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Introducción.

Familia e individuo:
dos sistemas en evolución

Aunque la familia es la unidad de observación que sirve de sustento a


nuestras indagaciones, el principal interés que nos mueve es investigar al
individuo y la complejidad de su conducta por medio de la comprensión
de su desarrollo en el seno de aquella. La posición de la familia como
punto de encuentro entre necesidades individuales e instancias sociales,
justamente, es lo que nos ha llevado a integrar diversas modalidades de
interpretación del comportamiento humano.
En este sentido, por un lado decidimos observar la familia como un
sistema relacional que supera a sus miembros individuales y los articula
entre sí, para lo cual le aplicamos las formulaciones de los principios
válidos para los sistemas abiertos en general (Andolfi, 1977). Por otro
lado, situamos en el centro de la investigación de la familia al individuo
y su proceso de diferenciación, según lo propusieron Bowen (1979),
Whitaker y Malone (1953), y Searles (1974). Todo lo contrario de
ahondar el foso entre lo individual y lo relacional, exagerado por
muchos de los que se dedican a las disciplinas atinentes a la familia,
utilizamos el método relacional con el propósito de obtener una mejor
comprensión del hombre y su ciclo evolutivo.
Es probable que en la tentativa de integrar lenguajes y métodos
diferentes las cosas se hayan complicado en lugar de simplificarse, pero
nos pareció que valía la pena correr este riesgo en aras de un objetivo
fundamental, a saber, el intento de proporcionar una visión dinámica del
individuo en su contexto familiar.

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Procesos de diferenciación en el interior


del sistema familiar

Nuestra investigación parte del supuesto de que la familia es un sistema activo en


trasformación constante; dicho de otro modo: un organismo complejo que se
modifica en el tiempo a fin de asegurar continuidad y crecimiento psicosocial a los
miembros que lo componen. Este proceso doble de continuidad y de crecimiento
permite que la familia se desarrolle como un «conjunto» y al propio tiempo asegura
la diferenciación de sus miembros.
La necesidad de diferenciación, entendida como necesidad de expresión del sí-
mismo, de cada quien, se integra entonces con la necesidad de cohesión y de
mantenimiento de la unidad del grupo en el tiempo. De esta manera se hace posible
que el individuo, con la seguridad de su pertenencia a un grupo familiar
suficientemente cohesionado, se diferencie poco a poco en su sí-mismo individual;
en este proceso se volverá cada vez menos esencial para el funcionamiento de su
sistema familiar de origen, hasta que al
fin se separe de este y pueda constituir a su vez, con funciones diferentes, un sistema
nuevo.
Diversos autores han descrito en el desarrollo psicológico del individuo la progresión
gradual de un estado de fusión -indiferenciación a un estado de diferenciación y de
separación cada vez mayores. Hoy sabemos que este camino no sólo está
determinado por estímulos biológicos y por la peripecia de la diada psicológica
madre-hijo (Mahler et al, 1978), sino por el conjunto de los procesos de interacción
que tienen por teatro un sistema de referencia significativo más amplio, como lo es la
familia. Ajuicio de algunos investigadores, por ejemplo Bowen (1979), la impronta
familiar es tan determinante que el nivel de autonomía individual se puede definir
muy precozmente en la infancia, y es previsible su historia futura, «sobre la base del
grado de diferenciación de los progenitores y del clima afectivo dominante en la
familia de origen».
La unidad estructural que contribuye a determinar la autonomía individual de cada
quien es la relación triangular que se instaura entre progenitores e hijo; en esta, el
tercer elemento, que cada uno de los tres representa por tumo, constituye el término
de cotejo para cualquier interacción entre los otros dos. Y en efecto, en una relación
dual exclusiva es imposible la diferenciación si ninguno de los

