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Tres cruces entre feminismo y cultura popular: Woolf, Barthes, Sarlo

Nora Catelli
(Universitad de Barcelona)
En Isabel Clúa, ed., Máxima audiencia-cultura popular y género, Icaria, Barcelona,
2010

El feminismo se ha convertido en parte sustancial de la cultura popular y la cultura de


masas, hoy indiscernibles. Ya no es únicamente una disciplina múltiple desde la cual
estudiarla; del inmenso contenedor de la producción masiva surgen muchas figuras y
discursos que suponen representaciones y actitudes feministas. Esas figuras y discursos
parecen además haberse transformado en hegemónicos dentro del feminismo,
cuestionando a la vez muchas de las posiciones críticas de la teoría por considerarlas
elitistas. Me interesa reflexionar sobre este lentísimo giro, que ha hecho posible que
ciertas perspectivas radicales hayan incorporado y celebrado el relato popular y masivo
de lo femenino como sede de identificaciones, e, incluso, como eje de su situación en el
mercado de los bienes simbólicos.
La guerra de los sexos y la retórica de la sentimentalidad se apoyan cada vez con más
frecuencia en la vindicación femenina y feminista de una subjetividad sin fisuras y
autocentrada, de la cual la teoría sería un eco, más que una crítica.
En "Popularity Contests: The Meaning of Popular Feminism", Joanne Hollows y Rachel
Moseley propusieron, hace pocos años, un mapa de investigación del feminismo en la
cultura popular, tratando de evadirse de la confrontación entre la cultura alta,
supuestamente liberadora respecto del carácter alienante de las representaciones y
discursos feministas masivos, y la popular, a la que suele atribuírsele, en cambio, un
1
papel meramente ideológico y paralizante .
En la modernidad el vínculo entre ambas esferas posee unos rasgos propios, distintos
por completo de las relaciones estancas entre la cultura aristocrática y la folklórica
anteriores a la etapa, período o era que denominamos modernidad. Ya en 1970, de un
modo diáfano, Raymond Williams había dibujado, por contraste con épocas anteriores,
el nuevo espacio histórico moderno, con las tensiones entre las culturas alta y popular:

1
Véase Feminism in Popular Culture, Joanne Hollows y Rachel Moseley, eds, Berg, Oxford-
New York, 2006, págs. 1-22.
"Siempre existen conexiones circunstanciales, de índole limitada, entre la cultura
aristocrática y la folklórica. Pero es característico que cada una de ellas se despliegue en
sociedades relativamente estáticas y rígidas: en comunidades campesinas y cortes, o en
la ciudad y el campo cuando están separados la una del otro. Cuando la sociedad
adquiere movilidad, tanto en conjunto como en el interior de cada ámbito, esos tipos
más sencillos de cultura dejan de existir en la antigua forma. A través de muchos
estadios transicionales hemos llegado a culturas diferentes, que ya no se definen como
"folklórica" o "aristocrática", sino, significativamente, como "popular" o "alta". En una
sociedad moderna de clases, estas dos categorías expresan una relación más que una
separación y distinción. […] En una sociedad de clases, cada una de esas culturas es
consciente de la otra: son críticas y hostiles la una con la otra, están atentas una a la otra
y son parte una de la otra. Y los términos "cultura popular" son especialmente
complicados, porque incluyen tanto lo que se le ofrece a la mayoría de la sociedad como
2
lo que esa mayoría produce".

