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LA MASCARA DE MARÚ Y LA SOMBRA DE UMMAYA

Sabuat Urbina
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¿Qué sucede cuando una simple e indefensa máscara es capaz de llevarte a
un rincón donde residen los dioses y seres que reinaron en el pasado? ¿Qué
hacer cuando dejas de creer en la realidad porque descubres que lo que
creías un mito es más real de lo que creías?

Marú es un joven que vive junto a su familia en uno de los rincones más
devotos del Tuy venezolano. Luego de caer gravemente enfermo y
recuperarse milagrosamente debe cumplir la promesa hecha al Corpus
Christi bailando con los Diablos Danzantes de Yare usando una máscara que
era de su abuelo. Al usar la máscara esta lo atrapa haciéndolo cruzar el
espejo y llevándolo hasta Ummaya, el reflejo espiritual de Venezuela, lugar
donde residen todos los dioses y espíritus de sus ancestros indígenas.

Consternado y perdido Marú descubrirá que por él corre sangre del primer
hombre, Kuai-Mare, y que es el elegido para hacer una tarea legendaria:
Salvar Ummaya del peligro que la asecha. ¿Será capaz de conocer los
secretos que entraman los seres más mágicos y fantásticos que habitan bajo
su propia tierra para lograr la salvación de aquel mundo aunque deba
primero vencer sus propios temores?

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Índice

Hoy .......................................................................................................................................................... 7
Osco ...................................................................................................................................................... 11
Corpus Christi ................................................................................................................................... 14
Chibchacún ......................................................................................................................................... 18
Imayanas ............................................................................................................................................ 21
Mintoys ................................................................................................................................................ 25
Mayijai .................................................................................................................................................. 30
Aina ....................................................................................................................................................... 34
Yara ....................................................................................................................................................... 38
Pulowi ................................................................................................................................................... 42
Kuai–Mare........................................................................................................................................... 46
Máscara ............................................................................................................................................... 50
Xeni ....................................................................................................................................................... 53
Kasupar ............................................................................................................................................... 57
Vida y muerte ................................................................................................................................... 61
Auntú .................................................................................................................................................... 65
Opohoponaim .................................................................................................................................... 70
Noche Triste ....................................................................................................................................... 76
Caballero ............................................................................................................................................. 81
Karac .................................................................................................................................................... 85
Caigua .................................................................................................................................................. 90
Susurros .............................................................................................................................................. 95
Gitana ................................................................................................................................................... 99
Paraguachí ........................................................................................................................................ 104
Seretones.......................................................................................................................................... 110
Profecía .............................................................................................................................................. 116
Penumbras ....................................................................................................................................... 120
Lagrimas ........................................................................................................................................... 125
Kurumiwa.......................................................................................................................................... 128

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4
Para ustedes

Los que vieron estas líneas por primera vez.

Los que han creído en mí.

5
A mis dioses.
A los tuyos.

Gracias.

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Hoy

La noche fría le entumecía los nudillos. A su lado se elevaban unas enormes paredes
que parecían perderse en el infinito dejando solo una pequeña senda por donde caminar.
Unas pequeñas flores blancas y relucientes brotaban de entre las paredes. A pesar del dolor
que le producía el frio quiso estirar los dedos para rozar aquellas florecillas. Eran más
frágiles de lo que esperaba. Apenas las alcanzó empezaron a desprenderse dejando al caer
un estrepitoso ruido de cristales rotos que se perdía a lo largo de aquel oscuro pasillo. El
sonido no se devolvió.
“No hay eco.”
Aquel pasillo parecía interminable frente a él. Sabía que no podía quedarse allí, que
debía llegar hasta el final. Empezó a recorrer la estrecha vereda al ritmo que el frío y la
claridad de aquella lejana luna le permitían.
– Sigue – le decía firmemente una voz femenina.
Era una voz dulce y angelical. No sabía quién era. Volteó tratando de ver de donde
provenían esas palabras aunque sabía que solo se encontraría frente a frente con el vació.
– Debes seguir Marú – se dijo firmemente a sí mismo.
El aire se tornaba espeso y lúgubre a medida que avanzaba. Era como si la luz de
la luna se estuviese abriendo paso para descender por la vereda. Marú habría dado lo que
fuese por una antorcha, un machete o cualquier cosa que lo ayudara a seguir. Con cada
paso las plantas parecían despegarse de las paredes y tratar de cerrarle el camino. En más
de una ocasión tuvo que agacharse un poco para lograr sortear las campanillas de flores
que ahora parecían abalanzarse sobre él. Redobló el paso para poder llegar hasta el final
de la vereda. Luego de unos cuantos minutos logró apartar las ultimas ramas del camino
para encontrase frente a frente con un umbral de piedra que le indicaba que ya había
llegado.
Se vio a sí mismo frente a una gran escalinata que llevaba a una enorme sala.
Parecía estar en una especie de calabozo de alguna de esas antiguas fortaleza. Era una
cámara enorme, redonda, de unos cien metros de diámetro. Las escaleras también
circulares llevaban a un nivel unos cuatro metros por debajo de la entrada, dándole así la
apariencia de un foro romano subterráneo. El techo estaba coronado por una enorme cúpula
acabada en un inmenso tragaluz por donde la luna se dejaba ver a plenitud.
No sabía cómo ni porque estaba allí. Sentía como el miedo se inyectaba por todo su
cuerpo indeteniblemente. No sentía las piernas mientras descendía lentamente los
escalones, era como si flotara, como si dentro de él una fuerza más grande que el universo

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lo impeliera a llegar hasta eso que tenía en frente. Marú terminó de descender la escalinata
asombrado por lo que se hallaba en el medio de aquella habitación. Ya no le importaba
donde estaba ni como había llegado hasta allí, solo sabía que estaba allí por eso que se
hallaba frente a él, algo que ni él mismo sabía que era.
Una especie de manto amarillento y lleno de polvo cubría lo que al parecer era una
enorme caja de un poco más de dos metros de alto. Se quedó petrificado ante aquel bulto
geométrico.
– Sigue – volvió a espetarle la voz femenina.
Las manos le temblaban. No sabía si por el frio o el miedo que se habían apoderado
de su cuerpo pero era tan difícil deducirlo como controlarlo. Dio unos cuantos pasos y se
detuvo de nuevo hasta que la voz volvió a alentarlo. Cada vez la sentía más próxima, más
espesa, como si con cada frase pudiera sentir su respiración en la nuca. A pesar de lo
aterrado que estaba trataba de ocultarlo. Sabía que el miedo se estaba apoderando de su
cuerpo y que ocultarlo era algo que resultaba inútil, en especial a una voz que solo él podía
escuchar.
Se plantó frente a esa enorme caja y tomo con ambas manos la pesada tela que lo
cubría, tiró con todas sus fuerzas y logró descubrirla. El polvo invadió la habitación por un
momento. Marú se cubrió la cara con su brazo derecho. Se limpió los ojos con el costado
de las manos para poder dar fe de lo que estaba viendo. Era un espejo enorme.
La extraña reliquia estaba enmarcada por un material parecido a una roca cristalina
de un color azul intenso. Se veía como una especie de líquido se movía en su interior.
Aunque parecía piedra no tenía cortes bruscos, por el contrario, eran pequeñas y detalladas
incisiones en el material lo que le daba ese aspecto a mineral rustico. Alargó sus manos
para sentir el extraño material. Estaba helado pero no quemaba y se podía sentir como si
una corriente de agua cristalina estuviese circulando en su interior, tal como la sangre
estaba corriendo por sus dedos en ese momento. Poco después de estar allí admirando
aquella extraña moldura percibió como el espejo emitía también una especie de luz clara.
Subió la mirada y vio la luz de la luna que empapaba la cara superior de caja y como esta
lo proyectaba por cada uno de sus costados de una manera impresionante.
Se alejó un poco para ver su reflejo en aquel espejo mágico. Estaba desgarbado,
como siempre, pero su reflejo estaba desnudo. Se vio a sí mismo para cerciorarse que no
era así. Tenía un conjunto sencillo de lino blanco, tal como usaban los campesinos de hace
un par de siglos atrás. Volvió a ver en el espejo y esta vez el reflejo si era el correcto. Se
estrujó los ojos para quitarse el polvo y se dirigió hacía el costado derecho de la caja.

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Había otro espejo resplandeciente. Se alejó un poco para apreciarse de nuevo. Su
reflejo era diferente, sus vestiduras no eran comunes. Esta vez portaba un raro traje caqui,
con mangas de cuero marrón, y correaje en el frente. Sus pantalones eran blancos y se
amontonaban en la boca de unas altas botas que hacían juego con sus mangas. Se pasó la
mano por el pecho para sentir las correas pero no estaban allí. Un extraño presentimiento
se adueño de su mente pero trato de no hacerle mucho caso.
Caminó al siguiente espejo. Su reflejo era el mismo aunque el color de sus ropas
no, ahora su traje era rojo. El rojo intenso que lo ataviaba lo hacía lucir un poco recio así
que se quedo admirándose a sí mismo. Se veía tan altivo que lo hizo sentirse valiente,
como nunca se había sentido en su vida. De pronto vio como sus mangas goteaban,
goteaban rojo, goteaban sangre. Vio sus propias mangas y casi se cae de espaldas de la
impresión al ver como su propia ropa ahora era de otro color. Su reflejo aun goteaba. Se
acercó y extendió su mano tocando su reflejo. Cuando la retiró, sus dedos estaban húmedos
de sangre aún caliente. No quiso ver más. Se fue a ver su último reflejo, pero no había
nada.
Entrecerró la mirada tratando de encontrar una imagen pero solo se encontró el
espacio lleno de oscuridad. Solo una negra y espesa niebla llenaba el siguiente recuadro de
aquel extraño artefacto. Marú no tenía idea de que veía, ni porque. De la nada empezó a
moverse la niebla del reflejo, Marú se frotó los ojos nuevamente. De entre las sombras
surgió una figura alta, con la cabellera cubierta de canas y un adornado traje rojo hecho a
la medida. Era el mismo saludándose desde el otro lado del espejo. Marú se sentía tan
extraño al verse a sí mismo de tal manera. Era un ser tan oscuro, tan impersonal, tan
adulto. Sentía como un gota caliente de sudor le recorría por la palma de su mano pero al
bajar la vista ve como está chorreando sangre. ¿Qué sucede? ¿Está herido? No puede
entender la situación hasta que su reflejo levanta la otra mano. Es su propia cabeza aun
sangrante arrancada de un solo tajo. Marú se lleva la mano al cuello de manera involuntaria
solo para darse cuenta que aun está en una pieza. Su propia cabeza lo mira de una manera
desafiante.
– Hoy es el día – le dice el decapitado rostro sangrante de su macabro reflejo.
Marú se da vuelta tratando de huir de aquella imagen fantasmal pero se encuentra
con una enorme sombra que con una hermosa voz le vuelve a decir:
– Hoy es el día.
Intenta correr pero no puede. Está paralizado. La enorme y seseante sombra lo
detiene y lo empieza a suspender por el aire. Marú se siente desarmado, sin forma alguna
de escapar de aquella nada que lo inmoviliza. No sabe ni cómo ni contra que debe luchar.

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Cierra los ojos deseando que todo pase pronto cuando se siente volar por los aires en
dirección al espejo. Se gira en pleno vuelo y se ve a sí mismo decapitado y sangrando en
brazos de su reflejo macabro. Se cubre la cara esperando recibir el impacto pero solo
escucha los cristales estrellarse contra el suelo.
Cuando se despierta esta empapado de sudor de los pies a la. Ve el reloj que está
en su mesita de noche y se da cuenta que se le ha hecho tarde ya. Pone los pies en el suelo
y se dice a sí mismo:
– Hoy es el día.

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Osco

La vista desde la torre norte solo permitía disfrutar del paisaje que daba la sierra de
Nobosimo, una cadena montañosa de enormes picos de piedra color terracota que algunos
Antiguos Sabios señalaban estar allí desde el principio de los tiempos. Al pie de esas sierras
solo se podían hallar dos cosas; al norte un mundo lleno de vida con seres que deambulaban
por los bosques, valles y ríos; al sur, la más absoluta nada, solo un enorme desierto que
llegaba hasta el Valle de Yekoan en Patxil. Pero en medio de aquel desierto y de cara a la
Sierra estaba el Árbol de la Noche. Mientras por fuera tenía la apariencia de un tronco seco
en medio de un desolado desierto torcido que le daba la espalda al amanecer por dentro
era un castillo con cuatro torres semejantes a lo que en otrora fuesen grandes y frondosas
ramas.
Ella llevaba horas allí parada pero no le importaba esperar unas cuantas más,
esperaría el tiempo que fuese necesario. Sus huesos le decían que faltaba muy poco y si
algo sabía de sus lastimeros huesos era que no le mentían. Tenía un rostro hermoso con
una piel perfecta que enmarcaba aquellos ojos pétreos, grandes y profundos. Sus delgados
labios eran una línea recta que no emitía señal alguna de lo que rondaba por sus
pensamientos. Aquella oscura mirada era el único resquicio de la persona que fue en otro
tiempo. Siempre se veía muy regía. Sus ropas y guantes de piel de puma le sumaban cierto
aire de rudeza a su delgada figura.
Estaba esperando al pie del balcón. Su mirada negra se perdía en el horizonte para
sosegar su espera. Sus dedos cabalgaban impacientemente sobre el marco del balcón hasta
que se detuvieron de pronto. Lo había visto a lo lejos. Se dio la vuelta y abrió de par en
par las puertas que tenía a sus espaldas. Echó de nuevo la vista hacia el norte para
cerciorarse que era él y luego entró a la sala.
Era una sala circular con suelos de piedra gris, muy rudimentaria. Alta y oscura
estaba iluminada penosamente por un candelabro con forma de ramas secas. Se paró al
extremo opuesto del balcón con la vista aún fija en el horizonte. A pesar de la noche veía
a lo lejos la pequeña figura negra batiendo sus alas a más no poder para cruzar el desierto
y llegar hasta la torre. Era su osco.
Al cabo de unos minutos el pajarraco negro entró volando en la sala, dio un par de
vueltas y cayó justo a sus pies. Ella le largó una patada y de un golpe fue a parar en el
medio de la sala. Él cayó de espaldas con las alas extendidas y su pequeña cabeza viendo
al techo. No era más grande que un gavilán con un pequeño pico negro como un cuervo y
lleno de plumas negras que estaban sucias y polvorientas por el largo viaje. Graznaba a

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destiempo de una manera dolorosa, como clamando al cielo por una ayuda que él mismo
sabía que no iba a llegar. La mujer se le quedó viendo inmutada. Sus labios seguían siendo
una línea recta que no señalaba ninguna sensación.
– Llegaste – le señaló la mujer con un marcado tono de desprecio. El pajarraco le
respondió con un graznido que sonó más como un lamento. – Viniste porque tienes algo
que decirme.
El pájaro estaba largado en el piso graznando y sufriendo a la vez. Ella lo trataba
con desprecio mirándolo desde lejos. La comisura de sus labios atisbaba una especie de
sonrisa. Se inclinó y poco a poco empezó a quitarse el guante que cubría su mano derecha
para dejar al descubierto una mano esquelética, sin piel, cubierta solo por uno que otro
musculo visiblemente atrofiado y envuelta por una viscosa sustancia negruzca que manaba
de ella. Colocó su dedo índice en el suelo y empezó a marcar un círculo alrededor del pájaro
mientras en demótico, la lengua de los Antiguos Sabios, susurraba un conjuro de cara al
suelo.
El pájaro se tornó inmóvil con sus alas extendidas a toda envergadura. De las manos
de ellas la sustancia iba dejando un rastro que se colaba por las rendijas de piedra en el
suelo al igual que un rio que deambulaba libremente por su cauce. Lentamente se fue
aglomerando bajo el pájaro aquel charco negro como un reguero de sangre oscura que
hubiese salido de él. La mujer se puso en pie nuevamente, lo miró firmemente y luego
extendió su mano descubierta en dirección del animal haciendo el gesto de apretarlo entre
sus huesudos dedos. Del charco negro que lo rodeaba empezaron a salir un par de garras
a sus costados y se le clavaron firmemente en el pecho. El pájaro emitió un chillido
aterrador.
Las garras le abrieron el cuerpo de par en par y dejaron al descubierto solo una
masa amorfa, latiente. Era una especie de bola de grasa bañada en un reguero de un líquido
blancuzco. La masa se movía y crecía mientras daba vueltas en el suelo, tragándose a su
paso el cuerpo inerte del pájaro y el charco de sustancia negra. Poco a poco fue creciendo
hasta convertirse en un enorme bulto que al poco rato dejo ver una especie de figura
humana recubierta de trozos pegajosos de aquella grasosa masa. La criatura estaba boca
abajo y se fue incorporando poco a poco, quedando desnudo de rodillas con las palmas
hacia el suelo y vomitando una babosa sustancia negra.
– ¡Esto es una maldición! – exclamó de manera entrecortada. Su respiración era
fuerte y ahogada.
La mujer lo miraba de una manera despectiva casi como si él no estuviese en la
habitación.

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– Es la vida que escogiste vivir – le dijo mientras sutilmente se colocaba el guante
de nuevo.
– La que tú me diste, sin otra opción – le respondió tratando lentamente de ponerse
de pie. Aún sucio y desnudo una vez de pie resultaba ser una figura impactante. Era alto,
con una hermosa piel blanca. Sus manos eran grandes y rosadas como sus labios. Su cara
no reflejaba mucha edad y sus ojos pequeños daban fe de ello. – Hubiese preferido morir
a vivir así – le dijo más calmado. – Esto no es vida. Hasta un esclavo del fuego tiene una
vida mejor que esta maldición en la que me convertiste.
La mujer dejó ver la furia que abrazaba su mirada pero su cara no mostró el más
mínimo cambio. Lentamente se acercó a él hasta estar a menos de un palmo de su cara.
– Si mal no recuerdo eso no fue lo que dijiste mientras morías en las rocas de aquel
acantilado después de que tu barco se estrellara. Tú querías continuar viviendo, y para mi
parecer eso es lo que haces. Fue un trato justo.
– De haber sabido que le pagaba con mi alma a la Chinigua en persona no habría
hecho ese trato – le respondió él consciente de lo que decía. Trato de mantenerle la mirada.
Ella no soportaba escuchar aquel nombre, la hacía recordar lo que en verdad era.
Su belleza aparente solo llegaba hasta su rostro, el resto de su cuerpo era un talego de
huesos andantes. Ella, al igual que él, estaba maldita. La diferencia era que él le pertenecía.
Su cuerpo y su hermosura eran de ella cuando lo deseara aunque no lo pudiese disfrutar,
al menos no como hubiese querido. Ella se pasó los dedos enfundados en sus guantes
lentamente por sus cejas. No quería enfurecerse. No podía hacerlo. No con él.
– Pero lo hiciste, y terminaste siendo un maldito osco – le dijo con una voz tan fría
como el hielo. – Un pajarraco de mal agüero. Un mensajero nauseabundo. Eres un osco
asqueroso, sucio y mío, que no se te olvide. Ahora abre el pico y dime a lo que has venido.
Él se sintió vulnerable. Estaba allí de pie, sin ninguna otra cosa que el viento frio
cubriéndolo y la sensación de ser solo un mensajero, un medio hombre que no iba a poder
separarse nunca de aquella mujer que lo había condenado para toda la eternidad.
– La puerta. Hoy la vi brillar – fue lo único que se atrevió a decir.
– Entonces ya viene – le dijo la mujer. Se le acercó y le colocó una mano en la
cabeza. – Has sido un buen pajarraco. Ve a lavarte y a vestirte, si aún recuerdas como
hacerlo. Yo bajaré a prepárame para darle a buena noticia.
Se quedó allí parado viendo a lo lejos las montañas rojas. Por un momento se
preguntó a quien se lo iba a decir, pero en el fondo ya sabía la respuesta.

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Corpus Christi

Marú se levantó con un mal sabor de boca. Se puso de pie y se dirigió de una vez al
baño. Aún tenía el eco de su propia voz repitiéndole de manera macabra eso que él ya
sabía.
“Hoy es el día.”
Se lavó la cara de impacientemente como tratando de borrar de su cabeza aquel
extraño sueño pero por más fría que estaba el agua no lograba dejar atrás aquel atroz
recuerdo. Se vio en el espejo y su mente se nubló de nuevo con aquellos recuerdos tan
abrumadores. Sintió como un escalofrío descendía por la espalda. Afuera se escuchaba un
escándalo que lo sacó de la bruma de sus pensamientos. Se incorporó rápidamente para
poder asomarse a la ventana y ver de dónde venía todo aquel tropel aunque él bien sabía
la respuesta.
Afuera todo era alegría. El rojo y el blanco simbolizaban la euforia que se sentía en
la población de San Francisco de Yare. Sesenta días han pasado desde el domingo de
Resurrección y mientras en otros rincones del mundo la gente se prepara para celebrar una
fiesta católica llena de rezos y procesiones, aquí la algarabía no da para más con las calles
inundadas de todos los penitentes disfrazados de diablos que se preparan para hacer su
tan aclamado baile. Atravesarán el pueblo en medio de una multitud en donde danzan
llenos de magia y color hasta caer doblegados por el resplandor de la cruz en las escalinatas
de la iglesia. Hoy es el día que Omar Eugenio, a quien todos apodan Marú, se vestirá de
diablo por primera vez en su vida.
El simple hecho como tal no es un mero acto banal en donde cualquiera que desee
se amarra un par de telas rojas y se coloca una máscara antropomorfa para bailar hasta
que no le queden ganas. Las investiduras diableas solo pueden ser portadas por aquellos
que están movidos por una promesa al mismísimo Corpus Christi o Cuerpo del Señor,
promesa que una vez hecha se cumpliría por el resto de sus vidas tal como el voto que se
hace ante una hermandad y es que la misma Cofradía de los Diablos Danzantes de Yare los
ve a todos como una gran familia monocromática que se reúne bajo el inclemente sol
caribeño a recordarse unos a otros que gracias a la piedad mostrada por el mismo Hijo de
Dios están vivos y que ese día cada paso, cada pliegue de sus vestiduras y cada pincelada
de sus máscaras debía gritar un enorme Gracias como muestra de que nunca olvidarán los
favores concedidos.
Marú caminó hacia la silla que estaba al lado de su cama para contemplar su traje.
Él mismo lo había confeccionado y se sentía orgulloso por el trabajo final. No era muy

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diferente al de los demás pero sí bastante cómodo ya que se ajustaba a su figura, un poco
alta para su edad aunque bastante desgarbada. Tocó la fina tela de lino y luego se miró los
dedos. Por alguna extraña razón pensó que desteñiría sangre como el traje de su sueño.
Sacudió la cabeza para no dejarse llevar por esos extraños pensamientos y se sentó en la
cama a admirar su máscara. A diferencia de su traje y de las mascaras de los demás diablos
danzantes esta no la hizo él, pero así fue la promesa. Se echó de espaldas en la cama con
los brazos cruzados sobre su cabeza recordando el momento en que todo aquello había
empezado.
Los pasados carnavales toda la familia viajó hasta los Valles del Tuy en donde su tía
Inés tenía una finca. Era una extensión de tierra grande y frondosa bordeada por un enorme
lago. Todo estaba bien cuidado bajo la estricta mano de su tía, una señora regordeta con
un corazón más grande que sus caderas. Él junto a sus otros ocho primos se amontonaron
desde el primer día en un pequeño risco cercano al lago para darse enormes chapuzones
hasta bien entrada la noche. Al tercer día seguido de chapuzones la tos y el quebranto no
tardaron en aparecer y para la mañana siguiente ya el diagnostico estaba firmado por el
doctor de la comunidad: Omar tenía bronquitis.
Entre dolorosas inyecciones y pálidos charcos de vómito se le escurrieron los
siguientes días de las vacaciones. No vio más a los primos ni al lago. Ahora todo eran paños
de vinagre y calditos de gallina criolla para tratar de sofocar la fiebre que le quemaba las
entrañas. En algún momento entre la fiebre desmedida y la tos se le apareció Doña Inés
en el cuarto investida con una enorme batola blanca y una bandeja con sopa de pollo y un
vaso de jugo de melón. Puso la bandeja a un lado, colocó sus suaves manos en el pecho
para chequear la temperatura y le cambió las compresas. Marú no daba muestras de
mejoras.
– ¡Dios Santísimo Omar, la fiebre no te baja! – le dijo su tía recolocándole la
compresa. – Yo no sé que más hacer por ti muchacho. Estas como tu abuelo en el 66 con
la peste esa que se llevó media barriada. Él se salvó pidiéndole al Santo Cuerpo de Cristo.
Vas a tener que hacer lo mismo mijo. Serías un diablo por el resto de tu vida, pero al menos
tendrías una para vivir. Piénsalo mi vida santa.
Le dijo que se tomara la sopa, le dio un beso en la frente y se marchó del cuarto.
En medio de la fiebre Marú se acordó de los muchos años en que su abuelo se entregó a
aquella promesa. Hasta entrada edad se esforzaba por cumplirla como el caballero que era
dejando así una huella imborrable en la cofradía de los diablos. Aquel recuerdo se le vino a
la mente de manera tan vívida que podría jurar que sentía las maracas que tocaba su
abuelo vibrándole en las sienes. Tal vez era el delirio febril o quizás una alucinación más

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real pero de pronto se vio a sí mismo recorriendo un río con el agua azul muy fría. Estaba
siguiendo a su abuelo que recorría el mismo río y que a su vez había sido recorrido por los
abuelos de este. Su abuelo tocaba las maracas entregado al baile de la promesa y se detuvo
de pronto. Marú camino hacia él lo más cerca que pudo pero este le hizo con una mano
señales para que se detuviera y echase un vistazo a lo lejos. Marú vio un campo de árboles
dorados que bailaban de un lado al otro. De la nada dejaron de hacerlo y sus hojas cayeron
de sus ramas de manera violenta causando un gran lamento que invadía el aire. Su abuelo
lo tomó de las manos y le dijo con una voz femenina y angelical:
– Vive Omar. Vive por ellos.
Marú no soportó más. Gritó que lo levantaran de esa cama y que lo llevasen hasta
el altar de la casa. Allí, en medio del sopor de la fiebre y bajo la sombra de un Araguaney
susurró una súplica que se convertiría en promesa. De pronto no más fiebre, de pronto fue
más vida. De pronto una promesa lejana y de pronto era Corpus Cristi. Su vida se llenó de
promesas. Su madre eternamente agradecida le hizo jurar frente a la Virgen del Carmen,
antes de dejar los Valles del Tuy, que cumpliría su promesa portando un bien familiar. Lo
hizo prometer frente a aquella aparición mariana que mientras cumpliera su promesa usaría
la misma máscara que había usado su abuelo en vida.
Marú se levantó de la cama para asomarse de nuevo por la ventana. Era tarde y el
seguía perdiendo el tiempo. Aquel extraño sueño lo había perturbado más de lo que creía.
Miró de soslayo la máscara con forma de dragón verde y rojo rematada por unas enormes
orejas negras que hacían juego con sus dientes. De cerca se percibía que ya le habían
pasado algunos años por encima. Incluso cuando la usaba su abuelo parecía que era más
vieja que él propio dueño y aunque quiso restaurarla no se lo permitieron. Ni siquiera el
restaurador de la cofradía se atrevió a darle un retoque por no importunar la memoria de
su difunto abuelo.
– Yo no me atrevo ni a pulirla, y dudó que otro tampoco lo haga – le dijo el
restaurador colocándole la máscara en sus manos.
Tomó sus ropas y empezó a vestirse sin prisa mientras pensaba en como tendría
que realizar el mismo ritual anualmente. Mientras se ataba los pantalones su mente estaba
divagando sobre como una promesa había cambiado toda su vida pero al menos tenía una.
Se le puso la piel de gallina al pensar en el otro lado de las cosas, si no se hubiese curado.
– Omar apúrate – le espetó su mama desde el otro lado de la puerta. – Ya casi están
todos los diablos en la calle.
Marú le contestó con un apremiante Ya va mientras terminaba de atarse el cordón
del camisón. Se giró hacia la cama y tomó entre sus manos la reliquia de la familia,

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suspirando mientras le echaba una mirada antes de colocársela. En el fondo dentro de él
estaba esperando que la máscara cambiase mágicamente y se convierta en una lustrosa y
más nueva. Se posó frente al espejo y se vio a si mismo con el mismo atuendo y la misma
pose de su sueño, aunque ahora no sostenía su propia cabeza sino esta gigantesca
mascara. Lleno de resignación se la colocó y procedió a ajustarla ya que le quedaba un
poco floja. Ladeo la cabeza un par de veces para constatar que no se le cayera durante el
baile y tuvo que detenerse de pronto ya que se empezó a marear. Bajó la mirada solo para
ver como el piso daba vueltas bajo sus pies. Se asustó un poco así que quiso quitarse la
máscara para respirar un poco mejor y ver que le pasaba pero notó que esta se había asido
a su cuello como si le cubriera toda la cabeza. Entró en pánico.
No sabía que pasaba pero cada vez todo giraba más rápido. Se puso la mano en el
pecho porque sentía que le faltaba el aire. Dio un paso al frente para tratar de sujetarse
del espejo y mantenerse en pie pero fue en vano. Sintió una gran fuerza sobre su espalda
que lo empujó de bruces hacía el espejo para luego estrellarse contra el suelo mientras
escuchaba el crujir de los cristales tras de sí.
La oscuridad se apoderó de todo, hasta de él mismo. No tuvo más fuerzas y se dejo
ir. Cuando volvió en sí mismo aún estaba contra el suelo y todo estaba oscuro. El silencio
se arraigaba en el espacio. Ya no escuchaba la algarabía de la calle ni crujir de las maracas
bajo el sol. De seguro había pasado el baile. Pensó en su madre y en lo molesta que estaría
con él por haber fallado en el primer año a su promesa. Tal vez encontrara una manera de
explicárselo, tal vez cuando él mismo logre entender que fue lo que le pasó.
A tientas se colocó de rodillas. Ya respiraba un poco mejor. Se pasó la mano por su
frente sudorosa y pudo constatar que ya no tenía la máscara razón tal vez por la que
respiraba mejor. Abrió lo ojos y casi se cae de espaldas. Frente a él se hallaba erguido una
enorme figura demoniaca con una cabeza roja gigantesca que le extendía la mano en señal
de ayuda.
– Soy Chibchacún. ¿Ya estás mejor? – fue todo lo que logró escuchar Marú antes
de desmayarse de nuevo.

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Chibchacún

Para Marú no debía de ser fácil encontrarse frente a frente con esta imagen.
Chibchacún era una criatura gigantesca con más de dos metros de altura. Su tez pétrea se
ajustaba perfectamente a sus músculos bien formados. Su cabeza, mucho más grande de
lo normal, era semejante a la de uno de los diablos danzantes envuelta en un rojo
predominante que se conjugaba con el blanco y el azul para así pintar esas facciones mitad
hombre mitad bestia. Cuatro enormes cachos se agrupaban a pares en cada costado de su
rostro con un quinto cacho que le surgía de la frente y le bajaba por la espalda hasta
convertirse en una cola confiriéndole así un aspecto bastante temible. Encontrarse con esta
criatura de una manera tan violenta como lo hizo Marú no podía ser nada fácil.
Marú mantuvo los ojos cerrados por un momento luego de que volvió en sí. Trataba
de luchar contra su cerebro para dar crédito a lo que había visto. ¿Sería otro extraño delirio
febril como aquella lejana imagen donde veía a su abuelo pasear en ríos rodeado de
lamentosos arboles amarillos o uno tan vívido como el que tuvo anoche en esa extraña
cámara medieval? Aún se veía a sí mismo con ropajes sangrantes y el reflejo de él mismo
decapitado. Estaba vestido igual que en el sueño y también se había estrellado contra un
espejo. Tal vez si era cierto. Recordó los cristales del espejo de su cuarto. Esta vez todo
era más real.
Abrió los ojos poco a poco para cerciorarse que había salido ileso. No sabía dónde
estaba. Se encontraba echado en un catre de saco beige hecho de manera rudimentaria
con ramas de roble y una especie de mecatillo purpura en medio de lo que parecía una
especie de tienda post guerra. No sabía cómo había llegado allí. ¿Lo habría llevado su madre
luego de hallarlo tirado en el suelo de su habitación? Tenía lógica, aunque no explicaba lo
extraño del lugar. Escucho una vocecillas mascullar algo a su lado así que curioso giró el
rostro para hallarse con unos diminutos hombres de color con cabezas rojas y un montón
de cuernos dorados por cabellera. Se cayó del catre por la impresión.
Los diminutos hombres intentaron ayudarlo a echarse de nuevo pero Marú se mostró
reacio. Definitivamente no creía lo que veía. Él se colocó en el catre de nuevo y apoyó su
cabeza entre sus manos. Se preguntaba cuando acabaría aquel extraño sueño. La boca se
le secó, así que con una voz trémula pidió un poco de agua.
– Aquí tienes, – le dijo uno de los hombrecitos con voz madura y apacible mientras
le extendía una totuma llena de agua fresca – tómala poco a poco.
Marú tomó un sorbo de agua. ¡Qué real se sentía! Nunca había tenido un sueño así.
Cada sorbo le resultaba más reparador y al mismo tiempo más real. Empezó a asustarse.

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Siguió bebiendo de la totuma mientras con una mirada inquisitiva trataba de entender
donde estaba y quienes eran estas personas. Se esforzó por tratar de entender como había
llegado allí pero todo en su cabeza era muy confuso. Tomó un poco más de agua. Las
imágenes le llegaban fracturadas: él frente al espejo con la máscara atorada, cristales a
sus espaldas, una enorme criatura que le extendía la mano y luego aquella tienda.
– ¿Dónde estoy? – Preguntó temblorosamente con la totuma en las manos. – ¿Y
quién es ese chicharrun que me recibió antes?
Los hombrecitos que lo habían ayudado a levantarse empezaron a reírse entre
dientes muy bajito cuando de pronto el de la voz anciana los hizo callar. La voz apacible
había cambiado por una voz de mando pero los años no dejaron de notarse en esta. Los
hizo salir de la carpa y llamó a su lado a uno que tenía un extraño collar de dientes azules
para decirle algo al oído. Luego se dirigió a Marú.
– Chibchacún – dijo de manera enfática el hombrecito – vendrá pronto.
Marú entendió porque había causado tanta risa en el grupo.
– No me dejes solo – dijo Marú. No sabía porque había dicho aquello. Aquel pequeño
hombre de extraña cabellera le daba cierta sensación de tranquilidad en medio de esa
situación que le parecía tan fuera de lo normal.
– Tranquilo – le respondió – no me iré. Trata de no impresionarte tanto esta vez. Él
tiene algo importante que decirte y debes prestarle mucha atención.
Marú asintió con la mirada y el hombrecillo le tomó la mano. Sintió el enorme calor
que provenía de aquella pequeña criatura que apenas sería la mitad de alto que él. Era
como si unas ardientes brasas lo tomaran de la mano. Las suaves telas que servían de
puerta en la tienda se abrieron y entró la enorme criatura que lo había asustado en un
principio. Entró acompañado por un pequeño grupo de aquellos hombrecitos viéndose
inclusive más imponente al colocarse al lado de estos. Se acercó al catre donde estaba
Marú y se colocó de rodillas, aún en esa posición resultaba intimidante. Su rostro manifestó
una amplia sonrisa tratando de mostrarse lo más hospitalario posible pero su cara
acompañada por aquella dentadura grande y filosa le daba más la imagen de un tiburón
que deseaba ser cortes con su futura presa que la de un anfitrión amable.
– Creo que te acuerdas de mí – le dijo con una voz tronante mientras lo miraba
directamente a los ojos. – Soy Chibchacún, Señor de Mintoys.
Chibchacún le extendió la mano a Marú como esa señal universal de saludo. Marú le
respondió un poco receloso sintiendo como su mano nadaba en medio de aquel enorme
apretón que con una fiereza enérgicamente aterradora le ofrecía aquella criatura. No daba
crédito a lo que miraban sus ojos. Se sentía tan perdido y desorbitado que casi vuelve a

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desfallecer. No sabía que lo mantenía en pie, si su determinación a creer que aquello que
estaba ante sus ojos era solo un sueño o el interés por conocer el secreto que le reservaba
aquella enorme criatura.
– Salgamos de esta tienda – le dijo en tono sugerente Chibchacún mientras le
señalaba la puerta. – Te hará bien el aire fresco.