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dos interactuantes consigue definir con respecto a quién se debe producir la
diferenciación. Sería el caso de un navegante que pretendiera definir su
posición sobre la base de un único punto de referencia. Aun en las situaciones
en que la relación parece diádica, por ejemplo en las familias de un solo
progenitor o en las parejas, comprobamos que cada uno de los miembros forma
parte de una amplia red de relaciones que incluye a las respectivas familias de
origen.
En la relación más circunscrita se reflejan los innumerables triángulos que cada
individuo integra en aquellas.
Toda familia va creando y deshaciendo sus propios triángulos relaciónales, y
estas peripecias condicionan la evolución de su estructura. En virtud de
interacciones que permiten a los miembros experimentar lo que está permitido
en la relación y lo que no, se forma una unidad sistémica gobernada por
modalidades de relación que son propias del sistema como tal y susceptibles de
nuevas formulaciones y adaptaciones con el paso del tiempo, según cambian
las necesidades de los miembros individuales y del grupo como un todo. La
posibilidad de variar estas modalidades relaciónales permite a cada quien
experimentar nuevas partes de sí mismo, en que se espeja el grado de
diferenciación adquirido en el interior de la familia.
Cabe suponer que, para diferenciarse, cada miembro tendrá que ensanchar y
deslindar un espacio personal por la vía de los intercambios con el exterior; así
definirá su identidad.
Esta se enriquecerá en la medida en que el individuo aprenda y experimente
nuevas modalidades relaciónales que le permitan variar las funciones que
cumple dentro de los sistemas a que pertenece, en momentos evolutivos
diversos y con personas diferentes, sin perder por ello el sentido de su personal
continuidad (Menghi, 1977).
La capacidad de trasladarse de un lugar a otro, de participar, de separarse, de
pertenecer a subsistemas diversos permite desempeñar funciones diferentes de
las que otros cumplen, trocar unas funciones por otras y adquirir nuevas,
proceso en el cual se expresarán aspectos más y más diferenciados del propio
sí-mismo. Esto enfrenta a la familia con fases de desorganización, necesarias
para modificar el equilibrio de un estadio y para alcanzar un equilibrio más
adecuado. En este proceso se pasa por períodos de inestabilidad en que son
reajustadas las relaciones de cohesión-diferenciación entre los miembros. Son
fases caracterizadas por la confusión y la incertidumbre, y por

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ello mismo señalan el paso hacia nuevos equilibrios funcionales que se alcanzarán
sólo si la familia puede tolerar el acrecentamiento de la diversidad entre sus
miembros.
La analogía con los fenómenos biológicos es sorprendente.
En efecto, los miembros de un sistema se comportan como las células de un
organismo en el curso de la evolución embriogenética. Un conjunto indiferenciado y
confuso se convierte poco a poco, sobre la base de informaciones provenientes del
núcleo y de los tejidos circundantes, en un órgano específico compuesto por células
que poseen características y fúnciones diferentes. De esta manera, la función cobra
una dimensión doble: es una característica de cierta célula, pero al mismo tiempo el
producto de la interacción con otras células y con el patrimonio genético. Del mismo
modo, en la evolución del ser humano, en virtud de un intercambio continuo de
conductas- informaciones, cada individuo, al par que se diferencia, adquiere una
identidad específica y funciones peculiares que evolucionan en el tiempo. Estas
fúnciones, que los miembros de un sistema han negociado tácitamente, permiten la
adaptación al ambiente y el despliegue de la vida de relación. La mudanza en las
fúnciones de uno de los miembros produce el cambio contemporáneo en las
fúnciones complementarias de los demás, y es lo que caracteriza tanto al proceso de
crecimiento del individuo cuanto a la continua reorganización del sistema familiar en
el curso del ciclo vital.
Pero no siempre esta evolución se puede producir. En efecto, a veces sucede que las
reglas de asociación que gobiernan al sistema familiar impiden la individuación y la
autonomía de los miembros. Esta falta de autonomía, expresada en la imposibilidad
de modificar las fúnciones con el paso del tiempo, determina que las personas
coexistan sólo en el nivel de funciones, esto es, las constriñe a vivir solamente en
fúnción de los demás. En una situación así, todos los miembros experimentan la
dificultad de afirmar y reconocer la identidad de sí mismos y de los demás; ninguno
podrá elegir libremente entre poner en escena ciertas funciones o dejar vacío el
papel, sino que estarán constreñidos a ser siempre como el sistema lo impone
(Pipemo, 1979).
Si de hecho los procesos de diferenciación se tienen que efectuar dentro de un
sistema en que preexisten expectativas específicas con respecto a las fúnciones de
cada