Procuraré detenerme en la mirada doble y atenta entre cultura alta y popular, y, a la vez,
en la flexión y en el papel ambigüo, contradictorio, inasible pero altamente pregnante
que el surgimiento del discurso feminista operó sobre el vínculo entre ambas.
De hecho, la relación entre feminismo y modernidad conlleva siempre, para aquél, una
suerte de maldición incorporada: la modernidad supone el triunfo del capitalismo; y la
liberación de las mujeres es impensable fuera de la lógica de este modo de producción,
que incluye un nuevo tipo de vínculo entre lo individual y lo social, radicalmente
distinto del que se daba en la sociedades estamentales. La modernidad implica,
entonces, consciencia de ese tironeo entre cultura alta y cultura popular, en el que la
primera cifra su existencia en sus diversas posiciones, vividas muchas veces como
claudicación, huída o negación, ante las seducciones y los procedimientos de la
segunda. En cambio el feminismo popular reclama, del pensamiento crítico, adhesión y
no sospecha.
Quiero analizar este vínculo que el feminismo pone a prueba y que hoy marca, quizá
como ningún otro, la tensión entre las dos culturas, a través de tres fechas y tres autores,
Virginia Woolf, Roland Barthes y Beatriz Sarlo. Son tres experiencias de lectura en la
que lo feminista, representado o discursivamente instalado en la cultura de masas, surge
2
Raymond Williams, Solos en la ciudad- La novela inglesa de Dickens a D.H. Lawrence
(1970), Debate, Madrid, 1997, págs. 32-33.
como diferencia y de manera alternativa refuerza o bien desestabiliza su función
institucional y simbólica dentro del campo cultural. En 1928 Orlando de Virginia
Woolf; en 1957 Mitologías de Roland Barthes; en 1985 El imperio de los sentimientos
de Beatriz Sarlo.

1928: Orlando, o la plenitud en el consumo


Orlando es una fábula historicista que desnuda las figuras del nudo inextricable entre
feminismo y circulación de las mercancías. La fascinación por el cambio de género en
Orlando como personaje ha velado a veces aquella otra lectura posible de este texto
profético.
Por eso vale la pena dejar de lado, ahora, la metamorfosis de Orlando en el capítulo III,
y en cambio analizar la cristalización ya femenina del personaje y sus consecuencias
mundanas, artísticas y sociales. El Orlando varón y guerrero anterior a la
transformación en mujer es, en los últimos tramos de la novela, sencillamente una mujer
moderna que vende siete ediciones de un libro de poemas -de cuyo auténtico valor
literario nunca estaremos seguros los lectores- conduce un coche y compra sábanas en
grandes almacenes. Llevados por la fascinacion alegorizante de la metamorfosis
sustitutiva de los cuerpos que Woolf plasmó, olvidamos la agudeza de su percepción
histórica: Orlando podría leerse, desde el principio hasta el final, como una novela
filosófica que muestra, de modo voluntariamente didáctico, las implicaciones sociales e
ideológicas de la feminización de la cultura, entendida como herramienta de su
conversión en industria cultural y, en definitiva, en cultura de masas. Las mujeres -
Orlando- serian sus agentes, sus víctimas y, al mismo tiempo, sus potenciales
instrumentos de subversión.
El capítulo VI y final de Orlando, no obstante, es mucho más que una denuncia, una
celebración o una satanización de ese desarrollo histórico. Sugiere la existencia de una
ascesis femenina amoral que lleva a la aceptación del reino de la mercancía como parte
de su destino histórico. El reino de la mercancía es el presente:

"¿Qué revelación más aterradora que la de comprender que este momento es el


3
momento actual? […] Orlando estaba en retardo. Bajó corriendo, se metió en su

3
Las cursivas son mías.
automóvil, apretó el acelerador y se fue. […] Se detuvo al fin en Marshall &
4
Snelgrove´s y entró en la tienda".

