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El Mensaje

Sabuat Urbina
A mi Esposo.

Sin él nunca hubiese podido escribir

una verdadera historia de amor.


Índice

Primera Parte: Annie ......................................................................................................................... 4


I ...................................................................................................................................................................... 5
II ................................................................................................................................................................... 11
III .................................................................................................................................................................. 19
IV .................................................................................................................................................................. 26
V ................................................................................................................................................................... 34
VI .................................................................................................................................................................. 41
VII ................................................................................................................................................................. 49
VIII ................................................................................................................................................................ 57
IX .................................................................................................................................................................. 64
X ................................................................................................................................................................... 73
XI .................................................................................................................................................................. 80
XII ................................................................................................................................................................. 91
XIII ................................................................................................................................................................ 98
Segunda Parte: Henry .................................................................................................................... 104
XIV .............................................................................................................................................................. 105
XV ............................................................................................................................................................... 111
XVI .............................................................................................................................................................. 119
XVII............................................................................................................................................................. 127
XVIII ............................................................................................................................................................ 134
XIX .............................................................................................................................................................. 139
XX ............................................................................................................................................................... 147
XXI .............................................................................................................................................................. 154
XXII ............................................................................................................................................................. 159
XXIII ............................................................................................................................................................ 166
XXIV............................................................................................................................................................ 173
XXV............................................................................................................................................................. 183
Tercera Parte: Henry & Annie....................................................................................................... 192
XXVI............................................................................................................................................................ 193
XXVII........................................................................................................................................................... 200
EPÍLOGO..................................................................................................................................................... 210
Primera Parte: Annie.

“Resaltaba en él la sonrisa que tan bien conocía, porque sonreía de ese modo cada

vez que la miraba. Permaneció delante del retrato algunos minutos, contemplándolo

con gran atención y antes de salir de la galería volvió a mirarlo.”

Jane Austen

Orgullo y Prejuicio
I

Las hojas del limonero se mecían lentamente a medida que el viento iba devorando el humo

del cigarrillo. Annie descansaba sobre una tumbona jugando con el cigarrillo entre sus dedos y

admirando las figuras que se formaban con cada bocanada de humo. La brisa de abril era suave y un

poco fría, se notaba que el otoño se estaba acercando. A sus espaldas descansaba la casa donde vivía

desde hacía unos cuantos años. Era una casa antigua, pequeña, pero muy hogareña que contaba con

el espacio necesario para satisfacer sus necesidades. Se la había comprado a una señora que se iba

hacia el este con la idea de finalizar sus días en alguna playa cálida. Cuando vio la casa por primera

vez quedó prendada de aquel pequeño patio cercado por la sombra del limonero. Cada vez que el

clima y su apretado trabajo se lo permitían se quedaba tumbada viendo como las ramas de aquel árbol

danzaba al compás que le marcaba el viento. Era realmente mágico. Más de una vez ella y Fabián

habían pasado horas echados en esa misma tumbona, cobijados con una simple manta y bajo la copa

de aquel árbol haciendo inmensos castillos construidos con hermosas promesas futuras. Pero eso ya

era agua bajo el puente.

Hacía cinco meses desde que Fabián se había ido a Buenos Aires. La oferta de un mejor trabajo

y la posibilidad de poder empezar a escribir su libro fueron las excusas perfectas para finalizar de un

solo golpe su relación con Annie. Ella trataba de no pensar mucho en el asunto porque la verdad aun

le dolía. Procuraba que su mente flotara y se perdiera en la oscuridad de la noche así como lo hacía

el humo de aquel cigarrillo. Cada día sentía como una verdad tan absoluta le fulminaba su existencia:

dentro de ella no había más espacio para el dolor.

Apagó el cigarrillo en un cenicero que tenía a la mano y se levantó de un tirón. Hacía muchos

días que no salía temprano de su trabajo y quería aprovecharlo para darse un buen baño. Entró a la

casa y cerró la puerta corrediza que daba al jardín. La Nena salió corriendo a recibirla y Annie le
devolvió el saludo acariciándola detrás de las orejas. Al menos aún la tenía a ella. La tenía desde hace

dos años al encontrarla cuando regresaba de Bariloche. El pobre animal estaba deshidratado y a punto

de morir de frío. Era irónico como unos años atrás ella le salvó la vida rescatándola de aquella helada

montaña y hoy era su compañía la que le permitía superar esta helada soledad.

Subió las escaleras hacia su recamara. En el camino se tropezó con unas cuantas fotos de su

viaje a Perú con Fabián. Se había olvidado de echarlas a la basura y en el fondo tampoco quería

hacerlo. La verdad es que no todo fueron malos momentos pero le dolía ver aquellas fotografías con

tanta felicidad en sus rostros. Era demasiado para ella. Subió las escaleras de un tirón para no pensar

mucho en el asunto, aunque últimamente era en lo único que solía pensar. Entró al baño, un espacio

acogedor con una pequeña ducha, un lavado, un retrete y su pieza favorita del mobiliario: una bañera

antigua. Le había costado mucho mantenerla en pie y creía firmemente que si por alguna razón había

que derrumbar por completo la casa, ella terminaría encadenada a la bañera. Fabián siempre le decía

que podía jurar que amaba más a la bañera que a él. Sin darse cuenta de nuevo estaba pensando en él

mientras tenía esa sonrisa de tonta en la cara.

“Basta ya.” se dijo a sí misma.

Hacía mucho que no usaba la bañera y sabría Dios cuando la volvería a usar pero optó por la

ducha. Más rápida, más efectiva y menos melancólica. El agua le caía por su espalda como pequeños

besos tibios que le rozaban la piel. La temperatura estaba perfecta. Se dejó golpear por el chorro de

la regadera como quien se deja azotar para cubrir sus pecados, obligándose a sentir los latigazos de

la ducha en lugar de sumergirse en la nostálgica bañera, como si con eso suplantara cualquier acto de

expiación necesario para pagar por sus culpas. Sabía que en el fondo la decisión de Fabián había sido

la mejor. Ella estaba entregada a su trabajo y él estaba entregado a ella. Él soñaba con cosas que a

ella nunca se le hubieran pasado por la mente. Era una relación guiada por el mismo amor pero por
diferentes intereses. Resultaba una relación extraña y perfecta a la vez. En su interior entendía que no

podía castigarse por siempre, pero sabía que aún era muy pronto para levantarse el castigo.

Una vez salió de la ducha se secó rápidamente con una toalla tibia y decidió aplicarse un poco

de crema hidratante en piernas y brazos. Luego de su rápido ritual de hidratación nocturna, tal vez el

único dejo de feminidad que le quedaba, se metió a la cama. Estaba tibia y cómoda, aunque muy vacía

también. Examinó con la palma de la mano como si estuviera en busca de alguna señal de aquel amor

acabado aun a sabiendas de que no lo iba a encontrar, pero era un deseo que muchas veces no podía

contener, un deseo que se encendía como una llama efímera cada noche, un deseo que la hacía

prisionera de sus emociones encontradas y sensaciones extintas. Dio vueltas por un rato mientras su

mirada saltaba de la ventana al techo y del techo a la pared antes de volver a la ventana.

Era extraño estar acostada tan temprano, muchas veces a aquella hora era cuando entregaba

su guardia en el hospital. Su trabajo como enfermera muchas veces resultaba agotador aunque

extremadamente reconfortante. Hacía poco que había terminado su Licenciatura y ya estaba

sumergida de nuevo en los libros devanándose lo poco que le quedaba de sesos para finalizar un

postgrado de Atención Prehospitalaria. Siempre había sido muy competitiva en lo referente a su

carrera y se esforzaba por estar siempre al día con lo mejor y más novedoso en cuanto al cuidado que

debía darle a sus pacientes. Su madre siempre le reprochaba que había perdido su tiempo al no estudiar

Medicina, pero la verdad es que ella sentía más pasión por ayudar a las personas en su recuperación

que en sentarse día tras día en un escritorio a escribir récipes o señalar cirugías que tal vez ni ella

misma terminaría haciendo. Era una lástima que ninguno de sus estudios le fuesen útiles en aquel

momento para sanar un corazón maltrecho por una ruptura amorosa. Sabía cómo atender una

quemadura de tercer grado, una fractura de clavícula o hasta un caso de hipertensión agudo, pero en

asuntos del corazón siempre fue una inexperta.


Mientras su cuerpo daba vueltas sobre la cama su mente giraba en torno a sus recuerdos con

Fabián como si se esforzara por fijárselos permanente y perennemente en la memoria. Ella hacía un

esfuerzo por dormir y su cerebro jugaba en su contra manteniéndola despierta para restregarle en cara

cuanta mala decisión o mal momento se le hubiera atravesado en la vida. Las imágenes divagaban,

saltando de un recuerdo a otro, haciendo que las historias de su amor fallido se arremolinaran en su

cabeza. Casi podía sentir como si otra vez fuera noviembre y estuviese de nuevo allí, impaciente y

nerviosa esperando el bus. Aquella noche de primavera trataba de sumergirse en una lectura sobre las

laceraciones por ácidos cuando su mirada se posó en un chico que recorría la acera de enfrente

envuelto en una bufanda ciruela. El volteó de la nada como si alguien lo hubiera llamado y posó su

mirada sobre aquella chica menuda de cortos cabellos castaños batidos por la brisa fría de aquella

noche primaveral. Ella bajó la mirada ya que sentía que su cara estaba ardiendo, pero no pudo resistir

más de diez segundos antes de echar de nuevo un vistazo en busca de aquel galán. Él estaba parado

en el mismo sitio, esperando que ella lo buscara, como si él estuviese moviendo la piezas en un ficticio

juego de ajedrez de miradas. Ella volvió a sonrojarse. Sus mejillas estaban encendidas en fuego, no

quería levantar la cabeza, se sentía tan apenada que apenas se dio cuenta que su autobús se estaba

aproximando y para cuando quiso abordarlo ya era muy tarde. Levantó de nuevo la vista y su chico

primaveral ya no estaba, se había marchado. En el fondo se sintió un poco desilusionada. Le habría

encantado seguir en aquel juego por más tiempo.

– ¿Te puedo hacer compañía mientras esperas el próximo bus o también lo vas a dejar pasar?

– le dijo una voz un poco ronca detrás de ella.

Ella se sobresaltó. Pudo haber sido la cercanía de su cara o sobre todo porque se lo había dicho

él, su galán primaveral de bufanda ciruela.

– No me di cuenta que era mi autobús – dijo ella firmemente mientras sus mejillas la

traicionaban.
– Ok. Pero aún no sé si te puedo acompañar.

Ella no supo que responder. Un sí habría sido suficiente, pero Annie nunca sabía cómo

reaccionar ante aquellas situaciones. Era muy torpe. Solo se aplaco un poco el lado izquierdo de su

cabello para acomodarlo detrás de su oreja, un tic que siempre la dominaba cuando estaba nerviosa,

un tic que en este caso acompaño con una sonrisa entrecortada, un gesto que le resultó sexy y

encantador.

– Voy a tomar ese silencio como un sí, – le confesó Fabián – aunque al menos vas a tener que

decirme tu nombre o sentiré que te estoy acosando sin sentido y se acabará toda la magia de nuestro

juego.

– ¿Nuestro juego?– preguntó ella haciéndose la sorprendida.

– Nuestro juego de miradas – respondió el seriamente.

Annie se quedó callada.

– Y aun me debes tu nombre.

De su garganta no podían salir ese par de sílabas que le servían de sustantivo. Quería decir su

nombre pero la detenía una fuerza más atronadora que ella misma. Era como un si un par de tenazas

se le cernieran en torno a la garganta. Él la miró por un par de minutos sumida en aquel silencio y no

pudo hacer más que girar sobre sus talones para retroceder en sus pasos hasta el punto donde unos

minutos atrás el destino los había hecho encontrarse. Ella logró ver de soslayo como él le había dado

la espalda, así que tomo coraje y dijo su nombre más fuerte de lo que hubiese querido, llamando la

atención de algunos de los transeúntes.

– ¡Annie!– dijo ella. Él estuvo detenido unos segundos antes de voltear. – Me llamo Annie,

quiero decir.

– Yo me llamo Fabián. Un placer – le dijo mientras le extendía la mano.


Annie se la estrecho mientras reía tímidamente. Fabián la acompañó unos minutos mientras

ella esperaba su siguiente bus, ambos intercambiaron números telefónicos y concertaron una próxima

cita en un café cerca del centro de la ciudad.

– Ya llegó tu autobús – señaló Fabián. – Toma – dijo mientras le colocaba su bufanda ciruela

alrededor del cuello.

– ¡No puedo quedármela!– señaló ella mientras se la quitaba. Él la detuvo tiernamente.

– Bien, no tienes que quedártela. Devuélvemela cuando te vuelva a ver. Así estoy seguro que

no faltaras a nuestro encuentro.

Annie se subió al autobús despidiéndose frágilmente mientras se asía fuertemente a la bufanda

ciruela con la mano izquierda. Se vieron de nuevo el siguiente viernes en el sitio acordado y hablaron

durante horas. Él le contaba como quería escribir sobre la identidad musical de la Argentina y ella le

comentaba como se enamoraba cada vez más de sus estudios de enfermería. Él le robó un beso y ella

le robó la bufanda. Nunca se la devolvió.

A las cuatro de la mañana, habiendo dormido poco y recordado mucho se levantó. No podía

seguir dando vueltas en la cama. Duraba horas buscando conciliar el sueño mientras su cabeza se

esforzaba por mostrarle escenas de su relación con Fabián como si de una vieja y repetida película se

tratara. Bajó las escaleras de puntillas para no despertar a la Nena y se fue directo a la cocina.

Necesitaba café. Normalmente se habría antojado de un mate pero por encima de todo debía estar

despierta. Le faltaban dos horas para empezar su guardia y algo le decía que no iba a ser un día fácil.

De haberlo sabido de antemano habría tomado más café del usual.


II

Usualmente sus desayunos eran un poco apresurados, pero aquel día no llevaba mucha prisa

ya que había dormido poco. Como se había levantado temprano tenía tiempo de sobra. Encendió la

cafetera y mientras esperaba decidió darse una ducha rápida. Siempre salía con el uniforme puesto

pero esperaba que le diera suficiente tiempo como para cambiarse en el trabajo. Se vistió sin prisa

pero sin pausa y bajó a tomarse la primera taza de café del día. La bebida le pareció energizante luego

de otra noche tan mala como las ultimas cien antes de esa. Se preparó unas tostadas con mermelada

de frutilla y queso blanco. Encendió el televisor y se sentó en la barra de la cocina, vio algunas noticias

regionales y luego pasaron a los pronósticos del clima; señalaban vientos fríos y posibles lluvias al

final de la tarde. Decidió abrigarse con un suéter largo vino tinto y alguna bufanda que le hiciera

juego. Encontró la bufanda ciruela. No se detuvo a pensar mucho en el asunto y la agarró, al igual

que un par de guantes de gamuza que le servirían mientras manejaba. Cerró las ventanas, le coloco

comida a la perra y se tomó una segunda taza de café mientras el carro se calentaba en la cochera.

La vía estaba bastante despejada y no hacía tanto frío como esperaba así que paso de usar los

guantes. Mientras manejaba escuchaba una estación de radio donde siempre ponían viejos tangos de

los que escuchaba cuando vivía con su madre. De pronto se vio a sí misma flotando en medio de una

pista de baile con un ceñido vestido negro, su cabello recogido y unos zapatos de tacón rojos. Era el

encuentro anual de tangos de San Telmo y Fabián estaba vestido como los bailarines de la vieja

guardia. Se veía tan varonil con esa barba rala de dos días debajo de aquellos ojos claros. Su cabello

engominado se ajustaba a la forma de su cráneo mientras sus pantalones hacían lo mismo con sus

glúteos. Él se le acercó lentamente mientras ella lo esperaba de pie en la esquina opuesta del salón.

Años atrás ella ni se habría imaginado colocarse un par de zapatos altos para ir a una fiesta y ahora

estaba allí con su feminidad en pleno en medio de una competencia del que ella consideraba el baile
más sensual del planeta. Él la atrajo hacia su pecho colocando su mano abierta en la parte baja de su

espalda y Annie se dejó llevar sin poner ninguna objeción. Fabián olía a una mezcla de pino ahumado,

limón y sudor, un aroma tan fuerte y varonil que aún hoy en día no podía sacarlo de su cerebro. Su

olor la envolvió como un fino manto de tul que no le permitía separarse de él. La música sonaba. Él

le marcaba los pasos con el movimiento de sus caderas mientras sus labios le marcaban las palabras

al borde de su oído.

– Estas realmente radiante – le susurraba con su olorosos labios. Annie se sentía aturdida.

– Tu igual – respondió ella tímidamente.

– Solo soy el hombre que tu mereces tener. Salta – le decía indicándole el siguiente

movimiento. Ella le seguía el paso muy bien. – Debes ser más sensual, más hembra – le dijo mientras

ella colocaba su pierna por detrás de su espalda.

Fabián la sujetó por la espalda y sus caderas se unieron a los golpes que marcaba el bandoneón.

Ella pensaba en lo que le había dicho, casi la hizo perder el paso.

– ¿No soy la mujer que esperas?– le dijo una vez que estaban frente a frente.

– Esa no es la respuesta que daría una sexy bailarina de tango.

Ella meditó su respuesta mientras su cuerpo se movía a través del salón en la punta de sus

pies. Él la volvió a aprisionar contra su pecho y ella le susurró con sus labios pintados de rojo.

– Es que yo no malgasto palabras con cualquiera. Reservó mis labios para un hombre de

verdad.

Lo soltó y tongoneó su cuerpo hacia la puerta cuando él dio un par de pasos, la tomó por el

brazo, la hizo dar un par de giros para finalizar el baile con un apasionado beso mientras la sujetaba

por la espalda. El público estalló en aplausos y aunque no ganaron el premio esa noche ella fue la

mujer que él merecía tener. Él le pidió disculpas por aquellas palabras, solo quería molestarla para
tratar de ganar el concurso. Terminaron haciendo el amor en un callejón oscuro matando de lleno la

discusión.

La estación cambio la música para reportar un retraso en el tren que venía del este ya que se

presentaba un problema con la carga, fuentes extraoficiales señalaban que parte de una carga

maderera se había caído del tren en las inmediaciones de un pueblo a algunos kilómetros al sur de

allí. La abrupta interrupción le sirvió a Annie para dejar de soñar y apagar la radio. Manejó por unos

diez minutos más y llegó hasta el lote de aparcamiento del hospital. Desde allí era poco lo que se

podía ver del edificio pero a pesar de todo no se notaba mucha actividad adentro. Gracias a Dios tenía

suficiente tiempo para poder arreglarse y recibir turno tranquilamente, todo esto si no tenía ninguna

emergencia.

Se colocó sus guantes mientras caminaba hacía la sala de urgencias. Para ser sinceros las

instalaciones no eran muy grandes. Era un hospital de cuatro plantas cuyas paredes ya estaban por

cumplir algo más de cincuenta años. Tiempo atrás prestaba sus servicios a tres pequeñas ciudades,

hoy en día apenas se da basto para atender la comunidad del condado. En su pasado el nosocomio

contaba con instalaciones de Psiquiatría y un ala de Maternidad pero como había aumentado la

población local estas especialidades habían dado a parar en hospitales más grandes. Ya tan solo estaba

la Sala de Emergencia con unos seis quirófanos y la Unidad de Cuidados Intensivos, así como un piso

de consultorios y otros dos de hospitalización, muchas veces usados para pacientes postoperatorios o

que requirieran un cuidado especial. Annie decidió acortar el camino ya que el reloj estaba corriendo,

así que en vez de entrar por la puerta principal o atravesar la sala de emergencias entró por la cafetería.

Siempre era cálido entrar por allí ya que Julio, un guapo colombiano con una cabellera

platinada por los años, le regalaba una taza de café o de té negro con leche. En su principio era

evidente que Julio lo hacía como arma de seducción para arrancarle sonrisas a Annie, pero luego de

la ventisca de hacía dos años donde estuvieron encerrados en el hospital por más de 36 horas las cosas
habían cambiado. Aquellos días fue mucho lo que hablaron; compartieron vivencias, sueños,

anécdotas, gustos y demás. Annie le comento del chico que había conocido en un parada de autobús

unas semanas atrás y Julio le habló sobre como el mar se había tragado a su prometida y había

decidido irse lo más lejos posible de aquel lugar. Rieron y lloraron, pero por encima de todo se

volvieron amigos. Con el tiempo seguirían compartiendo buenas charlas acompañadas de algún café.

Annie lo ayudó a adaptarse a aquella fría ciudad del sur y con el tiempo él sería su bastión mientras

superaba la ruptura con Fabián.

– Buenos días Annie – le dijo Julio al verla atravesar el pasillo de la cafetería. – ¿Por qué tan

madrugadora?– añadió mientras le colocaba una vaso de un espumante café en la barra.

– Buenos días Julio. – Annie se abalanzó sobre el mostrador para darle un tierno beso en la

mejilla. – Gracias, es justo lo que necesitaba.

– No me esquives la pregunta.

– Ya te sabes la respuesta – contestó Annie en el mismo tono que Julio. Ambos esbozaron

sendas sonrisas.

– Deberías tomar algo, no puedes llegar como un fantasma todos los días. Pensé que este fin

de semana largo te sentaría bien.

– Yo también anhelaba que así fuese, pero por lo visto no hay medicina para esta enfermedad.

– Tú sabes cuál – le señaló Julio pícaramente.

– Te aseguro que esta semana te acepto esa copa de vino. Me voy a cambiar. ¿Qué tal la noche,

mucho movimiento?

– Tranquila guapa, no ha habido gran cosa.

Annie termino de recorrer la cafetería y llego hasta el mostrador de información donde

Brienna no tenía mejor cara. Esta le comentó que se le descompuso el estómago a mitad de la guardia

tal vez por algún virus que había cogido. Annie la animó dejándole el vaso con café para que se
repusiera un poco y fue a cambiarse rápidamente para tomar el cambio de guardia. La sala de

enfermeras quedaba justo detrás del cuarto de medicamentos y descartables médicos. Al llegar al

cuarto repleto de banquillos y casilleros se encontró con el patán de Eric, un idiota de casi dos metros

que apostaba a sacarla de quicio cada vez que podía motivado por el hecho de que ella nunca había

accedido a una cita con él.

– ¡Oh por Dios! ¡Estas viva!– exclamó Eric al verla entrar en la habitación y salió corriendo

a abrazarla.

– Suéltame idiota. ¿Acaso estás loco?

– Pensé que habías muerto – exclamó este con fingido drama mientras la soltaba bruscamente.

– Tenía muchos días sin verte.

– Quítate Eric, no me hinches las pelotas tan temprano.

Eric se quitó de en medio y se dirigió a su casillero con una sorna sonrisa en la cara. Annie le

dio la espalda y esperó hasta que se fuera para cambiarse. Cuando vio el reloj le faltaban diez minutos

para recibir la guardia.

“Cabrón.” pensó.

Se puso el uniforme lo más rápido que pudo y salió para recibirle el turno a Brienna. Esta le

recriminó que se había tardado más de lo debido, que estaba cansada y quería irse a su casa. Annie se

disculpó y solo dijo una palabra

– Eric.

Se despidieron y Annie caminó a la pizarra donde se distribuía el trabajo. La plana de

enfermería del hospital se dividía en cuatro servicios rotatorios: Emergencias, Unidad de Cuidados

Intensivos, Cirugías y Hospitalización. Normalmente le gustaban los días ajetreados de la Sala de

Emergencias o el Servicio de Cirugías, pero hoy le vendría bien pasearse por los pisos de

hospitalización haciendo rondas tranquilas y sin más que preocuparse que por ayudar a un paciente a
ir al baño o aplicarle sus medicamentos. Para su sorpresa le tocaba la UCI. Su gesto de mala cara fue

evidente para Eric y este le dijo alguna tontería que Annie no alcanzó a escuchar cuando se desvío

por el pasillo que unía el área de quirófanos con la de emergencias. Hizo una pequeña ronda por las

camas de emergencias y luego entró directamente a su turno en la UCI. Realmente no había mucho

trabajo, solo dos pacientes por trasplantes de órganos, un caballero de avanzada edad que había

sufrido una falla coronaría y una chica con fracturas múltiples por causa de un accidente en

motocicleta.

Las emergencias que ingresaron durante la mañana fueron pocas y ninguna requirió atención

en la UCI, al contrario, uno de sus pacientes estaba en quirófano en este momento y uno de los

trasplantes había sido subido a la cuarta planta. Eran casi las diez de la mañana y Annie decidió

tomarse un breve descanso. No le caería nada mal otra taza de café. Fue a la cafetería a saludar a Julio

y consiguió a varias personas paradas frente al televisor, absortos en una noticia sobre un ferrocarril.

Recordó someramente el comentario en la radio camino al trabajo.

– ¿Qué sucede? – le preguntó a Julio quien también miraba la tele desde la barra.

– Se zafaron unos toneles de madera de un tren de carga y cayeron en una carretera aledaña.

Fue a dos pueblos de la ciudad. Al sur de Rawson.

– ¿Algún herido?

– Hasta los momentos no, pero los trenes se retrasaron y el tráfico está fatal.

Annie pensó que tal vez aquella era la causa de que su turno estuviese tan tranquilo. Le pidió

un café a Julio y le puso un billete de cinco pesos en el mostrador. Este se negó a aceptarlos pero se

vio forzado a hacerlo luego de que Annie mostrara su enfado. Entró por emergencias para luego ir al

UCI cuando escuchó la sirena de una ambulancia en la puerta que daba hacía la calle de servicio. Se

dirigió hacia allá con la idea de enterarse un poco de que pasaba. Era lo más emocionante que había

pasado en toda la mañana y tal vez la despertara más que el café. Las puertas se abrieron de par en
par para dejar pasar a los médicos de guardias de la sala acompañados por el paramédico que

especificaba la situación en que se encontraba el paciente.

– Paciente masculino de unos 35 años con traumatismo craneoencefálico a causa de un

accidente automovilístico. Herida en cuero cabelludo cubierta con apósito, deformidad en la pierna

izquierda. El ritmo cardíaco está un poco bajo, 100/60. Respuesta negativa ante el dolor aunque las

pupilas responden ante la luz.

– Es normal luego de una contusión cerebral – dijo el médico de guardia, la Dra. Pivonnetti.

– ¿Hace cuánto que esta así?

– Tendría algo más de veinte minutos para cuando nos llamaron, tardamos unos quince en

llegar y media hora más en venir aquí.

Annie vio al pobre hombre. Realmente estaba mal. Su rostro estaba cubierto por una rara barba

pero el pegote de sangre y los hematomas no le dejaban apreciar bien el rostro. Debió haber sido un

accidente muy feo.

– ¿Por qué tardaron tanto? – decía el otro doctor, un hombre de algunas canas que acompañaba

a la doctora en su guardia.

– El tráfico estaba terrible con lo del accidente del tren – dijo el paramédico mientras le

limpiaba el brazo al paciente para colocarle un acceso venoso.

– ¿Tiene algo que ver con el accidente?

– No lo creemos, estaba en el extremo este de la ciudad. No encontramos ninguna

identificación, solo este maletín.

– Entrégueselo a la enfermera. Eric prepárenlo para cirugía. Es urgente.

El paramédico le señaló a Annie donde debía firmar y esta no tuvo la más mínima oportunidad

de explicarle que no era de esa guardia. Puso el café a un lado para firmar donde le había señalado el

chico flaco con ojos grandes que luego le entregó el maletín. Annie se quedó inmóvil ante el asombro.
No era la primera vez que veía aquel maletín, le había regalado uno idéntico a Fabián en su último

aniversario y pensó en la posibilidad de que fuese este el hombre de barba sucia y rostro

ensangrentado al que Eric preparaba para entrar al quirófano. Ya no iba a necesitar el café.
III

Existen ciclos en la vida que se cumplen cabalmente. Inician y concluyen de una manera tan

perfecta que no da cabida a que ningún suceso aleatorio interfiera con ello. Poco sabía Annie sobre

esa Ley tan fundamental en la vida y de como ella misma se encontraría cara a cara con aquella verdad.

El día que le compró aquel maletín a Fabián era la víspera de su tercer aniversario. Ella lo

había visto hacía un par de semanas atrás mientras miraban vidrieras luego de salir del cine. Para ella

era el regalo perfecto; su precio era accesible y se veía que estaba hecho de un buen material. Algunos

días después salió temprano de su turno y pasó por la tienda para ver el famoso maletín. Le gustaron

las buenas costuras, el calor del cuero con el tacto de su mano y lo amplio que era al abrirlo. Era

perfecto para un profesor de música, le daba un toque vintage a ese aura ingles que rodeaba siempre

a Fabián. Lo apartó con algo de dinero como inicial y dijo que lo buscaría el jueves próximo.

Aquel jueves como de costumbre se levantó antes que él, se pegó un duchazo y se fue a recibir

guardia. En el camino escuchó una conferencia grabada que hablaba sobre la atención en pacientes

con escaras. Llegó al hospital ya empacada en su uniforme e inmediatamente la atrapó Alexia, otra

de sus compañeras enfermeras y una de las pocas amigas que la vida le había regalado.

– ¿A dónde vas con tanta prisa?

– Al Campeonato Internacional de Bingo que están haciendo en el estacionamiento, solo vine

a dejar mis cosas en el casillero y me pego la vuelta – le respondió Annie irónicamente.

– Disculpa – le dijo Alexia dándole un golpecito en el hombro. – Al parecer alguien logró

fichar en su noche de aniversario.

Annie estaba sonrojada. No le agradaba hablar de los intríngulis de su relación tan

abiertamente como a otras personas.


– Mi aniversario es mañana – dijo tratando de ocultar que estaba entrecortada. – Le estoy

reservando lo mejor.

Ambas se echaron a reír. La verdad era que hacía mucho que no había intimidad entre ella y

Fabián. La rutina había consumido la pasión de una forma tan abrupta que parecía irreal. Muchas eran

las noches donde se sumergían en libros y conversaciones de respuestas monosílabas que poco a poco

habían enfriado lo que ella creía era el romance más potente y empecinado del mundo. Envidia sentía

de Alexia que no sufría con los grilletes de la rutina. Pero ahora tenía la oportunidad de resarcir sus

fallas, estaba preparando una celebración de aniversario muy íntima, esperando que la intimidad diera

rienda suelta a la pasión.

Esa tarde salió temprano y fue a retirar el maletín de cuero que había apartado. Le dieron la

posibilidad de rotularle las iniciales pero tardaría unos días más. Ella se negó. Guardó el maletín en

el carro y lo oculto bajo unas mantas. Al día siguiente tenía planeado envolverlo y entregárselo en

una cena que “prepararía ella solita” en la casa de Alexia, no sin antes pasar por el salón de belleza a

hacerse los retoques necesarios para tan importante ocasión.

Fabián llegó aquella noche sobre las nueve mientras ella leía un libro de Patologías

Pediátricas sentada en el sofá de la habitación. Él le dio un beso seco en la frente y ella siguió inmersa

en la lectura por unos diez minutos hasta que se dio cuenta que él estaba haciendo una maleta.

– ¿Y esa maleta?– preguntó algo inquieta.

– Pues mía, de quien más.

– Yo sé que es tuya. ¿Por qué la estas armando?

– Mañana salgo para Buenos Aires. Hoy me dijeron que me presentara para una entrevista del

Conservatorio de Música de CABA.

Annie le costó un poco entender la situación así que cerró el libro, lo puso a un lado y se

colocó detrás de él.


– ¿Y así me entero yo?

– Yo también me enteré así hace unas horas atrás – le respondió Fabián con un tono de voz

bastante apático. El silencio se convirtió una bruma que llenó la habitación.

– Mañana es nuestro aniversario– dijo Annie. Su voz le parecía perderse en el silencio de la

habitación. No sabía que más decir, era su única arma. Ella misma había visto como la apatía se había

convertido en un virus devastador que consumía su relación poco a poco cada día. La intimidad en

aquella alcoba era el miembro gangrenado que estorbaba en la cama. Lo relegaron tantas veces que

los pocos intentos para retomarlo fueron completamente infructíferos.

– Ah, eso.

“Eso”.

Su relación había quedado relegada a Eso. Tres años juntos que ahora solo eran Eso. Annie

quería llorar pero la rabia era como un torrente de adrenalina que la estaba consumiendo. Quería

gritarle a la cara por darle la espalda en aquel momento, porque él se iba y la dejaba sola. Sentía que

se iba de su vida y la dejaba tirada con las ganas de recuperar algo que ella sabía no podía salvarse,

se iba de su lado y la abandonaba sintiendo como resurgía en su pecho la angustia de verse sola y

perder al único hombre a quien había amado, se iba para siempre y la deponía en aquella habitación

que susurraba su aroma en cada pared, en cada adorno, en cada cuadro, en cada recuerdo. Quería

brincarle encima y abofetearlo hasta que le pidiera disculpas por ser tan poco hombre y no plantarse

de frente a lo que estaba pasando entre los dos, o mejor dicho a lo que no estaba pasando pero sabía

muy bien cómo iba a terminar

Pero no lo hizo.

– Si, eso. – Fue todo lo que Annie pudo decir.

Bajó las escaleras y fue al patio, necesitaba un cigarrillo. Dejó la puerta abierta tras de sí y la

Nena salió eufórica a arañarle las piernas como lo hacía siempre que la emoción la desbordaba.
– ¡Entra!– le gritó al pobre animal que salió despavorido a esconderse en su madriguera.

Fabián llegó al patio en un instante.

– No la pagues con ella.

– ¿Y con quién la debo pagar entonces?– le preguntó Annie iracunda mientas el cigarrillo

temblaba en la mano que lo llevaba a la boca.

– No entiendo porque te pones así.

Annie miró a Fabián buscando en su mirada la luz que en otros días iluminaba su senda pero

solo halló un vacío más brumador que el silencio que los había envuelto en la habitación. Fabián no

entendía que pasaba y en el fondo ella tampoco sabía porque reaccionaba así ante un hecho que ella

misma había anticipado.

– ¿En serio no lo entiendes? ¿Acaso eres tarado? No solo te vas a Buenos Aires a una

entrevista de trabajo de la cual yo no sabía lo más mínimo, sino que me entero de la forma más

absurda en la víspera de nuestro aniversario. ¿Qué va a suceder con nosotros si te aceptan en ese

conservatorio? ¿A dónde va a ir nuestra relación? Dudo que pueda mejorar estando a medio millar de

kilómetros si estando a medio millar de milímetros apenas nos hablamos. Me dejas tirada como si

nada. En estos tres años yo soy para ti lo mismo que un vecino al que de casualidad le comentas que

vas a viajar para que le eche un ojo a tu casa. ¿Eso es lo que soy yo para ti?

Fabián no la veía a la cara. Annie sentía que no podía hacerlo, la vergüenza lo mataba y por

eso no podía verla a la cara. ¡Qué lejos estaba de la verdad!

Cuando Fabián subió la mirada no había espacio para la duda, la vergüenza o el dolor. Sus

pupilas susurraban determinación. Determinación a no continuar que aquel parapeto que ellos hacían

llamar amor, determinación a no dejarse morir ahogado en un sitio donde ya no podía ser feliz, pero

sobre todo determinación a aceptar lo que ambos ya sabían y no habían afrontado.

– ¿Y qué soy yo para ti?


Annie se quedó inmóvil, era como si le hubieran disparado en medio del pecho. Fabián era

todo para ella, eso no lo podía negar. De él había aprendido mucho y era el hombre con el que esperaba

pasar el resto de su vida, pero en el fondo sabía que vivir sin él la libraba de una serie de

responsabilidades que cumplía más por obligación que por deseo. Sin él se podría entregar por

completo a su carrera y cumplir con las metas que se había trazado hacía tanto y que no tomaba por

la duda de seguir poniendo en jaque aquella relación. Ambos tenían culpa de haber creado el sumidero

en el que estaban parados, de eso ella no tenía la menor duda.

Fabián aceptó aquel silencio como la confirmación de que él ya no era nada para ella, o al

menos era menos de lo que debía ser. Hacía mucho que solo eran compañeros de cuarto. Ya las

miradas lascivas se habían convertido en miradas compasivas llenas de una amiguismo eterno, de

aplazamientos de caricias y fatigadas de pasión.

– Voy a subir a terminar de recoger mis cosas – dijo Fabián mientras le daba un beso en la

frente como sello solemne de aquella despedida.

– Así que terminaremos de esta manera – señaló Annie luego de que Fabián había dado unos

pasos y se encontraba en el umbral de la puerta.

– No creo que exista una mejor. La verdad no sé cuál es la mejor manera de hacerlo, es otra

de las tantas cosas que tendrás que disculparme.

– Trataré de hacerlo. Solo te pido que por favor trates de llevarte de una vez todo lo que tengas

acá. No quiero andarme tropezando con tu recuerdo cada vez que volteé la mirada. Tómate el tiempo

que necesites.

Annie sabía que aquellas palabras resultarían fulminantes pero debía que ser valiente en aquel

momento. No podía permitirse ponerse en pie y volver a caer cuando él se apareciese buscando

cualquier tontería. Si él no había tenido el valor para al menos poder decir que aquello había llegado

a su fin entonces lo tendría ella para llevar las riendas de aquel desenlace tan inesperado. Lo hacía
con la única meta de salir bien parada o al menos lo mejor parada que pudiese. Él se volteó y la miró

a los ojos, incrédulo de lo que había escuchado y sus ojos chocaron de frente con la misma

determinación que él también tenía en la mirada.

No tardó más de 45 minutos en encerrar lo que había vivido junto a ella en 1.095 días. Bajó

las escaleras pesaroso como si un potente aire lo estuviese retrasando y regalándose una última mirada

de lo que a partir de hoy dejaría de ser su hogar. En el pecho surgía un sentimiento de abandono. Se

sentía tan parte de nada. Tomaba las riendas de lo que era su vida pero ya no sabía hacia donde iba

esta. Era como un expatriado que volvía a su pueblo natal, un desconocido que volvía a esa soltería

de donde Annie lo había sacado. Al pie de las escaleras estaba ella con un maletín en la mano, le dijo

que iba a ser su regalo de aniversario. Él se negó a recibirlo y ella se lo entregó a pesar de las negativas.

Lo había comprado para él así que nada iba a ganar con quedárselo, además era muy bonito como

para arrumarlo en algún closet. No intercambiaron muchas palabras. Él le entregó las llaves

asegurándole que no había conservado ninguna copia y ella le dijo que no lo ponía en duda.

Se fue caminando despacio hacia el taxi que lo esperaba en la puerta, era la primera vez que

se despedía sin besarla y tal vez la última en que se verían por un largo tiempo. Ella no sabía a donde

iba a estar y tampoco le interesaba. Luego de una hora subió las escaleras a regañadientes y se

encontró con que cada rincón de la habitación gritaba su olor. Ella no se pudo contener más y se dejó

caer de rodillas y con el rostro en el suelo lloró hasta que se le secaron las lágrimas, hasta que creía

estar seca por dentro solo para darse cuenta que aún le quedaban más lágrimas que dar.

Al día siguiente se reportó indispuesta en el trabajo y pasó el día buscando hasta la última

evidencia que pudiese quedar en aquella casa sobre el amor que le profesaba a Fabián. Poco sabía

ella misma si era para cerciorarse de que no era una mentira todo lo bello y lo bueno de aquellos tres

años o si era para hacer su propia celebración del Bonfire Night. Recorría las habitaciones como un

alma en pena. El día se le fue en fumar y llorar hasta que se dijo a si misma que no podía seguir así.
Tomó los víveres con los que pretendía preparar la cena, los montó en el carro y sin saber cómo se

apareció en la puerta del piso de Alexia con media botella de Champagne y una bolsa repleta de fresas

y helado. Terminó llorando a moco suelto en las piernas de su amiga quien se terminó tomando lo

que quedaba de champaña para igualarla. Alexia decía que su amiga era la viva imagen de Carrie

Bradshaw en Sex & the City: La Película y no le importaba, allí estaba ella, Samantha Jones para

hacerla entrar en razón. La verdad es que Annie hubiese querido más que fuese una Charlotte quien

la abrazaba y le sembraba ideas absurdamente románticas de la manera en que Fabián volvería

arrepentido de todo aquel malentendido y dispuesto a recomponer el daño que había causado, pero

esa no era la realidad y en el fondo agradecía mucho el no estar sola en aquel momento aunque fuese

Alexia con quien lloraba su pérdida.

Pasaron días antes de que pudiese volver a su casa y no sentir que los fantasmas de su relación

estaban deambulando por todos los rincones. Se veía al espejo y muchas veces no se reconocía a sí

misma. Racionalmente sabía que aquello era lo mejor para su carrera pero el dolor y los sentimientos

de culpa eran clavos calientes que le escocían en la piel. Con el tiempo empezó a andar por inercia y

se fue reincorporando a sus actividades manejándose incómodamente por el espacio libre que le había

dejado Fabián. Era como si su propia vida avanzaba a través de un campo minado. Donde menos lo

esperaba estaba un recuerdo dispuesto a hacer detonar un manantial de lágrimas. Cambió sus hábitos,

sus lugares habituales, sus números y hasta las amistades en común para borrar, o al menos intentarlo,

cualquier indicio de que aquel hombre había formado parte de su vida, y ahora que estaba frente a

frente con aquel maletín sentía que el mundo le daba vueltas, que ese mismo maletín que le había

dado unos meses atrás en los pies de una escalera volvía a sus manos como una señal, que Fabián

estaba allí para que ella pudiese finalizar aquel ciclo o tal vez todo aquello estaba pasando por el

simple hecho de que a la vida no le daba la gana de finalizar aún con aquella historia.
IV

Un pitido le taladraba en los oídos mientras que el mundo le daba vueltas. Le parecía increíble

lo que estaba viviendo. Era como una escena de alguna película de mal gusto en donde al protagonista

le dan la noticia de que le quedan dos meses de vida por alguna extraña enfermedad o de que su hija

perdida ha sido hallada muerta en el fondo de algún lago.

El paramédico le preguntó tres veces si se sentía bien. Antes de que lo hiciera una cuarta vez

Annie asintió con la cabeza y tomó el maletín, aprisionándolo contra su pecho.

– ¡Dejas tu café aquí! – le señaló el paramédico mientras ella se dirigía hacia la zona opuesta

de la sala. Ella le hizo señas de no quererlo y él caminó de vuelta a la ambulancia soplando el brebaje

entre sus manos.

Necesitaba salir de allí. Necesitaba estar un momento a solas. Se fue hacia el cuarto de

enfermeras lo más a prisa que pudo y una vez allí se sentó en la banqueta del fondo. Aunque por

dentro sentía un torrente de lágrimas que se arremolinaba en el borde de sus ojos no cedió a estas. Su

mente estaba aún en shock. Solo podía estar allí sentada en medio del silencio y la oscuridad rezando

porque Fabián estuviese bien. De pronto escucho la puerta del cuarto abrirse mientras se colaba un

poco de luz del exterior.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás loca?– señaló Eric con voz en cuello una vez la tuvo en frente – ¿No

estarás embarazada, verdad?

Annie sentía como el rostro se le quemaba de ira. No era el momento para soportar las

estupideces de Eric.

– Dame el maletín del paciente – le señaló este mientras le extendía la mano. – Pareces

psicótica.

– ¡Fuera de aquí maldito bastardo antes de que te arranque la garganta y te la meta por el orto!
Eric se quedó paralizado. Nunca la había visto así. Decidió irse, era lo mejor.

Annie continuó en sus pensamientos. Sabía que luego tendría que dar un par de explicaciones

por tal comportamiento pero antes debía enfrentarse a algo mayor. ¿Sería Fabián el mismo paciente

que ahora mismo se debatía entre la vida y la muerte? ¿Lo sería? ¿Por qué había llegado justamente

allí? ¿Qué clase de prueba era aquella que le estaba colocando el destino? No podía hacer más que

aferrarse a aquel maletín y sentir que así se estaba aferrando a Fabián, a la vida de este, a su presencia,

a su esencia, su aroma, a ese olor a musgo y vainilla que bañaba su maletín.

Annie bajó la mirada para admirarlo mejor. Se olió las manos.

“¿Musgo y vainilla?”.

Caminó hacia la pared y encendió la luz. El maletín no tenía ningún seguro así que podía

echarle un vistazo. Lo abrió y se encontró con dos carpetas; una tenía una serie de documentos sobre

un lote de tierra en Mar de Plata con la permisología de la alcaldía para realizar ciertos levantamientos

topográficos y estudios de tierra para construir en ellas, la otra solo tenía unos bocetos de algunos

planos rudimentarios del posible tipo de vivienda a construir. Todos estaban firmados de un modo

ilegible. En el bolsillo posterior encontró una cartuchera con diferentes tipos de lápices y algunas

reglas, al lado de esta, en un compartimiento interno, encontró una tarjeta de presentación.