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quien, la individuación de los miembros tropezará con serios obstáculos. Por
ejemplo, si los padres obligan a un niño a comportarse de continuo como una
persona madura, exigiéndole las prestaciones de un adulto, el pequeño deberá
hacer un esfuerzo para adecuarse a esa demanda; este empeño será el precio
que tiene que pagar para mantener una relación en que le va mucho. Ahora
bien, el resultado final será una progresiva alienación en la función que le
asignaron; el desequilibrio entre la prestación que le demandan y la madurez
emotiva que debería acompañarla, pero que él no tiene, asimilará su conducta a
un recitado automático. Su situación se agravará con posterioridad si en algún
momento se le requieren prestaciones contradictorias con la conducta adulta;
por ejemplo, que siga siendo pequeñito y no alcance la maduración sexual.
Esto inevitablemente disminuirá su posibilidad de diferenciarse en todos los
campos en que las demandas son conflictivas o, por lo menos, muy
desequilibradas.
Si la función representa el conjunto de las conductas que dentro de una relación
satisfacen las demandas recíprocas, es evidente que, según las familias, puede
cobrar una connotación positiva o una negativa. En el primer caso, cada quien
adquiere poco a poco una imagen diferenciada de sí mismo, de los demás y de
sí respecto de los demás, que puede ser «proyectada» en el espacio. Esto
supone que cada uno sabe que puede compartir su espacio personal con el de
los demás, pero sin sentirse constreñido a existir sólo en función de ellos. Para
que el encuentro produzca un enriquecimiento recíproco, es necesario que no
se lo viva como una injerencia, sino que ocurra sobre la base de un intercambio
real en que cada participante da y recibe al mismo tiempo.
En cambio, la función cobra una connotación negativa cuando su asignación es
rígida e irreversible o cuando entra en contradicción con la función biológica;
es el caso en que la función paterna se asigna a un hijo y no al padre.
Esto determina una alienación progresiva del individuo más involucrado, a
expensas del desarrollo de su sí-mismo y de su espacio personal. Cuando este
proceso tiende a hacerse irreversible, rígido e indiferenciado, se engendra la
situación patológica. Si el hijo asume la función del padre —y no en momentos
de imperiosa necesidad, sino de manera indiscriminada y sin límites
temporales—, esa función se convertirá en una cárcel para él y

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para los demás. En estos casos, cada uno se erige en el artífice y la víctima de
idéntica «trampa funcional».
La falta de confines interpersonales nítidos que deriva de esta modalidad de relación
se traduce en la imposibilidad de participar libremente en relaciones de intimidad o
de separación. Mantener de manera continua una distancia de seguridad o, por el
contrario, determinar relaciones fusiónales, he ahí las conductas más comunes en
estos sistemas, en los que se confunde el espacio personal con el espacio de
interacción, el individuo con la función que desempeña, ser por sí mismo y ser en
función de los demás. La injerencia en el espacio personal ajeno y la simultánea
pérdida del propio se pueden convertir entonces en la única posibilidad de
coexistencia. La actitud protectora, la indiferencia, el rechazo, la victimización, la
locura, son primero atributos individuales constantes, y se vuelven después roles
estereotipados en un libreto siempre idéntico. Si esta modalidad relacional es la
principal o la única posible, el sistema se hará rígido en esa misma medida; la
necesidad vital de vivir en función recíproca hace más y más estériles los
intercambios de interacción, y menos definidas las fronteras, al tiempo que el espacio
personal se reduce hasta confundirse con el espacio de interacción.
Los miembros de estas familias se pueden comparar con un conjunto de recipientes.
Sumergidos en un líquido, sólo podrán flotar si las superficies que presentan
soluciones de continuidad permanecen soldadas entre sí (figura 1 ).

Figura 1.

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Por otro lado, si uno de los recipientes consiguiera soltarse y definir con nitidez
sus propios límites, los otros correrían el riesgo de irse al fondo (figura 2 ).

Figura 2.

