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Clase 3 Esi en La Escuela para Prevenir La Violencia de Genero
Clase 3 Esi en La Escuela para Prevenir La Violencia de Genero
La situación de una persona se encuentra condicionada por los diferentes entornos con los cuales esa
persona se relaciona: su entorno familiar y social, las instituciones de las que forma parte, la cultura a
la cual pertenece, los marcos jurídicos y las políticas públicas vigentes, etc.
Esta mirada señala que las formas de organización, las concepciones, nuestras prácticas o
comportamientos y las relaciones sociales incorporan, reproducen y resignifican componentes
culturales que le inscriben socialmente a los distintos ámbitos patrones de características comunes. Así,
por ejemplo, las actitudes sociales hacia la violencia, las creencias estereotipadas con respecto a los
roles y lugares sociales del hombre y de la mujer, las expectativas de los grupos acerca de los métodos
de disciplina y de toma de decisiones en el hogar y en las instituciones, y el nivel general de violencia
en el país y en la propia comunidad conforman matrices sociales que sostienen y perpetuán modelos
jerárquicos y abusivos de vinculación. (Cantón Duarte y Cortés Arboleda, 1997).
Los valores, los sistemas de creencias e ideologías conforman matrices simbólicas que moldean los
distintos contextos de la vida social hasta llegar al nivel más cercano y concreto para un niño o una niña
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como lo es el ámbito de su medio familiar. Es así que, mediante los procesos de socialización durante la
infancia logran articularse el nivel de lo intrafamiliar con el contexto más amplio macrosistémico o
sociocultural. (Misuti, Ochoa y Molpeceres, citados por Bringiotti, 1999).
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discapacidad.
De los agresores, el 88% son varones; 49 % de los casos involucra a una expareja
como agresor; 3 % de los casos quien agrede es la pareja actual.
Estas cifras son conmocionantes y al mismo tiempo disonantes desde un registro más racional.
Descolocan y perturban arraigadas imágenes culturales instaladas, que asocian fuerte e
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indefectiblemente a la familia con un entorno de afecto, sostén y de cuidado. Sin embargo, la realidad
nos muestra que, en los grupos familiares en los que se viven situaciones de violencia, es posible
encontrar patrones de comportamiento, modos de relación y creencias que perpetúan su
naturalización, reproducción y justificación.
Como leíamos en la clase 1, una de las formas que adopta la violencia de género es la que tiene lugar
en el ámbito doméstico. La Ley 26.485 tipifica esta modalidad de violencia entendiéndola como
aquella ejercida contra las mujeres por un integrante del grupo familiar, independientemente del
espacio físico donde ésta ocurra, que dañe la dignidad, el bienestar, la integridad física, psicológica,
sexual, económica o patrimonial, la libertad, comprendiendo la libertad reproductiva y el derecho al
pleno desarrollo de las mujeres. Se entiende por grupo familiar el originado en el parentesco sea por
consanguinidad o por afinidad, el matrimonio, las uniones de hecho y las parejas o noviazgos. Incluye
las relaciones vigentes o finalizadas, no siendo requisito la convivencia.
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En los grupos familiares en los que se viven situaciones de violencia, es posible encontrar patrones de
comportamiento, modos de relación y creencias que favorecen perpetúan su naturalización y
justificación. Estos patrones, pueden ser en muchos casos aprendidos e incorporados fuertemente por
la significación y la dependencia de las relaciones más cercanas. Las historias de vida de los miembros
de la familia constituyen así un condicionante importante en esta problemática.