“Henry Latouff. Arquitecto.”

Annie soltó un soplido y se dejó caer de nuevo en la banqueta. Estuvo a punto de echarse a

llorar de felicidad, una felicidad extraña de saber que el hombre que le había partido la vida no estaba

en peligro y nada tenía que ver con el pobre diablo que de seguro estaban operando en aquel momento.

Volvió a guardar las cosas en el maletín, apagó la luz y salió del cuarto. Luego de cerrar la puerta se

volvió a oler la palma de la mano.

“Musgo y vainilla.”
Algo dulce para su gusto pero en definitiva muy diferente al pino ahumado y limón que

acostumbra a usar Fabián. Le dolió un poco darse cuenta que volvía a pensar en él, aunque realmente

nunca había dejado de hacerlo.

– Aquí tienes – le dijo a Eric mientras le lanzaba el maletín en el mostrador de información.

– Psicho – murmuró Eric por lo bajo una vez que Annie se encontraba lo suficientemente lejos

como para no escucharlo.

Haberse encontrado con aquel maletín la hizo sentirse como si hubiese chocado contra una

pared de concreto y resultado completamente ilesa. Desde que había terminado su relación con Fabián

hacía unos meses atrás no se habían visto, pero aquel episodio fue igual de fuerte o peor que si se

hubiesen tropezado en la puerta de algún bar o verlo entrar a la cafetería del hospital. Sus manos

estaban sudorosas y se sentía algo mareada. Decidió volver a la sala de UCI para obcecarse en su

trabajo y así tal vez quitarse de la mente la catarata de recuerdos que le trajo aquel mal habido maletín.

Solo estaba la paciente de fracturas múltiples y otra enfermera de buena edad que estaba siendo

instruida por la Dra. Pivonnetti. Esta última la vio de reojo un par de veces antes de terminar de hablar

con la enfermera y luego se dirigió hacia ella.

– ¿Qué tienes Annie? Tienes pinta de haber visto un fantasma.

Annie bajó la mirada, se estiró un poco el uniforme y luego la vio justo a los ojos para negarle

con un sencillo movimiento de cabeza.

– ¿Nada? Podrás mentirte a ti pero a mí no. Hablamos en el almuerzo. Vamos a Café Antón,

yo invito.

– No puedo Martha – le respondió Annie ya acostumbrada a tutearla. – Hoy estoy en la UCI.

– No aceptaré un no por respuesta. Además hoy no hay mucho por hacer. El paciente que

viene por el accidente aún le faltan como dos horas antes de salir de quirófano. Vuelvo en diez

minutos.
Annie se vio sin escapatoria así que no le quedó más que prepararse para salir a almorzar con

Martha. Le comentó a su compañera de turno que si no le importaba tomaría su hora de almuerzo en

ese momento y esta le dijo que no había ningún problema. Esperó hasta que Martha la pasara

buscando frente al mostrador de información y se dirigieron hacia la puerta principal del edificio ya

que Martha tenía su coche aparcado en un espacio privilegiado del estacionamiento, casi junto al

hospital. Ambas caminaron hasta el vehículo mientras platicaban muy amenamente sobre los planes

de la doctora de viajar a Barcelona el siguiente mes con la idea de acudir a un encuentro sobre el uso

de piezas de modelado 3D para el reemplazo de estructura óseas con daños severos. Entraron en el

carro y se enfilaron hacia la carretera de una vez. Annie prendió la calefacción. El otoño ya se

despedía y con él los cálidos mediodías.

El Café Antón era un pequeño local de comida que quedaba a unos pocos kilómetros al oeste

hospital, un sitio sencillo rodeado de unas bellezas naturales donde servían unos fiambres deliciosos

y la atención era muy peculiar. Todo un deleite ya que cerca había un pequeño pueblito que se negaba

a dejarse atropellar por la industrialización y la vista desde allí siempre era hermosa y pintoresca.

El camino estaba bastante libre en virtud del accidente del tren que había congestionado el

lado sur de la ciudad. Annie aún estaba consternada por la escena del maletín y la verdad es que muy

poco podía aparentarlo, pero Martha no se preocupó por aquello, sabía que no era el momento

apropiado para interrogar a Annie. Llegaron al Café Antón en un santiamén y ambas pidieron unos

paninos de pechuga de pavo en salsa Al Pesto. Martha le dijo al dependiente que se los pusiera para

llevar e insistió en pagar ella el almuerzo. Aquello tomó por sorpresa a Annie quien creía que solo

iban a comer en la tranquilidad del restaurante mientras miraban las montañas aunque desde un

principio sospechaba de otro plan ya que conocía más que bien la terquedad de Martha. Salieron del

local y pasaron de largo frente al carro de Martha.

– ¿No tomaremos el carro?


– No – respondió Martha. – Caminemos hasta el parque. ¿Te parece?

La verdad era que no le parecía. No le apetecía para nada hablar mucho, o mejor dicho ni

mucho ni nada, y menos aún del tema que le interesaba a Martha pero igual la siguió sin rechistar.

El sendero era fácil de seguir. Seguían la calle hasta la plaza del pueblo y luego a la derecha

por un empedrado que las llevaba por un lado del riachuelo hasta un sendero adornado por una serie

de banquillos en los que apostarse un buen rato. Algunos estaban ocupados por jóvenes parejas o

ávidos lectores que se amparaban bajo la sombra de los árboles para disfrutar de los rayos del sol de

las últimas tardes del verano. Recorrieron todo el sendero en silencio hasta llegar a un semicírculo de

bancos que le daban la espalda al sendero en un hermoso descampado. Annie caminaba despacio, ver

a aquellas parejas demostrándose su amor jurado a los cuatro vientos en público la hacía sentirse un

poco miserable.

– Este está bien – señaló Martha parada junto a un banco. Annie asintió con un breve gesto.

Ambas abrieron sus respectivos sándwiches y empezaron a disfrutar de ellos. Cuando no

llevaban más de un par de mordiscos Martha le disparó a Annie la pregunta que se estaba reservando

desde que la vio temprano en la UCI.

– ¿Me vas a decir por fin que te pasa?

Annie la vio con un cara seria mientras masticaba lo que tenía en la boca señalándole con un

ademán que estaba disfrutando de su comida.

– ¿Estas comiendo? Tranquila, puedo esperar a que termines. Ahora si es que no me quieres

contar nada, no lo hagas, te entiendo, pero una excusa como esa me parece bastante barata. Estamos

bastante lejos del hospital y de todo aquel mundo, así que este me parece el sitio más que perfecto

para hablar. Como te dije, si tú quieres hacerlo – volvió a tomar el panino entre sus manos, le dio un

mordisco y se perdió la vista entre las desnudas copas de los árboles que se resignaban a soltar sus

hojas.
Annie se dejó llevar por sus palabras y decidió hablar. Tenía que hacerlo con alguien y Martha

era una buena amiga, no le caería nada mal hablar con ella y desahogarse un poco. No solo había

tenido una mala noche sino también un pésimo día después de lo que vivió aquella mañana. Dejó su

sándwich a un lado y tomo un sorbo de agua antes de empezar a hablar. No sabía por dónde empezar.

Podía empezar por contarle sobre la avalancha de recuerdos que le empapelaban el insomnio

cotidiano o tal vez le comentara sobre el dolor que le quemaba las entrañas en su soledad diaria. Era

tanto de todo y de nada a la vez. Era demasiado fuerte aquella presión que se le sentaba en el pecho

y que no la dejaba respirar, tan fuerte que ya ni sabía si era la misma que Fabián abandonó en la

víspera de su aniversario o se había convertido en una versión barata y desprovista de calidez de ella

misma.

– Creo que estoy empezando a volverme loca – fue lo único que pudo decir.

– ¿De nuevo estas durmiendo mal?

Annie afirmó con la cabeza mientras tomaba otro sorbo de agua. El silenció decoró la escena

por unos segundos.

– Desde que se fue no he podido dormir bien. Solo un par de noches cuando estuve en casa

de mi mamá en pascua y las veces que tengo guardia en el hospital.

– Yo podría prescribirte algo si quieres.

– No. La verdad es que quisiera salir de esto por mi propio pie.

– ¿No crees que te estas exigiendo mucho a ti misma? Annie las heridas sentimentales no son

iguales a las físicas. No existen suturas para remendar el amor ni analgésicos contra los dolores en el

alma. Recuperarse de un desaire así no es tan fácil como crees. Además tu estas lejos de tu familia y

con una carga de estrés laboral que se añaden a la ecuación y no para balancearla exactamente.

Medicarte te ayudará a encontrarte de nuevo y no debes sentirte que perdiste todo por aceptar algo de

ayuda.
Annie meditaba las palabras de su amiga. Las tomaba una a una como vendas frescas que se

colocaba sobre una herida. No serían la solución a sus dolores pero al menos eran un alivio que le

permitía escaparse de aquel dolor. Miró a Martha a los ojos antes de empezar a hablar.

– No sé porque me está pasando esto. Yo sé que ya no había nada que salvar en esa relación

pero igual me duele demasiado. Siempre puse mi carrera y mi amor propio en una balanza a disputarse

contra mi relación con Fabián, yo lo sé, pero cada vez que pienso en él siento como si alguien se me

parara en el medio del pecho. Me cuesta respirar. Algunas veces solo quiero dormir y llorar, y ya ni

puedo dormir ni tampoco quiero llorar. Solo me siento bien cuando no pienso en él, y cuando me

siento bien empiezo a pensar en él. Es un maldito círculo vicioso. Algunas veces hasta creo que mi

cerebro está jugando en mi contra.

Martha cubrió los hombros de Annie con su brazo como una muestra de comprensión. Le

llevaba apenas unos ocho años y entre ellas había un vínculo increíble. A pesar de la abrupta ruptura

de su matrimonio y ser la madre soltera de dos hermosos niños mantiene un muy buen trato con su

exesposo y hoy en día lleva una relación con un ginecólogo que conoció en un encuentro en Mendoza.

Su amistad nació hace algunos años cuando Annie recién empezaba su carrera de enfermería y estaba

trabajando en un Módulo de Atención Primaria. A Martha le gustó mucho la dedicación que esta

mostraba con los pacientes así que cuando ella tuvo que movilizarse hasta el Hospital Santo Thomas

de Camil, o el STC como se le conocía, le entregó a Annie una carta donde el director del Módulo de

Atención Primaria la recomendaba, por petición de ella, como personal tratante en periodo de

instrucción universitaria y Martha ya le había encontrado la vacante. Annie no lo podía creer,

trabajaría en uno de los hospitales de mayor trayectoria en el área mientras finalizaba su carrera. Le

estaría eternamente agradecida a Martha por todo lo que la había ayudado y lo que la seguía ayudando.

Siempre se mostraba interesada en saber cómo estaba desde que Fabián la había dejado. En un

principio vio como Annie se manejaba con normalidad y se mantenía dentro de su rutina, pero al poco
tiempo esta empezó a mostrarse retraída y con los ojos vidriosos cada vez que escuchaba cierta

canción o si estaba ante alguna situación peculiar que le removiera los sentimientos. En una

oportunidad en la que Annie atendía en quirófano a un chico que había sido arrollado por un vehículo

mientras perseguía en bicicleta a su novia para pedirle perdón, esta lloró tanto que tuvieron que

relegarla, se fue a un baño y estuvo tirada en el piso gimoteando durante más de media hora. Desde

hace un par de meses que Annie estaba mejor, y aunque no había recaído tampoco lograba recobrar

los rieles de su vida en su normalidad.

– Tienes que ser fuerte Annie – le dijo Martha mientras la recostaba contra su regazo. – No

puedes seguir así. Ya me estoy preocupando en serio. ¿Cómo harás si te lo encuentras de frente algún

día? ¿O no sabes que a la vida le da por hacerse la graciosa de vez en cuando y de seguro los va a

reunir en alguna fiesta de algún amigo en común? Quiero que seas más fuerte. Necesito que seas más

fuerte. Por eso quiero saber qué puedo hacer por ti.

Annie suspiró mirando hacia el cielo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, caían de

su rostro y terminaban formando pequeños círculos oscuros en su uniforme. El otoño se estaba

abriendo paso a golpes entre las tardes veraniegas. Ya la brisa seca y fría se lo hacía saber porque

cada suspiro se convertía en vapor al chocar con el aire. Era como si su dolor se hiciera más visible,

palpable. Era como ver recuerdos de Fabián escapándose con la brisa. Pensar en ello la hizo llorar un

poco más. Su pecho se cerraba otra vez y todo empezaba a dar vueltas otra vez. Siguió llorando sin

detenerse porque hacerlo significaba seguir sintiendo y llorar era doloroso y sanador, como si las

lágrimas le exorcizaban de aquel lejano amor. Luego de un rato, poco a poco, pudo recuperar la

compostura. No sería la última vez que lloraría por despecho, solo la última que lo haría así por

Fabián.
V

El camino de regreso al hospital fue igual de tranquilo y sereno que el de ida al restaurante.

Annie se sentía reconfortada. No sabía si había sido por aquella charla con Martha o por el mar de

lágrimas con que intentaba sanarse.

Martha tenía la razón, debía empezar a poner un poco más de sus parte. ¿Cómo haría si se

encontraba de frente con Fabián? La vida es muy rara, por no decir algo peor. Ella no creía mucho en

las casualidades, pero el destino algunas veces se hace el cómico como bien lo supo aquella mañana.

El episodio del maletín le había dejado más que claro lo frágil que estaba en aquel momento. No

estaba preparada para enfrentarse a algo así.

– Creo que tal vez estoy así es por Henry – dijo en voz alta, más como un pensamiento que le

confirmaba algo que como una información a compartir con los demás.

– ¿Henry?– Le preguntó Martha manejando y echándole una mirada de reojo. – ¿Quién

demonios es Henry?

– El paciente – le soltó Annie sin pensar mucho en su respuesta. Tal vez ni siquiera sabía que

hablaba con alguien más.

El vehículo disminuyó la velocidad notablemente mientras Martha, perpleja, trataba de

entender de qué hablaba Annie.

– ¡Annie! ¿Qué dices? ¿Estas saliendo con alguien más, con un paciente? ¿Por qué no me lo

habías dicho? ¿Es por eso que estas llorando? ¿Cómo es que sales con un paciente?

Annie la miró un poco sorprendida y luego se dio cuenta de que Martha no tenía la más mínima

idea de lo que estaba pasando. De pronto sintió como la presión de nuevo estaba dominando su pecho,

era una presión gigantesca que parecía se le sentaba encima y la ahogaba pero en esta oportunidad la

presión no la hizo llorar.


Una carcajada salió disparada y retumbó dentro del vehículo. Martha estaba confundida. No

podía comprender menos lo que pasaba pero sabía que aquella risa era una especie de medicina para

su amiga así que no pudo hacer más que aunarse al concierto de risas mientras Annie se desternillaba

en el asiento del copiloto con las manos en el estómago.

Hacía tanto que no se reía así que la hizo sentirse alegre y libre. Fue tan refrescante sentir que

no había olvidado como hacerlo. Ambas se revolcaron en una risa estúpida y sin sentido por un par

de minutos mientras continuaban camino al hospital. Solo cuando habían aparcado continuaron la

conversación.

– ¿Y entonces, quien es Henry?

Annie estaba apenada y aun sofocada por la risa.

– Es el paciente que ingresó hoy temprano, el del accidente en coche con la contusión

craneoencefálica. Tú lo operaste.

– ¿Lo conoces?

– No.

Martha puso cara de entender cada vez menos y la verdad era que Annie no sabía bien por

dónde empezar. Se apretó la nariz justo a la altura de los ojos como tratando de encontrar un punto

de partida para su historia pero ni ella misma sabía de qué iba todo aquello. Trató de recordarlo todo

desde el principio. Ver el cuadro en grande como cuando vas a un museo y debes dar un par de pasos

hacia atrás para apreciar mejor la pintura.

– Esta mañana cuando el paramédico me entregó las pertenencias del paciente, de Henry,

también me entregó un maletín exactamente igual al que le había regalado a Fabián la última vez que

nos vimos. Él llegó bañado en sangre y no le podía ver el rostro así que no supe que pensar, y

encontrarme así con ese maletín me hizo pensar muchas cosas. Creí que era Fabián el que estaba

tirado en esa camilla bañado en sangre, solo y sin la menor idea de lo que pasaba a su alrededor. Fue
demasiado para mí. Imaginarlo así me trastocó un poco. Es como si me hubiera encontrado de frente

con él.- Annie tuvo que detenerse, respiró profundo y continúo con la historia.- La verdad no supe

reaccionar, me abrumaron las emociones. Me fui al cuarto de enfermería y abracé el maletín con

miedo de descubrir lo que me imaginaba. Cuando estaba sentada allí me di cuenta que el maletín no

olía a Fabián. Lo abrí y me enteré quien era el dueño, el paciente. Hay una tarjeta que dice que es un

arquitecto. Se llama Henry Latouff.

Martha la miraba con extrañeza. Dentro de ella pensaba en lo irónico y absurdo de toda aquella

situación. Le dolía no saber cómo ayudar a Annie, lo abrumador que debía ser el dolor que aún la

embargaba, aunque más le dolía ver lo delicada que aún estaba y lo desarmada que se encontraba para

enfrentarse a sus propias emociones. Sin embargo también pensaba que si aquella situación se había

presentado de seguro habría una buena razón.

– Pues debe ser cosa del destino, uno nunca sabe lo que este nos quiere decir – le dijo Martha

antes de bajarse del vehículo.

“¡Destino!”.

Annie pensaba que el destino no existía, o si existía debía estar siendo manipulado por alguien

macabro que le encantaba crear desencuentros, dolores y desilusiones. No se podía discutir sobre el

destino con Martha, no a estas alturas. Con el tiempo había aprendido que nada sucede por casualidad

en esta vida, que de toda experiencia vivida hay una lección que tomar, algo que aprender o que

superar. Tal vez aquel encuentro fortuito con ese maletín solo era una manera del destino decirle a

ella que ya era tiempo de desterrar aquello que sentía por Fabián.

Caminaron de regreso al hospital el cual aún estaba sin mucha actividad debido a la tranca por

el accidente del tren. Al pasar por la cafetería vieron en los televisores que las labores de despeje de

las vías ya estaban finalizando y que dentro de poco se restituiría el tráfico a su normalidad. Martha

le comento a Annie que posiblemente el día finalizara así de tranquilo y que solo las emergencias
nocturnas serían la novedad. Ambas se despidieron, Annie le agradeció la comida y Martha le pidió

que se cuidara. Al ingresar a la UCI echó un vistazo a sus pacientes. El último paciente por trasplante

había sido llevado a la planta de hospitalización y solo quedaba la chica con fracturas múltiples y el

paciente de la falla coronaría que estaba en quirófano. Habló con su compañera de turno, la Sra.

Adriana, una enfermera de algo más de cincuenta años que esperaba poco para jubilarse, aunque aún

tenía mucho que dar de sí. Adriana le comentó las indicaciones de los dos pacientes que quedaban y

que ella se iría a comer. Antes de irse se dio la media vuelta y le recordó que estaban esperando al

paciente de la contusión craneoencefálica que aún no despertaba de la operación. Annie empezó a

trabajar en las curas y administración de medicamentos que requerían sus pacientes y luego se sentó

en el escritorio un buen rato a pensar un poco en todo y en nada a la vez. No había pasado ni media

hora cuando sonó el teléfono interno del hospital.

– Aló. UCI.

– Aló. ¿Con quién hablo?

– La enfermera Annie Pastori. Dígame en que le puedo ser útil.

– Ah. Eres tú – dijo Erick. – Era para saber si había alguien allí para llevar el paciente al que

le allanaste el maletín.

– ¿Henry?

– Si. El Señor Latouff.

– Yo estoy aquí. Envía al camillero que yo lo recibo.

Antes de colgar Annie escucho el pitido que le decía que Erick había colgado antes que ella.

No le daba gran importancia, en este punto tenía otras cosas que la molestaran aún más.

A los poco minutos ingresó Henry en la UCI. Le habían limpiado el rostro y rapado parte de

la cabeza, la cual estaba por completo envuelta con un grueso vendaje. Annie por primera vez pudo

verle el rostro y a pesar de lo pálido e inmóvil que se encontraba lo vio hermoso con esa tupida barba
café y sus rosados labios escondidos en medio de todo aquel pelaje. Puso a un lado sus pensamientos

y preguntó al camillero por el historial para ver las indicaciones. Sintió lastima por lo que leyó. Henry

estaba en coma.

La operación que le habían realizado a nivel craneoencefálico había sido todo un éxito, o al

menos eso parecía. Le extrajeron la parte destruida del cráneo y le colocaron una prótesis de plástico

para cubrir la parte afectada. Ninguna de las partículas fracturadas habían llegado hasta el cerebro, lo

cual prácticamente era un milagro, pero aun así su respuesta ante el dolor no se había hecho presente.

Respondían las pupilas ante la luz y sus signos vitales estaban normales, pero ya había pasado más

del tiempo necesario para que volviera en sí.

Era la tercera vez que Annie veía un paciente comatoso en su vida. La primera vez fue una

señora que estuvo inconsciente por más de doce horas luego de un accidente de tránsito y el segundo

un joven que se había caído de una segunda planta y aparte de los politraumatismos estuvo

inconsciente por algo más de un mes. Nunca se había encontrado de frente con un caso de coma tan

prolongado, pero sabía de casos donde podía durar meses e inclusive años, y que si el paciente estaba

solo o sus familiares lo deseaban podían escoger retirarle la asistencia necesaria para mantenerlos con

vida. Gracias a Dios este no era el caso de Henry, el no necesitaba asistencia para respirar, solo tenía

algo de oxigeno debido al postoperatorio.

Annie estudió la historia médica para verificar las indicaciones. Aparte de los medicamentos

no era necesario limpiar la herida sino de cada 12 a 18 horas, lo cual no sería sino hasta dada la

madrugada o después de entregar su turno. Dejaría que Adriana decidiera eso. El resto de la tarde

pasó con tranquilidad en la UCI, a diferencia de la Sala de Emergencia que con el correr de las horas

fue volviendo a su cotidiana intranquilidad. Adriana decidió que la herida del Sr. Latouff podía

esperar hasta la mañana, así que Annie solo debía administrarle los medicamentos. Ya cerca de la

media noche y con una calma inconstante en el ambiente Annie se acercó a colocarle los
antiinflamatorios y antibióticos correspondientes. La tenue luz proyectaba en el rostro de Henry

sombras que venían de su barba que lo hacían lucir como alguien serio y mucho mayor de lo que

realmente era.

Annie se perdió entre sus labios de una manera imprudente. No entendía porque esos labios

producían aquella sensación en ella. ¿Se parecían a los de Fabián? Para nada. Los de Fabián eran

rectos y menudos, creados más para una palabra sutil que para un beso dulce, por el contrario los de

Henry la hacían pensar en los tangos de la vieja escuela, los que ella escuchaba cantar a su madre

mientras barría el corredor de la casa, esos que hablaban de jugosos labios nectarinos y de besos

escondidos en el rumor de la noche. Así eran los labios de Henry. Unos labios rosados y dulces.

Mientras más los veía más sentía que aquellos labios eran como un mar en el que podía sumergirse

profundamente sin necesidad de salir a tomar aire. Un mar rosado y dulce donde se podía naufragar

en sueños llenos de besos y más besos.

Se descubrió a si misma pérdida en aquellos labios y reaccionó de pronto.

Echó un vistazo hacia el escritorio para verificar que Adriana no se hubiera dado cuenta de

aquello pero su compañera no estaba en la sala. Verificó los monitores de los demás pacientes y luego

echo una mirada a su reloj. 2:47 a.m. Faltaban aún poco más de tres horas para finalizar su turno, así

que decidió ir por un café. Julio ya había cerrado la cafetería así que tendría que conformarse con uno

de la máquina expendedora.

Mientras caminaba hacia la maquina su cabeza deambulaba aún en los labios de Henry y de

pronto volvía a caer en la ironía de chocar con el recuerdo de Fabián. Tal vez debía quedarse con el

primero. Es cierto que no eran más que unos labios en los que pensar pero si le servían de excusa para

dejar de pensar en su ex, entonces mejor aún.

El café le sentó genial y la ayudo a poder terminar la guardia. Revisó por última vez a sus

pacientes antes de irse a casa y Adriana la acompañaba hasta su carro comentando lo difícil que estaría
el día de hoy en la Sala de Emergencias. Por alguna extraña razón sentía una especie de melancolía

al tener que salir del hospital. Se preguntaba si esta sería por tener que volver sola a su casa a seguir

chocando con sus fantasmas o nacía de esa extraña sensación que tenía de haber dejado a Henry allí

tan solo.

No solo eran sus labios, es que se veía tan solo e indefenso que despertaba ciertas ganas de

cuidarlo. No cuidarlo como un paciente más, atenderlo porque así le salía del alma. Meneó la cara

pensando que aquello era una locura y recordó las palabras de Martha.

“Debe ser cosa del destino, uno nunca sabe lo que este nos quiere decir.”

Annie hacía mucho que dejó de creer en esas tonterías del destino. Debía apegarse a su

ambiente, a su entorno, a su carrera, a lo que científicamente era comprobable y evidenciable y no a

cosas irreales e intangibles. Dejó de pensar en esas tonterías y buscó las llaves de su carro para

regresar a casa. Tenía que aprovechar que aún estaba bien despierta para manejar. Decidió encender

la radio para pensar en otras cosas de camino a su casa y de fondo empezó a sonar Cosas del Destino

de Alexandre Pires.

“Que irónico.”
VI

Luego de 24 horas de guardia continua Annie podía disfrutar de un par de días libres para

descansar, recuperar algo de sueño y volver de nuevo a su faena. Era cierto que no deseaba estar sola

en la casa, aún había muchos recuerdos vivos en ella y no estaba dispuesta a iniciar una guerra contra

ellos pero no tenía mucho de donde escoger porque al fin y al cabo necesitaba dormir y allí era dónde

estaba su cama. Al llegar a casa se tumbó en ella y a diferencia de la noche anterior cayó rendida. A

las cuatro de la tarde la despertó el timbre del teléfono.

– Aló.

– Aló. ¿Estas despierta?

– Ahora lo estoy. Explícame Alexia, ¿por qué me estas llamando a esta hora tan imprudente?

– ¿Tu sabes que son las cuatro de la tarde?

– ¿Tu sabes que anoche estuve de guardia?

– Si lo sé, y también sé que necesitas salir de esa casa. Vamos, sabes a donde quiero ir.

Annie sabía a donde quería ir.

No le pudo decir que no y tampoco quería hacerlo. Ya se había despertado y lo más seguro es

que pasaría la tarde deambulando como alma en pena hasta que la noche la abrigara de nuevo con su

letargo. Había decidido darse una ducha rápida, pero en virtud del tema de la salida no escatimó en

dedicarle tiempo a depilarse y arreglarse. Luego que salió del baño bajo a la cocina a ver que podía

comer. Su nevera no tenía mucho de dónde coger así que decidió comer en la calle. Escogió un bonito

vestido negro y unas botas de piel que la protegerían del frio. Un abrigo beige y una gorra fueron el

complemento perfecto. Antes de irse se vio en el espejo y se vio algo pálida. Decidió que quería

maquillarse. Se detuvo en los labios para aplicarse lentamente el color rubí sobre ellos. Pensó de

nuevo en los labios de Henry. Meneó la cabeza pensando en cómo todo aquello parecía una tontería.
Por un momento pensó en que le gustaría saber cómo seguía pero se alejó prontamente de aquella

idea.

Salió un poco antes de las seis y se fue a un local cerca del centro, una especie de café antiguo

que le encantaba. Le escribió a Alexia para encontrarse allí y mientras la esperaba ella se comía un

sub de jamón serrano, queso mozzarella, albahaca y aceitunas negras. El primer mordisco fue como

un despertar de diferentes placeres en su boca. Acompañó aquel bocadillo con una botella de agua

gasificada y luego que terminó de comer decidió que no le caería mal una copa de un buen tinto. El

sitio se estaba llenando a medida que corría la tarde y el ambiente se tornaba cada vez más agradable.

Luego de las siete y treinta llegó Alexia con su explosiva personalidad, algo que a Annie no le

terminaba de encajar pero ella era una buena amiga y si algo había aprendido es que las amistades se

toman como a las rosas; con sus pétalos y con sus espinas.

Alexia y Annie tenían turnos un día por medió así que mientras Annie disfrutaría de otro día

libre Alexia tendría que trabajar al día siguiente.

– Tranquila Annie no me voy a emborrachar, – comento alegremente Alexia – dos copas y ya.

Además yo sé que tú no aguantas más allá de la media noche y mañana me debes llevar al hospital.

Annie negó con la cabeza. No estaba rechazando de plano el tener que llevarla, era el hecho

de que Alexia siempre le hacía lo mismo, la colocaba en situaciones o posiciones incómodas siempre

dando por sentado que Annie terminaría cediendo, cosa que sucedía de igual manera.

Hablaron largo y tendido mientras se ponían al día con algunos chismes del servicio de

enfermería y urgencias. Se contaron sobre sus próximos planes referentes a la carrera y hasta de cómo

se encontraba su vida familiar. Annie trato en gran manera de hacer lo posible para no tocar el tema

de Fabián durante la conversación pero este siempre se asomaba de una u otra manera, rondando

como lo hacen los cuervos ante cualquier carroña que vean en el suelo y la verdad es que eso era lo
que quedaba de aquella relación, solo un doloroso y putrefacto recuerdo de lo que algún día habían

llamado amor.

En algún momento Annie se levantó para ir al tocador. Cuando salía del cuarto de baño,

camino a la barra, vio como Alexia conversaba cómodamente con un chico alto y guapo con una

melena castaña que alborotadamente caía sobre sus hombros. Alexia aplicaba su sensual técnica de

enrolarse el cabello mientras hacía un leve puchero con los labios, aún más leve que la insinuación

que hacían sus pechos.

“Me va a dejar tirada” – pensó Annie.

Annie sabía que pasaría lo de siempre. Alexia le saldría con un “Ya vuelvo, solo cinco

minutos” y después de eso ella terminaría pagando la cuenta, montándose en su coche y manejando

sola a casa donde se encontraría frente a frente con su ya buena amiga soledad para seguir sola en la

cama hasta el próximo día que sería igual de vacío y solitario.

Dio un suspiro, se encogió de hombros y decidió darle prisa al mal paso, así que se encamino

a la barra mientras notaba como la actitud sexy de Alexia disminuía poco a poco y sus ojos chocaron

de frente con un par de pupilas color ámbar envueltas en aquella melena castaña.

– ¡Mírala, aquí viene!– señaló Alexia mientras se acercaba. Annie no se sorprendió, de seguro

la presentaría como una amiga y diría que no importaría el dejarla sola. – Ella se llama Annie. Annie,

él te quiere conocer.

Annie se detuvo en seco tan bruscamente que casi pudo haber sonado como el frenazo de un

coche antes de estrellarse. ¿Por qué alguien como él estaría interesado en conocer a alguien como

ella? Él estaba de frente con la mano extendida mientras le echaba una mirada de arriba a abajo

deslizándose por el contorno de las marcadas caderas de Annie.

– ¡Ah! ¡Ya estás aquí! Un placer, mi nombre es Gabriel, pero me puedes decir Gabo.

“Gabriel, cómo el ángel”.


– Un placer. Bueno ya sabes cómo me llamo, y ella... – señaló hacía donde estaba sentada

Alexia que ya se estaba poniendo de pie y colocándose su abrigo.

– Esta es su amiga – dijo Alexia señalándose a sí misma – y ya se va porque mañana debe

trabajar todo el día. No me la trasnoches mucho, debe llevarme temprano al trabajo. Me llevo las

llaves de tu casa nena. – Le señaló el llavero que tenía en sus manos y le estampó un beso en la cara

mientras Annie boquiabierta e inmóvil solo pudo verla caminar hacía la salida.

– Bueno creo que nos dejaron solos a propósito. Siéntate. ¿Quieres algo de tomar nena?

“¿Nena?”

Annie no tenía muchas ganas de hablar con un desconocido y menos aún de pasar la noche

tomando con aquel ángel, sin importar lo bien parecido que fuera, aunque siendo sincera consigo

misma aquello era lo más emocionante que le había pasado desde hacía algún tiempo. Al menos lo

más emocionantemente positivo ya que su encuentro, o desencuentro, con el maletín si bien había

sido emocionante no era el tipo de emociones que ella necesitaba en aquel momento.

– Si, tienes razón. Al parecer nos dejaron solos adrede. Una copa de vino no me caería mal.

Ella misma no se creía sus palabras.

– Una copa de vino será entonces.

La velada se fue haciendo más amena poco a poco y Annie no se resistió mucho a la galantería

de Gabriel, siempre respetuoso pero nunca bajando la guardia en su ataque. Su sonrisa amplia y

cordial era un gancho increíble pero no lo suficiente como para impresionarla. Era la primera vez que

hablaba con alguien después de su decepción con Fabián y no le resultaba fácil escucharlo sin pasar

por un filtro todo lo que le decía. Cada palabra que salía de la boca de Gabriel era medida

minuciosamente, cada gesto que él hacía Annie lo analizaba a la perfección. Era como una policía

encubierta dispuesta a descubrir si la iban a engañar nuevamente. Desde hacía mucho había

sospechado que su corazón no se abriría de nuevo tan fácilmente. Sabía que no sería en la primera
cita con alguien que encontraría su nuevo amor, pero tampoco imaginaba que tomaría aquella actitud

tan fría y calculadora.

Gabriel hablaba intensamente sobre su trabajo como contador y el problema que ello le había

traído con su primer matrimonio, luego empezó a estudiar derecho y se casó con una de sus

compañeras de curso solo para descubrir, tiempo después, que ella había resultado mejor estudiante

y que al parecer lo de los divorcios se le daba muy bien. Entre su facilidad a la palabra, su buen porte

y su carisma habría resultado el pretendiente perfecto para Annie usarlo durante una noche, pero en

este momento de su vida solo era el chico guapo que le brindaba las copas de vino aquella noche. No

se parecía en nada a Fabián y nadie lo haría. Tal vez todo estaba aún muy reciente. Ya casi habían

pasado algo más de cinco meses y Annie no imaginaba que recuperarse del corazón fuese tan duro.

Esta era su primera ruptura amorosa y su separación la hizo entender que la rutina y la costumbre son

dos eslabones de una misma cadena que al parecer son muy difíciles de romper. Había tanta música,

tantos lugares y tantos recuerdos que le echaban en cara la imagen de Fabián que todo era como un

gran peso que se le ponía sobre el pecho y no la dejaba respirar. De cierta forma estar allí sentada

frente a aquel hombre tan guapo y tan galante le había hecho recordar que no estaba lista para todo

aquello aún. Miro su reloj y notó que ya era un poco más de media noche así que decidió dar por

terminada su cita improvisada. Se despidió de Gabriel quien se ofreció a llevarla a casa pero ella no

solo le aseguró que estaba bien sino que tenía su carro afuera. Le agradeció el vino y la buena charla,

él le entregó su tarjeta de presentación y le dijo que lo llamara cuando quisiera. Ella lo beso en la

mejilla sabiendo que pasaría mucho tiempo antes de volver a verlo. También pensó que tal vez no lo

vería nunca más.

Al salir del café notó que la noche seguía fría. Se colocó su abrigo y caminó hasta su carro

que estaba a unas pocas cuadras del local. Antes de montarse en él decidió sacar un cigarrillo del

paquete que tenía en el bolsillo del abrigo. Fue reconfortante la primera camada. Sabía que era un
daño autoinfringido pero lo disfrutaba plenamente. El humo recorría sus pulmones clavándose como

pequeños alfileres. Cuando se enamoró de Fabián sentía lo mismo. Aun se veía a sí misma en aquel

autobús con la bufanda color ciruela en su cuello como una cadena que la ataba a aquel hombre que

tempestuosamente había llegado a su vida y tres años después saldría de la misma manera.

El cigarrillo se esfumo rápidamente así como la alegría de la noche. Volver a pensar en Fabián

la había descompuesto un poco. Parecía como si todo aquello de tener que verse a sí misma en esa

situación de conocer gente la llevase a pensar en lo que una vez tuvo y de alguna manera no apreció.

Encendió su carro y se manejó todo el camino a casa sin encender la radio. No era buena idea

escuchar música justamente ahora. Le hubiese encantado también tener un interruptor con el que

apagar su cerebro y así dejar de hacerse el hueco que se hacía en la cabeza de tanto pensar en lo que

pasó, en lo que pudo pasar y en lo que hubiera pasado.

“Él hubiera no existe”.

Su relación se había terminado y no había punto de retorno, de eso estaba claro, pero de vez

en cuando los malos pensamientos venían a posarse como golondrinas que buscaban hacer nido.

Una relación es de dos y cuando acaba es por culpa de ambos, pero no sabía quién de los dos

tenía mayor grado de culpa. ¿De verdad había dado todo por mantener a Fabián a su lado? ¿Por qué

no salió corriendo a buscarlo cuando él se fue? ¿Habría valido la pena hacerlo? Al parecer a él le

había durado bien poco el rigor del llanto y la melancolía, por no decir que nunca existió. Ella había

fallado y bien lo sabía pero él nunca la sentó para discutir tales fallas, solo cuando se encontró

encerrado en una situación difícil decidió tomar la ruta de salida que se le hacía más cómoda: escapar.

Había sido un cobarde por escapar de aquella manera. Había traicionado el amor que ella le había

ofrecido inmensurablemente. Había violentado todos los juramentos que había hecho. Había dejado

de luchar.
Abrió la puerta de la casa una vez que se había estacionado. Cuando introdujo la llave de la

cerradura se dio cuenta que la casa estaba en silencio. También se dio cuenta que ella no había llegado

sola, la depresión y la desesperanza la habían acompañado en todo el camino de vuelta. La luz de la

sala estaba encendida y Alexia dormía tranquilamente en el sofá. No quiso despertarla así que subió

a su cuarto en silencio. Allí la estaba esperando su cama. Una cama grande, sola y fría.

Se lavó los dientes, se puso el pijama y se acostó a tratar de conciliar el sueño pero vio como

la depresión y la desesperanza estaba abriéndose paso para acompañarla durante la noche. Ambas

empezaron a recordarle todos los bellos momentos que había vivido y que ahora jamás volvería a

tener, le susurraban como de ahora en adelante sus noches serían así por mucho tiempo, largas noches

frías y solitarias. Le decían en la cara que ella era la única culpable de todo aquello por lo que estaba

pasando. Le decían lentamente que nunca sería la misma y que aquel amor que alguna vez inundó su

corazón no iba a volver jamás. Annie no soportó más y rompió a llorar.

Lloraba desconsoladamente deseando poder meterse la mano en el pecho y arrancarse todo

ese dolor que la mataba poco a poco, lloraba incontrolablemente esperando que el tiempo pasara y la

ayudara a sanar, lloraba sin parar creyendo que con el llanto se lavaría sus culpas, pero nada de eso

pasó, así que siguió llorando. Lloró y lloró por un buen rato haciéndose un millón de veces la misma

pregunta: ¿Por qué? Nadie pudo responderle y nadie nunca se lo respondería. Pero era en lo único

que podía pensar.

¿Por qué a ella?

¿Por qué todo terminó así?

¿Por qué tanto dolor?

¿Por qué?

Sus ojos inundados de lágrimas miraban al techo de la habitación pero en el fondo trataba de

ver al cielo y decirle a quien quisiera escucharla, a quien pudiera hacerlo, a quien deseara responder
a sus plegarias, a quien fuera, solo quería decirle que ya basta, que ya no podía con tanto dolor, que

se lo borraran de su mente y de sus carnes, que ya basta de sentirse sola, que ya basta de recordar sus

labios besando su vientre y sus dientes mordiendo su espalda, que ya basta de recordar esa barba rala

con la que la despertaba las mañanas de los domingos. No lo podía soportar más. No merecía sufrir

más. Se quedó dormida entre sollozos mientras la depresión y la desesperanza la tapaban con el

cobertor y le daban un beso de buenas noches.

Aquella noche soñó con los labios de Henry.


VII

El aroma de café recién hecho la hizo saborearse los labios. Por un momento su mente le jugó

una treta de mala manera y creyó que Fabián había vuelto a casa. La realidad le golpeó la cara cuando

se recordó que Alexia había pasado la noche allí. Tres pequeños golpes en la puerta la hicieron

incorporarse rápidamente, faltaba poco para amanecer y ya Alexia estaba alistándose.

– Feliz día amiga. Aquí tienes un poco de café y un par de aspirinas.

Annie le agradeció la taza de café y se tomó las pastillas de un solo golpe. Le pidió unos diez

minutos para estar lista y se metió de golpe al baño. Al ver su cara en el espejo notó como el maquillaje

se le había corrido de manera lamentable por toda la llorantina de la noche anterior. Sintió un poco

de vergüenza al saber que esa fue la cara con la que recibió a Alexia. Se lavó rápidamente y decidió

solo cambiarse la ropa por algo más cómodo, se ducharía más tarde. Un par de guantes, una bufanda

blanca y un gorro azul fueron los accesorios de aquella fría mañana. Se miró de nuevo al espejo y

notó una mejoría en su semblante, lástima que no fuese lo mismo con sus sentimientos. Bajó las

escaleras y Alexia estaba en la cocina con una taza de café y un croissant con queso crema.

– Toma, come algo antes de que agarres camino. Te hace falta.

– Solo café – le dijo Annie.

Ambas se quedaron en silencio por unos minutos disfrutando el calor que le brindaban las

bebidas.

– ¿Mala noche? – soltó Alexia sin pensar antes de disparar la pregunta. Annie la observó

fijamente.

– No quiero hablar de eso.

– Pensé que estarías mejor después de pasar la noche hablando con el tipo del bar. Era todo

un bombón.
– Te dije que no quiero hablar de eso.

– Está bien. Apresúrate y me lo cuentas todo en la vía.

Al salir a la calle se encontró con un clima frío pero no insoportable. La vía estaba despejada

como siempre cuando se dirigía al hospital a aquella hora. Para Alexia era más fácil quedarse en casa

de Annie que volver a la suya. Durante el viaje solo hizo uno que otro comentario suelto sobre los

chismes de la farándula o algún comentario de cultura general. La verdad la cara de Annie le hacía

saber que no tenía muchas ganas de hablar. Aun así Alexia no se había dejado el tema en paz y apenas

pudo lo sacó a relucir y justo de la manera en que estaba acostumbrada, con su toque peculiar de

ironía.

– Entonces, pregunto nuevamente ¿Mala noche?

– Te dije que no quería hablar de eso.

– Y tú no te das cuenta que eso me importa poco.

– ¿Por qué no me dejas en paz? Supéralo, no voy a hablar de eso.

– ¡Superarlo yo! Deberías escucharte a ti misma por alguna vez en tu vida.

Annie notó la ironía. Era muy temprano y muy poco lo que había dormido para tener que

aguantar sus impertinencias. Sus ideas empezaron a amontonarse para salir atropelladamente por su

boca. Era como una olla de presión que estaba a punto de estallar. Si Alexia quería que le contara

como la había pasado lo iba a hacer pero no como ella lo esperaba.

– Si tuve una mala noche. ¿Ya te sientes mejor? Tuve una mala noche y no sé porque demonios

sigo sufriendo por un hombre al que le importó poco darme la espalda e irse de buenas a primeras sin

pensarlo dos veces. No entiendo como mi corazón sigue añorando a un traidor que de seguro más

tardo en llegar a la capital que en meterse en la cama con otra. No entiendo cómo él puede revolcarse

con otra cuando a mí me duele hasta tocarme yo misma. No entiendo nada de esto y tal vez nunca lo

haga. Tal vez nunca tenga una cita de verdad. Tal vez nunca deje de estar pensando en Fabián, tal vez
nunca pueda pensar en lo maravilloso que es Gabriel, Miguel, Rafael o cualquier otro con nombre de

ángel, de santo o de rey. Si, tuve una mala, tuve una maldita mala noche. ¿Quieres preguntar algo

más?

El silencio tomó el vehículo por completo durante un par de minutos. Ambas estaban tensas,

Annie estaba molesta y Alexia sorprendida por las palabras de su amiga.

