entierro
de Don Fulano o con el tétrico cortejo de los Her¬
manos.
Se divierten de modo público o de modo pri¬
vado. Siempre en sociedad. Queden para las gen¬
tes del norte la borrachera solitaria, el soliloquio
poético, la audición melancólica de la sonata.
El andaluz es hombre de calle y de agora o
plaza. Le gustan los desfiles y las fiestas munici¬
pales. A lo largo del año en Málaga, hoy como
ayer, se nota el día de fiesta por signos muy ex¬
teriores. Allá a fines de noviembre o comienzos
de diciembre empiezan a aparecer en la ciudad
las comparsas que anuncian las fiestas navideñas.

264
Unos mozos, unos adolescentes o niños, vestidos
de pastores, con pieles de ovejas y sombrero que
recuerdan a los de los nacimientos, provistos de
instrumentos sencillos, zambombas y sonajas, re¬
corren calles y plazuelas. Otra cosa eran los «ton¬
tos» o parrandas de verdiales, de profunda raíz
campesina. En Andalucía se llama «verdial» a una
aceituna que se conserva verde aun en sazón; a
toda fruta de color verde también y al árbol que
la produce y a cierta clase de siembras y así
se llama Verdiales uno de los partidos malague¬
ños. Unas coplas de Fernán Caballero aluden al
«campo y sus verdiales». Como producto local
campesino a estas comparsas rústicas les llaman
también «los verdiales» y aun a lo que cantan. Un
cuadro de Manolo Blasco representa, en una esce¬
na de verdiales, la «comparsa», que sin duda van
de lagar en lagar llevando su alegría y sus cancio¬
nes, una escena que nos hace recordar al presepio
napolitano, a esa glorificación del pastor humilde
tan del gusto del siglo XVIII, en la que las reinas
y las damas aristocráticas se vestían de pastoras a
su modo. Los verdiales son broncos de verdad y
dan idea de una verdad popular, pero un tanto es¬
tilizada. Lo que pinta Manolo Blasco, como lo que
crean o crearon bastantes poetas andaluces de su
época, es también popular y estilizado a la par.
Pasan los días, pasan Navidad, Año viejo, Año
nuevo. Llega la fiesta de Reyes. Hoy como ayer
se hace una gran cabalgata que recorre las calles
principales de Málaga. Manolo la ve en la Plaza
de la Constitución de su niñez. Sin duda esta ca¬
balgata tiene más carácter que las de hoy. Lle-

265
gando del norte de España y recordando ambien¬
tes rurales a mi primer contacto con los pueblos
de la hoya, me llamó la atención la importan¬
cia que daban a la fiesta de Reyes y cómo, en
la choza o casa terrera más humilde, se veía por la
mañana que los niños tenían juguetes que pare¬
cían ostentosos. Yo pienso en lo que era el regalo
de Reyes para un niño de mi tiempo en el pue¬
blo familiar de la frontera con Francia y me quedo
perplejo. No cabe duda de que a los andaluces
de esta banda lo superfluo les puede parecer ne¬
cesario y lo necesario superfluo. El lujo o el gasto
«conspicuo» es algo importante en la vida. El
gasto cotidiano una vulgaridad, una cosa desa¬
gradable. A Manolo Blasco se le puede incluir en
la serie de estos malagueños capaces del derro¬
che en un momento dado (o en muchos momen¬
tos si se quiere) y por eso creo que su imagen de
la cabalgata de Reyes está cargada de una signi¬
ficación especial, que es la que ha hecho que, de
modo consciente o subsconsciente, haya encabe¬
zado su serie pictórica. Pasemos ahora a otra
fecha, cargada de promesas para la juventud de
comienzos de siglo y para la de muchas genera¬
ciones anteriores. He aquí ahora la Plaza del Tea¬
tro, en Carnaval. En su comentario dará Manolo
impresiones personales de esta fiesta tan estúpi¬
damente suprimida, como consecuencia de la
pedantería puritana de ciertos hombres y mujeres
del siglo XX. «¡Qué horror!», han dicho tirios y
troyanos. Tema de sermonario y de soflama de
concejal socialista. Para el caso es lo mismo.
Ahora los puritanos aguantan callados el Carna-