Así, los antecedentes de quienes están involucrados en relaciones violentas muestran un alto
porcentaje de contextos violentos en las familias de origen. Aunque las incidencias de los mandatos
culturales y familiares tienen una impronta importante en la problemática, no determinan
inexorablemente el futuro en la construcción de los vínculos sexoafectivos. En diversos trabajos
académicos sobre la problemática que abordamos, existen coincidencias en cuanto a que mientras que
retrospectivamente en los estudios de investigación las historias de quienes ejercen maltrato conducen
de forma aparentemente inevitable al maltrato padecido en la niñez, prospectivamente el padecer
maltrato no lleva necesariamente a su reproducción. En este sentido se hacen evidentes las múltiples
posibles trayectorias en el desarrollo. Así, por ejemplo, la disponibilidad de vínculos de apoyo
emocional en la infancia, una experiencia terapéutica profesional en un período determinado de la vida
y la formación de una relación estable donde se construya el respeto en la adultez, pueden ser factores
importantes en la discontinuidad del ciclo del maltrato. (Gracias Fuster, 1995). En este sentido el papel
de la escuela también es clave en estos procesos de desnaturalización y deconstrucción de los
soportes que sostienen cualquier expresión de las violencias.
Por último, a partir de los análisis recogidos por distintos estudios representativos, se ha podido
observar que la violencia de género en el ámbito doméstico es semejante a la violencia en las
relaciones de noviazgo y vínculos sexoafectivos de adolescentes y jóvenes por el hecho de presentar
algunas características comunes como: a) la prolongación en el tiempo; b) las consecuencias
perjudiciales; c) la reincidencia a lo largo del tiempo. En este sentido, algunas/os autoras/es han
planteado la posibilidad de considerar la violencia en los primeros vínculos sexoafectivos como puente
de unión entre la observación de la violencia en las familias de origen y la violencia doméstica
(González Lozano, 2008).
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Lo familiar en una trama social amplia
La familia, entonces, desempeña un papel de vital importancia como agente de socialización y como
transmisor de determinados estilos de vinculación familiar, pero también espacios tales como la
escuela u otras instituciones sociales cumplen efectivamente esa misma función. El microsistema
familiar forma parte de un sistema más amplio compuesto por las instituciones en las que participa,
sus parientes, las personas conocidas, la red social cercana, etcétera. Actores que influyen, a su vez,
en la formación de la trama vincular y socializan transmitiendo determinados patrones culturales y
sociales. En este sentido, muchas prácticas institucionales recurrentes y naturalizadas entre sus actores
tales como el grito, la desvalorización, la discriminación, la humillación, no escuchar y la falta de
compromiso frente a hechos de violencia pueden considerarse como modalidades de actuación que se
suman al conjunto de procesos que reproducen la violencia en los contextos microsociales.
Por otro lado, los medios de comunicación suelen difundir exclusivamente una muestra continua de
historias donde la problemática muestra su cara más cruenta y extrema. No ayuda ello a que
socialmente podamos percibir los hilos más finos que la entretejen en cada contexto ni a que
contemplemos las dimensiones sociales y políticas que garantizan su vigencia. Con relación a ello, y al
decir de Gherardi, las importantes movilizaciones y reclamos sociales no alcanzaron todavía a trazar en
la conciencia colectiva los vínculos profundos entre la violencia que llega a ser feminicida y/o
transfemicida y las desigualdades cotidianas que la enhebran en el día a día (Gherardi, 2017).
La perspectiva de comprensión presentada, como modelo integrador, intenta dar cuenta de la compleja
trama de factores que generan y permiten el sostenimiento y la reproducción de la violencia presente
en cada sociedad hacia sus miembros más vulnerables. A la vez, nos permite visualizar los posibles
ámbitos desde los cuales se requiere pensar y diseñar propuestas para su prevención y abordaje. La
escuela puede jugar aquí un rol preponderante al pensarse y posicionarse como un actor clave en la
destitución de muchos de los basamentos culturales de la problemática. En este sentido, el abordaje
institucional de la Educación Sexual Integral (ESI) tiene mucho para aportar.
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Socialización en las relaciones afectivas
Los modos de concebir y de transitar las relaciones de pareja, incluidas las que transcurren durante la
adolescencia, se encuentran fuertemente ligados a los modelos y a las concepciones transmitidas por la
cultura en cada momento y también por lo vivenciado al interior de los contextos de los que se ha
formado parte. Sin embargo, muchas veces, perdemos de vista que esos modos han sido aprendidos y
que, en ese sentido, pueden ser objeto de análisis y de revisión en aquellos aspectos que resultan poco
saludables.