– ¡Demonios Annie, aun no tienes una maldita pista de nada! No tienes nada que entender. –

Alexia se sabía que se había sobresaltado pero necesitaba llamar la atención de su amiga.- Aún lo

amas y el amor no se entiende, se siente – dijo luego suavemente. – No me alegra que tengas una

mala noche ni tampoco una mala cita. Espero que te vengan muchas malas citas hasta que un día

descubras que estás pensando en otra persona, añorando otros mensajes en lugar de los suyos, otras

palabras, otras manos y hasta otros labios y así te puedas olvidar de Fabián de una buena vez.

Annie reflexionó en las palabras de Alexia. Quizás se había alterado mucho por el mar dormir

o quizás quería arrojarle todo aquello a la cara. Es cierto que Alexia podía ser dura pero detrás de esa

capa de ironía estaba su interés por ella. Además esas últimas palabras le llegaron de una manera

especial. Por poco se le había olvidado el sueño con Henry. A su mente llegaron imágenes inconexas

de ella tirada en una cama cubierta apenas por unas sábanas blancas y el cuerpo desnudo de Henry.

A diferencia del inmóvil cuerpo que yacía en el hospital este estaba en completo movimiento con

manos fuertes que se desplazaban por sus caderas y labios que le brindaban un éxtasis totalmente

diferente. Él la besaba con aquellos labios jugosos, gruesos y rosados. Labios hermosos. Silentes.

Perfectos.

Ambas terminaron el camino al hospital en silencio. En algún punto Alexia se cansó del

silencio y encendió el radio. Annie no protestó, la dejó tranquila que disfrutara de la música. El

estacionamiento estaba vacío y el sol empezaba a rayar en el cielo. Alexia estaba llegando justo a

tiempo.
– Gracias– dijo Annie suavemente antes de que Alexia saliera del carro.

– No te me pongas piche a estas alturas. Déjate de boberías que aún te faltan muchas malas

citas. No entiendo como no te comiste al chongo ese.

– No fue tan mala la cita– le respondió Annie escondiendo una sonrisa.

Alexia también sonrío y le dio un pequeño abrazo. Ambas bajaron del carro. Annie le dijo

que quería saludar a sus otras compañeras de trabajo pero la verdad es que recordar el sueño con

Henry le despertó el deseo de saber que había pasado con él. Atravesaron el estacionamiento y

llegaron a la cafetería como era lo usual. Al entrar Julio las recibió con jocosos comentarios sobre la

clase de fiesta que de seguro se habían pegado la noche anterior a juzgar por la pinta que ambas

tenían. Annie le disparó esa mirada de “cállate” que él bien conocía así que dejó de fastidiarlas y le

regaló un par de tazas de café para que cambiaran esa cara, café que fue de buena gana recibido por

Alexia quien le estampó un fuerte beso en la mejilla.

Llegaron al cuarto de enfermeras y se pusieron a hablar con las otras chicas que estaban allí.

Los chismes eran comentarios dispersos sobre algunos casos que se habían complicado en la noche y

otros que no. Mientras algunos se cambiaban para entrar a su turno otros se alistaban para volver a

casa y en el ínterin parloteaban sobre algunas cosas de la farándula y otras de la política nacional,

entre ellas lo que había pasado con el accidente del tren y el daño que habían sufrido las vías. Annie

se aprovechó de la situación y le pregunto a una de las enfermeras por Henry.

– Él ya está estable, incluso ésta en piso. Sigue igual, aun no despierta.

A la enfermera le daba igual. Estaba hablando solo de otro paciente. Uno más de los cientos

que entran, se sanan y se van. También están los que entran, mueren y se van. A la enfermera le daba

igual pero a Annie no. Lo que le dijo le pegó un poco. Trató de no echarle mucha cabeza pero ya tenía

una idea que le rondaba en la cabeza. Henry estaba en estado comatoso.


Ya habían pasado más de 48 horas y él seguía sin despertar. Las posibilidades de que saliera

de ese estado no eran muy buenas. No sabía porque se estaba preocupando por él. No podía empezar

a preocuparse con un desconocido solo por el hecho de que tuviera un maletín semejante al de su ex,

o porque sus labios fueran carnosos o por ese estúpido sueño. Sabía que no podía pero aun así sus

ganas de verlo aumentaron significativamente y cayó en cuenta de algo así que continuó la

conversación de manera natural.

– Era de esperarse. Ha pasado mucho desde la operación ¿Supongo que ya está su familia con

él?– preguntó Annie.

– No está nadie de su familia, la verdad no sé porque, pero la policía lo debe saber.

“¿La policía?”

Annie no entendía que tenía que ver la policía en todo ello. Era cierto que Henry tuvo su

accidente el mismo día que el suceso del tren pero geográficamente no existía conexión alguna ¿O

sí?

Terminaron de hablar y acompañó a Alexia hasta la cartelera para ver donde le tocaba trabajar.

En el fondo deseaba que le tocara turno en piso de hospitalización para poder acompañarla y así ver

a Henry, y afortunadamente así fue. Alexia le tocó piso y Annie le dijo para acompañarla.

– ¿Tú estás hablando en serio Annie o aun estas dormida?

– ¿Cuál es el problema de que te acompañe?– pregunto Annie como si nada.

– ¿Qué cuál es el problema? ¿En serio? ¿Doña Elvia no te parece suficiente razón?

Alexia no solo tenía razón, tenía “la razón”. Doña Elvia no era realmente la personificación

del amor. Aquella señora alta, delgada, completamente embutida en un traje blanco impecable y

acompañada de un genio totalmente despreciable tenía tantos años de experiencia en su cargo como

tenía el hambre tiene azotando al mundo, y de esos solo un poco menos de encargada de ese

departamento. No existía ni una sola aguja en ese piso que no estuviese en su lugar sin que antes
hubiera pasado por sus manos. Annie bien sabía lo que significaba subir a piso si no tenía asignado

trabajar allí y menos en su día franco. Lo sabía pero igual decidió subir y como vio la mala cara de

Alexia decidió jugar la mejor carta que tenía.

– Bueno no sé, prefiero eso a tirarme en la casa y abrirme un hueco en la cabeza pensando en

Fabián. Quién sabe si hasta lo haga literalmente.

Alexia la miró de esa manera característica en la que le decía con sus pupilas verde grisáceo

que sabía muy bien que la estaba engañando pero que se lo iba a tragar de todas formas.

– Bueno nena tú eres grande, tú sabes lo que haces. Déjame marcar la tarjeta.

Subieron las escaleras sin mucha prisa porque el ascensor estaba ocupado. Al llegar al cuarto

piso se sentía como si estuviesen entrando en un edificio totalmente ajeno a los tres pisos anteriores.

El orden, el silencio y la tranquilidad que reinaba en aquella ala del hospital daba la sensación de

estar más en los pasillos de un centro de recuperación de un utópico hospital futurista que en el mismo

edificio donde ella había trabajado un par de días atrás. Llegaron al escritorio de información y Alexia

estaba un poco nerviosa sobre qué haría o que tanto duraría la visita de Annie. Esta última se inclinó

sobre la punta de sus pies para ver la distribución de las habitaciones. De las dieciséis que había en el

piso solo siete estaban ocupadas. Al lado del número 407 vio escrito a mano el apellido de Henry.

Cuando Alexia la vio caminando hacía las habitaciones la detuvo.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a la 407, donde está el paciente comatoso. – Annie no se sentía a gusto describiendo a

Henry de aquella manera – Yo lo recibí en la UCI y no he visto muchos pacientes en ese estado. Creo

que allí no voy a estorbar.

Alexia la dejó tranquila y regresó a su trabajo mientras ella se encaminaba hacia la habitación

de Henry. Se limpió las palmas de la mano del pantalón que llevaba puesto ya que había empezado a

sudar copiosamente. Estaba ansiosa de volver a ver a Henry.


Llegó a la habitación y corrió el cristal corredizo de la puerta templada. Tantas veces había

cruzado aquella puerta sin la mayor preocupación y hoy estaba allí de pie tomando fuerzas de donde

no tenía para poder entrar. Logró cruzar el umbral de la puerta y la cerró tras de sí. El ambiente estaba

algo frío así que agradeció estar abrigada. Cerró un poco más las persianas de la ventana para no estar

a la vista de las demás enfermeras. Se giró y no hizo nada más, solo se quedó parada a los pies de la

cama viendo a Henry conectado a aquellos aparatos que pitaban diciendo que aún estaba con vida.

La luz de la habitación era tenue lo cual le parecía genial ya que la mantenía en resguardo. Él

estaba sumergido en su letargo sin mayor actividad que su respiración haciendo subir y bajar su pecho.

Al parecer decidieron rasurarle la barba y la verdad es que se veía bastante joven sin todo aquel vello

facial. Era más bello de lo que ella creía. Su piel blanca y lisa se ajustaba a unos pómulos bien

marcados que remataban en una prominente mandíbula. Desde lo lejos veía sus labios. Eran rosados

y provocativos. Necesitaba verlos, acercarse, pero una parte de ella le decía que no podía. No debía.

Sus pies se arrastraron por el costado izquierdo de la cama y logro apreciarlo mejor bajo la

luz blanca de la lámpara que reposaba sobre la cabecera de la cama. El contraste entre la palidez de

su rostro y el rosa de sus labios no solo hacía más provocativa su boca sino más hermosa, casi que le

otorgaba una apariencia angelical. Annie estaba embobada en aquellos labios y por vez primera se

atrevió a apreciar el panorama por entero. Al parecer la mala noche de sueño la llevó a imaginarse a

aquel ser humano inmóvil con el mismo rostro que tenía frente a ella pero lleno de vida y pasión,

pasión que desbordaba hablando de mil cosas, imaginaba las palabras bailando en aquellos hermosos

labios mientras que se aferraba a una mirada segura que le permitiera reflejarse en aquellos ojos

¿Cafés? ¿Grises? ¿Verdes? La verdad no lo sabía. La verdad no sabía muchas cosas. No sabía el tono

de su voz ni si era cálida o fuerte, no sabía si tenía acento o si tan siquiera hablaba español. No sabía

si estaba solo en la vida o existía una comisión nacional buscándolo en algún sitio. Lo único que sabía

era que deseaba de alguna manera tocar esos labios.


Se dejó llevar por el momento y extendió la mano sobre el rostro de Henry. Sentía

perfectamente su piel fría y tersa bajo la yema de sus dedos. Sintió algo de miedo. ¿Por qué estaba

allí tocando esa fría y tersa piel? ¿Por qué se sentía tan bien haciéndolo? Después de Fabián no había

tocado a nadie más. Se decía a si misma que no podía, que no debía, que aún era muy pronto. Y sin

embargo estaba allí con la yema de sus dedos delineando aquellos labios que la habían besado en

sueños. Hacía mucho tiempo que no sentía aquello y ya hasta se le había olvidado lo bien que era. Lo

estaba disfrutando y no dudó en seguirlo haciendo.

De pronto se encendió la luz del cuarto. Annie retiró la mano rápidamente y de un golpe subió

la mirada solo para chocar con los ojos pétreos de Doña Elvia que estaba parada bajo el umbral de la

puerta acompañada de un agente de policía.

“¿Qué hace aquí la policía?”

Recordó lo que había mencionado su compañera en el cuarto de enfermeras acera de como

ellos estaban tratando el caso de Henry. ¿Qué había hecho este hombre que yacía junto a ella como

para que necesitara vigilancia policiaca? Peor aún, ¿qué había hecho ella al estar allí a escondidas con

alguien solicitado por la justicia? No dijo nada. Espero a ver qué pasaba.

– Señorita Pastori. Buenos días. – La voz de Doña Elvia era tan cerrada como su oscura

mirada. – Que bueno verla por aquí, el Inspector Cores necesita hablar con usted.
VIII

Las manos de Annie empezaron a temblar. No había hecho nada malo pero sentía la extraña

sensación de que todo aquello no iba por buen camino. La sonrisa sórdida de Doña Elvia acompañada

por la inmutable mirada del agente de policía que estaba detrás de ella no le parecía una buena

combinación de elementos para empezar su mañana. ¿Qué diablos hacía ella donde no debía? Claro

que había razones de sobra para que aquello no tuviera un buen final; desde donde ellos veían estaba

ella sola con un paciente de dudosa reputación en estado de coma en una habitación a oscuras. ¿En

qué momento se le había ocurrido que aquello podía terminar de bien?

– ¿Conmigo?– fue todo lo que Annie pudo decir en aquel momento mientras se encontraba

inmóvil al lado de Henry.

– Claro que con usted. En virtud de la situación que aquí se presenta creo que no hay otra

persona con quien debería hablar el inspector.

Doña Elvia le sostuvo la mirada fija durante un buen tiempo. Annie estaba resquebrajándose

por dentro. De verdad no entendía nada de lo que allí estaba pasando. Pensó en negarlo todo, en decir

que era un familiar cercano, hasta en decir que trabajaba como un agente de Seguridad Nacional

encubierto. Nada de eso le pareció buena idea.

“Maldito Hollywood”.

Estuvo a punto de empezar a hablar cuando Doña Elvia le quitó la mirada de encima para

dirigirse al Inspector Cores.

– Es lógico que la Señorita Pastori está aún algo perdida por el efecto de la postguardía, pero

de seguro lo atenderá en un minuto. Si desea puede esperarla en la sala de descanso que esta al final

del pasillo, allí encontrará café y alfajores. Sírvase a su gusto, ya la envió con usted.
El inspector Cores asintió y se salió de la habitación. Annie decidió sentarse en la silla que

estaba al lado de la cama. Estaba segura de que lo que le venía no sería fácil y lo mejor sería recibirlo

sentada. Doña Elvia cerró la puerta corrediza y se dirigió hasta el otro extremo de la cama de Henry

por el costado derecho. Allí minuciosamente revisó los aparatos a los que este estaba conectado al

igual que los medicamentos que se le estaban suministrando.

– Annie – el silencio que vino luego de llamarla por su nombre solo estuvo acompañado por

su mirada fuerte y penetrante – dime, ¿qué te hizo creer que podías entrar a una de las habitaciones

de mis pacientes sin mi consentimiento y además de creer que yo no me enteraría?

Annie se quedó callada. No sabía que decir y tampoco quería decir nada. Quería volver a su

cama y no tener nada que ver con aquel asunto. Luchar contra su falta de razón y atarse a su almohada

para no tener nada que ver con aquello.

– Sé que no vas a responderme eso y que tampoco me vas a explicar que haces aquí pero la

verdad no es de eso que quiero hablar contigo. Al parecer tu eres quien más cerca ha estado de este

paciente y por eso eres tú quien va a hablar con el agente que esta allá afuera. Ya escuchaste donde

te está esperando.

Aquella no era una pregunta ni una opción, era una orden directa. Doña Elvia ni siquiera

determinó si ella quería o podía hacerlo. Annie respiró un poco al saber que no era gran cosa lo que

la jefa de piso le quería decir, sin embargo hubo una parte de la conversación que la dejó perturbada.

– ¿Por qué cree usted que he sido yo quien ha estado más cerca de este paciente?

Ni bien había terminado de estar la pregunta en el aire cuando doña Elvia se volteó y la miró

de esa forma tan particular que ella tiene. Se ajustó la montura de los lentes casi con la misma

precisión con que un francotirador ajusta la mira. Se estaba preparando para disparar y Annie era su

objetivo.
– Tal vez sea por el hecho de que fue usted quien lo atendió primeramente en la UCI o por el

episodio que tuvo con las pertenencias del paciente.

“Maldito Eric.”

– Aunque no voy a negar que el hecho de encontrarla aquí a oscuras en la habitación del

mismo me ha hecho tener un cambio de perspectiva – Doña Elvia se quedó observándola en silencio.

– Todo lo anterior me hace apegarme a la decisión que ya tomé. Luego que hable con el agente pase

por mi oficina y hablaremos de nuevo. Ahora vaya con él, creo que no lo debería hacer esperar más.

Annie ni siquiera lo pensó un poco. Se levantó de la silla y le lanzó una mirada de soslayo a

Henry quien fue testigo impersonal de toda aquella conversación. Salió de la habitación con la

sensación de estar peor que cuando entró. Giró a la izquierda pasando el puesto de información y

viendo a Alexia que con las manos en el aire le hacía gestos de no saber qué estaba pasando

acompañado de un siempre presente “te lo dije”. Al final del pasillo, detrás de una puerta de madera

estaba la sala de descanso. Allí la esperaba el inspector Cores.

Abrió la puerta de la habitación y allí estaba él, sentado al lado de una mesa de madera redonda

que centraba la sala. Annie cerró la puerta y se sentó en la silla que estaba justo frente a él. La

habitación no era muy grande y solo contaba con un pequeño refrigerador y una repisa donde reposaba

una cafetera, todo lo necesario para el café y uno que otro bocadillo.

– Permiso – dijo Annie antes de sentarse. Su voz estaba un poco temblorosa.

– No se preocupe, tome asiento. ¿Desea una taza de café?

Era extraño que fuese él quien le ofreciera la taza de café cuando era ella quien conocía más

aquella sala. Eso le hizo entender quién llevaría las riendas de aquel encuentro.

– Sí. Ya lo busco – dijo haciendo el gesto de levantarse de la silla.

– No se preocupe. Usted es una dama. Yo se la busco.


El agente se levantó y se dirigió hacia la repisa. Tomó una taza y la llenó del brebaje caliente

que reposaba en la cafetera. Annie no había percibido lo alto que era aquel hombre hasta que se puso

de pie. Viéndolo bien no estaba nada mal. Guapo y alto con el cabello castaño claro bien cortado y

unos ojos ámbar que derretirían a cualquiera. De no ser por la situación incómoda por la que estaba

pasando en aquel momento hasta se habría atrevido a usar las técnicas de seducción de Alexia.

– Aquí tiene – le dijo el agente entregándole el café. – Ya tiene azúcar pero no sé si le gusta

más dulce.

– Está bien así. Gracias inspector Co...

– Cores. Inspector Adrián Cores. Pero me puedes decir Adrián.

– No me gustaría romper la formalidad – le dijo Annie mostrándose un poco tímida.

– No se preocupe tampoco es un encuentro tan formal. Imaginó que la señora Elvia Torres le

adelantó algo de esta conversación.

“Si. Me dijo que existiría una conversación. Nada más.”

– La verdad es que no mucho. No fue muy específica.

– Fíjese señorita Pastori, la situación con el paciente de la habitación 407 es bastante delicada.

“¿Delicada? ¿Qué había hecho Henry?”

– El señor Latouff es un hombre casado. Bueno al menos lo era.

“¿Casado?”

– El día del accidente en tren su esposa fue la única víctima indirecta de aquel trágico evento.

La señora Latouff se desvió de la carretera para evitar ser aplastada por un tronco maderero y se

impactó contra un árbol. Algo irónico, ¿no? Bueno lo cierto es que desconocemos si el señor Latouff

está al tanto del asunto o no, pero en virtud de que no podemos hablar con él y no podemos esperar a

ver qué pasaba decidimos tener un enlace directo en el hospital, bien sea para que le dé esta
información de la manera más apropiada posible o por el contario para que se ponga en contacto y

así nosotros tomamos las riendas de la situación.

Aquello fue como un balde de agua helada. No tenía ninguna expectativa de aquella

conversación pero aun así todo eso le resultaba increíble. Henry era viudo. Bueno lo es, aunque aún

no lo sabe ¿o sí? Que confuso era todo. Tomó la taza de café y le dio un gran sorbo con la efímera

esperanza de que en algún momento de su paso por el esófago se convirtiera en vodka puro ya que

era eso lo que necesitaba.

– Una pregunta. Usted mencionó “un enlace directo en el hospital”. ¿Qué quiso decir con eso?

– Que usted es el enlace. Pensé que había quedado tácito al ser usted la enfermera personal

del señor Latouff.

“¿Enfermera Personal?”

– Es que no entiendo porque yo.

– Eso solo se lo podrá responder la señora Torres. Fue ella quien la recomendó. Dijo que usted

estaba muy vinculada con el paciente – Adrián notó la cara de desconcierto de Annie. – La verdad

desconozco cuál es su relación con él pero esa fue la sugerencia que nos dieron y al encontrarla hoy

en la habitación pensé que era más que evidente.

“Yo y mis geniales ideas.”

– ¿Y la familia de él? ¿Han logrado contactarlos?

– La familia de él está fuera del país. Él es de origen francés por lo que pudimos saber. La

familia de ella no está en la ciudad y los pocos que han llegado están en los preparativos del funeral.

Quizás no es fácil lo que se le está pidiendo pero lo hacemos por el bienestar del señor Latouff. Espero

que nos pueda colaborar con esto.

La verdad no tenía mucho de dónde coger. Ella misma de alguna manera se había metido en

aquella situación y Doña Elvia se aprovechó sin miramientos. Tampoco es que se sintiera tan
presionada. De alguna manera algo dentro de ella la había motivado a buscar la forma de ver a Henry

esa mañana así que verlo todos los días que le tocara trabajar no sería mayor sacrificio.

– ¿Puede ayudarme entonces?

Annie lo miró con cierta incertidumbre. En cierto modo había algo detrás de aquellas palabras

que no lo dejaban todo claro. Tal vez era la mezcla entre esos ojos ámbar y sus labios carnosos lo que

le daban aquella extraña sensación.

“No, otros labios así no por favor”.

Tomó otro largo sorbo de su taza de café y asintió sencilla y sinceramente.

– Gracias– le dijo Adrián. – La verdad para mí no será ningún pesar trabajar con usted.

– En realidad yo también me siento rara con el hecho de que me trate de usted. Creo que tal

vez tenga que ver con la manera como nos conocimos. Quizás deberíamos presentarnos de nuevo.

– Estoy de acuerdo. Me llamo Adrián – y le extendió la mano.

– Yo me llamó Annie – le dijo tomándole la mano y sonriendo de una manera algo tonta.

Aquel apretón de manos duró un poco más de lo que debía y terminó justo en el momento donde

ambos se dieron cuenta de eso y se zafaron algo apenados.

– Bueno ya no le, perdón, ya no te quito más tiempo, sé que es tu día franco.

– Gracias. Bueno si debo hablar con Doñ… con la señora Torres. Estaremos entonces en

contacto.

– Si de seguro. Que tengas buen día.

– Igual. Y gracias por el café.

Ella colocó la taza sobre la mesa mientras ambos sonreían y se salió de la sala. Volvió sus

pasos hasta llegar al puesto de información. Esta vez ninguna de las enfermeras estaban allí, solo

Doña Elvia.
– ¿Ya terminaste de hablar con el agente? – preguntó y Annie asintió algo sería. – Bueno aquí

tienes tu nuevo horario– le dijo extendiéndole una página sobre el mostrador. – Va a trabajar a partir

de mañana durante doce horas en esta planta hasta que las heridas de la operación del paciente estén

sanas. Si llegase a despertar antes de que este más recuperado será necesario ponerlo al tanto de lo

que pasó con él, clínicamente hablando, esto antes de darle la información que el agente te ha

suministrado. ¿Alguna pregunta?

Era cierto que tenía cientos de pregunta pero no las haría ni allí ni a ella porque era evidente

que Doña Elvia estaba disfrutando de toda aquella situación. Negó con la cabeza, tomó la hoja con

su nuevo horario y se fue de allí. Debía despejar su cabeza.

Al bajar las escaleras se encontró a Alexia a mitad del camino quien le preguntó de qué iba

todo aquello así que Annie la puso al tanto. Le explicó lo que le habían dicho tanto el agente como

Doña Elvia además de contarle sobre su nuevo horario de trabajo.

– No sé qué demonios está haciendo ese tal Henry en ti para que te metas en semejante lío,

pero sea lo que sea me encanta– le estampó un beso en la mejilla y siguió su camino de regreso a sus

labores.

Annie salió por la puerta principal del hospital y se dirigió a su vehículo. Una extraña sonrisa

enmarcaba su cara como muestra de una inusitada alegría que se apoderaba de ella. Fue como si aquel

fuera el punto de quiebre de su tristeza de alguna manera. Ayer lloraba desconsoladamente en su

habitación clamando la muerte de sus dolorosos sentimientos y hoy se encontraba ante el hecho de

cuidar a un hombre con el que sueña mientras que un hombre de más de soñado le brindaba un café.

“Dios necesito un cigarrillo. Esto es demasiado para mí”.


IX

Mayo estaba dando paso a las frías ventiscas de invierno pero Annie sentía un calor interior

que la abrigaba más que su propia ropa. De alguna manera la idea de empezar a trabajar

exclusivamente atendiendo a Henry le daba un soplo de calor en el alma. Aquel día después de salir

del hospital se fue directo a la tienda de víveres que quedaba camino a casa y compró una buena

provisión de quesos, espaguetis, vegetales para ensaladas, empaques de sopas y algunos jugos

envasados. Al llegar a casa acomodó todo en la despensa y se sintió rara después de tanto tiempo de

que estuviesen vacías. Se cambió la ropa para ponerse más cómoda, encendió el calentador y se

preparó para cocinar una Pasta Cuatro Quesos acompañada con una Ensalada Tentación. Ella misma

sabía que no podía cambiar todo lo que estaba sufriendo por el simple hecho de haber salido airosa

de su escapada mañanera o por haberse sentado a compartir un café con un extraño completamente

hermoso. Ni siquiera aquel sueño tan extraño y tan vivido le podía extraer todo aquel dolor pero ayer

antes de dormirse había llorado clamándole a Dios que la ayudara a superar todo aquel dolor y tal vez

el primer paso para salir de aquel atolladero lo debía dar ella y si el primer paso era llenar sus

despensas y prepararse una Pasta Cuatro Quesos con una Ensalada Tentación entonces que así sea.

Aquel era su plato favorito y con el tiempo se había convertido en el plato favorito de ella y

de Fabián. No iba a pensar mucho en eso, aquel día no le importaba si Fabián se paseaba

sorpresivamente en su cabeza, aquel día solo quería consentirse y saborear de nuevo ese suculento

plato que tanto se parecía a lo que ella alguna vez llamó felicidad. Mientras picaba los vegetales pensó

en las tantas veces que lo había hecho de la misma manera para Fabián pero también recordó las

tantas otras que lo había hecho para ella sola antes de que él apareciera en su vida. Pensó que aquella

sería la primera de tantas que vendrían después de su ruptura.


A pesar de estar fuera de temporada las naranjas estaban frescas. Sentía el jugo de ellas

recorriéndole los dedos mientras las picaba en gajos para agregárselos a la ensalada. Luego que todo

estuvo listo se sentó en la mesa, sola. Ella sabía que estaba sola pero en cierto modo también estaba

tranquila. Tranquila y un poco más feliz. Martha le había dicho luego de su ruptura que aquella era

su nueva vida y que nadie más decidiría que hacer con ella y en aquel momento eso era justamente lo

que estaba haciendo. Estaba decidiendo volver a disfrutar de aquellas pequeñas cosas que la hacían

feliz.

Al día siguiente se levantó muy temprano de nuevo y se preparó un buen termo de café para

el camino. Hacía mucho que no lo hacía, se había acostumbrado al café de Julio. La verdad es que no

era un mal café, ni mucho menos, pero ella prefería su combinación de café bien fuerte especiado con

canela y vainilla. De camino al hospital pasó de poner la radio y empujó en el reproductor uno de sus

viejos compactos de Bossa-nova que ponía de fondo para estudiar. Aún no estaba dispuesta a escuchar

su música de siempre. Había una gran cantidad de esta que le recordaba a Fabián y otra tanta que

aunque no lo hacía era una música tan triste y hablaba tanto del desamor que era mejor no escucharla.

Al llegar al hospital aparcó justo frente a la entrada principal y se dio cuenta al salir del coche de lo

poco abrigada que estaba aquel día. Entró rápidamente al hospital y subió las escaleras de dos en dos

viendo que estaba por llegar tarde su primer día en ese nuevo turno y la verdad es que no quería

quedar marcada por Doña Elvia de aquella manera.

Llegó justo a tiempo y Doña Elvia la acompañó directamente a la habitación 407 para recibir

las instrucciones propias del paciente.

– Debido a las heridas del paciente tanto en la cabeza como por el yeso en su pierna izquierda

es prudente que se mueva lo menos posible. Aunque es necesario, como supongo que sabe, que se le

realicen los masajes propios para evitar las escaras. La limpieza del cuerpo realícela a horas del

mediodía en virtud de que es el momento más cálido debido a la entrada del invierno. Las heridas de
la sutura se limpian a primera hora de la mañana y la dosis de sus medicamentos aparece reflejada en

el historial médico. De todas formas el cirujano tratante pasa todos los días en la mañana y en la tarde

mientras se recupera de las heridas. ¿Alguna pregunta?

– Si, disculpe, solo una. ¿Quién es el médico tratante?

– Creo que sabrá encontrarlo en el historial. Yo me retiro. – Dio la media vuelta y se encaminó

hasta la puerta y justo antes de salir se giró y le dijo – Señorita Pastori, espero que no haga nada más

allá de lo que requiere el paciente – cerró la puerta y se fue a su puesto de trabajo observando la

reacción de Annie a través de las persianas.

“Perra”.

Lo primero que hizo fue cerrar las persianas de la habitación y subió un poco la intensidad de

la luz que descansaba en la cabecera de la cama. Con un poco más de luz la belleza de Henry era aún

más etérea. Se veía tan irreal allí tirado en medio de aquella cama que parecía como si no perteneciera

a aquella habitación, como si fuese el único elemento discordante y patético en aquella imagen. Luego

que salió del letargo hipnótico en que caía cada vez que se perdía en aquellos labios rosados empezó

a cumplir con sus labores. Al poco rato entró Alexia que acababa de cumplir con su guardia y la

ayudó a limpiar las heridas de Henry.

– La verdad es que es bastante guapo. Ya entiendo porque estás aquí.

– Estoy aquí porque me asignaron realizar esta tarea – dijo Annie sin verla a la cara y tratando

de que su respuesta sonara más veraz de lo que era.

– ¿Y ayer entraste a esta habitación contra viento y marea porque te lo habían asignado

también?

Annie la vio de aquella forma universal de “No me jodas en este momento”.

– ¿Te gusta?– le pregunto Alexia. Annie se quedó callada. – Tranquila puedes decírmelo, no

eres la primera enfermera psicópata del mundo.


– No soy una psicópata.

– Pero te gusta un paciente que está en coma. Y puedes negarlo todo lo que quieras. Niégatelo

a ti misma hasta que te lo creas si te da la gana y después tratas de convencerme.

Annie no sabía que responder. La había desarmado. Sí le gustaba y ella misma lo sabía. No

era amor, jamás sería comparable a lo que sintió por Fabián ¿O aún sentía? Estaba segura que no

podía aplacar el dolor pero de alguna rara y extraña manera le gustaba lo que sentía cuando se perdía

en esos labios de Henry.

– La verdad es que me gustan muchos sus labios.

– Eso es un buen comienzo.

– ¿Buen comienzo? ¿De qué hablas?

– Un buen comienzo para olvidar a Fabián.

Tal vez Alexia tenía razón. Es verdad que es el tiempo el que sana todo pero tampoco se

puede negar que algunas personas sirven de incentivo para poder seguir adelante. Henry en este

momento era su mejor incentivo. Henry y sus labios.

– Ayer volví a cocinar. Prepare la Pasta Cuatro Quesos – decir esto la hizo sentirse en cierta

forma orgullosa de sí misma.

– ¡Qué bueno! Espero me hayas dejado porque hoy voy a dormir en tu casa. Estoy muy

cansada para ir a la mía.

Annie le sonrío y asintió de manera graciosa. Se despidieron y antes de salir de la habitación

Alexia se detuvo a decirle algo.

– Eso sí, vas a necesitar algo más que una pasta con queso para superar lo que vas a ver cuándo

te toque bañarlo. Si los labios te tienen desenfocada lo que está allá abajo te va a terminar de

enloquecer.
Annie se sonrojó y le pidió que se saliera. No le pareció para nada gracioso y ya no veía el

medio día tan lejano. Además había otras funciones fisiológicas del paciente que debía atender y eso

también la incomodaba de cierto modo.

Los signos vitales de Henry estaban estables y la herida de su cabeza estaba sanando bien.

Más allá de su estado de coma Henry era un paciente con una buena evolución. Cuando vio que las

agujas del reloj estaban acercándose al medio día se fue al cuarto de descanso para tomar una buena

taza de café y coger fuerza para lo que se le venía encima. Se sentó un momento a meditar en cómo

solucionar ese asunto y la verdad es que no le encontró ninguna solución factible.

“Estúpida Alexia. ¿Por qué me dijo eso?”

Al poco tiempo de estar allí se abrió la puerta. Ella se puso de pie por si era Doña Elvia no

fuera a pensar que estaba holgazaneando. Era Martha.

– ¡Aquí estas! Te estaba buscando.

– ¿A mí? ¿Y eso?

– Bueno para recibir la parte de tu paciente.

Tenía toda la lógica del mundo. Martha había recibido a Henry cuando ingreso a la Sala de

Emergencias así que hasta que no estuviesen sanas sus heridas aún era su paciente.

– Las heridas están bien. Se las limpie en la mañana junto con Alexia y no se ve nada extraño

en ellas. Por lo demás le estoy aplicando su dosis de medicamento según las instrucciones. ¿Hay

algún cambio al respecto?

– No, no hay ninguno – dijo Martha mientras se servía ella también una humeante taza de

café. – Pero siéntate un segundo, la licenciada Torres está pendiente de otras cosas en la

administración. Cuéntame, ¿cómo estás tú?

– Estoy bien. Poco a poco – respondió mientras se sentaba de nuevo.


– Bueno al menos estás haciendo algo que te gusta y con quien te gusta. Espero algún día más

adelante me lo agradezcas.

Annie estaba algo confundida.

– ¿Te lo agradezca? No entiendo.

– Yo fui quien le recomendó a la licenciada Torres que fueses tu quien atendiera a Henry.

– ¿Por qué hiciste eso?

– Me pareció que era lo más apropiado. No lo hice por lo que me contaste. Lo hice por lo que

me ocultaste.

No sabía que decir, Annie no le había ocultado nada a Martha. Lo único que había pasado, lo

único que había sucedido era la situación del maletín y eso era agua bajo el río. Si bien la alteró mucho

no significaba que fuese tan relevante como para hacerla la enfermera asignada de Henry.

– ¿Lo qué te oculté? ¿Qué crees tú Martha que yo no te dije?

– Annie tranquila. Aunque creas que no te entiendo yo lo hago. Hace tres días atrás te

encontraste con un evento aislado que te sacudió. El simple hecho de pensar que era Fabián el que

estaba tirado inconsciente en esa camilla te sacudió y fuerte. ¿Qué habría pasado si hubiese sido

realmente él? ¿Cómo habrías reaccionado al ver a Fabián en el mismo estado que está Henry?

Internamente ella se había echó esas mismas preguntas y sabía que la respuesta era tácita: no

podría soportarlo. La simple idea de saber que Fabián estaba sufriendo la hacía temblar.

– Tú al igual que yo sabes muy bien que no lo habrías soportado porque aún lo amas– continuó

Martha hablando con un tono de voz bastante serio. Annie sucumbió ante aquellas palabras y permitió

que un par de lágrimas rodaran por sus mejillas. – Tranquila amiga. Sé que es duro que te lo diga pero

es la verdad. Mientras tú estás aquí pensando en cómo continuar viviendo él está tranquilo y estoy

más que segura que ni siquiera ha derramado una lágrima al pensar en ti. Cuando hubo el accidente

del tren, ¿Te llamó? ¿Buscó comunicarse contigo para saber de ti? ¿Se habrá preocupado siquiera de
saber que te pasó aquel día? Él ahora le debe estar dedicando sus lunas y sus tazas de café a otra

persona y creo que llegó el momento de que tú hagas lo mismo. Dedícale tus tazas de café a ese

hombre que esta postrado en una cama, no importa que no sepas si lo sabe o no pero al menos es lo

que tienes ahora. Ayúdalo a sanarse y sé que te ayudarás a sanarte a ti misma. Hoy en día te brillan

los ojos y no es exactamente por las lágrimas, hace mucho que no te veías así. Tomate esa taza de

café, tranquilízate y dentro de poco almorzamos y hablamos un poco mejor– se levantó de la mesa,

le dio un beso tierno en la cabeza y salió de la sala.

Martha siempre le lograba sacar las lágrimas de una u otra manera, pero siempre con la verdad.

Todo lo que había dicho era cierto. Muchas eran las lunas que había visto y soñaba con poder

compartirlas con Fabián pero sabía que no podía, que no debía o que, como lo imaginaba Martha, a

él ya no le importaba porque de seguro en aquel mismo instante aquella misma luna la estaba

compartiendo con otra persona. Cuantas tazas de café no lloró pensando en las muchas que había

compartido con él bajo el limonero del patio en las cálidas noches de verano o al lado de la estufa en

las frías tardes de invierno. Ahora de seguro estaría caminando por las calles de Buenos Aires

compartiendo otro café con otro aroma diferente pero sintiéndose más feliz que nunca. Aquellos

sentimientos siempre la herían y mucho, pero eran imposibles de sacar de su mente. Se secó las

lágrimas y esperó un momento antes de regresar a la habitación 407. Ya casi era mediodía.

Al entrar a la habitación sintió que estaba muy fría para aplicar el baño a Henry así que

aumento un poco la temperatura del calefactor y se dispuso a preparar los utensilios para el baño: una

toalla seca, una esponja suave, gasas limpias y una pequeña tina doble donde colocó el agua limpia

en un lado y una ligera solución jabonosa en el otro. Se colocó unos guantes lo mejor que pudo ya

que sus manos temblaban ligeramente. No era ni de cerca la primera vez que le hacía eso a un hombre

pero si la primera que se lo hacía a alguien que le gustasen sus labios. Era algo tonto. No podía

ponerse así por el simple hecho de que los labios de aquel hombre la sacaran de sí pero ella sabía que
más allá de los labios, más allá de la advertencia de Alexia, más allá de lo que encontraría debajo de

las mantas era el hecho de que tenía que tocarlo por completo y hacía mucho que no tocaba a un

hombre de aquella manera.

Decidió enfocarse de la manera más profesional posible y le bajó la manta hasta la cintura.

Decir que se quedó petrificada sería poco delante de su expresión. Ante ella yacía un hombre

hermosamente desnudo. Tenía el pecho bien formado y poblado por un bello que le sentaba como

una alfombrilla puesta a mano delicadamente. Su piel era blanca y tersa bañada por unas hermosas

pecas que le decoraban los hombros y parte de la espalda. Solo hasta ahora se dio cuenta que no

aparentaba para nada los 36 años que decía la historia clínica. Sus manos eran delicadas, propias de

su profesión. Annie dejó de admirarlo y procedió a empezar por los hombros y el pecho. Gracias a

Dios tenía los guantes puestos o no sabría cuanto más tardaría en cada parte de su cuerpo. Primero le

pasaba la gasa empapada en la solución jabonosa y luego la esponja húmeda para limpiar. Henry no

necesitaba aquel baño, ella sentía que estaba perfecto así tal cual, pero había una gran diferencia entre

lo que ella sentía y lo que debía hacer. Lo giró un poco sobre el lado izquierdo para lavarlo también

en la espalda, una espalda grande y fuerte. Annie no podía contener sus pensamientos. Empezó con

el masaje para evitar las escaras. Lo hizo con la mayor delicadeza y precisión que podía. Repitió el

mismo procedimiento con el lado derecho de la espalda. Lo secó bien con la toalla y volvió a cubrirlo.

Se quedó quieta pensando en su próximo movimiento y decidió continuar con las piernas. Lo

descubrió hasta los muslos y empezó primero por los pies, al menos el que dejaba el yeso al

descubierto. Eran unos blancos y muy bien cuidados pies, para Annie los pies más bellos que había

visto. ¿Sería en serio que eran los más bellos que había visto o solo estaba siendo nublada por la falta

de contacto con un hombre? Lo cierto es que se lo lavó muy bien, se los lavó cual penitente lava los

pies de los justos en Semana Santa, se los lavó entregada a cumplir su misión lo mejor posible. Sus

manos subieron lentamente por su pierna derecha definiendo cada una de las curvas de aquellas
hermosas extremidades. Cuando terminó su labor cubrió ambas piernas y se sentó en la silla con las

manos enguantadas en el aire pensando en cómo seguir el siguiente paso de aquel baño de cama.

Decidió que no podía permitirse aquellas dubitaciones y decidió descubrirlo de una vez por toda.

Alexia tenía razón.


X

Allí yacía él, desnudo y vulnerable en aquel extraño cuarto con una enfermera inmóvil que no

sabía por dónde empezar. Comenzó por cambiarle la bolsa recolectora, lo cual a pesar de la delicadeza

que se requiere lo hizo lo más rápido posible. Por pudor y por prudencia decidió no mirar directamente

sus partes mientras lo aseaba, al menos no prolongadamente. Terminó lo más rápido que pudo y luego

se tiró en la silla con las manos enguantadas en el aire. Se sentía extenuada, como si hubiese cumplido

con la labor más ardua del mundo. Estuvo así unos minutos y luego recogió todos los implementos

que había utilizado para el aseo de Henry, llevó los descartables hasta el cuarto de desechos médicos

y los que podía volver a utilizar con él los dejó en un pequeño gabinete del cuarto de baño.

Ya era un poco más de medio día y decidió comer algo aunque fuese más por obligación que

por hambre. Había llevado algo de pasta del día anterior y quería calentarla en el cuarto de descanso

pero estaba repleto, así que en vez de eso se dirigió nuevamente a la habitación y revisó los

medicamentos de Henry. Se recostó un momento en un pequeño mueble que estaba al fondo de la

sala y sin darse cuenta se dejó arrullar por el cansancio hasta que cayó rendida. De pronto se abrió la

puerta y ella se despertó con un pequeño sobresalto.

– Lo siento. No quería despertarte– dijo Adrián al entrar en la habitación con dos vasos de

café en las manos.

– Discúlpame tú. Se supone que no debería haberme dormido– respondió ella mientras se

desarrugaba el traje de enfermera y se ajustaba el cabello en la cola de caballo que tenía hecha.

– Tranquila. Venía a ver como estaba.

– Esta mejor. Recuperándose, aunque aún no ha reaccionado pero sus heridas están

evolucionando muy bien.


– La verdad no me refería a él– le dijo mientras le ofrecía uno de los vasos de café. – Esto es

para ti. Espero te guste el cappuccino.

Ella lo miró perpleja con su cabeza levemente ladeada y tratando de interpretar toda aquella

situación. Decidió no hacerlo más y tomo el café.

– La verdad es que sí. Es mi favorito.

– ¡Qué bueno!– exclamó Adrián con esa sonrisa espontánea y perfecta que ya Annie había

visto antes. – No quería volver a equivocarme con usted, perdón, contigo.

– ¿Equivocarte? ¿Cómo así? No sé de qué hablas.

Adrián se echó a reír y se calló de pronto como recordando de repente donde estaba. Annie se

llevó la mano a la boca para reírse calladamente de aquella situación. Hacía mucho que no se sentía

tan cómoda y relajada con alguien.

– La primera vez que te vi– empezó a explicar Adrián– tenía una mala impresión de ti, como

de alguien que le gustara inmiscuirse en cosas que no debe, pensé que serías una de esas enfermeras

preguntonas que desean ser policías o algo así. Te traté duramente, bueno espero no haber sido tan

duro.

Annie tomó un sorbo de café y echó la memoria hacía atrás tratando de recordar el encuentro

anterior. Siendo sincera consigo misma ella estaba muy nerviosa y él si estaba un poco serio, pero no

recuerda para nada tal severidad.

– No fuiste severo, para nada. Esperaba al poli malo porque ese no eras tú.

Ambos se rieron de aquel pequeño chiste y chocaron las miradas extrañamente. Annie se

encontró a sí misma reflejada en aquellos ojos ámbar que estaban abiertos de par en par viéndola

fijamente. Sintió como la sangre se le inyectaba en las mejillas así que decidió dar un largo sorbo del

café que tenía entre las manos mientras desviaba la mirada hacia otro lado.

– Entonces eso ya no me sirve de excusa.


– No te entiendo. Todos los policías son así de enigmáticos.

– No todos, pero tienes que entendernos un poco, nuestro trabajo nos lo exige– hizo una

pequeña pausa mientras la miraba de nuevo a los ojos con sus pupilas ambarinas.– La verdad es que

quería agarrarme de eso para resarcirme contigo y así poder invitarte a salir, pero al parecer voy a

tener que invitarte a comer sin ninguna excusa.

Aquella propuesta le llegó a Annie de sorpresa. Se había imaginado que Adrián estaba

interesado en ella pero nunca imaginó que fuese tanto así como para invitarla a salir. Después del

fiasco que había pasado con Gabriel hacía unas noches en el bar no se sentía muy preparada para

intentar una cita de nuevo. No deseaba terminar otra vez tirada en su cama llorando hasta más no

poder. Por otro lado Adrián era un hombre agradable y ella se sentía cómoda con él, quizás debería

intentarlo.

