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«Una señorita un tanto vieja, apoyada sobre la barra del bar y con una expresión inane,

llama al cerillero.
—¡Villena! —gritó.
—¡Voy, señorita Luisa! —contestó el cerillero.
—Un purito —pidió, volviéndose a apoyar firmemente en la barra y dejando caer los
párpados.
La mujer rebusca en su bolso, lleno de tiernas estampas, de cartas antiguas, de llaves y
pelusa… y pone treinta y cinco céntimos sobre la mesa, mirándolos como se miran a los
hijos que se van a la escuela.
—Gracias, Villena —contestó la vieja con desgana y mayor inexpresividad que antes.
—A usted —repuso el cerillero mirando el tocado de la vieja, «ridículo en sí mismo», pensó
para sus adentros.
Luisa enciende el cigarro y echa una larga y vaporosa bocanada de humo, que se eleva en
volutas hacia el techo del bar, con la mirada perdida y dando pequeñas vueltas sin
propósito a un rizo de su cabello enmarañado. Al poco rato, la señorita vuelve a llamar,
esta vez con una vocecita casi inaudible, haciendo una especie de gallo.
—¡Villena! —y el rumor se expandió por el garito.
—¡Voy, señorita Luisa! —se apresuró el cerillero.
—¿Le has dado la carta a ése? —le preguntó con indubitable interés.
—Sí, señorita —masculló el cerillero, ya harto de la vieja.
—¿Qué te dijo? —insistió ella.
—Nada, no estaba en casa. Me dijo la criada que descuidase, que se la daría sin falta a la
hora de la cena —repuso el cerillero, cansado de sus demandas.»

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