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Imayanas

Marú se incorporó poco a poco en el catre. Se asió de la mano de Chibchacún por


miedo a caerse de nuevo. La tierra era cálida bajo sus pies por lo que se dio cuenta que
aún estaba descalzo. Chibchacún se dirigió hacia afuera de la tienda con un par de pasos.
Marú estaba receloso de seguirlo pero decidió acompañar a la gigantesca criatura. Era el
más extraño de los sueños que había tenido aunque no sabía muy bien si aquello era un
sueño. No entendía nada, pero si sabía que el miedo no lo ayudaría a descubrir donde
estaba. Cuando salió de la tienda el viento era fresco aunque no tanto como para abrigarse.
Era de noche. Desconocía con exactitud si había pasado mucho desde que llegó allí porque
desde que lo recuerda siempre había estado oscuro.
Frente a la tienda estaba una gran pira encendida y al rededor había muchas tiendas,
unas más grandes que las otras. Algunas divididas, otras más privadas y otras no tanto.
Juntas hacían un gran círculo dejando un espacio vacío que hacía de entrada a la comuna
justo frente a la tienda que tenía a sus espaldas. Era impresionantemente grande la
explanada que se asentaba frente a sus ojos. La gran fogata estaba rodeada por muchas
de aquellas pequeñas criaturas que aún él desconocía que hacían o lo que eran. Al parecer
estaban en medio de una especie de rito o algún tipo de celebración. Todos se hallaban
sentados uno al lado del otro con las piernas cruzadas al frente o de cuclillas extendiendo
las manos hacia el fuego mientras hacían una serie de canticos que hacían chispear a la
madera de la pira. Se podía ver como desde la fogata algunas pequeñas esferas, parecidas
al polen que se desprende de una flor, se escapaban flotando de la hoguera para dirigirse
a los intérpretes de los bellos canticos. Estas polutas de fuego los atravesaban haciéndolos
sentirse aún más animosos y entregados a este rito colectivo. Todos estaban muy contentos
y algunas veces uno que otro se ponía de pie para acercarse mucho más a la hoguera,
extendía sus manos y se podía oír a estas crujir como piedras que ceden ante el fuego.
Marú estaba hipnotizado ante esta imagen. Veía como a la pequeña criatura se le
cuarteaban las manos. Entre las grietas que ramificaban sus brazos como un sistema
circulatorio se apreciaba un resplandor rojo vivo, era como si lava ardiente fuese el líquido
que corría por sus venas. Luego de esto se colocaban las manos en la cara o se alborotaban
los cuernos que semejaban una extraña cabellera dorada que refulgía bajo este nuevo calor
que le brindaban aquellas diminutas manos. Chibchacún se percato que todo aquel
acontecimiento le resultaba impresionante a Marú por la forma en que este los observaba
desde la puerta de la tienda, descubrió como estaba absorto dentro de esta danza llena de
magia y fuego.

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– Debes disculpar a los Imayanas, – le dijo Chibchacún de pronto – pero su espíritu
es así, les encanta el fuego.
– ¿Imayanas? – Preguntó Marú manteniendo aun su vista sobre el fuego.
– Cierto, cierto – Respondió Chibchacún acompañado de una estrepitosa carcajada.
– Aun no entiendo muy bien que eres un visitante en nuestras tierras. Los Imayanas, al
igual que yo, son hijos del Fuego de la Tierra. Estamos en estos suelos desde hace miles
de años, luego de que bajaran las aguas. En un principio deambulábamos por toda esta
tierra causando el caos con el fuego de nuestras entrañas y destruyendo todo a nuestro
paso, hasta que un día el Gran Yocahú nos otorgó estas mascaras que cubren nuestro
verdadero rostro y así poder controlar nuestro fulgor interior. Cada noche los Imayanas
hacen el ritual sagrado de saludar al Padre Fuego de donde todos los seres vivos venimos.
– ¿Todos? – preguntó Marú extrañado.
– Si, todos, hasta tú. ¿O acaso la sangre que bombea tu pecho no es caliente? El
Tonibó o Ritual del Fuego es un rito ancestral que se hace en agradecimiento al fuego por
darnos cada día el calor de la vida, ese mismo fuego que hace brillar el sol que nos mantiene
vivos. Con el tonibó se abre un portal para que los Imayanas se rindan ante las llamas del
Fuego de la Tierra, y este los acepta y los bendice.
– ¿Y tú no lo haces? – Inquirió Marú mientras giraba su cabeza arriba para poder
apreciar el rostro de su anfitrión.
– ¿Tienes muchas dudas, no? – le dijo Chibchacún colocándole una mano en la
espalda para sugerirle que iniciaran la marcha.
Empezaron a caminar rodeando la fogata por el enorme camino que quedaba entre
las espaldas de los Imayanas y las tiendas. Fueron hacia la especie de salida que se veía al
otro extremo del círculo. Marú sintió sobre sí como lo miraban aquellos centenares de
hombrecitos de rostros bicolores. Se le hacía algo difícil seguirle el paso a Chibchacún
aunque este trataba de andar un poco más despacio.
– Yo soy un Hacún – empezó a explicarle Chibchacún. – Como te dije provengo del
fuego al igual que ellos, pero mi posición es un poco más elevada. Soy su guía y maestro.
Somos como una especie de hermandad religiosa, un enorme ejercito bajo las órdenes del
Gran Yocahú, y ellos están bajo mi mando. Yo vengo de una larga línea de Hacunes que
han servido fielmente por años al Gran Espíritu.
– Aun no entiendo que hago yo aquí – señaló Marú con un dejo de preocupación en
su voz.
– Tienes razón, pero todo a su momento. Acompáñame hasta la Puerta del Tiempo,
quizás allí lo comprendas todo mucho mejor.

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Siguieron caminando hasta que salieron de la comuna, dejando tras de sí las
diferentes chozas y tiendas que se alzaban alrededor de la fogata. Una vez que cruzaron la
entrada quedaron atrás los cantos y las risas de los Imayanas. Marú se encontró de frente
con una gran explanada en la cual se apreciaba una luz a lo lejos, aparte de eso todo lo
demás estaba oscuro. Él quería asirse de la mano de Chibchacún pero no le pareció
prudente. Se froto un par de veces los ojos hasta que su mirada se adaptó a la oscuridad,
cosa que fue más rápido de lo que él esperaba. Tardaron poco más de cinco minutos en
acercarse a la fuente de luz. A pesar de la distancia Marú pudo divisar un portal de unos
tres metros de altura que irradiaba una hermosa luz blanca. Su mente dio un vuelco y se
fue hasta el sueño con el que había despertado esa misma mañana en su casa, un lugar
que ahora le resultaba muy lejano. Al acercarse pudo constatar que el marco de aquel
portal era idéntico al de su sueño. Un mineral crudo muy semejante al hielo, como un cristal
tallado en el cual se podía apreciar una sustancia azulea que discurría dentro. Cuando
estuvo frente a este percibió que a diferencia del extraño espejo de su sueño se semejaba
más al umbral de un pórtico con la diferencia que la hoja de la puerta era semejante a un
montón de agua represada por alguna extraña fuerza. El agua también se movía y Marú
creyó escuchar como alguien lo llamaba desde el otro lado.
Una vez frente al umbral Chibchacún se colocó sobre una de sus rodillas y posó sus
brazos cruzados en el pecho como una especie de saludo respetuoso. Bajo la cabeza y
mencionó un par de palabras ininteligibles para Marú, pero que le parecieron rezos en una
lengua muy extraña. Marú hizo lo mismo para no mostrarse descortés. Chibchacún esbozó
una de sus extrañas sonrisas y se dirigió a Marú
– Estamos en Mintoys, la Montaña Sagrada de Ummaya, y esta es la Puerta del
Tiempo. Es la única entrada entre tu mundo y el nuestro – mencionó mientras señalaba el
portal – y yo soy su guardián.
Marú escuchó detenidamente lo que Chibchacún le decía, pero dentro de él se
arremolinaban unas enormes ganas de escapar de allí corriendo hacia el portal, cruzarlo y
volver a su mundo, pero el agua contenida en esa puerta se veía tan sólida que le aterraba
la idea de estrellarse tan fuerte que posiblemente no saliera de allí con vida.
– ¿Y estoy aquí porque me devolverás a mi mundo? – inquirió Marú poniéndose en
pie de cara a Chibchacún, quien lo miró de forma compasiva. Chibchacún estaba consciente
que Marú solicitaba respuestas, pero que no era ni él ni allí donde las encontraría.
– No, Joven Marú – le dijo seriamente. Era la primera vez que usaba aquel apelativo
dándole un sentido de impersonalidad a la relación de ambos. – Tienes muchas dudas, lo
sé, pero no seré yo quien te entregue las respuestas a tus preguntas. Lamento

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decepcionarte pero solo soy un humilde servidor de Yocahú. Otros te ayudarán, yo solo soy
tu guía hasta ellos.
– ¡Pero hay cosas que necesito comprender! – le gritó Marú mientras lo sujetaba
por las vestiduras.
Marú sabía que había cruzado una línea muy delicada pero sentía que solo de esa
manera hallaría las respuestas que tanto necesitaba. Él mismo vio como los ojos de su
interlocutor se tornaban rojo fuego mientras colocaba su mano sobre la empuñadura de la
espada que colgaba de su cintura. Sintió como se le achicaba la garganta pero no retrocedió
ni un paso. Quería respuestas concretas. Necesitaba saber que estaba pasando allí.
Una sonrisa maléfica se alojó en el rostro de Chibchacún. Soltó la espada y le arrancó
la capa de los dedos de Marú quien casi se cae del tirón. Se colocó en cuclillas resoplándole
en la frente para hacer sentir así la potencia de su aliento. Dentro de sí Marú estaba seguro
que aquella criatura titánica solo estaba a medio camino de su total furia y que eso no
terminaría bien. Con una simple mordida descubriría si aquel era el final de un sueño o el
de su existencia.
– Le agradecería – dijo Chibchacún a escasos centímetros de Marú en un tono
bastante amenazante – que no me tocase de nuevo Joven Marú. No me llevo bien con los
gritos de los demás.
– ¿Es esto un sueño? – le respondió Marú sin apartarle la mirada a Chibchacún.
Ambos se miraron fijamente por un momento mientras Chibchacún meditaba su
respuesta. No respondió nada, solo sacó la espada que guardaba a su costado. Marú tragó
grueso.

24
Mintoys

La espada era de un azul fulgurante, una espada larga de más de un metro de largo
que nadaba impresionantemente en las manos de Chibchacún. Estaba hecha con el mismo
material de la Puerta de los Tiempos, pero su mango era negro como la oscuridad plena.
Su empuñadura tenía unas palabras grabadas en algún alfabeto rúnico. Chibchacún se llevo
la empuñadura a la boca y empezó a hablar en aquel extraño idioma con el que Marú lo
había escuchado rezar anteriormente. A medida que hablaba las palabras de la espada
brillaban en el mismo azul potente de la hoja. Tomándola entre sus manos Chibchacún se
colocó frente a la Puerta de los tiempos y la tocó con la hoja de la espada. El agua que
estaba sostenida en medio de la puerta empezó a arremolinarse para darle paso a un espejo
semitranslúcido en su lugar.
– Este es otro mundo, – le dijo Chibchacún mientras se giraba de nuevo para ver a
la cara a Marú – tu cruzaste esa puerta y ahora estas aquí en un cuerpo propio de este
lugar. Esta tierra es Ummaya, “Tierra de los Espíritus”. Aquí habitan los espíritus que
controlan este mundo, el tuyo y otros dos. Mientas estés aquí no te debes preocupar por el
tuyo ya que prácticamente el tiempo estará detenido allá. Eso es porque los espíritus no
envejecemos de la misma forma que los humanos, de allí radica nuestra sabiduría.
Marú estaba atónito ante las palabras del Señor de Mintoys quien lo tomó de los
hombros y lo fue acercando hasta el espejo y por primera vez desde que se llegó allí se
pudo ver a sí mismo. Estaba vestido de rojo, con el traje que él mismo había confeccionado
para la celebración del Corpus Cristi solo que en un tono más oscuro. Este traje era también
un poco más ajustado, más ceñido. Se llevó las manos hacia el rostro para constatar que
no era el suyo. Era una imagen antropomorfa llena de colores y protuberancias. Su piel era
rojiza con unas marcadas ojeras negras que hacían juego con sus labios. Unas extrañas
líneas blancas descendían desde su entrecejo hasta su cuello bordeando los lados de su
boca, haciendo esta parte de la cara más oscura que el resto. Su dentadura parecía la de
una bestia y su cabello se había convertido en una red enmarañada de cuernos negros,
amarillos y naranjas que caían sobre su espalda. Por un momento sintió que sus ojos se
estaban burlando de él así que decidió tocarse el cabello para cerciorarse. Sus dedos se
deslizaron sobre los inmóviles cuernos de cabello que tenían una textura ósea. Se tocó la
pintura del rostro y vio sus dedos para constatar si esta se corría pero no lo hizo. Esta era
su piel, o al menos su nueva piel, la piel de aquel mundo espiritual que lo había arrancado
de la tranquilidad del suyo, era la piel del desconcierto que le generaban aquellas criaturas
con una apariencia similar. Era la piel de Ummaya.

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Chibchacún aún estaba a sus espaldas así que Marú se giró con la mirada llena de
lágrimas que esperaban salir atropelladamente. La gigantesca criatura se inclinó para poder
estar al nivel del rostro de Marú.
– Eres un guerrero Joven Marú – le dijo Chibchacún animosamente. – Esta es tu
armadura en este mundo. Como te dije, yo solo soy tu guía hasta quien podrá responder a
tus preguntas.
Chibchacún miro hacia el cielo como buscando algo, escudriñando en las estrellas
una respuesta a alguna pregunta que se hubiese formulado dentro de sí. Marú se vio
impelido a seguirle la mirada. Lanzó la vista sobre sus hombros curioso de saber que
buscaba en el cielo. Hasta donde lo recordaba nunca había apreciado un cielo tan hermoso
como aquel. A pesar de estar oscuro no era una noche cerrada. El cielo estaba claro con un
tono azul intenso que daba la idea de que las estrellas solo eran reflejos del sol sobre un
inmenso mar. La luna llena coronaba la noche, más grande y más brillante de lo que alguna
vez lo hubiera visto. Chibchacún se puso de pie de forma abrupta. Con un sonoro canto
gutural llamó a un grupo de Imayanas para que se acercaran. Echó de nuevo un vistazo al
firmamento y luego se dirigió a Marú.
– Ya debemos irnos.
– ¿A dónde?
– A donde debes estar – le señalo con una voz que no reflejaba ninguna emoción.
Prontamente aparecieron una docena de Imayanas. Chibchacún le dio instrucciones
a un par para que le trajeran algunas antorchas y a otros cuatro le señalo que debían
permanecer en guardia ante la Puerta del Tiempo hasta que él regresara. Los restantes lo
acompañarían. Marú no sabía hacia donde se dirigían.
“A donde debes estar”.
Eso no es una respuesta, es un mensaje apócrifo de algún viejo libro. Hizo un
esfuerzo por reagrupar los hechos en su mente pero desde que se despertó todo era
confuso. Se llevó la mano a la nuca. Algunas veces, cuando estaba nervioso, de manera
involuntaria jugaba con un mechón de cabello que le caía sobre la nuca. Ese pequeño acto
le calmaba la ansiedad. Sus dedos se encontraron con un roce óseo y recordó donde estaba.
Al parecer un mundo que hay más allá de esas tiendas, de esa fogata y hasta de la Puerta
del Tiempo, su única conexión segura a casa.
“Un mundo espiritual”.

Mientras esperaban a los Imayanas, Chibchacún desenvainó su brillante espada de


nuevo. El fulgor azul parecía latir con fuerza propia. Tocó los costados de la puerta mientras

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realizaba un canto extraño, silabeante. Rodeaba la puerta, que al parecer le respondía con
sonidos armoniosos cada parte de la entonación.
– Sa. Mijisa. Mi. Mijisa. Ji. Mijisa.
Cuando llegaron los Imayanas se despidieron de su guía hincando la rodilla derecha
en tierra mientras cruzaban ambos brazos sobre su pecho, justo como Chibchacún lo había
hecho ante la Puerta del Tiempo. Se encaminaron hacia el otro extremo del terraplén. Los
Imayanas que los acompañaban encabezaban la excursión alumbrando el camino con las
antorchas que llevaban. Chibchacún dio un pequeño empujón a Marú para que iniciara el
paso y siguiese la caravana. Caminaron durante unos seiscientos metros hasta que vio a
los Imayanas empezar a descender señalando así que la explanada llegaba a su fin. Echó
un último vistazo a la Puerta del Tiempo. Definitivamente estaba dejando atrás su camino
de regreso a casa. No sabía hacía donde iba, ni cuándo volvería, pero algo dentro de él le
decía que no sería ni pronto, ni fácil.
Llegó al final de la explanada y se encontró con una pendiente no muy inclinada que
bordeaba la montaña, como si fuese un camino que llevase a un mundo inferior. Al poco
tiempo comprendió que estaban en la cima de una montaña y que ahora descendían hacia…
hacia otro lugar, un bosque, un valle, un lote de tierra o cualquier cosa. Ya nada le parecía
normal en aquel lugar. El camino rodeaba la montaña como un espiral, lo cual en un
principio no le daba una clara vista de lo que tenía alrededor, pero a medida que descendía
podía apreciar bosques y ríos a lo lejos con una que otra luz brillante en la oscuridad. En
algún punto la vegetación se fue apoderando del camino sigilosamente. Arbustos y setos
silvestres se colocaban a un lado mientras las enredaderas pegadas a la pared de piedra
se apoderaban del otro. De las últimas descendían unas florecillas con forma de campana,
de pétalos blancos con algunos destellos dorados en sus bordes. Marú las observó con cierta
curiosidad, tal vez era más como cierta familiaridad. Trataba de recordar donde las había
visto anteriormente. Le llegaron imágenes del sueño. Quiso estirar su mano y ver como
caían para corroborar si al igual que las del sueño sonaban como cristales cuando chocaban
contra el suelo pero se contuvo.
– Hoy tuve un sueño – le dijo a Chibchacún que seguía la marcha a su lado. Se le
antojó extraño decir “hoy” cuando había perdido la noción del tiempo hacia mucho. Se
corrigió. – En mi mundo, quiero decir.
– Los sueños no tienen nada de malo – le dijo Chibchacún calmadamente.
– Fue con estas flores.
– Alguna revelación para tu camino. Los espíritus son bondadosos con los humanos.
Cuando no pueden escuchar sus palabras en el día se las susurran en la noche, mientras

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duermen. Son los sueños de aquí los que debes temer. Mucho de este mundo te es
desconocido Joven Marú y tal vez no distingas entre los sueños y la realidad. Odosha es
astuto y sabe jugar con las mentes.
– ¿Odosha? – inquirió Marú sin saber a qué se refería.
– Si. El demonio de los sueños y delirios. – Chibchacún calló un momento y luego
espetó una carcajada. – Como le encantaría a ese condenado poder jugar más con la mente
de los seres de Ummaya, pero no, no puede hacerlo. Hay ciertos lugares donde no tiene
poder. Mintoys es uno de ellos.
Aquellas palabras sembraron en Marú la sensación de estar más lejos de su hogar
de lo que él mismo pensaba. Se sentía perdido en aquella tierra inhóspitamente inmensa.
– ¿Es grande Ummaya?
– Tan grande como un deseo, – le señaló con un especial brillo en la mirada – pero
la mayor vida esta al norte, en las ciudades de los puertos, y al sur de Mintoys, en el gran
río. Nosotros estamos en el pleno corazón de esta tierra. Mintoys va más allá de esta
montaña. Una sabana llena de esteros hasta las ciudades del norte y un gran bosque de
pinos al oeste, que da con el Bosque Maldito al sur.
– ¿Vamos hacia allá?
– No Joven Marú. Allá no va nadie que quiera vivir. Más allá de ese bosque si habitan
otros seres increíbles, pero no son lo que digamos muy amigables.
– ¿Otros demonios, como Odosha y como tú? – se arriesgó a preguntar Marú.
– No todos somos demonios.
Marú se sintió mal por haber dicho aquello de manera tan brusca.
– Lo siento – dijo mientras caminaba viendo el camino.
– Todos los espíritus vivimos aquí en Ummaya. Buenos, malos, libres o esclavizados
vivimos acá.
Algo en las palabras de Chibchacún hizo mella en su cabeza. ¿Quién tendría tanto
poder para esclavizar espíritus? Recordó a Chibchacún hincado ante la Puerta del Tiempo y
a los Imayanas haciendo la misma reverencia. Si ellos eran espíritus, ¿a quién adoraban,
o peor aún, a quién le pertenecían? Se vio tan impelido a buscar esas respuestas que sus
palabras salieron solas de su boca.
– ¿Quién los puede esclavizar si son espíritus?
Chibchacún volvió a mirar el cielo. Parecía que consultara algo en silencio o que
estaba eligiendo sus palabras con mucho cuidado.
– Joven Marú, existen ciertas palabras, que tienen el poder de atarte a otras
personas. Mamá, Hermano, Rey son algunas de ellas. Otras palabras vienen con

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sentimientos: Amor, Honor, Lealtad, Venganza – esta última la dijo apretando un poco los
dientes. – Algunos son esclavos de sus palabras, otros lo somos de nuestro destino. Sé que
pronto entenderás mejor lo que digo Joven Marú. Por lo pronto, hasta aquí lo acompaño.

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Mayijai

La última frase de Chibchacún había retumbado dentro de Marú tan fuerte como un
grito en una casa abandonada. Se iba a quedar solo. No tenía ninguna idea de donde estaba
o adónde iba, lo único que entendía era que se iba a quedar solo.
La pendiente la habían dejado atrás hacía ya más de un kilometro. Continuaron la
marcha por un sendero coronado por la misma vegetación entramada hasta que llegaron
al claro donde estaban parados ahora. Desde allí se percibía que pasaba un riachuelo cerca.
Chibchacún se colocó de rodillas frente a él, como ya lo hacía habitualmente para
expresarse mucho mejor.
– Tranquilo Joven Marú, no tiene nada por lo que preocuparse. Ese río de allá es el
Mayijai, significa Agua que Vive. El resto del camino es a través de él. No es muy profundo
pero si algo rápido. Los hacunes y los Imayanas no andamos en agua – señaló el cielo
mostrándole una estrella que brillaba con una especie de halo verduzco, no muy
perceptible, pero si apreciable. – Esa es la Estrella de Atabay, mantenla siempre al frente.
No es muy lejos dónde vas, pero si es largo el camino. Pase lo que pase no abandones
nunca el río.
Marú escuchaba consternado. ¿De verdad lo iba a dejar abandonado en la mitad de
la nada? Bueno, no de la nada, lo abandonaba a mitad de un “río que vive”. Estaba haciendo
un esfuerzo por conservar la calma y escuchar las instrucciones. ¿No se supone que
Chibchacún es su guía? ¿Qué clase de guía te abandona en la mitad de la noche en una
selva completamente desconocida?
– Toma esta antorcha para que guíe tu camino, aunque la luna está clara y será una
buena compañera hoy. Recuerda lo más importante, no abandones el río. No te apartes
nunca de él. Cuando el silencio ya no tenga más espacio habrás llegado.
“No te apartes del río. El silencio sin espacio”.
Marú trataba de recordar aquellas cripticas palabras como si fuesen una mágica
formula que le impediría perderse. Su rostro debía de reflejar alguna clase de temor ya que
Chibchacún lo abrazó suavemente, tal vez cuidándose de no hacerle daño.
– Recuerda que eres un guerrero – le dijo a Marú. – Sé que te volveré a ver para
llevarte a casa, o antes. Por lo pronto debo decirte adiós.
Chibchacún se levantó y les señaló a los demás Imayanas que debían regresar. Los
Imayanas no se movieron. Le lanzaron una mirada solícita de aprobación a Chibchacún
para poder hacerlo. Él asintió. De pronto los seis Imayanas rodearon a Marú que
permanecía inmóvil con la antorcha en su mano. Cuando hicieron un semicírculo se

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inclinaron hacía Marú con los brazos cruzados al frente. Esa especie de reverencia era una
mezcla entre respeto y un saludo. Marú los observaba sin moverse. Sentía un extraño
efecto al ver a aquellas pequeñas criaturas ofreciéndoles aquella reverencia. Lo hizo
sentirse extrañamente seguro y embarazosamente apenado. Los Imayanas se levantaron
y se acercaron adonde estaba Chibchacún quien con la mano se despidió de Marú y
emprendió su viaje de vuelta a la montaña de Mintoys.
Marú quedó amparado solo por la solemnidad de la noche y su antorcha como
lumbrera. Cerró los ojos deseando con fuerza despertar en su cama. Se sentía tan lejano
y tan perdido al mismo tiempo. ¿Cómo iba a andar solo por ese río? ¿Qué otra criatura se
encontraría a su paso? ¿Cómo serían? ¿Cómo reaccionaría él?
Dejó que los sonidos que lo envolvían lo ayudaran a calmarse. El sonido del agua al
golpear las piedrecitas del río, las aves que batían sus alas en el vuelo, el ir y venir del
viento que sacudía la copa de los arboles. En otro momento hubiesen sido sonidos que lo
calmarían pero ahora prefería el silencio, un silencio calmo y absoluto.
“Cuando el silencio ya no tenga más espacio habrás llegado” – recordó las palabras
de Chibchacún. Debía buscar entonces ese silencio.
Se giró sobre sus pasos y se encaminó hacia el río. Entró en él con algo de temor.
Para su sorpresa las aguas eran cálidas. Chibchacún tenía razón, no era muy profundo, el
agua le llegaba a la pantorrilla como mucho. Empezó a caminar y poco a poco se sentía
más cómodo en sus aguas claras y frescas. La antorcha pesaba un tanto, así que hizo un
esfuerzo por levantarla. El río se percibía como un largo hilo de agua que se perdía en el
horizonte con muchos árboles a ambos lados. El único claro que veía era el que había
dejado atrás.
Camino durante unas horas. Chibchacún le advirtió que el viaje sería largo.
Extrañamente no estaba tan cansado. A su paso la vegetación se fue haciendo más alta y
más espesa. Una vez más su mente volvía al sueño que había tenido. ¿Era un sueño o una
alucinación? En su cabeza no se cansaba de preguntar lo mismo una y otra vez. Se le hizo
un nudo en la garganta de pensar que tal vez Odosha estaba jugando con su mente. La voz
de Chibchacún retumbaba dentro de sí.
“Demonio de la montaña”.
Se le crisparon los pelos. ¿Cuántos más habría? ¿Cuántos espíritus más? Imayanas,
Chibchacún, Odosha, Yocahú. Nunca había escuchado de ellos pero allí estaban. Y ahora se
dirigía hacia cualquier otro lugar lleno de otras tantas criaturas. Ya su mente no se debatía
entre creer si estaba allí o no, ahora solo le repetía una pregunta: ¿Por qué?

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Mientras su mente se encaminaba a hallarle repuesta al porque de su visita a aquel
mundo se sintió asechado por una fuerza más grande que su propio peso: el silencio. Miró
a ambos lados para tratar de escuchar algo, pero le fue infructífero. Ni los pájaros, ni los
árboles, ni siquiera el río sonaba a su paso. ¿Ya había llegado? No podía ser, estaba en
medio de la nada. No había salida visible y el claro por dónde había llegado hacía horas que
lo dejo atrás. Su paso fue disminuyendo tratando de escuchar algo, de entender algo. Se
volvía a encontrar de nuevo inmóvil en medio de la nada. Al menos el río se movía, incluso
se movía más rápido. Si hubiera sido un río más grande la corriente se lo habría llevado.
Casi no sentía el río entre sus pies. Bajó la vista y así era. Hasta podía ver claramente
las piedritas del fondo. El río corría tan rápido que de pronto empezó a secarse. ¿Dónde se
había ido el agua?
“No te apartes del río” recordó, pero era el río el que se había apartado de él. ¿Qué
podía hacer? Su cerebro solo le dio una orden: correr. Echó a correr por el camino de
piedrecitas aún húmedas que dejaba el río tras su paso. Poco a poco fue pisándole los
talones al torrente de agua que estaba escapando de él.
“Agua que vive”. Claro que vivía. Cómo no pensó que allí las cosas podían ser más
literales de lo normal. Siguió corriendo para alcanzar el agua que chapoteaba tras su paso.
No podía dejar que se escapara. La antorcha era un estorbo así que decidió tirarla a un
lado. La luna era suficiente guía y aún veía a la estrella de Atabay al frente, lo cual lo hizo
sentirse un poco más tranquilo. No podía dejar que el río se escapara. Sus indicaciones
eran claras, solo dos: No apartarse del río y llegar hasta donde el silencio no cabía más,
pero nada fue como esperaba. El silencio le llegó a él de golpe en vez de él buscarlo y ahora
el río se alejaba de sus pies. Se esforzó por seguir corriendo.
A medida que avanzaba el río iba recuperando su normalidad. Marú sacaba fuerzas
de donde no tenía para mantenerse en el cauce. El río se perdía serpenteando entre la
selva, girando por igual a un lado y al otro. Un par de kilómetros más adelantes el río
estaba más tranquilo, y Marú pudo bajar un poco el paso, no demasiado por si necesitaba
embestir nuevamente. De pronto se encontró de frente con una espesa niebla que no le
permitía divisar mucho más allá de unos cuantos metros al frente pero aun así podía
continuar su paso. Solo debía mantenerse en el río. Subió la mirada unos instantes, la luna
no se veía pero el halo verdoso de Atabay estaba frente a él cual faro que guía a los barcos
perdidos. Continuó caminando. Le sorprendió ver qué metros más adelante el río era tan
calmo como una laguna, incluso estaba más profundo. ¿Se había acabado el río? La niebla
no lo dejaba ver nada, así que tuvo que detenerse. Lanzó un par de miradas furtivas con

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la esperanza de saber que hacer o adonde ir, pero fue infructífero. Decidió continuar su
camino a un paso lento.
La neblina se iba disipando poco a poco aunque sin gran avance. A escasos pasos
de él, en el agua, empezaron a formarse unas ondas como si alguna especie de criatura
intentara salir de ella. A medida que emergía pudo ver que el ser emergente era una
serpiente en sí. Se elevó y se retorció unos cuantos metros por encima de él y luego se fue
acercando hasta quedar a un palmo de distancia de su cara. Allí, en medio de la nada y
rodeado de neblina, Mayijai tomaba vida. Era una monstruosa serpiente de agua.

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Aina

Que el agua estuviese viva y corriera alejándose de sus pasos era algo que podía
entender, pero que todo el río se convirtiera en una enorme serpiente de agua ya era
demasiado. El miedo lo impulsó a cerrar los ojos, pero decidió abrirlos. Una voz en su
interior le gritaba que fuese valiente. La serpiente de agua era varios metros más alta que
él, su sola cabeza era el doble del tamaño del pecho de Marú.
Estaba allí, justo frente a él, siseándole en la cara. Era increíblemente real. Sus ojos,
su boca, hasta las escamas de su piel. Si su temor no fuese mayor a su curiosidad la habría
tocado. La serpiente siseó un par de veces mientras lo rodeaba contorneándose por el agua,
haciendo sonar las piedrecitas del fondo. Se le acercó de nuevo a la cara y dejo al
descubierto sus colmillos. Se alzó sobre su vientre y cuando ya Marú estaba listo para
recibir la embestida se abalanzó hacia la derecha y empezó a adentrarse en el bosque.
Marú sintió un enorme alivio que se estaba alojando en su pecho.
“No te alejes del río”. Pero no era un río, era una serpiente de agua que se llevaba
a su paso toda el agua que estaba bajo sus pies. “No te alejes del río”. La calmada laguna
solo eran piedrecillas que goteaban. “No te alejes del río”. Lo había entendido. La serpiente
no quería devorarlo, de ser así lo habría hecho. Ella le marcaba el camino. Solo pudo hacer
algo y fue empezar a correr de nuevo. “No te alejes del río”
La serpiente era grande, lo cual le hacía fácil no perderla de vista, pero era muy
rápida y seguir su rastro entre los árboles no era nada sencillo. El bosque de pinos se
resistía tanto al paso de la serpiente de agua como la mantequilla se resiste al paso de un
cuchillo. Para Marú era más difícil. Los arbustos tenían espinas y sus pies pisaban cualquier
clase de piedras, conchas, charcos o cosas babosas que no quería ni imaginar que eran. De
pronto llego a un claro, era amplio y luminoso. Podría ser una pradera, pero la gran
serpiente se había enroscado y no le permitía ver más allá. Marú camino en su dirección.
Desde lo alto ella lo veía como si esperase su llegada. Su cuerpo media unos tres metros
de grosor y fácilmente casi un kilómetro de largo. Se retorció hasta estar de nuevo frente
a él. Ya Marú no le temía. La escuchó sisearle algo, pero no daba crédito a lo que oía.
– AINA – le dijo lentamente la serpiente, más como una especie de suspiro, como
una respiración.
– Aina – repitió Marú mientras extendía su mano para tocarla.
Era increíblemente fría. Dejo que sus dedos jugaran con sus escamas en el punto
en medio de sus ojos. Pudo hasta sentir como sus dedos se hundían en ella. Cuando retiró
la mano la criatura explotó en miles de pequeñas serpientes de agua que se arrastraban

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en todas las direcciones despejando el claro. Marú pudo ver que era una enorme pradera.
Al fondo, a lo lejos, veía algo de humo. No se había dado cuenta hasta ahora pero estaba
amaneciendo. Tal vez había llegado al sitio donde le darían las respuestas.
Empezó a caminar hacia donde provenía el humo cuando vio algo que se dirigía
hacia él a un paso prudente. Era un animal de por sí raro, pero hasta ahora era lo más
normal que había visto allí. Era una danta, un poco más grande que las normales pero una
al fin y al cabo. Siguió caminando hacia ella tranquilamente. Quería cerciorarse que fuese
una danta aunque la reconocía fácilmente. Siempre le habían parecido un animal
fascinante. Las había visto en libros, fotos, monumentos y hasta leyendas había escuchado,
pero solo había visto una hacía ya muchos años atrás en un zoológico.
A los pocos minutos ya estaba frente a ella. Era un animal hermoso. Su pelaje era
gris oscuro con franjas blancas acebradas, parecida a un tapir índico, y con el mismo andar
elegante. Marú estaba encantado por admirar tan bello animal. Su porte, su andar, su
pelaje. Era hermosa.
La danta lo miro fijamente y luego se dio la vuelta, caminó unos cuantos metros y
volvió la cabeza hacia atrás buscando a Marú con la mirada. Hizo un pequeño gesto con la
cabeza y Marú comprendió que debía seguirla. Apuró el paso y se colocó a su lado. Al poco
rato de ir caminando le acarició el pelaje. A la danta pareció agradarle.
– Puedes montarte en mi lomo si deseas – escuchó Marú de pronto. La voz era
femenina, angelical.
Retiró la mano de un golpe debido a la impresión.
– ¿Hablas? – le preguntó. En el fondo se percató que no le sorprendía para nada.
Ella no le respondió.
Siguió caminando un rato más a su lado mientras atravesaban la pradera. ¿Habría
imaginado aquella suave y calmada voz? Tal vez solo estaba imaginando cosas. No sería
raro en aquel extraño lugar. Dejó que el sol le diera de frente en la cara. Era bueno ver
luz después de aquella tan extraña noche y además estaba un poco cansado por toda la
carrera tras el río. Una vez más acarició el lomo del animal, le parecía relajante.
– No puedo hablar, pero no te asustes – escucho de nuevo Marú a la misma voz en
un tono sereno. – Puedo hacerme entender cuando me tocas.
Marú quitó la mano para observarla extrañado. Movió un poco los dedos para ver si
había algo diferente en ella. No notó nada raro, pero aun así le pareció sorprendente poder
comunicarse con el animal. Volvió a tocar al animal.
– Puedes montarte sobre mí, te ves algo cansado – le hizo saber al tocarla. Marú lo
pensó un poco, luego asintió, estaba realmente cansado.