En consonancia con lo que venimos trabajando en las clases anteriores podemos observar cómo se han
naturalizado maneras diferenciadas de vivir la experiencia amorosa tanto para las masculinidades
como para las feminidades.
En este sentido, coincidimos con Oliva López y Flores Pérez (2017) quienes expresan que el carácter
histórico y socialmente construido de las emociones y de los sentimientos experimentados en una
relación amorosa no se suele visualizar y que más bien aquellos tienden a ser concebidos sólo como
una vivencia íntima, propia de “la naturaleza humana” cuyo éxito o fracaso se adjudica exclusivamente
a la historia y capacidad individual de los sujetos.
Por lo tanto, los modos de concebir las relaciones de pareja o amorosas no son únicamente un hecho
individual, sino que la vivencia del amor se entreteje con la identidad de género, la orientación sexual,
la edad, la clase otras dimensiones sociales, económicas y culturales que requieren ser
problematizadas para comprender nuestra cultura actual.
Las concepciones sobre el amor, en cada momento y geografía, condicionan las relaciones íntimas y
suponen los modos personales de entender el deseo, nuestras representaciones y prácticas en los
vínculos amorosos. A su vez el mercado de consumo, el arte, la literatura y los medios de comunicación
también participan de la construcción del ideal del amor romántico sustentado en el imaginario con
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expresiones tales como “la media naranja” o “el alma gemela” que ha de asegurar la unión esperada y
duradera; en el orden de las prácticas concretas que llevan adelante las personas, estas visiones
esquemáticas, convocan figuras estereotipadas, es decir, hombres fuertes y viriles y mujeres dulces y
discretas (Illouz, 2016).
Un poema:
“Amor”
El amor es la vida, y la vida es amor;
engendra la locura y abre paso al delirio;
purgatorio de goces y cielo de martirio;
su dolor es tan fuerte, que su dicha es dolor.
En el mismo sentido, se puede pensar que, si bien las habilitaciones sexuales en los encuentros
amorosos se han ampliado enormemente en las últimas décadas, esos mayores permisos no han sido
iguales para las masculinidades y las feminidades. Como lo analizamos en la clase anterior, la
acumulación de experiencias sexuales constituye un rasgo de estatus masculino mientras que esta
calificación no opera de igual modo con las mujeres, quienes aún se encuentran fuertemente
condicionadas a ligar los encuentros sexuales al mundo emocional o afectivo, priorizando los vínculos
más íntimos y estables.
Nos interesa ubicar aquí, entonces, a la experiencia amorosa como las formas de sentir socialmente
establecidas y diferenciadas para las masculinidades y las feminidades e identificar las emociones
interiorizadas como parte de una supuesta naturaleza femenina o masculina para explicar el vínculo
amoroso. Pretendemos contribuir, entonces, a la desnaturalización y desencialización de las emociones,
mostrando su variabilidad cultural e histórica. Es necesario, entonces, hacer hincapié en los aspectos
vinculados con su construcción y reproducción que favorecen la desigualdad y la inequidad en las
relaciones de género.
Al igual que el género, las emociones permiten a las personas explorarse y modificarse
a sí mismos como parte de la sociedad. Es decir que la negociación y construcción
personal que cada sujeto logra a partir del cumplimiento de las reglas del sentir,
reflejan también modelos de pertenencia social, cuyo cumplimiento contribuye a la
identificación, pertenencia e inclusión del grupo social de adscripción; por el contrario,
su desobediencia genera la desidentificación y la exclusión social. (Oliva López y Flores
Pérez, p. 194).
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Es así que, si podemos considerar el significado cultural de las emociones, estaremos en mejores
condiciones de cuestionar su acepción universal y aislada de contextos institucionales y sociales. Ana
María Fernández (1993) plantea la existencia de tres mitos asociados al imaginario social de lo
femenino: el de la mujer madre, el de la pasividad erótica y el del amor romántico. Aquí nos
detendremos en este último como una matriz cultural que continúa condicionando la mirada social
sobre los sentimientos en las relaciones sexoafectivas y sus regulaciones.