Recapitulemos. La mujer casada que al final de la novela es Orlando tiene treinta y seis
años, usa el automóvil para llegar, provista de una lista de compras, a la gran tienda
Marshall & Snelgrove´s -hoy desaparecida-: una especie de Harrods de entreguerras. No
es una flâneuse; no se ve asaltada por las mercancías mientras camina por Londres, sino
que se ha preparado para ellas, ha hecho una lista y las busca, desde la planta baja de
perfumes y caballeros, hasta, mediante el ascensor, la planta de ropa blanca: necesita
sábanas dobles. En el trayecto evoca ráfagas de centurias anteriores -recordemos que
él/ella conserva, desde el siglo XVI, su memoria íntegra-, al tiempo que oye las
sugerencias de los vendedores, y se maravilla ante la proliferación de objetos -aviones,
ascensores, coches- de cuya manufactura y funcionamiento nada pueden saber los
sujetos del presente alienante. Habitan el reino de la técnica, que es el de la producción
segmentada y en serie, y han abandonado la posibilidad de fabricarlos en su totalidad.
Esta mujer hubiese repugnado a Baudelaire: se empolva la nariz en público, se aturde
pensando en las generaciones anteriores de las que fue testigo, y observa el tráfico de
Oxford Street.
Sin ceder a la tentación de rebajar el presente, sin ejercer el juicio de la nostalgia; en
suma, sin evocar con tristeza el orden aristocrático-folklórico, previo a la modernidad,
descripto por Williams, Woolf realiza uno de los más deslumbrantes ejercicios de
análisis indirecto de la situación de las mujeres en el mundo móvil del desarrollo
capitalista.
En medio -no en contra- de los productos de la técnica, accesibles aunque
incomprensibles, tiene lugar la visión final de Orlando. Al revés de las actuales heroínas
New Age que se trasladan en avión a Oriente para desprenderse de la imposición de las
mercancías que ya el propio avión supone, ella no se deshace de las mercancías, sino
que se alimenta de ellas para tener su momento de plenitud presente, una plenitud que
es el presente. En el presente no hay criba. No la hay en el presente de Orlando -éxtasis
y coches- ni en el de Barthes en los años cincuenta del siglo XX ante los signos de la
vida cotidiana: el Citroen, la lucha libre, la pasta italiana, el detergente de las amas de
casa francesas. Ni en el de Beatriz Sarlo leyendo, casi treinta años más tarde, también
4
Virginia Woolf, Orlando (1928), traducción de Jorge Luis Borges (1938), Edhasa, Barcelona,
1983., págs. 218 y sgs.
5
"en presente" la literatura sentimental periódica contemporánea de la vanguardia
argentina entre 1917 y 1927.
En las vertiginosas veinte páginas finales del texto Woolf combina la plasticidad
referencial de ese presente -1928- con los rememoraciones de Orlando respecto de sus
propios y diversos Orlandos anteriores, hombre y mujer. Lo hace, además, a través de
un recurso iterativo: una enumeración de epifanías asombrosamente similar a la que el
propio traductor de Orlando, Jorge Luis Borges, ensayaría años más tarde en "El aleph"
6
.
Veamos cómo se desarrolla esta reveladora unión de percepción de la mercancía y de
presente pleno -el de Orlando- que depende de aquella. Tras un viaje en coche por
Londres, Orlando llega con sus sábanas a su casa y entra en trance. Aunque éste no
vendrá del despojamiento aconsejado clásicamente en las diversas etapas de la vía
mística, sino, al contrario, de una suma. Orlando no se deshace del coche, ni de la lista
de compra, ni de las sábanas. Satura el mundo, no lo niega ni lo abandona. La visión de
la uña de Joe le provoca naúseas - vio "que al pulgar de la mano de derecha de Joe le
7
faltaba la uña y que sólo tenía en su lugar como un almohadilla de carne rosa" - y al
cerrar los ojos emana de sus párpados apretados una oscuridad de la que sale una
sombra que se corporiza y convierte las cosas innúmeras y superpuestas de la epifanía
en algo "tolerable". Se contempla a sí misma Orlando y contempla las colinas, la encina,
el cielo. Posee un libro de poemas publicado y exitoso, una superlativa capacidad de
dominar el tiempo humano, una experiencia de la sustitución de lo masculino por lo
femenino, y hasta un marido navegante. Un reloj de iglesia suena en el valle, el "paisaje
cónico" de la visión se desinfla. Grita entonces "¡Éxtasis!" por dos veces cuando su