266
val perpetuo del unisex, las barbas y melenas lle¬
nas de cascarrias, los amuletos modernos y la su¬
ciedad sistemática combinada con la mariguana.
Yo pienso en mi tendencia a la piedad pagana que
todo esto es un castigo del viejo Dionisos ante la
estupidez de munícipes y otras gentes concejiles.
¿No queréis el Carnaval, verdad? Pues lo tendréis
todo el año, combinado con la polución. Sin ((ca¬
tarsis» posible.
Las formas antiguas de expresar la vida cívi¬
ca se van anulando. La campaña violenta contra
el Carnaval comenzó ya entre 1920 y 1930. Otras
expresiones de la vida pública más solemne, en¬
tonada y seria, han ido desapareciendo por razo¬
nes mecánicas. El auto, a este respecto, ha hecho
más estragos que toneladas de papel impreso que
se hubieran dedicado a combatirlas.
Ahora estamos en la Plaza del Obispo, con la
mole catedralicia al frente, el bellísimo palacio ba¬
rroco a un lado, las casitas blancas en fin. He
aquí una procesión con su presidencia. Una escena
religiosa-edilicia, sin intención satírica alguna, pero
llena de gracia y de color. Estas son las antiguas
y eternas «fuerzas vivas» que individualmente pue¬
den estar constituidas por una suma de «almas
muertas». El caso es que el detallismo de la pin¬
tura de Manolo Blasco, como el de ciertas pintu¬
ras flamencas, es más adecuado para darnos ideas
acerca de la sociedad que acerca de los indivi¬
duos. Un cuadro o cuadróte de género de fines del
siglo XIX hubiera hecho de esta procesión una
fotografía mejor o peor. Pero aquí está la proce¬
sión, en sí, mejor representada que por medio fo-

267
tográfico. La representación de la colectividad
se halla vigorosamente destacada, como ocurre en
ciertos cuadros flamencos, peores o mejores, en
que se pretende también darla.
El hombre se convierte en número, casi en je¬
roglífico. Y esto no merma fuerza a la represen¬
tación. Lo mismo ocurre en la escena que se sitúa
en la Plazuela de San Felipe y que se llama Los
salmonetes. Los «salmonetes» son los antiguos se¬
minaristas con sus becas rojas, desfilando en un
día de asueto, como yo los he visto en Madrid,
en Pamplona, en Vitoria. Ninguna intención satí¬
rica hay tampoco en el cuadro de Manolo. Es la
pura y simple representación de un ambiente con
sus personajes familiares y otros complementarios.
Son los seminaristas en bloque, no el seminarista
aislado lo que da la razón de la imagen. El gusto
por las representaciones colectivas, por lo que
ahora se llama de manera neutra y equívoca «lo
social», domina en este pintor malagueño cien por
cien, según se va viendo. He aquí otros dos cer¬
támenes cívicos. Bajo el imponente edificio de la
Aduana neoclásica, se celebra ahora el simulacro
de los bomberos. Un jefe de bomberos en una ca¬
pital de provincia era, en otros tiempos, una es¬
pecie de héroe en potencia, del que dependía la
seguridad pública. El día del simulacro los niños
y los paseantes se congregaban en el lugar donde
había de celebrarse y había siempre algún exper¬
to que podía hacer el análisis crítico de la opera¬
ción, como si se tratara de una gran batalla y el
que la explicara fuera el mariscal Gouvion Saint
Cyr. La ciudad está protegida por las autorida-

268
des religiosas y civiles. Por los bomberos con sus
cascos brillantes, sus mangas, escaleras, hachas
y toques dramáticos de campana. Puede, pues, se¬
guirse divirtiendo.
¿Cuántas veces en las exposiciones de fines del
siglo XIX y comienzos del XX se habrán presenta¬
do cuadros con el título de A los toros u otro simi¬
lar? Manolo Blasco nos da la visión umbría del Par¬
que a la hora en que la gente iba a la plaza. Nada
de melodramatismo, panderetismo o patetismo fácil.
En todo esto han caído una y otra vez pintores y
literatos, al reproducir cada cual con sus medios
escena semejante. Aquí no hay nada más que lo
común. Las gentes dispuestas a divertirse, se tras¬
ladan a la plaza. La situación es placentera y si se
quiere «cuotidiana». La cuotidianidad de la vida no
le asusta al hombre del sur, como parece que le
asustaba al poeta francés Jules Laforgue y a otros
vates enfrentados con la gran ciudad finisecular y
sus inmensidades. Málaga a comienzos de siglo no
era indominable desde el punto de vista del tama¬
ño. Leo que el censo de 1910 le asignaba 136.365
habitantes. Parte de los habitantes vivían en zona
rural. La vida del casco urbano se desarrollaba den¬
tro de un radio no muy grande. La calle Larios re¬
producida por Manolo Blasco en su serie, en se¬
gundo lugar, era el eje social de Málaga. No todo
el mundo puede vivir en calle Larios —le he oído
decir de modo sentencioso a un pequeño comercian¬
te alguna vez. Otros tipos de personas preferían si¬
tios de apariencia más tranquila, como, por ejem¬
plo la Plaza de la Merced, que se representa en el
cuadro titulado La paloma de la paz-