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La danta detuvo el paso y flexionó sus patas delanteras, inclinando la cabeza de
forma que Marú pudiese montarse sobre su lomo. A Marú le agradaba poder cabalgarla,
más que por el descanso por la experiencia de montarse sobre ella. Recordó una famosa
estatua que le gustaba mucho. Se le antojó extraño todo aquello.
– Ha sido un largo viaje hasta aquí – le dijo la danta. La voz retumbaba dentro de
su mente.
– Si – le contestó Marú. Imaginó que debía hacerse escuchar. – ¿Falta mucho? –
preguntó sin pena.
– No mucho. Ya casi llegamos, solo debemos cruzar aquellas chozas. Ella te está
esperando.
– ¿Quién me espera?
– ¿No lo sabes aún? ¿Chibchacún no te lo dijo? – El silencio de Marú sirvió de
respuesta. – Bueno él es muy cerrado al respecto. Debes disculparlo, solo hace su trabajo.
Espero no te haya asustado mucho.
Marú meditó un poco su respuesta. Decidir qué lo asustó y qué no era un poco difícil.
Ver un río que se convierte en una serpiente gigantesca y te respira en la cara no es algo
que se ve todo los día aunque tampoco puertas en el tiempo, hombres gigantes con caras
pintadas o enanos con cabellos del color del fuego. La verdad había sido un viaje bastante
extraño para él. Decidió guardar silencio.
Desde los lomos de aquella danta podía contemplar mejor la pradera y desde allí se
veía realmente hermosa. Los rayos del sol le arrancaban a la hierba todo su verdor. Las
flores brillaban como joyas incrustadas en diademas. Deleitó su mirada en aquel paisaje.
Hacía mucho que no se sentía tan tranquilo. La belleza de aquel paraje no tenía igual. Era
una pradera como nunca antes había visto como todo en aquella tierra de espíritus buenos,
malos, libres y esclavos. Recordó algo de golpe.
– ¿Tu eres Aina? Eso dijo la serpiente – le señaló Marú a la danta.
– ¿Te dijo eso? ¿Te habló de mí?
– No – respondió Marú. – Pero dijo eso. “Aina”. Al menos eso creo haber escuchado
– estaba casi seguro de haber escuchado eso.
– Yo no soy Aina – le respondió la danta.
– ¿Pero existe al menos? ¿Es Aina quién me espera?
– No, no es quien te espera.
– Entonces, ¿quién es Aina?
– Esto es Aina. Aquí. El cielo en el suelo – le dijo la danta parándose frente a la
primera choza y flexionando sus patas para ayudarlo a bajar.

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– ¡Al fin has llegado! – escuchó Marú sorprendido de reconocer aquella voz.

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Yara

Si a Marú le hubiese tocado escoger alguna palabra para describir la mujer de la que
provenía aquella voz de seguro habría sido una sola: Diosa. Frente a él se encontraba una
hermosa mujer, alta, esbelta, de tez muy, muy blanca. Su cabello negro parecían ríos de
tinta cayendo sobre su piel como un tatuaje enmarcando unos hermosos ojos verdes que
ofrecían una mirada intensa y relajante al mismo tiempo. Su figura hermosa reflejaba la
perfección de su ser. Su cuerpo estaba cubierto por un hermoso vestido azul celeste de
telas vaporosas e insinuantes que se fijaban a sus caderas. Todo el vestido estaba bordado
por hermosas flores brillantes que movían los pétalos a su paso haciéndola ver como si
flotara por los aires. Para completar el cuadro lleno de tanta perfección la última pieza era
una tiara de un fuego rojo oscuro, vivo y fuerte que reposaba en su cabeza sin hacerle
daño alguno. Era una imagen maravillosa. La imagen definitiva de una reina imponente. La
Reina Yara.
– ¡El descendiente de Kuai–Mare! – dijo la reina.
Marú estaba anonadado con toda la escena. Aquella voz le retumbaba en los sesos.
La reconocía de algún lado. De pronto lo supo. Era la voz que le susurraba en la visión de
sueños febriles en casa de su tía, la misma voz que le animaba a seguir adelante en aquel
extraño sueño que se le antojaba tan lejano. Era ella por quien había venido, ahora solo
debía saber por qué.
– ¿Quién es usted? – le pregunto Marú lo más educado que pudo mientras se bajaba
de la danta. Se paró al lado del animal con una mano puesta sobre su lomo.
– Es la Reina Yara, Señora de Ummaya – le dijo la danta para luego separarse de él
y colocarse al lado de la reina.
– Soy Yara, aunque ya Unatá te lo dijo – comentó la reina a Marú mientras miraba
a la danta con cierta ternura. – Dueña del bosque, las aguas y todo lo que habita en ellos.
Señora de Aina y Reina de Ummaya.
Marú no sabía que decir. Nunca antes había estado ante una reina y no quería
importunarla con alguna descortesía.
– Caminemos hacia mis aposentos – le señaló la reina señalándole con un brazo la
dirección. – Se que tienes muchas incógnitas y ya llegó el momento de que te sean
aclaradas. Acompáñame.
Marú se colocó a su lado medio receloso. Aina estaba frente a él. Se encontraban en
una pradera con una vegetación no muy alta y algunos árboles frutales al fondo. En el
centro estaba erigida una especie de choza comunal muy grande. Sus paredes eran de

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cuero, por lo cual no podía ver el interior de la misma. Su techo era una especie de palmas
entretejidas cubierta de algún tipo de brea color rojo. Desde lo lejos parecían lenguas de
fuego, semejantes a la de la corona de la reina.
– Se que debes estar preguntándote que haces aquí, y te aseguro que no hay una
manera ni rápida ni fácil de explicarlo, pero te prometo que lo haré. Es mucho lo que te
diré Marú así que trata de entenderlo con calma.
En ese momento señaló una abertura en medio de las pieles que hacían de puerta.
Ambos entraron, la danta estaba tras ellos. Marú quedó maravillado con lo que vio. Nada
de lo que había allá adentro tenía alguna semejanza con el exterior. Todo era
extremadamente blanco.
Un inmenso lago estaba en el centro de aquella sala, a su alrededor había como diez
grandes árboles de madera clara adornados con algunas flores de loto blancas y rosa pálido.
Sus ramas gruesas estaban truncadas en algún punto, y de ellas brotaba un manantial en
forma de cascada sobre aquel lago. En el centro del mismo había un gran trono hecho por
algunas raíces entramadas que brotaban a la superficie. El camino para llegar al trono era
una serie de piedras truncadas, cada una de un tipo y color diferente. Ópalo, rubí,
esmeralda, ónice, ágata, amatista, lapislázuli. Al final, el trono descansaba sobre un gran
disco brillante hecho de pequeños diamantes. Alrededor del lago había muchos arbustos y
árboles pequeños. En algunos setos se veían tulipanes y lirios, todos pálidos, con hojas
blancas y flores del mismo color, otras amarillo claro o rosa pastel. Un montón de mariposas
revoloteaban en el aire todas del mismo color de las flores. Se podía ver como algunos
cisnes y gansos nadaban salpicándose unos a otros. Cerca de allí caminaban algunos
pavorreales albinos regodeando su hermoso plumaje. Desde lo lejos se veía como al pie
del trono descansaba una danta blanca de ojos rojos como el rubí. Marú sintió su mirada
desde lo lejos. A pesar de todo aquel alboroto y todo aquel bullicio se respiraba cierta
tranquilidad en el aire.
Yara empezó a caminar bordeando el lago. Unatá se quedo atrás, cuidando la puerta
de aquel lugar encantado.
– ¿Te gusta Aina? – le preguntó Yara.
– Si – respondió Marú. – Es increíble.
– Por eso su nombre. El cielo en el suelo. La representación del poder celestial de
Yocahú en la tierra de Ummaya.
– ¿Quién es Yocahú? – preguntó rápido Marú. Había escuchado ya ese nombre pero
no le habían dado muchas respuestas. Presintió que esta vez sería diferente.

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– El Gran Espíritu, Yocahú. Padre de todo y de todos. Creador de los dos mundos,
el tuyo y el nuestro.
– ¿Mi mundo?
– Si. ¿Por qué te extraña tanto?
– Porque nunca antes había escuchado ese nombre en mi mundo – señaló el
muchacho.
– Pero es así. Tu mundo, el Gran Waraira, fue creado hace muchos siglos atrás.
Marú la miraba atónito. Yara decidió continuar con el relato.
– Resulta que tu universo fue creado por partes, cada uno por un Gran Espíritu:
Zeus, Atum, Gilgamesh, Odín, Júpiter. Uno de los últimos en crear su parte del mundo fue
Yocahú, pero antes de hacerlo se dio un vistazo por las demás creaciones y al hacerlo
hubieron muchas que le gustaron. Por eso en el Gran Waraira, tu tierra, hay desiertos,
lagos, montañas con nieve, sábanas, llanuras y ríos, muchos ríos, hasta uno enorme que
le atraviesa por el centro como una vena que lleva vida a su corazón. A pesar de todo
aquello le dio un toque único a su creación regalándole la caída de agua más grande del
mundo, una cascada tan grande como la palma de su mano. Desde la costa hasta la madre
selva de las mujeres guerreras el Gran Yocahú llamó a aquella tierra Gran Waraira en honor
a la mujer que acostó para vigilar sus costas.
“Ummaya no es muy diferente, – continuó Yara – pero aquí habitamos los dioses de
tu mundo, al menos los dioses que fueron creados con él. Tiempo después llegaron los hijos
de Odín y de Arturo al Gran Waraira y abatieron nuestros indios lanzando nuestros dioses
al olvido. Vivos aquí, pero muertos allá. Algunos aún vivimos en la memoria de algunos.
Marú estaba escuchando atentamente. Yara tenía razón, era mucha información.
Mientras Yara le contaba sobre la creación de su mundo continuaron bordeando el lago.
Marú estaba fascinado por lo que veía, hasta le costaba concentrarse en lo que Yara le
contaba. Terminaron de bordearlo y pasaron por detrás de los árboles–cascada. Tras de
estos había una escalera hecha por enormes trozos de piedra caliza blanca. Cada escalón
estaba más frío que el anterior. Yara continuaba contando la historia mientras guiaba a
Marú.
– Cuando mataron a nuestros indios y nos olvidaron fue un golpe duro para
Ummaya. En ese momento muchos dioses de corazón oscuro se unieron y se levantaron
en contra del Gran Yocahú. El Gran Padre lloró por su creación espiritual pero no podía
permitirse entregar esta tierra a la maldad, así que creó una poderosa fuerza que residía
dentro de una potente arma, los replegó y ese mismo día los desterró hasta Koaibay, más

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allá de la sierra de Nobosimo. Los dioses oscuros querían llegar hasta Paxtil, pero no
lograron soportar el desierto abrasador.
“En medio del desierto estaba Dokojo, un árbol gigantesco que servía de manantial
en aquellas tierras áridas. Su solo tronco era del grueso de este palacio. Allí los oscuros se
quedaron llorando y maldiciendo toda la noche. Lloraban de rabia y de dolor, chillando
maldiciones en contra de Ummaya. Dokojo se sacrificó por Ummaya y atrapo todas las
maldiciones para sí. Su tronco hoy es hueco y ellos habitan en él. Ahora lo llaman el Árbol
de la Noche, nosotros le decimos el Tronco de la Noche Triste.
La recamara de abajo era una enorme estancia iluminada por un montón de velas
que flotaban en el aire envueltas en una nube de bruma. Allí estaba una hermosa mesa de
comedor, grande, como para un festín enorme. La madera de la mesa y de las sillas era de
un tono gris oscuro con vetas como el carbón. El conjunto contrastaba por completo con
los fríos y pálidos paneles de piedra que decoraban el piso. Más allá del comedor estaban
unos largos corredores, no muy espaciosos. Estaban flanqueados por habitaciones con
enormes puertas de roble blanco. Marú observaba atónito las velas que flotaban sobre el
comedor cuando de pronto regresó a la historia.
– ¿Y aún están allí, quiero decir, los espíritus malos? – preguntó.
– Si. La mayoría. Si no allí al menos más allá de la sierra.
– Disculpe, pero aun no entiendo que hago aquí.
– Lo imagino – le dijo Yara – Por ahora lo que harás aquí es dormir. Necesitas
descansar y recuperar fuerzas. Para ti no es fácil. Estas en un cuerpo que no es el tuyo.
Marú trató de negarse ahora que por fin recibía respuestas y no quería que estas
acabasen, pero Yara tenía razón. Estaba agotado.
La reina lo condujo hasta su habitación. Una estancia clara y fresca, blanca por
supuesto. El mobiliario de la habitación era una cama, una mesa, una silla y una especie
de ponchera con pedestal que reposaba al pie de la cama. Yara se retiró prometiéndole que
regresaría pronto. Marú se sentó en la cama y colocó su rostro entre sus manos. Su cabeza
ya no tenía fuerza para seguir pensando en que era o no real. Por alguna extraña razón
aquella habitación le brindaba cierta seguridad y calma, sobretodo calma. Se recostó a
pensar en Yara y en la razón de que él estuviese allí. Fue lo último que pensó antes de
dormirse.

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Pulowi

La escalera que conducía a la última habitación de la torre sur era en forma de


caracol. Sus escalones ya estaban desvencijados por el paso de los años. Aquello solo era
una muestra más de la decadencia en la que se encontraba aquella torre, así como buena
parte de la fortaleza. La poca luz de una lámpara era lo único que alumbraba sus pasos. Se
encontró ante una puerta de madera negra. Odiaba ese color, odiaba estar allí y odiaba
aún más a quien estaba detrás de ella. Justo cuando iba a tocar la puerta escuchó una voz
que venía del otro lado.
– Pasa maldito osco – dijo una voz de anciano con un marcado tono de desprecio –
Pude oler tu pestilencia desde que tocaste el primer escalón.
El osco abrió la puerta y se encontró ante una habitación pestilente que ya conocía.
Era larga y algo estrecha, sin ventana alguna. No le gustaba estar allí, pero a la Chinigua
menos, así que como siempre le tocaba hacer de mensajero. Del techo colgaban frascos
donde se veían nadar extraños animales disecados, órganos humanos o plantas de aspectos
insólitos flotando dentro de una sustancia ambarina. A la derecha había una despensa
atiborrada de la misma cantidad de frascos, bultos de piel y huesos que intuía eran los
restos fosilizados de algo o alguien. Al lado, pegado a la pared, colgaban un montón de
instrumentos a los que él llamaba las piezas de desollar: Cuchillos, hoces, martillos,
ganchos, clavos y otra infinidad de utensilios evidentemente destinados a la tortura. A
mano izquierda había dos catres en los que reposaban los restos de algo que no podía ver
porque estaban cubiertos por entero. Era imposible saber que eran, su extraña silueta no
daba pista alguna de lo que fuesen o lo que habían llegado a ser. Al fondo había un escritorio
pegado a una pared y antes una mesa de trabajo desde donde su interlocutor desollaba un
halcón.
– Acércate – le dijo mientras arrancaba el pico del halcón de un solo tajo. – No te
puedo decir que no me temas porque desde aquí huelo tu miedo ¿Qué te mandó a decirme
ahora?
El miedo lo invadía. No pudo responderle
– Habla osco estúpido. A ti no es a quien le he arrancado el pico – le dijo mientras
lanzaba los restos del pico que sostenía al suelo.
El sonido metálico resonó en las frías paredes. Odiaba estar allí, pero más que eso
odiaba que lo llamaran Osco. Eso es lo que era, no quien era. Su nombre vivo era Francisco,
pero luego que la Chinigua lo maldijo ella misma se lo cambió a Nuno porque su piel era
blanca como la luna.

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– Quiere verte en sus aposentos. Debe decirte algo importante – le dijo Nuno
tratando de sonar más valiente de lo que era.
– ¿Para qué? – Le espetó su interlocutor – ¿Para decirme que el mono de dientes
afilados activó la puerta?
Nuno no pudo ocultar el asombro en su mirada. Después de decírselo a su señora
se lavó, se colocó una franela blanca fresca, pantalones y botas nuevas, comió un par de
manzanas y se fue a entregar el recado.
– No eres el único espía del Árbol de la Noche en Ummaya, – le respondió – solo
eres el más apestoso. Ven acá, quiero que veas algo.
No quería hacerlo, pero igual se acercó.
– Muchos creen que lo más valioso de un halcón son su pico o sus garras, ambos
con una fuerza increíble. Yo no lo creo así. Todo está en el corazón – le dijo mientras
clavaba un cuchillo en el pecho del animal. Nuno arrugó la cara. – Y no todo el corazón,
solo una parte de él. Una especie de bolsita que está detrás.
Con las manos abrió el pecho del animal como quien parte un coco. Los huesos
sonaron al ceder. Metió la mano detrás del corazón y hurgó con los dedos hasta que logró
arrancar del animal una pequeña bolsita que tenía un líquido de color rojo rubí.
– Esta es la esencia del valor. Algunos animales carecen por completo de ella
mientras que otros la logran concentrar toda en un órgano.
Le disparó una de sus miradas cargadas de odio y luego le colocó el cuchillo lleno
de sangre en el cuello.
– Tú no tienes ni una pizca de valor, lo puedo apostar – le dijo mientras presionaba
un poco el cuchillo. – Algún día dejaras de serle útil a ella y voy a usar esa piel tan blanca
que tienes como tapete junto a mi cama.
Nuno no le prestó atención. Si bien no era muy valiente ya estaba acostumbrado al
trato tosco de Pulowi.
– Por ahora no será – le respondió mientras se alejaba el cuchillo del cuello. – Ya te
dije el mensaje de la Señora, y se dio media vuelta para irse.
– De tu Señora, – dijo Pulowi haciendo un remarcado énfasis en la frase – no la mía.
Dile que subiré más tarde, que ahora estoy comiendo – añadió mientras se llevaba el
corazón del halcón a la boca y le mostraba los dientes llenos de sangre.
De todos los extraños seres que habitaban el Árbol de la Noche, Pulowi era el más
retorcido. Si bien fue un dios importante en su momento, durante la Rebelión de Koiba fue
el primero en darle la espalda a Yocahú. Su aspecto es muy humano, pero sus manos
huesudas, su voz envejecida y su piel curtida por la alquimia le daban un aspecto bastante

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repulsivo. Su poder sobre la vida y la muerte lo hace una pieza clave en los planes de los
dioses oscuros, pero su trato repelente hacia todos lo convierte en una criatura
despreciable.
Unos minutos más tarde estaba Nuno frente a su señora, informando que Pulowi
subiría luego. La Chinigua no esperaba menos. Se molestó un poco pero no podía hacer
más. Poco antes de media noche Pulowi apareció ante su puerta. Nuno le abrió.
Pulowi se desplazó hasta entrar en la habitación con una extremada parsimonia. Sus
ropas lejos de ser negras como la noche eran más de un deplorable gris miseria. Tenía una
capa de piel que rozaba el suelo, atado con un correaje que le cruzaba el pecho. Un jubón
negro con detalles grises en las mangas y un par de botas pestilentes por toda la sangre
seca pisoteada que tenía acumulada en las suelas.
– ¡Que imagen más ridícula! – espetó. Un cuervo tratando de roer un montón de
huesos viejos.
Nuno se sintió impotente pero no podía hacer nada. Su Señora apretaba con su
mano el brazo de la silla donde aguardaba. Pulowi llegó hasta sus pies e hizo una exagerada
reverencia.
– ¿Para qué me has hecho dejar mi trabajo?
– Ha llegado. Nuno vio la luz de la puerta anoche. A estas horas el gorila debe
llevarlo de la mano por el río.
Pulowi vio a través de la ventana que tenía a su derecha con las montañas de fondo.
Se preguntó qué pasaría más allá del Gran Río.
– ¡Debemos llamarlo, debe saber que está aquí! – dijo la Chinigua en un tono
imperante.
– No va a venir sin El Gusano. Yo no lo voy a llamar. Aprecio mucho mi cabeza para
perderla. Manda a tu osco inútil. Apuesto mis huesos en un saco a que te devuelve solo las
plumas pegadas a una roca.
La hostilidad se paseaba entre ellos como un sahumerio que impregnaba el aire. Ella
se quedó pensativa un momento. En el fondo sabía que era cierto lo que Pulowi le decía.
– Entonces la sombra debe partir – soltó ella.
Pulowi le mantuvo la mirada por un momento. Enviar la sombra lo distraería de su
trabajo, pero era una buena opción en aquella situación.
– La sombra saldrá, pero no hoy – dijo dándose la media vuelta para retirarse de la
sala.

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– ¿Y es que un dios, perdón, la piltrafa de uno, no puede hacer salir un par de
maldiciones tras un chiquillo cuando le da la gana? ¿Para qué demonios te tenemos
entonces? Debería criar cuervos en esa torre, al menos ellos son más útiles y leales que tú.
Pulowi se detuvo en seco. No era ni el lugar ni el momento para enfrentarse a la
Chinigua. Llevaba años esperando la venganza y no iba a sucumbir ante aquella
provocación. Se giró para verla a la cara y luego le dijo:
– He allí la diferencia entre una maldición con falda y una verdadera deidad. Nosotros
si pensamos, no vamos tras el primer pedazo de carroña que nos arroja el mar – le dijo
con la mirada fija en Nuno. – Tu pajarraco tardo mucho en venir. Ya el humano de seguro
esta en Aina. Si envió la sombra lo más seguro es que Yara la reconozca y la destruya. Pero
él no sabe reconocerla. Ahora Señora, – dijo con marcado sarcasmo – si me disculpa me
retiro. Voy a hacer los preparativos para enviar la sombra esta noche. ¡Ah!, y debería
revisarse la cabeza, tal vez ya solo sean puros huesos también.
La Chinigua masculló algunas palabras en las lenguas de los Antiguos Sabios. Pulowi
sabía que eran maldiciones pero no le importó. Ya tenía bastantes maldiciones en su vida,
empezando por ella.

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Kuai–Mare

Marú tanteó con sus manos el espacio vacío de su cama. Era toda tan blanda que
no provocaba levantarse en lo más mínimo, pero debía hacerlo. Hoy era Corpus Christi y
por fin cumpliría la promesa que había hecho meses atrás. Se frotó los ojos y luego se
rascó la cabeza, le gustaba sentir sus cabellos por la mañana. Se dio cuenta de que no era
su cabello.
Abrió los ojos y se encontró con la blanca habitación. Recordó donde estaba. La
mesa, la silla, la ponchera y una bola de luz flotando en el aire. Por un instante le costó
volver a la realidad, al menos a esa realidad. Se incorporó para lavarse la cara, quería
despertarse un poco. Agradeció no haber soñado, ya bastante tenía con tratar de entender
que pasaba allí. Vio su rostro reflejado en la tranquila agua de la ponchera. Le costaba
creer que aquella figura de cuernos y colores era él. Se lavo la cara y se secó con el costado
de la manga. De inmediato el remolino de preguntas que se alojaban en su cabeza
empezaron a bombardearlo. Debía salir de allí.
Abrió la puerta y se consiguió de frente con un joven vestido pulcramente. Tenía
una especie de liquilique de lino blanco marfil, su cabello largo estaba recogido por una
trenza y sus pies estaban descalzos. Marú se sorprendió un poco al verlo. Fuera de Yara no
había visto a ningún otro humano, o algo parecido por aquellos lados, aunque supuso que
alguien debería de vivir en aquellas chozas fuera de allí.
– Joven Marú – lo saludó el muchacho. – Mi nombre es Mutuk. Seré su servidor
mientras nos acompañe en Ainala.
– Gracias Mutuk – se limitó a decir Marú. Supuso que Ainala era aquel castillo
subterráneo en el que estaban. – ¿Dónde está la reina?
– Su Majestad lo está esperando en el salón para la comida.
Comer. Hacía mucho que no lo hacía y la verdad no tenía hambre, pero igual siguió
a Mutuk por el corredor. A diferencia del piso cálido del cuarto el de aquel corredor era
inmensamente frio. Marú caminaba con la vista fija en las luces que flotaban en el techo.
– ¿Qué hora es? – pregunto curioso. – ¿He dormido mucho?
– Aquí no hay horas como en su mundo, Joven Marú – le respondió Mutuk
educadamente. – Solo tenemos días y noches y esos los partimos a la mitad. Pero si le
sirve de algo saberlo la noche ya está por caer.
Marú se dio cuenta de lo mucho que había dormido, casi todo el día. Estaba más
cansado de lo que él creía. Al terminar el corredor se encontró con la mesa del comedor
repleta de bandejas llenas de comida. Yara lo esperaba junto a la mesa.

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Marú jamás había visto una belleza igual. En esta ocasión su cabello estaba recogido
y la tiara de fuego había cedido su espacio a una especie de cadenilla de oro que le adornaba
la frente. De la cadena pendía una lágrima de fuego igual que el anterior: rojo y oscuro. Su
vestido era blanco y en el estaban bordadas con hilos de plata unas hermosas mariposas
que revoloteaban a lo largo del mismo. Parecía más un hada que una reina.
Mutuk condujo a Marú hasta la reina, hizo una reverencia a esta y se retiró.
– Toma asiento Marú, acompáñame en esta comida.
La mesa tenía muchos asientos pero Marú tomo el que estaba a la derecha de la
cabecera, la reina tomo su respectivo puesto. Sobre ellos colgaban algunas velas en el aire
acompañadas de unas luces flotantes que llenaban el techo. Frente a él se encontraban
unas enormes bandejas de plata repletas de unas tortas blancas, aplastadas, algo brillantes
y un poco delgadas, como una especie de galleta de avena escarchada. Habían jarrones
trasparentes llenos de una sustancia ambarina y otras botellas que contenían un licor más
oscuro.
– Espero hayas descansado cómodamente – le señaló la reina.
– Si. Creo que más de lo que debía.
– El tiempo es un triste fantasma que persigue nuestros sueños. Por eso aquí es
diferente.
Marú se quedó pensativo. Parecía que hubiesen pasado años desde que dejó la
habitación de su casa y había aterrizado en aquella tierra. Extrañaba su familia, su vida, su
normalidad.
– Si, algo de eso me habló Chibchacún – le señaló Marú cortésmente.
– Debes estar preocupado por tu familia – le dijo la reina con una mirada tierna. –
Ellos están bien, no debes preocuparte. Como te comentó el Guardián de la Puerta, el
tiempo es diferente aquí. Por favor come algo. Sírvete.
– La verdad no tengo nada de hambre. Discúlpeme.
– Y es normal – le respondió la reina. – Pero debes recuperar fuerzas. Toma una
torta, – le dijo señalando la bandeja que Marú tenía al frente – de seguro te gustaran.
Marú tomó una de las tortas con extremo cuidado ya que eran muy frágiles. Partió
un trozo en su plato y se llevó un bocado a la boca. Tenía un sabor a melaza y especies
dulces. El dulzor le invadió el paladar y sintió como un montón de chispas se reventaban
en su boca para luego bajar hasta su pecho. Un extraño cosquilleo le recorrió por los dedos
mientras sentía como se le erizaba la piel.
– Se llaman Ambrosía, Luz de los Poderosos. ¿Te gusta?
– Si – respondió Marú mientras tomaba otro generoso bocado.

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– Hay hidromiel y también kasiri. Sírvete cuanto gustes.
Marú se entretuvo un buen rato con la comida. Las tortas eran realmente deliciosas,
nunca había probado algo así. Decidió probar el hidromiel. Era fresco y dulce- Un licor fuerte
pero para nada empalagoso. Ambos comieron y bebieron en silencio por un rato. Marú se
sentía cada vez mejor tras cada trozo de ambrosía que comía.
– Imagino que aún estás impaciente por saber que haces aquí – le señaló Yara.
– Más de lo que Usted cree, Majestad – Marú se sintió extraño al pronunciar esas
palabras por primera vez en su vida, pero la verdad es que aquella mujer era una reina en
esa tierra y él solo un visitante así que no debía contrariarla.
– Bueno, creo que ya es el momento de que lo sepas.
Marú sintió como se le aceleraba el corazón ante tales palabras. Desde que descubrió
que no estaba en su mundo deseaba saber qué hacía allí, y ahora que estaba frente a frente
con quien le daría las respuestas le inquietaba un poco el descubrir la verdad.
– Ya te mencioné antes que el Gran Yocahú fue el creador de tu mundo y del nuestro.
No solo creó las tierras, también todo lo que hay en ellas: una vasta vegetación llena de
hermosas flores exóticas, bellos arboles dorados que roban los rayos al sol y una cantidad
incontable de hombres valientes. El primero de ellos se llamaba Kuai–Mare.
“Kuai–Mare era realmente un hombre muy valiente, un guerrero como no se ha visto
ninguno en mucho tiempo. El Gran Yocahú lo colocó en el centro del Gran Waraira, en una
tierra llana cerca de los ríos, un lugar donde pudiera cazar y cabalgar a sus anchas. Kuai–
Mare fue llenando esa tierra con su estirpe, una enorme cadena de hombres fuertes y
valientes que defendieron sus tierras y lucharon por su honor. Años después llegarían los
hijos de Aquiles y Arturo a someter esas mismas tierras con acero y con fuego. Para ese
entonces solo quedaba un descendiente de Kuai–Mare: Kuai–Nase.
“En Ummaya los dioses oscuros se unieron en la isla L´roke, en el Mar del Norte. Se
levantaron en contra de Yocahú aprovechando que nuestros dioses estaban siendo
olvidados y relegados por otros nuevos. Se llamó la Rebelión de Koiba, o de los Secretos
Oscuros. Muchos dioses poderosos se unieron a esta rebelión. Su líder era Kanaima.
“Yocahú torno su mirada en Ummaya y le solicito a Yoho, el espíritu del Sol, que
generara una poderosa arma de luz con la que vencerlos. Así fue como en los fuegos del
cielo se forjó la poderosa Orquídea Real, una pieza tan hermosa como poderosa capaz de
poner a los espíritus oscuros de nuevo en su sitio. Yocahú, poderoso y sabio, comprendió
que tanto poder era capaz de corromper cualquier espíritu por más noble que fuese este.
Decidió dejar esta tarea a un hombre, un ser valiente con sangre de buen linaje en sus
venas.

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– Kuai–Nasi – señaló Marú.
– Exacto. Pero los humanos no podían entrar a Ummaya, por lo que Yocahú y los
Antiguos Sabios, dioses de otros mundos que rondaron la tierra hace muchos años, crearon
la Puerta del Tiempo. Pero esta puerta requeriría de algún tipo de llave para protegerla.
Una llave secreta, única, especial. Una llave que permitiera a los descendientes de Kuai–
Mare cruzar entre ambos mundos y acudir al llamado de su padre, el Gran Espíritu.
La historia le parecía fascinante. Quería saber cuál era aquella llave que permitía
entrar y salir de Ummaya. De pronto se llevó las manos a su cara. Había comprendió que
aquella llave fantástica descansaba en su rostro.

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Máscara

– ¿Mi máscara? – preguntó Marú en voz alta mientras se palpaba el rostro.


Yara asintió.
En todo aquel tiempo nunca se detuvo a pensar que la máscara fuera la clave con
la que se inició toda aquella travesía. Ni siquiera pensó que la máscara tuviese algo que
ver con todo aquello.
Desde un principio recordaba aquel sueño extraño con espejos y flores de cristal,
incluso recordaba estar vistiéndose frente al espejo, pero nunca se había detenido a pensar
en la máscara. Ahora entendía muchas cosas; a pesar de ser una máscara vieja siempre
se conservaba en el mismo estado, inculcaba un respeto tan desmedido que ningún
restaurador se atrevía a tocarla, entendía la razón por la que su abuela la salvaguardara
tanto y todas aquellas leyendas familiares que la incluían en un enorme legado
generacional. Marú se llevó de nuevo las manos a la nuca de forma intuitiva buscando un
mechón de su cabello pero fue en vano.
– Caminemos un poco Marú. Necesitas aire fresco – le dijo la reina mientras se ponía
de pie.
Marú no rechazó la oferta. Caminaron por el pasillo central que daba con el comedor.
Unas hermosas luces blancas flotaban junto al techo alumbrando el pasillo. En el fondo se
percibía una penumbra lejana. El pasillo era amplio, en él ambos caminaban lentamente.
– ¿Yo soy… – dijo Marú tratando de completar una pregunta, pero la verdad no llegó
a hacerlo.
– Si – le contestó la reina que caminaba a su lado. – Eres descendiente de Kuai–
Mare y heredero de la Máscara de Yocasba. Cuatro Antiguos sabios trabajaron en ella y
llegó a mano de tus ancestros hace más de quinientos años.
Era cierto entonces, era un antiguo legado familiar. Él era descendiente de un gran
guerrero y ahora estaba allí para… ¿Para qué? ¿Para luchar por Ummaya o en contra de los
espíritus oscuros? Como podría hacerlo si tan solo era un niño. Nunca había peleado, y
menos contra dioses o espíritus. ¿Qué hacía allí?
– ¿Por eso estoy aquí? ¿Por tener la máscara o por algo más?
La reina Yara se mostró un poco consternada. Siguieron caminando en silencio a
paso tranquilo hasta que llegaron al final del pasillo donde más allá de la bruma había un
balcón. Bajo sus pies todo un mundo nuevo se abría ante ellos. Hermosas lagunas
cristalinas con arbustos blancos y celestes se apretujaban en una especie de ciudadela que
tenían frente a ellos. Garzas y cisnes revoloteaban juntos en los estanques mientras

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algunas palomas volaban libres por aquella ciudad subterránea. Marú vio mucha gente.
Veía como transitaban por las calles, se amontonaban por las plazas o jugaban en las
praderas. Desde aquel balcón se apreciaban jardines llenos de flores y niños que
correteaban entre ellas, grupos de personas que coreaban una melodía en torno a alguien
que tocaba un laúd, gente reunida discutiendo alrededor de enormes pergaminos y otros
que simplemente admiraban el paisaje recostados en la hierba. Era como ver la Atenas de
Pericles, pero esta era la Aina de Yara. Todo era extrañamente celestial.
“El cielo en el suelo” pensó Marú.
– Como Reina de Ummaya debo preocuparme por cuidar a todos sus habitantes.
Todas y cada una de las criaturas que habitan estas hermosas tierras espirituales. Con
todas las clases de espíritus que hay en él.
– ¿Hasta los esclavos?
– Por lo visto ya Chibchacún te habló del poder de las palabras – Marú asintió con
la cabeza. – Pues sí, también hay esclavos. La verdad es que hay espíritus en todos lados.
Los llevamos con nosotros a todas partes.
La reina se giró para poder ver a Marú al rostro.
– La oscuridad se cierne de nuevo sobre Ummaya. El líder de los dioses oscuros no
ha abandonado sus planes de dominar esta tierra, así que está uniendo otros espíritus a su
ejército para poder lograrlo. No solo planea dominar Ummaya, también pretende
apoderarse de la Puerta del Tiempo y extender su maldad hasta el otro lado.
– ¿Quiere decir a mí mundo? – preguntó Marú algo contrariado. La sola idea le
revolvía el estomago.
– Si. Es posible que a ese y a otros. Su maldad no tiene límites – le reparó Yara.
– ¿Y el Gran Yocahú?
– El Gran Espíritu ya creó el arma que puede enfrentarse a estos dioses malvados,
pero solo el heredero de Kuai–Mare puede utilizarla para erradicar el mal. Yocahú fue
benévolo una vez al perdonarles la vida. Esta vez no será igual.
Algo en todo aquello no le gustaba para nada, la valentía que exigía aquella situación
era mucha y Marú sentía de todo en ese momento menos valor. Chibchacún antes lo había
llamado guerrero pero realmente él no se sentía como tal. Sudaba ante la sola idea de
enfrentarse a unos dioses que deseaban acabar con aquel mundo y con el suyo. Eso último
lo asustaba más. ¿Dependía todo un mundo, su mundo, de enfrentarse a aquel demonio?
Le parecía ilógico, aunque la lógica hace mucho que dejó de estar en su vida. Le empezó a
doler la cabeza, se le hacía difícil pensar. Cerró los ojos un momento tratando de calmarse.

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Si realmente era descendiente de aquel guerrero algo de valor debía de correr por
sus venas.
– ¿Crees que soy yo quien deba luchar contra esa oscuridad?
– La máscara te trajo hasta aquí – le respondió Yara de manera sonriente.
– ¿A mí? Pero si dijiste que era una llave para poder traer a los descendientes de
Kuai–Mare.
– Cierto – le contestó la reina serenamente. – También señalé que la hicieron unos
Antiguos Sabios. La Máscara de Yocasba es la unión de cuatro fuerzas en una sola pieza.
Ingenuidad, alegría, valor y fe, cuatro diferentes rasgos que deben estar presentes en el
heredero de Kuai–Mare para poder usarla como llave de la Puerta del Tiempo. Hacía ya más
de cuatrocientos años de tu mundo que no nos visitaba un humano.
– ¿Cuatrocientos años? – preguntó algo atónito Marú. – Pero significaría entones
que mi abuelo…
– Nunca viajo – le dijo Yara. – Hace mucho que esperamos por un digno portador
de la Orquídea Real. Tú ahora eres el elegido.
Marú no se sentía ningún elegido. Lo único que sentía eran unas ganas enormes de
que todo aquello terminara. Tal vez debería ver un poco aquella famosa orquídea. Quizás
sintiese un poco más de valor si la tenía en frente.
– ¿Dónde está? – preguntó Marú en un tono resignado – La Orquídea Real me
refiero.
– No lo sé – le dijo la reina sellando la frase con un suspiro.