En estas condiciones, el problema más grande no es tanto cómo diferenciarse


(proyecto este ya demasiado ambicioso), como el peligro de que otro
constituya su propia autonomía «antes que yo esté en condiciones de establecer
la mía». Está claro que, en un sistema donde prevalecen estos mecanismos de
funcionamiento, la regla fundamental es la imposibilidad de «abandonar el
campo». Esto engendra la necesidad de controlar de continuo que nadie
consiga definirse con nitidez; en efecto, se lo viviría como un acto de
independencia v, por lo tanto, de traición.
Una vez aprendidas las reglas del juego y la necesidad de no modificarlas,
hasta es posible remplazar los jugadores o trocar sus roles. También en la
elección de nuevos miembros del sistema (p. ej., un compañero o amigos), se
privilegiará a personas que ofrezcan garantías de perpetuar los juegos
aprendidos anteriormente, mientras que se excluirá a las que no brinden esa
seguridad (Piperno, 1979).

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Una hipótesis de cambio: flexibilidad


y rigidez de un sistema

En toda familia, la diferenciación individual y la cohesión del grupo están


garantizadas por el equilibrio dinámico entre los mecanismos de diversificación y los
de estabilización.
Los primeros propenden a acrecentar la variedad de las interacciones, mientras que
los segundos son idóneos para promover la consolidación y la repetición de
soluciones consabidas. Por eso se puede formular la hipótesis de que el proceso de
cambio y el paso de un estadio evolutivo a otro sobreviene cuando la relación de
fuerzas entre las tendencias a la conservación y las tendencias al cambio de los
equilibrios alcanzados se modifica en favor de estas ultimas. Así, todo cambio y todo
ajuste estarán precedidos por un desequilibrio temporario de esa relación. Ese
desequilibrio será tanto más considerable cuanto más significativos hayan sido el
cambio y la des estabilización consiguiente (Andolfi et al., 1978).
Entonces, la familia se puede considerar como un sistema en trasformación
constante, que evoluciona en virtud de su capacidad de perder su propia estabilidad y
de recuperarla después, reorganizándose sobre bases nuevas.
Su carácter de sistema abierto nos permite individualizar dos fuentes de cambio; una
interior, que se sitúa en sus miembros y en las exigencias mismas de su ciclo vital, y
una exterior, originada por las demandas sociales (Andolfi, 1977). Los estímulos
internos y externos, y las consiguientes demandas de cambio, obligan a renegociar de
continuo la definición de las funciones de interacción y a rever, por lo tanto, el nexo
mismo entre cohesión y crecimiento individual.
Sobre este proceso influyen diversos factores que derivan de la experiencia pasada y
presente de la familia y de cada uno de sus miembros. En realidad, en la familia
coexisten numerosos niveles de interacción: el de la pareja, el de la familia nuclear,
el de la familia extensa y aquellos que cada individuo por su cuenta mantiene fuera,
en el ambiente más vasto que lo rodea. Esto explica, por ejemplo, que nos resulte
imposible analizar la desvinculación de un adolescente si no advertimos que, en el
momento de descubrir él funciones nuevas en el exterior, las variaciones de su
espacio personal en el interior de la familia provocan inevitablemente una variación
de espacios

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cios y de relaciones emotivas en el nivel de la pareja parental, y entre cada
cónyuge y sus propios progenitores.
Es que un sistema familiar no constituye una realidad bidimensional simple,
sino una realidad tridimensional más compleja, en que la historia de las
relaciones del pasado se encama en el presente para que se pueda desarrollar en
el futuro. En las familias en que los cambios de relación se perciben
amenazadores, se introduce una rigidez en los esquemas de interacción
presentes y en las funciones desempeñadas por cada miembro, que después
cristalizan en relaciones estereotipadas, a expensas de experiencias-
informaciones nuevas y diferenciadas.
Flexibilidad o rigidez de un sistema no son características intrínsecas de su
estructura, sino que se manifiestan ligadas con el dinamismo y las variaciones
de estado en un espacio y en un tiempo definidos; se las puede especificar por
referencia a la capacidad de tolerar una desorganización temporaria con miras a
una estabilidad nueva.
Un sistema que era flexible en el estadio A, acaso se vuelva rígido en el estadio
B (Andolfi et al., 1978). En este sentido cabe conjeturar que una patología
individual se manifestará a raíz de modificaciones o presiones intrasistémicas o
intersistémicas de determinadas entidades que corresponden a fases evolutivas
de la familia; estará entonces destinada a garantizar el mantenimiento de los
equilibrios funcionales adquiridos. De este modo, es posible que el sistema se
trasforme para no cambiar (Ashby, 1971); es decir, es posible que utilice el
input nuevo para introducir variaciones que no cuestionen ni modifiquen su
funcionamiento.
Ya hemos dicho que toda tensión, se origine en cambios intrasistémicos (el
nacimiento de los hijos, su adolescencia, su alejamiento del hogar, la
menopausia, la muerte de un familiar, el divorcio, etc.) o intersistémicos
(cambios de domicilio, modificaciones del ambiente o de las condiciones de
trabajo, profundas trasformaciones en el nivel de los valores, etc.), gravitará
sobre el funcionamiento familiar requiriendo un proceso de adaptación, es
decir, una trasformación de las reglas de asociación, susceptible de asegurar la
cohesión de la familia, por un lado, y de promover el crecimiento psicológico
de sus miembros, por el otro (Andolfi, 1977).
Frente a una posibilidad de cambio que el sistema en su conjunto percibe
traumática, una reacción es obrar de