269
Málaga comercial y Málaga burguesa, entona¬
da, con muchos apellidos extranjeros, alemanes,
ingleses e italianos; con poca aristocracia vieja, y
sometida a tantarantanes demográficos y políticos.
Manolo Blasco capta de ella otras muchas escenas
populares, con un sentido raro de la localización
topográfica. En sus comentarios da muy valiosas
indicaciones acerca de las fronteras interiores
que tenían las clases sociales dentro de la vieja
polis para desenvolverse. Ahora estamos en Na¬
vidad o vísperas de Navidad, en el mercado de
pavos de la Plaza de Félix Sáenz; un mercado es¬
pecial, localizado como el que había en el viejo
Madrid, el Madrid de Ortego y de los dibujantes
del tiempo de Isabel II. Y éste es el mercado de
las Atarazanas, monumento municipal que refle¬
ja toda una época en que se dieron el «gótico» de
estación, el «mudéjar» de convento, el (cárabe»
de colmado, el «bizantino» diocesano y otros ex¬
traños horrores más, que, con el paso del tiempo
y el advenimiento de otros horrores «cúbicos»,
«funcionales», etc., nos van pareciendo hasta bien
como pasa con el «modernismo» de comienzos de
siglo y el «renacentismo» de 1920.
Málaga ha cambiado mucho de veinte años a
esta parte. La gente nueva está orgullosa de sus
obras. Pero el que tiene metido en la sangre el
veneno de la nostalgia añora visiones urbanas del
pasado. Un madrileño tiene que ser ya viejo para
recordar el Madrid de los coches de caballos, de
los simones y landos, la vuelta del Real a las ca¬
ballerizas y aquel ruido de las pezuñas sobre el
empedrado, tan distinto a los ruidos actuales, pro-

270
ducidos directamente por la pezuña del hombre.
Un malagueño tiene recuerdos más frescos de
esto. Añorará también, sin duda, la época en la
que la acera de la Marina tenía el aspecto que
refleja el cuadro séptimo de esta serie, en que el
«protagonista» es el tranvía de los baños.
Poco a poco la arquitectura civil malagueña de
los siglos XVII, XVIII y XIX va desapareciendo.
Aquellas casas con torres de teja verdosa, aque¬
llos miradores, aquellos balcones grandes del piso
principal, las ventanas de los entresuelos dedica¬
dos a oficinas, los ojos de buey, las linternas; todo
lo hemos visto caer como material de derribo. Será
difícil en lo futuro dar una idea de la exquisitez
de las formas de algunas casas de estas de la Ma¬
rina y de otras partes de la ciudad. Algunas que¬
dan en el Paseo de la Alameda, donde se celebra¬
ba la feria del borrego, también representada en
esta serie, o en la Puerta de las Cadenas. Manolo
Blasco siente esta arquitectura, como la han sen¬
tido otros poetas y pintores de su época. Nos deja
de ella una interpretación que recuerda a la de
algunos mosaicos romanos y a la de los pintores
medievales. Lo «urbano» le fascina. Reitera las es¬
cenas. El viejo tranvía de muías está, ahora, en
la Plazuela de San Pedro Alcántara, tan graciosa.
En la Plaza de la Victoria nos metemos con los
niños en el jardín de los monos y en la Plaza de
San Francisco toparemos con una de aquellas ban¬
das de músicos ambulantes, desarropados y li¬
siados que producían más terror que piedad y que
nos han hecho recordar después, a personajes de
El Bosco y Brueghel. ¡Qué dramáticas eran, en