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Xeni

Marú se sentía como un idiota. Todo aquel viaje, todos los peligros y todo el
secretismo para que manipulara un arma que ni siquiera su misma dueña conocía donde
estaba. ¿Para qué sacarlo de su mundo si no había nada que pudiera hacer allí? Si ellos no
tenían el arma entonces…
De pronto lo tuvo claro, su misión no era utilizar el arma para defenderlos, su misión
era rescatarla.
– ¿Quieres que le quite el arma? – preguntó Marú en un tono no muy cortes.
– ¡Oh no! – dijo sonriente la reina. Sus dientes parecían hermosas perlas. – No hay
que rescatarla, solo buscarla.
Yara vio como la confusión se adueñaba del rostro de Marú.
– Como te dije antes, el Gran Yocahú es un sabio. Él no dejaría un arma tan poderosa
en Ummaya sin una protección apropiada. La Orquídea Real es un hermoso bastón capaz
de concentrar los rayos de luz del universo, tan poderosa que puede destruir mundos
enteros con todos sus habitantes en él. Por eso cuando el Gran Yocahú y Yoho hicieron
aquella arma volcaron en ella toda su sabiduría. La orquídea real fue separada y enviada a
diferentes rincones de Ummaya. Yo misma escogía a cada uno de los Xenis que la vigilan.
Cada xeni posee una pieza que resguarda con la vida misma y aunque seas descendiente
de Kuai–Mare y portes la Máscara de Yocasba deberás enfrentarte a las pruebas que ellos
decidan someterte. Yo sé quiénes son, pero desconozco donde están y en qué orden
buscarlos.
Marú dejó que la vista se le perdiera en aquel paraíso subterráneo. Desde que llegó
a Ummaya añoraba saber porque estaba allí. Ahora que lo sabía no se sentía tan satisfecho.
En el fondo sentía que cualquier respuesta no sería totalmente de su agrado. En sus manos
reposaba ahora una gran responsabilidad. Tenía la misión de encontrar aquella arma de
magnitudes universales que estaba regada por una tierra que él desconocía. Sabía que
aquella misión sería toda una epopeya. Si bien aquella mascara encontró en él suficiente
valor para empujarlo a aquel otro mundo nada lo podía hacer creer que él podía cumplir
aquella misión.
– No puedo hacerlo – dijo Marú. Ni siquiera lo pensó, solo lo dijo. Sus palabras
salieron de su boca cual disparos. En la cara de la reina se hizo evidente que aquello no le
gustaba.
– Marú, – le dijo Yara mientras le colocaba una mano en su hombro – no te voy a
pedir que salves a mi pueblo porque ellos solo me duelen a mí. Tú no los conoces. No puedo

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esperar que tomes una decisión tan dura de buenas a primeras. Tus decisiones son las que
trazan tu ser. Salir tras la Orquídea Real no puede ser una misión impuesta. Ella se guía
por la luz de la libertad no por la oscuridad de la imposición. Si esta es tu decisión eres
libre de irte pero debo decirte que tu decisión repercute más en tu mundo que en el mío,
pero eso es algo en lo que no crees aún.
Marú sentía como aquella mirada celestial le escrutaba el alma por completo.
– Puedes volver con Mutuk y Unatá a Mintoys para que te regresen a tu hogar.
El semblante de la reina era pesado mientras mencionaba aquellas palabras. Le dio
la espalda para no verlo a la cara pero eso no le impidió a Marú que notara como la
consternación se alojaba en el hermoso rostro de la regente.
Si bien aquellas palabras eran su más seguro boleto de regreso a la normalidad que
tanto extrañaba algo dentro de él lo hacía sentirse como que se rompía en pedazos. ¿Y si
en serio fuera él la última salvación para aquel mundo? ¿Si aquella era la última oportunidad
para que un descendiente de Kuai–Mare viajara hasta Ummaya?
– Gracias – fue lo único que pudo responderle Marú – lamento no poder hacer nada
más.
Ante aquellas palabras la reina volvió a verlo a la cara.
– Realmente hay algo que puedes hacer.
Marú sintió de nuevo un vació en el estómago. Algo dentro de sí le decía que aquella
frase resultaba más comprometedora que la búsqueda de la Orquídea Real.
– Verás Marú, – le dijo la reina en un tranquilo tono de voz – yo no puedo salir de
Aina. Aquí es donde reposa el trono de Yocahú, su representación directa en la tierra y yo
soy la encargada de salvaguardarlo – Marú la escuchaba atentamente. – Al oeste, cerca de
la costa hay un lugar donde la tierra no soporta el agua. Allí esta resguardada la profecía
que dice donde está la Orquídea Real. Me gustaría tener esa profecía, sería de gran utilidad
saber donde se encuentran los xenis para ayudarlos a proteger la Orquídea. Solo a ti te
darían esa profecía en mi lugar ya que tú eres el legítimo portador de esa legendaria arma.
¿Podrías viajar hasta allá y traer esa profecía ante mí?
Esa petición era algo sencilla. Ir, buscar, traer. Para Marú aquello no representaba
mayor peligro. Tal vez hasta podría contar con cierta compañía y no viajar solo. La vez
anterior ni Chibchacún ni los Imayanas lo pudieron acompañar porque ellos no caminaban
en el agua, pero aquí en Aina residían seres más parecidos a él. De seguro un par de ellos
lo acompañarían gustosos.
– ¿Es a muchos días de camino? – preguntó Marú.

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– No muchos. Un par tal vez si vas muy lento. En pocos días estarías de vuelta en
Ainala.
La idea de seguir allí por muchos más días no le resultaba nada atractivo, pero ya
se había ofrecido tácitamente a hacer aquella tarea. Estuvo un momento callado, pensativo.
– Cuente conmigo Su Majestad – le dijo mientras hacía una torpe reverencia. Nadie
se lo había dicho pero suponía que aquello era de seguro una manera de comportarse en
aquella situación.
La reina inclinó la cabeza como muestra de aceptación. A pesar de haber accedido
de buena gana la duda dejaba rastros en el rostro de Marú.
– Deberías partir – señaló la reina.
– ¿Ahora? – A Marú no le agradaba la idea. – Pero si está anocheciendo.
La reina se le acerco y le coloco una mano en el rostro. Su toque era suave y calmo,
como el toque de un ángel. Parecía como si de sus dedos surgiera algún tipo de melodía
que él no podía dejar de escuchar. Era el toque de una diosa, eso no se podía negar.
– Mi querido niño, – le dijo viéndolo directamente a los ojos – la desesperación deja
rastros en tu cara como un carruaje deja rastros en el camino. Quieres volver a tu casa con
los tuyos, cada uno de tus respiros lo susurra. Cuanto más pronto partas más pronto
volverás.
Marú sabía que Yara tenía razón. Desde hacía mucho que lo preocupaba su mundo,
su casa, su familia. Pero viajar de noche por aquel mundo lo preocupaba un poco más.
– Sí Usted lo considera seguro entonces viajaré esta misma noche. ¿A dónde debo
ir?
– A donde la tierra y el agua no son una – apuntó la reina al mismo tiempo que daba
un par de aplausos en el aire. En un breve momento llegó Mutuk acompañado por un par
de jóvenes mujeres de piel canela y pechos firmes. – Gentil Mutuk, alma y espíritu, espero
tengas la gentileza de prepararle un mapire de viaje al Joven Marú. Colócale agua e
hidromiel y algunos frutos. – Giró la cabeza hacia Marú. – Lo siento, la Ambrosía no puede
salir de Ainala. Si la toca el sol se desintegra y si se guarda por mucho tiempo se torna una
gusanera. Eso es todo gentil Mutuk – dijo dirigiéndose de nuevo al sirviente.
– Como desee Su Majestad.
A Marú le impacientaba un poco la idea de partir tan pronto.
– Majestad, – le dijo – si me lo permite me gustaría descansar un poco mientras
preparan las provisiones del viaje. ¿Podría retirarme nuevamente a mi habitación?
– Claro. Te acompaño.
Caminaron juntos hasta la habitación en silencio

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– Aquí te dejo por lo pronto Marú. Debo asegurar un par de detalles antes de tu
partida.
Le depositó un tibio beso en la mejilla y partió de nuevo hacía la sala donde estaba
el comedor, flotando, justo como lo hacían las luces en el techo.

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Kasupar

Tumbado en la cama, boca arriba y con los brazos sobre el pecho, a Marú se le hacía
extraño partir tan pronto. Ni bien había empezado a calentar aquella habitación cuando ya
debía dejarla. Se le hacía tan difícil creer que había aceptado realizar aquella travesía en
un mundo que le era completamente desconocido y aun peor inmerso en la temeridad de
la noche. Esperaba que fuese cierto aquello que le dijo Yara sobre que llevábamos espíritus
con nosotros a todas partes, sí era así Marú esperaba que su abuelo lo estuviese
acompañando en aquel viaje.
Una semana, ese era el tiempo que estipulaba gastar en ir en búsqueda de la
profecía y volver a Ainala. Una semana.
Su mente se dejo llevar por el pulular de las luces en el techo, y al poco tiempo se
encontró divagando sobre creaciones de mundos espirituales, los primeros hombres de la
tierra y rebeliones de dioses que murieron muchos años atrás. Meditó un poco sobre lo
poco que creía en ciertas leyendas o animales míticos, pero si todo aquello resultaba no ser
un mal sueño, aunque hacía mucho que dejó de creer que lo fuera, entonces ya tendría un
par de cosas más en las que creer.
Nunca se creyó muy valiente o muy heroico, pero saberse portador de sangre
guerrera lo hizo sentirse grande por dentro, a creer más en sí mismo. Además no era
cualquier guerrero ni cualquier sangre, era la sangre elegida, una sangre capaz de portar
la Máscara de Yocasba. Se palpó el rostro. Allí estaba la llave que lo hizo cruzar aquella
puerta y conocer un mundo enteramente desconocido para él y que muchos nunca llegarían
a ver. Sonrió para sí.
Estaba dormitando cuando alguien tocó a la puerta. Se incorporó rápidamente. Se
estrujó un poco los ojos y luego abrió. Era la reina, aguardaba frente a la puerta con un
pequeño bolso de terciopelo rojo en la mano. Frente a su blanca vestidura era un detalle
que no podía dejar de percibirse.
– Su Majestad – saludó Marú. – Pase.
La reina aceptó el saludo con cortesía y entró en la habitación. Marú se enjugó la
cara en la palangana con agua que reposaba junto a la cama para poder despertarse un
poco, luego se sentó en la silla.
– ¿He dormido mucho? – preguntó.
– Aún es de noche, si es lo que quieres saber – respondió pacientemente la reina. –
Deberías de dejar de preocuparte tanto por el tiempo. De nada nos sirve cuando transcurre
frente a nosotros si estamos sentados viéndolo pasar o si salimos corriendo detrás de él.

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El tiempo debe ser para nosotros como un manantial de agua clara; no debemos
preocuparnos por saber de dónde viene o a dónde va, no caer en pensamientos vánales
sobre si esa agua está bien o mal utilizada. Lo único que debemos hacer es agradecer.
Agradecer que estemos allí para verlo nacer, para saborear sus sorbos y permitir que nos
calme la sed, sentir como nos refresca y nos permite estar bien con nosotros mismos.
Marú se vio las manos un poco apenado por haber hecho aquella pregunta. La reina
le colocó el bolso rojo en el regazo. No pesaba mucho y se podía sentir con facilidad su
contenido: un frasco y un bulto de tela. Lo abrió y sacó el frasco. Era mediano y algo
estrecho. Dentro había una especie de líquido ambarino, espeso, como una especie de
melaza dorada en la que flotaban una clase de canicas de cristal con una lucecilla blanca
en el interior. Se le parecieron mucho a las luces que flotaban en el techo, pero aquellas
eran más grandes y un poco amarillentas. No tenía tapa, solo una hendija donde se
incrustaba una especie de moneda dorada que le hizo recordarse de los galeones que había
visto en un museo. La moneda tenía algo escrito.
– Ushik veren bire Alamaya – leyó Marú en voz alta, luego miró a la reina para saber
que significaba aquello.
– Llanto de Aquel que nos da luz.
Marú sostuvo el frasco en lo alto y miro aquellas polutas de luz completamente
sorprendido, luego colocó el frasco en la mesa. Metió la mano nuevamente en la bolsa y
sacó un pequeño amasijo de trenzas de cuero marrón que estaban enrolladas alrededor de
una especie de pieza de metal. La reina le hizo una mueca para que lo desenrollara y así lo
hizo. Era una manga de cuero que estaba unida a una serie de correas que se unían al
broche.
– Es una hombrera larga. Póntela.
Marú se la colocó en el brazo derecho. Le quedaba perfecta. La hombrera le cubría
el brazo desde la muñeca hasta la base del cuello. Se pasó la correa por la espalda y la
ajustó con el broche que le caía sobre el pectoral. La reina se paró a su lado.
– Deberías de verte – le dijo la reina, luego metió la mano en la ponchera de agua
y arrojó un poco al aire. – Aurón – dijo al instante antes de que el agua rozara el suelo para
hacer que esta se uniese y así formar una película en el aire que servía de espejo flotante.
La reina le sonreía mientras Marú se observaba su reflejo acuoso. La hombrera le
sentaba muy bien por sobre sus ropas rojas, le arrojaba un aire más aguerrido. A su mente
se le antojó echarle en cara el recuerdo de un sueño muy lejano en donde se veía el mismo
reflejo en un espejo mágico. Decidió no perderse en los laberintos de su cabeza. Paso sus
manos sobre el broche. Tenía la forma de un escudo de plata en cuyo campo reposaba

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repujado el diseño de una hoja de la cual caían tres gotas doradas en una ondeante
superficie de agua.
– Es el corazón de Ummaya – le dijo la reina. En el fondo Marú se sintió honrado de
portar aquel broche que demostraba el sentimiento de toda esa gente. – Te sienta muy
bien.
– Gracias – dijo un poco apenado mientras se veía en el espejo flotante. – ¿Qué es
todo esto?
– Obsequios para tu viaje. Ambos son herramientas de un Kasupar. El Kasupar de
Yocahú.
– ¿Kasupar?
– Si. Un luchador, un guerrero. La hombrera y las lágrimas son obsequios que los
Antiguos Sabios han dejado como emblemas a los portadores de la Máscara de Yocasba.
El nombre de la máscara le recordó a Marú lo que la reina le había dicho previamente
de que hacían cuatrocientos años que un portador de la máscara no los visitaba.
– ¿Y hace cuatrocientos años que no hay un Kasupar?
– Así es. Hace cuatrocientos de tus años nos visito el Salvador de L´roke cuando
unos espíritus de magia negra trataron de formar una legión de ajukoitas para aprovecharse
de la isla y atacar Ummaya. Antes de esa visita estuvo Kuai–Nase y ahora tú.
Se paso los dedos por el borde del broche mientras pensaba en preguntarle a la
reina sobre aquellos ajukoitas cuando sonó la puerta. Era Mutuk anunciando que ya todo
estaba listo para el viaje. La reina guardó el frasco que reposaba sobre la mesa en la bolsa
de terciopelo rojo y se lo entrego a Marú en las manos.
– Su Majestad, – le dijo mientras ella caminaba hacia la puerta – aún no me ha
dicho lo que hay en este frasco – le recordó mientras sostenía la bolsa en el aire.
La reina vio hacia la puerta y le señaló a Mutuk que podía retirarse.
– Eso que tienes allí es una herramienta muy valiosa. Cuando los dioses antiguos
recorrieron estas tierras que el Gran Yocahú creó se dieron a la tarea de crear las fuerzas
de la naturaleza que mantendrían el equilibrio de la vida en la tierra. Muchas fuerzas como
el agua, el fuego, el viento y las estrellas tienen su vida propia, y son en sí mismo un
espíritu tan grande que no cabe en Ummaya. Otras fuerzas como la luz del sol, la lluvia y
hasta la vida y la muerte misma necesitaron otros entes que las ayudaran en su tarea por
la tierra. Yoho es el espíritu creado para que acompañase al sol y se asegurara de que su
luz nunca faltase en la tierra. Lo que flota dentro del frasco que te di son las lágrimas de
ella.

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– ¿Es una mujer? – preguntó sin creer que fuera una dama la encargada de manejar
algo tan poderoso como la luz del sol.
– ¿Por qué te resulta difícil creerlo Marú?
Marú se quedó callado.
– No es una mujer cabalmente, pero si una fuerza femenina. Ya, el Sol, es un
elemento muy rudo, violento y temperamental. Solo las ternuras de una mujer podrían
calmarlo. Al ser ella su compañera se llena de su fuerza vital, por eso toma algunas de las
cualidades propias de Ya.
– Por eso brillan sus lágrimas.
– Por eso brillan sus lágrimas – repitió la reina.
Algo daba vueltas en la cabeza de Marú. Preguntar sobre aquel tema siempre le
había resultado algo incomodo, pero en una situación como aquella no podía dejarla pasar
de soslayo. Así que lo soltó sin mucho tapujo.
– ¿Y quien domina la vida y la muerte?
La reina colocó una mano sobre la otra que reposaba como un puño sobre su seno.
Miraba a Marú fijamente. Él sabía que aquella mirada solo podía significar que la respuesta
que iba a escuchar no le iba a agradar.
– Ahora vive en el Tronco de la Noche Triste.

60
Vida y muerte

Sus manos sudaban a borbotones. La mirada de la reina le presagiaba que no seria


el tipo de respuesta que él esperaba, pero nunca se imagino que la vida y la muerte de
aquel mundo estuviese en las manos de un traidor, aun peor, si las palabras de la reina
eran ciertas, lo cual él no iba a desacreditar a estas alturas, en su mundo también la vida
y la muerte dependían de las manos de aquel ser oscuro. Se sentó en la cama dejándose
caer como si aquella noticia le hubiera arrebatado las esperanzas, pero en el fondo bien
sabia que era cierto, que sus esperanzas se hacían añicos porque su vida o su existencia o
lo que fuese que tuviese en aquella tierra lejos de la suya dependía de alguien que odiaba
por completo todo lo bueno de aquella tierra, y él era en aquel momento el kasupar de
aquella tierra odiada.
La reina se colocó a su lado. Ambos se quedaron en silencio por un momento, tal
vez ambos estaban consientes de lo que aquella revelación significaba para ambos. Marú
temía por su vida y la reina por él, por su promesa de viajar en búsqueda de la profecía,
por su pueblo y por el futuro de Ummaya.
– No voy a pedirte que seas valiente. Imagino las cosas que en estos momentos
estas pensando. Lo que debes haber comprendido y lo que debes decidir. Es tu sangre y la
valentía que hay en ella la que te puede atar o liberar de una mascara, pero quien esta
detrás de ella es lo que tú decidas ser al final.
Marú sintió el peso de aquellas palabras. Le había prometido a la reina que buscaría
aquella profecía hecha para él, le había prometido adentrarse en aquellas “tierras que no
soportan el agua” o lo que sea que fuese aquel lugar al que él debía ir. Él podía decidir si
hacerlo o no. Él sabia que había mucho en juego y que justo como lo había temido allá
afuera, en la oscuridad de la noche, existían criaturas tan impresionantes como la serpiente
de agua, solo que menos piadosa. Aquellas palabras lo hicieron pensar en lo que realmente
él quería ser, en como saldría aquella noche; si como un niño muerto de miedo en medio
de un mundo desconocido o como el valiente guerrero que porta el emblema de aquella
tierra en su pecho. Su mente estaba buscando las respuestas pero su alma lo sabía desde
hace mucho. Solo un día en aquella tierra y sentía como si un puñado de años le hubieran
caído encima. Su voz interior sonaba antigua y sentía como su espíritu ahora era tibio,
valiente y estaba lleno de fe.
– No le voy a fallar reina, – le dijo tomándose el atrevimiento de posar su mano
sobre la de ella esperando que esto no la importunara – pero no le voy a mentir, tengo
miedo.

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– Esta bien tener miedo Marú – comento la reina mientras tomaba la mano que él
había colocado sobre la suya. – El miedo es lo que nos persigue cuando estamos
persiguiendo aquello por lo que queremos vivir.
– ¿Quien es?
La reina sabia a quien se refería, y la mirada determinada de Marú no daba muestra
alguna de flaquear al respecto.
– Si me preguntases sí quisiera contarte esto, mi respuesta fuese un rotundo no,
pero tu mirada clama saber contra que te vas a enfrentar cuando salgas de Aina.
“Su nombre es Pulowi. En un principio era el dios de la vida y la muerte, era un
espíritu sabio lleno de luz y de vida. Un maestro que podía hablar con plantas y animales e
insuflarle vida a cualquier lugar. Podías ver como su mirada brillaba con aquel simple y
hermoso acto. Incluso el día que atendió la primera llamada de la muerte, ya muchos años
después de que Yoho y el sol yacieran juntos, su mirada era triste y lánguida. Fue a buscar
el alma de su victima en la Puerta del Tiempo y la trajo a Aina. Todos vimos juntos cuando
coloco sus labios sobre el pecho de la victima y empezó a chupar la misma vida que algunos
años atrás él le había dado. Cuando volvió a colocarse en pie sus ojos eran rojo sangre y
de su boca chorreaba un horrible elixir negro con el penetrante olor que deja la muerte a
su paso. Durante un instante Pulowi dejo de ser él mismo para ser algo más, para
convertirse en la muerte misma.
“Ni Aina ni Mintoys eran lugares apropiados para que los elixires de la muerte
rondasen por aquí, así que lo enviamos a L’roke. Allá atendía a la muerte y aquí atendía la
vida. Estuvo en aquel ir y venir por un tiempo pero cada día dejaba de ser el mismo. Cada
vez era más tosco, más feroz, más ruin. Cuando los hijos de Arturo empezaron a matar a
nuestros indios en el Gran Waraira, cambió su hermoso ropaje de lino verde por unos trapos
semejantes a los que usaba esa gente, ropa negra que combinaba mejor con el poder que
ahora corría por su cuerpo. No supimos más de él hasta la Rebelión de Koiba. Lo que viene
después de allí ya lo sabes.
“Se dice que en aquella isla se encontró con Antiguos Sabios que dominaban la
magia negra del Likam–Antai, que viajo muy al norte y aprendió a transformarse en un
pájaro malévolo que se apodera del alma de las personas y hay hasta quienes lo creen rey
del vudú de Yamaik y Yamaikiry después de que él mismo le enseñase a Perseo como matar
a la Medusa.
– ¿Y usted que cree? – escruto Marú con una tranquilidad inquietante.
– Yo creo que solo es, perdón, era un dios amargado. Ahora solo es un espíritu
belicoso, amargado y desterrado.

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– ¿Eso significa que no puede hacerme daño?
La reina volvió a mirarlo directamente a los ojos.
– Eso significa que ya no tiene el mismo poder. Las bendiciones de Aina y Mintoys,
así como de otros seres y lugares de Ummaya son muy fuertes y poderosas. Sus poderes
no llegan a estos lugares. Al sur de Mintoys, en el Granmannglar y aun más al sur corren
historias sobre el abuso de sus poderes.
En la cara de Marú se reflejo la incomodidad que le dejaba aquella respuesta.
– Marú, hace mucho que no salgo de Aina pero sé que Ummaya entera esta llena
de criaturas que te ayudaran a ti, así como ayudan a cualquiera de los habitantes de esta
tierra. Pulowi era un dios y al igual que algunos otros de esta tierra ya las plegarias que les
hacia la gente de tu pueblo dejaron de existir. Además él no es ni tu enemigo ni el mayor
de ellos. Mientras aun no vayas tras la Orquídea Real no representas un peligro para él. No
debes temerle, pero tiene algunos trucos bajo la manga, así que no bajes la guardia.
“No bajar la guardia”. Aquello no sonaba a un recordatorio de los que Chibchacún le
dio cuando estaban cerca del río, aquello sonaba más una especie de ley de vida en aquellas
tierras.
– De seguro ya sabe que estoy aquí – señalo mas como una aseveración que como
simples palabras que lanzó al aire.
– Tal vez, no lo voy a negar – añadió la reina poniéndose de pie. – Ya debemos
irnos.
Maru se ató el saquito de terciopelo con el frasco de las lágrimas de Yoho en un
costado del cinturón. Salir de aquella habitación era como una pequeña despedida de aquel
hermoso castillo. Recorrió el pasillo de frio piso blanco con luces flotantes que lo llevo de
nuevo al comedor. Más allá de él, al fondo, reposaban las escaleras que lo bajaron hasta
allí desde un principio. Llevaba un día, al menos uno de los de Ummaya, tras aquellas
blancas paredes. Cruzó el comedor y volvió a mirar atrás por unos segundos. Quien sabría
dentro de cuanto tiempo volvería a ver aquellos salones.
– Cinco días – susurró.
Lo decía tratando de convencerse a sí mismo pero algo muy en el fondo le gritaba
en la cara que no seria así, y se lo gritaba una voz envejecida y estruendosa. Eso le daba
miedo, más miedo. Trato de tocarse el mechón de pelo que siempre tomaba cuando estaba
nervioso y volvió a chocar con sus cuernos entrelazados. Extrañaba su mechón, extrañaba
ser él mismo y extrañaba la tranquilidad de no temer. Sintió más miedo.
Aquel paseo le hizo recordar su comida. Hacia solo un par de horas que había estado
allí y le parecía ya toda una eternidad. La reina lo acompañaba a su lado. Su porte elegante

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lo hizo estar un poco más tranquilo. Su cara le recordaba la de una santa a la que su prima
le pedía favores en el amor. Quiso preguntarle si era ella, pero no se atrevió. Al pie de las
escaleras los esperaba Mutuk con un par de botas negras en la mano.
– Fiel Mutuk, – dijo la reina – alma y espíritu. ¿Qué haría el gran pueblo de Ummaya
sí algún tu día le faltases? Intercederé ante Yocahú para que nunca te arrebate de mi lado
– la reina le deposito un beso en la frente. – Recordaste las botas.
– Es mi deber su majestad. Para con usted y con los suyos.
– Que son los suyos igualmente.
– En alma y espíritu – le respondió Mutuk mientras le depositaba las botas negras
de cuero en las manos.
La reina las tomó y colocó su frente sobra la punta de los calzados mientras
susurraba un par de cosas ininteligibles en el aire. Luego se giro y las deposito en las manos
de Marú.
– Tal vez te sirvan un par de buenas botas allá afuera.
Marú se vio sus pies descalzos. Su mente estaba preocupada por muchas cosas
menos por buscar algo con que cubrir sus pies. El piso de Aina era frio, el de su habitación
era fresco, las piedrecitas del rio eran húmedas y la tierra de Mintoys caliente, pero nada
le había incomodado en su descalces. Coloco las botas en el suelo y se las puso. Estaban
tibias y le ajustaban como un par de guantes. Dio un par de pasos con ellas para comprobar
que no le causaran ningún tipo de molestia.
Agradeció a la reina y subieron las escaleras. Llegaron de nuevo a la entrada de
aquel castillo. Rodeo el lago y vio a la danta blanca echada al pie del trono de la reina Yara.
Recordó a Unatá, no la había visto desde que llego allí. Eso le hizo acordarse de algo.
– Mi Reina, – dijo Marú interrumpiendo el silencio – ¿me acompañara Mutuk o alguno
de sus súbditos por estas tierras que desconozco?
– De seguro Marú, Kasupar de Ummaya. Pero no será ningún súbdito como Mutuk,
será otro tipo de compañía la que tendrás.
Maru vio hacia la puerta y un par de ojos amarillos se le clavaron en los suyos.

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Auntú

Si en un principio sintió una alegría o fascinación por la noticia de que lo


acompañarían durante el viaje, esta se esfumó una vez que su mirada chocó con aquellos
ojos amarillos llenos de furia.
– Te presento a Auntú – señalo la reina cuando por fin ya se encontraron frente a la
puerta de Ainala.
Junto a aquellas telas que separaban la blancura y tranquilidad de Ainala del aire
cálido y seco que reinaba afuera se encontraba una danta más grande que Unatá, de pelaje
negro como la noche y mechones de pelo gris que le caían del lomo. Maru sentía fascinación
por las dantas pero aquel animal no despertaba en él nada más allá que el deseo de
esconderse de aquellos ojos con rasgos fúnebres.
– Auntú es un buen guerrero. Fiel a la reina – señalo Mutuk que estaba allí.
Maru estaba nervioso por culpa de aquellos ojos amarillos. Mas nervioso cabria decir.
Salir de allí para ir detrás de una profecía que es posible lo pusiera en peligro acompañado
de aquella criatura no le agradaba en lo absoluto. Deseaba una mejor compañía, una cálida,
no la de una criatura que le infundiera aquel tipo de temor. Ya bastante tenía con el temor
que sentía hacia sus posibles enemigos.
– Una cosa más Su Majestad – señalo Marú mostrándose cortés frente a los demás.
– Me habló del señor de la vida y la muerte, Pulowi, pero no comentó nada sobre quien
lidera a los dioses oscuros. No me dijo nada de Kanaima.
– Ni se lo diré, querido Kasupar – dijo la reina quien se puso tensa luego de la
petición de Marú.
– Esperaremos afuera Su Majestad – habló Mutuk. Sus palabras chocaron contra la
tensión que flotaba en el aire.
– Está bien – dijo la reina.
Sirviente y danta cruzaron las telas para retirarse del gran salón blanco. La reina
miraba fijamente a Marú quien no sabia que pasaba.
– ¿He dicho algo malo?
– Haz dicho algo que no sabes.
– Discúlpeme su majestad – dijo con un tono de voz bastante apenado. –
Desconozco de que me habla.
– Ni en Ainala, ni en Aina se habla de ese dios oscuro. Su nombre esta presente en
nuestros cruces y nuestras contras. Nombrarlo aquí trae consecuencias.

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– Pero usted fue quien me lo nombró primeramente durante la cena. Antes de eso
yo no sabía nada de él.
– Claro, – le contesto la reina serenamente – te lo nombre porque estabas solo y tu
eres un visitante portador de la mascara. Sus maldiciones no te han tocado a ti, tú no has
sufrido con ellas.
La reina noto como la consternación cruzaba el rostro de Marú, así que le coloco una
mano en el hombro que traía descubierto.
– Debí habértelo dicho – le soltó para luego empezar a caminar en dirección al lago.
Se dirigía hacia el trono. Cruzó el lago con tanta naturalidad y soltura que parecía
estar volando en cada pisada. El camino hecho por las piedras preciosas que sobresalían
del lago quedaba oculto bajo su vestido. Maru la siguió hasta el borde del lago, un poco
alejado del camino que ella había seguido. Cuando la reina llegó al trono se inclino para
acariciarle la nuca al animal que allí reposaba, la hermosa danta blanca de ojos rojos que
Marú había visto cuando llegó. La danta albina se levanto sobre sus patas traseras y con
su trompa en alto emitió un sonido semejante a una flauta de madera. Los pájaros blancos
de diferente tipo que antes estaban volando, las mariposas y hasta los cisnes parecían estar
guardados en el amparo de la noche. Con el sonido de la danta todos empezaron a salir de
sus refugios. Volaban sobre el trono y emitían sonidos y cantos cada uno en su tipo. Lo que
minutos antes era la imagen perfecta de la calma se torno en la muestra exacta de una
feria salvaje.
Marú centró su mirada de nuevo sobre la reina. Bajo la danta yacía una hermosa
espada. Desde lo lejos Marú no podía verla muy bien. La reina la tomó entre sus manos y
la blandió en el aire como quien hace lo mismo con un ligero pincel o una delgada rama.
Los animales bajaban y volaban cerca de ella haciendo círculos en el aire y envolviéndola
con su blanco celaje. Las mariposas se posaban en su vestido como si fuesen una muestra
viviente de las que ya estaban bordadas en él. Sujetó la espada con ambas manos por el
puño y se encaminó a cruzar el lago de regreso hacia el lado donde estaba Marú. El agua
se convertía en hielo bajo sus pies como una especie de barcaza en la que flotaba de
regreso hasta que estuvo frente a él para terminar extendiéndole la espada.
– Puede que cruces esa puerta buscando una profecía y te encuentres con criaturas
que no son amigos de Ummaya. El broche que cuelga de tu pecho te representa pero esta
espada te defenderá. Dejo en tus manos una de las espadas hermanas: Karac, espada de
la esperanza. Los Antiguos Sabios la forjaron y tú la blandirás.
Era una hermosa espada de hoja larga hecha con un metal de tonos verdosos.
Puesta de pie le llegaba a Marú un poco más arriba del muslo. El mango era plateado. Metal

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con incrustaciones de turmalina y jade que bajaban en espiral hasta el tallo en donde tenía
unas figuras en relieve. Marú reconoció aquellas inscripciones rúnicas semejantes a las de
la empuñadura en la espada que tenía Chibchacún. Tomó la espada y la ondeó en el aire.
Era ligera. Al igual que las botas en sus pies parecía estar hecha a su medida.
– En otros reinos de otras fronteras hay caballeros y lores. En Ummaya no tenemos
esos títulos. Tu honor no te lo da el como otros te llamen sino el peso que tiene el nombre
con el que te hagas llamar.
Ante la magnitud de aquellas palabras Marú decidió arrodillarse frente a la reina.
Bien sabia que aquella espada no le ofrecía ningún título pero de seguro portarla era un
gran honor.
– Prometo honrar esta espada que me entregó y usarla con la mayor sabiduría
posible para cumplir la tarea que me esta encomendando.
Era extraño sentir aquellas palabras deslizarse por su lengua. Hasta su voz sonaba
diferente con aquel juramento. Parecía como si aquella voz envejecida le hubiese susurrado
al oído lo que él debía decir.
– De pie Marú – le dijo la reina. Él obedeció. – Ya es hora de partir.
– Hay mucho que aún no se.
– Cierto. Hay cosas que no sabes y otras tantas que tal vez nunca conozcas. Algunas
útiles y necesarias y otras que no son más que mitos de tierras mitológicas y leyendas de
personajes legendarios, pero de seguro todo eso es parte de las cosas que no querrás
saber.
Caminaron hacia la puerta. Marú sostenía la espada con la mano. Le haría falta un
cinto o un cinturón donde cargarla. Le animaba tener algo con lo que defenderse en aquel
mundo tan oscuro y con aquel compañero tan sombrío.
– ¿Debe ser Auntú mi compañero? – Le inquirió a la reina mientras caminaban hacia
la puerta – Esperaba que al menos fuese Unatá. Parecía agradarle cuando me busco.
– Y así fue Marú, – dijo la reina sin detener el paso – pero Unatá pocas veces ha
cruzado más allá de Mayijai. Auntú por otro lado conoce muy bien los senderos de Ummaya.
– ¿Y conoce a mis enemigos? – Pregunto Marú no muy convencido.
– Mejor que nadie – le contesto la reina. – Él trabajó para Pulowi en L’roke.
De nuevo Marú se quedo inmóvil frente aquella revelación. Deseaba con fuerza que
aquella espada tuviese el mismo poder que la que colgaba del cinturón de Chibchacún, así
podría ir hacia la Puerta del Tiempo y salir de aquel mundo. Eran muchas las cosas que
veía y no le parecían muy normales, hasta se sorprendía de verlas, pero aquello le pareció
lo mas irreverente del mundo. ¿Por qué la reina lo lanzaría en la oscuridad a buscar algo

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que ignora que es en un sitio que desconoce y en los lomos de un traidor? Aquello no tenía
ni pies ni cabeza. ¿Seria eso una prueba o tal vez una trampa? Eso no lo sabía bien.
Mutuk, Unatá y Auntú los esperaban cerca de las primeras chozas donde cientos de
habitantes de Aina estaban de pie junto a hermosas fogatas esperando para poder verlo
partir. Unatá se apartó del grupo y se adelantó hasta Marú. Desde que había llegado a Aina
no se habían visto. La reina quiso brindarles un momento a solas así que se adelantó. A
Marú le agradó la idea de compartir unas palabras con Unatá antes de partir.
La danta llegó a su lado y Marú acarició su lomo. Ella mostró su agrado ante la
caricia moviendo la cabeza y dándole espacio para que las manos de Marú se deslizaran
por su pelaje. Ambos en silencio, sin decirse nada, solo la solidaridad de aquel acto era el
único vínculo que necesitaban. Unatá llenó el vació con su angelical voz retumbando en la
cabeza de Marú.
– ¡Así que portas a Karac y al Corazón de Ummaya! – señaló orgullosa la danta. –
Eres todo un Kasupar.
– Y también lo portó a él. – susurró Marú señalando con la mirada el animal negro
y gris que estaba atónito en la conversación que mantenía la reina con Mutuk.
– ¿Auntú? – preguntó la danta algo incrédula. – Él es una de las más valientes
criaturas que conozco – le señaló.
– Y un traidor también.
– ¿Traidor?
– La reina dijo que trabajaba para Pulowi. Me dijo eso cuando le pregunte por… –
dijo dejando la frase por la mitad antes de pronunciar aquel nombre.
– Es cierto que trabajó para Pulowi, él fue su creador. Mejor dicho, nos creó a los
tres. Anatú, que yace en el trono de la reina, a Auntú y a mí. Auntú siempre fue su posesión
especial. Era hermoso con su pelaje gris claro como las nubes de lluvia. Cuando Pulowi fue
desterrado lo llevó consigo. Auntú se resignaba a mirarle trabajar con los elíxires de la
muerte o alimentarse de almas vivas, así que una noche su amo lo embriago de kasiri malo
y lo hizo beber una copa de elixir de la muerte. Después de eso Auntú vagó como criatura
fantasmal por las riveras de la costa matando y clamando la muerte. Anatú, la danta blanca,
salió en su salvación, se enfrentó con él y logro salvarlo. Lo trajo en su lomo hasta aquí,
en la lucha se partió una de sus patas delanteras, la cual se empeoró con el viaje, por eso
nunca deja el trono de Ainala.
Marú recordó haber visto a la danta albina pararse en sus patas traseras cuando la
reina Yara recogía la espada que estaba bajo el animal. Hizo un pequeño esfuerzo y en su

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mente pudo ver la pata derecha delantera colgando de su costado. No le había prestado
atención a aquel detalle. Sin la mención de Unatá nunca se habría dado cuenta.
– Auntú puede parecer malo – continuó explicando Unatá – pero es una condición
que le fue impuesta. Desde que Anatú lo salvó le es fiel a la reina. Es uno de sus mensajeros
de confianza, no debes dudar de él.
La vergüenza embargaba el corazón de Marú por haber juzgado a aquella criatura
solo por un par de palabras que le dijo la reina. Ni bien había escuchado que Auntú había
trabajado para Pulowi y aquello fue más que suficiente para enceguecerle el juicio. Poco se
había preocupado en saber porque o cuando había trabajado para él. El simple hecho de
conocer que había estado al lado de Pulowi lo hizo asociarlo con aquella traición que
nombraba la reina y unirlo a aquella rebelión de dioses oscuros que intentaban apoderarse
de Ummaya. Subió la mirada y chocó contra aquellos espectrales ojos amarillos. Realmente
se veía fantasmal. A pesar de lo que Unatá le decía, aquella mirada gélida le impedía dar
crédito a su fidelidad.
– No se lo que piensas Marú – le señaló Unatá – pero confía un poco más en él. No
es tan dócil o amable como yo, pero es muy valiente y sé que te ayudará en este viaje.
Además, él si puede contarte sobre aquel dios oscuro del que tanto quieres saber.

