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Oh, divino mío, oh, mi flor de loto

Amo ir a bañarme ante ti


Te permito contemplar mi belleza
Vestida con fino lino
Empapada en ungüento perfumado
Me sumerjo en el agua para estar contigo
Y salgo a la superficie con un pez rojo
Que aparece espléndido entre mis dedos
Y lo pongo ante ti
Vamos! Mírame!

Sor Monika de Hoffmann,


Gamiani de Musset,
Teleny de Wilde,
Afrodita de Pierre Louys,
Las once mil vergas de Apollinaire,
El coño de Irene de Aragon,
Historia del ojo de Bataille,
El diálogo de Venus y Príapo de Alberti...

Dorotea Cervantes
Cantar de Cantares

LITERATURA ERÓTICA Y LITERATURA AMOROSA

Cuanto creamos es acto, pero el erotismo no es acto, sino la pura potencialidad del acto. El
erotismo es posibilidad. Una pareja hace el amor: La pura posibilidad de hallarme yo en el
lugar de uno de ellos, genera erotismo. Cuando soy uno de los amantes y poseo o soy
poseído por el otro, el erotismo no viene de la posesión, sino del contemplarme a mí y a mi
pareja como si ambos fuéramos extraños. Es decir, como si fuéramos a hacer lo que ya
estamos haciendo. El erotismo reside, pues, en lo invisible, en lo que no se ve, y se agota
cuando puede verse y medirse. Responde cabalmente al principio de incertidumbre de
Heisenberg: O velocidad o posisión. O sea, o erotismo o verdad; o imaginación o realidad;
o deseo o fisiología. Pero siempre una cosa excluye a la otra. En definitiva, o erotismo o
placer. Porque la satisfacción del placer no es erotismo. Toda representación visual o
lingüística que convoca a lo invisible en todo su poder, es erótica; toda representación
visual o lingüística que se reafirma sobre lo palpable, es anafrodisíaca. En este sentido, el
erotismo resulta consustancial con la literatura, ya que bajo esta palabra se encierra el poder
atómico de la imaginación. Por tanto la literatura nunca podrá ser derrotada, porque ello
sería como derrotar la energía, lo cual sabemos es imposible. Si la pornografía existe en
literatura, es sólo cuando no sirve de canal a la imaginación, cuando la soslaya, la estanca o
la pisotea, pero siempre que las palabras cabalguen a lomos de la libertad, estaremos ante
un conjuro del que surge como un géiser el erotismo. La obscenidad libre es siempre
erótica. Por ello son eróticos Sor Monika de Hoffmann, Gamiani de Musset, Teleny de
Wilde, Afrodita de Pierre Louys, Las once mil vergas de Apollinaire, El coño de Irene de
Aragon, Historia del ojo de Bataille, El diálogo de Venus y Príapo de Alberti... En todas
ellas, el erotismo alcanza los niveles más profundos de la sensualidad, lo afrodisíaco, la
obscenidad.

¿Se produce entre erotismo y amor un principio de exclusión semejante al que hemos visto
entre erotismo y realidad? De las cuatro formas de amor de que habla Sthendal (amor
pasión, amor placer, amor físico, amor vanidad), ninguna de ellas implica erotismo, aunque
el erotismo se da siempre cuando alguna de esas formas ha acabado. El amor es, pues,
presencia e identificación. El erotismo, ausencia y extrañamiento. La rememoración de lo
gozado es equiparable al relato erótico. Queremos ser los otros o queremos ser los que
fuimos. De ahí, por ejemplo, que el Cantar de los cantares de Salomón sea una obra
cumbre de la literatura erótica. En él, los protagonistas se rememoran a sí mismos, es decir,
se evocan, se describen. Digamos que no se entregan al acto, sino a su representación, con
sus prolegómenos, pausas y juegos incluidos... Lo de juego es importante. El erotismo es un
juego si por jugar, como hemos dicho, entendemos la capacidad de fabular, de ensayar por
medio de la ficción otros mundos y otros lugares. La expresión española follar no conlleva
erotismo alguno, pero sí la expresión china El juego del viento y la luna. El viento
(masculino) corteja a la luna (femenino), estableciendo entre los dos un juego de
atracciones y repulsiones.