– ¿A comer? ¿Quieres comer conmigo?

“No tonta. Te invito solo porque eres la única mujer con dientes del planeta.”

– Si– dijo Adrián entre risas. – Quisiera invitarte a comer a un restaurant nuevo que está cerca

de la montaña. Espero no ser muy abusivo con mi propuesta.

Annie estaba con la mirada perdida pensando en su respuesta. Una cita con aquel hermoso

hombre que deseaba compartir una cena con ella. No era comerse un hot dog en la calle apurados a

mediodía o un sub en un café a las afueras de la ciudad, aquella era una invitación real para una cena

y la verdad es que no sabía qué hacer con eso. Le habría gustado ser tan fría para algunas cosas como

lo era Alexia y así poder decir que sí sin tanto miramientos, pero ella era Annie. Annie la tonta que a

pesar de tener el corazón roto, una parte de ella creía en el amor. Annie la absurda que recordaba las

series que le gustaban a Fabián y de vez en cuando escucha como el viento le susurraba su nombre.

Annie la ingenua que desea en secreto que todo aquello no fuese más que un mal sueño del que no ha

podido despertar aún. Ella era Annie y esa era una realidad.
– Bueno veo que lo debes pensar antes– dijo Adrián ante su silencio.– Igual pasaré pronto, si

no es molestia, para ti.– Después de decir aquello se levantó, le lanzó una mirada repentina que tenía

una media sonrisa adjunta y se dirigió hacia la puerta.

– Claro que sí– dijo Annie repentinamente con ese tono de voz anormal que le salía cuando

sentía que la situación se le salía de las manos. – Perdón, quiero decir que no tengo ningún problema.

Solo debería saber cuál será mi próximo día franco, recuerda que cambié mi horario.

Adrián la premió con esa mirada encantadora que adornaba su rostro y Annie sintió como ella

misma sonreía también a manera de respuesta. El silenció se encargó de engalanar el momento

mientras Henry siempre omnisciente y distante centraba la escena de la manera más impersonal

posible. Annie lo vio y se sintió mal por un momento, tal vez sin razón aparente pero así se sintió.

– Buenas. ¿Se puede?

La puerta corrediza se abrió repentinamente y Alexia se encontró con aquel oficial bien

vestido con un vaso de café en la mano y Annie en el otro extremo de la habitación con otro igual.

Dejo la puerta abierta tras de sí y decidió apoderarse de la situación como siempre lo hacía.

– Buenas tardes señor oficial– dijo con la voz más sexy que pudo. – No me diga que mi amiga

está en problemas, aunque ella se porta siempre tan bien que lo pongo en duda.

– Buenas tardes señorita– le devolvió el saludo Adrián con una voz seria y respetuosa. – No

se preocupe su amiga no está en problemas. Es solo una visita de rutina y ya estaba por retirarme

cuando usted llego. – Se giró hacia Annie– Gracias por la información suministrada, cuando llegue

entonces el momento previamente discutido hablaremos del tema. Que pase buenas tardes– se

despidió haciendo un gesto al estilo militar y Annie le devolvió la despedida moviendo

simpáticamente los dedos de la mano izquierda, luego se dirigió hacia la puerta.

– Disculpe agente…– le soltó Alexia sorpresivamente.

– Cores. Adrián Cores, para servirle– le respondió este extendiéndole la mano.


– Espero le haya traído un cappuccino. Es su favorito– le dijo pícaramente mientras le sujetaba

la mano extendida.

Adrián soltó una de esas sonrisas que siempre se guarda bajo la manga mientras aún estaban

saludándose.

– Fortuitamente así fue. Pero gracias por la información. Hasta luego Annie.

Se retiró de la habitación y dejó allí a Annie parada. Estaba un poco de molestia por la siempre

impertinente personalidad de Alexia y apenada al mismo tiempo porque su amiga la hallase en aquella

situación.

– Si tu sentiste lo mismo que sentí yo cuando ese policía disparó esa sonrisa, mami, estas en

problemas.

– No estoy en nada. El solo es el policía del que te hable, el enlace por la situación de Henry.

– Ah, tienes razón. ¿Y qué pasó por fin con la familia de Henry? ¿Ya viene en camino?

Annie estaba desarmada. Algo tan vital como aquella información se le había pasado por alto

porque se dejó hechizar fácilmente por aquellos ojos vidriosos que la sumergían en ese mar azabache.

– No tienes ni remota idea de lo que te estoy hablando– le dijo su amiga mientras le quitaba

el vaso con café de las manos para darle una probada. – Oye, esto está bueno. ¿Sabes algo?

– No lo sé. Solo tú sabes qué es lo que me quieres decir.

– Bueno, yo entiendo que sus sonrisas son despampanantes y que en este momento de tu vida

sientes que son como rubíes en la arena, pero no creo que debas perderte así como lo estás haciendo.

– ¿Cómo lo estoy haciendo?

– Sí. Annie yo te conocí cuando aún estabas en los mejores años de tu relación con Fabián, vi

como entregaste tanto de tu mente y pensamientos en él que no quiero que hagas lo mismo. Ojo, no

te digo que no te comas este chongo de cabellos dorados, pero que no te dejes embobar tan fácilmente,

y no es por el hecho de que no puedas hacerlo sino porque aún no debes.


– ¿No debo?– la pregunta de Annie estaba marcada por un poco de rabia en su voz. Sentía que

Alexia no debía juzgarla así, ella no conocía como habían pasado las cosas.

– Nena no quiero que lo tomes a mal, pero a ti aún te faltan ciclos por cerrar. Y no es que no

has sufrido ya bastante ni mucho menos, pero una cosa es sufrir por algo y otra muy diferente es

superar eso que te está haciendo sufrir. Hoy en día estas bien, y sé que hace un par de noches atrás no

fue exactamente el mejor momento de tu vida, pero eso no significa que ya hallas superado todo esto.

Solo te digo que no te exijas a ti misma cosas para las que no estás lista porque puedes terminar peor

que al principio. Es cierto, yo misma he visto cómo has salido de ese agujero poco a poco, pero debes

tener en cuenta donde das tu próximo paso, no sea que vayas a dar un paso en falso y caigas de nuevo.

Esa caída te dolería más que la primera, yo lo sé amiga, yo lo sé.

Annie conocía poco de la vida amorosa de Alexia, pero casi nunca esta estaba alejada de las

realidades de las cosas. Muchas veces era más fría de lo que Annie hubiese querido para dar sus

respuestas con respecto a algunas cosas, pero eso no significaba que estaba en algún desacierto. Ella

era una mujer viva y bastante sexy. Una miniatura de anchas caderas y una maraña de pelo castaño

claro que eran su gancho para atrapar los peces que le daba la gana de pescar. Pero no siempre fue

así, en algún momento también fue una ingenua creyente del amor y una víctima más del desamor,

pero de eso ya hace bastante tiempo y la verdad es que tampoco hablaba mucho de ello.

Alexia se terminó de tomar el café de Annie mientras esta estaba sentada en el sofá con la

mirada perdida en el horizonte. Estaba ausente, meditativa aún en las palabras de su amiga. Alexia le

dio un par de palmadas en la espalda y se dirigió hacia la puerta para abandonar la habitación.

– Annie– dijo justo en el umbral de la puerta. Annie levantó la mirada. – No lo pienses mucho,

ese es un error que muchas cometemos. Apenas puedas comete esos labios que deben saber a

caramelo. Comételos tú que puedes antes de que te lo quitemos de encima. – Alexia le pico un ojo y

cerró la puerta mientras sonreía.


Annie se quedó allí con la sensación de que algo dentro de ella se había movido. Es verdad

que se sentía bien pero también era cierto de que no todo estaba superado y existía una gran diferencia

entre sentirse bien y estar bien. Las últimas palabras de Alexia retumbaban en el aire.

“Comete esos labios que deben saber a caramelo.”

Era cierto, esa boca rosada debía de besar magníficamente y ella estaba dispuesta a sentir los

dulces labios de Henry y sus besos con sabor a caramelo.

“¡Adrián!”

“Los besos de caramelos son los de Adrián” pensó mientras miraba fijamente los labios del

hombre que descansaba ausente a su lado.


XI

Sus manos firmes se deslizaron por la espalda de Annie mientras muy sutilmente le bajaba la

tira del vestido. Sus labios fríos se posaban sobre aquellos omóplatos regalándole besos como quien

regala caramelos en un carnaval. Lentos y firmes se sembraban los besos en su piel. Hacía mucho que

Annie no sentía besos de aquella manera. Besos firmes, besos sinceros, besos que solo pertenecían a

ella y a nadie más. Trato de girarse para sentirlos en sus labios pero las mismas manos que la estaban

desnudando la aprisionaron contra la pared. Sus mejillas descansaban contra una pared cálida, blanca,

sutilmente decorada con unos vaporosos cortinajes del mismo color. Los besos seguían poblando su

espalda en el momento que sintió como su vestido se despedía de ella para descender por sus caderas

dejando su piel expuesta a la fría brisa que filtraba el invierno. Contra su espalda se encontraba toda

aquella humanidad que le sembraba besos en la nuca haciéndole que su cuerpo recibía escalofríos.

Sus manos estaban aprisionadas entre su cuerpo y la pared pero deseaba zafarse y poder tocar el

cuerpo de aquel que le regalaba besos a diestra y siniestra.

– Ahora hueles a mí– le susurró en la oreja.

Aquello era cierto. Eran tantos los besos y tantas las caricias que recibió en su piel que no

había duda de que aquello fuese así. Ahora su cuerpo emanaba aquel aroma dulzón de musgo y

vainilla. Sus poros abiertos sudaban un aceite aromático que embadurnaba la habitación por completo.

Cada espacio, cada esquina, cada trozo de aquel cuarto estaba lleno de aquella fragancia.

Henry la volteó y ella se encontró de frente con unos labios carnoso que se desgastaban

besándole el cuello. Lo sentía a él recorriéndole la piel con sus dientes. Sentía todos aquellos besos

regados por todos lados. Sentía como él buscaba entre su cuello aquel aroma, como buscaba entre su

piel aquella pasión que ella llevaba tanto tiempo reprimiendo por dentro, conteniéndola,

escondiéndola desde hacía horas, días, semanas, meses.


Annie sentía un cosquilleo que le subía desde las rodillas, una especie de torrente de espuma

que subía por su flujo sanguíneo. Era como si cada poro de su cuerpo palpitara a ritmos desiguales

impulsándola a flotar por aquel cuarto embadurnado de musgo y vainilla, así que se dejó llevar. Se

dejó llevar y empezó a flotar y flotar hasta que una extraña corriente le explotó por la yema de los

dedos como fuegos artificiales de confeti que se apoderaron ella. Aquella sensación se apoderó de

ella por completo y la hechizó enteramente. De la nada sentía como se desvanecía entre ella misma y

se convertía en un mar húmedo de lujuria y deseo que la hizo sentir más viva que nunca.

Annie se despertó sobresaltada.

Sus sabanas estaban empapadas por completo. Ella misma no reconocía donde estaba. De no

ser por las cortinas y los adornos en las paredes no se hubiese enterado que estaba en su habitación.

Se levantó directo al baño y se pegó un duchazo rápidamente. Por dentro maldecía al invierno por

haber llegado porque en ese momento lo que necesitaba era un duchazo de agua fría. Mientras el agua

caliente caía por sus caderas ella deambulaba por los recuerdos de aquel extraño sueño. Extraño y

agradable.

Junio ya estaba bien entrado y ella llevaba semanas atendiendo a Henry de manera metódica.

Sus manos seguían tallando y secando cada poro, cada peca, cada dedo de los pies de aquel hombre

del cual aún sabía muy poco. Solo unos familiares de su difunta esposa hicieron una rápida y extraña

visita al hospital. Todos estaban muy consternados por todo lo sucedido a Henry aunado al inmenso

dolor que vivían ellos mismos. Ninguno podía hacerse cargo del paciente ya que debían volver a sus

obligaciones. Solo dejaron un poco de información sobre los padres del paciente mencionando que

se encontraban en Europa. Más allá de eso y de lo que Adrián le informaba diariamente no sabía nada

de la vida de Henry.

Ese era el otro detalle.

Adrián.
Aquel hombre guapo había hecho más que rutinarias sus visitas con vasos de café y alfajores

que le llevaba acompañados siempre por su sempiterna sonrisa haciendo evidente su interés en ella.

Annie también se sentía muy cómoda con él. Cada día era una nueva risa que la llevaba hacía otra

faceta de su vida. Era como un nuevo camino que la llevaba a escapar de ese torbellino que había sido

el desamor que Fabián le había sembrado en el pecho.

Salió de la ducha y bajó a la cocina. Le dio de comer a Nena mientras en su cabeza hacía peso

la extraña sensación de haberla tenido abandonada aquellos días. No solo era su trabajo y el invierno

lo que la había hecho desatenderla menos sino también aquellas largas charlas en cualquier café del

centro de la ciudad donde habían tenido lugar los primeros encuentros con aquel caballero que se

esmeraba por ser su más ferviente y reciente admirador. Adrián no solo era un excelente profesional,

sino un buen hombre. Al contrario de muchos había huido del desenfreno que representaba la capital

y se había radicado en Rawson hasta que termino sus estudios sobre Seguridad Ciudadana. Ya tenía

varios años en la fuerza y la verdad es que su labor dentro de ella había sido muy sobresaliente, podría

decirse que era tan entregado a su trabajo como lo era Annie con su carrera. Su familia vivía en Merlo

por un lado y Mar de Plata por el otro, así que se dividía los feriados en dos partes para poder

complacerlos a todos. Era un hombre de actitudes sencillas pero placenteras; de vez en cuando un

buen viaje, trotar en las mañanas cuando hacía buen clima, un café por la tarde y de vez en cuando

una buena cena. Hoy precisamente tocaba esa buena cena y Annie era la invitada de honor.

Ya tenían tiempo tratando de cuadrar un buen momento para salir en una cena más formal que

la de comerse cualquier fiambre en un café o una bebida caliente de camino a casa. Annie le había

dado demasiadas largas alegando que tenía mucho trabajo, o que ya se le acercaba algún examen

hasta el día en que se dio cuenta que no podía seguir postergándolo. Que por más que dejara pasar el

tiempo eso no cambiaría su situación sentimental. Ya bastante mal estaba con fantasear sobre los

labios de un paciente como para también ahuyentar al único hombre que la había hecho sentirse bien
luego de tanto dolor. Se miró al espejo, se dijo que ya basta de tanto tango y le plantó la oferta en la

cara a Adrián apenas tuvo la primera oportunidad. El muy contento acepto de primeras así que

buscaron un día que fuese bueno para ambos, que no tuviesen guardias seguidas y planearon su

encuentro para tal fecha.

Ese día había llegado.

Annie llevaba días revisando entre su guardarropa y el de Alexia que podía ponerse que la

hiciera verse bonita sin llegar a lo vulgar y elegante sin notarse pretenciosa. Nada elegante estaba en

su closet y nada que no fuese vulgar podía encontrase en el de Alexia. Así que se decidió a comprase

algo de ropa nueva, hacía mucho tiempo que no salía de tiendas. El invierno había llegado a su

máximo apogeo y muchas de sus prendas no la abrigaban correctamente así que el día anterior fue a

una tienda de la zona comercial del este de la ciudad y compro unos guantes granate, un par de

bufandas negras muy sobrias, algunos calcetines, dos jeans y la que sería la estrella la siguiente noche;

un sencillo vestido de coctel color azul celeste con algunas capas de chiffon. Unas sandalias blancas

de tacón y una cartera tipo sobre del mismo color con la que le haría juego. Salió de aquella tienda

sintiéndose como toda una guerrera; afilando sus armas, repasando sus estrategias y preparado su

armadura para ir a una gran batalla. En cierto modo no estaba muy lejos de la realidad.

Comer cualquier cosa en un café camino a casa con Adrián era una cosa, pero una cita más

formal era otra totalmente diferente. No solo llevaba días pensando en que se iba a poner, también se

estaba preparando internamente para lo que iba a pasar. Adrián era todo un caballero y no le iba a

exigir nada para lo cual ella no estuviese preparada. Hasta ahora él había sido muy comprensivo con

su situación.

Hasta el momento todos sus planes para la cita estaban de maravilla, al menos lo estaban hasta

antes del sueño.


¿Por qué no pudo haber soñado con Adrián y su aroma a brisa marina? ¿Por qué tuvo que

haber soñado justo con un hombre que nunca le había dicho nada, un hombre que no está para ella?

Henry seguía siendo un enigma sin resolver. Cuando la familia de su difunta esposa había ido a

visitarlo luego del sepelio solo algunos pudieron entrar a la habitación y verlo. Otros no soportaron

la idea de encontrarlo en aquella situación con la posibilidad de que no despertara jamás y esta era

una realidad que cada día se hacía más palpable. Ella misma se encontraba de golpe con esa misma

realidad cada día que pasaba a su lado porque cada día allí sentía que era la única conexión que le

quedaba a Henry con el resto del mundo. Podía pasar horas enteras mirando su pecho tranquilo subir

y bajar, como si tan solo durmiera y en algún momento se despertaría atontado a decirle que había

soñado con ella. Era fácil atender sus necesidades, lo difícil era dejar de pensar en él. Por más que

luchaba contra si misma los baños de cama seguían siendo una especie de tortura, un martirio que

tenía que cumplir. Tocar esa piel diariamente, estar tan cerca de aquellos labios y no poder tocarlo

como deseaba ni besarlo como quería. Le habría gustado sentir el mismo impulso de besar a Adrián

que sentía por Henry, pero no era así. Aunque viéndole el lado positivo le alegraba en cierto modo

saber que su lívido no la había abandonado también para irse a la mierda junto con su relación.

Mientras se tomaba el desayuno aún estaba pérdida en su extraño y maravilloso sueño. No le

hubiese disgustado tenerlo cualquier otro día, pero justamente aquel, justo el día de la cita, era

demasiado para ella. Aquel día debía enfocarse en su cita de las nueve. Casi podía sentir en su piel

las manos de Henry desnudándola, besándola, amándola. Sacudió esos pensamientos de su cabeza así

como en otro tiempo sacudía los recuerdos martirizantes de Fabián. Se colocó unos jeans, un buen

sweater y sus nuevos guantes granate, todo enfundado en un grueso abrigo negro, se despidió de la

Nena y se fue a hacer ciertas diligencias propias del hogar: algunos pagos de servicios, poner al día

algunos documentos y otros asuntos referentes.


Llegó a la casa un poco pasadas las seis así que se preparó un bocadillo para aguantar hasta la

cena: un panino de albahaca, tomate, mozzarella y jamón. Lo comió en el sofá de la sala mientras

veía un repetidísimo capítulo de Friends en un canal donde al parecer se negaban a dejar morir la

amistad de aquellos seis neoyorkinos. Subió al cuarto y empezó a ducharse propiamente. Se tomó un

baño de esponja y se dedicó a tallar cada parte de su cuerpo con la parsimonia propia de un

monaguillo. Tenía experiencia de sobra en esto, lo hacía todos los días a su paciente favorito. En el

recuerdo se le antojó ver las pecas de la piel de Henry sobre la suya como si ambas se fundieran en

una sola.

Al salir de la ducha se perfumó con el aroma más regio y sexy que ella misma conocía. Tomó

entre sus manos la pequeña botella de 212 VIP que Alexia le había regalado de navidad y se llenó la

piel del cuello y del pecho con aquella fragancia. Alexia le había dicho que así debía oler una mujer

que estaba segura de sí misma y que sabía que llegaría el día en que ella querría oler así. Annie no

estaba segura de nada aquella tarde, nada más allá del hecho de querer estar segura.

Dedicó su buen tiempo a colocarse un bonito maquillaje y a recogerse un poco el largo cabello

castaño que ya le caía en la espalda. Nada sofisticada, nada sobrecargado. Aplicó en los labios un

brillo de tono rosa que la llevó directamente a pensar en los labios de Henry. Recordó que en el sueño

no los había sentido. Quería saber cómo sabían pero no debía pensar en eso. Se preguntó si Adrián la

besaría aquella noche pero no quería pensar en eso.

Se vio al espejo y le gustó lo que veía. Cuando se colocó el vestido y se enfundó sus sandalias

blancas se sintió como la princesa de un cuento. Se sintió realmente bella por primera vez desde hacía

mucho tiempo. Una pequeña cadena de plata con un elefante colgando de ella y unos brillantes le

complementaron el atuendo.

Al salir de la casa se volvió a colocar el grueso abrigo negro y unos guates del mismo color.

Se vio los pies y pensó que tal vez después de todo no era tan buena idea llevar sandalias con el
invierno tan fuerte pero no le hizo mucha cabeza al asunto así que se preparó a salir. Le colocó más

agua de la normal a su perra previniendo si llegaba tarde aquella noche, o si no llegaba. La sola idea

la hizo estremecerse un poco.

Manejó lentamente hasta la dirección que Adrián le había dado de un nuevo restaurante de

comida gourmet que recién había abierto sus puertas y estaba siendo muy bien visto por la gente bien

de la ciudad. Al parecer no era muy fácil conseguir reservaciones para comer en él pero Adrián había

hablado con un par de personas y las consiguió más rápido de lo esperado. Al llegar la recibió un

vallet parking a quien le entregó las llaves del coche y le indicó por donde debía acceder al restaurant.

Era una casona antigua hermosamente remodelada. De entrada tenía un corredor lleno de hermosas

plantas que se resistían al paso del invierno y junto a ellas unos mecheros estaban encendidos para

iluminar el camino. El frente de la casona era una mezcla entre cristal y piedra tallada que le daba ese

detalle de colonialismo recién hecho. Al ingresar pudo ver como las mesas estaban hermosamente

iluminadas por lámparas de esferas LED que casi rozaban la cabeza de los comensales. Había

alrededor de una veintena de mesas bien distribuidas alrededor de una barra ovalada que les daba la

posibilidad a los clientes de sentirse cómodos en un espacio amplio y así poder disfrutar de la vista

que los amplios ventanales le daban al lugar. Era un lugar hermoso y agradable. Al entrar una hermosa

anfitriona vestida en un traje ejecutivo enteramente negro le solicito la información de la reservación.

– Debe estar a nombre de Adrián Cores.

– Déjeme ver – le señaló la chica mientras revisaba en su computador. – Sr. Cores, sí. Ya se

encuentra en su mesa. Este chico le tomará el abrigo y le indicará el camino. Pase adelante y disfrute

de la velada – luego la anfitriona se giró hacia su compañero. – John, acompaña a la señorita hasta la

mesa quince por favor.

Un joven alto de una veintena de años y con una barba poblada le tomó el abrigo y le dio un

ticket para retirarlo, luego la acompañó hasta su mesa.


Adrián estaba hermosamente ataviado con un traje gris y una camisa blanca, sin corbata pero

elegante de una manera muy sublime. Se levantó y la recibió con un beso en la mejilla. Le abrió la

silla y luego la ajustó para ella. El aroma a brisa marina que envolvía a Adrián la golpeó desde atrás

dejándola impregnada de él. Annie se sentía como en la escena de alguna de esas películas cliché de

Hollywood. Cuando Adrián se sentó la luz de la lámpara le iluminó la mirada que acompañada de

aquella sonrisa tan espectacular la hizo sentirse extrañamente viva.

– Estás muy hermosa hoy.

– Gracias. Tú también te ves muy bien.

– Bueno siempre estás hermosa, solo que es extraño verte sin el uniforme y la cola de caballo

– señaló Adrián tímidamente

Annie se sonrojó un poco.

– Tú también estás diferente sin tu uniforme.

– Gracias. Pedí una botella de vino blanco, ese que tanto te gusta.

Adrián levantó la mano y prontamente llegó el garzón con la botella de vino y una hielera de

pedestal para mantenerla a buena temperatura. La descorchó delante de ellos y luego de que Adrián

le diera el visto bueno le sirvió un par de copa. Annie lo veía con una media sonrisa pensando en lo

guapo que estaba y lo elegante de su porte. Él se pavoneaba con cada movimiento como haciendo

gala de que se encontraba en su elemento.

– ¿Brindamos por algo?– preguntó Adrián.

Annie sentía que tenía mucho por lo que brindar aquella noche. Se sentía hermosa de pies a

cabeza y estaba en un lugar espectacular con un hombre espléndido. Hacía ya mucho tiempo que no

se sentía de aquella manera, sentir que volvía a ser ella, que volvía a dominar ciertos aspectos de su

vida que daba por perdidos. Se le iluminó la mirada de la sola idea de pensar en que si tenía razones

para celebrar aquella noche, que tal vez si estaba empezando a estar mejor.
– Creo que sí.

– Bueno entonces brindemos por Henry Latouff

“¿Henry?”

Se sintió algo extrañada de aquel brindis tan fuera de contexto pero procuro no demostrarlo.

– ¿Quieres brindar por Henry?– preguntó tranquilamente tratando de no mostrase

desconcertada.

– Si. Brindemos por aquel hombre que permitió que estas dos personas se conocieran. Me

parece que se merece tal honor. Salud.

– Salud – señaló tímidamente Annie con la copa en el aire y luego le dio un gran sorbo a aquel

buen vino.

Empezaron a charlar sobre lo bello que era aquel lugar y Adrián le comentó un poco sobre la

historia de aquella casona y como la familia que vivía en ella en otros tiempos se vio afectada por la

crisis así que la vendieron a unos inversionistas italianos. Años más tardes volvieron desde la capital

con una cantidad inmensamente grotesca de dinero, recompraron la casa y la convirtieron en aquel

hermoso restaurant.

Vieron el menú por largo rato y se decidieron por un carpacho para la entrada. Él pidió un

asado con ensalada y ella unos ravioles de champiñones y champaña. La botella de vino dio paso a

una conversación más calmada sobre el clima y ciertos aspectos de la política nacional. Al parecer

ambos estaban bastante claros de que a pesar de lo agradables que estaban no era el lugar para hablar

de cosas más personales.

– Con su permiso. Aquí está su carpacho. Que lo disfruten– dijo el mesero al dejarles el platón

con las carnes en medio de ambos.

Empezaron a compartir la entrada muy cómodamente. Cuando se vio como un tropel de

personas irrumpieron en la sala con una conversa que señalaba que el grupo estaba en medio de una
celebración. Ambos miraron en aquella dirección para ver el desfile de personas que pasaban de largo

y se dirigían hacia la parte de atrás de la casa donde un hermoso toldo estaba decorado para una

reunión un poco más privada.

– Debe ser una boda– señaló Adrián. – El sitio es muy bonito. De ser posible yo haría la mía

aquí – soltó a quemarropa mientras se llevaba un bocado de carpacho a la boca.

Annie lo miró a los ojos sin saber que decir pero entendiendo completamente lo que su mirada

ambarina le gritaba. Decidió seguir mirando a la veintena de persona que entraba. Tal vez si era una

boda, aunque no veía a los novios por ningún lado. Seguro serían los últimos en llegar. No vio a los

novios pero si encontró entre la multitud un rostro que le era bastante familiar.

“No puede ser.”

De pronto todo dentro de ella empezó a desmoronarse. El corazón se le estaba precipitando

por salir del pecho y arrancar a correr de camino a su casa. Tomó un sorbo de vino pero estaba muy

temblorosa. Intentó notarse serena y relajada pero era obvio que algo la había afectado enormemente.

– ¿Te pasa algo Annie? Discúlpame, no quise ser inapropiado, solo fue un cometario. Lo de

la boda no es justo ahora… perdón, quiero decir que me gusta el lugar pero… – Adrián estaba apenado

y consternado. Se veía que no deseaba hacer sentir a Annie de aquella manera. Él sabía muy bien

todo lo que ella había pasado y sufrido. Se sintió estúpido por haber dicho eso. – ¿Quieres un poco

de agua? Ya llamo al camarero.

– No, tranquilo. Debe ser el vino. ¿Dónde queda el tocador?

– Al fondo, tras de ti. ¿Estás segura que estas bien? Podemos irnos si lo deseas.

“No es él. No es él. No puede ser él.”

– Tranquilo. Permíteme ir al baño primero.

Al intentar levantase de la silla tiró al suelo los cubiertos que habían puesto a un lado del plato.

El ruido del metal contra las baldosas quedó sofocado solo por el tropel de las personas que estaban
llegando. Llevó sus manos al rostro tratando de tranquilizarse un poco y no romper a llorar como una

loca allí frente a Adrián.

“Tranquilízate Annie, debes tranquilizarte.”

Suspiró con las manos entre su rostro y se dispuso a levantar los cubiertos del piso.

– Aquí tienes Annie.

Las palabras de Fabián le taladraron los oídos a mansalva.


XII

El agua fría le apuñalaba cada poro de la cara. El agua que caía por el grifó del lavabo sonaba

como una cascada que trataba de sofocar el ruido que estaba al otro lado de la puerta del baño. Annie

se miraba en el espejo. Su maquillaje estaba corrido y su peinado ya no estaba impoluto.

– Annie. ¿Estás bien? Abre la puerta.

La preocupación cercaba cada una de las palabras de Adrián. Después que aquel desconocido

se había acercado a la mesa vio como Annie no se pudo contener más y arrancó a correr hacia el

tocador al fondo del pasillo. No le costó mucho entender que era lo que estaba pasando en aquel

momento. Aquel era el ex novio de Annie. Se instaló un rato frente a la puerta del baño de damas

pero al notar que Annie no salía empezó a llamarla.

– Annie al menos respóndeme. Necesito saber que estás bien– señaló Adrián solícitamente.

Se sentía perdida frente a sí misma. ¿Cómo un día que había empezado con un sueño ardiente

con Henry y una velada romántica con Adrián podría terminar con ella destruida frente al espejo de

un baño por culpa de Fabián? En el fondo pensó que irónicamente tenía lógica. Tomo un par de

servilletas y trato de limpiarse el pegote negro que corría bajo sus ojos. Era definitivo, su maquillaje

se había destruido por completo.

– Annie de verdad abre la puerta. Háblame.

Decidió responder a los clamores de Adrián así que le abrió la puerta. La cara de él reflejo el

desconcierto que sintió al verla en aquel estado. Suavemente la metió hacia dentro del cuarto de baño

nuevamente y cerró la puerta tras de sí.

– ¿Qué haces? No puedes entrar aquí.

– Soy policía. Técnicamente si puedo. Además allá afuera más de los comensales ya están

comentando toda esta situación.


– Lo lamento – dijo ella mientras las lágrimas trataban de desbordarse nuevamente. – No

quería que nuestra cena terminara así.

– No te preocupes. No es tu culpa, pero no deberías dejarlo que te vea en ese estado. Aquí está

tu bolso. Puedes retocarte. Tomate tu tiempo.

Ella tomó el bolso en silencio y sacó uno a uno los pocos implementos de maquillaje que se

había llevado para retocarse luego de comer. Poco a poco los colocó en el mesón del baño como quien

prepara los instrumentos antes de realizar una delicada operación. Primero se soltó el cabello y lo

peinó lentamente con las manos para recogérselo a la altura del cuello con un sencillo broche brillante.

En el espejo observó el reflejo de Adrián que la esperaba en silencio como si la observara desde muy

lejos. Annie se esforzó por terminar de quitarse el maquillaje y se aplicó un poco de máscara en las

pestañas y una leve sombra celeste como el vestido. Un poco de brillo y estaba casi nueva. De no ser

por el rojo de sus ojos nadie podría pensar que había pasado recientemente por un ataque de nervios.

– ¿Cómo me veo?

– Hermosa como siempre.

Estaba apenada de encontrase en aquella situación. Frente a ella se hallaba un hombre que se

había esforzado por dar lo mejor de sí para cortejarla y ella solo se esforzaba en mantenerlo a raya.

Era tan caballero y tan perfecto que nunca había mostrado el menor rastro de apatía por la espera a la

que ella lo estaba empujando. ¿Por qué no podía sentir por él una clase de amor semejante al que

sentía por Fabián o el tan sólo el mismo deseo que sentía por Henry?

– Te debo una disculpa y una explicación. Lo que sucedió allá afu…

No pudo seguir hablando. Adrián colocó sus cálidos dedos apenas sobre sus labios para evitar

que siguiera hablando.

– No me debes una explicación. Yo sé quién es él. Al menos imagino quién es – le dijo Adrián

suavemente como tratando de consolarla con cada sílaba de sus palabras. – Annie yo sé todo lo que
has sufrido, y también sé que lo que sientes no está enteramente superado – la mirada de Adrián era

cálida y trasparente mientras hablaba con ella. – No es ningún secreto que me gustas y que toda esta

situación no va a cambiar lo que siento por ti, pero también es cierto que debes hablar con él. Ya yo

había escuchado el episodio del maletín de Henry y ahora te veo así. Sé que ha pasado bastante tiempo

desde que se separaron pero creo que nunca es suficiente el tiempo para superar tanto dolor cuando

uno ama de verdad.

Annie estaba consternada ante las palabras que le estaba soltando Adrián. Ahora él era uno

más de todos los que le decían como superar el desamor. Sentía que su vida se había convertido en

una especie de intervención en la que cada uno de las personas más allegadas a su vida le daba

consejos para superar ese accidente automovilístico en que se había convertido su despecho por

Fabián. La única diferencia entre Adrián y todos los demás es que él le acababa de confesar que le

gustaba. De pronto sintió como unas lágrimas corrían por sus mejillas

– No llores más, no vale la pena… pero sabes dentro de ti que debes hablar con él.

“No puedo hablar con él.”

– Es lo mejor para ti si quieres superarlo– continuó él mientras la tomaba de las manos.

Aprovecha la ocasión. Estas situaciones no se buscan, llegan solas y ahora es el momento de hacerlo.

Ahora que yo estoy aquí, a tu lado.

Se sentía atrapada en medio de una pesadilla de la cual ya quería salir. ¿Hasta cuándo estará

allí en medio de todo aquel dolor que seguía taladrándole el pecho? Cuando sentía que por fin estaba

a punto de continuar con su vida de manera tranquila, dando pequeños pasos que la hacían sentir

segura se aparece Fabián, como siempre, entrando en su vida de manera intempestiva a revolverle

todo. Más de tres años atrás Fabián llegó a aquella parada de autobuses con su bufanda ciruela para

engancharla a su vida y ahora estaba de nuevo destrozándola en mil pedazos como si no hubiese sido

suficiente todo lo que ya le había hecho sufrir.


– No quiero hablar con él – dijo tapándose la cara con sus manos.

Adrián tomó su rostro por la barbilla y la subió hasta la altura de sus labios.

– Debes hacerlo. Sabes que sí.

Sostuvieron la mirada por unos instantes antes de que tocaran a la puerta.

– ¿Está todo bien allá adentro?– preguntó una voz femenina que Annie reconoció como la de

la anfitriona de la entrada.

– Si todo bien. Un segundo– dijo Annie desde dentro del tocador. Echó una última mirada a

Adrián para luego zafarse de él y abrir la puerta. – Gracias señorita, disculpe realmente es que me

acaban de dar una pésima noticia.

– Lamentamos oír eso. Desea algún té o que llamemos a alguien por usted.

– No se preocupe. Realmente no hace falta.

Annie lanzó una mirada de soslayo a Adrián para ver si este le seguía la jugada pero no fue

necesario ya que le rodeó la cintura con su brazo para luego dirigirse a la anfitriona.

– Muchas gracias por su atención, mi esposa y yo volveremos a la mesa en un segundo.

Disculpe si importunamos de alguna manera.

– No se preocupe caballero. Esperamos que no sea nada grave.

“Acabo de verle la cara al hombre que me destrozó el alma. Si eso no es grave dime tú.”

Ambos le sonrieron educadamente a la anfitriona y luego caminaron de regreso a su mesa

con completa tranquilidad. Annie se paró junto a su silla esperando que Adrián se la abriera pero este

movió levemente la cabeza en una señal negativa para luego con la mirada señalarle la puerta por

donde había salido Fabián. Ella suspiró, se estiró el vestido y colocó su bolso sobre la mesa mientras

él se sentaba de nuevo en su puesto y tomaba un largo trago de vino. Ella dirigió sus pasos hacia la

puerta y luego se regresó, se inclinó sobre su compañero hasta que sus labios quedaron justo en su

oreja.
– Sé que algún día te agradeceré por todo esto– le susurró para luego darle un tierno beso en

la mejilla.

Adrián pasó sus blancos dedos sobre los rastros de la barba rala que Annie acababa de besar

y con sus ojos siguió aquella figura envuelta en tul que se alejaba de él.

Annie atravesó la puerta que la llevaba hasta la carpa donde estaba la celebración privada. Al

salir la brisa fría que traspasaba los cortavientos le heló la piel. Allí estaba Fabián, al final del pasillo

de mesas adornadas por manteles amarillos e iluminadas con inmensas velas color marfil. Fabián

estaba parado de espaldas a contraluz enjutado en un traje negro y con un trago en la mano. Annie se

encaminó hasta su encuentro y casi como un presentimiento él se giró justo cuando ella estaba

llegando.

– Hola Annie.

Ella lo miraba detenidamente. Su cuerpo la impulsaba a lanzarse en los brazos de aquel

hombre que tanto amó y que ahora solo le parecía un desconocido, ese hombre que en otrora era su

norte y que ahora lo veía tan distante, tan lejano, como si un inmenso muro invisible los separase.

– Hola – fue todo lo que Annie pudo decir.

Ambos se quedaron embebidos en medio de un silencio incomodo e impertinente que se había

anidado entre ellos. Quién diría que después de tantas noches de largas charlas en el sofá de la que

un día fue su casa ahora se encontraran como dos completos desconocidos.

– Discúlpame por importunarte la cena con tú…– Fabián se quedó allí esperando saber con

quién estaba ella compartiendo la mesa pero ella no emitió palabra alguna – bueno, discúlpame. Hubo

un concierto en la ciudad y vinimos a celebrar el inicio de la gira por el sur del país. No imaginé

encontrarnos ni aquí ni así.


Ella trató de mantener la calma. No podía derrumbarse frente a él. Echó una mirada por encima

de su hombro hasta la mesa que estaba compartiendo con Adrián y logró ver como aquel estaba

impaciente tomando de su copa de vino. Ella sabía que la estaba apoyando desde lo lejos.

– No te preocupes – le respondió.

– Espero estés bien– le comentó él mirándola a los ojos.

“¿En verdad esperas que este bien? ¿Cómo puedes esperar eso? ¿Cómo puedes pensar que

estoy bien después de todo lo que he sufrido? Tantos meses sin vernos, sin hablarnos, sin un mensaje

o una carta. Nos encontramos así y lo único que puedes decir es que esperas que este bien.”

– Estoy bien.

– Hoy te ves hermosa.

– Gracias.

– Deberíamos hablar algún día, ¿No te parece?

“No me parece.”

“No creo que tengamos ya nada de qué hablar.”

“¿Por qué no hablamos antes?”

“¿Por qué ahora?”

“¿Por qué justamente ahora que frente a mí se encuentra una nueva posibilidad, una nueva

ventana? ¿Por qué ahora que volvía a sonreír? No creo que debamos hablar. No quiero que

tengamos que hablar. No quiero llorar más por ti ni frente a ti. Quiero olvidarte de una vez por todas

y creer en lo más profundo de mi corazón que esto jamás pasó.”

“No creo que debamos volver a hablar.”

– Si te parece a ti.
Fabián notó como el tiempo y el dolor había dejado rastros en la voz de Annie. Ya las palabras

de ella no se enmarcaban con la ternura de otros años. Ella notó en los ojos de Fabián como ya ambos

sabían que no habría otra conversación o que al menos no sería una mejor que aquella.

– Lamento como todo terminó– soltó Fabián.

Aquel fue un golpe mortal en los sentimientos de Annie. Escuchar esas palabras era como si

nada hubiera pasado. Era estar de nuevo frente a aquel hombre que amo desesperadamente y con

locura, como si volviera a estar frente a ese extraño de bufanda ciruela en aquella lejana parada de

autobuses. Quería asirse a aquellas palabras como quien se aferra a una efímera esperanza, pero solo

eran palabras silentes. Efímeras y silentes al mismo tiempo.

– Yo también, pero pasó y no podemos hacer más nada. Creo que el tiempo nunca será

suficiente. Si es muy reciente el dolor te ciega y si ha pasado mucho ya no te interesa recordar.

– Yo me esfuerzo por mantener vivos los recuerdos.

– Yo no – soltó Annie a quemarropa. – Deberías hacerlo tú también. Adiós Fabián.

Ella sabía que sus palabras también eran efímeras. Sacó fuerzas de donde no tenía y se acercó

a él para sembrarle un beso en la mejilla.

Sabía que sería el último beso.

Él también lo sabía.

Se giró y se fue caminando de regreso al salón del restaurant como si estuviese en una

procesión con su corazón en las manos latiendo a contratiempo y en su contra. Por más que luchó por

contener las lágrimas estas se escaparon de su control y empezaron a huir resbalando por sus mejillas.

Una parte de ella estaba contenta de saber que había logrado salir bien de aquella situación y la otra

sólo quería saber que tan bien había salido realmente.


XIII

La noche fría y clara iluminaba el camino de regreso a casa. El silencio que rodeaba la noche

había invadido intempestivamente el interior del vehículo. Adrián no le permitió devolverse sola a su

casa así que para cuando Annie regresó a la mesa terminó su trago de vino y vio cómo su acompañante

había ya solventado el tema de su coche, de la comida y de la cuenta. Ninguno de los dos emitió

palabra alguna. Annie sabía que Adrián no estaba molesto, pero no sentía que hubiera mucho de lo

que podía, o mejor dicho quería, hablar con él. Lo único que deseaba era llegar de nuevo a su casa.

Él la acompañó hasta la puerta, le entregó una bolsa de papel con lo que debió haber sido su

cena y se despidió.

– Mañana a primera hora tendrás un taxi en tu puerta y en transcurso del día te dejarán tu

vehículo en el hospital – fue lo único que dijo Adrián antes de regalarle un beso en la mejilla y

devolverse a su coche. Annie se quedó fuera de su casa observando cómo las luces del coche se

diluían en la carretera. Inmóvil ante la oscuridad de la noche veía como sus pulmones derretían el aire

y lo convertían en vapor, los dedos de los pies se le estaban congelando pero su cerebro estaba

ocupado en algo más importante y más profundo que una posible gangrena.

“Fabián”

Entró y lanzó todo lo que tenía encima en el mesón de la cocina, se echó en el sofá y se dejó

calentar por el calor de Nena. No sabía cuándo volvería a sentir verdadero calor humano, pensó que

tal vez aquella noche estaría lista para ello pero la velada no terminó ni remotamente como se lo había

planteado. Así como se fueron apagando las luces del auto de Adrián así se apagaban dentro de ella

las posibilidades de ser feliz. Llevaba ya más de seis meses adaptándose a la idea de declararse sola,

emocional y personalmente sola, de no renovar ninguna posible esperanza de volver con Fabián.

Había dejado de pasear en la casa, de decir su nombre, de escuchar su música. Había intentado volver
a ser ella, de reír sin culpa, de ser feliz. Había hecho de todo para desterrarlo de su corazón y justo el

día que menos lo necesitaba se le apareció en medio de la nada. Apareció como siempre hermoso y

radiante, lleno de palabras olorosas a pino y limón, envuelto en esa aura musical que siempre lo rodea.

Apareció para perturbarla, para hacerla sentir confundida y sin rumbo. Ella se esforzó por cerrar la

posibilidad de cualquier esperanza y él en dos segundos puso sobre la mesa una carta que le tumbó

toda la partida.

“Deberíamos hablar algún día”

Con aquellas palabras haciéndole un agujero en la cabeza se quedó dormida en el sofá. Al

despertarse se dio cuenta de lo poco que faltaba para que llegara el taxi así que solo se lavó la cara y

se colocó el uniforme. Preparó algo de café mientras esperaba su transporte y se estaba tomando una

taza cuando escuchó la corneta. La escarcha adornaba los arboles de la calle que con los primeros

rayos del sol parecía como si el mundo entero hubiera recibido un beso de diamantes.

“Tenía que ser hoy un día tan bonito”

Durante el camino no pensó mucho en lo ocurrido la noche anterior, por el contrario pensó en

lo que le tocaba hacer. Como ya lo sabía le tocaba trabajar con Henry. Ya llevaba más de diez semanas

con él y este aún no mostraba ningún progreso. Su trabajo se reducía a suministrar los medicamentos,

que cada día eran menos, las labores de higiene y los masajes para evitar las escaras. El único cambio

era la apariencia de Henry quien ahora tenía una hermosa cabellera castaña acompañada por una bien

podada barba del mismo tono, ambas cuidadas con esmero por ella. Annie ponía de su parte y le

hablaba un buen rato en las mañanas además de leerle otro tanto por las tardes.