5
"Me preguntaba entonces si era posible pensar en presente estas narraciones semanales del
pasado": Beatriz Sartlo, "Introducción", El imperio de los sentimientos- Narraciones de
circulación periódicica en la Argentina (1917-1927), Catálogos editora, Buenos Aires, 1985,
pág. 9.
6
La visión de Orlando ocupa, como la del primero y quizá falso aleph del "Borges" personaje
de "El aleph", varias páginas. Sólo cito algunas de las notorias semejanzas entre uno y otro: "Se
sentó al final de la galería, con los perros echados alrededor, en el duro sillón de la Reina Isabel.
La galería se proolongaba hasta un punto en el que ya no había luz. Era como un túnel metido
en el pasado. Sus ojos lo escrutaron y vio personas que charlaban y se reían […] vió girar dos
moscas y notó el azulado brillo de sus cuerpos; vio el nudo en la madera que pisaba y el temblor
de la oreja de su perro [---] Percibió cada grano de polvo en los canteros como si tuviera un
microscopio aplicado al ojo. Vio la complejidad de los gajos de cada árbol […] Vio con
inmunda nitidez que al pulgar de la mano de derecha de Joe le faltaba la uña y que sólo tenía en
su lugar como un almohadilla de carne rosa […] " etcétera. Orlando, op. cit, págs. 233-236.
7
Ibidem, pág. 235.
marido desciende fantásticamente de un aeroplano, en un pasaje muy similar a la
descripción del Cristo piloto en Zone de Apollinaire. Un pato salvaje vuela sobre la
cabeza del apuesto capitán que baja a tierra; es el "jueves once de octubre del año Mil
Novecientos Veintiocho". Que la novela acabe con la enunciación del final de la
escritura se ha considerado en general como marca de la ligereza irónica del texto, que
fue un reposo para Woolf -así declarado por ella misma- entre Al faro y Las olas. Es
también la marca de una plenitud del presente, que a lo largo del relato conduce el
movimiento hasta una auténtica celebración, muy woolfiana, muy ambivalente, de la
relación entre los seres y las cosas en el tiempo histórico: exactamente en ese jueves
once de octubre de 1928 a las doce de la noche.
Hay un resto, sin embargo, que queda fuera de la vivencia de plenitud: el arte se escapa
del éxtasis que une a la mujer, la noche, el cielo, el coche y el avión del marido.
Alegoría, como he propuesto, de un estado de conciencia en el que la transformación de
la sociedad conlleva la aceptación del orden de las mercancías, Orlando muestra -no
cuestiona- el papel histórico del sujeto femenino consumidor en la modernidad. No
obstante, esta plenitud no alcanza certeza alguna respecto del valor de la creación
propia. Así, Woolf mantiene hasta el final la indefinición del destino ciego del poema
publicado por el personaje: ¿es la literatura de mujeres y escrita por mujeres parte de la
industria cultural o del gran arte? Nada se dice sobre la calidad estética del poema de la
poderosa aristócrata, cuyo modelo fue Vita Sackville-West. Satíricamente uno de sus
protegidos había comparado a Orlando con Milton: ¿a qué segmento de la cultura
pertenece el poema de Orlando: a la alta, a la baja, a la pseudo alta?
En una exhibición de contenida y enigmática precisión ficcional, la voz del narrador o
narradora se "retira" -ascéticamente- de la celebración institucional de la mujer
escritora, cuyos problemas, no obstante, Woolf era capaz de estudiar con un rigor
histórico singular. En este sentido, ella otorga todos los logros a Orlando, incluso el de
la visión mística, pero no le concede la aceptación suprema, la del arte. En 1928, en el
presente de la escritura, de la publicación y de la Historia, mercancía y feminismo se
vinculan la una con el otro en la experiencia popular y femenina del consumo. Woolf no
condena -baudeleriana o adornianamente- esta experiencia sino que la muestra sin
restarle nada. El único resorte que queda fuera es el juicio estético, porque éste nunca
puede ser formulado en un puro presente: el juicio estético exige el canon.
1957: Mitologías
Roland Barthes escribió los textos periodísticos que componen Mitologías entre 1954 y
1956. Eran entregas mensuales y en ellas "intentaba reflexionar regularmente sobre
algunos mitos de la vida cotidiana francesa". Esa década supone la primera fase de una
economía de la abundancia tras la segunda guerra mundial: los franceses de las clases
medias empiezan a poseer interiores cómodos, coches, comida accesible y de marcas
variadas, turismo, viajes en avión, y se accede colectivamente al deporte como