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modo que uno de sus miembros asegure la mitigación del stress que aquella produce,
y lo asegure por la expresión de una sintomatología. Entre las familias que utilizan la
designación como respuesta a una demanda de cambio se pueden distinguir dos
tipos:

1. Familias en riesgo
2. Familias con designación rígida

Familias en riesgo. En estas familias la designación es una respuesta provisional a


un suceso nuevo, una tentativa de solución que no se ha vuelto definitiva. El
comportamiento sintomático del miembro escogido contribuye a catalizar sobre él la
tensión, en un momento particularmente riesgoso para la estabilidad del grupo en su
conjunto.
Mediante este recurso de atribuir al paciente designado una función temporaria que
mantiene estable y cohesionado el sistema, también las funciones de los demás se
modelan y se integran con la suya. Tratemos de mostrarlo en un ejemplo.
La muerte de un abuelo materno y la consiguiente introducción de la abuela en el
núcleo familiar de la hija pueden producir una tensión que amenace en niveles
diversos a tres generaciones y que requiera un nada fácil proceso de adaptación para
que no se reduzca el espacio de autonomía de cada individuo. Si el desequilibrio que
sobreviene por la inclusión de un miembro nuevo es percibido como una amenaza
para la estabilidad de la familia, es posible que un hijo, acaso un pequeño portador de
una perturbación orgánica y por eso mismo más apto para reactivar un circuito de
protección, manifieste un comportamiento regresivo. Por ejemplo, se negará a ir a la
escuela y mostrará actitudes tiránicas e infantiles en la casa. Si la tensión es
trasladada de la trama relacional de la familia a una sola malla de la red (el
comportamiento sintomático del niño), la abuela podrá encontrar por fin un espacio
dentro de la familia «en bien del nieto».
Este, por ejemplo, abandonará el cuarto que comparte con el hermano mayor para
dormir con la abuela, quien de esa manera podrá velar su sueño y vigilarlo mejor.
Los padres, preocupados por la conducta del hijo, podrán dejar para después resolver
su disyuntiva entre dos lealtades: de la pareja, que excluye a la abuela, y de madre e
hija, que excluye al marido. Así las cosas, los síntomas