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Opohoponaim

Los ojos de Marú no ocultaron su sorpresa cuando miró los de la danta. Buscaba una
confirmación a aquello que le estaba señalando y ella lo corroboró con un tierno guiño.
Luego le hizo saber que tenía que partir.
Ambos caminaron hacia donde aguardaba la reina. Mutuk sostenía un cinto en sus
manos. Era la vaina de Karac. Estaba hecha de cuero marrón en un tono bastante sobrio
con un pequeño broche de jade que tenía una hendidura, dando así la idea que algo se
había desprendido de allí. Marú no le dio mucho interés y se lo colocó con gusto escuchando
como la hoja del acero susurraba mientras se deslizaba por el cuero. Se sentía todo un
caballero, aunque allí no existiera tal título.
Abrazó a la danta por el cuello, en el fondo la iba a echar de menos.
– Te veré pronto, – le señaló el animal – así que no me extrañes mucho.
Marú asintió. Saludo a Mutuk que estaba al lado de Unatá.
– Gracias por todo Mutuk.
– ¡Que los espíritus benévolos y los Antiguos Sabios guíen tu camino!
– En alma y espíritu – respondió Marú como ya había visto responder ese tipo de
bendiciones en Aina.
– En alma y espíritu – dijeron la reina y Mutuk al unísono.
– Querido Marú, – le dijo la bella reina colocándole las manos sobre los hombros –
pronto estarás de regreso con una profecía que guiará a este pueblo y al tuyo a la salvación
Te he cubierto de palabras sabias y armas poderosas para que guardes tus pasos y
defiendas tu andar. Ahora solo me queda entregarte mis bendiciones y mis oraciones para
que todo salga bien.
“Y tú fiel Auntú, – señaló la reina al animal de pelaje oscuro – guarda a este joven
de los misterios que oculta la noche y llévalo hasta su destino. Salvaguárdalo en todo
momento recordando que es descendiente de la sangre noble de Kuai–Mare y defensor de
las fuerzas del Gran Yocahú.
– Y así será Su Majestad – respondió Auntú con una voz espectral y oscura que
retumbó en el aire.
Aunque Marú no se esperaba aquello fue tranquilizante para él saber que no tenía
por qué tocarlo directamente. Ya bastante tenía con tener que mirar esos ojos durante el
viaje como para también tener que tocarlo para comunicarse con él.
– Andando – dijo la bestia con aquella voz espectral.

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La reina depositó un tibio beso en la frente de Marú y este lo recibió con agrado para
luego irse detrás de Auntú. Levantó la mano buscando el mechón de pelo pero su mano
recordó a medio camino que ya no lo tenía, así que la dirigió hacia su pecho y volvió a tocar
el broche plateado. Con ambas manos corroboró que tenía la espada y la bolsa de terciopelo
atada al cinto. Se volvió sobre sus talones y vio a todo aquel pueblo que dejaba a sus
espaldas. Acunó sus manos en torno a su boca para que su voz sonara más fuerte.
– ¡Reina! – La reina alzó la cabeza hasta encontrarse con la mirada de Marú – ¡Nunca
me dijo para que sirven! – grito mientras sostenía con una mano la bolsa de terciopelo rojo
en el aire.
– Eso ni yo misma lo sé Marú. Ojalá tampoco tengas que descubrirlo en tu camino.
Marú bajó la bolsa y la ató de nuevo a su cintura. Estaba un poco decepcionado por
aquella respuesta.
– Vamos chico. No tenemos toda la noche – le señaló Auntú.
Esta noche negra y fría era muy diferente a la anterior en la que la luna le sirvió de
farola mientras perseguía el río de agua viva. Marú caminaba a paso firme al lado de Auntú.
Ambos guardaban silencio. Marú no sabía bien a donde debía ir así que trataba de no
alejarse del animal.
El paisaje continuó siendo una pradera por largo tiempo. Atrás quedó el resplandor
de las fogatas que iluminaban Aina. A medida que se adentraban en el camino más
escaseaba la vegetación en el paisaje. Parecía que lo único seguro era la oscuridad de la
noche. Ambos seguían un sendero polvoriento. Marú agradeció en aquel momento tener
aquellas botas en sus pies.
La compañía de Auntú era tan agradable como él lo había imaginado. No hablaban
en lo absoluto. Marú no tenía el menor interés en conversar con él y Auntú no se mostraba
tampoco muy parlanchín de su parte. Ambos sabían que lo único que tenían en común era
la petición de la reina de que se acompañasen mutuamente, nada más allá de eso. Bien le
habría gustado a Marú escuchar un par de detalles sobre Pulowi, que Auntú de seguro
tendría en su haber, pero en el fondo tampoco se quejaba de aquella caminata silenciosa.
Llagó un momento donde sentía como si el tiempo no caminara y aquel sendero
fuese eterno. Tal vez era aquel silencio sepulcral el que lo hizo sentirse así. Lo único que
escuchaba era el sonido de sus botas contra la tierra y las pesuñas de la bestia hundiéndose
en el camino. De vez en cuando alzaba la vista hacia el infinito esperando que la luna
apareciese de golpe. ¿Qué espíritu acompañaría a la luna, o acaso esta vagaba sola en el
silencio de la noche justo como él lo estaba haciendo? ¿Qué otra fuerza de la naturaleza
contaría con algún acompañante? ¿Los truenos y los relámpagos? ¿Acaso la lluvia o las

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tormentas? Desconocía su existencia. Era algo que no sabía y que tal vez nunca lo haría, o
como le dijo Yara eran “parte de las cosas que no querría saber”. Sentía que llevaba mucho
tiempo caminando. A lo lejos vio un Samán que estaba a pocos metros del camino. Fue
hacia él, decidió que se sentaría un rato.
– ¿Qué haces? – inquirió Auntú en su cotidiano tono espectral.
– Descanso un momento – le respondió Marú de mala gana. – No estoy
acostumbrado a viajes de este tipo y desde que llegué a este lugar lo único que hago es
caminar.
– Y puede que tampoco dures mucho si sigues deteniéndote sin saber donde pisas.
– Tranquilízate un poco. Esto es un Samán – dijo apoyando una mano en el árbol
mientras se aflojaba una bota – ¿O es que aquí tiene algún nombre mágico diferente?
– Si nos llamamos así – resonó dentro del árbol una voz atronante – pero no nos
gusta que nos toquen sin nuestro permiso.
Marú retiró la mano inmediatamente. Aunque la voz lo había asustado, se sentía era
más apenado y molesto ya que Auntú lo miraba desde el camino con una sonrisa boba que
en él sonaba malévola.
– Lo siento – dijo Marú apenado.
– Al menos dime quien eres ya que tuviste el atrevimiento de tocarme sin mi
permiso.
– Soy Omar Eugenio, pero mis amigos me llaman Marú.
– ¿Y yo cómo debo llamarte? – preguntó el samán sabiamente.
– Marú señor– dijo inquieto. – Marú está bien.
– Muy bien. Marú será entonces. Yo soy Opohoponaim.
– “El que susurra el camino” – dijo Auntú que se acercaba desde el camino. – Un
chismoso de los viajante que ahora querrá saber todo de tu vida. Eso pasa por no preguntar
antes a tu guía.
– Tu acompañante conoce los secretos del Likam–Antaí, pero parece que no tiene
muy buenos modales – señaló el árbol. – ¿Quién te acompaña?
Marú iba a responder y Auntú lo interrumpió.
– Te aseguro que no querrás saber mi nombre, te van a dar ganas de convertirte en
semilla y volver a tu planeta a pedirle a tu pequeño amo que te cuide.
Marú se sintió confuso en aquella discusión sin sentido. Volvió a colocarse la bota
que se había aflojado y se ajustó la espada. Auntú continuaba refunfuñando en contra del
árbol y la decisión de Marú de salirse del camino cuando este no soportó más.

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– ¡Basta ya! – Dijo alzando la voz. – He tenido bastante en este día como para verlos
a ustedes dos y su discusión sin sentido. ¿Qué les pasa?
– Tú a mí no me hablas así muchacho – le respondió Auntú con una voz más oscura
que la habitual.
– ¡Oh, Auntú! Tus palabras remarcan el rencor que aún se anida en tu alma.
– Y las tuyas remarcan aún más tu deseo de convertirte en leña. Deberías aprender
a dejar de meterte en lo que no te importa.
– ¿Se conocen? – preguntó Marú incrédulo.
– Puede que no tenga ojos pero reconozco el sonido de esas pisadas incluso antes
de que su pelaje cambiase de color.
– Así que comenzaremos con los cuentos – señaló la danta. – Deberíamos hacer una
hoguera Marú, una con buena madera, que arda muy bien y que nos quite el frío.
– ¡Oh muchacho! Por lo visto no debes de ser muy amigo de la reina si esta fue la
bestia que te prestó para que hicieras este viaje.
– Creo que voy a ir al baño. Buscaré un buen árbol – exclamó Auntú.
– No – dijo Marú. – Ya basta los dos. Auntú es una criatura valiente y un buen
compañero – aclaró al árbol sin él mismo dar crédito de lo que decía. – Él ha señalado que
eres un árbol de otro planeta. ¿Es eso cierto?
El viejo árbol suspiro y sus ramas se estremecieron haciendo que cayeran algunas
hojas secas.
– Llegué a este mundo hace mucho tiempo cuando solo era un brote del Boabab
Mayor que custodia un pequeño príncipe en otro planeta. Heredamos su sabiduría y
crecimos con la forma de árboles propios de este planeta. En algunos momentos hasta
ayudamos a grandes hombres a pensar en momentos difíciles. Tomamos formas de
samanes, pinos, árboles niño, currutíes, castaños, sauces, manzanos, nogales y demás.
En Ummaya somos unos cuantos, todos al servicio de Yocahú, escuchando en los caminos
y ayudando a los viajeros perdidos.
– Y la mayoría de las veces metiendo las raíces donde no les importa.
– Auntú siempre ha sido un gran viajero – señalo respetuosamente el árbol. –
Siempre viajaba con su amo.
– Suficientes historias por hoy – espetó Auntú. – A caminar muchacho.
– ¿No quieres continuar la historia Auntú? ¿Acaso escondes algo? ¿Hay algo que
ocultes a tu compañero de viaje?
– No cruces esa línea. Por muy sabio que te creas aun no tienes raíces mágicas para
echar a correr.

73
– No tiene nada que esconder – señaló Marú. – Yo sé que trabajó con Pulowi.
Todos guardaron silencio en aquel momento. La tensión que rodeaba el aire
resultaba extremadamente incómoda.
– ¿No pensarías Auntú que la reina lo enviaría contigo sin ponerlo al tanto? – Escrutó
el árbol en un tono un poco altivo.
– Suponía que no tendríamos que hablar del tema en lo absoluto, pero siempre hay
quien quiere hacer leña del árbol caído, ¿no es cierto?
Los regulares ojos amarillos de Auntú estaban teñidos de un rojo fuego como si la
furia reprimida quisiera explotar por su mirada. Tenía la respiración agitada y estaba
increíblemente inquieto. Marú se dio cuenta prontamente y sabía que debía decir algo, si
bien no era el compañero de viaje que deseaba, era el que tenía, y no podía hacer más que
estar de su lado.
– Vámonos – dijo Marú.
– ¿Se van tan pronto? No puede ser. Deberían descansar un poco si el viaje es muy
largo. ¿A dónde se dirigen?
– Vamos a…
Marú no podía terminar la respuesta, la verdad es que no sabía el destino, solo las
palabras que le dijo la reina.
– Vamos a donde la tierra no soporta el agua, donde sea que quede eso.
– ¡Oh, Joven Marú! – exclamó el árbol con una fingida preocupación. – ¿En serio
dentro de esa cabecita tuya tu mente no entiende donde es que la tierra no soporta el
agua?
Marú rebuscó en su mente pero era inútil. Su cabeza solo le decía que la tierra se
moja, siempre se moja. No hay ningún lugar donde llueva y no se formen charcos y el barro
no se mezclé con la piedra, desde un manantial hasta la orilla de la playa. De pronto vio la
respuesta, siempre estuvo allí.
– Un desierto – se dijo a sí mismo.
– ¡Exacto! – exclamó Opohoponaim. El desierto de la costa, allá es a donde van. Eso
esta a varios días de camino – añadió.
– Y va estar aún más lejos si no nos movemos pronto – dijo Auntú.
– Deberían dormir un par de horas al menos antes de partir.
– La reina pidió que fuésemos y regresáramos lo más pronto posible. Lo siento
arbusto pero vamos a tener que declinar tu oferta.
Marú no estaba muy cansado, pero aquella caminata no era lo que él esperaba.
Llevaba ya horas sin detenerse. Solo de vez en cuando se acercaba hasta el animal y

74
arrancaba un sorbo de agua de un pellejo que llevaban junto a un bolso con las provisiones
del viaje. La idea de descansar un par de horas no le molestaba en lo absoluto.
– Opohomanam… – trató de nombrar Marú sin éxito.
– Opohoponaim – lo corrigió el árbol.
– Bueno, nuestro amigo, familia de los boababs tal vez tenga razón. No nos haría
mal descansar un poco y seguir por la mañana.
La danta le paso por un lado a ambos mientras negaba con la cabeza. Iba a echarse
en un claro de hierba unos metros más allá.
– Nunca confíes en un ser que no se pueda defender de un hacha. Ese es un buen
consejo que siempre he seguido – dijo mientras seguía en dirección al claro.
– Definitivamente su humor se fue con su antiguo color de pelaje – reflejó el árbol.
– Usted puede hacerse aquí, cerca de mis raíces. Estará más cómodo.
– Muchas gracias.
Marú se recostó cerca del árbol, entre el tronco y una raíz amplia que sobresalía un
poco. Se quito las botas y se sentó sobre ellas. También se aflojó el cinto con la espada y
lo colocó a un lado. El árbol estaba tibio y sus ramas bajas lo cubrían del frio de la noche.
Escuchaba al viento silbar cuando pasaba entre las hojas. Marú empezó a divagar con
arboles que cantaban a un príncipe enano que portaba el broche de una rosa de cristal. Fue
en lo último que pensó antes de dormirse.
– Levántate maldito traicionero – fue lo que escuchó Marú antes de despertarse.
No pudo levantarse de golpe porque sintió el filo helado de una espada sobre su
cuello.

75
Noche Triste

De la hoguera salían llamas violetas gigantescas. A Nuno no le gustaba para nada


el fuego desde que lo convirtieron en Osco. El fuego le recordaba lo que era. El fuego lo
había convertido en lo que era. Había descubierto que la magia con fuego era una de las
peores del mundo y aquel fuego violeta no vaticinaba nada bueno.
En el medió del Árbol de la Noche había un patio de piedras con un solar redondo
de tierra en el medio. La hoguera estaba allí. Era como un círculo de fuego enorme. Las
llamas crujían lentamente pero Nuno juraba que lo que crujían eran los huesos que
alimentaban las llamas.
La noche estaba oscura. A diferencia de la anterior no había luna. El aire del desierto
en la noche era frio y aquellas llamas violetas no emitían ningún calor.
“Un fuego que no puede quemar – pensó Nuno – pero que puede hacer mucho daño”
Estaba de pie junto a su señora y otros sirvientes que habitaban la fortaleza.
Criaturas que en sus tiempos fueron seres humanos y hoy solo eran los restos de hombres
heridos o mutilados en la guerra, hombres verdes con manos de sapo o piel con escamas.
Hombres pobremente malditos, sin fe y sin esperanza pero con un odio capaz de alimentar
las fuerza más oscura eternamente. Seres errantes que entregaron su lealtad al mejor
postor y en algunos casos al único que existió. Él se sentía uno de esos.
La Chinigua estaba impaciente porque aquello empezara. Cuando Kanaima llegara
quería ser ella misma quien le diera la buena noticia. Nuno agradecía no tener que hacerlo
él. En cierta ocasión vio como un mensajero le daba a Kanaima una mala noticia y a este
no le agradó lo que le dijo así que le saco las tripas de un solo zarpazo. Kanaima prohibió
que tocaran el cadáver. A los pocos días Pulowi lo recogió y lo llevó hasta sus habitaciones.
Algunos dicen que lo revivió solo para poder oírlo gritar mientras le sacaba los intestinos
putrefactos. Otros aseguran que aun esta vivo clamando por la piedad de la muerte.
El viento se detuvo y las llamas tomaron una nueva vida como si supieran que todo
aquello estaba por empezar. De una de las puertas del castillo salió un grupo de kepúes
cargando una especie de tela en la que descansaba el cuerpo de una mujer vestida de
blanco con una larga cabellera negra que le cubría el rostro. Nuno trató de no ver mucho a
los kepúes. Sus leyendas los precedían y él no quería enterarse de que tan cierta eran.
Hace mucho tiempo, cuando Nuno recién había llegado al árbol de la Noche, Odosha
les habló de ellos. Nuno subía las escaleras que lo llevaban hasta las recamaras de Pulowi
y se topó con uno de esos enanos. Conseguirse aquella criatura repulsiva en medio de unas
escaleras tan macabras como esas lo impresionó.

76
– Un deseo por un suspiro – le dijo el enano cuando se lo encontró.
Su voz terrosa estaba llena de una esperanza inquietante. De lo más profundo de
Nuno surgieron unas ganas de decirle que si y desear que aquella maldición que lo mantenía
con vida se acabara y él al fin descansaría en paz en el cielo, Aina o cualquier otro lugar
con tal de no seguir perdido en la mitad de un desierto ni viviendo en aquel árbol lleno de
muerte.
– No deberías hacerlo, chico – le reprochó una voz de alguien mayor que estaba
detrás de él.
Nuno reaccionó inmediatamente. Fue como despertar de un letargo lleno de
hermosos sueños y fantasías con olor a frutas. Detrás de él estaba Odosha. Si bien la
mayoría de las criaturas de aquel lugar lo asustaban enormemente aquel hombre de cabello
bicolor le brindaba cierto sentido de confianza.
– Casi eras mío – le dijo el enano mientras arrastraba las palabras a pocos
centímetros de su cara. Todo en aquel ser era verde. Tenía los labios gruesos y la cara llena
de pústulas. Sus dientes eran marrones y la saliva parecía una melaza del mismo color,
haciendo en su boca barbas semejantes a las de una ballena. Sus cabellos eran mechones
negros desiguales que le cubrían algunas partes de la cara.
– Déjalo en paz, – dijo Odosha – su aliento no le pertenece ni a él mismo.
El enano se fue no sin antes mascullar un par de palabrotas en contra de Odosha.
Este no le hizo mucho caso y siguió subiendo las escaleras.
– Gracias – le dijo Nuno.
– No deberías hacerlo – le respondió sin tan siquiera mirarlo. – Aquí no debes confiar
en nadie.
– Igual me ayudaste.
– Era una lucha injusta – contestó Odosha. – Los kepúes están acostumbrados a
engañar indios indefensos de Waraira, pero ya no quedan muchos indios y muy pocos son
indefensos, así que se conforman con aspirar un espíritu de vez en cuando. Un osco como
tú no le habría desagradado.
– ¿Aspirar?– preguntó Nuno dejando pasar el hecho de que le dijo osco.
– Los kepúes te engañan haciéndote creer que tienen el poder para cumplirte
cualquier deseo. Su voz vidriosa tiene el mismo sonido que los sueños, por eso crees en
ellos. El precio siempre es un suspiro. Te acuestan y te hacen pedir un deseo, luego te
dicen que tienen que cobrar ese deseo por adelantado, que es algo tan tonto que no
deberías dejarlo para luego, que así podrás disfrutar de tu deseo sin interrupciones. Tú le
crees todo. Lo único que no te dicen nunca es que ese suspiro será el último de tu vida.

77
– ¿Te matan?
– Peor aún. Toman tu esencia, tus sueños, tu aire de vida. De ti solo quedas un
bagazo perdido en un laberinto de tu cabeza lleno de temor y frustración, un laberinto de
donde no puedes salir jamás. Para los indios la única solución era la muerte. Aquí ni eso
puede salvarte.
Desde aquel día Nuno trataba de no toparse con ningún Kepú que habitara en el
castillo. Eran pocos y no estaban por allí permanentemente, solo cuando Pulowi los
necesitaba. Aquella noche era una de esas.
Lo que a Nuno le causaba curiosidad era la mujer que cargaban en la manta. De
seguro era una de sus víctimas pero quería saber para qué la necesitaba Pulowi. Estaba
seguro que nada bueno saldría de aquellas llamas. Nada bueno.
Pulowi salió detrás de los kepúes. A diferencia de los presentes no tenía mucha ropa
puesta. Estaría algo viejo pero estaba en buena forma. Su cuerpo estaba firme como el de
un hombre joven. Un collar de piedras preciosas negras le caía sobre el pecho desnudo
mientras un trozo de tela a juego le rodeaba su desnudez, con el sobrante colgando de un
lado prendido con un broche hecho del mismo material del collar. Sus manos estaban
teñidas de rojo. Era sangre.
Los kepúes se detuvieron y Pulowi los adelanto por un lado. Nuno vio que llevaba
una totuma redonda con un polvo oscuro que brillaba. Llegó hasta el pie del fuego y se
colocó de rodillas, tomó un puñado del polvo y lo esparció en la tierra. El fuego se abrió
para dejarlo entrar hasta el círculo de tierra. Pulowi empezó a caminar hacia el centro
haciendo un par de rayas con el polvo oscuro paralelas a su costado, poco a poco a medida
que avanzaba. Cuando casi llegó al centro unió ambas líneas con un semicírculo. Salió del
aro de fuego por ese camino que fue el mismo que usaron los kepúes cuando entraron
cargando a la mujer. La dejaron allí acostada boca arriba en el centro de todo. Los kepúes
salieron por donde entraron riéndose, golpeándose y murmurando maldiciones.
– ¡Trajo una llorona! – señaló interesada la Chinigua.
Nuno sabía que las lloronas eran espíritus errabundos que en vida fueron madres a
las que le habían matado a sus hijos y el sufrimiento era tan grande que ellas mismos se
quitaban la vida para tratar de encontrarlos en el más allá. Lo que no entendía era que
tenía que ver una llorona con todo aquello.
– ¿Por qué Pulowi trajo una llorona para este ritual? – pregunto sin reparar en lo
que preguntaba.
– Eres tan bello y tan tonto a la vez – le respondió la Chinigua mientras le pasaba
el pulgar enguantado en piel por sus labios. – ¿Qué busca una llorona?

78
– A sus hijos – respondió de inmediato.
– ¿Y también? – Volvió a preguntar la Chinigua. Nuno pensó un momento su
respuesta hasta que dio con ella.
– A los asesinos de estos.
Luego de que la Chinigua lo convirtiera en osco, Nuno quedó consternado por mucho
tiempo, pero después nació en él cierta curiosidad por conocer los secretos de aquel mundo
espiritual en el que ahora habitaba. Se interesó por conocer que tipos de criaturas existían,
que hacían y como llegaron a ser eso que ahora eran. Poco a poco fue descubriendo las
grandiosas criaturas que creó Yocahú, los que crearon los Antiguos Sabios y las creaciones
de Pulowi. También conoció lo que pudo sobre los hijos del fuego, los del agua y de las
estrellas. Estudió las criaturas que le debían su existencia a la magia negra, al Likam–Antaí
y a la Pusana. De todos, las criaturas que al igual que él surgían de las maldiciones le
causaban un especial interés. Cuando descubrió la existencia de las lloronas también
descubrió que la maldición de una madre es una clase de magia que casi nunca se puede
borrar, pero la maldición de una madre a la que le mataron sus hijos era un boleto directo
a un infierno en donde no tenías que morir para conocerlo.
Pulowi se colocó frente a la misma abertura que tenía el fuego y echó el poco polvo
que le quedaba en la totuma. La pared de fuego se cerró nuevamente y las lenguas de
fuego empezaron a subir como tratando de lamer el cielo. La columna de llamas empezó a
moverse en círculos. Al principio no se podía percibir pero luego fue tomando más y más
velocidad. El polvo oscuro que estaba en el suelo empezó también a hacer un remolino y a
girar en torno a la mujer hasta convertirse en una delgada columna negra que salía de su
ombligo y se perdía en la oscuridad de la noche.
La mujer empezó a hacer arcadas de espalda al suelo como tratando de
incorporarse. De la nada surgieron los gritos de un lamento lejano que se perdía en el aire.
La llorona estaba allí y había iniciado su clamor. Pulowi empezó a caminar en torno a la
hoguera, de sus manos salían especies de luces que chocaban con el fuego. Sus labios se
movían pero Nuno no sabía que estaban diciendo. Lo más seguro es que fueran conjuros
en demótico para invocar a la sombra. La llorona se puso en pie y rápidamente se puso a
buscar como salir de aquel aro de fuego, su rostro demostraba una desesperación
incalculable. Clamaba por sus hijos, pedía a gritos que la dejarán salir. A donde se moviera,
la estela de polvo oscuro la perseguía como el celaje de una gacela. De pronto todo quedó
calmo, parecía que hasta el viento se había callado. Las llamas bajaron hasta alcanzar un
poco menos de un metro de altura.

79
– ¡Mujer! – Dijo Pulowi alzando la voz para que la llorona escuchara más allá del
crujir del fuego. – Te han arrebatado a tus hijos, – la llorona se llevó las manos a la cara
ahogando un grito de dolor – y ahora yo, Pulowi, Dios de la vida y de la muerte te ayudo
para que puedas vengar su muerte y tu alma encuentre el descanso que solo hallará cuando
la sangre de su asesino sirva de riego a las piedras secas del camino. Ese cuerpo maltrecho
te limita y te ata, solo el amparo de la noche te protegerá en tu labor. ¿Harás tal sacrificio
para poder vengar a tus hijos?
La espesa cabellera de la mujer le cubría parte del rostro pero aun así se podía ver
que el dolor y la desesperación le habían cedido el paso a la rabia y la determinación. Ya
Pulowi le había sembrado la idea de la venganza y no podía esperar para cosechar su fruto.
Desde donde estaba parado Nuno pudo ver al espectro andrajoso asentir con la cabeza.
– ¡Que la oscuridad te acompañe y puedas vengar la muerte de tus hijos cuando le
arrebates la vida al Portador de Yocasba! – gritó Pulowi mientras movía las manos de
manera circular en dirección de la hoguera.
El fuego volvió a moverse en círculos mientras se hacía más y más grande. El polvo
oscuro se separó de la mujer para para fundirse en unas llamas ahora teñidas de azul. De
pronto la hoguera llegó hasta los cinco metros de altura.
“Sin luz no hay sombras – pensó Nuno – y mientras más grande es el fuego más
oscuras son las sombras que salen de él”
El fuego cayó sobre la mujer como si ella misma fuese un agujero que se tragara
todo su poder. De lo que antes eran altas llamas ya solo quedaban brasas humeantes y en
el lugar donde había estado la mujer solo quedaban cenizas. Del medio de las cenizas se
empezó a producir un remolino que se fue haciendo más y más oscuro a medida que
consumía las cenizas del suelo. Dentro del remolino un par de llamas violetas se mantenían
como si fueran unos ojos expectantes que buscaban saciar una sed apremiante. Giró y giró
hasta convertirse en una columna negra que se fundió con la noche y se fue volando con
el viento. Tras su paso dejó solo un lamento ensordecedor que reflejaba lo lejos que se
encontraba.
Después que se fue todos los presentes empezaron a dispersarse. Cada uno volvía
a lo suyo. Nadie comento nada sobre lo sucedido. Ahora solo había que esperar.
Nuno se alejó lentamente, igual que se alejaba el lamento con el viento.
“La noche suena triste” pensó antes de ir a su habitación.

80
Caballero

Bien sabía Marú que los enemigos lo podrían atacar apenas saliera de Aina, pero
nunca se imaginó que sucedería tan pronto. Su corazón se aceleró como nunca antes lo
había hecho. No podía levantarse o gritar para llamar a Auntú que descansaba lejos de él
y de Opohoponaim, y este último al parecer tampoco se había dado cuenta de lo que estaba
sucediendo.
– ¿Te crees muy listo, no? – Señaló amenazante el joven con la espada. – ¿Has
robado un par de cosas en Aina y crees que con eso te ibas a salvar? Desertor. Juro por los
dioses que te voy a devolver a tu montaña en una sola pieza o en un montón de ellas, eso
depende de ti. Ahora dime, ¿a quién le robaste ese broche?
Marú no entendía que sucedía. ¿Traidor? ¿Ladrón? ¿De qué hablaba ese muchacho?
Marú escrutaba con la mirada hacia un lado y hacia el otro en busca de los compañeros del
espadachín. Tal vez atacaron a Auntú y por eso no podía ayudarlo. Su rostro pálido reflejaba
no solo que era presa de aquel muchacho, sino también del pánico.
– Habla de una vez canalla o tendré que empezar a cortarte los dedos para que
confieses. ¿Por qué traicionas a Chibchacún y que haces tan lejos de tu Señor Oscuro?
Ahora si que Marú entendía menos. ¿Por qué creía su ofensor que él estaba
traicionando a Chibchacún? Fue tan poco lo que compartió con aquella criatura. Lo único
que le confío fue seguir aquel río y lo había cumplido. No entendía porque lo llamaba traidor.
Decidió abrir la boca para decir algo antes de que lo terminaran abriendo a él.
– ¿Por qué me llamas traidor? ¿Quién eres tú? ¿Por qué dices que traicioné a
Chibchacún?
– Cállate sucio imayana. – Le espetó el muchacho. – Aquí el de las preguntas soy
yo. Las explicaciones me las das tú a mí, no al contrario.
– ¿Imayana? Yo no soy un imayana.
– ¡Maldito! – Gritó el muchacho al momento que escupía el suelo. – Aparte de traidor
y de ladrón también reniegas lo que eres, pues no renegaras de la furia de mi acero.
El joven alzó la espada en el aire para darle a Marú un golpe que fácil le habría
arrancado la cabeza de un tajo de no ser por Auntú que embistió al espadachín y lo lanzo
unos cuantos metros por el aire. Todo fue muy rápido para Marú. En un momento estaba
cerrando los ojos imaginando que hasta allí había llegado su existencia en Ummaya y al
siguiente su captor estaba boca abajo tendido en el suelo renegando de los progenitores
de aquel animal demoniaco.

81
– Por tratar de cortarle el cuello a mi compañero te di solo un empujoncito, pero si
sigues hablando de mi madre me cortarán la pesuña antes de que te la saque del trasero.
– ¡Animal demoniaco! – Dijo escupiendo sangre en el suelo. – Fuiste un oscuro y
siempre lo serás. Y ahora viajas con un Imayana desertor de Mintoys. ¿Van a venderle los
secretos de Aina al Dios Oscuro en L´roke? ¡Primero me matarán! – Gritó mientras buscaba
infructuosamente su espada con una mano sujetándose las costillas.
– Yo no soy un imayana – señaló Marú levantándose del suelo.
Marú recordó que su rostro no era su rostro y su cabello no era su cabello tampoco.
La primera vez que se vio frente al espejo no se reconoció y no le resultaba difícil que
alguien lo hallase más parecido a un imayana que al joven que realmente era.
– No soy un imayana – repitió mientras se colocaba las botas. – Mi nombre es Marú
y soy un enviado de la Reina Yara. No hemos traicionado ni robado a nadie.
– Muy creíble – dijo el muchacho escupiendo sangre nuevamente. – Lo dice un
imayana deforme que robó el Corazón de Ummaya o de seguro se lo dio el animal traidor
que lo acompaña.
– No es propio de un caballero hablar así. – La voz de Opohoponaim retumbó en la
quietud de la noche.
– ¡Hasta que despiertas! – Espetó Auntú. – Vamos tabla con hojas, dile que Marú
no es ningún traidor, ladrón o cualquiera de las cosas que se ha inventado este chiflado.
– Algunas veces tu sed de justicia te enceguece Jesús. Como caballero que eres
deberías mostrar mayor prudencia y buen juicio. Ellos no han cometido ninguna afrenta
contra la paz del Gran Yocahú.
– Creí que eran unos traidores – dijo el muchacho mientras se palpaba las costillas.
– No los iba a invitar a tomar hidromiel primero.
– Pero tampoco lo pensaste mucho antes de tratar de separarle a Marú la cabeza
del cuello – dijo Auntú con su espectral voz en un tono muy furioso.
El joven silbó y de pronto del camino salió un corcel blanco, hermoso, con crines
dorados que dejaban un haz de luz a su paso. El caballo llegó hasta donde estaba él
recostado y se inclinó para ayudarlo a ponerse de pie. Dio un par de pasos y tomó su
espada para envainarla.
– ¿Así que enviado de la reina, no? – Dijo el caballero mientras ataba el cinto de la
espada de la montura del caballo. – ¿Y Mutuk, Onek o Horec? ¿Por qué no los envió a ellos?
¿Por qué enviaría a un imayana a hacer el trabajo de uno de sus mensajeros?
– No soy un imayana – repitió Marú.

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– ¿Entonces qué eres? – preguntó el muchacho en un tono bastante fuerte mientras
aún tenía su mano puesta sobre la espada.
Marú percibió como la incredulidad era la anfitriona de la noche y la tensión reinante
sería la música de fondo. Nunca se había enfrentado a una situación así y no podía darse
el lujo de fallar en aquel momento.
– Soy un guerrero y voy al desierto a buscar una profecía
– Bien hecho muchacho – le dijo Auntú que estaba a su lado. – Deberías colocar tu
cabeza contra una roca para que le sea más fácil cortártela. Primero le cuentas todo a la
tabla con hojas y ahora a él. Sigue contándole a cualquiera que encuentres en el camino lo
que harás y a este paso terminaremos siendo abono antes del amanecer.
Marú se estaba colocando en evidente peligro al soltar esa información, pero era la
única carta que tenía a su favor. Aquel muchacho estaba mal herido y aunque sería fácil
enfrentarse a él con la espada pero la verdad era que Marú nunca había usado una y por
lo visto aquel caballero parecía ser más ducho en su manejo. Su aspecto no era el de un
hombre común, aunque nada era común en Ummaya. Su piel era dorada, como un
bronceado radiante que le cubría el cuerpo a juego con sus radiantes cabellos. Tenía el
torso desnudo y unos pantalones blancos sujetados por un cinto negro que hacía juego con
las botas. Parecía un muchacho de la época colonial, aunque con cierto aire celestial.
– Eso es imposible. Esa profecía solo la puede buscar…
– El portador de Yocasba – señaló Opohoponaim.
El muchacho lo escrutó con una mirada penetrante e incrédula. Marú sintió como
aquella mirada fría le bajaba por la espalda junto a una gota de sudor.
– ¿Y decidió enviarte a buscar el secreto de la ubicación de la Orquídea Real con el
animal más traicionero que hay desde la costa hasta Nobosimo?
– Tú y tus pantalones apretados pueden pensar lo que les de la gana. Te sugiero
que te apartes de nuestro camino – dijo Auntú. – Marú, toma tus cosas. Empezaremos la
marcha antes del amanecer.
– ¡Oh no! No te escaparás tan fácil – apuntó el muchacho atravesándose frente a
Auntú. – Yo iré con ustedes.
Marú no daba crédito a lo que estaba escuchando. Aquello era una locura. En serio
aquel loco creía que los iba a dejar acompañarlos después de despertarlo con el filo de una
espada en el cuello.
– Si es cierto lo que me dices de la profecía lo más seguro es que vas a necesitar
ayuda, y si es mentira…– sacó la espada de la vaina señalándolos a ambos – no les
perdonaré la vida nuevamente.