sentimiento nacional, junto con la conciencia imperialista de la "misión civilizadora"
francesa en Africa, todavía vigente en los medios populares pero ya radicalmente
cuestionada en los círculos intelectuales y políticos. Las ácidas observaciones de
Barthes de lo visto y leído en Paris Match sobre esa pugna terrible que pocos años
después llevaría a la independencia de Argelia y a otros procesos de descolonización,
son contemporáneas del compromiso incómodo y claudicante de Camus, que optó al
final por Francia; en realidad, por su Argelia francesa natal.
Anticolonialista contenido aunque explícito, Barthes es, en cambio, mucho menos
tajante en las cuestiones que tienen que ver con las mujeres, a pesar de que El segundo
sexo de Simone de Beauvoir se había publicado sólo cinco años antes. En Mitologías la
mujer es únicamente parte de ese imperio de los sentimientos, es objetivo de la cultura
de masas, está ligada al consumo y constituye un signo de aquélla. Aparece en tanto que
detectora de buenos detergentes en "Sapónidos y detergentes", como miembro feliz del
comercio matrimonial en "Conyugales", como niñita dócil y seducida por las muñecas
que mean ("Juguetes"), como consejera del corazón en revistas de mujeres ("La que ve
claro"), como miembro de un público "auténticamente popular" en "Cocina
ornamental", como objeto disfrazado ("Striptease"), como superchería infantil de una
mujer escritora ("Minou Drouet"), como consumidora del "pequeño mundo astral" -
integrado por empleadas, dactilógrafas o vendedoras- en "Astrología". Pero Mitologías
no es sólo una fenomonología sino una sistematización de esas miradas regidas por la
secuencia azaroza de lo que se le ofrecía a Barthes mes tras mes. En "El mito, hoy",
postfacio de 1970, Barthes propone que el mito sea aquella manera específica de
emisión de discurso que tiende a la deformación y empobrecimiento del sentido. A lo
largo de varias páginas, delinea una semiótica que es también una crítica ideológica de
estas manifestaciones de la cultura de masas: el mito es una coartada perpetua, tiene un
carácter imperativo, de interpelación y a la vez "se hiela, empalidece, se declara
8
inocente" , no oculta nada ni pregona nada, transforma la historia en naturaleza. Y el
consumidor de mitos lo lee, por ello mismo, "como un sistema factual cuando sólo es un
sistema semiológico".
En Mitologías, sin duda obra fundacional de la crítica de la cultura de masas en la
segunda mitad del siglo XX, lo femenino aparece únicamente como conjunto de rasgos
definitivos y por ello empobrecedores de la actitud ante el consumo y como recipiente
de la circulación mítica de esos rasgos: en la administración de los sentimientos, en el
orden del hogar y en la creciente ansia de adquisición de la sociedad del bienestar.
Como productora de cultura sólo encontramos en Mitologías a la entonces célebre
(sobre todo para Paris Match, Elle, etcétera) Minou Drouet, hacedora de versos de la
época, una de esas recurrentes niñas prodigio pintoras, músicas o poetas que ofrecen, a
la cultura de masas y dentro de ella, la promesa de un acceso directo a la creación sin
tener que pasar por la exigencia -considerada elitista- del trabajo del arte vigilado por la
crítica.
Como Orlando, Barthes acumula objetos e impresiones: satura, no rechaza. Vive el
presente caótico en el que las cosas coexisten, porque el presente es el único tiempo de
la cultura de masas. El presente es, siempre, el tiempo de la cultura de masas. En ella no
puede existir criba y solidariamente tampoco hay criba en el presente, ni puede haberla.
En este tiempo pleno el repertorio de Barthes no prevé que alguna de las
representaciones del consumo femenino pueda desprenderse de la función adaptativa a
las que parecen condenadas todas ellas y generar un ámbito que desestabilice el campo.
Barthes crea el espacio para leer la cultura de masas y ese espacio desconoce otra lógica
que no sea la de la acumulación de ejemplos. Allí se requiere además un tiempo -el
presente- que de por sí niega la posibilidad de seleccionar y jerarquizar, que son, por
necesidad, operaciones históricas. Al leer Mitologías, quien no tenga la edad suficiente
para recordar a Minou Drouet deberá recurrir a las enciclopedias. Eso es característico
de la cultura de masas: sus componentes son célebres, inmediatamente perecederos e
intercambiables.