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del niño representarán una válvula de seguridad para la pareja, que de este
modo podrá mantener a salvo la «armonía conyugal» . El hermano quizá se
sienta más autónomo fuera de casa, pero estará constreñido a desempeñar una
función limitadora en el subsistema de los hermanos; si la distancia entre su
manera de obrar como persona «grande» y la conducta infantil del hermano
menor es amplificada por las necesidades de los adultos, no podrá satisfacer sus
demandas de adolescente. Por otro lado, el paciente estará dispuesto a sacrificar
parte de su propia autonomía para llevar adelante, con su función de miembro
designado, la tarea de atraer sobre sí las dificultades de interacción de la
familia.
Este tipo de designación permanece fluctuante, por así decir, hasta el momento
en que la trayectoria vital de la familia pueda pasar de una persona a otra o de
una expresión sintomatológica a otra. Esto permite a los miembros del sistema
experimentar todavía una alternancia de funciones en virtud de la
reversibilidad de la relación normalidad-patología. No obstante, si este
mecanismo de designación, reversible y temporario, no consigue asegurar a la
familia la formación de ordenamientos estructurales satisfactorios, amenazará
con trasformarse en un mecanismo rígido, en que la identidad del paciente
designado y de los demás miembros de la familia será remplazada poco a poco
por funciones repetitivas, previsibles en alto grado. En esta trasformación del
mecanismo de designación, que de fluctuante se hace fijo, pesan sin duda los
influjos externos que pueden obrar como un refuerzo, confirmando a la familia
en el carácter ineluctable de sus propias soluciones.
Es muy frecuente que se demande terapia en esta fase de transición, a saber,
cuando aquel riesgo parece trasformarse en una certeza incontrovertible. En
este momento la intervención terapéutica puede promover un redescubrimiento
de potencialidades vitales dentro de un grupo familiar que se ha vuelto rígido,
pero, como cualquier otro input externo, puede por el contrario contribuir a
reforzar la condición estática de la familia, haciendo su aporte para que el
proceso se vuelva cronico (haley, 1980).
Familias con designación rígida. En este tipo de familia puede suceder que se
perciba catastrófico el paso de un

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estadio evolutivo al siguiente. En ese caso, la necesidad del cambio se traduce en la


adopción de una solución consabida, que es aplicada en el presente y es
«programada» para el futuro, con el bloqueo de toda tentativa de experimentación y
de aprendizaje (Watzlawick et al., 1974). Esto significa que una solución adecuada
para determinada fase se repropondrá de manera rígida en otras.
La adopción de soluciones previsibles e inmodificables lleva a un doble resultado:
por una parte, reduce y congela el espacio personal de cada miembro, porque vuelve
hiperfuncionantes las funciones recíprocas (en este caso tienden a coincidir función e
identidad), y por la otra inmoviliza
el tiempo, es decir, provoca su detención en una fase del ciclo vital que corresponde
a la solución aprendida.
Así, la designación tiende a ser irreversible, porque se la considera indispensable no
sólo para evitar el riesgo de inestabilidad en ese estadio específico, sino para la
evolución ulterior de la familia. La designación del que debe hacer las veces de
regulador homeostático o, mejor dicho, su investidura en el proceso de designación,
se hace ahistórica, o sea que deja de ser adecuada a las exigencias del momento.
De este modo, un síntoma disociativo, un comportamiento anoréxico o depresivo
pueden ser programados para enfrentar el peligro de inestabilidad del momento (p.
ej., la emancipación de un hijo), o para «sobrellevar» la desvinculación de otros
hijos, la muerte de un progenitor y el consiguiente vacío funcional que ese suceso no
podrá menos que producir. En un caso así, la designación habrá dejado de ser
fluctuante para hacerse fija y producirá una cristalización cada vez mayor, no sólo de
la función sintomatológica que desempeña el paciente designado, sino de las
funciones interrelacionadas de los demás miembros del grupo.
Este proceso de estabilización utiliza las energías del sistema para mantener
funciones rígidas que embretan los intercambios en esquemas repetitivos de
interacción. Así, a una patología-función más y más irreversible en un familiar,
corresponderá una salud-función crecientemente irreversible en los demás. Esta
condición estática tenderá a impregnar también las relaciones con el exterior, cuya
influencia será filtrada y orientada al mantenimiento de los mismos equilibrios.

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Según lo que llevamos dicho, el comportamiento sintomático cobra un doble
significado; en efecto, si por una parte representa una trasformación funcional
para la cohesión, por la otra es señal de malestar y de sufrimiento a causa de las
restricciones que impone a todos los miembros del sistema. Es la tentativa de
fusionar aspectos contradictorios de la realidad familiar; es la expresión de un
conflicto entre las tendencias al mantenimiento y las tendencias a la ruptura de
los equilibrios adquiridos. Pero justamente en esta tentativa de «congelar», en
sus aspectos contradictorios, procesos que evolucionan en direcciones
opuestas, el síntoma puede ser interpretado como metáfora de inestabilidad,
como señal que indica la fragilidad del sistema. Por ello, la utilización del
síntoma se convertirá en uno de los objetivos prioritarios de la intervención ya
en la fase de formación del sistema terapéutico (Andolfi y Angelo, 1980).

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