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Mito del emparejamiento o de la pareja, creencia de que la pareja–heterosexual- es algo natural,
universal y que la monogamia amorosa está presente en todas las épocas y todas las culturas.
Mito de los celos, o creencia de que los celos son un signo de amor, e incluso el requisito indispensable
de un verdadero amor.
Mito de la equivalencia, o creencia en que el “amor” (sentimiento) y el “enamoramiento” (estado más
o menos duradero) son equivalentes y, por tanto, si una persona deja de estar apasionadamente
enamorada ello significa que ya no ama a su pareja.
Mito de la omnipotencia o creencia de que “el amor lo puede todo” y por lo tanto si hay verdadero
amor no deben influir los obstáculos externos o internos sobre la pareja, y es suficiente con el amor
para solucionar todos los problemas.
Mito del libre albedrío, o creencia de que nuestros sentimientos amorosos son absolutamente íntimos
y no están influidos por factores sociobiológico y culturales ajenos a nuestra voluntad y conciencia.
Mito de la pasión eterna o de la perdurabilidad, esto es, creencia de que el amor romántico y pasional
de los primeros meses de una relación puede y debe perdurar. (Bosch Fiol, 2007)
El amor romántico es también una experiencia fuertemente generizada (Burns, 2000; Denmark et al.,
2005; Duncombe y Marsden, 1993; Redman, 2002; Schäefer, 2008. Schäefer, G. (2008). Romantic love
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in heterosexual relationships: women’s experiences. Journal of Social Sciences, 16(3), 187-197.
Redman, P. (2002). Love is in the air: romance and the everyday. En T. Bennett y D. Watson (eds),
Understanding everyday life (pp. 52-91). Open University: Blackwell Publishing. Duncombre, J. y
Marsden, D. (1993).
Si para las mujeres se espera pasividad, cuidado, renuncia, entrega, sacrificio para los hombres tiene
mucho más que ver con ser el héroe y el conquistador, el que logra alcanzar imposibles, seducir,
quebrar las normas y resistencias, el que protege, salva, domina y recibe. Por tanto, se esperará de ellas
que den, que ofrezcan al amor su vida (y que encuentren al amor de su vida), serán para un otro, y se
deberán a ese otro, obedientes y sumisas.
https://youtu.be/8e-dmDnaBRs
Esta concepción del amor suscita desigualdades de género al no reconocer que su práctica se
desarrolla junto a la reproducción de pautas de la cultura patriarcal, donde los roles, entendidos en
clave de complementariedad, favorecen las prerrogativas masculinas.
Desde esta mirada, podemos considerar que en las prácticas del amor romántico se reproducen las
dependencias materiales, afectivas, sociales y subjetivas entre los géneros, por medio de los
mandatos en torno a las vivencias genéricas de las emociones, el deseo, la sexualidad y el cuerpo. Por
lo cual, el amor tiene un papel fundamental en el proceso histórico de subjetivación de las
masculinidades y las feminidades, en la producción de las identidades de género y en las regulaciones
que pautan sus condiciones de relación.
Así, las formas de sentir, socialmente establecidas y diferenciadas de manera jerárquica para hombres
y mujeres desde el modelo tradicional de amor romántico, reproducen la heteronormatividad, la
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subordinación de las mujeres, y, con ello, las posibilidades de prácticas de violencia de género en la
vida íntima.
Asumir este modelo de amor romántico y los mitos que de él se derivan puede dificultar la reacción de
las mujeres que viven en una situación de violencia de género (para ponerle fin, para denunciar o
poner en acto alguna otra estrategia de afrontamiento. La creencia de que el amor todo lo puede
llevaría a considerar (erróneamente) que es posible vencer cualquier dificultad en la relación y/o de
cambiar a su pareja (aunque sea un maltratador) lo que llevaría a perseverar en esa relación violenta;
considerar que la violencia y el amor son compatibles (o que ciertos comportamientos violentos son
una prueba de amor), justificaría los celos, el afán de posesión y/o los comportamientos de control
como muestra de amor, y trasladaría la responsabilidad del maltrato a quien lo padece por no ajustarse
a dichos requerimientos.