Llegó al hospital y al intentar pagar el taxi su interlocutor le dijo que todos los cargos habían

sido cubiertos. Al parecer Adrián se había ocupado de todos los detalles. Era un hombre que sabía

cómo enfrentar situaciones inesperadas. Realmente era un caballero.


Al entrar al hospital se fue al cuarto piso. Guardó sus cosas en el cuarto de enfermeras para

irse directo al cuarto de Henry. Empezó por verificar sus signos vitales para luego vigilar los

medicamentos. No había mucho que asear ya que la camarera había hecho muy bien su trabajo así

que solo se sentó en el sofá con esa mirada dubitativa propia de esos momentos en los que se sentía

tan mal. Su mirada bailó durante un rato por diversos puntos de la habitación hasta que llegó a ese

paraíso visual en que sus ojos se deleitaban cada día: los labios de Henry. Estaban tan rosados y

sedientos como siempre. Algunos días cuando había mucho frío le humedecía los labios con una gasa

o hasta se atrevía a untarle un poco de vaselina. Henry llevaba la barba ya un poco larga así que

decidió cortársela antes del baño, igual no tenía mucho por hacer y necesitaba ocuparse en algo que

le quitara bastante tiempo. Se levantó, cerró las persianas y corrió el prestillo de la puerta. Casi nadie

entraba en aquella habitación, pero la verdad no quería que la interrumpieran.

Busco los utensilios que siempre utilizaba para realizar aquella tarea y con la paciencia de

siempre los extendió en una pequeña toalla blanca en la cama al lado de él. Le cubrió bien para que

él no se llenase de pelo y al mejor estilo de peine y tijeras empezó a cortarle la barba. Hacía aquel

trabajo muy cuidadosamente como si estuviese reparando alguna arteria importante en una operación

a corazón abierto o se tratase de la restauración de una obra de arte única e incalculablemente costosa.

En algún momento se detuvo en pleno trabajo. Cada mañana, cada tarde, cada rasurada, cada baño

desde hace semanas han estado rodeados de cientos de palabras y en esta ocasión ella estaba tan mal,

tan callada. No podía seguir así.

– Disculpa mi silencio. No estoy molesta contigo Henry. Tranquilo, es solo que, – echó un

suspiro al aire antes de continuar. En el fondo era una locura aquello de hablar a solas con alguien

que no conocía y menos aún con alguien que no sabía lo que ella estaba viviendo – es solo que todo

se ha vuelto tan confuso de pronto.


“Anoche tenía una cita con Adrián. Si, Adrián, tu sabes el policía de los cafés en las tardes.

La verdad es que estaba entusiasmada en salir con él. Hacía tiempo que no estaba entusiasmada de

esa forma. Debiste haberme visto. Me maquillé y me vestí para que él me viera… no sé, diferente,

sin esta cola de caballo y sin este uniforme. Qué bueno que tú no puedes verme como ando hoy, creo

que estoy peor que nunca. El restaurante era muy bonito y todo fue perfecto hasta… bueno hasta que

se apareció Fabián.

“Si, Fabián, mi ex. ¿Te lo puedes creer? Ni yo misma lo creo. De todos los restaurantes de la

ciudad él tuvo que parecerse en ese.

Annie continuaba concentrada en afeitar a Henry tranquilamente mientras le hablaba. De vez

en cuando se echaba una pausa para admirar su trabajo y cerciorarse que estuviese quedando bien

acicalado. No tenía mucha experiencia las primeras veces pero ya la práctica la había ayudado en

gran manera.

– No, no hablamos. Bueno si hablamos, algo así. La verdad no sé. Todo fue tan raro. De pronto

estaba sentada escuchando como Adrián se debatía entre probar un plato o el otro y al siguiente estaba

en el baño con el maquillaje chorreado. Y no lo puedo negar, la verdad es que Adrián fue todo un

caballero. Me trató como una princesa.

Separó su vista de Henry y colocó sus manos en el regazo mientras perdía su mirada en el

horizonte. Las lágrimas nuevamente se estaban abriendo paso ante sus ojos. Emocionalmente no

estaba bien. Aún tenía por dentro demasiada rabia y demasiado dolor como para superar de la noche

a la mañana lo que había pasado. Si bien era cierto que ya había pasado mucho desde aquella

separación hay heridas que son muy difíciles de sanar, heridas que no curan las palabras sino el

tiempo. El tiempo y la distancia. Empezó a llorar en silencio dándole la espalda a la puerta y a Henry,

tratando de taparse del mundo y de él. Lloraba por todo y por nada al mismo tiempo. Lloraba de saber

que no podía estar bien sin Fabián pero que tampoco lo estaría a su lado, lloraba del dolor que todavía
sentía por cómo había terminado todo, lloraba de tristeza por sentirse tan sola y tan vacía, lloraba de

rabia por no escupirle en la cara todo lo que tenía atravesado entre pecho y espalda, lloraba de pena

por no poder corresponderle a Adrián como se lo merecía, hasta lloraba por Henry por que estuviese

allí sin decirle una palabra. Si tan solo no estuviese así, si hubiese despertado hace mucho ella habría

usado su tiempo y su mente en otra cosa o en otra persona, pero por el contrario él seguía allí

metiéndose en la mente de ella, escavando dentro de su subconsciente hasta empezar a poblarle los

sueños.

Ella se secó las lágrimas con la manga del uniforme y siguió su labor en silencio. Mientras lo

hacía se recordó de aquella húmeda visión con que despertó el día anterior. Su mente empezó a

divagar en diferentes imágenes de ella pegada a una pared blanca mientras sus ropas caían lentamente

por las curvas de su cuerpo. Empezó a recordar como los labios del hombre que tenía en frente se

posaban en su espalada sembrando besos por doquier mientras sus manos la empujaban por los

hombros y la mantenían tácitamente inmóvil en aquella ilusión que era tan vívida e irreal al mismo

tiempo. Se forzaba a sí misma a concentrarse en su labor, a mantener la cordura ya que no era fácil

ver ante ella al hombre que la hizo despertar mojada y temblando, mojada y envuelta en un sueño con

aroma a musgo y vainilla, mojada e inquieta de pensar que aquel hombre había despertado todo eso

en ella sin tan siquiera ponerle un dedo encima.

Annie termino su trabajo y recogió de nuevo uno a uno sus utensilios. Limpio a Henry y le

hidrató la piel del cuello y del rostro. Vio sus labios resecos y decidió pasar sus dedos húmedos por

encima de ellos. Sintió en la yema de sus dedos como morían esos besos absurdamente negados que

ella en cierto modo deseaba y que estaban allí sin ningún dueño aparente pero que sentía debía

reclamar porque si su espalda los había sentido mientras ella paseaba por los campos de Morfeo ¿por

qué no podía sentirlos ahora en honor a su campo de Venus?


Sin darse cuenta su rostro se fue acercando más y más al de Henry, al poco tiempo sintió sobre

sus mejillas el tibio y lento respirar de él. Estaba cruzando irremediablemente esa delgada línea

profesional que durante tantos años ha mirado desde lo lejos por respeto a su profesión y que ahora

deja a un lado por un capricho, un divino y absurdo capricho que tiene a unos escasos milímetros de

distancia y que no va a dejar ir.

Posó sus labios sobre los de él. Estaban extrañamente fríos pero poco a poco se fueron

calentando con aquel beso robado que se anidaba entre los dos. Si él estuviese despierto, si estuviese

allí estaría besándola tal vez de una manera un poco más pasional. Pero él no estaba despierto, así

que aquel inerte ósculo sería todo lo que podría robar aquella tarde. Se separó de él con los ojos aun

cerrado tratando de conectar aquel besos con los labios del hombre que ayer en medio de sus sueños

le regalaba besos por toda su espalda, su cuello y su ser. Abrió los ojos y por poco se le detiene el

corazón al chocarse con un par de ojos azul cobalto abiertos como platos que la miraban fijamente.

– Dios mío– fue todo lo que pudo decir.

Incorporó su cuerpo inmediatamente pero justo cuando se iba a separar de la camilla sintió

como una mano blanca y varonil se asía firmemente de la camisa de su uniforme.

– S´il vous plaît, ne me laisse pas seul– masculló el pobre hombre.

Henry había despertado.


Segunda Parte: Henry.

“No podría decirte que momento, que lugar, que mirada o que palabra sirvieron de

base. Hace ya demasiado tiempo. Lo que si se decirte es que para cuando me di

cuenta ya estaba metido hasta el cuello”

Jane Austen

Orgullo y Prejuicio
XIV

Sus pies estaban sembrados en la fría arena de aquella playa. El cielo pintado por unos

pincelazos rosa estaba invadido por pájaros silentes que deambulaban de un lado a otro como

complemento del paisaje. No estaba en la orilla de ningún mar, solo caminaba en torno a un enorme

lago, enorme y de aguas tranquilas tan infinitas que anegaban su vista. Ya hacía un buen rato que

estaba caminando por aquella orilla. Se detuvo un momento a admirar aquel perfecto paisaje. Aunque

era la misma playa de siempre no podía negar que era una playa hermosa.

Siempre era aquella playa y siempre era el mismo cielo, pero sobre todo siempre era ella. En

el fondo sabía que era ella la razón de que estuviese allí en aquel oasis personal. No sabía cómo ni

porque pero si sabía que era ella.

Caminó adentrándose en el lago. A diferencia de la arena el agua estaba un poco más cálida,

más agradable, como una extensión de él que se fundía con el horizonte. No era un lago muy

profundo. Sin importar cuanto se adentrara el agua siempre le llagaba a las caderas. Poco a poco, paso

a paso, empezó su procesión hasta su tan acostumbrado punto de encuentro. Le resultaba imposible

recordar cómo había sido la primera vez que lo hizo o cuantas veces había hecho lo mismo, solo

recordaba lo que debía hacer. Era como una especie de instinto, un potente impulso que lo llevaba a

adentrase en aquellas aguas, detenerse en medio del lago y esperar.

Siempre debía esperar.

No era una larga ni tediosa espera, era más como una espera ausente, como quien espera sin

esperar, como un deseo de estar allí detenido añorando algo que nunca ha tenido pero que sabe que

le llegará.

Más que una espera era un deseo.


Las aguas empezaron a agitarse a escasos metros de él formando una serie de círculos

concéntricos. Se percibía como algo que deseaba salir, alguna criatura que nacía en medio de la nada

para convertirse en un todo. De aquel torbellino acuoso empezó a emerger una hermosa figura, una

figura femenina. Aquella diosa húmeda estaba completamente desnuda y destilaba una especie de

líquido ambarino que corría por su silueta como un de manto que se fundía en su piel. Aquella mujer

salió del agua y empezó a flotar a unos escasos centímetros. Para cuando ella estaba afuera sus largos

cabellos dorados aun rozaban la superficie. Él podía pensar que no era humana, que quizás aquello

era un ser de otro planeta que había decidido aparecer frente a él, pero él sabía que no era así. Dentro

de sí una fuerza más potente que él mismo lo hacía sentirse confiado porque sabía que ella sería su

salvadora.

Solo no sabía de qué tenía que salvarlo.

Ella empezó a rodearlo como lo hacía usualmente y él se dejó porque no sabía que otra cosa

hacer. Ella giraba en torno a él como lo hace la luna en el cielo, siempre mostrando su cara. Una cara

siempre rígida y siempre radiante ocultando tras de sí algo más que sus espaldas, ocultando secretos

así como la luna oculta su lado oscuro. Mientras ella giraba dejaba tras de sí el rastro de su larga

cabellera sobre el agua que le arrancaba destellos rosados al firmamento en cada movimiento. El la

seguía atraído así como los girasoles se dejan llevar por la luz del sol. Estaba completamente absorto

admirando aquel rostro que había admirado innumerable veces pero que aun así no podía dejar de

ver. Anhelaba estar allí, anhelaba verla rodearlo como quien baila en torno a una fogata. Sabía que

estaba allí por ella y que ella debía estar allí por él.

Sus largos cabellos se convirtieron en tentáculos que empezaron a tocarlo, rozándole la piel

como si le estuviese haciendo un tierno baño de esponja. Él se dejaba tocar tranquilamente, no tenía

miedo de mostrarse desnudo o vulnerable ante aquella mujer que enjugaba sus pálidas carnes. Cada
caricia que recibía, cada caricia que permitía era la certeza de la existencia recíproca. Ella giraba y lo

enjugaba mientras él se perdía inmóvil entre aquellos húmedos cuidados.

Así como aquella criatura lo acariciaba muy lentamente así sentía pasar el tiempo. Parecía

como si el universo se hubiese detenido para que ambos se deleitaran de aquella perfecta compañía,

y a pesar de que todo era perfecto él sentía que le faltaba algo. El espacio estaba vacío, extrañaba la

presencia absoluta y mágica de ese algo que lo hacía sentirse plenamente lleno, inmensamente seguro

y completamente real dentro de aquella extraña realidad.

“Su voz”.

Faltaba su voz. Faltaba esa voz perfecta y suave que retumbaba en el aire. Sabía que algo

pasaba porque nunca le dejaba de hablar. Siempre había algunas palabras flotando en el aire. Era un

cúmulo de palabras diversas pero que lo hacían sentir que eran para él, que les pertenecían. Palabras

que dejaban tras de sí un extraño sentido del amor y un inmenso cariño. Palabras que desconocía que

tanto tenían que ver con él pero que sentía tan suyas como el aire que respiraba o el agua que corría

por su piel. Le faltaban esas palabras y deseaba, anhelaba, que estuviesen allí rodeándolo al igual que

lo hacían esos largos cabellos.

– Disculpa mi silencio – dijo de pronto con su voz omnipresente.

Él sintió como si el corazón se le fuese a salir del pecho. No solo le había hablado, al fin le

había hablado, sino que le expresaba que resistiera ese silencio abrumador que lo envolvía. Sabía que

algo le había sucedido a su hermosa criatura. Algo la había perturbado y no la dejaba hablar como lo

hacía habitualmente.

– Tranquilo.

Se impacientó al escuchar aquello. Ella le pedía tranquilidad pero sabía que no era él quien

necesitaba ayuda. Ella estaba más intranquila y el habría dado lo que fuera para llegar a ella y poder

rodearla con sus brazos, cuidarla y protegerla. Deseaba salir de aquel lago y poder ayudarla. Cada
vez se sentía más impaciente, como si dentro de él una fuerza gigantesca estaba moviéndose

intensamente a pesar de que estuviera completamente inmóvil.

– Fabián – dijo de pronto la voz atronadora.

Aquel nombre lo hacía sentirse incómodo. Sabía que no le pertenecía, que nada tenía que ver

con él, pero también sabía que no le gustaba. Aquel nombre lo hacía agitarse aún más. No recordaba

su nombre pero era ese el que quería, el que debía retumbar por todos lados. No lo soportaba más. No

quería estar más allí.

De pronto ella dejó descansar sus cabellos. Se encontraron uno al otro frente a frente sin más

nadas que sus miradas silentes y desnudas para que hablasen por ellos. Ella empezó a descender para

acercarse mientras él se sobresaltaba aún más. Eso nunca antes había pasado, él recordaría algo así.

A pesar de no poder moverse sentía como estaba teniendo lugar una estampida entro de su pecho.

Ella estiró sus manos acunando su rostro. Su piel se le antojó tibia y perfecta. Aquel momento tal vez

duró un minuto o un mes, bien le daba igual ya que para él aquel momento era eterno. Al fin había

sentido su tan ansiada piel. De pronto ella lo besó.

Sus labios ardientes empezaron a despertar dentro de él una especie de fuego incontenible que

lo hacía estremecerse por completo. Era como si todas las células de su cuerpo empezaran a chocar

entre sí generando una ola de calor incontenible. Desde la planta de sus pies una especie de choque

eléctrico empezó a ascender y lo hizo estremecerse, pero nada de esto le importaba ya que solo

deseaba continuar unido a aquellos labios que lo hacían sentirse tan vivo. Aquellos labios que

despertaban en él un océano completo de emociones. Aquellos labios perfectos que se acoplaban a

los suyos y lo hacían volar a través de un beso lleno de fuego y pasión. Era un beso apasionado que

decía tanto y tan poco al mismo tiempo, era un beso tímido que daba tan poco y significaba tanto, era

un beso real que lo aceleraba y lo sacaba de su centro de manera irremediable. Era un beso sujeto a

las reglas de un amor oculto entre secretos y sombras.


Era un beso lento y eterno.

Era “El Beso”.

Cuando ella separó sus labios de los suyos él no lo podía creer. No lo quería creer. Deseaba

detener el tiempo y que aquel momento nunca acabase. Ella estaba volviendo sus pasos, volvía a

elevarse sobre las aguas, volvía a ser su diosa coronada de luz y belleza. Ella volvía a ser inalcanzable

y él no lo podía permitir.

Sentía como su pecho estallaba. Ya no era una estampida lo que estaba dentro de él, era una

catarata de lágrimas y un montón de silencios intempestivos que se amontonaban dentro de su ser

provocándole esos espasmos que lo sacudían de los pies a la cabeza. Debía controlarse. Quería

controlarse pero no podía hacerlo, todo aquello era una fuerza más grande que él mismo.

El cielo se volvió oscuro, macizo, negro. Todo a su alrededor se había esfumado, todo menos

ella. Ella seguía flotando y brillando en medio de la nada, absorbiendo la nada y convirtiéndose en

todo. Él sentía frío. Frío y desnudez era lo único que tenía, aunque también la tenía a ella, o al menos

eso creía él.

De en medio de sus senos una pequeña poluta de luz empezó a flotar como un suspiro corpóreo

que se escapaba de su ser. La luz flotó hasta él y sintió como le atravesó el cuerpo sin ninguna

dificultad. Otra bolita de luz salió de su cabello y una tercera de su mano. Pronto toda ella se estaba

convirtiendo en una constelación de luces flotantes que iluminaban su oscuro vacío. Con cada luz que

se desprendía de su cuerpo ella se iba reduciendo. Era como si le devolviera al universo todo el

esplendor que alguna vez su ser le había robado. Él no quería que se fuera, no quería que

desapareciera, pero no había nada que pudiera hacer. Los espasmos se apoderaban de él como las

sacudidas que se le dan a un borracho que se ha desmallado. La sola idea de quedarse allí en medio

de la nada y completamente solo lo desconcertaba enteramente.


Ella se reducía y él quería gritarle que se detuviera, que no lo abandonara en aquella gigantesca

extensión de nada. Todo su ser le impelía a ir tras de ella y salvarla de aquello que la había dañado,

de aquello que la había herido tan profundamente pero ya era tarde, ella había desaparecido. Ahora

su entera presencia era un halo de luz flotando en la fría oscuridad al igual que la luna llena en un

cielo de otoño. Todo empezó a hacerse más claro. La luz tomó la oscuridad así como el sol toma las

tardes de verano. La luz lo enceguecía así que cerró los ojos. De pronto sintió una sacudida muy

fuerte, un tirón que lo impelía a seguir aquella luz impoluta. Vino un segundo tirón y un tercero más

fuerte que todos los anteriores, tan fuerte que lo hizo sentir perdido y mareado al mismo tiempo, tan

fuerte que lo arrastro hacia aquella luz que tenía en frente y que era más potente y atrayente que antes.

No se resistió más así que fue tras la luz porque ella era la luz y deseaba con todo su ser estar con

ella. De haber sabido que luego de atravesar la luz no recordaría nada de aquel lugar con cielos

rosados, que no recordaría que estuvo allí ni la recordaría a ella no habría cruzado aquella luz, pero

lo hizo.

Abrió los ojos y chocó su mirada con una hermosa enfermera que estaba a pocos centímetros

de él. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba en un hospital? ¿Por qué no se podía mover? ¿Qué estaba

pasando? La enfermera no creía lo que veía, se le veía en la mirada.

– Dios mío – dijo la enfermera.

Ella trató de alejarse de él. Se sintió tan solo y abandonado que no podía permitirlo. Hizo un

gran esfuerzo por decir algo, por levantarse, por impedir que se fuera. Sólo tuvo fuerzas para tomarla

por la camisa de su uniforme. No podía permitir que se fuera. No quería estar allí solo. Debía

decírselo. Hizo un esfuerzo aun mayor por hablar y sus palabras fueron como cuchilladas clavándose

en su garganta.

– S´il vous plaît, ne me laisse pas seul– dijo casi imperceptiblemente para luego caer

desmallado.
XV

Para cuando Henry volvió en sí ya la sala de recuperación del hospital estaba abarrotada.

Abrió los ojos muy lentamente y se encontró con un montón de gente desconocida para él. Estaba la

enfermera que había visto al despertarse acom|pañado por otra mujer un poco más adulta y una más

algo ya entrada en edad. También estaban tres hombres; uno alto y rubio vestido de policía, uno más

bajo con una barba bien cuidada y el último era un señor con el cabello poblado de canas. Para cuando

tenía los ojos bien abiertos todos dejaron de hablar y lo veían fijamente. Él estaba abiertamente

incómodo. No sabía porque estaba allí ni que le había pasado. A decir verdad era poco lo que

recordaba pero el hecho de estar en un hospital y que tanta gente lo estuviese viendo directamente no

era una buena señal. El señor mayor se acercó a él. Era obvio que era un doctor debido a su vestimenta.

De la solapa de su bata había un broche con el logo del hospital acompañado del apellido del doctor.

Se le acercó suavemente. Era notorio que no deseaba importunarlo. Henry no entendía nada.

– Bonjour. Mon nom est Raul Segovia. Vous êtes dans un hôpital. Voulez–vous me rappeler

son nom? – le preguntó el doctor.

“Ya sé que estoy en un hospital y claro que recuerdo mi nombre. Lo que no sé es que hago

aquí ni por qué me habla en francés”.

– Mon nom est Henry. Pourquoi suis–je à l'hôpital? Suis–je en France?

– Non, nous sommes en Argentine. Parlez–vous espagnol?

“Claro que hablaba español”.

No entendía porque estaban hablando en francés. Hacía mucho tiempo que no lo hacía, casi

unos cinco años atrás desde su luna de miel en Paris. Sintió como las palabras le lastimaban la

garganta pero aun así tenía que hablar. La verdad eran muchas las interrogantes que pasaban por su

cabeza y no se iba a quedar de brazos cruzados esperando las respuestas.


– Hable español – logró mascullar de pronto. – ¿Qué hago aquí?

Todos lo estaban mirando con cierta incredulidad en sus rostros. La irritación de la garganta

lo hizo empezar a toser bruscamente. Cada tosida era una punzada que se le clavaba en la garganta.

La joven rubia vestida de enfermera se le acercó y lo ayudó a incorporarse lentamente en la cama.

Sentía como todo le daba vueltas. Le acercó un vaso con agua y lo hizo tomarlo lentamente.

– No debe apresurase, ha estado mucho tiempo sin hablar.

“¿Mucho tiempo?”

¿Qué quería decir aquella enfermera con lo de “mucho tiempo”? Trato de hablar nuevamente

pero tuvo que tomarle la palabra a la enfermera. Realmente no podía moverse como deseaba.

– Señorita Pastori atienda las necesidades del paciente por favor. Ya la Dra. Pivonnetti hablará

con él.

La voz de la señora mayor era áspera y altanera. Henry le echó un vistazo y volvió la vista a

la enfermera. Tenía unos ojos cafés muy bonitos. Realmente era toda una hermosura. Tenía la piel

clara y bien cuidada además de una larga cabellera rubia recogida en una perfecta cola de caballo. Le

parecía increíble que alguien tratara tan mal a una joven así de dulce y delicada.

Luego de beber más de la mitad del vaso de agua hizo un pequeño ademán como señal de que

no deseaba más. Hizo un gesto de dolor. Mover la mano le dolía, tragar le dolía, hasta le dolía

inmensamente la cabeza, pero no le importaba, deseaba saber que era lo que estaba pasando.

– Sr. Latouff mi nombre es Martha Pivonnetti y he sido su doctora tratante desde que usted

ingresó en el hospital. Quiero que se mantenga en calma, aunque sé que debe ser algo bastante difícil

en su situación. No se preocupe, lo pondremos al tanto de todo en su justo momento. Si notamos que

se está alterando más allá de lo que su cuerpo puede soportar le aplicaremos un calmante. Por ahora

solo le haré una serie de preguntas y me podrá responder afirmativa o negativamente con la cabeza.

¿Entiende lo que le he dicho?


Se podría decir que entendía un poco más de la mitad de lo que la doctora le había dicho.

Mover la cabeza era todo un suplicio pero estaba dispuesto a hacerlo con tal de obtener la información

que deseaba. Ya no soportaba más estar tan confundido y desorientado. No sabía qué le había pasado,

qué hacía allí ni quién era toda esa gente. Necesitaba saberlo y necesitaba saberlo ya. Movió la cabeza

afirmativamente con un movimiento un poco fuerte que le hizo acentuar el dolor de cabeza. Cerró los

ojos tratando de soportarlo y lanzó un suave gemido. La enfermera que aún estaba a su lado lo sostuvo

por la espalda.

– No sea tan brusco con sus movimientos. Puede hacerlo más suave, igual le entenderemos.

¿Le duele mucho?

Henry abrió los ojos y subió la mirada para chocar con aquellos otros que tiernamente lo veían

de frente. Era como si un ángel se estuviese haciendo cargo de él. Afirmó esta vez un poco más suave.

Aunque la cabeza le retumbó no fue tan doloroso.

– Le aplicaré un calmante – dijo la enfermera suavemente antes de salir de la habitación en

búsqueda del analgésico.

– Mientras Annie vuelve con tu analgésico te presentaré a las personas que nos acompañan

para que sepas porque están cada uno de ellos aquí. La licenciada Elvia Torres es la Jefa de

Enfermeras y ha estado muy pendiente de su situación desde que está en esta habitación, el doctor

Joseph Goitia es especialista en traumatología y ha hecho algunos estudios en Francia. Nos está

acompañando como traductor en virtud de la confusión que tuvimos. A su lado se encuentra el doctor

Gustavo Salcedo. Él es Psicólogo y nos acompaña como observador y orientador. La señorita Annie

Pastori es la enfermera a cargo de sus cuidados personales y mi persona, como le había comentado

he sido su médico tratante desde que ingresó a este centro. ¿Ha entendido lo que le he dicho?

Había comprendido apenas unas pocas palabras de todo lo que la doctora Martha le había

señalado. Le hubiese gustado preguntar por el agente de la policía que se encontraba en la habitación
pero sería un esfuerzo muy grande. Aún le dolía la garganta y la cabeza le daba vueltas. Asintió

lentamente como le había dicho Annie y la doctora Martha le devolvió una sutil sonrisa mientras daba

paso a la enfermera que entraba a la habitación con una pequeña bandeja en donde disponía de los

utensilios necesarios para aplicarle el prometido calmante.

– Esto va a hacerle efecto en un momento. Tenga algo de paciencia por favor – la voz de

Annie era tan sutil y calmada a la vez que no podía hacer más que dejarse llevar por el siseo de sus

palabras.– Esto le puede adormecer un poco, no se vayas a preocupar por eso.

Así como las palabras de Annie navegaban en su mente para colar el sonido de su voz

calmando su ansiedad, así navegaba el calmante dentro de la solución salina que pendía a un lado de

su cama para colarse en su sistema sanguíneo calmando su dolor. Los demás acompañantes de la sala

de recuperación se aglomeraron en torno a la puerta de entrada en lo que parecía una especie de

conferencia sobre la situación del paciente. Henry tenía la vista fija en el cúmulo de personas cuando

Annie se percató de aquello.

– ¿Ya se siente un poco mejor?– le preguntó mientras le hacía un ligero apretón en su mano

izquierda.

Henry sentía a través de aquel apretón todo un torrente cariño en aquel pequeño gesto. Aún

recordaba tenerla tan cerca cuando despertó, lo que recordaba someramente pero de un modo siempre

presente. Latente. No podía recordar que había dicho apenas se despertó ni porque lo dijo en francés

pero de seguro debió haber pasado porque allí estaba el doctor traduciendo. Luego se lo preguntaría

a Annie, ella de seguro sabría responderle ya que fue la primera persona que lo vio al despertarse y

de seguro podría ponerle al tanto de algunas cosas.

El calmante empezó a surtir efecto y el fuerte dolor de cabezo estaba empezando a mitigarse.

Al disminuir el dolor su cabeza empezó a darle paso a otras sensaciones antes no percibidas. De

pronto se le antojó fría la habitación y sintió como la delgada sábana caía sobre su piel desnuda. El
grupo de doctores continuaron murmullando en la esquina de la habitación por un par de minutos más

para luego rodear la cama de la habitación de manera progresiva. La doctora Martha continuó

liderando el grupo.

– ¿Está un poco mejor?– preguntó al paciente.

Henry afirmó lentamente. Esta vez el dolor no empeoró tras el movimiento. Sintió cierto

alivio. Tal vez ahora si entendiera un poco más lo que le decía la cirujana.

– Que bueno. Ahora le hablaré un poco de su situación. Usted sufrió un accidente

automovilístico del cual resultó gravemente herido. Llegó a esta unidad hospitalaria con una fuerte

contusión en la zona craneoencefálica, la cual está a ubicada a esta altura – dijo la tratante colocando

su mano derecha en la parte posterior de la cabeza justo unos cuatro dedos por encima de la nuca. –

También presentaba un abultamiento a nivel de la pierna izquierda. ¿Me ha entendido hasta ahora?

Por desgracia para él si lo había hecho. Entendía completamente lo que le había pasado y lo

grave que había sido su situación al igual que porque le dolía tanto la cabeza y se le hacía difícil

moverse. Asintió nuevamente para que la doctora pudiera proseguir.

– Ok. Una vez que llegó con ese cuadro de politraumatismo tuvimos que ingresarlo a

quirófano para operar de emergencia. La contusión craneoencefálica si bien era delicada no

presentaba gran profundidad. Igualmente retiramos la parte del cráneo fuertemente afectada y se te

fue colocada una prótesis de plástico. Con la pierna ha corrido con mayor suerte en virtud de que sólo

tuvimos que llevar el hueso de nuevo al sitio y le aplicamos un yeso. Con todo el tiempo que ha estado

aquí en reposo de seguro ha soldado muy bien pero le hará falta un poco de rehabilitación. Eso lo

evaluaremos luego.

“¿Todo el tiempo que has estado aquí?”

Empezó a inquietarse un poco acerca de todo aquel asunto. La verdad se le estaba haciendo

difícil guardar la calma. ¿Qué tanto tiempo había pasado como para haber soldado una fractura? Nada
de aquello tenía sentido. Quería hablar. Quería saber más y sobre todo quería que lo dejasen de tratar

como a un chiquillo. Trató de mover un poco sus piernas para saber si podía moverlas aún. Alguna

especie de temor lo hizo pensar en una parálisis permanente aunque de ser así la doctora no hubiese

hablado de una rehabilitación. Pudo mover su pie derecho con algo de soltura pero el peso del yeso

sobre su pierna izquierda apenas le permitió mover un poco los dedos, no sin causarle antes una

molestia. Se estaba empezando a fatigar y debía aparentar calma o lo harían dormirse de nuevo. La

enfermera a su lado, al igual que el resto de los presentes, pudo percibir como aquella situación los

estaba alterando.

– Doctora es evidente que el paciente se está alterando – señaló la jefa de enfermería. – Creo

que el factor tiempo que le han mencionado ya dos veces lo ha puesto un poco incómodo, por decirlo

de algún modo.

Aquella mujer ya entrada en años parecía haberle leído la mente. Él no sólo quería saber

cuánto tiempo había pasado desde aquel fulano accidente. También quería saber que más le estaban

ocultando. Quería saber sobre aquello de lo que lo estaban protegiendo. No estaba de ánimo para que

lo siguieran tratando como a un niño pequeño. La espera lo inquietaba y la inquietud lo desesperaba.

Parecía que se iba a salir de control en serio.

– Debes calmarte Henry. Esto no es bueno en tu estado. Sé que es difícil solo haz un pequeño

esfuerzo. Respira lentamente, vamos, hazlo por mí. No me voy a ir de aquí sin explicarte tu situación

lo más que pueda pero debes poner de tu parte.

La doctora cambio su tono formal para ayudar a Henry en su situación. Le echó un vistazo y

luego cerró los ojos. Debía guardar la calma. Hizo su mayor esfuerzo por relajarse. A su mente le

llegaron imágenes de una hermosa playa de arenas doradas y cielos pintados de rosa. Era hermoso.

Nunca antes había visto algo así. Al cabo de un par de minutos ya estaba un poco más calmado. Abrió
los ojos y todos estaban allí en torno a él, atentos a cada uno de sus gestos, sus movimientos, su

reacción.

– ¿Ya estas mejor Henry?– preguntó la doctora viendo como Henry asentía calmadamente. –

Ok. Continuemos. Te haré una última pregunta – giró la cabeza para buscar la aprobación del joven

con la barba bien cuidada, él psicólogo. Este asintió. – ¿Recordaras algo del accidente?

La poca calma que había logrado reunir Henry lo ayudó a buscar dentro de sí mismo algún

indicio, alguna imagen dispersa, algún recuerdo, pero la verdad no recordaba nada. Incluso no

recordaba nada antes de estar allí. Recordaba quien era. Él era Henry Latouff y estaba en Argentina,

donde vivía desde hacía más de nueve años luego que se vino de Francia. Se había radicado allí

porque después de sus estudios de arquitectura en Europa se fue a hacer un postgrado en Buenos

Aires sobre la Historia de la Arquitectura Latinoamericana en donde conoció a una hermosa

muchacha de cabellos dorados y ojos pardos que lo cautivaron por completo. Ni bien se habían

conocido empezaron a salir y para cuando debía volver a su país decidió comprar el único ticket que

lo llevaría de regreso a su verdadero hogar: un anillo de compromiso con el que le propuso

matrimonio y se casó. Ahora aquella chica, editora y diseñadora de varias magazines dedicadas al

mundo del diseño de interiores era su adorada esposa. La verdad no recordaba nada del accidente

pero si la recordaba a ella. ¿Por qué no estaba allí a su lado? Era extraño que no estuviese ya que en

aquellas ocasiones solía atarse a su cama y no despegarse sin que al menos tres diferentes doctores

dijesen que ya estaba fuera de peligro. Seguro estaba en casa buscando una nueva muda de ropa o

cualquier otra cosa justo en el instante en que él despertó. No le tenía ninguna respuesta a la cirujana

sobre sus recuerdos del accidente pero si había algo que no había olvidado, el nombre de su esposa.

– Alice – dijo de pronto deslizando sus palabras a través de su adolorida garganta.


Todos los presentes se giraron a ver al policía que estaba parado hacía el final de la sala, cerca

de la puerta. De pronto Henry comprendió que hacía él allí. Un dolor gigantesco le atravesó la cabeza

y de nuevo todo volvió a ser oscuridad.


XVI

La lluvia no paraba desde hacía horas. Sus únicas opciones era seguir en aquella cafetería

esperando que cesara aquel diluvio o caminar bajo aquella lluvia otoñal y pescar un horrible resfriado.

Lo pensó muy bien y la verdad es que se dejó decantar por la primera opción. Ya había tomado una

ensalada por almuerzo y la verdad es no le apetecía mucho del menú, sólo le pidió al joven de la barra

que le llenara nuevamente su taza de café. Era la cuarta que se tomaba y tenía la certeza de que sería

la última. Su cuerpo no podría resistir una dosis mayor de cafeína. Estaba concentrado en su lectura

cuando el tropel de la puerta al abrirse lo hizo girar su cabeza y chocar con la imagen de una joven

empapada de pies a cabeza. A él mismo le pareció imprudente la manera como la estaba viendo pero

era una fuerza gigantesca que lo impelía a seguirla con la mirada hasta que ella tomó el asiento al

lado suyo. Se tomó su café de un tirón.

– Disculpa que me siente aquí – le señaló la chica con un tono de voz muy sutil – pero está

cerca de la calefacción y la verdad estoy que muero de frío.

Henry estaba perdido en aquel par de ojos pardos que se lo tragaban por completo. Rebuscó

entre las cosas de su morral y logró hacerse con una toalla de mano lo bastante limpia como para

ofrecérsela a aquella doncella empapada. Ella se rehusó a aceptarla pero él se esforzó en ofrecérsela

un par de veces más. Le pidió al chico que le diera un par de tazas más de café. La chica le agradeció

con un gesto y luego del primer sorbo le dijo:

– Gracias Henry.

– ¿Cómo sabes mi nombre?– preguntó ansioso y excitado al mismo tiempo.

La joven le tomó la cara con su mano para decirle algo a unos escasos centímetros de su cara.

– Porque tú sabes el mío. ¿Lo olvidaste?


Henry rebuscó en su memoria pero la verdad era que no daba con la cara de aquella joven. De

ninguna manera se habría perdonado haber olvidado el rostro de alguien tan hermosa. La chica le dio

un tierno beso en la boca y fue como si alguien le hubiese golpeado en la cabeza con un enorme bate

de beisbol.

Henry despertó. Sudaba de pies a cabeza a pesar de lo fría que estaba aquella habitación.

Logró mover la cabeza a ambos lados solo para cerciorarse que estaba aún en el hospital. Se sintió

algo decepcionado. El sentimiento de aquel sueño lo había hecho sentirse un poco normal, aunque

aquella mezcla entre sueño y recuerdo lo desorientó, ya que así había conocido a Alice hacía ya unos

cuantos años, al menos todo coincidía hasta el punto donde ella lo llamaba por su nombre.

La cabeza le daba vueltas. Quería saber que tanta movilidad tenía. Intentó con los brazos. Los

podía mover sin mucha dificultad pero los sentía algo acalambrados. Se llevó ambas manos a la

cabeza. Tenía el cabello más corto de lo que solía usarlo, de seguro debieron raparle la cabeza para

hacerle la operación. Sus dedos titubearon antes de buscar en la parte posterior de su cráneo la silueta

de la cicatriz que de seguro le había quedado. El miedo y la duda deambularon por su mente unos

instantes mientras se decidía a delimitar aquella herida.

– Yo que tú no haría eso aún – le señaló Annie resguardada en la oscuridad que cubría el sofá

de la habitación.

Henry se asustó y levantó las manos de su cabeza de un solo tirón. El sobresalto hizo que le

doliera la cabeza repentinamente.

– Lo siento, no quería asustarte – dijo Annie mientras se aproximaba a la camilla.

Lo ayudó a incorporarse lentamente para luego acomodarle suavemente la almohada. Él se

dejó caer sobre su espalda. No estaba muy adolorido, era más como una especie de entumecimiento

o fatiga. Tal vez un poco de ambos.

– ¿Desea un poco de agua?


El afirmo suavemente. El agua fresca corrió por su garganta a tropezones tal como un río que

debe abrirse paso para reencontrar su cauce. Bebió todo el líquido con solicitud. Nunca en su vida se

había sentido tan sediento. Annie le acercó otro vaso no sin advertirle que se la tomara pausadamente.

– Gracias – señaló una vez que había saciado su sed.

– ¿Se siente mejor de la garganta?

Se llevó la mano al cuello como para cerciorar lo que su mente ya bien conocía. Ya estaba

más recuperado y no le ardía la garganta al hablar.

– Si estoy mejor.

– ¡Qué bueno! – Exclamó Annie. – Voy a buscar a uno de sus doctores. Ya vuelvo.

– No me dejes sólo por favor.

Annie se giró sobre sus talones y lo miró directamente a los ojos con una mirada llena de

ternura. Era la segunda vez que Henry le decía aquello, aunque en esta ocasión ella si podía entender

lo que le decía. Ella estaba detenida a mitad del camino entre la cama y la puerta. Se decidió por irse

hacia la ventana. Corrió un poco la gruesa cortina y perdió su vista en los carros que entraban y salían

del aparcadero cercano a la Sala de Emergencias.

– ¿Qué hora es?– inquirió Henry pensando que era la mejor pregunta que podía hacer sin

incomodar a la enfermera con preguntas técnicas. Quería seguir hablando con ella.

– Son casi las seis de la tarde.

– Está algo oscuro.

– El invierno ya llego.

Ya había llegado el invierno. Era en serio que había pasado el tiempo. Aún no recordaba nada

de su accidente pero las imágenes que le llegaban a la mente eran las de estar rastrillando las otoñales

hojas de un Tatané que tenía al fondo del patio en su casa a las afueras de la ciudad. Alice de seguro

estaría molestísima de tener que lidiar sola con las labores de aquel enorme patio. Desde un principio
ella se había negado a tener una casa con un jardín tan grande pero él se encargó de convencerla de

que sería hermoso para criar a los hijos y verlos corretear de un lado al otro sin ningún otro límite que

el viento golpeándole en la cara. Lastimosamente hasta ahora no habían podido concebir y la verdad

es que con el ritmo de trabajo que ambos llevaban lidiar con un niño no sería muy fácil en estos

momentos. Por eso pensaba en lo enojada que debía estar Alice en casa, refunfuñando y diciendo que

él de seguro se estaba haciendo el enfermo con la cortadita que tenía en la cabeza para no ir a casa a

cumplir con sus deberes.

– ¿Es grande?– preguntó Henry mientras Annie continuaba absorta en sus pensamientos.

– La oscuridad siempre es grande.

Aquellas pesarosas palabras resultaron estridentes en los oídos de Henry. Era notable que

estaba afectada y que no deseaba estar allí.

– Me refería a la cicatriz. ¿Es muy grande?

– Ah, eso. Discúlpeme – le dijo Annie mientras le ajustaba el gotero conectado a la sonda. –

No mucho comparado con otras que he visto. La verdad usted está bastante repuesto y la herida

cicatrizó muy bien. Solo tiene algunas áreas donde ya no le crecerá cabello aunque de la forma como

suele llevarlo de seguro no tendrá problemas.

Él pensó en comprobarlo por sí mismo pero decidió no hacerlo recordando la advertencia

previa de no hacerlo. Dentro de él no entendía a que se debía aquello si ya estaba más que cicatrizado.

De nuevo el rugido del tiempo le cernía en el cuello como una idea perniciosa que rodaba y crecía

cual bola de nieve en su cabeza. No aguanto más la duda.

– ¿Cuánto tiempo llevó aquí?

Annie lo vio con aquella tierna mirada con la que parecía acariciar a las personas para calmar

el dolor. Suspiró profundamente como si tratara de armarse de valor para lo que iba a decir o

escogiendo lo que debía decir. Henry se atrevió a extender su mano y asir la muñeca de Annie como
si tratase de trasmitirle sus sentimientos de angustias a través de aquel simple toque. Annie se mostró

un poco esquiva. Henry pensó que de seguro existía alguna barrera profesional que él estaba

traspasando. Annie se apartó de la cama y se sentó en la silla continua a esta.

– Debería llamar a su doctor – le respondió seriamente. – No soy yo quien debería darte estas

respuestas.

– No puede ser tan grave.

– La última vez se desmayó.

– Ya estoy mejor. Lo prometo – dijo mientras hacía en el aire con la mano derecha la señal de

los niños exploradores.

– Nueve semanas cumplidas ayer.

Henry no podía negar que aquello había sido un golpe bajo. Se sintió mareado nuevamente.

Le habría encantado levantarse e irse de allí pero todo le daba vueltas. Cubrió sus ojos con las manos

como si aquello lo ayudara a olvidar las palabras que había escuchado.

“¡Nueve semanas!”.

¿Cómo era que había pasado tanto tiempo? ¿Qué le había pasado realmente? ¿Por qué tanto

misticismo con él y con toda la información que solicitaba? Realmente con lo poco que solicitaba

porque hasta ahora solo había podido mascullar un par de frases completas. Descubrió su cara y se

encontró con los hermosos ojos cafés de Annie abiertos como platos que lo miraban fijamente.

– ¿Cómo es posible que hayan pasado nueve semanas? ¿Qué he hecho en esas nueve semanas?

¿Dormir?

Annie lo continuaba mirando mientras abría la boca como tratando de gesticular alguna

palabra, deseando decir algo que sabía que no debía decir. Él la miraba impaciente. No le cabía en la

mente que había pasado nueve semanas tirado en un hospital durmiendo. ¿Cómo era que había pasado

tanto tiempo inconsciente? Eso no tenía lógica. A menos qué…


– ¿Coma?– preguntó a quemarropa.