III Sarlo en la cultura de masas


En 1985 El imperio de los sentimientos-Narraciones de circulación periódica en la
Argentina (1917-1927) inauguró, en castellano, la historia de la lectura como disciplina.

8
Roland Barthes, Mitologías, págs.. 199 a 234.
Sarlo no se interroga, como Woolf en Orlando, acerca del presente, ese instante
absoluto que se cruza en la visión místico-capitalista de Orlando y en la datación de la
escritura de la novela, ni opera como fenomenóloga del presente de las imágenes y
textos de las mercancías, como Barthes en Mitologías. Se pregunta, en cambio, si, en
tanto que crítica, puede desplazarse de la historia de la literatura a la historia de la
lectura y, entonces, leer en presente a partir de ese desplazamiento.
En "1. Los lectores: una vez más ese enigma", Sarlo se instala en el desafío del
mecanismo que Williams desnudara al señalar que en una sociedad de clases, cada una
de esas culturas es consciente de la otra, y, vale la pena repetirlo, son críticas y hostiles,
9
están atentas y son parte una de la otra .
Esta atención recíproca se articula en las citas y los usos que cada una hace de la otra;
en el caso de la literatura popular estudiada por Sarlo, la reciprocidad se comprueba en
las menciones de la lectura de obras serias como rasgos de caracterización de los
personajes. Paralelamente, la cultura alta expresa una creciente ansiedad ante la
ductilidad formal de la cultura de masas, y, en espejo, muy pronto se volverá también
una activa incorporadora de sus mecanismos, íconos y recursos. Sarlo es consciente de
esa interacción insoslayable y más que centenaria entre ambas y además comprende -
también en este aspecto su libro es enormemente intuitivo- que la perspectiva crítica
debe mantenerse en el linde entre las dos, soportando, de algún modo, la hostilidad
recíproca como forma de conocimiento.
De las tres maneras aquí comentadas de leer el feminismo en la cultura popular, la de
Sarlo es la que admite con más facilidad el carácter abierto y potencialmente revulsivo
de esa parte -la de la cultura popular- que desde el siglo XIX y, sobre todo, a principios
del XX, configuró en Occidente un modelo femenino de sentir y estar en el mundo, que
no se limitaba a sojuzgar a sus lectoras imponiéndoles una pauta del todo inalcanzable,
sino que ofrecía cierta posibilidad de apertura hacia mayores cotas de ambigüedad y
complejidad formal y, por tanto, existencial.
El libro de Sarlo se vuelca justamente sobre las novelas que entregaban las revistas de
más tirada en la Argentina de los años veinte, en publicaciones como La novela semanal
y La novela del día, analizándolas en el territorio de la tensión de este campo dividido
en que todos los que intervienen son conscientes de los sectores enfrentados. Por eso