271
efecto, las comparsas de ciegos, cojos y mutila¬
dos de otras formas, que salían en los carnavales
de nuestra niñez! ¡Qué terribles también, algunas
compañías de títeres como esta que Manolo sitúa
en las Lagunillas\ Lo que ocurre con su visión,
sin embargo, es que resulta documental, objeti¬
va; sin patetismo melodramático ni caricaturización
burlona y cruel. Manolo no es un moralista, menos
aún un predicador. Toma la vida en superficie,
sin cargarla de intenciones ocultas a los ojos. En
su exterior más o menos entonado, más o menos
cochambroso. Podría decir como Don Juan dice
en un momento, según el libreto de Lorenzo da
Ponte para la ópera magna de Mozart:

...non vedete che io voglio divertirmi.

Sin duda Manolo Blasco se divirtió mucho, en


un tiempo, recorriendo los baratillos que había
a las orillas del Guadalmedina, el río de la ciu¬
dad, que la separaba del Perchel famoso. Sin
duda, también se divirtió en el Egido durante los
festejos de agosto, calurosos, ruidosos. Escenas en
las que el único protagonista era la plebe urba¬
na, que resultaba algo bastante más interesante
que esa masa de la que hoy habla todo el mundo
en términos abstractos. De modo acaso menos
multitudinario se expresa la vida picaresca en la
pintoresca y estrecha calle Camas, donde hace
años descubrí una casa de vecinos que parecía el
escenario óptimo para reconstruir el patio de Mo¬
nipodio. Marinos en busca de aventuras fáciles,
comadres, busconas, raterillos y otros personajes

272
de «portalillo» que repiten sus vidas desde la an¬
tigüedad y que podría reconocer Petronio si resuci¬
tara. Porque el «tono» decimonónico o primisecular
de las escenas malagueñas encubre situaciones
viejísimas, ciclos de acción milenarios. Sobre ellos
he reflexionado mucho y he escrito bastante para
mi propio gobierno. No todo publicable, por pe¬
caminoso. La mala vida de una ciudad antigua
es un tema vidrioso. Manolo Blasco lo toca muy
tangencialmente. Mas he aquí una juerga en las
ventas de La Caleta. Una juerga que trata con la
mayor inocencia y pulcritud. Creo que así se
deben tratar muchas juergas del sur a las que los
escritores realistas de comienzos de siglo, algunos
pintores también, dieron tonos sombríos, pero
acaso más sacados de las recetas naturalistas de
origen «zolesco» que de la realidad observada. Pin¬
tar un drama es difícil. Pintar un melodrama fácil
y en esta facilidad cayeron los pintores de género y
los que hicieron luego «pintura social». ¡Tiempos
de La bestia humana y El desquite de don José
Bermejo! ¡Tiempos de novelas como La orgía de
don José Mas! Dejemos al pobre naturalismo a
un lado. Bastantes dicterios han caído sobre él.
La juerga en las ventas de Manolo está limpia de
pathos. Acaso no lo esté tanto su propia alma.
¡Con qué nostalgia hablan él y otros de su
edad del famoso Café de Chinitas y de las sesio¬
nes de baile y cante a que en él asistieron! No
podía faltar este café en la serie, en ocasión en
que se luce alguno de los magos del cante jondo.
Aquí como en otras escenas interiores, el pintor
se recrea con detalles en apariencia insignifican-

273
tes pero que, a veces, dan la nota decisiva. En
Arte, saber encontrar en un detalle el elemento
más significativo para dar idea de un conjunto,
es una rara cualidad. Creo que Manolo la tiene en
forma poco común. En sus «preparaciones» siem¬
pre sabe hacer resaltar lo que da más carácter a
una escena. ¡Qué realidad hay en estos barracones
de los baños de Apolo y la Estrella con los que
termino mi recuento! Toda una época en la inter¬
pretación del mar y el baño de mar está metida en
este cuadro, que nos lleva de modo peregrino, por
lo artificial, al elemento que dio base y materia a
la vida de esta Málaga, a la que ya cien años antes
de Cristo confundían algunos con la desaparecida
Mainake, fundación griega antiquísima en el extre¬
mo Occidente. Se confundió a Malaca con Maina¬
ke, como se confundió a Cádiz con Tartessos. Lo
vivo se come a lo muerto. La Málaga actual se co¬
merá pronto, del todo, no ya a la Málaga romana,
árabe o renacentista, sino también a la Málaga de
nuestros padres y abuelos que Manolo Blasco ha
querido reflejar en esta serie de cuadros candoro¬
sos, llenos de chispa y de imaginación y que que¬
dan a cien leguas de la receta sabia y fría, del truco
y de la pedantería; tres males del arte moderno.
También del pathos llorón y del dramatismo tea¬
tral; males del Arte de hace sesenta años.