Annie lo seguía mirando fijamente como incrédula de todo lo que había pasado. Cerró la boca

que tenía entreabierta, bajó la mirada y afirmó suavemente mientras se observaba las manos. Henry

sabía que aquello era más de lo que le podía pedir que le dijese aunque ahora entendía todo mucho

mejor. La cicatrización, los huesos soldados, la rehabilitación muscular, el dolor en los músculos, el

dolor en la garganta, el cansancio, la sed y el hambre. Esta última no lo había fastidiado mucho pero

al pensar en ello despertó una reacción secundaría que hizo rugir su estómago tan fuerte que Annie

levantó la mirada.

– Perdón – exclamó algo apenado mientras se cubría la barriga con ambas manos.

– No se preocupe. Al menos es algo de lo que si me puedo encargar. La buena noticia es que

ya puede empezar a consumir sólidos. La mala es que la ronda de las cenas pasó y pensé que dormiría

hasta mañana así que se han saltado su habitación. Pero voy a ver si puedo encontrar algo – dijo

mientras se dirigía a la puerta de la habitación.

– No te preocupes. Puedo aguantar hasta mañana.

– Mi trabajo es preocuparme. Ya vuelvo.

Annie atravesó la puerta y Henry clavó su mirada en el sofá que estaba al final de la habitación.

Le habría gustado no tener que esforzarse tanto por guardar la calma y así poder desmoronarse.

“Nueve semanas en coma.”

No era una idea fácil de asumir. Quería echarse a llorar y buscar refugio en los brazos de Alice

como siempre lo había hecho en alguna situación semejante. Quería saber porque no estaba allí con

él pero en el fondo tenía miedo de preguntar. Aún la imagen del oficial de policía acercándose a él la

última vez que preguntó por ella le daba vueltas en la cabeza.

Annie volvió con una pequeña bandeja donde traía una taza mediana de plástico y un vaso

con agua. Le colocó la bandeja entre las piernas para que Henry se pudiera alimentar cómodamente.
Lo ayudó a ponerse un poco más recto, haló la silla para estar más cerca de él y se preparó para

empezar a alimentarlo.

– Creo que puedo alimentarme por mí mismo.

– Una cosa es creer y otra muy diferente es poder.

Henry observaba como ella lo miraba con una actitud que afianzaba bastante lo que decía y

no le quedó más que abrir la boca. Ella sonrió y empezó a alimentarlo.

– Así está mejor. Aquí va – le dijo mientras le daba el primer bocado. – Solo he podido

encontrar esta crema de apio pero me parece excelente en este momento. No está caliente pero mejor

así, no queremos que se lastimes la garganta y menos ahora que puede hablar mejor.

Henry en silencio saboreaba poco a poco la crema de apio. Nunca había sido muy fanático de

ella pero no podía negar que estaba exquisita sobre todo sabiendo que no era de ningún restaurant en

la Avenida Corrientes de Buenos Aires sino de un hospital bastante más al sur. Annie lo alimentó

lentamente mientras le decía frases aleatorias que no comprometieran su situación emocional aunque

él estaba bastante más concentrado en comer tranquilamente que en cualquier otra cosa. Cuando ya

se dio por satisfecho levantó la mano para indicarle a Annie que ya no deseaba más. Esta le sugirió

que tomase un poco de agua para asentar la comida.

– Necesito saber algunos detalles más. ¿Por qué no está mi esposa aquí?

– Señor Latouff eso no pertenece a mi área de trabajo.

Henry habría seguido insistiendo pero Annie se había levantado de la silla y no solo estaba

resuelta a abandonar la habitación sino también a mantener el hermetismo que lo rodeaba.

– Henry. Me llamo Henry. Puedes decirme así sí te apetece – dijo suavemente mientras

observaba a Annie alejarse de su cama.


Dijo aquello con la esperanza de que esas palabras abogaran por él y sirvieran como

intermediario en todo aquel misticismo. Annie se detuvo con la bandeja en las manos y giró sobre sus

talones. Lo miró directamente a los ojos con aquella mirada que irradiaba una calma absoluta.

– Está bien, Henry – dijo antes de dirigirse a la puerta para luego volver a estacionar su mirada

sobre él. – Lamento no poder darte todas las respuestas pero al menos puedo darte un dato. Mañana

temprano vendrán las personas que podrán ayudarte con eso. Por ahora duerme bien, aún debes

descansar. Buenas noches.

– Buenas noches. Gracias por la cena.

Annie le sonrió desde la puerta antes de irse y él la acompañó con la mirada a través del cristal.

Se acomodó en la cama y dejó que el sueño lo venciera con una sola idea en la mente.

“Mañana”.
XVII

Nunca se imaginó que sus manos fueran tan suaves. El roce de sus dedos en la parte interna

de su brazo le parecía una sutil caricia que lo calmaba y excitaba al mismo tiempo. Ella levantó la

cara y lo besó tiernamente en el mentón haciéndolo llevar su cabeza hacía atrás mientras ella recorría

con sus dientes el borde de su cara para luego sellar con su lengua la demarcación de su territorio.

Aquella mezcla de besos húmedos y mordiscos ansiosos lo estaban llevando al desespero. Tomó el

rostro de ella entre sus manos acunadas y le arrebató un jugoso beso de sus labios. Era como si tomase

la medicina necesitada. El néctar de sus labios despertaba en él un cúmulo de sensaciones que creía

dormidas o que al menos no había sentido tan intensas. Se alejó de sus labios para poder verla mejor.

Necesitaba inundar sus ojos con la imagen de aquellos labios que le sabían tan parecidos a la gloria.

Frente a frente no había mucho que decir ya que sus besos se habían dicho todo lo que necesitaban

decirse. Ella trató de decirle algo pero él no lograba entender que le susurraba. Quiso besarla

nuevamente pero esta vez ella se rehusó. Quería que él escuchara lo que le estaba diciendo pero él no

la lograba responder. De pronto ella se convirtió en un halo de luz que absorbió todo el espacio y él

ya no la podía contener más. De pronto entendió lo que le decía como si aquella luz le hubiese

iluminado el pensamiento. No pudo sostenerla más y despertó con aquella palabra repitiéndose en su

cabeza.

“Alice”.

Henry se despertó algo sobresaltado por aquel extraño sueño. Podría jurar que aquellos besos

eran realmente vívidos y así lo demostraba el notable bulto en su entrepierna. No sabía si le perturbaba

más el hecho de haber soñado que estaba besándose apasionadamente con Annie o que esta le

murmurara el nombre de su esposa en sueños. Se permitió asumir que ambas ideas eran bastante

extrañas aunque haber soñado aquello tenía algo de lógica. Por un lado Annie se ajustaba al clásico
cliché de la enfermera sexy, o al menos enfermera muy bonita, y por el otro su subconsciente

extrañaba en sobremanera a su esposa. Todo aquel autoanálisis le estaba sirviendo bien poco con la

situación que había bajo de las sabanas. La puerta corrediza de la habitación sonó suavemente y él

subió la vista.

– Buenos días señor…, perdón, Henry. Buenos días Henry – dijo Annie al entrar en la

habitación. Venía empujando un pequeño carrito comedor. – Te he traído el desayuno.

– Buenos días Annie – dijo mientras flexionaba sus rodillas para ocultar un poco su situación

aunque la presencia de Annie no lo estaba ayudando de a mucho.

– ¿Cómo haz amanecido hoy? Te vez duro, igual que un roble.

Annie le picó un ojo y él no pudo más que reírse ante lo inverosímil del comentario.

– Me gustaría usar el baño. ¿Crees que podría pararme?

– Podríamos intentarlo. Déjame ayudarte.

– Me gustaría intentarlo sólo yo.

– No creo que te lo pueda permitir Henry. Más de dos meses sin ponerte de pie. De seguro

será una situación difícil.

Lo que era realmente difícil era el hecho de no llevar nada de ropa interior y tener la erección

de un niño de trece años en un día de verano. Aquello era bochornoso.

– No te preocupes. Creo que puedo esperar.

– ¿Esperar? De ninguna manera. No deberías forzar tu vejiga de esa manera. Ven yo te ayudo.

Estoy más que capacitada para eso.

A Henry no le dio tiempo de sostener la manta antes de que Annie la levantará de un tirón

para luego colocarla nuevamente en su lugar haciendo evidente que había visto lo que Henry trataba

de ocultar. El rostro de Annie se inundó de color y el de Henry no se quedó atrás.

– Discúlpame. Quería advertirte pero no me diste oportunidad de nada.


– No…no te preocupes – titubeó Annie. – Es normal por los relajantes que se te han

administrado y la presión de la vejiga llena. Es sólo que no esperaba que… nada. Ven te ayudo a ir al

baño. Cúbrete con las manos, digo, si deseas cúbrete un poco para que este más… más cómodo.

Henry se llevó las manos a la entrepierna antes de que Annie lo ayudara a ponerse de pie. La

enfermera tenía razón. Aquello no era algo que podía hacer por sí solo. No solo el hecho de tener la

pierna escayolada sino que el cambio de posición lo hizo marearse un poco. Se sentó por un momento

aun tratando de ocultar inútilmente el bulto en su entrepierna. Dio un par de respiros profundos y

luego se puso de pie. El mareo fue inevitable así que tuvo que sujetarse de Annie con ambas manos

mientras a brincos se dirigían al baño. Ambos miraban hacia el techo o a algún punto fijo en el

horizonte para no ver lo que sabían que también estaba rebotando. Annie lo dejó en el baño de

espaldas al escusado y mirándolo directamente a los ojos le sugirió que se sentara ya que sería más

fácil de usar. Aunque no estaba errada con el comentario concentrarse no fue una tarea sencilla para

él. Luego de unos largos cinco minutos salió del baño pidiéndole nuevamente disculpas a Annie por

todo aquello.

– No te preocupes. Es algo común en este oficio – dijo con un tono de voz bastante fingido.

Regresó a la cama y se pudo sentar más fácilmente de lo que se levantó. Annie lo ayudó a

acomodar sus almohadas y le colocó la bandeja de comida ante él: un tarro de gachas de avena y algo

de fruta picada.

– Creo que hoy si puedes comer por ti mismo. Igual estaré aquí para cualquier cosa.

Henry veía aquellas pálidas gachas con algo de decepción. Le habría encantado cambiar aquel

triste desayuno por una taza de café italiano y un croissant con queso crema. Sabía que aquello no iba

a pasar y además no creía estar en la situación de exigir. Tomó la cuchara con la mano derecha y

colocó un poco de avena en ella. Al tenerla en la boca se le deshicieron rápidamente. Tenían un

plácido sabor a miel y canela que las hacían deliciosas. Estaban tibias y suaves así que no le lastimaron
su garganta en lo absoluto. Annie estaba silenciosamente sentada a su lado observando cómo se

deleitaba con su comida. Cuando quedaba poco menos de medio tarro se dio por satisfecho. Soltó la

cuchara y tomó el tenedor plástico para llevarse a la boca un buen trozo de melocotón.

– ¡Ay!– exclamó con el primer movimiento. – Duele.

– Es normal que te duela. Come un poco más. Al menos dos bocados. Necesitas ejercitarla y

las frutas son perfectas para ello.

Sorber las gachas era una cosa pero masticar era otra totalmente aparte. El movimiento de la

mandíbula le incomodaba bastante y casi que la podía escuchar rechinar en cada mordisco. Después

de una fresa y dos trozos de pera no quiso seguir con aquella tortura.

– Es suficiente – le dijo Annie. – Hoy podrás bañarte por tu cuenta. Yo solo te supervisaré.

Creo que no falta mucho para que vuelvas a casa – le comentó clavando su mirada en el suelo.

– Toc, toc. ¿Se puede?

Henry levantó la mirada y se consiguió con la doctora Pivonnetti en el umbral de la puerta

haciendo señales para poder pasar.

– Buenos días doctora. Pase.

– Buenos días Henry. Se ve que ya estas mejor y hasta consumiendo sólidos. ¿Qué tal tu

mañana?

Acceder a contar todos y cada uno de los detalles de lo que le había acontecido aquella mañana

no era una idea placentera. Le pareció más razonable obviar los pormenores y ceñirse a una respuesta

más apropiada.

– “Interesante” creo que es la palabra apropiada.

Annie no pudo hacer más que volver su mirada sobre la ventana. Era evidente que le

desagradaba aquella situación tan embarazosa. La doctora lo miró a él, la miró a ella y luego volvió

la vista a él.
– “Interesante”. Está bien. Eso me sirve. Veo que ya te puedes sentar. ¿Te sentirías más a

gusto poder hacerlo en una silla de ruedas?

“Me sentiría más a gusto si dejasen de tratarme como un bebé”.

– Creo que sí. Así al menos podré ver por la ventana.

Los tres clavaron sus vistas en los pálidos cristales que evidenciaban el frío que reinaba en las

afueras del edificio.

– Seguro que sí. La enfermera Pastori se encargará de ello.

– De seguro. Ya regreso – dijo Annie colocándose de pie y levantando la bandeja de las piernas

de Henry para luego salir de la habitación.

La doctora Martha y Henry quedaron a solas con la evidencia de un silencio incómodo entre

ambos.

– Me gustaría volver a echarte un ojo en esa herida. ¿Me permites?

Henry afirmó y dejó caer sus brazos sobre sus muslos para que la doctora pudiera mirar mejor.

El roce de sus dedos era dócil pero sus manos no eran frágiles, al contrario, evidenciaban la dureza

de la labor en la cual había dedicado largas jornadas y muchas horas de trabajo. No duró más de un

par de minutos haciendo un tacto minucioso por la zona afectada y templando el cuero cabelludo un

par de veces. Henry no sintió ningún tipo de molestia.

– ¿Todo bien?– preguntó Henry.

– Si. Por lo que se ve todo bien aunque no estaría de más una tomografía para ver más a detalle

como esta todo. Con la pierna igual. Deberán retirarte el yeso en el transcurso del día para realizarte

una radiografía y ver si será necesario inmovilizártelo nuevamente.

Henry estaba escuchando atentamente lo que le decía la doctora sobre su salud aunque le

habría gustado que le respondiera otras preguntas. Mientras la oía con la vista clavada en el cristal

del pasillo pudo ver como Annie se encontraba de frente con un hombre bastante atractivo vestido de
jeans y una camisa blanca a rayas. Era rubio y alto. Cualquier mujer de seguro diría que era perfecto.

No sabía porque pero hasta llegó a sentir un poco de celos de aquel hombre que hablaba tan cerca de

ella. Celos tal vez por el hecho de saber que ella no podía ser para él o celos por no poder corroborar

si realmente besaba tan apasionadamente como en su sueño. Miraba de soslayo como Annie seguía

hablando con aquel chico como pidiéndole alguna especie de disculpa y él con una actitud un poco

renuente le hacía una especie de gesto de no querer hablar de aquello y señalaba hacía la habitación

de él.

– ¿Henry, comprendes lo que te he dicho?

Henry afirmó de mala gana. Annie entró de pronto en la habitación y a sus espaldas, en el

pasillo, esperaba el hombre con quien hablaba hacía unos segundos. La cara de él se le hizo familiar

a Henry pero había estado tan confundido aquellos días que no le dio la menor importancia.

– Doctora aquí está la silla. Vuelvo en un segundo. La esperan en el pasillo.

Henry vio como Annie se alejó del pasillo y se despidió del visitante con un leve roce en el

hombro. Aquella situación se le hacía algo extraña, tanto o más aún que la situación de él en aquel

hospital. La verdad ya tanto secretismo lo estaba exasperando un poco.

– ¿Estas bien Henry?

Henry no aguantó más. No sabía si eran los celos estúpidos que acababa de sentir, el extraño

sueño con el que se había despertado, la rabia contenida y ya a punto de desbordarse o un poco de

todo aquello lo que lo tenía al borde.

– Según usted estoy bien. No sé de qué debería de preocuparme.

La doctora lo miraba un poco sorprendida por aquella respuesta tan grosera de su parte. Se

veía como hizo un esfuerzo por guardar la compostura.

– Evidentemente está bien. Sus observaciones y análisis están bien, lo demás lo sabrá en el

transcurso del el día. No sé a qué se refiere.


– ¿Qué le sucedió a mi esposa?

La pregunta quedó sostenida en el aire dando vueltas entre ellos esperando la respuesta que

evidentemente ya no le podían seguir dando largas.

– ¿No comprendo que esta insinuando?

– No estoy insinuando nada, solo quiero saber qué demonios le pasó a mi esposa. ¡¿Es tan

difícil de responder esa pregunta?!

Henry estaba obviamente alterado. No alterado de salud, alterado de molestia. Alterado de ver

como seguían jugando con él como a un niño al que no le quieren decir la verdad sobre el ratón de

los dientes. Algo debía de haberle sucedido a Alice porque era ya demasiado extraño que no estuviese

allí a su lado. Ella es del tipo de esposas que se encadenan a la cama de un hospital antes de perder

de vista a su esposo. Cuando él se cayó de una pequeña escalera arreglado una lámpara de la sala

Alice armó todo un drama y casi que exigió que se detuvieran todas las cirugías del hospital para que

los mejores especialistas pudieran ver el hombro dislocado que tenía su esposo. Este accidente era

evidentemente más grave. No entendía por qué su esposa no estaba allí o si lo entendía pero no quería

pensarlo. Si tan siquiera pudiera recordar algo del accidente sabría qué pasaba, hacía donde iba o si

ella estaba allí con él.

– Lastimosamente yo no le puedo contestar esa pregunta – le dijo calmadamente la tratante.

– ¡¿Y quién carajos me puede decir entonces qué le pasó a mi esposa?! ¡¿Quién?!– preguntó

Henry levantando la voz.

La doctora Pivonnetti estaba petrificada cuando el visitante atravesó el umbral y entró a la

habitación. Se detuvo a los pies de la cama y cuando estaba mirando fijamente a Henry a los ojos

exclamo:

– Yo soy el que puede decirle que pasó con su esposa.

Henry recordó de pronto aquel rostro.


XVIII

Para ser la primera nevada del año era increíblemente copiosa. La nieve se anidaba en el borde

de la ventana mientras el sol la fundía convirtiéndola en una pasta blanca fría y dura. Los pinos que

bordeaban el camino mostraban su esqueleto pintado de blanco mientras sus hojas en el suelo teñían

el horizonte de manchas café. Era un día claro, calmo y sin brisa. Lo que veía afuera reflejaba el vacío

que lo llenaba por dentro. Era el día más blanco del año, la primera nevada de la temporada y ella no

estaba allí para él.

Alice había muerto.

Habían pasado dos días desde que el oficial de policía había hablado con él y le había contado

todo lo acontecido. A pesar de mostrar cierta delicadeza al principio llegó el momento donde lo

inevitable sucedió y el agente Cores le dio la mala noticia.

Al parecer el destino tiene maneras raras y retorcidas de hacer las cosas y las posibilidades de

que extraños sucesos formen parte de la vida son más altas de las que realmente se cree. El mismo

día que Henry sufrió su accidente un vagón de un tren se había zafado y toda su carga había dado a

parar en la carretera. Su esposa que estaba pasando por allí trató de esquivar uno de los troncos que

se le atravesó en el camino y se estrelló contra un árbol. Tal vez él no fuese el único en pensar que

era un poco irónico. Lastimosamente no podía recordar nada de aquel día así que no sabe hacía donde

iba él o qué le había sucedido. Según le comentó el oficial su carro se encontró virado en un

descampado pedregoso a unos cien metros de la carretera de donde evidentemente se había salido en

un derrape violento. No podían determinar si fue negligencia de su parte, algún desperfecto del

vehículo u otro percance en la carretera, sólo sabían que aquel día de abril una hora y media después

del accidente de su esposa él estaba desangrándose inconsciente en el asiento de su carro.


Aun no podía creer que con sus treinta y seis años ya fuese viudo. Estaba sentado en una silla

de ruedas mirando la nieve caer por la ventana. Deseaba que sus pensamientos se convirtieran en

copos de nieves y se desintegraran en el aire o se amalgamaran con el suelo pero hasta mirar la nieve

le causaba dolor porque Alice amaba la nieve y aquel paisaje, aquella primera nevada lo hacía

recordarla aún más.

“El día más blanco del año”.

Alice soñaba cada año con la primera nevada y era capaz de paralizar toda su agenda de aquel

día con tal de quedarse en casa y ver como el enorme patio por el que tanto peleaba durante los otros

364 días del año se alfombraba de un límpido y perfecto color blanco. Algunas veces hasta colocaba

cerca de las ventanas una que otra pequeña decoración de navidad ya que decía que era toda una

lástima que aquel paisaje tan bonito llegara justo a mitad de año cuando las personas estaban más

centradas en exámenes finales o compras de supermercado. Henry reía ante aquellas ocurrencias y

sentía que de alguna manera aquella alma tan risueña era el sol que le llenaba sus amaneceres. No

sabía que iba a hacer ahora sin su sol.

La puerta corrediza de la habitación se abrió pero Henry no apartó ni un momento la vista de

la nieve. Desde el momento que se enteró de aquella trágica noticia no hacía más que mirar por la

ventana. Annie se aparecía algunas veces para ayudarlo con su baño diario o hacerle algunos

ejercicios de movilización en su pierna derecha que ya estaba sin yeso pero Henry se mostraba tan

huraño y malhumorado que esta prefería acercarse lo menos posible y hasta había cambiado turno

con una enfermera un poco más vivaz con una enorme y dorada cabellera rizada para no tener que

soportar ver a Henry con aquel semblante.

Quien había entrado a la habitación no era Annie.

– Buenos días Henry. Veo que estas apreciando la primera nevada – dijo una voz de un hombre

joven tras volver a llevar la puerta a su puesto original.


Henry no volteó. Siguió observando la nieve que cubría el techo de los autos en el lote de

estacionamiento del hospital. No había escuchado mucho aquella voz pero si sabía de quien era. El

doctor Gustavo Salcedo era el psicólogo del hospital y había hablado con él un par de veces después

de que el agente Cores le había notificado su pérdida. No era un hombre muy alto, medía un poco

más de un metros sesenta y tendría un poco más de veinticinco años. Siempre llevaba una barba

poblada bien rasurada tal vez con la idea de hacerse ver un poco más serio o adulto de lo que realmente

era. Sus palabras certeras y bien cuidadas daban buena fe de lo buen profesional que era.

– Las enfermeras me comentaron que no estas comiendo muy bien y la verdad es algo que me

preocupa Henry. No creo que desees volver a alimentarte por vía intravenosa.

Tampoco contestó nada esta vez. Aquello era cierto y no tenía mucho que decir al respecto.

El apetito se le había apagado, por no decir extinguido, desde hacía dos días. Annie siempre veía que

le llegase la comida a tiempo pero de igual manera se llevaba la bandeja intacta y fría un par de horas

después. El día anterior la otra enfermera se le plantó al pie de la ventana hasta que se tragó

regañadientes medio tazón de crema y un poco de agua. Lo había hecho solo para que lo dejase en

paz mientras seguía perdido con la vista en el horizonte.

El doctor Gustavo haló la silla que estaba contigua a la cama y la puso a su lado. En silencio

ambos admiraban la nevada. Aquella compañía silenciosa era todo lo que Henry podía ofrecer.

Seguiría llorando a destiempo pero había llorado tanto que no creía tener dentro de sí más lágrimas.

Juntos y en silencios, uno al lado del otro, pasaron un buen rato cada quien inmerso en sus

pensamientos.

Inesperadamente sendas lágrimas rodaron por sus mejillas. Sus ojos abiertos y empañados

seguían fijos en el horizonte blanco e inmóvil. Aquella simple presencia a su lado le había hecho abrir

nuevamente el manantial de llanto para expresar su dolor. Cuando ya no pudo más cubrió sus ojos

con sus manos y se entregó a aquel sollozo inclemente que decía todo lo que sus palabras no podían
clamar. Lloró largo y profundo por un buen rato mientras Gustavo en silencio lo acompañaba. Era

todo lo que le podía ofrecer y eso era todo lo que Henry podía aceptar.

Luego de un buen rato Gustavo le ofreció un pañuelo y este lo aceptó de buen agrado. Se secó

las lágrimas estando consciente de que en cualquier momento podían nuevamente aparecer por

sorpresa. No estaba tan seco por dentro como lo había imaginado. Al parecer aún tenía mucho por lo

que llorar. El doctor que estaba calladamente sentado a su lado le había dicho un par de días atrás que

era normal enfrentarse a aquellos sentimientos en un proceso de duelo ya que nunca era fácil la

creación del mismo y en su caso menos aún. Existían muchos factores que lo hacían más difícil y uno

de ellos era el factor tiempo.

Habían pasado ya nueve semanas desde que todo aquello había pasado y mientras otras

personas habías asistido al funeral y al entierro como parte de aquel proceso de despedida de un ser

querido, él estaba en un hospital yaciendo inconsciente de todo aquello. No tuvo oportunidad de verla

por última vez ni de decirle adiós frente a frente y aquello era aún más duro. Cuando un ser querido

muere se siente que como con esa persona se va una parte de la vida, del amor, de los recuerdos. Para

él la diferencia estaba en que ella no se había ido, se la habían arrancado. Literalmente se la habían

llevado de su lado y él no sabía qué hacer con todo aquel amasijo de dolor y rabia. Su esposa había

muerto y él se quedó sólo con un montón de sueños que quedaron sin cumplir, un montón de besos

que ya no le podría entregar y un montón de palabras que no les podía decir. Su esposa había muerto

y él se quedó sólo.

– Henry, entiendo lo que estás atravesando. Es duro y difícil de asimilar pero también necesito

que entiendas que debemos hablar. Lo que estás pasando no es una situación nada usual y no puedes

con todo eso tú sólo. Gracias a la información que nos distes logramos ponernos en contacto con tus

padres, los cuales esperan estar aquí en un par de días, pero mientras deberíamos poder hablar en
algún momento. No te voy a presionar con ello. Soy fiel creyente de que cada cosa tiene su tiempo y

solo espero que entiendas que estoy y estaré aquí.

El silencio fue el punto final de aquellas palabras. Henry secaba sus lágrimas pero estaba

reacio a responderle al doctor. Dudaba inmensamente que él entendiera por lo que estaba pasando y

mucho menos que lo pudiera ayudar. Gustavo se levantó de la silla y la devolvió a su lugar. Le dio

una palmada en la espalda a Henry y se encaminó hacia la puerta de la habitación cuando escuchó el

chirrido de las ruedas contra el suelo pulido. Henry se había girado y estaba de frente a la puerta. Se

miraron durante un instante mientras Gustavo esperaba lo que Henry tenía que decir.

– Gracias por el pañuelo.

Eso fue todo lo que dijo. Tanto él como el doctor sabían que aquellas sencillas palabras era la

máscara de un agradecimiento mayor. Era un agradecimiento por aquella compañía en un silencio

ausente y al mismo tiempo tan presente, un gracias por estar aquí cuando nadie más esta, un gracias

por verme llorar y no pedirme que deje de hacerlo, un gracias por dejarme llevar mi dolor. Un

“gracias” que eran muchos a la vez.

– De nada – contentó Gustavo con su suave tono de voz.

– Tal vez mañana sea un mejor día. Mañana podríamos hablar.

– Mañana – señaló el doctor y luego se retiró en silencio de la habitación.

Henry volvió a girar su silla y perdió su vista en el estacionamiento del hospital. Su mano

derecha apretaba fuertemente el pañuelo mientras admiraba el día más blanco del año.
XIX

Llevaba un buen rato despierto cuando escuchó la puerta de la habitación abrirse. Estaba

arropado de pies a cabeza así que no podía ver quien había entrado pero supuso que era su enfermera.

La escuchó mover un par de cosas del armario y luego se hizo en el sofá. Él decidió seguir tumbado

en la cama. No estaba de humor para levantarse aún.

– ¿Aún está dormido?

Reconoció la voz de Annie a través de la colcha que lo cubría. Supuso que hoy también lo

atendería la otra enfermera.

– Si – le respondió su interlocutora susurrando.

Ambas se sentaron en el sofá y permanecieron un buen rato en silencio.

– ¿No has hablado con Adrián aún?

– ¡Alexia! – respondió Annie exaltada pero susurrando.

– ¿Qué?

– No es ni el lugar ni el momento.

– Nunca es el lugar ni el momento para ti. Llevas toda la semana evitándome el tema. O hablas

conmigo o voy a tener que decirle a Gustavo que haga un espacio en su consulta.

– No quiere hablar conmigo – dijo Annie.

– ¿Gustavo?

– Adrián.

– No entiendo.

– Vino hace unos cuatro días a hablar con Henry y me lo conseguí en el pasillo mientras traía

la silla de ruedas. Me dijo que hablaríamos luego, que por ahora yo tenía mucho que pensar, que

meditar o qué demonios se yo y que sería mejor esperar a que todo se calme.
– Lamento decirlo pero el poli tiene razón.

Hubo un silencio entre ambas. Henry escuchaba aquella conversación atentamente. Ahora

entendía mejor porque Annie se había quedado afuera unos minutos hablando con el oficial el día que

él había venido a ponerlo al tanto de lo de su esposa. Su difunta esposa.

– Yo también creo que tiene razón – señaló Annie.

– Si. La verdad no me gustaría estar en tus zapatos. La cita, el restaurant, el beso.

– Yo no besé a Adrián.

– No me refiero a ese beso. El otro beso, el del despertar.

– ¡Alexia!

– ¿Qué?

– Mejor vamos a buscar un café.

– Está bien. Últimamente estas muy susceptible.

Ambas salieron de la habitación dejando a Henry sólo. Éste se revolvió bajo las sabanas y

decidió levantarse antes de que llegaran de nuevo. No le hacía mucha gracia seguir espiando aquel

tipo de conversaciones y en el fondo le disgustaba un poco haberse enterado de lo de Annie con el

oficial. Se sentó sin mucho trabajo en el borde de la cama y luego de un rato en aquella posición se

puso de pie y se encaminó al baño. Caminar no se le hacía muy difícil aunque no podía negar que le

dolía un poco afincar la pierna derecha. Se lavó los dientes. Le costaba asociarse con la imagen que

tenía de él frente al espejo. Pálido con el cabello corto al estilo militar y la barba desaliñada. No era

una imagen muy alentadora que se diga. Salió del baño y se sorprendió un poco al encontrarse a Annie

trayéndole el carrito con el desayuno.

– ¡Oh! Ya despertaste. Veo que ya puedes moverte un poco mejor.

– Si. Algo.
No dijo más nada y volvió a sentarse en la silla al pie de la ventana. Ya no estaba nevando

pero el día regalaba un paisaje besado por escarcha mientras el sol empezaba a puntear por el

horizonte. Annie se dispuso a hacer la cama en silencio mientras él seguía con la vista perdida en

aquel tosco paisaje.

– Aquí está tu desayuno. Espero lo disfrutes. Vuelvo más tarde por si necesitas algo más.

Henry vio el desayuno de reojo. No le apetecía para nada volver a desayunar gachas de avena.

Tampoco le apetecía seguir allí y menos seguir sólo en aquella habitación. Giró la silla y se dirigió

hacia la mesilla con el desayuno mientras Annie caminaba en dirección a la puerta.

– Puedes acompañarme si lo deseas – dijo Henry de pronto.

Annie se giró y lo miró por unos segundos para luego ayudarlo a acomodarse cerca de la mesa.

Le puso una servilleta en el regazo y tomó la silla que estaba contra la pared para así sentarse a su

lado. Henry empezó a comer con desgana mientras ella miraba por encima de su hombro el paisaje

que estaba más allá de la ventana. El único ruido existente era el del viento que golpeaba el cristal de

la ventana como sí tratase de entrar para alterar aquella silente escena que ambos protagonizaban.

Cuando Henry terminó de comer tomó la servilleta que reposaba sobre sus piernas y luego de

limpiarse la comisura de los labios se levantó de la silla y volvió a la cama. Annie aún seguía ausente

en el paisaje o tal vez un poco más allá, en sus pensamientos, cuando la voz de Henry la sacó de su

trance.

– ¿Ya tú lo sabías?

Annie volteó a verlo y emitió un profundo suspiro como si buscara fuerzas para responder

aquella enigmática pregunta. Obviamente sabía de lo que le hablaba así que le contestó con una sutil

afirmación. Henry tomó la respuesta en silencio.

– ¿Todos lo sabían?
Annie volvió su mirada hacia la ventana permitiendo que su inmovilidad silente sirviese de

respuesta. Henry se sentía decepcionado. Habría esperado aquel comportamiento de cualquiera en el

hospital pero por extraño que pareciera no se imaginaba a Annie escondiéndole tal información. No

sabía porque se sentía así. En el fondo Annie solo era su enfermera, solo se encargaba de cuidarlo.

Tal vez aquel apego era porque fue ella el primer rostro que vio al despertar del coma.

“El beso del despertar”

Ella estaba sobre él, lo recordaba claramente, pero no creía que aquello tuviese conexión

alguna con la conversación que había escuchado minutos atrás. Annie se había mostrado muy amable

y muy profesional al respecto así que no podía imaginársela en tal comportamiento, aunque también

le había ocultado información previamente así que no tenía mucho de dónde agarrar. La verdad es

que era una situación bastante incómoda. No sabía a donde lo llevarían aquellas preguntas y en el

fondo necesitaba un descanso de todo el dolor que lo embargaba.

– Era lo mejor para ti – señaló Annie rompiendo el silencio.

– ¿Realmente lo crees así?

– Si – contestó firmemente. – Existen diversos tipos de traumas. Tú ya estabas afrontando una

situación bastante difícil físicamente como para decirte todo aquello de un solo golpe. Iba a ser muy

fuerte y no sabíamos aún cómo lo asimilaría tu cerebro. Recuerda que despertabas de un coma de

nueve semanas. Aún tenías que comprender y aceptar tus cambios personales.

Él sabía claramente a lo que ella se refería. Luego de la dura noticia sobre la muerte de su

esposa no pudo hacer más que llevarse las manos a la cabeza. Cuando notó las deformaciones que

tenía ahora en el cráneo fue una impresión tan grande que levantó las manos de golpe y se veía la

yema de los dedos como si tratara de ver si estas estaban bien y si era real lo que él había palpado.

Después de algunas horas cuando estaba sólo en su habitación, medio calmado y medio sedado, volvió

a llevarse las manos a la zona donde tenía la cicatriz. Un pequeño conglomerado de abultamientos y
depresiones era lo que ahora recubría su encéfalo. Recorrió con los dedos cada uno de los recovecos

de la prótesis que ahora formaba parte de él como sí sus dedos fueran unos jovenzuelos disfrutando

un paseo en una montaña rusa. Era cómo volver a reconocerse, cómo si se hubiera perdido en algún

momento y ahora esta extraña abolladura fuera una nueva parte de él. Dentro de sí mismo él sabía

que así era. Se perdió por algún momento y regresó con aquella herida de guerra. Se había ido y había

regresado y ella ahora no estaba allí esperándolo como siempre. Alice ya no estaba más para él. Alice

ya no curaría ninguna de sus heridas.

– Era lo mejor para mí – respondió inerte como si se dijera esas palabras más para convencerse

a él que para responderle a ella.

El silencio atravesó la ventana y decidió hallarse de nuevo un espacio entre los dos. Era tan

difícil y tan evidente para ambos el hecho de que no podían proferir más de dos frases continuas sin

que el silencio los invadiera.

– Me hubiese gustado que te enteraras de otra forma pero Adrián era la persona autorizada

para decírtelo.

Henry agradeció internamente aquellas palabras y espantó al silencio que trataba de

acomodarse nuevamente a su lado.

– ¿Lo conoces de hace mucho? – fue lo primero que se le ocurrió preguntar o tal vez quería

hacerlo desde hacía un buen rato.

– No mucho – respondió Annie un poco sorprendida por la pregunta que le hacía. – La verdad

lo he visto sólo desde que llegaste al hospital. Siempre ha estado a cargo de tu caso. ¿Por qué lo

preguntas?

Se vio un poco tentado decir que había escuchado algo de la conversación que temprano había

tenido ella y su colega pero sabía que aparte de no llevarlo a ningún lado también podría acabar con

aquella conversación por completo. Se dejó llevar por lo más obvio.


– Los vi hablando un poco el día que vino a verme. Disculpa pero el cristal es un poco

imprudente.

– La verdad es que si lo es – añadió Annie mirando hacia el cristal.

– Espero que al menos no se escuche todo allá afuera.

– ¿Te preocupa lo que hablemos aquí?

– No. Para nada – dijo seriamente. – Me preocupan un poco mis ronquidos. Debió haber sido

toda una lata escucharme roncar por nueve semanas.

Annie dejó escapar una leve carcajada que acompañaba al sol a iluminar la habitación. Él

también dejó asomar una sonrisa. Se le hizo extraño sonreír con todo lo que estaba pasando. En el

fondo sabía que tendría que empezar a hacerlo de nuevo. Tal vez aquel no era el lugar o el momento

pero no estaba de más escuchar a alguien reír aunque él no lo hiciera.

– Tranquilo. No roncabas – le dijo Annie aún sonriente.

– Que bueno saberlo.

Cuando por fin habían puesto fin al hielo que los rodeaba la puerta corrediza se abrió para

ponerle fin a aquel ameno momento. La doctora Pivonnetti hizo acto de presencia para hacer la ronda

matutina.

– Buenos días Henry. Enfermera. ¿Cómo se encuentran?

Ambos se vieron con un toque de complicidad y respondieron cada uno el saludo de manera

muy amable. Annie se dispuso a levantar los restos del desayuno de Henry para dejar la habitación

mientras la doctora se colocaba al lado de la cama para hablar cómodamente con el paciente.

– Bueno Henry como sabes haz evolucionado muy bien. Tu tomografía no mostró ninguna

anormalidad, por el contrario pudimos cerciorarnos de lo bien que se ha ajustado el biopolímero con

el resto del cráneo. ¿Algún dolor de cabeza?

– No. Sólo comezón.


– Normal. Parte de la cicatrización interna. Los huesos de tu pierna están bien soldados pero

me gustaría que trabajaras un poco con la rehabilitación para despertar algunos músculos que han

estado con muy poco movimiento y también sufrieron con el accidente. ¿Alguna pregunta?

– ¿Cuándo podré irme a casa si estoy tan bien?

La doctora meditó un poco la respuesta.

– Nos gustaría mantenerte un poco más en observación al menos hasta que tengas una mejor

movilidad.

“Nos gustaría tenerte aquí hasta que tengas alguien que te acompañe en casa”.

Henry sonrió como si de verdad se tragase aquello y la doctora no pudo hacer más que retirar

la mirada y dejarse llevar con la vista que le regalaba la ventana.

– Lamento lo de su perdida y también la forma en que tuvo que enterarse.

– No se preocupe – respondió él calmadamente. – Era lo mejor para mí.

– Que bueno que lo tomes así.

“¿Acaso tengo de otra?”

La puerta se abrió y Annie volvía a presentarse delante de él con aquella aura tan brillante que

lo hacía algunas veces olvidarse de donde estaba o porque estaba allí. Algo tenía aquella chica que

de una u otra manera lo hacía clavarle la mirada y no apartarla ni por un momento.

– Doctora disculpe la interrupción pero…

– ¿Sucede algo Annie?– pregunto Martha.

– Es que… bueno… el paciente tiene visita.

– ¿Qué paciente?

– El señor Latouff.
Henry no había recibido visita alguna desde que había estado internado más allá de algunos

familiares de Alice. No podía imaginarse quién podía estar allí si no se había comunicado con nadie

en especial. Nadie del trabajo o ningún vecino habían sido notificados de donde estaba él recluido.

– ¿Quién es? – preguntó inquieto.

– Bueno… no es, son. Se trata de un par de caballeros. Me atrevería a decir que ambos están

sobre los cincuentas. Ellos dicen que los dos son…

Henry sabía lo que iba decir. Llevaba una vida completando esa frase.

– Ellos dos son mis padres. Déjalos pasar.


XX

4 de Junio de 1983. Henry jamás podría olvidar aquella fecha.

Aquel verano en la rivera del sur de Francia el sol colgaba de un manojo de nubes color

vainilla tan cerca de la arena que casi se podían tocar con la mano. Henry comía un cono de helado

de pistacho y menta que se fundía en el calor de aquel día haciendo que un río de colores pasteles

descendiera por el cucurucho de galleta cruzando cada uno de sus dedos hasta hacer un hermoso

reguero en la manga de su nueva camisa. Tenía solo seis años para aquel entonces pero recordaba

muy bien el primer día del resto de su vida.

Aquella mañana la Hermana Soilé le despertó como siempre con un tierno beso en la frente.

Le hablaba con aquel tierno acento del norte que a él le parecía tan tierno y calmo a la vez. Solo

recordaba ver la silueta de aquella joven mujer empacar en una pequeña maleta de cuero las pocas

cosas que él tenía: algunas prendas de vestir, un par de botas negras y un antiguo libro de historietas

llamado El pitufo número 100. Luego de lavarse bajó a desayunar con los demás niños del orfanato

en las largas mesas de madera que había en el gran comedor. Cuando quiso salir a jugar con los demás

niños en la pileta que habían puesto en el patio la Hermana Soilé le dijo que aquel día no podía salir

a jugar, debía estar limpio y arreglado ya que tendría una visita esa mañana. Estuvo en su habitación

viendo por la ventana hasta que apareció un Peugeot 205 de un color azul claro de dónde bajó un

hombre adulto con el cabello negro como la noche que llevaba una bufanda azul a cuadros y un

hermoso paquete de regalo con un radiante moño amarillo. Cuando bajo las escaleras de su habitación

vio como aquel hombre lo esperaba junto a la Madre Superiora y la Hermana Soilé. Las palabras que

escucharía a continuación nunca jamás podría olvidarlas.


– Hola Henry – dijo aquel extraño visitante muy cordialmente que se había agachado para

poder verlo a los ojos.– Me llamo Soik Latouff y espero, si todo sale bien, a partir de hoy poder ser

tu papá.

Aquellas palabras abrieron en Henry un torrente de ilusiones que ni él mismo podía creer.

– ¿Mi papá?– preguntó entre incrédulo y emocionado.

– Si pequeñín. ¿Te gustaría?

Henry no sabía que decir ante aquello así que solo afirmo muy enérgicamente y aquel hombre,

aquel visitante, aquel papá tomó con mucha firmeza aquella respuesta ya que de la nada emergieron

unas lágrimas por sus mejillas. El pequeñuelo que tenía frente a él estiró la mano y le secó el rostro.

– No llores. Yo me portaré bien.

Las risas llenaron el salón así como la alegría llenaría el corazón de Henry. Esperó un rato

fuera, en el jardín, mientras jugaba y se despedía de sus ahora antiguos compañeros. Soik salió al rato

con una carpeta de papeles en la mano y el paquete que aún llevaba con él.

– ¡Toma pequeñín! ¡Esto es tuyo!

Extendió sus pequeños brazos y rompió el papel brillante. Dentro de la caja descansaba

envuelta en papel de seda una hermosa camisa a cuadros azules y blancos que hacía juego con la

bufanda que llevaba su recién estrenado padre. Este lo ayudó a cambiarse, montaron sus cosas en el

auto y tomaron la carretera que llevaba desde el orfanato hacia las afueras de la cuidad en dirección

a la playa de La Grande Motte cerca de Montpellier. Almorzaron pescado y papas fritas en un pequeño

chiringuito con una hermosa vista al mar mediterráneo. Henry estaba extasiado con aquellas delicias

y Soik lo miraba deleitado, maravillado ante el hecho de que aquel chiquillo de cabellos castaños y

unos sorprendentes ojos azules que sería de ahora en adelante su hijo. Miraba en aquel tierno rostro

bañado de cátsup el futuro que, literalmente, tenía frente a él y sabía que haría lo que fuera por ser el

mejor padre del mundo. Y así lo hizo.


Luego de pasear juntos aquel sábado veraniego volvieron caminando hasta el auto para tomar

la vía que los llevaría a casa. Luego de tomar la Rue de Port y la D62 llegaron hasta el centro de la

ciudad. Aunque ambos estaban algo callados y nerviosos por aquella situación Henry no dejo de

deleitarse con la vista llena de pinos que esparcían su aroma bajo el sol inclemente. Al llegar al centro

de la ciudad Henry se quedó maravillado ante la majestuosidad de las edificaciones que conformaban

el casco histórico, aunque pasarían años antes de saber que aquella zona se llamaba así. El color crema

de algunos edificios parecía cobrar vida bajo el sol radiante que brillaba en el firmamento. Soik tomó

una serie de calles y recovecos hasta llegar a la Avenue de Naples, allí el paisaje cambiaba un poco.

Había una serie de casas amplias colocadas una al lado de la otra. También se veían grandes casonas

con hermosas paredes de piedras y portones enrejados que las aislaban de las demás. Al finalizar la

calle estaban en la Rue de Sicile donde las casas no eran tan ostentosas pero si muy bien cuidadas y

genéricas. Más adelante, tan solo a unos cuantos metros colina arriba, el paisaje variaba un tanto y se

llenaba de una serie de casas contiguas pero cada una con un toque muy personal. En toda la esquina

una casita de unos tres pisos con unas ventanas de madera en color ocre estaba la número 174, la casa

que por mucho tiempo Henry llamaría hogar.