9
En obras posteriores, como Escenas de la vida postmoderna (1994) o Instantáneas (1996)
Sarlo trabajará de otra manera sobre diversos aspectos sociales de la nuevas condiciones y
costumbres de circulación de las mercancías en la ciudad.
Sarlo incluye varias instancias cruciales para la comprensión del proceso caracteristico
del campo cultural moderno -incluso en sus derivas postmodernas- en sus dos ámbitos:
las imágenes de autor que desde estas publicaciones se postulaban ante las de la
literatura alta, la celebración pero también la inquietud de esos autores populares muy
vendidos ante la no del todo definitiva legitimación de las grandes ventas, los recursos y
procedimientos narrativos de las novelas populares con sus limitaciones y sus usos para
volver aceptables y estimulantes los ideales del amor, la familia, los oficios y los
horizontes sociales:

"Tanto escritores como público sabían que esta no era "gran" literatura; pero parece
difícil pensar que la juzgaran despreciable. Posiiblemente creyeran que existía para
10
ellos un espacio al costado de la literatura "alta" que debía ser ocupado".

Por ello concluye:

"En efecto, estas narraciones mediocres no sólo inducían el hábito de lectura y


proporcionaban un módico nivel de placer, sino que integraban un corpus literario con
el cual podían practicarse destrezas y adquirir hábitos culturales. En un momento de
conformación del público medio y popular, ellas son instrumentos culturales en sentido
amplio. ¿Por qué pueden serlo? Porque, de algún modo, están cerca del mundo de su
público sin confundirse con él. Practican un ideal estético reconocible pero no
inalcanzable: nombran la literatura alta, la evocan citando y utlizando sus clichés más
comunes, pero no ofrecen las dificultades de esta literatura. […] Horadan la
cotidianidad, para instalar allí la aventura, aunque se trate de un moderada aventura
11
sentimental que apunta al moderado desenlace de la institución conyugal".

En 2002, en su rigurosa contribución al segundo volumen de Il romanzo, compilación


de Franco Moretti, Sarlo amplió el campo de esta "nueva forma literaria de la
subjetividad, especialmente femenina" y, al mismo tiempo, advirtió su extinción, para a
continuación prever el modo en que los modelos de la sentimentalidad en el feminismo
inserto en la cultura de masas ya no se basaría sólo en la otrora exclusiva retórica de la

10
Sarlo, op. cit., pág. 153.
11
Iibidem, pg. 153.
pasión amorosa y sus sobresaltos: "El sentimentalismo sobrevive en los medios masivos
de comunicación, en la televisión, en el periodismo del corazón, en las canciones
populares y en los productos de la cultura juvenil que, mutatis mutandis, constituyen
12
hoy el lado neorromántico de la postmodernidad".

Conclusión
El tiempo de la cultura de masas es siempre el presente; no hay en ella selección y no
soporta el vacío: a su manera Orlando mostró la vertiente más eufórica y fascinante de
esa experiencia feminista ante la omnipresencia de la mercancía en el capitalismo.
Orlando y la mercancía se necesitan la una a la otra en el presente continuo de la
actividad del relato en la ficción. Barthes, al fundar el analísis semiológico de cualquier
elemento de la cultura de masas, confinó el feminismo a una episódica y tardía
inexistencia al no advertir siquiera, en esos años, su surgimiento intelectual en Francia.
No obstante, enseñó el modo de incorporar las actitudes y necesidades femeninas
populares en el feminismo, a través de la vindicación inmediata, en el presente de la
acumulación y la oferta, de cualquier soporte y cualquier medio de transmisión, como
susceptibles de ser leídos -no fulminados- por las herramientas del pensamiento crítico.
Por fin, Sarlo, al inaugurar en castellano la historia de la lectura, la ligó a un corpus -el
de la literatura popular- e hizo explícita la necesidad de leer en presente. No sólo en
presente sino en presencia de esas dos formas de cultura que sólo existen en la medida
en que son, como diría Williams, conscientes la una de la otra.
Podría arguirse que en los últimos años, con el advenimiento de las nuevas formas de
comunicación, una perspectiva crítica instalada en la tensión entre cultura popular y
cultura de masas ya no es posible, y que la crítica feminista, como cualquier otra fuerza
que pretenda cierta experiencia de desestabilización del orden establecido, debe fundirse