83
– ¿Y quien te crees tú que eres para que tengamos que hacerte caso?
– Él es Jesús – dijo el árbol con su siempre presente tono omnisapiente. – El
Caballero de Caigua.
A Marú le extrañó tal título. La reina misma le había señalado que en Ummaya no
había Caballeros ni Lores. Ahora era él quien desconfiaba de aquel extraño personaje de
tez dorada. No entendía su determinación a acompañarlos. ¿Qué le importaba a él la
profecía? ¿Por qué quería aplicar justicia en el nombre de Chibchacún? ¿Y por qué reconocía
aquel broche?
– Al caballero lo precede su fama de defensor de Ummaya – señaló Opohoponaim.
– Ha recorrido estas tierras contando solo con su caballo y su espada. No sería una mala
compañía para ustedes dos.
Marú vio a Auntú tratando de hallar cierta aprobación pero aquellos ojos amarillos
solo reflejaban rabia. Comprendió que aquella misión que le había dado la reina estaba en
sus manos y que en él era quien recaía la responsabilidad de tomar todas las decisiones.
Iban en la búsqueda de una profecía que solo le sería entregada al portador de Yocasba y
él era el portador. Paso los dedos por el borde del broche. De alguna manera lo hacía
sentirse más valiente.
– Está bien, nos acompañarás si es lo que quieres, pero será mejor que guardes tu
espada y tu orgullo hasta que lleguemos al desierto y corrobores lo que decimos. Auntú es
el guía de este viaje y se tomará solo el camino que él nos señale.
Jesús asintió como muestra de que aceptaba tales condiciones. Marú tomó el cinto
donde estaba su espada y se lo colocó para luego ayudar a Auntú con el bolso de las
provisiones.
– Debí haberle dejado que te cortara la cabeza, – le dijo Auntú furioso – así al menos
serviría de comida a los gusanos.
No le hizo caso a su comentario. Al parecer el mal humor era un elemento intrínseco
en Auntú. El caballero esperaba en el camino y Auntú iba hacia él cuando el árbol llamó a
Marú.
– ¡Oh Marú! – Dijo seriamente el árbol. Marú se acercó para escuchar que debía
decirle. – Este viaje está lleno de retos que desconoces. Confía en lo que dice tu corazón.
Van a haber momentos en los que solo podrás ver a través de sus ojos. Cuando esto suceda,
cierra tus ojos y escucha su sabiduría.
– Gracias Opohoponaim. Tomaré tus palabras.
Realmente las iba a tomar, pero no sabía que tan útiles le resultarían en la situación
que él se encontraba.

84
Karac

Tal vez mirar con el corazón no fuera justamente lo que debía de hacer Marú en
aquel momento. Al menos era lo que pensaba él.
Estaba a punto de retomar su viaje acompañado con una persona que ostentaba un
título que no existía en Ummaya. ¿Quién era realmente el falso? Marú sentía que no era
momento para confiar en los ojos ciegos del corazón. Por el contrario debía estar muy
atento a todo lo que lo rodeaba.
– No tengo ojos para mirarte, – le señaló el árbol – pero apostaría las raíces que me
sostienen a que la desconfianza ha echado raíces en ti.
Marú podría asegurar que Opohoponaim lo estaba mirando sin que él lo supiera.
Descartó la idea rápidamente, seguro su voz hizo evidente su semblante. Si era tan viejo
y tan sabio como para notar la desconfianza en su voz entonces era el indicado para hacerle
un par de preguntas.
– Ese muchacho, Jesús, antes lo llamaste “Caballero”, pero la reina me dijo que esa
clase de títulos no existen en Ummaya.
– ¡Oh y es cierto Marú! Pero hay nombres que nos son impuestos debido a nuestros
rasgos, apariencia y actitudes. El mismo Jesús te confundió a ti con un imayana, supongo
que la máscara te habrá cambiado el rostro como para que él pensara tal cosa. Auntú fue
en un momento traicionado por su propio creador y ahora resulta que el mundo entero lo
llama traidor. Yo mismo soy un ejemplo de eso. Me llaman árbol porque mi apariencia es
tal pero conozco tantas cosas como cualquier sabio o maestro.
“Los títulos que nos dan los demás nos definen si nosotros mismos los tomamos a
pecho y nos comportamos como tal. La reina te nombró Kasupar ¿Te comportarás como
uno ahora que ella te dio ese título? ¿Será ese el nombre por el que te conocerá el mundo
entero? Solo tú sabes las respuestas a tales preguntas.
Marú sabía que Opohoponaim tenía razón sobre aquello. Él mismo juzgó a Auntú
cuando le dijeron que había trabajado para Pulowi. En su momento Chibchacún le había
señalado que uno se vuelve esclavo de ciertas palabras. Ahora lo empezaba a entender.
– Comprendo – añadió Marú. – ¿Y podría saber porque lo llaman así?
– Esa es una de las cosas que desconozco, pero de seguro tu le hallaras la respuesta.
Es un largo viaje y tendrás mucho tiempo para conversar al respecto. Solo te puedo decir
que ese es el nombre con el que lo conocen en tu mundo, así que como señaló la reina no
es un título propio de Ummaya.
– ¿En mi mundo? ¿Acaso él es…

85
– ¿Un dios? Algo así. Es un espíritu benevolente que no soporta las injusticias. Pero
es un muchacho y como tal son los impulsos los que dictaminan sus actos. Tú también eres
un muchacho Marú, ten eso en cuenta. Tal vez no madures en un par de días pero si puedes
intentar hacerlo en la medida de lo posible.
– Ya se hace tarde Marú – le gritó Auntú desde el camino. – Si pudiera te dejara con
esa tabla llena de termitas pero de nada servirá que termine este viaje solo.
– Adiós Marú. Espero verte de nuevo y recuerda utilizar la sabiduría de tu corazón.
No en vano es el símbolo de esta tierra.
Se paso los dedos por el broche como si intentará corroborar aquello que ya sabía.
– Adiós Opohoponaim. Gracias por tus palabras – dijo despidiéndose mientras
caminaba en dirección a sus compañeros de viaje.
El camino continuaba por un sendero de tierra en donde ya se apreciaban algunos
árboles. La vegetación se fue haciendo más espesa sin convertirse en un bosque. Con los
rayos del amanecer la fauna también iba despertando y el sonido de algunos árboles llenaba
el vacío que dejaba la falta de conversación en el grupo. Marú creía que tal vez Jesús fuese
un poco mejor compañero de viaje que Auntú y que conversaría un poco más con él, aunque
fuese para tratar de sacarle alguna información.
Auntú y él iban adelante mientras Jesús venía a paso tranquilo en su caballo,
sosteniéndose de vez en cuando su costado adolorido. Auntú no confiaba para nada en
aquel nuevo compañero y no dejaba de voltear insistentemente durante el viaje.
– Cuando nos ataque solo espero que te apuñale primero a ti, para así poder decir
“te lo dije” mientras agonizas – le comento Auntú mientras echaba una de sus furtivas
miradas al caballero.
– Opohoponaim dijo que confiáramos en él. Es un caballero, lo único que pide es
saber la verdad.
– Y tú necesitas saber que no debes confiar en algo que le puede servir de nido a
las termitas. Ya lo verás.
Así transcurrió la mayoría del viaje. A paso lento y echando miradas furtivas a cada
tanto. Algo entrada la mañana, y cuando ya habían recorrido un buen trecho, decidieron
hacer una parada frente a un riachuelo. Auntú se deshizo de las provisiones y se echó un
chapuzón, Jesús por su parte hizo lo mismo con sus ropas y se metió desnudo en un pozo
cerca de la otra orilla. Su cuerpo que parecía estar hecho de oro relucía bajo el sol. Marú
no quiso bañarse. La verdad es que no se había visto desnudo desde que llegó a Ummaya.
Su cara y cabello habían cambiado lo suficiente y no deseaba ver qué otra cosa había

86
cambiado, así que decidió solo quitarse las botas y refrescarse un rato los pies sentado en
una piedra.
Cerca del río había un castañar, así que Jesús fue en busca de algunas y las asó en
una pequeña fogata que hizo. Marú compartió su hidromiel y los dos comieron
tranquilamente en silencio, solo admirando la plenitud del paisaje.
Luego del mediodía continuaron la marcha. Algunas partes del sendero eran muy
sinuosas y hasta estaban llenas de barro. En la tarde Auntú se quejaba del paso lento.
Decía que a pesar de que fuese de noche no se iba a detener. Marú quedó rezagado y Jesús
se colocó a su lado para hacerle compañía. Estuvieron en silencio un buen rato.
– Es una buena espada esa que tienes allí – dijo Jesús señalando hacia la cintura
de Marú.
– ¡Ah! Sí, muy buena.
Le habría agradado tener algo más que decir, pero solo sabía que era una espada
muy bonita y muy valiosa. No quería que el Caballero de Caigua supiera que no sabía cómo
usarla.
– ¿Puedo verla? – le preguntó de pronto Jesús que caminaba a su lado. Marú sintió
cierto recelo en darle su espada. – Tranquilo, solo soy un caballero al que le gusta admirar
un buen acero.
Marú desenvainó la espada y se la depositó en sus manos. Tal vez Auntú tenía razón
y debía poner la cabeza en una piedra porque al parecer estaba dejando todo en una
bandeja de plata.
– ¡Oh Dios! ¡Esta es Karac! – exclamó el Caballero.
– Sí – respondió Marú orgulloso. – Me la dio la reina.
– Es una de las espadas hermanas.
– Si, eso mismo me dijo la reina.
Jesús admiró la espada por un rato más y luego se la devolvió a Marú. No volvieron
a hablar por un rato. Al parecer no tenían muchos temas para poder hacerlo.
– ¿Conoces la historia? – preguntó de pronto Jesús.
– ¿Cuál?
– La de las espadas hermanas.
– No, no la conozco – señaló Marú. La verdad es que la mayoría de lo que conocía
de Ummaya se lo había dicho la reina durante su estadía en Ainala y estaba seguro de que
había mucho que desconocía.
– Si quieres te la puedo contar – le dijo Jesús. Marú asintió. Al parecer el Caballero
de Caigua se sentía orgulloso de contar tal historia. – Las espadas siempre han sido

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importante cuando se cuentan historias de los grandes héroes. Hércules, Aquiles y Perseo
contaron con las suyas. Cuando los Antiguos Sabios se pasearon por Ummaya decidieron
dejar aquí cuatro espadas, cada una hecha de materiales y formas distintas construidas
con una sola mano y con un solo fin: defender Ummaya.
“Karac, tu espada representa la esperanza. Está hecha de verdeacero cortado a
cuatro caras. Chibchacún tiene a Karón, hecha con piedra de Jiwe que representa la virtud.
Kumán es un khopesh hecho de acero ígneo y representa el poder, durante la Rebelión de
L´roke se perdió y no se ha vuelto a ver y por último está Kaik, hecha con cristal del sol y
es el emblema del valor. Nadie la ha visto jamás y algunos hasta dicen que nunca existió.
“Son muchos los cuentos que existen sobre ellas, sobre todo fábulas en torno al
poder que adquieren cuando se unen, pero es algo que nadie ha visto con sus propios ojos.
Dicen que los símbolos escritos en el mango son una serie de palabras en un idioma que
ya no existe y que al recitarlas son capaz de despertar a unos dioses dormidos que
descansan bajo la tierra.
A la mente de Marú llegó la imagen de Chibchacún susurrándole a su espada. Aún
recordaba ver las runas inscritas en ella alumbrando la noche con una luz tan azul como la
hoja de su espada.
– ¿Qué te parece? – le preguntó Jesús.
– ¿La historia? Buena, muy interesante.
Jesús se echó a reír. A Marú le pareció extraño escuchar a alguien reírse por primera
vez en aquella tierra.
– La historia no, tu espada. ¿La has probado?
En ese momento Marú no supo que decir.
– No la ha probado mucho, pero si necesita práctica lo puede hacer con tu cuello si
hace falta – dijo Auntú que había escuchado la última parte de la conversación. – Debe ser
todo un honor morir decapitado por Karac.
El caballero le echó una mirada desafiante a su interlocutor. Auntú se había acercado
para hacerle saber a Marú que después de la colina siguiente estaban las Montañas de Aiton
que era lo único que los separaba del Desierto de la Costa. Estaban a un día de camino. El
Caballero los dejo atrás tal vez más por el hecho de alejarse de aquellos espectrales ojos
amarillos que para cerciorarse de lo que decía Auntú.
– Gracias – dijo Marú en lo que el Caballero se fue – no sabía que decir.
– Pues deberías ir buscando que decir para la próxima. No se va a quedar con mi
respuesta por mucho rato – le respondió Auntú para luego quedarse en silencio por un rato.
– Igual tú lo hiciste por mí con la tabla parlanchina.

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Luego de soltarle aquellas palabras lo dejo atrás. Marú tendría que dar por sentado
que esa era su manera de agradecérselo también y que no debía esperar nada más. Tal
vez no sería el mejor compañero de viaje, no tendría el mejor humor o sería el más
conversador, pero tras esa voz espectral quedaba el eco de algo que no puede llevarse ni
la muerte ni su elixir: la lealtad.

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Caigua

El increíble verdor de las montañas llenaba la vista hasta un horizonte infinito. Era
casi increíble creer que después de tan majestuosa obra existiera un desierto. Desde el
borde de la colina que le señaló Auntú se apreciaban extensiones de unas montañas rocosas
que semejaban pedazos de tierra que habían emergido del suelo. La roca y la vegetación
se fundían en una sola sobre aquel paisaje. El camino que debían seguir no podía apreciarse
fácilmente, pero la separación de los alcores permitía distinguirlo. Eran las Montañas de
Aiton.
Marú quedó asombrado por aquel espectáculo. Ummaya no solo estaba llena de
criaturas increíbles, ella misma era una tierra inimaginable. No creía estar tan cerca del
Desierto de la Costa después de ver aquello. Le parecía que les llevaría más de un día de
camino llegar hasta su destino.
Desde ese punto en adelante el camino era solo en descenso. No era tan fácil llevar
el paso de Auntú ya que él se ayudaba de sus pesuñas y Jesús iba en su caballo. Aun así
trató de no quejarse, no le parecía prudente que el Kasupar de Yocahú se quejara tanto de
aquel viaje.
– ¿Crees que podamos recorrer todo este trecho hoy? – preguntó Marú a Auntú
mientras descendían por un sendero pedregoso.
– No, no se puede recorrer Aiton en un día. Es muy largo – le respondió el animal.
– Además está la lluvia – señaló el Caballero de Caigua.
Marú levantó la cabeza tratando de ver alguna nube negra o grisácea que mostrara
algún atisbo de lluvia para aquel día pero no encontró nada. El cielo estaba tan azul y el
sol tan resplandeciente como aquella mañana. Al parecer Yoho estaba haciendo muy bien
su trabajo. No entendía de qué hablaba el caballero.
– No parece que fuera a llover – señaló Marú.
– Las cosas nunca son lo que parecen – dijo Auntú
– Un cuervo diciéndole al grajo negro – comentó Jesús acompañado de un bufido.
La intolerancia entre ambos era evidente. Jesús se había apegado a las reglas
impuestas por Marú en un principio pero algunas veces se le olvidaba y hacía un par de
comentarios irónicos. Marú decidió no hacerle caso.
– ¿Qué quiere decir? – inquirió Marú.
– ¿Lo del cuervo? – le dijo Jesús.
– Lo de la lluvia.

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– Que siempre llueve en Aiton – agregó Auntú. – Lo hacen los seres que habitan
estas montañas para poder mantener el verdor sobre este montón de piedras. Es por la
cercanía al desierto.
– ¿De qué criaturas hablas? – preguntó Marú. Al parecer Auntú tenía ganas de hablar
y no iba a dejar pasar la ocasión.
– ¿Ves aquellos agujeros a un lado de las montañas, los que la vegetación cubre un
poco?
Marú tuvo que cubrirse la vista del sol para poder distinguir bien lo que Auntú le
señalaba con la trompa. Sí uno no se esforzaba por verlos resultaban imperceptibles. Eran
unas especies de cuevas oscuras que estaban a los lados de las montañas. La vegetación
que colgaba desde el borde del saliente las cubría por completo como quien cubre una
cicatriz con un mechón de cabello. No solo resultaban invisibles a la primera vista, resultaba
increíble pensar que algo o alguien viviesen allí.
– Eso que viste son los Áitones en donde viven los Seretones, guardianes de esta
sierra. Son unos enanitos fastidiosos que vigilan este paso para que los viajantes que lo
cruzan no lo destruyan ya que bajo nuestros pies están unos grandes acuíferos de los que
se alimentan los seres que viven aquí y en el desierto más allá. Unos dicen que son unos
seres de luz y otros que tienen poderes sobre los elementos y ese tipo de cosas.
– ¿Cómo así? ¿No los has visto? – dijo Marú. La descripción que le hacía Auntú
sonaba muy vívida.
– Nadie los ha visto. Jamás – agregó Jesús que se había vuelto a montar en el
caballo luego de pasar el camino de piedras.
– ¿Jamás?
– Al menos nadie que los haya visto ha vivido para contarlo. Por eso viven allá tan
lejos. En el día vigilan y en la noche trabajan. Hacen que llueva para que nadie los vea –
señaló Auntú.
– Cierto. Así pueden vigilar el Camino de Manoa – comentó Jesús.
– ¿En serio le vas a decir eso al muchacho? – señaló Auntú indignado con el
comentario del Caballero. – ¿Quiere que crea esa serie de patrañas que se creyeron los
idiotas de los hijos de Arturo?
– ¡Por Dios! Una danta que habla le va a decir a un muchacho, imayana o lo que sea
que él es que no debe creer en mitos. Resulta un poco contradictorio.
– ¿Hablan de El Dorado? – mencionó Marú.
– ¿Conoces la leyenda?

91
Marú conocía la leyenda o al menos la parte que conocía era la que se contaba en
Gran Waraira. Hace algún tiempo la nombró su profesor de Historia por lo cual le llamó
mucho la atención y buscó un poco más de información en la biblioteca. La verdad no fue
mucho lo que encontró y le resultaba difícil conocer que era certero y que no. En este tipo
de historias hay una línea que separa la mitología de la realidad y es una línea muy
difuminada.
– Algo así. Es una ciudad empedrada en oro que los conquistadores buscaron
incesantemente sin dar con ella. Al parecer la leyenda esta basada en un ritual donde
bañaban a un indio en oro, esmeraldas, rubíes y otras piedras preciosas mientras estaba
en una balsa. Era como una especie de coronación en esa tribu.
– Ese es el acto de coronación utilizado en Manoa para coronar al Huayna Cápac,
Príncipe de los Intichurí. El oro es solo el reflejo del verdadero valor que tienen los hombres
de aquel pueblo.
– Patrañas – exclamó Auntú. – Todo el mundo sabe que Manoa no existe.
– No, – le respondió el caballero – todo el mundo supone eso. Pero Manoa si existe.
Yo nací allá.
La danta evidenció el asombro que le proporcionó aquel señalamiento y Marú no
quedó atrás por su parte. Opohoponaim le había dicho que Jesús era un Caballero y que
ese título venía de su mundo, cosa que dio por sentado, pero ahora el Caballero de Caigua
señalaba otra cosa. Su mención sobre el nacimiento en aquella ciudad de la que nadie, ni
siquiera en aquella tierra de espíritus, conocía sonaba improbable, aunque su dorado tono
de piel era una razón de peso para creerle. Auntú se detuvo en seco. Marú no quiso
preguntarle que sucedía, la verdad es que se imaginaba cuales eran las intenciones de la
danta y a él también le hacían falta un par de detalles más sobre aquel radiante personaje.
– Creó que llegó el momento de que nos digas quien eres tú realmente – señaló
Auntú.
– ¿Y quién lo exige? ¿Tu? Un animal que lleva la muerte corriendo por sus venas.
Puede que la benevolente reina creyese en tu cambio de bando pero otros no somos tan
ilusos.
– Lo exijo yo – dijo Marú colocando una mano en el mango de su espada.
Por más extraño que le resultara tomarla, su instinto le decía que debía estar alerta.
Esperaba no tener que utilizarla. No deseaba que la primera vez que la empuñara fuese
contra el Caballero. Falso o no es un título que abrigaba la idea de ser alguien que ha
luchado, y por lo visto muy bien porque aun esta en pie.

92
– Ya expliqué anteriormente que debías guardar tu orgullo – dijo Marú molesto. –
Llegaste hasta mí y me atacaste antes de siquiera saber quién era yo. Te aclaré quien soy
y al parecer no quedaste muy convencido porque de ser así no estarías en este viaje. De
Auntú es evidente que conoces su historia. Ahora somos nosotros los que exigimos saber
de ti. ¿Quién es el Caballero de Caigua?
Jesús estaba sentado en su caballo. Oteó el camino. Más que buscar una escapatoria
estaba buscando sabiduría. Al parecer las palabras de Marú hicieron cierta mella en él ya
que su rostro se notaba compungido. Se evidenciaba que aquella era una faceta de su vida
de la cual no le agradaba mucho hablar. Todos estaban en silencio
– Ni yo mismo lo sé – dijo finalmente acompañado de un fuerte suspiro. La veracidad
de sus palabras fue evidente en su tono de voz. Ni Auntú ni Marú podían ponerlo en duda.
– Les puedo contar mi historia, la parte que sé, que conozco. Los huecos que hay en ella
son lagunas con las que he luchado toda mi vida.
“Todo empezó en el Gran Waraira. Recuerdo ser un pequeñuelo en brazos de mi
madre, una mujer de hermoso rostro y ropaje rojo cubierto con un manto azul. Ella me
cuidaba y me mecía entre sus brazos. Cierta noche se escuchaba el galopar de los caballos
acompañado de gritos, las espadas chocaban y los disparos de cañón eran ensordecedores.
Yo tenía mucho miedo. Mi madre me decía que nada nos iba a pasar, que en nuestra casa
no podían entrar. Aquella noche llegó a la casa un indio vestido de negro y con la cabeza
cubierta por plumas doradas que le llegaban a la espalda. Llegó en un caballo que brillaba
como el bronce. Su cara era recia y su voz fuerte.
“Me dijo que era Huayna Cápac y que había llegado allí a prepararme para ser
aquello para lo que había nacido. Me dijo que un Intichurí sería el salvador de aquel pueblo.
Se rasgó el borde de su ropaje y me lo colocó alrededor de la cintura. Yo no entendía que
pasaba en aquel momento. Me recostó en el suelo y me hizo cerrar los ojos. Empezó a
rezar en una extraña lengua hasta que el sol entró por una de las ventanas. Recuerdo
escuchar a mi madre llorar mientras aquel hombre salía de casa. Al abrir los ojos yo estaba
en una iglesia. Detrás de mí una imagen de la Virgen de la Asunción me extendía los brazos.
Ya no era un chiquillo, tenía la misma apariencia que tengo ahora.
“No sabía bien que había pasado pero si recordaba lo que debía hacer: Luchar por
aquel pueblo. Durante muchos años luché por la libertad de aquel pueblo oprimido. Era un
soldado valiente en el día y en las noches volvía al único lugar que conocía, la vieja iglesia
del pueblo de Caigua. Siempre dormía allí y durante cada noche tenía el mismo sueño en
el que volvía a ser un chiquillo en los brazos de mi madre.

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“Una noche incendiaron la iglesia. De más esta decir que no logre salvarme. Después
de allí todo es más confuso. Sé que llegue aquí y que todo el mundo me decía que era el
Jesús de Caigua. El Caballero del Oriente. No tenía otro nombre que usar así que me quedé
con ese. A los pocos que les he contado mi historia dicen lo mismo, que solo en Manoa
hallaré las respuestas que busco. No sé que tan cierta sea su existencia pero me resigno a
no creer en el último puñado de esperanza que me queda.
Después que contó su historia Jesús se puso a la cabeza de la marcha. De nuevo
volvieron al silencio que los había envuelto durante la mañana. Marú no comentó nada
sobre lo dicho. Todo aquello le sonaba muy sincero y al parecer a Auntú también porque
tampoco comentó nada al respecto.
Poco a poco el día le fue dando paso a la penumbra y Auntú decidió que debían
ponerse a resguardo. Marú se adelantó para informar a Jesús mientras Auntú buscaba algún
lugar donde pasar la noche.
– Nunca dije que no te creía – le dijo de pronto el Caballero.
– ¿A que te refieres?
– Cuando me exigiste que te dijera quien soy me dijiste que estaba en este viaje
porque no creo que eres quien dices ser. Eso no es del todo cierto.
– ¿Y entonces por qué nos acompañas?
– Porque los dos vamos a buscar algo al mismo sitio. Tú quieres saber del futuro y
yo quiero entender mi pasado.

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Susurros

La noche resguardaba su figura. Hacía mucho que dejo de saber quien era. Ahora
tan solo era el revuelo de un montón de ideas. Pero había una más imperante, más fuerte,
más dura, más cruel: sus hijos. Una idea que golpeteaba su cabeza como una gota de agua
que se filtra en una cueva; azotando la roca, salpicando alrededor, venciendo el silencio
con un sonido persistente y lúgubre. Así estaba esa idea en su cabeza. No era nada más
que eso.
Se perdía entre el viento y las nubes. Siempre se escondía. Escondida de la luz del
sol por el dolor que le causaba, escondida en el sigilo de la noche para que no la escucharan.
Su cuerpo era tan estable como su mente. Tirones de algo negro y violeta que era más
fuerte que ella.
– ¡No! ¡Por favor no! – gritaba al hombre con botas negras. Siempre le gritaba lo
mismo.
Era una imagen indeleble. Una de tantas. Era como si dentro de sus ser alguien le
mostrara fotografías aleatorias de un suceso que no lograba concatenar: ella tirada en el
suelo implorando clemencia a un hombre de botas negras, ella echada en una cama blanca
temblando del frio que le producía la fiebre, ella rodeada de llamas violetas varias veces
más alta que ella, ella recostada en la hierba con sus dos hijos en su regazo, ella viendo a
un extraño ser verde la recostaba y se le montaba en el pecho. Se veía a sí misma con sus
manos llenas de sangre y tierra, vestida de blanco y vagando en la búsqueda de sus hijos.
De nuevo esa idea, de nuevo sus hijos.
El viento la ayudaba a desplazarse. El olor de él estaba cada vez más cerca. Algo en
el aire tan penetrante como un herida dejaba un rastro que le decía por donde ir. Pasó
cerca de un gigante disfrazado de árbol. El aroma allí era fuerte pero decidió no acercarse
porque le daba miedo. Pocas cosas le daban miedo. Mostro la dentadura de forma
desafiante. Ya no eran dientes, era fuego. Fuego como el que brotaba de sus ojos, como el
que la cubría por dentro, como el fuego que la obligaba a moverse y seguir aquel rastro.
“Kasupar” – se decía a si misma de vez en cuando.
Eso era lo que le decía aquel aroma. Kasupar. Era detrás de él que iba. Su rabia, su
odio, su dolor tenía aquel aroma. El mismo aroma que tiempo después encontró en los
restos de una fogata cercana a un riachuelo, el mismo aroma que estaba impregnado en el
camino pedregoso de la colina, el mismo aroma que se mecía en la copa de los arboles
bajos.

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La fuerza de ese aroma la hizo llegar hasta una serie de montañas en las que veía
una red de laberintos internos que terminaban como agujeros en las laderas de las
montañas. Los agujeros eran semejantes a los de un queso, el mismo queso que le gustaba
a su hijo. Sintió como las llamas le ardían en el interior. Recordar dolía.
Dentro de esos agujeros había unas luces que brillaban como luciérnagas en la
oscuridad. Algo le decía que debía esconderse. Se escondió en una cueva. Debía esperar.
Tenía que esperar. Dentro de la cueva había hilos de agua dorados que bajaban por las
paredes. Eran hermosos, dorados y sedosos como los cabellos de su hija. Le dolió de nuevo.
Recordar dolía, pero el dolor era bueno. El dolor no la dejaba olvidar.
Recordó verla correr con las manos llenas de flores y su melena suelta al viento.
Sus pequeñas manos estaban teñidas de colores, siempre le arrancaba los colores a las
flores con el sudor. La abrazó y de pronto un estruendo tiró la puerta al piso. Un hombre
recio con una barba prolija y unas botas oscuras la tiro al suelo.
– ¡Escóndete! – le gritó a la niña mientras a ella la sujetaban otros dos hombres
más.
El hombre de las botas oscuras tomo a su chiquilla por el cabello, por sus hermosos
cabellos, y se la llevó a rastras. Las flores quedaron pisoteadas y manchadas de sangre.
Deseaba ser un hombre fuerte y poder matarlos a todos, deseaba que la muerte entrara
en su cuerpo y la ayudara a vengarse, deseaba morir. La muerte no dolió, pero no ayudo
tampoco. Ahora dolía más. Por eso debía recordar para que su venganza pudiera seguir. Y
ahora podía seguir. Tenía un nombre y tenía el poder para ejecutarla. Ahora si podía seguir.
– Kasupar – se dijo a sí misma de manera susurrante.
Ese nombre le daba fuerza. Se sintió mal allí encerrada, quería salir. Debía seguir.
El fuego en su interior se sentía atado, quería sangre y la quería ya. De pronto le llegó el
aroma, aquel aroma que la había llevado hasta tan lejos. Lo sintió como corría por su cuerpo
aunque no tenía uno. Miró hacia la salida y fue en esa dirección, pero allí se le perdía el
aroma. De vuelta a donde estaba lo volvía a percibir y mientras más se adentraba en la
oscuridad de la cueva más lo sentía. La oscuridad era buena. La oscuridad era su aliada.
La oscuridad la ayudaba a llegar hasta él. Mientras más oscura era la cueva más fuerte era
su aroma.
Se encontró de frente con una pared de piedra. Dentro de ella corrían hilillos de
agua dorada como la melena de su hija. No podía recordar esta vez. Esta vez era tiempo
de perseguir. En la esquina derecha de esa pared había una abertura. La corriente de aire
frio salía impetuosamente, la sentía como si formara parte de ella. El aroma estaba allí, se
sentía más fuerte. Se corrió por el medio de esa abertura. Luchó contra la corriente de

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viento que salía por allí, luchó mucho porque el viento se resistía a su paso, pero ella pudo
más, su voluntad era mayor.
Salió de aquel agujero y empezó a subir por una especie de colina de piedra. Estaba
en otra cueva,} de nuevo amparada por la oscuridad de la noche. Se sentía feliz. Allí el
aroma impregnaba todo el aire.
“Mis hijos” – pensó.
Sentía la venganza encender la llama que tenía dentro de sí. Hubiera querido tener
lengua para saborear su sangre cuando cayera toda en el piso, cuando mojara el suelo.
Quería ser ella quien se bebiera toda la sangre. Ese era su premio.
La oscuridad como siempre fue su aliada. Al finalizar la colina había una explanada
donde dormían tres criaturas: una gigantesca danta de color gris con estrellas blancas en
el pelaje y dos chiquillos. Uno morenito que tenía una orquídea rosada tatuada en la frente
y una moneda dorada que brillaba como el sol que sujetaba en sus manos una maraca de
varios colores. Quiso tocarla pero algo dentro de sí le dijo que no lo hiciera. El otro chicuelo
era un poco mayor, tenía la piel dorada y usaba unas horribles botas negras.
Ser una sombra la ayudaba en muchas cosas, pero aquella visón espectral le
mostraba seres desconocidos y verdades intrínsecas que de nada le servían en aquella
situación. El aroma llenaba toda la cueva así que no podía concentrarse con facilidad,
además del hecho de que la fogata la ponía en evidencia. Debía ser muy cuidadosa.
Se pegó al suelo y ladeo la danta hasta llegar al niño con las botas negras. Era él,
lo sabía, las botas se lo decían. Era solo un bebe pero ella sabía que cuando creciera seria
una repulsiva bestia barbada que se llevaría a su hija a rastras. Era ese el demonio que
estaba buscando. Pero, el otro… el otro tenía el aroma metido en su piel pero no se parecía
para nada al captor de sus hijos, ni siquiera tenía la misma ropa. No podía ser él, era el
otro, debía matar al otro. Sabía lo que debía hacer.
– He esperado tanto, esperar un poco más no me hará daño – se dijo a si misma.
El amanecer estaba cerca, no sería tiempo suficiente. Debía apagar el fuego de sus
ojos. Una sombra era una sombra. Oscura, pétrea, así debía ser una sombra. Solo decir las
palabras y estaba listo. Se puso de pie al lado del chiquillo con las botas negras. Deseaba
matarlo allí mismo pero sabía que tenía que esperar. Esperar era tan doloroso como
recordar pero debía hacerlo.
– Doker sa jo Isikú – susurró lentamente.
Ya las palabras habían sido presentadas. Ya no había más que hacer. De pronto
sintió como el fuego de su interior se apagó. Esa luz violeta que la impelía a seguir tras ese
aroma se fue extinguiendo poco a poco. La movilidad que tenía se fue convirtiendo en un

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espectro plano unido a una pared. Su vista se fue nublando hasta que ya no pudo ver nada
más. Solo sentía que unos hilos invisibles la unían al cuerpo de aquel niñito que ahora no
podía ver. Sólo podía escuchar su respiración, su respiración de hombre.
Su venganza estaba cerca. Sólo debía esperar. Le quedaba una sola oportunidad
más y algo le decía que no estaba muy lejos. Ya la última pieza se había puesto en el
tablero. Realmente ahora si era una sombra.

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Gitana

El sol irrumpió en la cueva muy temprano. Marú sintió que la noche pasó volando,
casi ni logró descansar. Su mente aún estaba algo nublada y el frio de la cueva se le había
metido en los huesos. La noche anterior lograron encontrar aquella cueva poco antes de
que la lluvia rompiera de golpe. Más que una simple lluvia era un monzón ininterrumpido
que algunas veces parecía hasta eterno. Llovió de manera desmesurada y llovió durante
toda la noche.
Para cubrirse del viento y el agua que entraba a la cueva tuvieron que adentrarse
un poco. Jesús hizo una fogata, se le daba muy bien aquello de crear fuego de la nada. Aún
estaba algo taciturno después de su revelación. Debía ser muy duro estar perdido sin
encontrar sentido a lo que estaba pasando con su vida. Marú sabía cómo se sentía. Fue así
como se sintió cuando llegó a Ummaya, sin saber que era lo que realmente estaba pasando.
Cenaron algo de fruta que estaba en las provisiones que habían llevado desde Aina
y se acostaron temprano. A Marú le costó un poco dormirse. No era tan cómodo como la
cama que le ofrecieron la noche anterior en Ainala pero la verdad es que prefería eso a
seguir caminando. Había sido agotadora la jornada de ese día y el siguiente no tenía una
mejor pinta.
Dentro de la cueva, cerca de donde habían pasado la noche, había una charca.
Seguramente se había formado debido a la lluvia. Se levantó y camino hasta ella para
lavase un poco la cara. El agua fría siempre lo despertaba un poco.
Después de helarse la cara echó un vistazo a la cueva. Auntú no estaba. De seguro
había salido. Tenía pinta de no dormir mucho y posiblemente no deseaba estar allí para
cuando el Caballero despertase. Marú decidió salir también. Se colocó sus botas
nuevamente y emprendió el camino hacia la salida de la cueva. Llevó consigo el bolso con
las provisiones para no tener que entrar de nuevo a buscarlas. En su cinto reposaba la
espada y la bolsa que le había entregado Yara.
No se preocupo por el Caballero, de seguro saldría cuando se despertara. Igual debía
buscar su caballo que tenía en la entrada de la cueva pues le gustaba admirar el agua y
jugar bajo la lluvia. De seguro a los Seretones no le importaría que un noble caballo
estuviese dando vueltas por entre sus sagradas montañas.
Auntú no estaba cerca. Se lo encontró un poco más allá de la cueva en una ladera
del camino. Estaba echado en la grama, un poco taciturno. Marú decidió echarse a su lado
en silencio. No se veía mal humorado pero no parecía estar de muy buen ánimo tampoco.
– Deberíamos seguir el camino – le dijo finalmente rompiendo el silencio.