Entre las y los adolescentes la importancia atribuida a estas primeras experiencias de acercamiento
suele ir de la mano con su ubicación en un lugar central en la propia vida, con la intensificación del
mundo emocional, y con creencias y prácticas que magnifican el lugar otorgado a ese nuevo vínculo. En
este sentido, muchas veces, durante la adolescencia se recrean esas formas del amor totalizantes que
promueven posiciones complementarias y dependientes.
Por otro lado, los/as adolescentes provienen de familias o de hogares con un particular ambiente
interactivo en el que se combinan no sólo las características y componentes de la historia personal de
cada uno/a de los/as cuidadores/as, sino también la de la pareja y la de la familia como grupo. Si en
sus interacciones se generan y reproducen pautas, conductas y actitudes abusivas pueden instalarse
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patrones de vinculación donde el maltrato y la desconsideración pasan a ser el código aceptado como
vía de comunicación y de resolución de los conflictos. En las familias donde priman relaciones signadas
por la violencia, esta última adquiere una dirección que se corresponde con las variables de edad y de
género. Es decir que se orienta desde los adultos a hacia niñas, niños y adolescentes y desde los
miembros masculinos hacia las mujeres y LGBTIQ+. Las historias de vida de los miembros de la familia
constituyen también un condicionante importante en las características que asumirán los vínculos
futuros de los miembros más jóvenes. La violencia vivida cotidianamente puede ser incorporada
como vía habitual de resolución de los problemas y ejercer el efecto de su “naturalización” al pasar a
ser una respuesta practicada y repetida por las figuras más importantes.
Es así como, quienes han vivenciado malos tratos familiares, pueden llegar a tener una percepción
diferente de los mismos en sus nuevas relaciones en comparación con quienes han sido respetados y
valorados desde edades tempranas. En este sentido, es común escuchar relatos de adolescentes que
padecen alguna forma de maltrato por parte de sus parejas, que dan cuenta de la banalización que
otorgan al mismo. Algunos estudios han encontrado también que, en muchos casos, las adolescentes
consideran a las agresiones de sus parejas o compañeros como una broma o como un juego que a
veces puede “irse de las manos” o como respuestas “normales” ante malentendidos, celos o
desacuerdos. (González Lozano, 2008)
Desde este punto de partida, vamos a considerar que existe violencia o maltrato en todas aquellas
modalidades de vinculación dentro de parejas o vínculos sexoafectivos entre adolescentes que, por
acción u omisión, implican abuso de poder, la instalación paulatina de maniobras de dominación y de
control sobre la otra persona y, consecuentemente, la restricción de derechos, así como la producción
de daños para quien los padece. En este sentido, es necesario aclarar que, a los fines prácticos,
adoptaremos una consideración que abarca todas aquellas modalidades de relaciones más o menos
estables o reconocidas como tales. Incluimos los vínculos que, aunque sean más o menos duraderos o
reconocidos, tienen un cierto margen de continuidad.
Según la Organización Mundial de la Salud las mujeres son las víctimas más frecuentes de violencia
dentro de la familia y entre parejas íntimas. Tres de cada diez adolescentes denuncian maltrato en sus
relaciones de pareja. Al mismo tiempo, muchas de las mujeres que han reconocido ser maltratadas por
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sus parejas refieren haber vivido violencia desde las primeras etapas de la relación, ya sea desde el
inicio del vínculo o luego de algunos meses o años y que esta situación continuó durante la convivencia,
aumentando su intensidad.
En general esta modalidad abusiva de vinculación comienza con reiteradas y diferentes actitudes de
manipulación en el orden de lo emocional, orientadas a ubicar a la pareja en un lugar devaluado, a
controlar sus decisiones y actos y a que aquella responda a los propios reclamos e intereses. En torno al
primer fin podríamos ubicar actitudes tales como la ridiculización, las críticas, no tomar en cuenta sus
opiniones, los insultos, los silencios como respuesta o la negación a entablar un diálogo, etc. El control
para restringir el margen de decisión personal de la pareja puede instalarse a través de la exigencia de
información en cuanto a horarios o personas con las cuales se interactúa, las escenas de celos, etc.,
actitudes que también pueden más tarde convertirse en expresiones amenazantes, en hostigamiento e
invasión progresiva de la intimidad.