Soik bajó del coche ayudando a Henry a entrar en la casa. El pequeño portón de hierro emitía

un chirriante sonido en el movimiento de sus bisagras. Un pequeño jardín lleno de flores de lavanda

lo recibía erguido, orgulloso de su color. Al entrar a la casa su mirada chocó con unas escaleras y

Soik le señaló que en el último piso estaría su habitación. Henry subió corriendo mientras Soik

franqueaba sus pasos. La escalera retumbaba como el tambor que retumba con un canto de alegría, y

es que era aquella alegría la que le faltaba a aquel cúmulo de paredes donde ese restaurador de arte

se pasaba los pocos ratos que le quedaban fuera del trabajo.

– ¿También tendré una mamá?– preguntó tímido Henry mientras Soik lo preparaba para ir a

la cama.
– Por ahora solo seremos tú y yo – le dijo su padre.

– ¡Qué bueno! No me gustan mucho las niñas.

– A mí tampoco – respondió sonriente Soik.

Tiempo después Henry conocería lo certera de aquellas palabras. Mientras eso pasaba seguían

trabajando por ser una familia feliz o al menos por ser feliz mientras formaban una familia. Soik

trabajaba en su estudio en el centro y Henry empezaba clases en una escuela pública no muy lejos de

allí. Su padre lo buscaba cada tarde y juntos iban a casa conversando sobre lo que había aprendido

aquel día en la escuela. Cuando los domingos eran soleados viajaban a la playa y de regreso hacían

el mismo recorrido de aquel primer día cuando sus vidas colisionaron. Poco a poco Henry se fue

aprendiendo los nombres de aquellos edificios y le señalaba con orgullo a su padre quien y como

habían realizado aquellas construcciones sin saber que estaba fundando las bases de lo que sería la

pasión que lo llevaría a la universidad. Los veranos los pasaban juntos en el taller de Soik o se iban

de viaje a París o Italia dependiendo de la época o las disponibilidades económicas de su padre. Un

miércoles en que conmemoraban el día de su ‘segundo cumpleaños’, como ellos decían, mientras la

mayoría de la gente hacía preparativos para ver el partido Dinamarca–Escocia del mundial

México ’86, ellos conversaban sobre lo lindo que sería rentar una película y verla en el jardín bajo la

frescura de aquel verano. Ambos estaban camino al centro de la ciudad cuando se hallaron a orilla de

la carretera un hombre dándole patadas a un destartalado Renault 18 que obviamente estaba

recalentado. Henry miraba desde el vehículo mientras su padre se bajaba a prestar ayuda a aquel

hombre alto y rubio con un marcado aspecto inglés. Ese día conocieron a Thomas Blunt.

Thomas era un periodista londinense corresponsal de The Sun en Francia y estaba camino a

su hotel para telefonear a la oficina central y dar una información estadística sobre el impacto que

había tenido en el pueblo francés el resultado de la reunión de ‘Los Doce’ sobre el uso de la energía

nuclear en la comunidad europea cuando su vehículo decidió morir. Ni él ni Soik tenían la menor idea
de lo que le pasaba al carro y al parecer aquello no era lo único que tenían en común. Esperaron que

llegara la grúa y Soik le ofreció el teléfono de casa para que llamara a su trabajo. Igual estaba más

cerca que su hotel. Por el camino Thomas hablaba sobre lo nefasto que había sido el incendio que

devoró los almacenes de papel prensa propiedad de su jefe Rupert Murdoch. Soik solía vivir las

noticias al día sin prestarles tanta atención a los titulares de los periódicos siempre y cuando en estos

no apareciese una noticia que le prohibiera seguir sembrando sus violetas. A Henry le hacía un poco

de gracia el acento con el que Thomas manejaba su muy fluido francés.

Llegaron a casa y luego de un par de extensas llamadas Thomas quiso pagar por el favor pero

Soik se negó rotundamente diciéndole que por el contrario llamara una tercera vez a una central de

taxis porque ya era un poco tarde y debía hacer algo de comer. Thomas se ofreció a preparar la comida

como muestra de agradecimiento y los tres almorzaron en el patio bajo la sombra de un palio el festín

que preparó Thomas: un muy rico pescado al horno acompañado de patatas bañadas en mantequilla.

Thomas y Soik charlaron amenamente durante el almuerzo sin olvidar la presencia de Henry quien le

contó a Thomas que a pesar de haber nacido el 27 de enero aquel día conmemoraban la adopción que

había hecho Soik hacía ya tres años. Luego de dos botellas de vino tinto y una tarde muy amena

Thomas volvió al hotel. Una velada y una visita al zoológico fueron la antesala a la cena que

acompañó los vítores con los que vieron perder a la selección de Alemania frente a Argentina quien

ganaría su segunda copa mundial bajo la luminosidad de un glorioso Maradona. Aquel partido que

estaba ocurriendo en otra tierra y en otro horario era el sello de conformación de aquella familia que

seguía luchando por ser feliz.

Dos años después, y luego de muchísimas visitas a Montpellier, Thomas se radicó en la rivera

del sur de Francia y se mudó con Soik para ser el otro padre de Henry. Si bien no estaba acostumbrado

a ver aquella estructura familiar en sus compañeros de colegio para él no eran más que dos personas

que se amaban mucho y deseaban estar juntas. Ambos eran excelentes padres o al menos hacían un
gran esfuerzo por llegar a serlo. Si bien en algunos momentos le hacía falta tener una madre que

complementara algunos de sus cuidados, su papátho y papások se apañaban muy bien para que no le

faltara nada como familia. Tenían noches de juegos y se repartían los quehaceres de la casa. Los

viajes de verano eran maravillosos y Henry siempre podía hablar con uno de algunas cosas que con

él otro evidentemente no podía. Mientras Soik era más delicado, emocional, dado a las artes y a la

cultura Thomas era por su parte más pragmático en los asuntos cívicos además de ser muy ordenado

y estricto con el tiempo y las responsabilidades. Haberlos tenido a ambos como padres fue una

experiencia única.

Sin embargo no todo era siempre color de rosa, algunas veces llovía en el paraíso. La

convivencia de dos hombres adultos y un adolecente en la década de los noventa no era fácil. Además

Henry sufría algunas veces de discriminación por parte de sus compañeros que se enteraban sobre la

familia disfuncional de la que formaba parte, inclusive en ocasiones llegaron a ser tan brutales que le

gritaban ‘enfermo’ a raíz de la epidemia que estaba causando estragos entre los amantes del mismo

sexo. Algunos días eran tan difíciles para él que no quería llegar a casa y enfrentarse a su realidad.

Sus padres siempre se mostraron pacientes ante toda aquella problemática y le mostraron su amor y

cariño incondicional. Thomas fue inclusive tan abrupto en el hecho de luchar por su felicidad que le

ofreció la oportunidad de irse a estudiar a un internado en las afuera de Marsella. Henry le dio muchas

vueltas a la idea y fantaseó mucho con el hecho de alejarse de todo aquel infierno que vivía en la

secundaria, pero imaginarse de nuevo solo y encerrado formando parte de un gran número de nada

no le terminó de apetecer. Marcó una postura bien regia y defendía cada vez que podía a su familia,

la cual disfuncional y todo estaba seguro que era más feliz que la de muchos de los que lo señalaban.

Años después se marchó unos quinientos kilómetros al norte para estudiar la carrera que lo

apasionaría tanto que lo haría dejar aquel hogar lleno de amor y establecerse en otro continente y
aprender otro idioma para estudiar un postgrado en Historia de la Arquitectura Latinoamericana y

terminar casándose con una porteña de ojos grandes que le robaría el corazón.

Hoy como cada vez que los había necesitado cuando se caía o alguien le hería sus

sentimientos, hoy cuando más que nunca quería correr hasta sus brazos y hallar consuelo en ellos,

hoy como siempre sus padres estaban allí para ayudarlo.


XXI

El sol de la mañana ya estaba más que fijo en el horizonte cuando tras de Annie se aparecieron

dos hombres que, como había señalado, aparentaban unos buenos cincuenta años. El primero alto y

con un cabello dorado bañado en plata tenía un rostro serio y su boca era una línea recta. El otro tenía

algunas canas es su abundante cabellera negra que acompañaba de una barba bien cuidada. El cobalto

de los ojos azules de Henry parecía iluminar la habitación mientras los veía desde la cama con un

dejo de ansiedad en la mirada.

– ¡Coquinin!– exclamó Soik con los brazos abiertos mientras entraba a la habitación camino

a la cama donde descansaba su hijo.

– ¡Papások!– dijo Henry muy naturalmente.

Martha y Annie miraban aquella escena un poco con incredulidad y otro tanto con orgullo de

ver una familia en donde había tanto amor.

– ¡Oh Coquinin! ¿Qué te pasó? Mírate como estas.

– Ya Soik. Déjalo respirar un poco. ¿En serio crees que no se ha visto como esta?

La voz de Thomas era fuerte e imponente haciéndolo ver como alguien marcadamente duro y

serio.

– Hola Papátho – exclamó Henry.

– Hola hijo – respondió este mientras le daba un tierno beso a Henry en la frente.

Todos se quedaron viendo como si alguien debiese tomar la batuta de la conversación y poner

un poco de orden y la doctora Pivonnetti fue quien decidió tomar la palabra.

– Buenos días yo soy la doctora Pivonnetti. Soy su médico tratante. Justo en este momento

estaba haciendo la ronda matutina y poniendo a Henry al día sobre su situación. Ella es la señorita

Pastori, la enfermera que atiende sus necesidades.


– ¿Y cómo está mi coquinin?– pregunto Soik.

– ¡Soik!– exclamó Thomas.

– Disculpe. ¿Cómo esta Henry… el señor Latouff…el arquitecto Latouff?

– Su hijo está bien – dijo sonriente la doctora. – Si desea se puede quedar con él mientras yo

me pongo al día con…

– Thomas. Thomas Blunt.

– Ok. Así podré terminar mi ronda. La verdad es que no es hora de visita pero en virtud de

que es una situación tan especial.

– Está bien. La acompaño. Ya vuelvo amours – le dijo Thomas a su familia mientras salía.

Annie salió de la habitación siguiendo a la doctora Martha y a Thomas girando su mirada a

último momento y una sonrisa en sus labios fue el sello de aquella despedida. Giró su vista y vio a su

padre de pie a la ventana regalando su mirada al horizonte mientras sendas lágrimas le rodaban por

las mejillas. Thomas de seguro estaba igual de mal pero siempre había sido una estatua de piedra en

cuanto a evidenciar sus sentimientos se refería, al menos no delante de extraños.

– Papások, déjalo ya. Ven acá.

Aquellas palabras fueron la vuelta que hacía falta en el grifó para dejar salir todo su torrente

de lágrimas. Soik se le encimó y se puso a llorar desconsoladamente. Henry que había pasado un par

de días llorando no pudo hacer más que acompañar a su padre en aquel lamento. Ambos abrazados y

llorando tal vez por la misma razón o tal vez cada quien por la suya pero juntos en un mismo dolor.

Henry lloró como un niño abrazado al regazo de su padre y Soik como un padre que abre sus brazos

a su pequeño, sin embargo ambos deseaban por dentro cambiar sus posiciones para así Soik recibir

consuelo por no saber qué hacer ante todo por lo que pasaba su hijo y Henry poder consolar a un

hombre que no ha hecho más que darle amor y consuelo durante casi toda su vida.
– Lamento lo que te paso hijo – dijo Soik un poco más calmado secándose las lágrimas de sus

ojos mientras se sentaba en la silla al lado de la cama.

Henry asintió mientras también secaba sus ojos llorosos.

– Tu padre y yo estábamos en Egipto trabajando cada cual en lo suyo. Él con su periodismo y

yo con mis restauraciones y nos adentramos tanto en el Nilo que nos desconectamos por completo.

Cuando nos fijamos que no habíamos recibido noticias de ti empezamos a llamar a los contactos en

casa pero nos dijeron que no tenían noticia de ti. Llamamos a tu casa pero al ver que pasaban semanas

y no contestaban supusimos que Alice y tu estaban en algún proyecto semejante al de nosotros. Seis

días después de llegar a casa recibimos la llamada de un agente de la policía, un tal Adrián. Allí me

supuse que se venían muy malas noticias pero nunca nos imaginamos todo lo que les pasó.

Henry miraba atento a su papá mientras hablaba tal como lo escuchaba ansioso cada noche

cuando le contaba las historias antes de dormir. Si tuviese las fuerzas para reír estaría burlándose del

destino y de sus malas pasadas. La ironía parecía un ave que había venido a hacer su nido en el medio

de su vida. La verdad es que aunque sus padres hubiesen estado en casa nada podían hacer estando él

en coma y siendo Alice el único contacto que tenía con ellos. Antes al menos sus compañeros del

despacho de trabajo sabían algunos datos con los que contactar a la Familia Blunt–Latouff, pero ya

no trabajaba allí y nunca se había preocupado por ello. Alice era muy entregada al sentimentalismo y

toda esa parafernalia pero como buena mujer siempre había sido precavida con esas cosas y él nunca

le prestó mucha atención. Cada día se daba más cuenta de cómo la echaría de menos.

– ¿Alice…– empezó a mascullar su padre.

– Sí, es cierto. El mismo día de mi accidente. Yo no sé aún más nada. La policía debe saber

más sobre donde debe estar sepultada y todo aquello. La verdad es que el agente Cores me explicó

algunas cosas de más pero luego de escuchar aquella noticia no le presté atención a lo que me decía.

– Nosotros tenemos su número. Lo llamaré y le preguntaré lo que necesites saber.


Él sabía que su padre solo estaba tratando de protegerlo como siempre lo había hecho y como

siempre lo haría. Ver a aquel hombre con unos kilitos de más y el cabello ya poblado de canas lo

hacía sentir a él mismo un poco viejo. Viéndolo con una óptica externa, como cualquier transeúnte

que pasara por el pasillo y echara un ojo por encima del hombro mirando más allá del cristal, allí solo

estaban dos hombres en un cuarto que la vida los había reunido para que se brindaran apoyo uno al

otro. Pero el corazón es diferente y trabaja de otra manera que no se puede ver a través de un simple

cristal. El vínculo de amor que unía a aquellos hombres era más fuerte que cualquier casualidad.

Henry nació de una mujer pobre que falleció mutilada por una mina explosiva a mitad del

campo mientras recolectaba leña para vender en el pueblo. Hacía mucho que su padre se había

marchado y los había abandonado. Uno de los vecinos que viajaba a Montpellier por aquel entonces

decidió hacerse cargo de la criatura y dejarlo en el orfanato donde años después se encontraría con

ese hombre que lo trataría toda la vida como un hijo propio, porque realmente así era. Soik sabía que

no engendraría un hijo con una mujer. Siempre se negó a engañarlas con el fin de cubrir las

apariencias o sacar algún provecho. También se negó a yacer con alguna solo para traer a alguien más

al mundo, así que la opción de la adopción le pareció interesante cuando su prima, la Hermana Soilé,

le comento sobre los hermosos niños que llegaban al orfanato donde ella llevaba años trabajando.

Pasaron casi ocho meses desde que Soik visitó por primera vez el orfanato hasta aquel sábado de

junio donde recogió a Henry. Su prima le contó toda la historia de Henry y años después este se la

dijo a su hijo así como también le comentó que algunos fines de semana manejaba hasta la casona de

campo que servía de refugio a los huérfanos para sentarse al pie de las escaleras de la entrada y así

verlo jugar a las carreras con sus demás compañeros. No se atrevía a hablar con él por el temor a

enamorarse de aquel chiquillo y que luego no lo pudiese tener entre sus brazos. Cuando su prima lo

llamó no pudo hacer más que llorar por un buen rato y cuando se calmó encendió el motor de su carro

recién comprado y se fue al centro de la ciudad a comprar un regalo hermoso para aquel pequeñín.
Soik buscaba llenar su vida de amor por temor a no encontrarlo jamás y Henry le proporcionó tanto

que terminó por hallar su alma gemela y completar aquella rara pero hermosa familia.

Thomas llegó en un principio con pequeñas visitas y acompañamientos a recitales o eventos

de la escuela y Henry miraba como algunos padres veían con desgano al ‘amigo de su papá’. Luego

el empezó a notar como el humor de su padre cambiaba cuando su ‘amigo’ no estaba en la ciudad, o

peor, aún en el país. No paso mucho tiempo en que le preguntara si amaba a Thomas y Soik le fue

muy sincero en su respuesta como siempre lo había sido. Henry en un principio se mostró un poco

reacio y no por todo lo que su padre la había aclarado sino por creer que Thomas le robaría el cariño

de la única persona, aparte de su difunta madre, que lo había amado genuinamente en este mundo.

Agradeció mucho para sí mismo cuando se dio cuenta que Thomas no era ningún intruso sino un

integrante más de aquella triada de hombres que no hacían más que compartir el amor que les llenaba

el corazón. Así que a sus diez años Henry tenía un hogar feliz y un par de padres que lo amaban y

cuidaban tanto como él se esforzaba por amarlos y cuidarlos. Y en aquel momento viendo a su ya

adulto padre con la mirada en el suelo caminando en la habitación sin una clara idea de que hacer se

dio cuenta que ya era el momento de que fuese él quien velara por ellos, aunque primero debía poner

en orden algunas cosas.

– Papások, por favor, sal y busca a la enfermera, Annie, la que estaba aquí antes. Dile que

necesito hablar con ella. De seguro sabrá algo sobre mis pertenencias.
XXII

El frío del consultorio era aún más fuerte que el que llenaba su habitación. Realmente todas

las oficinas de la primera planta del hospital eran un poco más fría. Henry había bajado a una consulta

con el doctor Gustavo Salcedo en el transcurso de la tarde mientras sus padres iban a su casa a buscar

algo de ropa y ponerla en orden ya que tenía más de dos meses sin que alguien pusiera un pie en ella.

Annie se tomó la libertad de conseguirle un mono quirúrgico y un sweater del hospital que le sentaban

mejor que la media bata y el albornoz con que se cubría en la habitación. Ella le sugirió usar la silla

de ruedas pero él prefirió apañarse con un bastón, pensó que no siempre tendría a alguien que lo

empujase y además debía darle uso a su pierna. Bajaron por el ascensor hasta la segunda planta donde

estaban algunos consultorios del hospital, entre ellos el del departamento de psicología. No había

muchos pacientes que requirieran aquellos servicios pero el hospital se encargaba de brindar ayuda a

los pacientes en estados postraumáticos así como ciertas ayudas a la comunidad. Para estudios más

profundos relacionados en el área remitían a los pacientes a Rawson en el centro especializado para

ello ubicado en la ciudad.

El doctor Gustavo era un hombre joven con una sonrisa afable que a pesar de estar siempre

de buen humor y con alguna palabra de aliento a la mano era muy profesional en su área. Las paredes

detrás de su escritorio mostraban no solo su título de Licenciado en Psicología de la Universidad de

La Plata sino también su especialización en Clínica Psicoanalítica y su respectivo Doctorado en la

materia. Mientras Henry paseaba su mirada por cada uno de los honores exhibidos de su tratante este

estaba al pie de la ventana admirando un paisaje diferente al que mostraba la habitación de su paciente.

Ambos estaban impacientes y nerviosos sobre aquella conversación que no se decidían por iniciar.

– ¿Cuántos años tiene usted?– disparó de pronto Henry.


– Te lo diré si me prometes que eso no cambiará tu perspectiva profesional hacía mí – dijo

Gustavo mientras detallaba las colinas bañadas en nieve que le regalaba el paisaje.

Henry esperó un tanto para dar respuesta a algo que realmente consideraba irrelevante ya que

la edad de su tratante no le iba a cambiar la imagen que ya se había formado de él. Gustavo había sido

gentil y paciente con su situación, inclusive en aquel momento. Había sido el mismo Henry quien le

pidió a Annie que le dijera a Gustavo que podrían hablar en lo que estuviese libre, a lo cual este

contestó que lo vería a las dos de la tarde en su consultorio. Luego de ayudarlo a vestirse Annie los

escoltó hasta la puerta del mismo. Henry le preguntó porque no había subido a hablar con él y esta le

respondió que era mejor hablar en una zona más neutral para Henry. No le importaba la edad que

tuviese, solo era una mera curiosidad, aquello no le cambiaría la visión de alguien tan evidentemente

preparado y perspicaz.

– Cumpliré 31 el Agosto próximo – respondió Gustavo mientras se encaminaba a la silla que

le daba la espalda a la pared.

Ambos frente a frente estuvieron en silencio por un rato más. Henry se miraba las manos y

Gustavo anotaba algunas cosas en una pequeña libreta que tenía sobre el escritorio. El silencio seguía

paseándose entre ellos hasta que el doctor decidió iniciar con aquella consulta.

– ¿Alguna vez has perdido un empleo Henry? ¿Uno que realmente te haya gustado?

El interpelado levanto la vista de sus manos para ver de frente a su interlocutor. Los ojos

castaños del doctor chocaban contra sus impactantes ojos azules que detonaban no entender a que

venía aquella pregunta que se le antojaba tan fuera de contexto. Volcó por un momento sus

pensamientos en el cajón de recuerdos personales y recordó su último verano en Montpellier cuando

todavía faltaba un buen trecho para mudarse a Paris a iniciar sus estudios.

– Si. Hace ya algún tiempo.

– Cuéntame acerca de eso.


Henry se apretó con los dedos el entrecejo como si fuese un botón que le hiciera recordar

aquel momento de su juventud.

– Eeeee…bueno si mal no recuerdo era el verano del 94. Yo recién terminaba la secundaria y

mientras me decidía que iba a estudiar me tomaría un año sabático para mejorar mi inglés, así que

tome un empleo de tiempo completo en la Biblioteca Pública cerca del Centro Histórico – Henry

detuvo su relato y luego de un profundo suspiro continuo con el.– Aquel sitio me encantaba. Los

estantes estaban llenos de libros que me devoraba de una sola tirada. Nunca había leído tanto. Pasé

semanas metido entre libros de Dumas que ya me había devorado y otros tantos de Jules Verne que

me faltaban por leer. Anduve de libros sencillos a otros más profundos paseándome por Maurice

Druon y Émile Zola. Leí un par de libros de Cortázar en francés y terminé aprendiendo español para

comprender mejor sus libros. Me fui enamorando de los extraños relatos de García Márquez al igual

que las mágicas novelas de Isabel Allende, así como de Cervantes a Gallegos. Realmente fue una

experiencia inolvidable, tanto que decidí aplicar por la vacante de medio puesto mientras me

preparaba para ir a la universidad el próximo año, pero el último día del verano me informaron que

no podían ofrecerme el puesto.

Gustavo lo veía con aquella mirada apacible que siempre colgaba de sus ojos mientras

pacientemente escuchaba aquel relato que Henry estaba compartiendo con él. Parecía como si aquella

remembranza hubiese llevado a Henry a revivir momentos que daba por muertos, instantes que había

solapado con otros a los que le daba una mayor importancia pero que hasta ahora recordaba lo

importante que había sido aquella experiencia en su vida.

– ¿Entonces te gustaba mucho aquel empleo?

– Si. Mucho. Más de lo que imaginaba.

– ¿Cómo te sentiste luego de haberte enterado que no seguirías trabajando allí?

– Me sentí mal, muy mal porque fue perder algo con lo que me sentía muy cómodo.
No fue ni bien terminar de decir aquellas palabras cuando Henry entendió hacia donde lo

dirigía aquella conversación. Empezó a sentirse perturbado. Se remolía en la silla de un lado al otro

como buscando poder acomodarse sobre una plancha ardiendo. Sentía contra la piel sudorosa de sus

muslos la tela del mono quirúrgico que llevaba puesto. De pronto el calor era tan abrumador que

parecía como si el frío del invierno hubiera desaparecido hacía mucho tiempo atrás.

– Sé que esto es incómodo Henry pero no hay una manera de hacerlo fácil y necesitas

enfrentarte a lo que has estado rehusando desde hace ya unos días atrás.

No entendía de qué hablaba Gustavo. Se había entregado al dolor y al llanto sin temor alguno.

No quería hablar del tema porque no deseaba hacerlo. Todo aquello que le había pasado le parecía

irreal. Ya se había enfrentado a muchas cosas a lo largo de su vida, sabía cómo lidiar con situaciones

difíciles, solo no entendía por qué le estaba pasando todo aquello. Él debía superarlo y lo haría tal

como lo había hecho otras veces en el pasado, pero lo haría a su manera.

El doctor se reclinó sobre su escritorio y cruzó sus manos para poder apoyar su cara. Su barba

castaña se abría paso entre sus blancos dedos de una manera desordenada que nada tenía que ver con

la mirada fija que lanzaba sobre Henry. ¿Tendría razón Henry con lo que pensaba? ¿Sería aquella

situación igual a cualquiera de las otras a las que estaba acostumbrado a enfrentar? Se secó la frente

con el dorso de su mano, cerró los ojos y lo soltó de un solo golpe.

– Alice está muerta.

Ambos sintieron como si el tiempo se hubiera detenido con aquella frase tan corta y tan fuerte

al mismo tiempo. El doctor soltó un suspiro entre sus pálidos dedos. Cruzó los brazos frente a su

pecho y se reclinó en la silla. Henry lo miraba a los ojos como tratando de descubrir lo próximo que

le diría pero sabía que sería completamente inútil, ni él mismo sabía lo siguiente que saldría de su

boca.
– Admitirlo es un paso. Uno muy importante Henry, y aunque no lo creas sé bien lo difícil

que es para ti decir estas palabras. La situación con tu esposa es un proceso que, queramos o no, forma

parte de la vida de todo ser humano por más fuerte o difícil que pueda parecer. ¿Entiendes a qué me

estoy refiriendo?

Entendía perfectamente de lo que le hablaba. Esa comparación que le había hecho al empezar

la conversación lo había puesto en jaque. Gustavo le estaba hablando sobre el vacío que sentía en el

pecho cada vez que entre una respiración y otra se le aparecía algún recuerdo de su esposa, le hablaba

sobre ese dolor irremediable de no volver a tenerla a su lado nunca más, le hablaba sobre aquella

sensación de pérdida que le desenfocaba el rumbo de su día. Le hablaba del duelo.

Luego de que Henry afirmara comprender de qué le hablaba el doctor no soportó más el calor

que le embargaba el cuerpo. Era como sí una brasa le oprimiera el pecho y lo dejara sin aliento. Se

levantó de la silla donde estaba y se fue al pie de la ventana. El paisaje era hermoso. A lo lejos un par

de colinas blancas inundaban la vista de un horizonte inmerso en el abrazo del invierno. Alice amaría

totalmente aquel paisaje y él lo sabía. Las lágrimas intentaron salir a borbotones.

“No. No debo. No puedo”.

Su terapista se acercó arrastrando un par de silla y ambos se sentaron pasiblemente uno al lado

del otro como lo habían hecho el día anterior solo que ante otra ventana con otro paisaje. Ambos

anegaron la vista en aquel esplendido y nostálgico paisaje. Aquella compañía silente parecía ser la

terapia necesaria para Henry aunque ambos sabían que Gustavo tenía razón. Él no podía seguir

evitando hablar sobre aquel tema.

– ¿Cómo son? – preguntó Henry sonando un poco nostálgico.

– ¿A qué te refieres?

– Las etapas. He escuchado que la gente pasa por etapas cuando esta…
– ¿En duelo?– completó Gustavo para ver como su paciente asentía tímidamente. – Bueno

aunque son varias no todas las personas pasan por las mismas o siquiera cumplen el mismo orden.

Cada proceso de duelo es distinto porque todos somos diferentes y las emociones y situaciones que

nos envuelven en tales situaciones son diferentes también. El duelo es un proceso de pérdida por el

que atraviesan todos los seres humanos. Cuando perdemos un empleo que añoramos, un amigo, nos

arrebatan alguna pertenencia o muere un ser querido, todos esos son diferentes procesos de duelo,

siendo obviamente el último uno de los más difíciles de asimilar.

Gustavo se detuvo para que Henry comprendiera lo que le estaba diciendo y la verdad es que

lo necesitaba. Perder aquel empleo de la juventud le dolió en su momento, era cierto, casi podía verse

a sí mismo caminando cabizbajo por la calle camino a su casa en Rue de Sicile. Sus amigos lo

llamaban para ir juntos al cine o salir alguna noche a por unos tragos pero en el fondo no le apetecía

para nada. Papá Soik se sentó un día a su lado en su cuarto luego del tercer día de negarse a comer

toda la cena. Le llevó una taza con café que le dejó en el escritorio y luego se apoyó en el marco de

la puerta para lanzarle una de aquellas frases de aliento que lo hacían meditar en lo que estaba pasando

y le refrescaban el alma de los pesares.

– En la vida vas a perder muchas cosas Coquinin, lo importante es lo que ganes de esa lección.

Aquello le había servido para recuperarse de la pérdida de su empleo de verano pero dudaba

mucho que le sirviera en aquella situación. No había perdido cualquier cosa, había perdido a su

esposa, su amante, su compañera. No entendía que debía aprender de aquella lección. ¿Qué podía

ganar de todo aquello? Henry miró a su doctor con la intención de poder hacer aquella pregunta pero

al encontrarse con esa mirada tan amable sintió de nuevo el deseo incontrolable de echarse a llorar.

Gustavo colocó una mano sobre su muslo como queriendo decirle que se tomara su tiempo pero esta

vez las lágrimas pudieron más y se abalanzó sobre el hombro de aquel hombre que estaba frente a él

y este lo recibió sin miramientos. Por más que Henry deseaba dejar de llorar era imposible detenerse.
Lloró hasta que pudo recuperar la calma y el doctor fue hasta su escritorio y volvió con una caja de

pañuelos descartables que le entregó en sus manos. Estaba bastante usada lo que agradeció un poco

ya que no sería entonces el único que había estallado en llanto en medio de aquellas cuatro paredes.

Su interlocutor tomó asiento nuevamente y miraba el horizonte esperando el momento preciso

para continuar la charla. Henry bien sabía que no estaba ni cerca de terminar aquella consulta.

– Es normal ceder al llanto. Es mi idea que entiendas y aceptes que es normal ceder a las

emociones, en especial estas tan intensas. Como te dije antes, cada persona es diferente y cada proceso

es aceptado de forma diferente por cada persona. Para la madre de Alice el proceso no es igual que el

de sus hermanos o sus tíos aunque estemos hablando de la misma pérdida, sobre todo porque a ti te

tocó la peor parte.

Su esposa ya no estaba y eso lo sabía. Lo sabía y lo debía afrontar pero aun así no entendía

como sería peor para él que no tiene en su mente ninguna escena traumática de verla en un saco negro

o dentro de un ataúd. El destino había jugado con él y lo había encerrado con llave dentro de sí mismo

como si quisiera no solo arrancarle lo que más quería sino llevársela sin darle la oportunidad de verle

el rostro por última vez. Henry tragó grueso.

– ¿La peor parte?– preguntó aun sabiendo parte de la respuesta.

– Tú me preguntaste sobre las etapas del duelo y una de ellas es la aceptación la cual no es ni

corta ni sencilla porque está compuesta por diferentes niveles Henry. En la pérdida de un ser amado,

a pesar de nuestro dolor, hacemos algunos procesos que nos permiten ir completando esa aceptación

paulatinamente. La asistencia a un funeral y un sepelio son algunos de esos procesos y en parte por

eso estoy yo aquí, para poder ayudarte a aceptar.

– Alice está muerta. Eso ya lo sé. ¿Qué más debo aceptar?

– Debes aceptar que llegó el momento de empezar a despedirte de ella.


XXIII

Las diez semanas que llevaba en aquel hospital le habían hecho perder algo de peso. La ropa

que le habían traído sus padres le quedaba muy holgada. Sentía que de nuevo era un adolecente

rebelde que se vestía con pantalones dos tallas por encima solo porque así lo dictaba la moda del

momento en la que él, muy a su posterior pesar, había sucumbido también. Llevaba un bonito sweater

negro con cuello alto y unos jeans oscuros con unas botas negras bien apretadas que hacían juego con

su bastón recién comprado. Estaba recostado al marco de la ventana de su habitación admirando aquel

paisaje que tanto había visto una y otra vez pero que resultaba ser un pequeño escape para todo aquel

embrollo mental que lo embargaba. De cierto modo la veía con un aire nostálgico en su mirada ya

que aquella ventana había sido su compañera durante aquellos duros momentos e iba a extrañar de

cierta manera poder refugiarse en aquel tosco paisaje que le regalaba. Aquella mañana Henry se iría

del hospital.

La doctora Martha lo había chequeado en su ronda diaria y le había comentado que ya estaba

listo para darle de alta, que no había ninguna razón para que continuara en el hospital. Henry sabía

que toda aquella situación había cambiado solo por el hecho de que sus padres habían aparecido, sin

embargo la escuchó atentamente sobe todo las indicaciones que le dio. Debía en un par de semanas

poder manejarse sin el bastón, de no ser así debía buscarla nuevamente para referirlo a un tratamiento

de rehabilitación física. Fuera de eso y de un chequeo cada seis meses no le dijo nada más que desear

que le fuera muy bien en su regreso a casa. Ambos sabían que aquello no era más que simple

cordialidad. Volver a casa no sería para nada agradable.

Luego de aquella tarde en el consultorio del doctor Salcedo volvieron a reunirse al día

siguiente en el mismo lugar. Aquella conversación no había sido tan dramática como la anterior sin

embargo no había dejado de ser dura para Henry. A medida que avanzaba la consulta Gustavo se
explayaba sobre las dificultades con las que se encontraría en su tan característico duelo y volver a

casa sería una de aquellas dificultades. Mientras él estaba sentado con la mirada fija en los títulos

académicos de su terapista, este le iba comentando como a medida que empezaba a regresar a la

normalidad de su vida más difícil sería afrontar que su esposa ya no estaba a su lado. No solo sería el

hecho de tener que volver a su casa sino reajustar toda su rutina. Existían muchos aspectos de su vida

que compartía con su esposa, tal vez ella se encargara de los víveres o lavar la ropa y todo este proceso

de reajuste aunado al hecho de vivir en una casa que fue diseñada para la vida de ambos iba a ser un

hecho duro de afrontar.

Mientras Henry continuaba junto a la ventana con la vista pérdida en los copos de nieve que

flotaban llenando el ambiente de polutas blanquecinas, resonaban en su cabeza las palabras de

Gustavo. Henry había sufrido un trauma tras otro que iban solapándose inconscientemente de forma

que no había terminado de afrontar uno cuando ya el siguiente le estaba escupiendo la realidad en la

cara. Él había pasado por un accidente que no solo puso su vida en peligro sino que le produjo

alteraciones físicas que no eran sencillas de asumir y esto aunado al hecho de haber pasado en coma

nueve semanas de su vida. Nueve semanas. Cada vez que Henry recordaba aquella cantidad de tiempo

un pequeño escalofrío le subía por la espalda. Al recordar aquello vio que Gustavo no se lo decía en

vano. Luego de enterarse de la muerte de Alice opacó tanto lo otro que le habían dicho que ya casi ni

le parecía relevante. Pocas veces se centraba en pensar en ese periodo de su vida y lo que le había

pasado. Para él era más importante entender porque justo durante ese trance su esposa había muerto.

Muchas veces sucumbió a las lágrimas tratando de recordar cual había sido la última conversación

que había tenido con Alice pero era totalmente inútil. El golpe que recibió en la cabeza había

desaparecido de su mente los sucesos de los últimos dos días antes del accidente. Era tan frustrante

pensar que la postrera imagen que tendría de su esposa era ver su celaje cuando se levantó para

ducharse la mañana que se había ido de viaje para realizar un reportaje especial en las afueras de
Rawson. Con sus buenos treinta y dos años y su cabellera rubia cayéndole por la espalda Alice

resultaba ser enormemente atractiva y sensual. Todo un contraste a él. Si bien era bastante alto y su

cabello castaño hacía un hermoso juego con sus enormes ojos azules siempre tendía a vestir bastante

desprolijo y hasta le daba un aire desgarbado. Nunca había sido un chico de gimnasio pero le

encantaba trotar por las mañanas y comer saludablemente, algo que obviamente había aprendido de

sus padres. No sabía bien cuáles eran sus genes pero de seguro habían de ser muy bueno ya que

siempre estaba en forma y de no haber sido tan tímido en la universidad habría sido todo un Don

Juan.

La nevada pasó y sus padres llegaron para llevárselo a casa. Soik y Thomas lo habían visitado

la tarde anterior para traerle ropa, zapatos y algunos utensilios personales. Recogió todo en un

pequeño bolso gris y con bastón en mano se encaminó hacía el ascensor cuando se tropezó con la

amiga de Annie, Alexia.

– Hola Henry. ¿Cómo estás?

– Hola Alexia, bueno ya un poco mejor. Al menos lo suficiente como para volver a casa.

– Eso me alegra. Uno menos ya solo faltan unos veinte por hoy.

Ambos sonrieron torpemente mientras las puertas del ascensor se abrían y sus padres

esperaban desde adentro. Henry se giró hacia Alexia antes de entrar en él.

– ¿Y Annie?– preguntó de pronto.

– Es su día franco.

– Me despides de ella – dijo un poco triste.

– Con gusto.

Henry entró en el ascensor y antes de que se cerraran las puertas oyó como Alexia lo llamaba

voz en cuello. Subió la cabeza para luego escuchar lo que le decía.

– El negro te sienta muy bien guapo.


Los tres descendieron los cuatro pisos que llevaban hasta la planta baja entre medias risas ante

la imprudencia de Alexia. Henry sentía que también había sido algo imprudente al preguntar por

Annie. Él sabía que no estaba en el hospital, ella misma se lo había dicho un par de días atrás luego

de que lo buscara en el consultorio de Gustavo. Ambos ingresaron en el ascensor y los rojos ojos de

Henry evidenciaban lo difícil que había sido aquella entrevista. Annie lo dejó en su habitación y luego

volvió con una taza de té de tilo para que se relajara un poco.

– Gracias por el té, y por la paciencia – dijo Henry mientras sostenía la taza en sus manos.

– No te preocupes. Imagino que debió haber sido difícil.

– Más de lo que crees – respondió este.

Ambos volvieron al silencio que al parecer era el único lugar seguro que conocían cuando se

encontraban frente a frente. Algo tenía aquella chica que hacía resurgir en él su lado más tímido. Por

su carrera había aprendido a hablar con infinidades de tipos de clientes e inclusive había dado clases

durante un par de semestres en la universidad y nunca se había sentido así de intimidado, bueno, solo

una vez. Alice le había hecho sentir lo mismo cuando estaban apenas conociéndose pero eso ahora le

parecía que había pasado un montón de años atrás. Si Alice estuviera viva aquella sería una situación

bastante incómoda. La verdad es que seguía siendo bastante incómoda porque a pesar de lo que le

hacía sentir Annie, ya tenía bastantes sentimientos encontrados dentro de sí como para lidiar con uno

más.

– No puedo ni remotamente imaginar cómo te sientes pero si sé que el doctor Salcedo es uno

de los mejores tratantes en el área y una de las mejores personas que conozco.

– ¿Te has tratado con él?

Aquella parecía ser una pregunta que llevó a Annie por recuerdos escabrosos porque se

levantó de pronto de la silla como tratando de encontrar la respuesta en algún lado de la habitación.

– No. Solo hemos hablado como colegas en la cafetería y…


– ¿Y?

– No deberíamos hablar de esto. No necesitas escuchar este tipo de historias.

– Discúlpeme – dijo Henry notablemente apenado. – No debí haberle preguntado algo tan

personal.

Annie soltó un suspiro que inundó la habitación y volvió a sentarse.

– Una vez me encontró llorando en el ascensor. Era muy tarde y yo imaginé que el edificio

estaba vacío. Mi pareja… mi ex pareja acababa de mudarse a Buenos Aires y yo no lo estaba llevando

muy bien. No podría decir que fue una consulta formal o que se enteró de lo que me estaba pasando

pero sus palabras fueron increíblemente reconfortantes, al menos lo suficiente para ayudarme a

soportar un día más.

Annie se quedó callada y Henry tenía la mirada fija en ella y la intriga a flor de piel.

– ¿Y…?– Annie lo miró como intentando entender de que le hablaba. Henry se atrevió a

completar la frase. – qué te dijo?

– Ah – dijo añadiendo una pequeña carcajada. – Cierto. Me dijo: “Lo que hoy nos lastima es

lo que nos hace más fuerte. Lo importante no es cuanto te dure este dolor sino lo que hayas aprendido

de él. Si esto por lo que estás pasando te va a hacer mejor persona aprende todo lo que puedas. La

felicidad no tiene precio pero son estos momentos los que le dan valor”. Luego se bajó del ascensor

y me dejó allí. Fue como si me hubiera regalado aquellas palabras para que las hiciera parte de mi

vida. La verdad en su principio no me fue de gran ayuda. Yo deseaba escuchar algo que me quitara

aquel dolor más rápido, alguna receta rápida para levantarme al día siguiente y ver que ya todo había

pasado. Eso era lo que deseaba pero yo sabía que no sería así. Hoy en día comprendo mejor lo que

me dijo y lo aprecio en gran manera.

Henry recordaba aquella conversación mientras admiraba el paisaje desde la ventanilla trasera

del carro. Su papatho había rentado un hermoso Peugeot 307 negro en el cual lo estaba llevando de
regreso a casa. Henry podía disfrutar de todo aquel invernal paisaje tranquilamente ya que su padre

manejaba con cautela debido al estado de las vías por la nieve. Los bosques desnudos y empalidecidos

bordeaban buena parte de la vía que lo llevaba de regreso a su hogar. Mientras sus ojos se perdían en

la nieve que resplandecía con el suave toque de la luz, él pensaba en lo duro que sería llegar a aquel

hogar vacío, porque sabía que sería duro.

Entrar en el carro fue difícil. Aunque no recordaba nada sobre el accidente el simple hecho de

saber que estaba pasando por todo aquel infierno por culpa de uno, o mejor dicho de dos, de aquellos

artefactos. Él había perdido a su esposa en uno y él mismo sufrió un grave accidente en otro igual.

Cuando se encontró en el estacionamiento con aquel armatoste que al igual que él estaba enjutado en

negro se sintió intimidado. Ya Gustavo lo había advertido sobre aquellos momentos donde la ansiedad

iba a salir a flote. Si bien era normal que enfrentara sus emociones cuando estas se le plantaran de

frente no debía sucumbir ante estos episodios. La idea de cambiar de la seguridad que le brindaba

aquel hospital por volver a su casa y encontrarse con todas aquellas cosas que le recordarían a su

esposa, a su difunta esposa, no era muy apetecible.

El paisaje pasó de ser un bosque poblado de pinos esqueléticos que se resistían al pasar del

invierno a una extensión de grava suelta que se perdía en el horizonte. A medida que Henry veía aquel

paisaje sentía como se le entrecortaba la respiración. El carro se fue internando en una amplia curva

que bordeaba todo aquella vista llena de piedras. Henry se llevó las manos a la cara intentando volver

a la calma pero no pudo hacerlo.

– Papá detén el auto.

Thomas lo vio por el retrovisor mientras Soik se volvía para ver que le pasaba.

– ¿Te pasa algo hijo? – preguntó Soik.

– Solo detengan el auto.

– ¿Henry?
– ¡Puedes detener el auto Thom!

Piloto y copiloto se vieron consternados y decidieron orillarse en la vía. Henry abrió la puerta

a tropezones y se bajó tan pronto del vehículo que olvidó su bastón. Se puso a orilla del paisaje

empedrado y dio unos pasos hasta internarse en él. Allí de pie viendo aquella colina llenas de grava

bañada en nieve se llevó las manos a la cabeza tratando de recuperar la respiración.

– ¿Qué sucede Henry?– le dijo Thomas una vez que estuvo a su lado.

Soik lo abrazó de pronto.

– Tranquilo Coquinin, todo estará bien. Tranquilo.

– ¿Qué sucede Soik? No entiendo nada.

Este lo miró con una mirada que le gritaba todo lo que necesitaba saber y Thomas asintió de

pronto.

Ambos habían entendido que aquel era el lugar del accidente.