274
Sumario

Primera parte

Arte visoria, 17

La visión desde los puntos de vista históricos y etnográ¬


fico, 20
I. Preliminares, 20 - II. El ejemplo abstracto, 23 - III. Vista
y palabra, 30 - IV. Ciclos de construcción y ciclos de des¬
trucción, 34 - V. Visiones cristianas, 40 - VI. Ordenaciones
cristianas, 42 - VII. La sociedad como «cuerpo», 46 - VIII.
Fuerzas naturales y fuerzas técnicas, 55.
La visión mitológica y estética de un ámbito, 60
I. Demarcación del ámbito, 60 - II. Caracterizaciones, 63 -
III. Interpretación de los elementos ctónicos y maríticos,
67 - IV. La riqueza física, 72 - V. Belleza sin riqueza, 74.

Una visión cristiana tradicional de Tierra Santa, 81

Visiones estéticas, políticas y antropológicas, 86

I. Percepción estética y juicio antropológico, 86 - II. La po¬


lítica en función de la belleza propia, 88 - III. Concepciones
morales y criterios estéticos, 91 - IV. El color local, 96.

Segunda parte

El paisaje y sus tramas, 103

275
El paisaje, género pictórico y fuente de conocimiento
de la Arquitectura popular, 111

I. País y paisaje, 111 - II. Un punto de arranque: Ambrogio


Lorenzetti, 113 - III. Otros que reflejan determinadas si¬
tuaciones: tradición medieval, 116 - IV. Problemas y casos,
120 - V. Convencionalismo y verosimilitud, 124 - VI. El pai¬
saje documental propiamente dicho, 130 - VII. Color local,
costumbrismo y otros factores, 134.

Sobre el paisaje romántico español, 138

Sobre casas y pueblos, 168

Tercera parte

Sobre Arte primitivo y Arte popular, 187

Arte y quehacer diario, 210

I. Nápoles en 1787, según la visión de Goethe: los trabajos


de los pobres, 210 - II. Una interpretación estética de la
vida popular, 214 - III. I presepi dieciochescos y la vida
cotidiana, 218 - IV. De la bambochada a la plástica gráfica
del siglo XIX, 221 - V. Costumbrismo, 224 - VI. La can¬
ción, 228.

Sobre Goya y la teoría de la caricatura, 235

Costumbrismo no tan «nai'f»: Manolo Blasco, 251

276
En palabras del propio Julio
Caro Baraja, «varios y muy dis¬
tintos temas son los que aquí se
tocan, tomando el arte como un
órgano de conocimiento tan im¬
portante como la ciencia, por¬
que nos ilumina de modo fabu¬
loso el mundo de las ideas,
creencias y costumbres de los
hombres».
Estas reflexiones se agrupan
en tres partes: en la primera,
Caro nos da una amplia visión
teórica acerca de la expresión
plástica; en la segunda, habla
del paisaje, del paisaje y la ar¬
quitectura, y del paisaje román¬
tico español; en la tercera,
aborda asuntos artísticos va¬
rios (los belenes, la caricatura,
el costumbrismo) «desde el pun¬
to de vista de un etnógrafo mo¬
desto», pero, aunque modesto,
«el que contempla las obras de
arte (...) observa a veces cosas
que acaso ni al artista mismo ni
al crítico le interesan demasia¬
do, o que incluso desprecian».

Ilustraciones de la cubierta: Tapa: detalle de


La Verdad saliendo del pozo (1896) de Jean-
Léon Géróme, óleo sobre lienzo, Musée d’Art et
d’Archéologie, Moulins, Francia. Dorso: deta¬
lle de El pintor de Baldomero Galofré Giménez,
óleo sobre lienzo, 100 x 65 cm, colección pri¬
vada.

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