El acoso emocional en las parejas entre adolescentes a veces es tal que las jóvenes llegan a cambiar su
comportamiento, limitan sus decisiones o el contacto con amigos, familiares y compañeros de escuela,
con el fin de evitar peleas o que su pareja se moleste. Luego de ello, o a la par, el maltrato puede
tender a lograr que la pareja actúe o se comporte en función de los propios objetivos y decisiones,
aunque ello implique la postergación o desestimación de las necesidades, de los tiempos y de las
decisiones de aquella. Por ejemplo, en este tipo de relación donde se establece un patrón vincular de
dominio el inicio de las relaciones sexuales o muchas de las decisiones que conciernen a su ejercicio (el
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momento, el adoptar o no un método de prevención del embarazo o de las ITS, las prácticas sexuales,
etc.) suelen ser uno más de los terrenos en los cuales el varón es el que define. Es así que, muchas
veces, las jóvenes van generando un proceso de acomodación y de adaptación para evitar nuevas
agresiones, permaneciendo pendientes de los gestos, reclamos y hasta de la forma de pensar de sus
compañeros, aumentando, como consecuencia, su vulnerabilidad y su dependencia.
• Querer saber con lujo de detalles adónde va su compañera, dónde estuvo, con quiénes se
encontró o a quiénes va a ver, los horarios y el tiempo que permaneció en cada lugar; cuánto
tiempo estará afuera y el horario de regreso, que comprobará con sucesivos llamados
telefónicos o “pasadas” por la casa de ella.
• De manera permanente vigila, critica o pretende que ella cambie su manera de vestir, de
peinarse o maquillarse, de hablar o de comportarse.
• Formula prohibiciones o amenazas respecto de los estudios, el trabajo, las costumbres, las
actividades o las relaciones que desarrolla la joven.
• Fiscaliza a los parientes, las amistades, los vecinos, los compañeros de estudio o de trabajo,
sospechando, desconfiando o criticándolos luego de querer conocerlos a todos para ver cómo
son.
• A veces da órdenes y otras incómoda con el silencio.
• Demuestra frustración o enojo por todo lo que no resulta como él quiere, sin discriminar lo
importante de lo superfluo.
• Culpa a la pareja de todo lo que sucede y la convence de que es así, dando vuelta las cosas
hasta confundirla o dejarla cansada o impotente.
• Decide por su cuenta, sin consultar ni pedir opinión a su compañera, ni siquiera en cosas que le
atañen a ella sola.
• Exagera los defectos de su pareja para hacerla sentir culpable y descalificada.
• Mezcla el afecto con las discusiones haciendo notar que, si ella no piensa como él, no podrá
seguir queriéndola.
• Impone sus intereses y necesidades como la prioridad en la relación. (Ferreira, 1995).
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Los niveles de aceptación o de minimización de estas conductas pueden variar, llegando en algunos
casos a considerarse como algo “normal”. Otras veces, las adolescentes suelen tolerar estos tipos de
actitudes porque se encuentran ligadas afectivamente a sus parejas, temen que sus marcaciones o
puesta de límites impliquen la ruptura del vínculo, por vergüenza a lo que opinarán otras personas,
porque tienen miedo de lo que pueda ocurrir si son ellas las que toman la iniciativa de terminar la
relación o porque, a pesar de los malos tratos, la relación permite responder a ciertos intereses que se
valoran: tener compañía, explorar el propio desempeño frente al otro sexo, sentirse importante para
alguien o protegida frente a los otros, etcétera.
Ante la naturalización de episodios de violencia es común que las adolescentes oculten lo que les
ocurre, lo justifiquen, se sientan responsables por no ser lo suficientemente buenas como para que las
cosas sean diferentes o se consideren llamadas a hacer algo para que su compañero pueda cambiar.