12
Beatriz Sarlo, Segni della passione- Il romanzo sentimentale, 1700-2000, en Franco Moretti, a
cura di, Il romanzo, Volume seconde, Le forme, Giulo Einaudi editore, Torino, 2002, pág. 410.
En La ciudad vista-Mercancías y cultura urbana, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, Sarlo resume
una postura crítica que a mi juicio vuelve unitarios tres de sus trabajos: los ya citados El imperio
de los sentimientos y su aportación a la obra colectiva de Franco Moretti junto con La ciudad
vista: ""La etnografía urbana […] opta, generalmente, por representar a los pobres a través de
sus propios discursos, acompañados de descripciones débiles para evitar un problema clásico:
hablar por el otro. No comprende, sin embargo, que esas transcripciones son también una forma
de ´hablar por el otro´y, además, no siempre la mejor ni la más comprensiva. Al ´otro-pobre´ le
sucede lo que al etnógrafo: ni sabe todo lo que dice ni dice todo lo que sabe". pág. 10. Esta
consideración, que limita cualquier posibilidad de fusión empática, puede trasladarse también a
los sujetos que actúan el feminismo en la cultura de masas.
con la cultura de masas y limitarse a ser un frenético archivo de todas las
manifestaciones de ese presente en que, precisamente, ella consiste. Como bien
sabemos, tal archivo de gestos y figuras intercambiables y de inmediato fungibles es
infinito y a la vez, como el aleph de Orlando, convive todo él en un punto de presente
perpetuo.
Ante esa irrefrenable mecánica proliferante, el feminismo, en la cultura de masas, puede
ser propuesto no como serie de figuras sino sólo como una línea, un trazo que opere
sobre los productos -imágenes, siluetas, relatos- y los abandone, para posarse sobre
otros que inmediatamente surgen en la simultaneidad multiplicada y potencialmente
inacabable de esa esfera. De alguna manera Woolf, Barthes y Sarlo actúan sobre esa
línea: son puro equilibrio en la linde entre el presente pleno de la cultura de masas y la
severidad discriminatoria de la alta. ¿Por qué no se detiene la línea? Porque el
feminismo históricamente ha operado por restricciones y sustracciones -en ese aspecto,
está más cerca de la cultura alta que de la de masas- y, por ello, obliga a una constante
corrección de la perspectiva crítica, no a su abandono.
Hollows y Moseley afirman que "un rechazo de lo popular, y un rechazo a
comprometerse con las vidas de las diferentes generaciones de mujeres cuyas
experiencias están cruzadas por otras formas de diferencia", producirán una seria
13
limitación en "la capacidad de adaptación de las feministas" No sé si esa capacidad de
adaptación puede disminuir la distancia analítica que exige cualquier lectura; también la
de esa línea movible en la que, a mi juicio, consiste el feminismo en este ámbito. Woolf
postula, en Orlando, la imposibilidad de emitir sobre el cruce entre uno y otra un juicio
moral. Barthes se ciega al respecto pero a continuación funda la disciplina que hace
viable cualquier consideración compleja sobre la cultura de masas, en la que esa línea
opera como un elemento dinamizador que él mismo no previó. Sarlo hereda tanto la
postura de Raymond Williams respecto de la interacción entre ambas esferas como el
procedimiento barthesiano: por eso se niega a fundirse con su objeto. Desde este ángulo,
¿es "la capacidad de adaptación" que defiende Hollows y Moseley el único ideal del
análisis? Después de todo, el pensamiento crítico es, también, una forma de experiencia.
De ella surgen los recursos que hacen imposible una clausura analítica de los discursos
feministas y de sus encarnaciones en la cultura de masas.

13
Op. cit., pág. 15.

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