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– ¿En serio crees que debemos irnos y dejarlo atrás? – añadió Marú.
La danta siguió con la mirada perdida en el horizonte.
– No, la verdad es que no – le contestó Auntú. – ¿Tu no quieres dejarlo?
– No me parece una mala compañía – contestó. – Además esta tan perdido como
yo.
Marú consideró prudente no decirle lo que Jesús le había confiado la noche anterior.
Tal vez con quien menos debería guardar secretos era con Auntú pero parecía no estar
siempre dispuesto a entender a las personas que están en la otra posición.
Jesús llegó pasado un buen rato. Al parecer decidió bañarse antes de empezar la
marcha. Seguro lo hizo en la charca de la cueva. Su caballo relincho apenas lo vio. A Auntú
esto pareció extrañarle, pero Marú no le tomó importancia ya que al parecer Jesús tampoco.
Les pasó por un lado a los dos señalando que debían empezar a caminar. Marú sintió un
escalofrío cuando pasó a su lado.
El resto de la mañana continuó el viaje en silencio. Jesús se mostraba más serio de
lo normal. Mantenía el ceño fruncido y la vista perdida en el horizonte. Al parecer su
confesión de la noche anterior lo había golpeado más de lo que creían o al menos eso
pensaba Marú.
– Algo raro le pasa a ese muchacho – señalo Auntú a mitad de la mañana.
Marú echó un vistazo a el Caballero y se dio cuenta que era cierto. Era normal
sentirse confundido por lo que le pasaba pero no estar de tan mal humor. Aquel día parecía
que Auntú y Jesús habían cambiado de personalidades.
– Tienes razón. ¿Crees que de verdad le haya afectado tanto haber hecho esa
confesión? – le susurro Marú.
Jesús estaba más adelante que ellos cogiendo a su caballo de las riendas. Tal vez
no podía escuchar pero aun así quería estar seguro.
– Creo que es más una cuestión de héroe. Un Caballero que cuenta la historia sobre
un pasado que ni el mismo bien conoce no quiere que otros la conozcan.
Auntú parecía tener razón. Un héroe en dos mundos, Gran Waraira y Ummaya, y
que no pueda rescatarse a sí mismo de aquella situación. Era un poco irreverente pero no
tanto como para estar en la posición que esgrimía aquella mañana.
El agua que tenían para tomar se había acabado y el potente sol del día anterior
volvía a imponerse en el cielo. Marú lamentó no haber tomado un poco de agua de la charca
en la cueva. Mantuvieron el paso un buen rato hasta que Jesús se detuvo en el borde de
una cueva. Había escuchado correr algo de agua en el interior y le parecía un buen lugar

100
para comer algo y reposar antes de seguir. La idea le pareció buena a Auntú ya que el
desierto estaba cerca y no iba a ser fácil atravesarlo si el sol estaba en su cenit.
Comieron la poca futa que les quedaba y la acompañaron con abundante agua. Marú
se comió un par de mangos, era la fruta que más le gustaba y al parecer en Ummaya tenían
un sabor aun mejor. Estaban dulces y jugosos. A él se le antojaron perfectos. Auntú había
pastado suficiente en la mañana así que decidió sólo tomar una siesta en la sombra de
aquella cueva.
Luego de comer Marú decidió que sería un buen lugar para tomarse un baño. Sus
necesidades habían cambiado desde que llegó a Ummaya. Si bien aun necesitaba comer y
beber, la mayoría de las veces lo hacía más por disfrute que por necesidad y a pesar de
ello su cuerpo los procesaba pero no debía preocuparse por los desechos. Quizás en
Ummaya se aprovechaba toda la fuerza vital de los alimentos. Dormir le resultaba
placentero pero más que nada reparador. Al parecer su cuerpo espiritual debía descansar.
Tal vez todo en el universo si era cuestiones de energía como decía su madrina. Cuanto
extrañaba los besos y abrazos de esa tierna viejecita.
A pesar de las largas caminatas y del cansancio que le producían algunas, como su
encuentro con la serpiente de agua, nunca sudaba por lo que bañarse era una opción. De
igual manera aquel momento le pareció bueno para hacerlo. Estaba decidido a ver que otro
cambio tenía su cuerpo. Se adentró en la cueva y siguió el curso del riachuelo que allí
estaba. Se había quitado las botas así que podía sentir el agua corriendo en sus pies. El
agua estaba fresca.
Cuando encontró el lugar apropiado empezó a desnudarse. Se quitó primero el cinto
con la espada y la bolsa de terciopelo que trataba de mantener siempre consigo. Luego se
desprendió el broche del Corazón de Ummaya y se quitó la hombrera. Se quito la camisa,
no se le hizo tan fácil manejarse con los cuernos que ahora tenía por cabello. No notó mayor
alteración en su cuerpo que el hecho de que su piel ahora era más oscura pero eso ya lo
había notado en sus pies y manos. Se quitó el pantalón y en el fondo soltó un suspiro de
alivio cuando vio que todo seguía igual que antes. Se metió en el agua y nadó por un rato.
Era un pozo un poco hondo pero era un buen nadador. Estuvo en el agua un buen rato, le
parecía relajante y sentía como su piel se lo agradecía. Salió de allí y se quedó sentado en
una roca esperando secarse por un rato. El agua que chorreaba de los cuernos en su cabeza
le corría por la espalda desnuda. Estaba colocándose la ropa de nuevo cuando descubrió
algo en el costado de su muslo derecho. Cinco pequeños círculos blancos del tamaño de
una moneda estaban tatuados en su pierna. Eran semejantes a símbolos. Una especie de
mezcla entre laberintos, esfera y escritura hindi. Marú estaba anonadado.

101
De pronto Auntú lo llamó diciéndole que ya debían partir. Se terminó de vestir
rápidamente. ¿Que era aquello? ¿Qué significaban aquellas marcas? ¿Estaban allí cuando
se quitó el pantalón? Echó atrás el camino andado devanándose los sesos sobre aquellas
extrañas figuras que había visto. Una línea de símbolos blancos en contraste con su piel
oscura estaba en su muslo derecho. Cuando se quitó el pantalón no estaban allí, de eso
podía estar seguro. Aparecieron después que salió del río. ¿Los abría activado el toque con
el agua? ¿Tendría otras marcas en el resto del cuerpo? Al menos no ninguna que fuese
evidente para él ya que se revisó bien mientras se vestía.
Pasó el resto de la tarde pensando en aquellas figuras. No sabía si debía comentarle
algo a Auntú. No sabía si esos símbolos podían significar algo para él, pero si no era así de
seguro no le iba a dar ninguna importancia.
Continuaron por el camino en medio de las montañas. Llegó un momento donde se
hizo tan estrecho que tuvieron que caminar en fila para poder atravesarlo. La luz del sol
aun clareaba el día pero hacía mucho que dejaron de sentir sus rayos. Sólo quedaban las
sombras que proyectaban los riscos pedregosos de las montañas. Marú de vez en cuando
echaba la mirada hacia algún saliente buscando un Aiton. Vio un par de ellos. Se preguntaba
a donde llevarían aquellas cuevas. ¿Serían simples cavernas que servían de morada a los
seretones o de verdad eran el camino oculto que llevaba a algún lugar secreto? Aquella
palabra le hizo recordar sus marcas. Instintivamente se paso la mano por el muslo. De
seguro le hallaría respuesta a aquellos símbolos pero ahora no era el lugar para pensar en
eso. Por ahora debía concentrarse en el camino.
Al cabo de un rato el camino volvió a ser amplio así que se colocó al lado de Auntú
nuevamente aunque solo fuera para tener su compañía silenciosa hasta que llegaran a su
destino. Aún no sabía bien que iba a buscar en aquel lugar. Lógicamente era una profecía
pero desconocía de qué manera se iba a encontrar con ella.
– ¿Por qué vinimos al desierto? – le preguntó instintivamente a Auntú.
– ¿Cómo que por qué?– le espetó este. – Por la profecía. ¿Te caíste mientras te
bañabas y te golpeaste la cabeza?
No podía decir que extrañaba el mal humor de aquel animal pero la verdad es que
eso era mejor a nada.
– No me refiero a eso. Claro que sé que vengo a buscar una profecía. ¿Quiero decir
qué venimos a buscar exactamente? La profecía no será una hoja de papel que esta volando
en el aire esperando que yo llegue a atraparla para luego irme.
La danta se quedó callada un momento.
– Parece que la ironía se esta apoderando de ti.

102
– He tenido un buen maestro – le soltó Marú en medio de una pequeña risa. Era la
primera vez que lo hacía desde que había llegado a Ummaya.
– No hemos venido a buscar algo. Hemos venido a buscar a alguien.
Un resplandor se apoderó de las sombras en las que discurrían y ante ellos se
encontraba un enorme desierto que se perdía en el infinito y más allá de él estaba el mar.
Marú lo sintió en los huesos. Reconocía aquel aroma a kilómetros de distancia. Detrás de
todos aquellos montones de arena había un mar tan azul y salado como aquel que tanto
conocía.
El sol estaba casi por caer pero a pesar de ello sus rayos caían y chocaba contra la
arena haciéndola brillar de una manera increíble. Marú se sintió satisfecho de saber que ya
habían llegado hasta allí, que cada vez les faltaba un poco menos. Al bajar aquella colina
sus botas chocarían contra la arena dorada y podría encontrar el objeto de aquel viaje, la
profecía que dirá donde se encontraba el arma salvadora de Ummaya. Les habría cumplido
a la reina y a él mismo. Cada vez estaba más cerca de volver a casa.
– ¿Y a quien vinimos a buscar en este desierto? – preguntó ansioso Marú.
– A Kashan´drah – respondió el Caballero. Auntú y Marú se vieron por un instante.
Al parecer el Caballero como siempre sabía mucho más de lo que decía. – La Gitana de
Paraguachí – señaló finalmente Jesús para empezar a descender la colina camino al
inmenso desierto.

103
Paraguachí

La arena era suave y aún estaba caliente por todo el sol que recibía. El sol se
ocultaba frente a ellos así que debían caminar con la vista clavada al suelo para poder
continuar. A medida que la oscuridad se abría paso las ráfagas de viento lo hacían junto a
ella. Para cuando llegó la noche de la cálida arena solo quedaba un recuerdo. Aquella noche
el desierto era frío.
Marú no sabía que le disgustaba más, taparse los ojos de los implacables rayos del
sol o del implacable viento frío. Continuaron caminando imperiosamente por un rato hasta
que el cansancio pudo más que ellos y se detuvieron. No tenían mucho de donde escoger
al momento de decidir donde recostarse. Solo algunos arbustos secos y gruesos cactus era
lo único que había alrededor. Se colocaron al lado de un arbusto que les sirviera de
cortavientos e hicieron una fogata. Aunque Marú había comido algunas bayas que había
arrancado ya al final del camino tenía algo de hambre. Solo tomaron agua que tenían en
unos pellejos. Le colocó un poco a Auntú en una totuma para que pudiese beber
cómodamente.
Cada quien se recostó un rato a descansar. No iban a dormir toda la noche ya que
era preferible terminar el viaje de noche que bajo el furioso sol del día. Al cabo de un rato
Marú se despertó. El Caballero estaba frente a la fogata. Marú también quería calentarse
así que se sentó a su lado.
– ¿No dormiste nada? – le preguntó Marú mientras extendía las manos al fuego.
El Caballero no respondió. La luz de la fogata le daba cierto aire espectral. Le infería
a su piel dorada un tono naranja que lo hacía parecer una estatua de bronce, una especie
de figura inanimada que reposaba frente al fuego en la mitad de la nada.
– No podía dormir – le dijo finalmente. Volvió a callarse un rato. – No puedo cerrar
lo ojos. Veo cosas. Manos llenas de sangre y mujeres clamando ayuda.
Marú imagino lo difícil que debía ser llevar esos recuerdos consigo. Los recuerdos de
luchas y guerras eternas que nunca terminaban dentro de aquel soldado. Como había
sospechado el titulo de Caballero conllevaba haberse enfrentado en batallas, luchas y
peleas. Aquel caballero aun estaba allí con su espada guardada en una vaina pero luchaba
eternamente en la oscuridad de su ser. Marú consideró prudente cambiar el tema y esta
vez lo haría un poco más por conveniencia que por compasión.
– ¿La conoces?
Jesús levantó la vista de la fogata para verlo directamente a los ojos.
– ¿A quien?

104
– A la gitana.
– No. No la conozco.
– ¿Es ella quien te dará las respuestas que buscas?
El caballero soltó un suspiro y volvió su mirada al fuego.
– Eso espero.
El silenció volvió a imponerse sobre ellos como la noche sobre el desierto. Lo único
que se escuchaba era el crujir de las ramas secas que como siempre mágicamente Jesús
había convertido en una cálida fogata.
– Una hechicera en Imatáca me dijo que viniera aquí – dijo Jesús de pronto. Soltó
otro suspiro antes de continuar con la historia. – Me dijo que Kashan´drah podría
ayudarme. Que sus poderes van mucho más allá de lo que otros conocen y que solo ella
puede ver el pasado, el presente y el futuro de una persona en un solo momento.
Un poco de miedo se alojó en Marú, aquello que acababa de escuchar no lo
tranquilizaba en lo absoluto. Él no deseaba saber nada de su futuro. Siempre consideró que
lo más hermoso que tiene el mañana es la incertidumbre que lo envuelve. Tal vez a Jesús
le parecía interesante por el hecho de conocer un pasado que desconoce. Debía ser
agradable finalizar una de las luchas que mantenía aquel guerrero consigo mismo.
– ¿Y sabes dónde está? Quiero decir, este desierto es muy grande.
– La hechicera solo me dijo que su presencia era como la sombra de un Argentavis
– Marú lo vio incrédulo, así que Jesús continuó la explicación. – Es un ave enorme que vive
muy al sur, en las Montañas del Fin del mundo más allá de las Tierras de Fuego.
Marú sacudió la cabeza y Jesús percibió su preocupación.
– Tranquilo. No será difícil de encontrar – dijo para tratar de aplacar sus dudas.
– No era eso lo que me inquietaba. Es la idea de la sombra. ¿Por qué te diría eso la
hechicera? ¿Cómo vamos a ver una sombra en toda esta oscuridad?
– De las sombras no hay nada que temer. Nuestra misma sombra es sólo nuestro
reflejo en el suelo cuando estamos frente a una luz. Si encontramos a la gitana como una
sombra es porque ante ella brilla una enorme luz.
Aquellas sabias palabras lo calmaron un poco. La explicación de Jesús sonaba muy
certera. Tal vez él si podía ver como decía Opohoponaim, con los ojos del corazón.
Al poco tiempo se despertó Auntú, apagaron la fogata y continuaron el camino. Las
ráfagas de viento eran más suaves así que caminar no fue tan difícil como al principio de
la noche. Las estrellas pululaban en el firmamento brindado algo de claridad. Solo seguían
de frente el camino en la misma dirección desde que tocaron la arena del desierto. Marú se
sentía un poco perdido, pero Auntú lideraba la marcha. Él era el guía que la Reina Yara le

105
había colocado y debía confiar en la elección que ella había hecho. Caminaron un buen
tiempo hasta que a lo lejos vieron la silueta de un árbol, no era muy grande pero tenía una
copa abundante. Resultaba extraño verlo allí en la mitad de la nada que lo rodeaba. Marú
le pareció que tal vez podían sentarse allí un momento, no le haría nada mal recostar la
espalda de algo firme un momento. Al acercarse más el árbol parecía hacerse más pequeño.
Cuando estuvieron frente a él Marú no daba crédito de lo que veían sus ojos.
Frente a ellos estaba la estatua de una mujer con las manos extendidas hacia el
cielo sosteniendo en el aire una especie de manto o pañuelo gigantesco. Su semejanza con
un árbol era increíble, sobre todo al llegar y verla de cerca. No era de cemento, era una
especie de corteza de madera muy vieja que la cubría. En el suelo la sombra que proyectaba
su manto al aire era gigantesca. Algo le decía que ya habían llegado.
Los tres se quedaron admirándola inmersos en un silencio. No el mismo silencio
absurdo que los acompaño durante el viaje sino más bien una especie de silencio unísono
que los arropaba ante la contemplación de una imagen tan sencilla y al mismo tiempo tan
impactante.
Una fuerza más grande que sí mismo impelió a Marú a caminar de frente hasta
aquella estatua negra que se encontraba en la mitad de aquel desierto. Parecía que estaba
sufriendo allí sin más que la noche y el frío como compañeros. Había hecho todo aquel viaje
y recorrido aquel trecho para llegar hasta allí. Todo para llegar hasta ella. Extendió su mano
y tocó la corteza. Estaba cálida, como si dentro hubiera sangre pasando por su cuerpo. Se
sentía muy bien. Cuando retiró la mano en sus dedos quedó pegado un pedacito de la
corteza. Era sensible como una cascara de huevo. Se volvió arena entre sus dedos. Cuando
levantó la mirada nuevamente pudo ver como la corteza empezó a desprenderse como sí
un montón de arena petrificada hubiese estado cubriendo aquella hermosa mujer. Poco a
poco quedó al descubierto su pañoleta de colores fuertes ondeando en el viento, su negra
cabellera ensortijada que bailaba en el aire, sus largas faldas que rosaban el suelo. A
medida que la arena corría por su piel dejaba en evidencia la hermosura de aquella mujer.
Era delgada, con unos senos firmes que envolvía en una amplia blusa blanca, su
piel clara era brillante como la porcelana. Su cara redonda alojaba unos labios rosados que
parecían rodajas de pomelo y su mirada estaba enmarcada en unos profundos y hermosos
ojos verdes que eran capaces de escudriñar más allá de tu presente, tu futuro y tu pasado.
Se colocó el manto de manera que le cubriera los hombros. Sus manos sonaban con cada
movimiento ya que numerosas pulseras bailaban en sus muñecas, tantas como collares
colgaban de su cuello.

106
– ¡Al fin! – Dijo extendiendo las manos al cielo en manera de agradecimiento. –
Liberada como pensamientos de meretriz de puerto.
Aquel comentario tan fuerte y efusivo hizo sonrojar un poco a Marú. El Caballero
también se sofocó un poco.
– Vamos a ver – dijo rompiendo el silencio del desierto con aquella voz dulce y
eterna. – Ante mi están tres guerrero, a uno lo mandó el destino, otro la fuerza y otro la
voluntad. ¿Con cuál empezare?
– Querida Gitana. El tiempo no puede herirte. Eres eterna como el querer de la
noche – dijo Auntú que se colocó al lado de Marú para poder hablar mejor con ella. Marú
nunca lo había visto mostrar tan detallada cortesía. – El título de guerrero es muy grande
para este humilde mensajero de Su Majestad, la Reina Yara. Yo he sido el que ha venido
movido por la fuerza. Solo acompaño al Kasupar de Yocahú a realizar su cometido.
– Tierna criatura – dijo la gitana colocándole una mano en el lomo. A Marú le causo
un poco de gracia aquella frase. De seguro a la gitana no le parecería una criatura tan
tierna si llevara días viajando con él. – ¿Cómo puedes decir que no eres un guerrero?
¿Acaso no luchaste con la muerte cuando ella quería convertirte en su esclavo? No existe
mayor guerrero en este mundo que aquel que vence a la muerte. La mujer que supera un
parto, el niño que lucha por volver a correr, el hombre que pelea cada día contra una
enfermedad, todos son guerreros. Puede que no porten espadas ni emblemas, pero tienen
una voluntad que vale más que un estandarte ondeando junto a un escudo.
Marú podría jurar que vio el atisbo de una lágrima en los ojos de Auntú. La gitana
le estampo un beso mientras con sus suaves manos aún le acariciaba el lomo.
– ¿Entonces tu eres el nuevo Kasupar de Yocahú? – dijo mirando a Marú
directamente a los ojos.
Marú se sintió escrutado de pies a cabeza. Sentía que no solo ella tenía las
respuestas a todas sus preguntas sino que ella también sabía muchas cosas más. Tal vez
ella sabría de las marcas en su pierna.
– Soy yo – respondió educadamente. – A mí me trajo el destino.
– Valiente y audaz. Yocahú escoge bien a sus kasupares. Esta vez no se equivocó al
traerte a ti a luchar contra Kanaima – ella lo miró a los ojos mientras le decía aquello. Marú
sabía que aquella mujer ya conocía su determinación a no cumplir tal papel. – Lamento
decepcionarte Marú pero a ti no te trajo el destino. El destino lo trajo a él. El hijo de Huayna
Cápac.
Todos miraron a Jesús al mismo tiempo. Su tez brillante se había tornado de un
dorado muy claro, tal vez era su manera de reflejar palidez ante las palabras de la gitana.

107
Él había viajado hasta allá a buscar respuestas y las había encontrado más pronto de lo
que esperaba, pero eran respuestas al fin y al cabo. De seguro atrás le había quedado la
idea de seguir dudando sobre la identidad de Marú y el motivo de su viaje. La gitana se
colocó frente a él.
– ¿Te sorprende lo que te digo? – Le preguntó mirándolo a los ojos. – No entiendo
por qué. Viajaste hasta acá con la esperanza de descubrir tu pasado, un pasado en el que
nadie es más incrédulo que tú. Cada vez que ves tu reflejo en un espejo sabes que la
respuesta está allí, que tú eres un intichuri, que eres el Príncipe de Manoa. Viniste hasta
aquí a escuchar eso y volverás tus pasos atrás hasta las Montañas de Aiton para poder
llegar a Manoa, volver a tu casa y estar de nuevo con tu gente. La gente dorada no
pertenece a Ummaya.
Marú estaba tan o más incrédulo que el Caballero. Lo que él había dicho no solo era
verdad, sino que Manoa existía. La Ciudad Dorada estaba debajo de donde pasaron la noche
anterior. La leyenda no solo era verdadera sino que él, el Caballero de Caiguas en persona
era parte de la leyenda. Con esa verdad a cuestas de seguro los abandonaría durante el
viaje de regreso para seguir su camino hacia aquella ciudad fantástica.
– Pero hay algo más – añadió la gitana. – Tú eres un guerrero. Tú naciste para ser
guerrero y por eso te enviaron al Gran Waraira a defender a esa gente. No naciste allá,
naciste entre tu pueblo, siendo un intichuri. Tu padre envió tu esencia a cuidar del pueblo
de Maturín. Llegaste en los brazos de una imagen de la Virgen de la Consolación. Con el
tiempo la imagen fue robada. Cuando la hallaron de nuevo estabas en el pueblo de Caigua
donde erigieron una iglesia para venerar la imagen. En las noches tu madre te cuidaba y
cantaba en sus brazos. Pronto estallaría la guerra y el oriente necesitaría una fuerza más
poderosa que una espada, necesitaría un luchador de verdad. Tu padre fue en tu búsqueda
para convertirte en guerrero. Por eso en las noches volvías a la iglesia, ese era tu hogar.
De día eras un soldado que luchaba junto a Miranda, Bolívar y Mariño, y en la noche eras
nuevamente un niño que volvía a los brazos de su madre.
Las lágrimas corrían por el rostro del Caballero de Caigua. Al parecer no existe
armadura capaz de contener los sentimientos. El golpe de la verdad de la mano con los
recuerdos de su infancia de seguro era más potente que una lucha cuerpo a cuerpo con los
soldados realistas.
– Pero la verdad es que eres un guerrero – continuó Kashan´drah. – Tú decidirás si
continuar con la marca que llevas dentro de tu ser y continuas luchando por la justicia y la
verdad o vuelves a la paz de tu pueblo a buscar las piezas que le faltan a tu historia. El

108
destino te trajo hasta las puertas de la ciudad que te vio nacer para que decidas que
dirección tomará tu vida de aquí en adelante.
El Caballero se secó las lágrimas y lo único que pudieron hacer sus labios fue
agradecer sin palabras. Aquello era mucho que procesar. Marú lo entendió plenamente.
– ¿Entonces yo vengo por voluntad? – pregunto Marú rebobinando sobre los motivos
del viaje de cada uno.
Él juraba que estaba allí movido por el destino de ser descendiente de Kuai–Mare.
La gitana volvió a colocarse a su lado.
– ¿Qué si no entonces te movería a realizar este viaje para buscar la profecía que
va a salvar este pueblo por el que tú no vas a luchar?
Marú sintió de pronto como ahora se convertía en el centro de todas las miradas.

109
Seretones

Podría jurar que las manos le sudaban. El comentario de Kashan´drah lo ponía en


plena evidencia ante sus compañeros. Ahora sabían que no era tal Kasupar, que no tenía
madera de guerrero, que ese viaje era el resultado de la decisión nerviosa que tomó para
remendar delante de la reina su falta de coraje, que no pudo aceptar el papel que el destino
le había impuesto de comportarse como un digno heredero de Yocasba y luchar por
Ummaya.
– Pero has venido a buscar una profecía como el Portador de Yocasba que eres y yo
no soy quien para negártela. Tomemos asiento – dijo mientras se quitaba el manto de los
hombros y lo ondeaba en el viento frente a ellos. De la nada apareció una mesa con dos
sillas y otros muebles propios de un cuarto de lecturas del tarot.
Había una silla grande de cuero marrón que reposaba frente a un amplio escritorio
de madera negra. Sobre él estaba un pañuelo blanco de seda con bordados de oro, plata y
bronces. A un lado de éste tres piedras: magenta, cuarzo rosado y lapislázuli. En frente al
escritorio había un banquito de tres patas forrado en una tela roja. Todo esto sobre una
hermosa alfombra persa.
Marú tomó asiento sin protestar mientras la gitana hizo lo propio. Auntú y Jesús
estaban de pie detrás de Marú.
– Para esto voy a necesitar mis cartas – dijo la gitana.
Tomó la piedra de magenta entre su mano y la empezó a desboronar con los dedos
encima de la palma de su otra mano como quien toma una galleta y la reduce a migajas.
Una vez que estuvo completamente convertida en polvo colocó sus dos manos cerca y
aplaudió, generando un fuego purpura que se mantenía en el aire. La gitana lo elevó con
ambas manos y lo hizo flotar por encima de sus cabezas. Marú pensó que tal vez Jesús no
era el único que podía hacer fuego de la nada.
Lo que pasó después de allí solo se puede describir como único. A lo lejos, en medio
de la oscuridad, empezaron a brillar enormes luces amarillas en dirección al camino que
habían dejado a sus espaldas. Marú no tuvo que comprender mucho. Eran los seretones,
los guardianes de las Montañas de Aiton. Poco a poco fueron apareciendo unas luces hasta
que llegaron a ser varias decenas de ellas. Pululaban en la oscuridad como hermosas
estrellas que colgaban de la negrura de la noche. Lentamente fueron alineándose y
descendiendo hasta tocar la arena del desierto.
Poco a poco se volvían más y más grandes a medida que se acercaban. Cuando
estaban a metros de allí se podía apreciar una columna de enanos resplandecientes que

110
caminaban muy seriamente uno detrás del otro. Tenían unos enormes sombreros con
plumas, zapatos con hebillas y ropajes de otras tierras. Cada uno tenía una carta en su
mano derecha. A la cabeza iba uno que tenía una especie de cinturón grueso en torno a la
cintura. Era una especie de líder de los seretones. Se colocó al lado del escritorio mientras
sostenía su carta bocabajo con ambas manos. Uno a uno los demás fueron pasando
depositando así su respectiva carta hasta hacer un pilón. Cada uno de ellos después de
hacer su entrega se fue alejando unos cuantos metros de donde estaba sentada la gitana
para formar un círculo en torno a ella. El líder colocó el pilón de cartas sobre la mesa, una
vez que estas la tocaron, dejaron de ser halos de luz para convertirse en cartas reales.
Luego se unió a los demás seretones. Todos se tomaron de las manos y por encima de
ellos se formo una cúpula de luz que los cubría como protegiéndolos en aquel momento tan
solemne.
Kashan´drah tomo las cartas entre sus manos y empezó a barajarlas un poco. Tenía
la mirada perdida en el horizonte mientras cantaba una cancioncilla en palabras
ininteligibles para Marú.
– El destino de la Orquídea real es un secreto guardado por el mismo Yocahú en
estas cartas escondidas por esos hermosos seres de luz que son los seretones. Su ubicación
es un secreto por lo cual lo que ahora les diga será un secreto que deberán guardar con su
vida – les dijo la gitana mientras seguía barajando.
– En nombre de Yocahú, de los Antiguos Sabios, de los Dioses Negros y las Energías
del Segundo Mundo yo invoco a estas cartas y le pido que revelen el secreto de la profecía
que fue escrita para este Kasupar.
Las palabras retumbaron en el aire. Marú sentía como la piel se le estremecía. Una
ráfaga de viento empezó a andar en círculos dentro de la cúpula hasta que se colocó sobre
la cabeza de ellos y descendió sobre las cartas y estas la absorbieron reduciéndola a nada.
La gitana extendió cinco cartas boca abajo sobre la mesa. Lo hizo con la calma y parsimonia
propia del misterio que la envolvía.
– Vas a voltearlas una a una. Cada una revela una pieza, cada una revela un lugar.
Los xenis se esconden en lugares remotos y muchos de ellos cambiaron de nombre y de
identidad una vez que recibieron la misión de cuidar la Orquídea Real.
Marú escuchaba atentamente. Todo lo que dijera la gitana de allí en adelante él
debía repetírselo a la reina de manera íntegra. Procedió a levantar la primera carta. Tenia
cinco espadas blancas haciendo un círculo y una especie de ovalo amarillento en el centro
de ellos.

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– La verdad blanca reside en el sitio escarpado
donde de la princesa los gigantes blancos se han escapado.

La voz de Kashan´drah cambió notablemente mientras recitaba aquel extraño


poema. Su voz femenina y angelical se había esfumado para dar paso a una más oscura y
espectral. Marú no entendía nada de lo que le decía pero debía recordar aquello de igual
manera, ya que la reina esperaba de él que le entregara las palabras exactas. La gitana le
pidió que le diera vuelta a la siguiente carta. Marú obedeció. La carta tenía tres hojas verdes
y encima de ellas estaba un colmillo blanco lleno de sangre.

– Atrás quedó el tiempo donde su piel aquí podía cambiar


ahora solo corre agua, miedo, temor y oscuridad.

Aquella voz lo asustaba pero tenía que mostrarse firme ante la determinación de
escuchar toda la profecía. No podía ceder fácilmente. Volteó la tercera carta y se encontró
con dos manos llenas de burbujas semejantes a la espuma del mar.

– Palabra viva, moneda y esperanzas


en el lugar donde lo dulce y lo salado forman una alianza.

Cada carta era una sentencia marcada con un extraño poema. Tal vez así le fuese
más fácil de recordar. La cuarta carta era una roca con una bandera blanca clavada en ella.
La roca reposaba en una montaña con hermosas flores del color de la bandera.

– Una copa que guarda luz, no tiempo


algunos caminos son curvos y otros son rectos.

Marú se esforzaba por recordar las imágenes y asociarlas con las palabras de cada
poema, de aquella manera le sería más fácil salvaguardar en su memoria toda aquella
información. Ahora tocaba la última carta, la última línea de aquella profecía. La ultima
imagen a guardar en su cabeza. Al girar la carta se encontró con la imagen de una ostra
llena de agua donde se veía una perla reposar al fondo de la misma.

– El tiempo es tan fuerte como la roca y el mar


por eso en su sabiduría y su centro es donde debes buscar.

112
Nada de lo antes dicho le hacía pensar en una profecía. Todo eran palabras vagas
sobre tiempos, colores y sensaciones que el no entendía. Esperaba que la profecía fuese
más una serie de palabras que reflejaran actos futuros que un raro poema. Ordenó
imágenes y palabras en su mente para poder hacer una sola idea.

“La verdad blanca reside en el sitio escarpado


donde de la princesa los gigantes blancos se han escapado.
Atrás quedó el tiempo donde su piel aquí podías cambiar
ahora solo corre agua, miedo, temor y oscuridad.
Palabra viva, moneda y esperanza
en el lugar donde lo dulce y lo salado forman una alianza.
Una copa que guarda luz, no tiempo
algunos caminos son curvos y otros son rectos.
El tiempo es tan fuerte como la roca y el mar
por eso que su sabiduría y su centro es donde debes buscar.”

Trató de mantener las palabras unidas, asidas con las imágenes que las habían
originado, atesorarlas en su cabeza para poder brindarle la protección que debía, la que le
exigía la reina, aquella a la que representaba con el broche que colgaba de su pecho.
Marú echó un vistazo sobre su hombro para ver a sus compañeros. Allí estaban
firmes, escuchando atentamente cada una de las sentencias del enigmático poema que la
gitana le había contado. Una vez que esta terminó con la profecía volteó de nuevo una a
una las cartas y las colocó dentro del mazo que reposaba a su lado luego lo tomó entre sus
manos y lo levantó en el aire con su mano derecha. El seretón que hacía de líder de los
demás se soltó de la mano de sus compañeros y se dirigió a recoger el mazo de cartas que
la gitana le ofrecía. Uno a uno lo fueron siguiendo en fila, él se detuvo al lado del escritorio
y tomo el mazó y les fue entregando a cada uno su respectiva carta. Una vez que uno de
ellos recibía su baraja iniciaba una carrera de regreso a su lugar en las montañas. De pronto
la oscuridad de la noche se llenó de hermosas luces brillantes que volaban hacia el punto
donde habían partido.
– ¿Recordaras todo lo que las barajas te han dicho? – le preguntó la gitana a Marú
con su tono de voz habitual.
– Eso espero – señaló nervioso. – He hecho mi mayor esfuerzo.
– ¿Realmente crees eso? – le pregunto la gitana viéndolo a los ojos.

113
Marú se puso algo nervioso. ¿Qué quería decir aquello? ¿Acaso debía hacer algo
más? Estaba allí. Había viajado tal como lo había prometido y había memorizado aquel
extraño poema, si es que le servía a la reina de algo para encontrar la Orquídea Real. ¿A
qué se refería la Gitana con todo aquello?
– Recuerdo lo que debo decir – contestó Marú algo serio.
– No fue eso lo que he te he preguntado. ¿En serio crees que has hecho tu mayor
esfuerzo? ¿Crees que Kuai–Mare se conformó solo con recordar unas palabras? ¿En serio
te consideras digno de portar el Corazón de Ummaya y de ser el Kasupar de Yocahú?
Marú no sabía que decir. No tenía el valor para enfrentarse en una lucha. Sabía que
para eso fue destinado, pero no se sentía así, no se sentía preparado para enfrentarse a
Kanaima, un ser tan malvado y poderoso que el espíritu del sol tuvo que hacer un arma
para poder aplacarlo. ¿Acaso el pueblo de Ummaya esperaban que él llegara y los salvara
sólo porque lo hicieron pasar por un espejo mágico? ¿Qué arriesgaría su vida por salvar un
mundo lleno de gente que no conocía y en el que nunca había estado?
– No puedo hacer más. Esto fue lo que le prometí a la reina.
– Yo creo que no has visto más allá. No has visto el trasfondo de tus acciones. Lo
malo de ver el futuro es que después de conocerlo crees que es único camino que te queda
por recorrer.
– Yo…yo no he venido aquí a ver mi futuro. No es lo que vine a buscar.
– Claro. Viniste por la profecía – le dijo Kashan´drah. – Yo solo quiero que veas la
otra cara de la moneda. Tu cara de esta moneda.
La gitana se levantó de la silla y bordeó el escritorio hasta estar al lado de Marú.
Éste estaba nervioso. Quería irse de allí, quería que Auntú lo llevase ya a la Puerta del
Tiempo. Realmente tenía miedo. La gitana rodeó a Marú con su brazo derecho y lo hizo que
se girara sobre su asiento. Marú ahogó un grito en su garganta.
Sus compañeros de viaje, al igual que el desierto y las Montañas de Aiton, habían
desaparecido. En su lugar solo había fuego, escombros y ruinas de lo que en su momento
fue una ciudad. Marú se levantó de pronto.
– ¡¿Qué es todo esto?! – dijo sorprendido.
No daba crédito a lo que sus ojos veían. Ruidos y muerte llenaban las calles de aquel
lugar. Cuerpos tirados por doquier. La sangre y el agua de lluvia se mezclaban en el
pavimento. Giró a ambos lados tratando de entender que pasaba cuando de pronto sintió
como el vacío le golpeaba el estomago. No era cualquier ciudad, era la ciudad que conocía,
que disfrutaba. Era Caracas.