Ello lo podemos asociar con las adjudicaciones culturales hacia el rol femenino en relación con sus
funciones de brindar contención y de responder ante las demandas y carencias ajenas. Por otro lado,
en los noviazgos adolescentes, como ocurre en parejas de personas adultas, los episodios de violencia
suelen tener un carácter cíclico que alterna períodos de calma y de manifestaciones afectivas con otros
de tensión, conflictos y maltrato. En muchos casos suele ocurrir que, luego de un acto abusivo, el joven
pide perdón, promete no volver a comportarse así o tiene gestos de consideración hacia su pareja
como estrategias para mantener la relación. Ello también contribuye a la confusión y al surgimiento
recurrente en ellas de esperanzas en torno a la posibilidad de que las cosas puedan mejorar.
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En este tipo de relaciones subyace el concepto de amor romántico, con su carga de sacrificio,
abnegación y entrega, que se les enseña a las mujeres desde que nacen y en cuyos mandatos se filtra
permanentemente la cultura. El amor romántico implica la entrega total, adaptarse al otro, postergar
lo propio y una importante dependencia emocional que es otro elemento común en las relaciones
abusivas.
Tal como lo abordamos en la segunda clase el modelo masculino tradicional incluye prohibiciones como
no llorar, no expresar los sentimientos, no mostrar debilidad e inseguridad, no fracasar. Mandatos
que llevan a esconder las emociones, tales como el dolor o la tristeza, y a una marcada obsesión por
alcanzar el éxito, lo que le exige estar en un permanente estado de alerta y competencia. Bajo la
construcción de un vínculo de fuerte dependencia muchos varones suelen sentir a menudo celos
intensos, sentimientos posesivos y deseo de exclusividad, viendo a las otras personas como una
amenaza para la relación. En este sentido, la restricción de la posibilidad de simbolizar y de desarrollar
capacidades expresivas saludables de las emociones deja en condiciones de limitación a quienes han
sido educados en un modelo tradicional y machista. Las conductas violentas, en general, constituyen
una actuación o puesta en práctica de aquellas emociones perturbadoras que no se han podido
mediatizar con la reflexión y con palabras contemplativas de un/a otro/a.
Por todas estas características es imperioso construir con las y los jóvenes nuevas significaciones de la
masculinidad en la adolescencia que comprendan el respeto hacia las demás personas, un refuerzo de
la estima personal y la posibilidad de una libre expresión de los sentimientos. Responder a un
estereotipo de género es perjudicial no solo para las mujeres, a los varones también les genera un
costo muy alto en su salud mental y física, que no siempre es visibilizado.
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Por todo lo que venimos desarrollando resulta necesario dejar en claro que atribuir las causas de la
violencia masculina a la socialización y a las expectativas de privilegio y poder impuestos por la cultura,
es insuficiente. No todos los varones y mujeres socializados en la misma cultura son personas
violentas o víctimas de violencia; por eso la importancia de considerar, además de las generalidades,
los recorridos de vida de quienes conforman una relación de intimidad.
La visibilización temprana de este tipo de interacciones, ya sea por parte de la misma joven, de sus
allegados o de algún referente adulto, y la ayuda a tiempo pueden evitar que prosigan hacia formas
más graves. Por ello es tan importante la sensibilización, el compromiso y la intervención frente a estas
situaciones por parte de quienes trabajan y/o tienen cercanía con población adolescente.
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Concluyendo
Estamos transitando una época de reconfiguración de las formas de pensar y de vivir el amor y la
pareja. Sin embargo, como plantea Elizalde (2015) se trata de un mapa complejo puesto que, con el
cuestionamiento a ciertas prescripciones sobre la heteronormatividad y los mandatos de género, aún
persisten patrones y modelos tradicionales que regulan y condicionan las prácticas afectivas y sexuales.