Siendo, pues, el erotismo fábula, quimera, narración, comprendemos que el Quijote


componga a veces, más que una novela de amor o de locura, una novela erótica. No es ya
sólo que el personaje de Dulcinea sea trazado completamente de la nada por la
imaginación, sino que, además, el poder de ésta resulta tan grande, que la amada se encarna
sobre rudas y zafias campesinas. El pasaje en que don Quijote toma a Maritornes por la
princesa del castillo, creyendo que desea hacer el amor con él, rezuma lubricidad. Y no
digamos aquel otro donde el cura, el barbero y Cardenio contemplan, como desorbitados
voyeurs, lavarse a la bellísima Dorotea. Así que el amor es atención, pero el erotismo es
evasión, fantasía... El amor se goza en la visión del amado, pero el erotismo se produce por
la ausencia de éste. Las páginas más hondas del deseo surgen cuando Eloísa rememora los
placeres habidos con Abelardo (de los que ya no gozará más porque ha sido emasculado), o
cuando Mariana de Alcoforado, en su aplastante soledad, evoca hasta la extenuación su
entrega a Bouton de Chamilly (que se muestra insensible a sus continuos ruegos).

La norma, que es orden, nunca es erótica. El caos, lo imprevisible, lo azaroso, está siempre
del lado del erotismo. Cuando el amor comienza, conlleva siempre una fuerte carga de
erotismo. Pero cuando se establece la pareja y el amor se hace norma, el erotismo se
extingue. Curiosa paradoja la de que, mientras una pareja más profundiza en su amor,
menos erotismo existe. Puede haber comprensión, sexualidad, placer... pero ya hemos visto
cómo el erotismo huye ante ellos. De modo que amor maduro y erotismo no van
necesariamente unidos. Cada uno puede fluir por su lado, ascender, descender o perderse
entre las simas más recónditas. El hombre contemporáneo es, de toda la historia universal,
el que menos está libre de que estas energías se le estanquen en el vértigo de la
cotidianidad. Pero como ambas resultan absolutamente necesarias para una existencia que
merezca llamarse tal, cuando lo anterior ocurre, es necesario sacar a flote las aguas
soterradas. Y, en esto, la literatura resulta de vital importancia. En el amor, la literatura nos
da ejemplo de hasta qué punto hombres y mujeres han centrado su atención en el otro. La
literatura amorosa nos impele a salir de nosotros mismos para cifrar nuestros anhelos en un
ser distinto. Es decir, realizamos la búsqueda de una parte de nosotros mismos, pero
proyectándola al exterior. La literatura amorosa nos ofrece en cantidad abrumadora desde
los más banales a los más heroicos testimonios habidos en este empeño.

La literatura erótica, por su parte, pone en erupción el volcán apagado de nuestros


corazones. Cada relato o poema erótico es como una caja de Pandora donde el autor ha
encerrado sus energías más potentes y que, al abrirse, lo turba todo de una contagiosa ola de
deseo. El filtro libidinoso penetra entonces en los lectores como una mecha de pólvora que
no ha de extinguirse nunca, y, al final de la cual, no hay bomba alguna, porque si estallara,
eros acabaría. De ahí que los tantrikas, que son quienes más han profundizado en el
conocimiento de eros, retengan la ayaculación.

Sin embargo, y como suele suceder a menudo, los contrarios no sólo se confunden en sus
extremos, sino que se invierten. Llegados a un cierto punto, el erotismo se hace amor y el
amor erotismo. El Cantar de los cantares, ¿no es también un cósmico y hermosísimo
himno de amor? En las fronteras, erotismo y amor forman una madeja inextricable
atravesada por agujeros de gusano que nos permiten ir de una dimensión a otra, mientras en
su interior se borra cualquier distinción de nuestra lógica aristotélica. ¿Erotismo? ¿Amor?
Lejos de las abstracciones, la realidad es impura. A y no A coexisten al mismo tiempo,
según las teorías del pensamiento borroso. Por ello, en mi antología hay geniales pasajes
eróticos que, al mismo tiempo, son de amor; en la antología de Luis María Anson hay
magníficos pasajes de amor que, al mismo tiempo son eróticos. Así ambos incluimos la
“Noche oscura” y el “Cántico espiritual” de Juan de la Cruz. ¿Amor o larvado erotismo?
Para mí, lo último. También incluimos ambos “El diálogo de Venus y Príapo”, de Rafael
Alberti, donde quienes en realidad dialogan son los genitales de los dioses. ¿Erotismo o
amor larvado? Está claro que, para Anson, lo segundo. Pero aquí acaban prácticamente las
coincidencias. Leyendo ambas antologías no puede dejar de concluirse que tanto el
erotismo como el amor existen por separado, aunque puedan (y deban) mezclarse en las
más diversas proporciones. La única y triste verdad es que el hombre occidental está tanto
falto de erotismo como de amor y que ambas antologías constituyen, en mi opinión, una
oportunidad inmejorable para aunar con nuestra propia experiencia el inmenso bagaje de
nuestros antepasados y contemporáneos, reavivando una fuente que siempre debería estar
en movimiento y a la luz del día. La literatura, que habla a la imaginación, y no vulgares
viagras, hermanas de la yumbina con que se encelaba al ganado, constituye el mejor
camino para lograrlo.

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