114
Estaba en las calles de Plaza Venezuela. La estación de metro estaba en ruinas y la
mitad de la torre La Previsora reposaba en el suelo. Los túneles subterráneos del metro
eran visibles desde donde él estaba parado. Habían niños llorando, clamando por sus
madres, gente muerta en los suelos y edificios enteros llenos de fuego.
– ¿Este es el futuro? – le preguntó a Kashan´drah.
– Uno de los posibles – le respondió esta. – Solo es el más probable. Antes te dije
que lo malo de ver el futuro es que después de conocerlo crees que es el único camino que
te queda por recorrer. Este no es el único camino que hay para ti Marú. Tú lo sabes.
La gitana lo dejó allí mientras el observaba como todo en la ciudad estaba destruida.
¿Sería en serio que aquel iba a ser uno de los caminos que tomaría el futuro si él no defendía
Ummaya de Kanaima o sería solo una visión retorcida de Kashan´drah para que él se
decidiera a luchar? Se giró para preguntarle a la gitana que tan certera era aquella visión
cuando se encontró de frente con una imagen aun más aterradora.
Montones de gente muerta apilada estaban en una especie de campo baldío. El sol
les golpeaba en plenitud y la pestilencia era penetrante. Un hombre de antiguas ropas
negras con un aspecto repulsivo y las manos sucias rodeaba a los cadáveres y les cortaba
los dedos con un cuchillo para luego comérselos. Marú sitió como una gota fría de sudor le
bajaba por la espalda. El extraño hombre se dio la vuelta y lo miró a los ojos mientras le
mostraba los dientes llenos de sangre.
– Tú no puedes estar aquí – le dijo el hombre de la visión con una voz de anciano
en un tono de desprecio. – Tu estas muerto – le dijo mientras señalaba la cumbre de la pila
de muertos.
Marú vio su cuerpo rodeado de otros cadáveres. Tenía el mismo traje rojo con el
que estaba allí parado. No creía lo que veía, necesitaba verse a la cara para dar crédito de
aquello. De pronto el hombre le silbó y tuvo que regresar la vista de nuevo al anciano de
ropas negras. De su mano colgaba la cabeza de Marú goteando sangre. Recordó aquel
extraño sueño. Esta era la verdadera profecía.

115
Profecía

Marú no soportaba más aquella imagen. Sentía terror.


Por un momento volvió a verse reflejado en aquel extraño espejo del sueño. Pero
esta vez no era un sueño. Esta vez era un futuro posible, tal vez el más probable. Se cubrió
los ojos con las manos. No quería ver más. Sentía ganas de llorar pero no podía ceder ante
las lágrimas. De nuevo sintió miedo. Cuando se descubrió los ojos estaba de nuevo frente
al escritorio de Kashan´drah. Volteó de golpe y sus compañeros de viaje estaban allí.
– ¿Qué te pasa Marú? – preguntó Auntú con un marcado dejo de preocupación en
su voz.
Marú no le contesto. Eso no era lo importante en aquel momento.
– ¿Es eso lo que me va a pasar?
– Es lo más probable – le contesto la gitana.
– Eso no significa nada. Necesito saber que tan posible es.
– Tú viniste a buscar una profecía no una certeza.
– ¿Qué viste Marú? – le preguntó el Caballero. Era la primera vez que lo llamaba por
su nombre.
“Destrucción” pensó en responderle, pero no se sentía capaz de hablar de tal cosa.
No quería hacerlo. No podía decirles que existía una posibilidad de que todos ellos morirán
por el simple hecho de que él mismo se sentía incapaz de atravesar la mitad de Ummaya
buscando la Orquídea Real y la otra mitad buscando a Kanaima para destruirlo.
– Vi mi muerte – fue lo único que se atrevió a decir.
Todos guardaron silencio. No había que decir. No existen palabras de apoyo ni
consuelo de ayuda cuando alguien viaja en las arenas del tiempo y se encuentra cara a
cara con la muerte.
– Y la vio de la mano de su señor – añadió Kashan´drah.
– ¿Pulowi? – preguntó Auntú. Kashan´drah asintió.
Era cierto. Marú cerró los ojos y lo vio de nuevo. Tenía las ropas negras de la época
de la colonia como se lo había dicho la reina. En sus manos había una sustancia negra
chorreante y el olor de los cadáveres no era cualquier olor, era el olor de la muerte en sí.
– Entonces debemos regresar pronto – dijo Auntú con cierta premura. – La reina
debe saber esto.
– No – dijo Marú. Todos lo vieron fijamente.

116
Se puso la mano en el pecho. Hubiera querido no haber visto nunca aquella visión.
Hubiera querido que esas imágenes jamás hubieran estado en su cabeza, pero ya las había
visto. Ya conocía su final.
Se colocó la mano en el broche plateado de su pecho. Él era el Kasupar de Yocahú.
Se suponía que él tendría que cambiar todo aquello. Ya le había visto la cara al Señor de la
Muerte, aún escuchaba el crujir de los huesos que masticaba en su boca. Kashan´drah
tenía razón. Lo malo de ver el futuro es que después crees que es el único camino que te
queda por recorrer. Pero no podía ser así. Él lo podía cambiar.
– Buscaré la Orquídea Real.
Una sonrisa marcada se evidenció en el rostro de la gitana. Marú estaba consiente
de lo que ello significaba. No volvería a Aina en tres días, mucho menos a su casa. Tendría
que enfrentarse con una serie de peligros que azotaban las tierras de Ummaya y prepararse
para defenderse de ellos. Pero por otro lado contaba con un compañero de viaje que conocía
aquellas tierras y que rogaba supiera lo que significaban las palabras de aquel raro poema.
– ¿Sabes lo que estas diciendo muchacho? – le preguntó Auntú en un tono bastante
serio.
– Realmente no lo sé – respondió Marú. – Pero es lo único que puedo hacer para
cambiar las cosas. Para bien o para mal estoy seguro que este es el camino que debo
tomar, – se giró y vio a la gitana directamente a la cara – y algo dentro de mí me dice que
esto era lo que la reina también esperaba que yo hiciera. – La gitana le sonrío. – Espero
continúes siendo mi guía en esta nueva ruta – le señaló a Auntú.
– Será un placer pero de igual forma deberíamos partir de una vez. Cuanto más
pronto partamos hacía el sur mejor – señaló Auntú.
Marú le tomo la palabra y se despidió de Kashan´drah. Le dio las gracias por haberlo
ayudado en aquel momento.
– Siempre será un deleite brindarle ayuda a los portadores de un corazón noble.
Espero los dioses te acompañen en esta cruzada.
– Yo también – se giró y le extendió la mano a Jesús. – Gracias por la compañía. En
verdad eres todo un caballero. Espero encuentres paz con tu pueblo.
– ¿De que hablas? – Le dijo Jesús de Caigua. – Yo iré contigo.
Marú sacudió la cabeza algo incrédulo. No entendía porque Jesús tomaba aquella
posición. En su inicio estaba incrédulo ante el hecho de creer que él fuese el portador de
Yocasba, además estaba buscando respuestas sobre su pasado, respuestas que no solo
encontró sino que también halló el camino para volver a su ciudad de origen donde un
pueblo mágico lo esperaba para coronarlo Príncipe de Manoa.

117
– ¿Por qué vendrás conmigo si ya encontraste lo que tanto deseabas? Detrás de
nosotros esta la puerta que te llevará a la ciudad donde te espera tu padre y tu familia.
Donde puedes ser un príncipe.
– Porque no nací para ser príncipe – le respondió Jesús tranquilamente. – Nací para
ser guerrero, eso es lo que fui en tu mundo y lo que he sido en este. Si tú no logras vencer
a Kanaima, Manoa perecerá de igual manera. Mi mundo y el tuyo están en la misma
posición. Además yo soy un Caballero, o al menos así me dicen, – dijo mientras
desenvainaba la espada – y como tal debo mantener mi palabra. Cuando nos encaminamos
en este viaje te dije que si resultabas ser cierto lo de la profecía ibas a necesitar ayuda, y
no es mentira. Necesitaras toda la ayuda del mundo. Por eso mi espada esta a su servicio.
Colocó la espada en la arena a los pies de Marú y se dejo caer sobre su rodilla
derecha como muestra de lealtad.
– Siempre he sido errante, hoy me ató a su voluntad. Hoy le sirvo al portador de
Yocasba, el Gran Kasupar de Yocahú.
Marú no sabia que decir ante aquella situación. Las palabras del Caballero de Caigua
resultaban realmente sinceras y emotivas. ¿Era él lo suficientemente noble como para que
un caballero que ha luchado y ganado pusiera su espada a su servicio?
– Ponte de pie. No necesito que me jures fidelidad a mí, solo espero que le seas fiel
a la reina y a Ummaya y que te entregues tanto a ellos como sea preciso. Que tu
conocimiento y experiencia estén a la disposición de este pueblo.
Jesús se puso de pie y le extendió la mano a Marú quien la recibió gozoso en un
apretón efusivo.
– Igual que a tu disposición. Necesitas a alguien que te enseñe a manejar Karac a
ver si algún día la usas – Marú se quedó sorprendido ante tal revelación. – Por favor – bufó
Jesús. – ¿En serio crees que no me di cuenta que no sabías usarla? Soy un espadachín.
Marú se puso pálido. En parte por el hecho de que Jesús siempre supo que no había
usado su espada y por la otra el hecho de que si lo hubiera querido lo habría sometido a
espada y no lo hizo. Aquello ponía en evidencia la verdadera naturaleza de aquel joven. El
Caballero guardo nuevamente su espada, hizo una reverencia a la gitana y fue a colocarse
al lado de Auntú.
– Aun no he olvidado que trataste de volarle la cabeza – dijo Auntú.
– Ni yo que le serviste al señor de la muerte – le respondió Jesús.
– Puedo vivir con eso.
Hombre y animal iniciaron su caminata hacía el sur. Dejaron a Marú rezagado para
que se despidiera de la gitana, a quien le agradeció nuevamente.

118
– No tienes nada que agradecer. Todo sea en favor del reino. Además siempre serás
bienvenido si quieres venir a conocer tu futuro.
– No creo que eso pase. Solo me gustaría saber si lograré salir de esta.
– Es posible – le contestó la gitana mientras se descubría nuevamente los hombros
y dejaba que la pañoleta ondeara en el viento frío de la noche para quedar de nuevo en la
posición inicial. Lentamente el viento fue colocando arena en sus faldas y se iban
petrificando para formar la cascara que tenía cuando la encontraron.
– Muchachos – grito Kashan´drah antes de que la arena la cubriera por completo. –
Deben cuidarse. Una sombra va detrás de ustedes.
Marú agradecía el consejo de la gitana. Una sombra siempre los iba a asechar sobre
todo ahora que iban tras la Orquídea Real. Pero no tenía nada que temer. Si hay una sombra
detrás es porque existe una luz adelante. Al menos eso creía él.

119
Penumbras

El camino para salir del desierto hacía el sur no era muy diferente a lo que fue entrar
en él. Arena y más arena. Debían caminar en la noche porque si el sol los tomaba en la
marcha no sería ni cómodo ni bonito. Auntú decía que ya luego les quedaría tiempo para
descansar.
La noche permanecía fijada al cielo así como el silencio estaba presente en el grupo.
De alguna manera la presencia en aquel desierto los había cambiado a cada uno. Para bien
o para mal cada uno era diferente ahora.
La noche se fue lentamente y el amanecer conquistó el horizonte firmemente.
Estuvieron un par de horas más en el desierto hasta que empezaron a ver unas praderas a
lo lejos. Algunos arboles bajos se percibían ya. Marú estaba impaciente por echarse en el
primero así que apresuro un poco el paso. Cuando llegó a la hierba se quitó las botas y
dejó que sus pies se refrescaran con el rocío matutino. A pesar del sol continuaron
caminando un poco más hasta que llegaron a una colina en la cual había un sauce llorón
que brindaba una sombra abundante. Cerca había un lago.
Después que se refrescaron y descansaron un poco Jesús cabalgó por los
alrededores buscando un poco de comida. Al cabo de un rato llegó con algunas manzanas
que consiguió en un árbol cerca de allí. Marú comió y se sintió tan lleno que decidió dormir
una pequeña siesta.
Cuando abrió los ojos estaba solo en aquella colina. Echo una mirada en busca de
sus compañeros de viaje pero no vio nada. Decidió lavarse la cara para espabilarse un poco.
Se quedó al pie del lago admirando el paisaje. Estaba increíblemente quieto, mucho mas
de lo normal. Bajó la cara y lo sorprendió lo que vio reflejado. No era su rostro, era el de
Pulowi.
– Detrás de ti – le dijo el reflejo.
Marú volteó instintivamente y encontró allí a Pulowi masticando un dedo.
– ¿Crees que te vas a escapar de mí? – le dijo mientras lo asechaba.
Marú se había puesto de pie y empezó a adentrarse en el lago. Pulowi era más
grande que él así que no podía escapar. Si tan solo supiese utilizar su espada, al menos
sabría como defenderse. Se tocó el cinto buscándola y no la encontró. Estaba al pie del
sauce. La dejó allí cundo se quedó dormido. Pulowi lo seguía asechando y él seguía
adentrándose en el lago. Tenía que nadar hasta el otro lado, esa era su única salvación. Él
era buen nadador, podía hacerlo tranquilamente. Se volvió y se metió de cabeza en el lago.
El agua estaba fría, muy fría, y al mismo tiempo muy espesa. Se le dificultaba mirar dentro

120
de ella. Poco a poco el agua se fue oscureciendo como si fuera de noche. Debía salir a la
superficie. Cuando salió estaba en un mar infinito de una sustancia negra y viscosa con un
olor putrefacto. Sabía lo que era ese mar. Estaba nadando en los elixires de la muerte. No
le dio tiempo de tatar de buscar una salida. Una infinidad de brazos de aquel mar pétreo
se encargaron de rodearlo y halarlo hacia el fondo. Intentaba escapar pero eran muchos.
Cientos de brazos que lo atrapaban, lo halaban. Sentía como poco a poco su cuerpo perdía
el dominio de sí mismo. Perdió la fuerza, ya no podía más. Se estaba dejando hundir. No
había manera de respirar de nuevo. Aquel sería su fin. Pulowi lo estaba reclamando y él no
podía defenderse. No había más aire, solo aquella sustancia que le invadía los pulmones,
una sustancia viscosa que en la boca le supo a hierro y carbón, luego a fuego y luego a
dolor. Ya no podía respirar. Ahora seria uno de ellos. Ya no podía resistirse más.
Despertó de golpe. Estaba al lado del árbol, justo donde se había quedado dormido.
Buscó su espada y se colocó el cinto nuevamente. Quería tenerla cerca. Ya estaba
atardeciendo. Al parecer habían dormido un buen rato. Auntú estaba junto al lago y ni Jesús
ni su caballo estaban. De seguro estaba cabalgando. Se sentó junto a Auntú. La luz del sol
le pegaba de frente y lo hacía sentirse seguro, lo hizo olvidar que hacía nada ese mismo
lago se había convertido en un temible y oscuro lugar donde se estaba ahogando.
– Tuve un sueño – le dijo Marú con algo de preocupación. – Él estaba allí.
– ¿Pulowi?
– Si. Era la misma cara de la visión.
– Tendrás más. A medida que nos alejemos de Aina nos alejamos de su protección
– le señaló la danta. – ¿Fue un sueño negro?
Marú no sabía que significaba aquello, pero lo cierto es que su sueño tenía mucho
de aquel color.
– Si. Fue aquí mismo, en esta laguna. Habían muchos brazos que me halaban y
querían ahogarme en…
– Los elixires de la muerte – le respondió Auntú con cierto pesar en la voz.
Ambos se quedaron admirando el lago. Si aquel sueño negro tenía algún tipo de
significado, Marú no deseaba saber cual era.
– Es hermoso este lago. ¿Dónde estamos?
– A nuestra izquierda está el Monte Kurumiwa. Significa “Compasión de Dios”. En
otros tiempos estas tierras fueron azotadas por fuertes vientos. Koroos, un espíritu del
Gran Yocahú los guardó todos en su bolsa y ahora los domina.
A Marú se le hizo interesante todo eso. Era un sitio muy hermoso con una pradera
floreada a la derecha y esa montaña que le señalaba Auntú del lado opuesto. Resultaba

121
agradable pensar que los vientos que alguna vez azotaron aquel paisaje hoy estaban bien
resguardados. De continuar el viaje tenían que subir aquel monte que señaló Auntú. Una
sola e imponente colina que dominaba todo el viaje.
– ¿Por qué vamos al sur? – soltó de pronto Marú.
– Es lo que decían las cartas.
Hizo un pequeño esfuerzo por recordar lo que le decían aquellas raras cartas. La
primera era la imagen de cinco espadas blancas que formaban una especie de círculo en
torno a algún tipo de huevo amarillo. Las palabras del poema le sonaban un tanto mañosas.
“La verdad blanca reside en el sitio escarpado / donde de la princesa los gigantes
blancos se han escapado”.
Lo único que daba muestras de algún tipo de referencia era el “sitio escarpado”,
pero eso no se reflejaba con ningún sitio que él conociera ni en Ummaya ni en Gran Waraira.
Y esos gigantes blancos de los que habla el poema, ¿Habrían gigantes blancos donde el
estaría? Tenía que saber.
– ¿Qué decían las cartas para ti? – preguntó.
– Decían que debemos ir al Nido de Águilas, al sur de estas tierras.
– ¿Cómo era que esa carta te decía eso? – preguntó Marú curioso.
– Las cartas de esa profecía solo dicen lugares en los que está cada xeni y su
resguardo de la Orquídea Real, no significan más nada. Aquí en Ummaya solo hay un sitio
donde puedes encontrar lo que dice esa carta. El huevo es una clara referencia al Nido de
Águilas, un lugar que queda en medio de los Cinco Picos Blancos.
Era evidente. Marú solo veía un ovalo pero la verdad es que visto bien era un huevo
en medio de cinco picos. En verdad que Opohoponaim tenía razón. Debía ver con la
sabiduría del corazón. Los Cinco Picos Blancos le recordó un lugar de su mundo donde
también hay unos picos blancos debido a la nieve. Se preguntaba si existiría alguna
relación. Posiblemente sí. Yara le había dicho que aquel mundo era el reflejo espiritual del
Gran Waraira así que porque no tendrían alguna relación.
– ¿Por qué son blancos esos picos?
– Porque hay nieve en ellos – dijo Auntú afirmando la teoría de Marú.
– ¿Y las demás cartas, que dicen para ti?
– No entendí todas, solo las dos primeras, y espero que sean los sitios correctos.
– Podríamos volver a Aina a preguntarle a la reina – comentó Marú. – Igual me
gustaría decirle que voy en busca de la Orquídea.

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– Estoy seguro que ella ya lo sabe. Ella es capaz de sentir ese tipo de cosas. Cuando
la luz vence las sombras, cuando el mar eleva las velas de la libertad o cuando los pájaros
cantan el regocijo de la vida, todo eso forma parte de su ser y ella lo siente.
– Espero que lo sepa – añadió Marú. – ¿Y que decía la segunda carta?
– De ella no estoy seguro. El colmillo lleno de sangre y el cambio de piel solo pueden
hablar de un lugar y tiene que ser la isla de Mazonia, antigua casa de Anakhonda.
Aquel nombre le dio un poco de escalofríos a Marú. Le recordaba una serpiente
gigantesca que vio alguna vez.
– ¿Ese Anakhonda es una serpiente o algo así?
– Si y no – dijo Auntú – Antes lo fue. Fue el Señor de Mazonia, dueño del agua y
todo lo que hay en ella. Se convirtió en un ser malvado y fue derrotado por lo cual cambió
su forma de enorme serpiente que reinaba en los ríos y lo que estuviera en derredor a una
especie de monstruo baboso y repugnante que cubre su cuerpo con una manta. A mi se
me parece más a un gusano enorme que a cualquier otra cosa.
Al poco rato regresó Jesús. Dijo que había cabalgado al oeste hasta unos sembradíos
de hortalizas y consiguió algo de maíz así que esa noche lo comerían asado. Decidieron que
lo mejor era pasar allí la noche. Igual daba caminar a oscuras o empezar en la mañana, y
aún estaban agotados del paso por el desierto.
Jesús hizo la fogata y ensartó las mazorcas para poder asarlas. No tardaron mucho
en estar listas. Aunque Auntú decía que no era la mejor manera de comerlas igual se dio
un buen deleite con ellas y luego se acostó bajo el sauce mientras los otros dos se
calentaban frente a la fogata. Marú estaba con la mirada perdida en el fuego.
– ¿Estas bien? – le preguntó de pronto el caballero de Caiguas.
– Si, solo algo pensativo.
– ¿Piensas en ellos?
– ¿Quiénes?
– Tu familia. ¿Estas pensando en ellos?
Marú sintió como si le estuviera leyendo la mente.
– Si. Esto puede llevar mucho más tiempo de lo que realmente esperaba. Espero
estén todos bien y que no estén preocupados por mí.
– No hay manera que lo estén. El tiempo de aquí y el de allá no son el mismo.
– Si, pero si no acabamos con Kanaima significa que Kanaima acabará con ellos.
Además…
– ¿Además qué? – inquirió Jesús.
– ¿Qué pasa si muero?

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Se le erizó la piel solo de nombrarlo. El sueño negro lo había hecho pensar mucho
al respecto. Él sabía que continuaba vivo en su mundo, en su verdadero cuerpo, pero ¿Qué
pasaba si moría en aquel cuerpo espiritual? No tenía respuestas para eso.
– No sé que pasará contigo, pero si sé que nos pasará a nosotros. Si mueres nos
habrás fallado – dijo solemnemente el Caballero de Caigua. Marú se sintió aun peor con
aquellas palabras. – Así que será mejor que te enseñe a manejar esa espada pronto si
quiero conservar mi pellejo.
Marú le esbozó una sonrisa. Le agradaba contar con esta faceta del Caballero. Era
un buen compañero de viaje, al menos ahora. Se le veía tranquilo luego de su conversación
con la gitana, aunque al parecer no podía dormir bien, su semblante de vez en cuando se
notaba un poco sombrío. Marú decidió llenar el pellejo de agua antes de acostarse a dormir,
así que dejó a Jesús en la fogata y caminó hasta el lago.

124
Lagrimas

En la penumbra de la noche no le parecía tan agradable la idea de acercarse al lago.


Aquel había sido un sueño tan vívido que lo seguía atormentando. Pero debía ser valiente,
era lo que le tocaba ser. Había decidido ser el Kasupar de Yocahú. Ese era el título que
decidió tomar, las palabras que lo esclavizarían por mucho tiempo y ahora no era el tiempo
de echarse para atrás. Se agachó a llenar el pellejo de agua cuando escuchó el crujir de las
llamas de la hoguera. Hacía unos instantes era una hoguera normal y ahora ardían
ferozmente, tanto así que Jesús de Caiguas se había puesto de pie unos pasos más allá de
donde estaba sentado. Se veía como admiraba la hoguera fijamente, casi perdido en su
llamas. La sombra que proyectaba era enorme, hasta un poco tenebrosa.
“Una gran luz produce una gran sombra” recordó Marú.
Volvió su vista al lago. Ya había llenado el pellejo. Al lago lo adornaba una
tranquilidad inmensa pero al mismo tiempo agobiante. Cuando se encaminó de nuevo a la
hoguera no era capaz de creer lo que sus ojos estaban viendo. La inmensa sombra que
proyectaba Jesús se estaba moviendo. Era una especie de humo amorfo que revoloteaba
en el aire. De ella salieron dos brazos que se clavaron en si misma como desgarrándose
para dar paso a lo que había en el interior, un ser espectral de color violeta que iba en
dirección a Jesús.
Marú no sabía qué hacer. De pronto se vio corriendo hacía Jesús. Había dejado caer
el pellejo y con la misma mano empuño la espada. Estaba hecha a su medida. Sentía que
no le sería tan difícil utilizarla.
– ¡Jesús, cuidado! – le grito Marú pero este no reaccionó. Estaba inmóvil en una
especie de trance que lo consumía. – ¡Auntú! ¡Despierta!
La danta se despertó de golpe. Tampoco creía lo que estaba pasando.
Inmediatamente emprendió el galope hacia donde se encontraba Jesús echizado con la luz
de aquella llama.
– Apaga el fuego – le gritó la danta.
“Una gran luz produce una gran sombra”
Retrocedió. El pellejo lo había dejado atrás así que debía buscarlo nuevamente.
Corría a lo más que daban sus piernas. Arremetió de nuevo en dirección a la hoguera que
se hacía más y más grande a medida que la sombra se desprendía del humo negro que la
cubría para dar paso a una oscura silueta violeta que parecía ser una mujer con una larga
cabellera al aire.

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La hoguera ardía a más no poder. Debía arrojarle el agua pero no podía hacerlo
desde arriba. Era muy poca y no la extinguiría. Necesitaba echarla en la base del fuego. Se
colocó de rodillas para hacerlo cuando una lengua de fuego se fue contra él. Retrocedió de
golpe cayendo sobre su espalda. Debía volver a intentarlo. Se cubrió la cara con el brazo
que traía cubierto por la hombrera. Daba la impresión de que el fuego retrocedía ante la
presencia de esta. La hombrera fue como un escudo magnético que repelía el fuego. Marú
tomo el pellejo caído con la otra mano y se acercaba a rastras a la hoguera. Cuando estuvo
más cerca extendió el pellejo sin dejar de cubrirse. Dejó que el agua mojara la tierra. La
hoguera se había consumido y en su lugar solo quedaban unas chispas recalcitrantes.
Se puso de pie sólo para constatar que ya era tarde. La sombra no necesitaba de la
hoguera porque ya se había convertido por completo en una especie de fantasma violáceo
oscuro que estaba de pie asechando de frente a la danta quien parecía igual de inmóvil que
Jesús.
Marú empuñó su espada nuevamente. Algo le decía que esta vez no habría marcha
atrás, que debía usarla sin reparos. Embistió hacia el espectro oscuro con la espada asida
firmemente. La blandió en el aire y lanzó una estacada en contra de la criatura cuanto
estuvo cerca de ella. Escuchó un grito ahogado cuando la atravesó.
No la había herido en lo más mínimo. Era una especie de aire espectral. La espada
había entrado y salido tan rápido como si nada hubiese estado allí. A través del espectro
vio como la danta caía con la cara atravesada por una cicatriz. Él mismo la había herido.
Ese fue el grito que escucho.
La imagen violácea se volteó hacia él. Marú retrocedió rápidamente. No sabía que
hacer y sus compañeros estaban uno herido y el otro hechizado. La espada que tenía en la
mano no le servía para mucho. De nuevo estaba entre el espectro y el lago que reflejaba
la oscuridad de la noche. Se estaba repitiendo la escena del sueño negro. ¿Sería así como
iba a morir? ¿Hasta allí habría llegado su reciente campaña para rescatar la Orquídea Real?
¿Les fallaría a todos sus seres queridos? Debía haber una salida.
La oscura silueta lo embistió y lo derribo. Cayó de espalda. Frente a él solo tenía la
noche negra y el calor que emitía aquella criatura, aquella extraña mujer de cabellos
flotantes y marcados ojos negros que lo veía y olfateaba. La mujer colocó sus manos
alrededor de su cuello y lo empezó a apretar. Marú sentía como el aire dejaba de entrar en
sus pulmones. Sus oídos emitían un silbido ensordecedor y su mirada se nublaba por
completo. Lanzaba brazadas al aire semejantes a las últimas patadas de un ahogado en el
mar. No había nada contra lo que luchar. No podía golpear el aire.

126
Aquello era todo. Sabía que no podía resistirse más. Cerró los ojos. Al menos así al
morir no se llevaría como último recuerdo la cara de aquel horrible ser. Unas tibias lágrimas
corrían por sus mejillas. Sentía como si estuviese parado en la mitad de un vacío, como si
fuese todo y nada al mismo tiempo. Se veía a sí mismo en el medio de un túnel, un largo
y penumbroso túnel. Empezó a caminar en el sin saber hacia que dirección iba, así que solo
siguió de frente cuando una luz irrumpió a sus espaladas. En el suelo se proyectaba su
enorme sombra, tan larga y oscura como la que ahora lo estaba ahogando. Se dio la vuelta
y allí estaba la famosa luz al final del túnel. Otra puerta mágica que lo ayudaría a cruzar
aquel camino. Llagaría a otro mundo, otro desconocido, pero esta vez tendría menos miedo
porque estaba consiente que lo debía cruzar. Estuvo caminando en las penumbras. Poco a
poco la luz iba devorándose la oscuridad del túnel porque la luz y la oscuridad no pueden
residir en el mismo lugar. Algo en ese pensamiento le hizo detenerse en seco. Colocó la
mano en el lado derecho de su cinto.
La bolsa de terciopelo que le había dado la reina.
Ni la propia reina Yara sabía para que sirviera lo que estaba en aquel frasco. No
sabía si aquello daría resultado pero al menos debía intentarlo. Debía salir de aquel túnel.
– Vive. Por ellos. Vive – le dijo una voz femenina y dulce. Esta vez si sabía quien le
hablaba.
Empezó a correr en la dirección contraria pensando en lo paradójico de estar
escapando de la luz hacia la oscuridad para tratar de destruir un ser de la oscuridad con
una luz. Volvía sus pasos en aquel túnel penumbroso y se esforzaba por correr cada vez
más. De pronto no tuvo más fuerzas y cayó. Cuando abrió los ojos estaba de espaldas con
aquella criatura sobre él tratando de matarlo. Con la mano tanteo en su cinto buscando la
bolsa de terciopelo, recordaba que estaba allí. La tanteó y allí estaba. Debía sacar el frasco
con las lágrimas de Yoho así que se ayudó con ambas manos para desatar la bolsa. El nudo
estaba duro y ya no le quedaba más aire. Hizo un último esfuerzo y el nudo cedió. Metió
su mano en la bolsa y saco el frasco.
La criatura volteó hacia aquella luz que la hizo enfurecer. Apretó aun más sus manos
en el cuello de Marú. Ya no le quedaba nada de aire. Trató de golpearla con el frasco pero
fue inútil. Giró la cabeza y vio una roca. Era su último intento. Si fallaba entonces sería su
fin. Lanzó el frasco contra la piedra. Ya no tenía más fuerza.
Sus ojos se cerraron mientras escuchaba el quebrarse del cristal y un grito
ensordecedor en el aire.

127
Kurumiwa

La luz de la mañana lo golpeó en la cara. Abrió los ojos y estaba acostado bajo el
sauce llorón a orillas de un lago que brillaba como un espejo. Algo en él le decía que aquello
había sido otro extraño sueño. Ya estaba cansado de soñar así. Cuando se fue levantar le
dolía todo el cuello y se sentía mareado.
– Debes descansar.
Le agradó escuchar la voz de Auntú. Se volteó instintivamente y vio a la danta con
una tira de tela negra húmeda cruzándole la cara en el lugar donde anoche había visto una
herida.
– ¡Oh Dios! – Exclamó Marú. – He sido yo. Cuanto lo siento.
– No debes disculparte por nada. Nos has salvado a todos. De no ser por ti hoy el
sol estuviera calentando tres cadáveres para los cuervos. Además – dijo la danta en tono
algo jocoso – no hay buena guerra sin buenas heridas.
Fuer raro escuchar el tono irónico de Auntú en una broma, eso hizo sentir bien a
Marú. Los había salvado. Ni él mismo daba fe de lo que escuchaba. Era increíble.
– Aun así yo sigo opinando que deberíamos quitarle la espada. Es como tener un
mono con una antorcha.
Escuchar a Jesús y su buen humor lo hizo sentirse bien. Estaba descalzo frente a él
y su piel brillaba como si la acabaran de pulir. El cinto negro que tenía en la cintura estaba
rasgado. Marú sabía porque y aquello lo hizo sentirse un poco mal.
– Lo haz hecho muy bien muchacho – le dijo Jesús. – Te mereces ese emblema.
Marú bajo la mirada y vio el broche con el corazón de Ummaya. Ya se había
enfrentado a su primera guerra y salió victorioso. Tal vez no fuera aún un guerrero, tal vez
no supiera que tan en el fondo era un Kasupar, no sabía si lo haría bien o lo haría mal, pero
al menos hasta hoy lo había hecho lo mejor que había podido.
Pasaron la mañana descansando en torno al árbol. Cada quien contaba su versión
de lo que había ocurrido la noche anterior como si fueran soldados que volvían de una
guerra. Jesús no tenía mucho que contar. Dijo que después que Marú se levantó sintió
como un frio lo envolvía y de pronto vio que las llamas empezaron a crecer. Pensó que era
el viento que había avivado el fuego y por eso se levantó. Perdió su vista en el fuego y
empezó a ver imágenes de indios dorados danzando en torno a una especie de árbol de
piedra en la que estaban talladas unas extrañas caras.
Auntú comentó como luego de gritarle a Marú que debía apagar las llamas se fue a
embestir contra la criatura que lo detuvo en seco. Estaba como embobado con una canción

128
de cuna y se veía a sí mismo caminando por una especie de bosque de arboles blancos
cuyas copas eran unas enormes estrellas brillantes llenas de luz cuando de pronto sintió un
golpe que le cruzaba la cara y cayó al suelo. Al despertarse consiguió a ambos desmallados
y los restos de un frasco de vidrio en el suelo. Junto al frasco había una moneda. Jesús la
había guardado y se la extendió a Marú.
– Ushik veren bire Alamaya – leyó Marú en voz alta. Le parecía como si hubiera sido
hace mucho tiempo cuando pronunció aquellas mismas palabras en una hermosa habitación
de Ainala. – Llanto de Aquel que nos da luz.
Cuando llegó la tarde se encaminaron hacia la colina del Monte Kurumiwa. Todos
estaban un poco cansados por la lucha de la noche anterior pero no podían darse ahora por
vencidos. A Marú se le hacía un poco difícil seguir el paso ya que le dolía al respirar. Jesús
le ofreció su caballo y él le dijo que no, que mejor luego. Continuaron subiendo la colina
con un paso firme mientras comentaban detalles aislados del encuentro con la gitana o
especulaban sobre que tipo de criatura los había atacado.
“Deben cuidarse, una sombra va detrás de ustedes.”
Kashan´drah se lo había dicho pero Marú consideraba que siempre una sombra los
iba a perseguir.
Era extraño lo bien que se sentía allí después de todo lo que había pasado y visto.
Juraría que llevaba una eternidad, una eternidad que ya sentía sobre sí aunque apenas
habían pasado seis días desde que cruzó la puerta de los tiempos. Su vistazo hacia el
pasado no era más doloroso que su visión del futuro. No sabía lo que le esperaba pero
deseaba estar preparado para ello. El cuello le dolía, eso le recordaba que cualquier otra
herida no sería menos dolorosa que aquella.
Ya no podía volver sus pasos como lo había hecho en aquel oscuro túnel. Debía
continuar. Tenía que continuar. Había visto la gente muriendo, los niños gritando y el fuego
consumiéndose por completo su ciudad. Tal vez ese no fuera el futuro más preciso pero si
era el más probable. Kashan´drah tenía razón, lo malo de ver el futuro es que crees que
es el único camino que tienes por recorrer. Tomar ese camino no era lo difícil, eran las
piedras que hallaría en él lo que le preocupaba.
El monte Kurumiwa no ofreció mayor resistencia. Cuando el sol estaba cayendo se
encontraban en la cima. Frente a ellos estaba una extensión gigantescas de arboles dorados
que se perdían en el infinito. El sol del atardecer les arrancaba el brillo de sus copas.
Parecían brillantes monedas que colgaban de unas ramas secas bajo el fuerte sol del eterno
verano.
– El Bosque Dorado – le dijo Auntú. – Al cruzarlo estaremos en el Nido del Águila.

129
Marú se quedó callado admirando el paisaje. Aquello le resultó hermoso. Un paisaje
refrescante en medio de aquel extraño mundo. Se detuvo por un momento a apreciar
aquella vista. Era una vista que ni sus padres ni sus abuelos tendrían, era la vista de un
mundo al que solo él había conocido y que ahora debía salvar, la vista de un mundo que le
había ofrecido una piel nueva para llenarla de heridas de muerte y experiencias de vidas,
la vista de un mundo que ahora sentía un poco más suyo.
– ¿Estas seguro de hacer esto? – le preguntó la danta.
– Muy seguro – le dijo Marú empezando a descender hacía aquel bosque dorado, un
bosque de arboles tan raros como las criaturas de aquel mundo, aunque Marú sabía lo que
realmente eran aquellos árboles amarillos.
Eran Araguaneyes.

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No te pierdas más de esta fascinante historia en la segunda parte

La Máscara de Marú y el Secreto de las Águilas

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