Poner en cuestión diferentes estilos de vinculación que se hacen presentes en las relaciones de pareja y
los procesos que intervienen en su generación puede ayudar a visualizarlos como modos aprendidos de
interacción, con posibilidad de ser modificados y de constituir una elección en la medida en que se
disponga de recursos para revisarlos. Resultaría una instancia constructiva el generar debate en torno a
las diversas representaciones, expectativas y prácticas presentes en los vínculos de pareja actuales
entre los/as adolescentes. Un aporte podría constituir el hacer visible las pautas de relación que
replican posiciones de inequidad, mutuas dependencias y vulneración de derechos y, simultáneamente,
construir consenso en torno a los estilos de relación que operan en sentido de ampliar los recursos
personales y las vivencias saludables.
Actividades
Foro de la clase 3:
Hola, ¿cómo están? En este foro vamos a recuperar algunos desarrollos conceptuales de
las clases para analizar situaciones escolares o experiencias educativas donde se
reproduzcan inequidades de género o violencias en los vínculos sexoafectivos. Les pedimos
que presten especial atención a seleccionar situaciones o experiencias que resulten
pertinentes a la temática del curso.
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sexo-afectivamente. Para este relato, les pedimos que tomen en cuenta las siguientes
orientaciones:
Especificar los roles de las personas que participan (alumnos/as, docentes, preceptores/as,
etc.) y preservar las identidades.
¿Encuentran elementos o mitos del modelo de amor romántico? ¿Qué conductas de las
personas implicadas están siendo habilitadas u obstaculizadas por este modelo?
Les recuerdo que las respuestas deben dar cuenta de los desarrollos conceptuales de las
clases y les cuento que esta actividad será, también, la primera consigna de la actividad
final. Por eso les pido que la elaboren con especial cuidado.
Material de lectura
Bosch Fiol, E. y Ferrer Pérez, V. “Del amor romántico a la violencia de género. Para una coeducación
emocional en la agenda educativa.” En Profesorado. Revista de currículum y formación del profesorado.
Vol. 17, numero 1, enero-abril de 2013. Universidad de Granada. España, págs. 105-122.
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Bibliografía de referencia
Bosch Fiol, E. (2007). Del mito del amor romántico a la violencia contra las mujeres. Ministerio de
Igualdad y Universidad de Les Illes Balears
Elizalde, S. (2015). Estudios de juventud en el Cono Sur: Epistemologías que persisten, desaprendizajes
pendientes y compromiso intelectual. Una reflexión en clave de género, en Última Década Nro. 42,
Proyecto Juventudes. Centro de Estudios Sociales, Valparaíso, Chile
Ferreira, G. (1995). Hombres Violentos, Mujeres Maltratadas. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
González Lozano, M. P. (2008): “Violencia en las relaciones de noviazgo entre jóvenes y adolescentes de
la comunidad de Madrid.”. Tesis Doctoral. Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Psicología.
Madrid.
Illouz, E (2016). Por qué duele el amor. Una explicación sociológica. Buenos Aires: Katz Ediciones y
Capital Intelectual.
López Sánchez O. y Flores Pérez, E. (2017). Capítulo “Reflexiones iniciales para una genealogía del amor
romántico en clave de emociones”. En Abramowski A. y Canevaro S. Compiladores (2017) Pensar los
afectos. Aproximaciones desde las ciencias sociales y las humanidades. Buenos Aires: Universidad
Nacional de General Sarmiento.
Tilli, G. y Del Luca, C. (2010). Relaciones Abusivas en los Noviazgos Adolescentes. Un Proyecto de
Prevención. Buenos Aires, Fundación Dignos de Ser y Ministerio de Desarrollo Social de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires.
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Créditos
Programa Nacional de Educación Sexual Integral. Dirección de Educación para los Derechos Humanos, Género
y Educación Sexual Integral. Subsecretaría de Educación Social y Cultural. Secretaría de Educación. Ministerio
de Educación de la Nación.
Programa Nacional de Educación Sexual Integral. Dirección de Educación para los Derechos Humanos,
Género y Educación Sexual Integral. Subsecretaría de Educación Social y Cultural. Secretaría de
Educación. Ministerio de Educación de la Nación. (2022). Clase 3: Construcción social de la violencia y
violencia de género en parejas entre adolescentes. La ESI en la escuela: Vínculos saludables para
prevenir la violencia de género. Buenos Aires: Ministerio de Educación de la Nación.
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