XXIV

Sol y frío. Aquellos días le parecían extrañamente raros en un invierno pero siempre culpaba

al calentamiento global. Hacía dos días que no llovía y aquel resultaba ser uno de esos extraños días

llenos de sol que se cuelan en medio del invierno como un niño travieso que se escapa de sus padres

para lanzarse a la pileta. Henry estaba acostumbrado a dar unas largas caminatas durante los meses

invernales pero lastimosamente entre su condición física y la vigilancia de sus padres la posibilidad

de hacerlas lo veía cada vez más lejano. Sin embargo aquel día había podido revelarse un poco, casi

como el niño y la pileta, y tomó una pala para poder limpiar la nieve que se estaba derritiendo antes

de que el sol la solidificara en una panela de hielo. Salió al inmenso patio trasero pero se limitó a

limpiar el área de las jardineras aledañas a su casa aún en contra de todos los refunfuños de Soik,

quien a la final accedió con tal de que Henry se abrigara bien. Henry miraba el cielo despejado

mientras estaba de pie apoyado a la pala. A pesar de que usaba cada vez menos el bastón algunas

veces recurría a él cuando se le acalambraba la pierna.

Ya llevaba una semana en casa y no sabía que era menos fácil de todo lo que estaba pasando,

si enfrentarse al hecho de vivir chocando con recuerdos dispersos como fantasmas por toda la casa o

soportar a sus padres quienes perdieron la perspectiva de que él ya era un adulto y solo necesitaba

cierto apoyo y no un cuidado excesivo como el que le estaban dando. Soik estaba al pendiente de que

comiera, que se abrigara bien, que se bañase a buena hora y se tomara las vitaminas que necesitaba

porque había perdido mucho peso. Por su parte Thomas se encargaba de llevarlo y traerlo a cualquier

lado que él necesitara, los cuales básicamente se reducían a la farmacia o la tienda de víveres, además

de encargarse él mismo de pagar las cuentas de la casa y ponerse al día con algunas reparaciones de

la misma sin escuchar la menor palabra de Henry. Esto lo frustraba en gran manera, y no solo porque

la casa era de su propiedad sino porque literalmente era su casa.


Henry y Alice habían comprado aquella parcela de tierra mientras aún estaban en Buenos

Aires culminando sus estudios universitarios. Cuando fueron a verlo por primera vez durante alguna

primavera Alice quedó encantada con toda la vegetación que rodeaba la zona aunque no le agradaba

mucho la idea de lidiar con un patio tan grande. Por su parte Henry se enamoró de las vistas y empezó

a recrear el proyecto en su mente imaginándose una casa amplia con ventanales panorámicos y

hermosas líneas rectas que le dieran una forma sobria y moderna a la casa de aquellos dos jóvenes

entregados a la creación y al diseño. Alice era muy ecléctica en sus gustos sin llegar a lo extravagante

y este era un detalle que encajaba perfectamente con la personalidad de Henry. A pesar de haber

crecido en Europa y estar influenciado por una escuela de arquitectura bastante característica, Henry

tenía un gusto bastante sencillo, sin caer en lo parco, y aquella casa era la viva imagen de su concepto

arquitectónico. Tenía dos plantas y al menos unos diez ambiente internos bien diferenciados. Las

áreas sociales se encontraban en la planta de abajo con una cocina que chocaba de frente a un comedor

con vista a las montañas y al lado de un salón social cuya ventana enmarcaba toda la vista del valle.

Junto a este estaba la parte favorita de la casa para él: el cuarto de lectura.

Era un pequeño cuarto de unos diez metros cuadrados con anaqueles repletos de una inmensa

colección de libros apreciados por él y por su esposa. En el centro un escritorio moderno donde

reposaba una laptop y de espalda a este el valle estaba vigilante ante la entrada de cualquier visitante

para engalanar la sala. Henry podía pasar horas tirado en el sofá que descansaba junto a la puerta

leyendo hermosas novelas en español o internándose en nuevos estudios sobre restauraciones de

ciertos monumentos en una revista francesa que le llegaba por suscripción. La primera noche que

llegó del hospital se encerró en aquel cuarto y no quiso salir de allí hasta el día siguiente. Ni siquiera

quiso comer. Estar en aquella casa diseñada para que Alice estuviese cómoda y viviera en ella por

mucho tiempo era un sentimiento que le estaba matando. Ella no era un fantasma para él, de eso
estaba claro, pero los recuerdos que se le atravesaban eran demonios que lo perseguían por la casa

susurrando su nombre muy despacio.

Hoy tenía su segunda cita con el doctor Salcedo luego de haber regresado a la casa y la verdad

no le apetecía mucho ir. La cita anterior no fue toda una pérdida pero la verdad lo frustró un poco

pasar dos horas de su vida enumerando paso a paso lo que había hecho desde que salió del hospital.

– La verdad no has hecho mucho – le había dicho Gustavo.

Aquellas palabras molestaron un poco a Henry quien sentía que no había sido así. Si bien era

cierto que aún no retornaba sus actividades por completo y que daba por perdida la primera noche

eso no significaba que no había hecho nada por tratar de regresar a la normalidad.

– ¿Qué quieres decir con eso? – dijo Henry mostrándose bastante serio en su pregunta.

– No estoy tirando por el suelo los esfuerzos que has hecho Henry, pero me parecen bien

poco. No te enfrentas a realidades más duras por no salir de tu zona segura, pero eso no te va a servir

para siempre. Debes esforzarte por encontrarte dentro de esa casa sin Alice.

– No puedo – respondió frustrado.

– Debe haber una forma.

– ¿Y si no la hay?

Ambos se quedaron en silencio mientras se veían uno al otro dejando que la respuesta evidente

se pusiera en medio de los dos, sin embargo el doctor evidenció con sus palabras lo que su paciente

temía oír.

– Entonces tendrás que hallarte fuera de ella.

Mientras aún estaba recostado de la pala observando las grandes nubes que se veían a lo lejos

meditaba en las palabras de Gustavo. La verdad era que no se imaginaba fuera de aquella casa pero

estar dentro de ella sin Alice era toda una tortura.


– ¡Coquinin! – exclamó su padre desde la puerta. – Deberías alistarte para comer. Además

recuerda la cita con el doctor hoy a las dos.

Henry afirmó con la mano y luego de un largo suspiro se echó a andar a la casa. Una vez

estuvo en la segunda planta tomó el teléfono que descansaba en su mesita de noche y marcó el número

del señor Alberto que estaba en su discado rápido.

– Aló. ¿Arquitecto? ¿Es usted?

– Si señor Alberto. ¿Cómo está?

– ¿Cómo cree que voy a estar? Vi el número en mi teléfono y no lo podía creer. ¿Cómo ha

estado?

– La verdad es que he estado mejor.

– Cierto señor Latouff. Disculpe mi imprudencia. Mi sentido pésame.

– No se preocupe señor Alberto. La verdad lo llamaba para molestarlo. ¿Usted está libre hoy?

– No es ninguna molestia. Claro que estoy libre. ¿Dígame, a qué hora quiere que lo pase

buscando?

A la una y treinta sonó el timbre de la casa. Soik se levantó de la mesa donde todos estaban

comiendo y le preguntó a un hombre alto y de manos gruesas que deseaba.

– Soy el remís que solicitó el señor Latouff.

Luego de discutir durante unos diez minutos por qué había decidido ir sólo a su cita médica

sus padres accedieron a dejarlo ir.

– Soik déjalo ir – señaló Thomas. – Ya está bastante grande. Deja de comportarte como si

fuera a irse de nuevo a la universidad. Toma, – dijo extendiendo un teléfono celular en las manos de

Henry – así al menos se quedará más tranquilo.

Henry se despidió cruzó el umbral de la casa de sus padres con mucha tranquilidad. Entendía

la posición de Soik pero él debía poco a poco recuperar el control de su vida. Aún no se atrevía a
manejar pero no soportaba seguir yendo al hospital en el asiento de atrás del carro recordando las

visitas que hacía al pediatra. Amaba a sus padres, y Dios sabe que es cierto, pero ya necesitaba volver

a sentir lo que era ser adulto aunque fuese un poco, igual no lo dejaron sin vigilancia. Thomas le dio

el aparato que se había comprado para estar en contacto cuando saliera a hacer algunas compras o

para estar en contacto con Soik. Se lo había ofrecido porque el perdió el suyo el día del accidente.

Cuando Annie le regresó su maletín con las pertenencias solo estaban uno permisos sanitarios y

algunos bocetos acompañados de su billetera algo rota, las llaves de su casa y la de su vehículo que

yacía destrozado en algún estacionamiento de la policía de tráfico. Una vez llegó a la casa su padre

se puso en contacto con el agente Cores y este le informó que ya ellos habían dado parte a la

aseguradora sobre la situación de Henry pero que era este quien debía terminar el papeleo para que

le saldaran los gastos por el siniestro y en materia hospitalaria.

Llegó al consultorio poco antes de las tres, ya que a pesar de no haber nevado las vías estaba

húmedas. Como siempre Gustavo lo estaba esperando con una sonrisa cordial y le ofreció que se

sentara frente a él.

– ¿Café? – le preguntó apenas se había sentado.

– ¿Puedo?

– Claro que puedes. ¿Quién te lo impide?

– Mis padres dicen que no es bueno para recuperarme del golpe.

Gustavo risueño le ofreció una taza de la humeante bebida negra que Henry degustó como el

manjar más exquisito que había probado.

– Lo que no debe ser bueno es vivir con tus padres después de pasar los treinta.

– Vivir con mis padres no es malo. Lo malo es que aun crean que tengo quince.

– ¿Qué tal fue para ti ser criado por una familia homoparental?
No era la primera vez que a Henry le preguntaban aquello. En su escuela secundaria no se

rehusaron a inscribirlo pero si era notorio que la orientadora del instituto le hacía un peculiar

seguimiento para estudiar cualquier cambio en la conducta de este que pudiera ser perjudicial para su

desarrollo a futuro. Después de un tiempo de seguimiento innecesario lo dejaron en paz al notar que

no solo era limpio y educado sino que resultaba ser un muy buen estudiante.

– Es una experiencia que no cambiaría por nada. Crecí en una casa llena de amor y respeto.

Muchos creerían que mi orientación sexual o mi manera de ver a las personas cambiarían por el hecho

de ser criado por dos hombres pero ellos lo único que me ofrecieron fue un hogar, amor y un montón

de valores a seguir. No puedo decir que todo era perfecto pero si nos hemos esforzado por ser siempre

una familia.

Gustavo lo miraba deleitado mientras sostenía su enorme taza de café frente a él. Escuchar a

Henry abrirse sobre sus sentimientos le permitía a él tener una visión más amplia sobre quien era

Henry y cómo lidiar con las situaciones a las que se estaba enfrentado.

– ¿Siempre te apoyaron en todas tus decisiones?

Decir que si era mentirse a sí mismo. Cada vez que ofrecía una opinión contraria a lo que ellos

creían se levantaba una hecatombe similar a la que había sucedido un par de horas atrás en su casa.

– No siempre, pero son personas razonables. Creo que siempre pedían las bases sobre las

cuales tomaba mi decisión.

– ¿Algún ejemplo?

– Cuando me fui a la universidad o me mude a este país.

El psicólogo le hizo un gesto para que continuara con aquel relató mientras preparaba dos

nuevas tazas de café.

– Me fui a estudiar a París cuando tenía dieciocho. Soik, mi padre adoptivo, puso el grito en

el cielo diciéndome que habían muy buenas universidades en Montpellier o Marsella, inclusive Niza,
pero que no entendía la necedad, porque siempre decía que yo era un necio, de irme a quinientos

kilómetros de casa. Thomas, mi otro padre, me preguntó que porque quería estudiar allá. Fue solo

decirle que aquella era una de las escuelas de arquitecturas más importantes del siglo XX y que sería

estúpido no aprovechar la oportunidad de estudiar en ella para que él comprendiera que era una

decisión que hacía mucho ya estaba más que tomada. Él me vio a los ojos y me dijo que no se hablara

más, que debía irme pero solo con la condición de ser un muy buen arquitecto.

– ¿Y les cumpliste?

– No seré el más famoso pero al menos soy bueno en lo que hago y ellos están orgullosos de

quien llegue a ser.

– ¿Tú estás orgulloso de quien llegaste a ser?

– Creo que sí. He alcanzado la mayoría de todo lo que me he propuesto.

– Eso es importante. Ahora, ¿por qué te viniste a la Argentina? ¿Qué les dijiste a tus padres?

Aquella respuesta era bastante sencilla y al mismo tiempo bastante dolorosa. Henry tomó un

largo sorbo de su taza de café. La bebida le quemó la garganta así como la respuesta a aquella pregunta

le quemaba el pecho.

– Les dije que me enamoré.

Henry le comentó a su doctor como en una tarde de otoño mientras un diluvio anegaba las

calles de Buenos Aires él conoció a Alice. Después de entrar empapada y sentarse a su lado en un

café de la calle Santa Fe hablaron durante horas del clima, de cómo ambos estudiaban una carrera

similar y de sus vidas en aquella ciudad. Mientras él le conversaba como era crecer a orillas del mar

Mediterráneo francés ella le conversaba sobre haber crecido en el gobierno de transición del último

gobierno de facto de Argentina, y toda la mierda de una democracia más estable con una economía

cada vez más difícil. Intercambiaron números telefónicos y se citaron a una función especial en el
Planetario Galileo Galilei. Después de una salida al cine y una visita al Jardín Japonés Henry había

tomado una decisión, la más grande que había tomado jamás.

– Es una bonita historia de amor. ¿Te llevó a tener un matrimonio feliz?

– Si.

– ¿Completamente feliz?

– Si.

– ¿Siempre?

– No todo el día, pero si todos los días.

Henry tomó el último sorbo de su café para luego colocar la taza sobe el escritorio y ponerse

de pie junto a la ventana. El día soleado hacía menos triste el paisaje que se podía apreciar desde allí.

Aquellos recuerdos le hacían sentir que Alice estaba aún a su lado y al darse cuenta de la realidad

chocaba contra una pared que lo volvía tirar al suelo. Era una sensación que lo invadía a ratos. Esa

misma tarde se estaba duchando y se dio cuenta que el jabón líquido se había terminado, iba pegar un

grito llamando a Alice para decirle que había que ponerlo en la lista de compras pero cayó en cuenta

que ella ya no estaba ni estaría más.

– ¿Qué piensas? – le preguntó Gustavo cortésmente.

Con la vista perdida en el horizonte soltó un suspiro y miró hacía el escritorio donde se

reclinaba su doctor.

– No me gusta recordarla para luego ver que no está aquí.

– Es parte de esta experiencia.

– Pero debo olvidarla.

– No tienes por qué olvidarla.

– Pero tú mismo me dijiste que debía hacerlo.


El psicólogo se apoyó en sus manos sobre el escritorio buscando la calma necesaria para

aquellas palabras que iba a pronunciar.

– Yo no te dije que debías olvidarla, te dije que debías decirle adiós.

– ¡¿Y no es acaso lo mismo?!

Esperó un momento antes de continuar la conversación. Era evidente que Henry se estaba

alterando y así no llegarían a ningún lado. Luego de unos minutos volvió a hablar con su paciente.

– Decirle adiós es solo permitirle irse de tu vida física pero no de tus recuerdos, es ubicarla

en un espacio diferente al que se encuentra ahora en tu mente. No debes olvidarla, ella era tu esposa

y con ella eras feliz, solo debes permitirle y permitirte vivir con su recuerdo, pero un recuerdo sano

no la creencia de que algún día la volverás a ver.

Sus palabras eran reales y Henry lo sabía. Dentro de su corazón guardaba secretamente la

esperanza de que aquello fuera un sueño y que algún día despertaría de él y ella estaría tirada en el

sofá del cuarto de lectura con alguna cursi novela sobre vampiros sudorosos o sexys hombres de

negocios en tórridos romances y le pediría un tierno beso y un fuerte abrazo. Él no la había dejado ir.

Tenía miedo a decirle adiós y jamás recordar su cara, temía no encontrar nunca más la felicidad que

con ella había encontrado o los besos que con ella había probado. Temía no volver a amar de aquella

manera.

– Tengo miedo – confesó con las lágrimas acumulándose en las puertas de sus ojos.

– Es normal tener miedo. Es normal rechazar la idea de decir adiós, pero debes hacerlo. Para

poder seguir avanzando debes aprender a soltar.

Nunca antes había pensado en la posibilidad de desprenderse de Alice. Aquella idea lo hacía

temblar por completo. No tenía ni una sola pista de por dónde empezar a hacerlo.

– No sé cómo decirle adiós.


– Tal vez debas usar la más efectiva de todas las maneras – dijo Gustavo mientras abría la

gaveta de su escritorio y sacaba una hoja de papel y una pluma.


XXV

Una simple frase y aquellas palabras parecían balas que se le clavaban en el pecho. Nunca se

imaginó que un trozo de papel podía causarle tanto dolor. Fue nada más decirlo y Henry se echó a

sollozar sin control en la ventana. La tarde estaba soltando sus últimos suspiros cuando el salió del

consultorio con la frase de Gustavo aun taladrándole en la cabeza.

“Una carta de despedida.”

Caminó hasta el ascensor para bajar los dos pisos que lo separaban de la planta baja, no le

apetecía bajar tantas escaleras. Mientras esperaba a que este llegara telefoneó a casa para avisar a sus

padres que recién salía de la consulta y que se iba a tomar un café antes de volver. A pesar de la queja

de Soik no le quedó más que aceptar las palabras de Henry. Al abrirse las puertas del ascensor

reconoció a la joven de cabellos ondulados que estaba dentro de este.

– Henry. ¿Cómo estás? Qué bueno verte – comentó Alexia al verlo abrirse la puerta.

– Hola Alexia. ¿Qué tal estas?

– Bien. Bueno creo que mejor que tú al menos. ¿Tuviste otro accidente?

El aspecto de Henry debía de ser fatal. Se miró en el espejo del ascensor y notó lo rojo que

estaban sus ojos y lo mal puesta que estaba su bufanda. Se la soltó y empezó a arreglársela

nuevamente. Lamentó no haber tenido la prudencia de ir al tocador antes de salir del hospital.

– No. Casi. La verdad… la verdad ha sido una tarde fatal.

– ¿Estas apurado?

Aquella pregunta lo intrigó un poco pero no se le antojaba volver tan pronto a casa a pesar de

que ya el señor Alberto lo debía de estar esperando en las afueras del hospital.

– No. Para nada.

– Que bueno. Entonces acompáñame a tomar un café.


Salieron del ascensor y fueron directo a la cafetería. Allí estaba un hombre con un porte

bastante latino que saludo a Alexia con un efusivo beso en la mejilla y le ofreció dos tazas de un café

espumoso.

– Toma. Esta vez invito yo – dijo Alexia dejando las tazas de café en la mesa.

– Gracias.

Ambos empezaron sus lattes acompañado por un suculento trozo de silencio. Henry no había

intimado mucho con ella pero no desaprovecharía la oportunidad de hablar con alguien más sobre

cualquier otra trivialidad que no fuese la muerte de su esposa o como se estaba recuperando de todo

aquel episodio de su vida.

– ¿Entonces Gustavo te hizo llorar? – soltó de pronto aquella chica mientras sacaba su

teléfono celular de la cartera. – Tranquilo. Algunas veces le gusta hincharle las pelotas a la gente.

A diferencia de Annie, Alexia no era nada comedida en sus comentarios y él ya lo sabía de

antemano. La mañana que escuchó secretamente la conversación entre ellas dos pudo notar como

Annie le decía a su compañera que no hablara de más. Nunca lo entendió porque nada de lo que

decían tenía que ver con él, a menos que…

“El beso despertador”.

No le había dado muchas vueltas al asunto porque por aquellos días se había enterado de lo

que le pasó a su esposa pero en algunas ocasiones le llegaba aquella frase a su cabeza como si fuera

un acertijo sin resolver. Tampoco podía negar que le agradaba de vez en cuando pensar en Annie.

Algo tenían aquellos ojos café que le brindaban un aire tranquilizador a su mirada. Le encantaría

hablar con ella. La última charla que tuvieron se compenetró tanto en el tema de las pérdidas amorosas

que sentía que era ella la persona con quien debería estar hablando en aquel momento.

– Realmente no es tan malo como dices. Me ha ayudado mucho. Annie me dijo que le

agradaba como él hacía su trabajo. Por cierto, ¿cómo esta ella?


Preguntar por ella de aquella manera había resultado más que evidente pero no encontraba

otra manera de saber acerca de Annie. Alexia era su amiga y de seguro sabría algo de su vida. Su

interpelado lo miró con ojos pícaros mientras ella se tocaba con el dedo índice la punta de la nariz

indicando que había dado en el bingo.

– ¡Batiste record campeón! Lograste pasar más de cinco minutos sin preguntar por ella.

Henry se sonrojó ante la respuesta que le dio Alexia pero ella no le dio mucha importancia.

– Está bien. De seguro debe estar en casa. Al parecer no es muy amante del invierno. Deberías

visitarla. No creo que un poco de compañía le caiga mal. A ninguno de los dos.

Él estaba mudo ante la irreal sugerencia que le estaba poniendo Alexia en la cara. Era cierto,

le encantaría visitarla, pero le parecía una total imprudencia siquiera el hecho de pensar en hacerlo.

Hablar con ella sería espectacular ya que no le apetecía para nada tomar el camino de regreso a su

casa, así que la oferta que le estaba haciendo Alexia era realmente difícil de evitar.

– No sé si sea buena idea – le respondió.

– La verdad ninguna de mis ideas son buenas pero valen la pena – señaló Alexia mientras

sacaba una pequeña tarjeta y un bolígrafo de su bolso. – Esta es su dirección por si te apetece verla

de cualquier manera. Estoy casi segura de que no le molestará que te la haya dado. Yo

lamentablemente me tengo que marchar porque tengo una cita más tarde.

Se levantó de la mesa, se puso a su lado y colocó la tarjeta frente a él mientras se apoyaba en

su costado luego le grabó un sensual beso en la mejilla y sin esperar alguna respuesta de él se fue

meneando su cuerpo de camino al estacionamiento.

Henry le echó un vistazo a la dirección que había puesto en la tarjeta. No quedaba lejos de

allí. Tal vez Alexia no se equivocaba y no era ninguna mala idea saludar a Annie. Ella era una persona

sola, igual que él. No estaba imaginándose ni remotamente iniciar una relación amorosa, estaba a

años luz de empezar a pensar en una, pero quería estar con alguien, alguien con quien pensar otras
cosas. Terminó su café y se levantó de la mesa desechando aquella idea como quien espanta un pájaro

para que no haga nido en un tejado. Al salir al estacionamiento se dio cuenta de que el señor Alberto

ya llevaba un rato esperándolo. Entró en el vehículo sin pensarlo mucho y se puso el cinturón de

seguridad.

– ¿Cómo me le fue arquitecto?

– Digamos que bien.

– ¿De regreso a casa?

Miró la tarjeta que tenía en sus manos. La giró y vio el nombre de un abogado contable. No

le dio importancia y se la puso al chofer en las manos.

– Mejor lléveme a este sitio.

El conductor lo miro con cierto desconcierto, hizo un pequeño mapa en su mente sobre que

ruta tomar y puso en marcha el auto. La vía estaba algo más transitable que cuando salieron de su

casa pero las nubes en el cielo amenazaban con traer una fría lluvia nocturna. El camino mostraba

unos hermosos árboles llenos de escarcha que brillaban con los tonos rosa que lanzaba los últimos

bostezos del sol. Su mente divagaba entre una idea y otra para vencer la ansiedad que le provocaba

aquella visita intempestiva. Alberto encendió el radio para llenar el espacio con los suaves acordes

de un bandoneón que remontaba su mente a un pequeño bar de Buenos Aires donde iba algunos

viernes por la noche en su época de soltería. No añoraba aquellos años pero extrañaba la sensación

de libertad que le producía patear los adoquines de los callejones de aquella ciudad que lo había

acogido hacía tanto tiempo. En aquellos momentos desconocía con certeza lo que sería de su vida.

Hoy sentía lo mismo. Hoy sentía que la incertidumbre se le clavaba en la piel cual un tatuaje que no

podría quitarse jamás. Alice le había brindado una estabilidad a su vida que no había hallado jamás

por su propia cuenta y ahora que no estaba a su lado sentía que todo aquel balance, todo aquel

equilibrio se le esfumó para siempre.


El auto se detuvo frente a una pequeña casa de dos plantas, alta y estrecha, algo antigua pero

en muy buen estado. Nada más verla regalaba en su imagen la sensación de haber llegado a un hogar.

Se bajó del coche y le dijo al conductor que lo esperara por un momento mientras llamaba a la puerta.

Recorrió la pequeña distancia que lo llevaba de la calle a la casa y notó un Fiat Palio estacionado en

el garaje. Las manos de pronto le empezaron a temblar. Estaba allí de pie rondando la idea de irse.

Podía volverse sobre sus pasos y regresar a su casa. Podía olvidar por completo aquella loca idea de

visitar a alguien que no lo esperaba. Podía volver a su vida o los restos que tenía de ella pero al ver

como se corría una de las cortinas de la sala y mostrar que allí estaba quien buscaba decidió terminar

el trayecto y tocar la puerta.

– ¡Henry! – dijo Annie algo sorprendida. – ¿Te sucede algo?

– ¡Eh! No. Disculpa, solo… solo quería pasar a saludar.

Él estaba apenado y ella algo nerviosa así que como siempre que se encontraban el silencio

se paró a su lado como un tercer invitado que nadie había llamado pero que aparecía solemnemente.

– Ok. Bueno… ¿quieres pasar?

Henry movió la cabeza como si reaccionara de pronto con todo aquello que estaba haciendo.

– Discúlpame. La verdad no debí haber venido así. Yo… yo solo. Discúlpame – dijo antes

de darse la vuelta e iniciar su camino de regreso al carro.

– No… no te preocupes. Pasa. Prepararé café. ¿Te gusta el café? También tengo mate.

Volvió a mirarla y le era irresistible negarse ante aquella invitación que le hacía con su tierna

voz. No quería irse y al parecer ella tampoco quería que él se fuera. Le pidió un segundo y fue al

remís a cancelarle lo que le debía. Le dio las gracias al señor Alberto por sus servicios y este se fue

deseándole muy buena suerte en su velada. Regresó a la casa asiendo fuertemente aquellos buenos

deseos. Al entrar a la cocina se encontró con un ambiente amplio e iluminado con una estufa que

descansaba en una isla con un mesón de mármol negro que hacía juego con los gabinetes. La
decoración de la casa era simple aunque no muy moderna y se notaba que solo Annie vivía en aquel

lugar. Se sentó en un banco alto apoyándose en el mesón sin saber por dónde empezar a romper el

hielo de aquella conversación. Por suerte Annie decidió hacerlo.

– Que… agradable sorpresa.

– De nuevo disculpa mi atrevimiento. No sé porque me pareció una buena idea. Espero no

traerte problemas por mi imprudencia.

– Tranquilo. Igual ya no eres mi paciente. No podrías traerme ningún problema – dijo Annie

mientras preparaba la cafetera eléctrica para empezar a hacer el café. – ¿Te gusta fuerte el café?

– Si por favor.

Annie terminó de montar el café y sacó unas pastas que tenía en la lacena las cuales dispuso

delicadamente en un plato. Luego tomó otro banco igual y lo colocó frente al de Henry mientras

esperaba que estuviera listo el café.

– ¿Cómo diste con mi dirección?

– Bueno – soltó un suspiro antes de continuar – estaba en el hospital y me encontré con Alexia

quien… – Annie lo detuvo colocando la mano en alto como señal de que dejara de hablar.

– No hace falta que me expliques más. Entiendo.

Ambos se rieron suavemente.

– Ella es todo un personaje.

– Eso es cierto – afirmó Annie – pero también es muy buena amiga.

– Me dijo que no te gustaba el invierno.

– No sé. Me parece nostálgico.

– A mí también. Nostálgico e intemporal.

– Cierto. No eres de aquí. ¿Eres de Francia, no?

– Si. Soy de Montpellier, una ciudad al sur, cerca del Mar Mediterráneo. ¿Conoces Francia?
– No. Aún no. Tal vez pronto.

– Deberías hacerlo. Los atardeceres son mágicos.

– A los porteños nos gustan los nuestros mucho más.

– Si, tienen lo suyo también – dijo Henry con cierto desdén y ambos se echaron a reír.

Aquella mujer lograba hacerlo reírse como si con su simple presencia pudiera hacerlo olvidar

todo por lo que había pasado. Era como si ella fuera una diosa mágica que lo llevaba a navegar por

extraños parajes mientras su voz lo acariciaba colmándolo de cariños y cuidados. Pero la realidad

regresaba a pegarle en la cara de frente y sentía que era inoportuno volver a sonreír. Annie también

dejó de hacerlo. Un par de ladridos sonaron a lo lejos tal vez por el ruido de sus carcajadas.

– ¿Tienes perro?

– Sí. Una Golden. Se llama Nena.

– ¿Y está afuera?

– Le agrada el frío – le respondió mientras se levantaba a buscar el plato con pastas que había

dejado al lado de la cafetera y dispuso sacar dos tazas para verter el brebaje una vez sonara la alarma

de la cafetera.

– Que hayas crecido en Francia explica por qué hablaste en francés cuando despertaste.

– ¿Tú crees? – preguntó incrédulo. – Puede ser.

– Tiene mucha lógica. Tu cerebro estaba empezando a funcionar plenamente y estaba usando

tu lenguaje primal. He visto casos de algunos pacientes en coma que recuerdan habilidades que

olvidaron por completo o sucesos de su niñez que habían borrado de su memoria.

– ¿Has visto muchos pacientes en coma?

– No. Tú eres el tercero. Pero has sido con quien mayor contacto he tenido.

Lo del contacto era cierto. Annie había estado allí cuando él despertó. Aun recordaba aquellos

ojos cafés acompañados de su respiración entrecortada cuando él en su lengua materna le clamaba


que no lo dejase allí solo, una solicitud que le hacía desde el fondo de su pecho como si de ella

dependiera la continuidad de su existencia, como si ella le hubiera sacado de aquel estado inerte en

el que se encontraba, como si ella lo hubiera despertado.

– Cierto. Tú estuviste allí cuando yo desperté. ¿Qué pasó exactamente aquel día?

Aquella pregunta incomodó a Annie notablemente. Se aflojó un poco el cuello de la remera

que llevaba puesta como si se la estuviese ahogando.

– Bueno yo… yo solo estaba allí. Fue…, fue muy inesperado. Nadie sabía cuándo ibas a

despertar y yo solo estaba allí y tú despertaste, de pronto.

– Pero tú estabas cerca de mí, muy cerca de mí.

La mirada de Annie y la de él se mantuvieron fijas durante un instante. Él no quería

interpelarla pero si ella tenía algo que ver con su despertar lo quería saber, y lo quería saber ya. Había

perdido demasiado en su vida, había demasiado de él que ya no conocía y no estaba dispuesto a

permitir que aquello siguiera así.

– No sé de qué hablas Henry – dijo evidentemente nerviosa.

– Solo quiero saber por qué estabas sobre mí aquel día.

– Yo no tuve nada que ver

– ¿Segura?

– ¿Vienes a mi casa con la excusa de saludar para indagar sobre tu lo que te pasó en el

hospital? – dijo Annie con un tono de molestia poniéndose de pie frente a él. – Yo estaba allí porque

era tu enfermera y te estaba atendiendo. Nada más. Pero no sé qué quieres saber tú. ¿Tal vez hay algo

concreto que quieras preguntarme?

No lo pensó ni un momento. Era el momento exacto para soltarlo de una vez por todas sin que

le importara cómo terminaría todo.

– ¡Quiero saber sobre el beso! – dijo también poniéndose de pie.


Annie se quedó boquiabierta frente a él como si la hubieran hallado in fraganti cometiendo

una fechoría. Él estaba frente a ella y la veía allí molesta e indefensa a la vez.

Él también estaba molesto.

Él también estaba indefenso.

No podía luchar más contra aquello que le estaba quemando el pecho. Tomó la cara de Annie

entre sus manos y le plantó un ferviente beso. Uno tan cálido y ferviente como los de su extraño

sueño. Uno potente y vital como el que lo había despertado del coma. Un beso fúrico e indefenso que

mostrara que él también estaba fúrico e indefenso. Ella se dejó llevar por ese beso y le respondió con

la misma calidez, la misma potencia y la misma furia.

La alarma de la cafetera empezó a sonar. Ya el café estaba listo.


Tercera Parte: Henry & Annie.

“Sólo estoy dispuesta a actuar de la manera más acorde, en mi opinión, con mi

futura felicidad, sin tener en cuenta lo que usted o cualquier otra persona igualmente

ajena a mí, piense.”

Jane Austen

Orgullo y Prejuicio
XXVI

El jardín estaba cubierto por una tierna capa de nieve que cubría la grama. Cerca de la casa

había un limonero donde se veía como algunas hojas luchaban por estar presente hasta la primavera.

Él tenía una taza humeante de café en la mano mientras con la otra acariciaba la cabeza del hermoso

animal que Annie tenía como mascota. Ella por otro lado le arrancaba camadas de humo a un cigarrillo

con tanta furia y determinación como el empujón con que Annie se zafó del beso que él le había

robado. Si bien tuvo una torpe idea de poder acercarse a ella con aquel apasionado impulso, solo

había logrado alejarse más de ella. Sirvió dos tazas de café, puso una frente a él y abrió la puerta

corrediza de la cocina dejando que el viento helado entrara en la casa como semblanza del frío trato

que se había ganado de ella. El asunto del ‘beso despertador’ nunca quedó saldado y aún sentía aquel

berrinche como una moneda hipócrita que usaba en su defensa ya que ella lo había besado primero.

Al menos él estaba suponiendo que aquello fue así.

Ya era tarde y era evidente que no tenía más que hacer en aquella casa y que solo Nena era la

única que le iba a permitir acercarse. Sus padres ya debían de estar preocupados por él, y aunque no

le habían escrito o llamado de seguro no tardarían en hacerlo. Lo mejor era dejar todo aquello así e

irse. Desde un principio sabía que aquella visita era una mala idea pero ya era tarde para echarse atrás.

Sacó el teléfono celular de su bolsillo solo para darse cuenta que no tenía señal. De seguro sus padres

estarían muy preocupados. Debía volver a casa.

– Voy a irme a casa. ¿Puedes prestarme tu teléfono? No tengo cobertura.

Annie lo miró desde lo lejos con un buen toque de desdén. Estaba molesta. Él no entendía

bien porque. Se había propasado, lo sabía, pero no sabía si fue lo que dijo, lo que hizo o todo en

conjunto lo que la hizo enfurecerse.

– Yo te llevo a casa. Ningún taxi va a querer manejar a estas horas para acá.
– No te preocupes por eso. No deseo causarte más molestias.

– Bueno la verdad es tarde para eso – dijo mientras pagaba con el pie los restos del cigarrillo

en el frío suelo. – Vamos Nena, vamos a pasear.

– ¿Vas a llevarla?

– Le gusta el frío y así no vuelvo sola.

Entraron a la casa y ella cerró la puerta de la cocina. Encendió la luz del garaje y metió una

frazada en la parte de atrás de su carro para que la perra estuviese más cómoda. Puso el motor del

auto en marcha para que entrara en temperatura mientras los tres esperaban en silencio en el umbral

de su puerta.

– Tienes correo – dijo Henry de pronto.

Annie no entendió bien lo que le decía así que él le señaló con un dedo el buzón donde la

banderilla roja llena de nieve le señalaba que dentro tenía correspondencia sin recoger.

– ¡Ah! Si. Cierto. La recojo cuando vuelva. Entremos en el auto.

– ¿Y si es importante?

– Ya ha estado allí un par de días, que este un par de horas más no creo que le haga más daño.

El ofrecimiento a llevarlo a su casa no había hecho desaparecer para nada su mal humor. Ella

abrió la puerta trasera para que su mascota entrara en el carro y él decidió hacer lo mismo por su parte

en silencio y mantenerse así hasta que llegara a su casa. Ya era costumbre en otras ocasiones que

estuviesen sentados frente a frente sin hablarse, así que pensó que le daría igual hacerlo durante una

media hora.

Salieron de la casa de Annie y mientras iban calle abaja saliendo del barrio, Henry veía como

los árboles que unas horas atrás brillaban en destellos rosados ahora se ahogaban en la oscuridad de

la noche sirviendo como telón de fondo a la evidente incomodidad que estaba reinando en el carro.

Al parecer la única que estaba disfrutando el viaje era Nena que tenía la cara apoyada en la ventana,
admirando con gracia como brillaban los postes del camino. Annie encendió la radio y aparecieron

las notas de una balada de Roberto Carlos versionada por Alejandro Fernández, lo que al parecer la

molestó un tanto ya que cambio a otra emisora donde sonaba un suave Jazz. Henry decidió hacer

igual que el animal que estaba tras de él y deleitarse en el paisaje que lo rodeaba. Habrían pasado

alrededor de unos quince minutos cuando Annie rompió la barrera que había puesto entre ambos.

– No sé qué me molesta más.

Henry giró la cabeza hasta mirarla fijamente sin tener idea de que decir además de no entender

bien que quería decir ella.

– ¿Disculpa?

– Lo que dije. No sé qué me molesta, ¿El hecho que me hayas besado o el hecho de que

tengas razón?

“Lo sabía”.

– ¿Entonces si me besaste?

Ella se quedó callada antes de continuar. La pregunta que le acababa de hacer de seguro le

sonaba muy directa y era evidente que también era bastante comprometedora. Él comprendió aquello

y se dio cuenta que a la final no le importaba.

– No me molesta. No tendría por qué.

Annie le echó un vistazo y estaba evidentemente ruborizada por aquel comentario. Él era su

paciente y para aquel momento aún estaba bajo su cuidado. Al besarlo había cruzado una línea

profesional bastante delicada pero al haberlo hecho también lo despertó de su letargo. Quizás si nunca

hubiera rozado sus labios aun estuviese en aquella cama inerte como un cuadro en una pared.

– Gracias. Sea lo que sea que pasó me despertó de mi coma.

– No tenía idea de lo que iba a suceder. Creo que tampoco tenía idea de lo que estaba

haciendo.
De pronto Nena se levantó de su asiento y lanzó un par de ladridos al aire. Ambos se

sobresaltaron ante la sorpresiva interrupción del animal. Seguro algún animal en la carretera o el brillo

de alguna luz la había sobresaltado. Henry volvió a su conversación.

– ¿Y por qué lo hiciste entonces?

– No lo sé. Había tenido una noche bastante difícil. Fue más como… no sé… fue… – un

aullido profundo la interrumpió.

Nena estaba más alterada.

– ¡Nena! ¡Cálmate! – dijo Annie.

Henry tampoco entendía que le pasaba al animal. Al empezar el viaje estaba tranquila y se

notaba como disfrutaba del paisaje. Ninguno de los dos entendía que le estaba pasando. Se paseaba

de un lado al otro del asiento como si no quisiera estar allí, como si quisiera bajar del auto y salir

corriendo. Henry se volteó para tratar de tranquilizarla pero estaba bastante arisca. Annie le costaba

llevar el vehículo no solo por la inquietud de su mascota sino porque cada aullido le crispaba la piel.

– No te preocupes, yo me encargo. Tu maneja con cuidado, sobre todo en esta parte – le dijo

a Annie al notar que estaban cerca de la pronunciada curva donde él había tenido el accidente.

A medida que se acercaban a la curva Nena estaba más nerviosa, más inquieta. Alternaba

entre aullidos y ladridos, arañaba las ventanas como demostrando que no deseaba estar allí. Annie

estaba más nerviosa y se le hacía más difícil maniobrar. La ansiedad empezó a apropiarse de Henry

y también se inquietaba más a cada momento. Pasar antes por aquel lugar le había hecho sentirse

agobiado y hacerlo ahora en estas condiciones lo hacía sentirse peor. No lo soportó más.

– ¡Detén el auto!

– ¡¿Qué?!

– ¡Detén el auto! ¡Detenlo ya!


Annie le hizo caso inmediatamente y se orilló tan fuerte que el auto se salió un poco de la

carretera cayendo en la explanada de guijas. Henry sentía que se le iba a salir el corazón. Correr dos

veces con la misma mala suerte sería demasiado abuso de parte del destino. Extendió su brazo

izquierdo para sostener a Annie y cuando el auto se detuvo se dieron cuenta que estaba abrazados uno

al otro tan fuertemente que casi dolía.

– ¿Estás bien? – le preguntó mirándola a los ojos.

– Yo soy la enfermera aquí. Se supone que sería yo quien pregunte eso.

Ambos hubieran seguido allí embobados de no ser por los atormentadores quejidos y ladridos

de Nena quien evidentemente ya no soportaba más estar allí. Henry abrió su puerta para liberar al

animal de su tortura pero este no le permitió ni siquiera bajarse del carro, apenas abrió la puerta, se

le echó encima y salió disparada hasta perderse en la oscuridad de la noche tumbando a Henry sobre

el manto de frías piedras que decoraba el suelo. Annie abrió su puerta y corriendo llegó a su lado

dispuesta a ayudarlo.

– ¿Estás bien? – preguntó ella esta vez ayudándolo a ponerse de pie.

– Si – respondió mientras se sacudía la nieve del pantalón. – Espero que no pasemos toda la

noche haciéndonos la misma pregunta.

Ella hizo la mueca de una sonrisa y se giró para ver hacia dónde había cogido su perra. Salió

tan rápido y todo estaba tan oscuro que era imposible saber hacia dónde se había ido. Henry también

trató de echar mano para saber que se había hecho el animal pero tampoco pudo ver nada.

– ¿Qué le pasaba a tu mascota? ¿Siempre es así?

– Para nada – contestó Annie. – Le encantan los paseos en auto. No entiendo que le pasó hoy.

– Tal vez fui yo.

– No lo creo. Estaba muy bien en la casa.


Aquello le parecía tan extraño a Henry como a Annie. Nena se había mostrado tierna y

cautelosa cuando estaba en casa, incluso cuando se montó en el carro estaba feliz de salir a pasear.

Tal vez aquella noche no le apetecía pasear por aquellos lados, tal vez algunos animales en el camino

la llevaron a sentirse de esa manera o tal vez ya había estado allí y había algo que la alteraba.

– ¿Habías estado antes aquí, con ella?

– No – contestó mientras se recogía el cabello avanzando hacia la oscuridad de la nada.

– ¿A dónde crees que vas?

– Debo encontrarla.

– Es más fácil que ella nos encuentre a nosotros. Estoy seguro que se las apañará bien.

Volvamos al auto.

– Debo esperarla aquí.

Henry no soportaba la idea de estar más allí. Era un sitio que detestaba. Aquel montón de

piedras le había costado nueve semanas de su vida y un trozo de plástico en la cabeza que lo

acompañaría hasta su muerte.

– Odio estas malditas piedras.

Annie lo miró a los ojos con cara de no entender bien de que hablaba. Luego miró las piedras,

el auto salido de la carretera y volvió a ver a Henry. En su rostro mostraba que comprendía sus

palabras.

– Volvamos al auto. No quiero congelarme – le dijo ella mientras le extendía la mano para

que la ayudara a emprender el camino de regreso hacia la carretera. Él la ayudó y levantó la mirada

hacia la oscuridad cuando vio algo moverse.

– ¡Mira! – exclamó mientras le señalaba con el dedo. – Ahí viene.

– ¡Nena! – gritó Annie mientras de rodillas la esperaba con los brazos extendidos.
Al parecer había ido de cacería tras una animal o estaba recogiendo alguna presa porque traía

algo entre sus dientes. Sorpresivamente en lugar de ir corriendo a los brazos de Annie llegó hasta

donde él estaba parado dejando a sus pies lo que traía en el hocico.

– ¡Oh por Dios! – exclamó cuando bajó la mirada.

– ¿Qué sucede? – pregunto Annie aunque no tuvo que preguntar nada más cuando vio lo que

descansaba a los pies de Henry.

Este se puso de rodillas y con un nudo en la garganta extendió su mano temblorosa para

recoger su viejo teléfono móvil.


XXVII

Annie no creía lo que estaba viendo. De rodillas frente a un destrozado teléfono celular estaba

Henry. Siempre lo había visto tal grande y tan fuerte, incluso cuando estaba en coma tirado en una

camilla bajo su cuidado, así que tenerlo allí como un chiquillo llorando por un juguete roto le parecía

irreal. Realmente todo en aquella noche le parecía así.

Gracias a su amiga, Henry había aparecido tocando la puerta de su casa de manera sorpresiva

para luego sacarla de sus casillas con una serie de preguntas a las que no tenía la menor disposición

de responder. También estaba el beso, por supuesto, como olvidar aquel beso igual de intempestivo.

De todas las veces en que su cabeza jugó haciéndola alucinar sobre aquel beso aquella era la última

de las maneras en que jamás se lo había imaginado. No podía negarse que estaba deleitada de sentir

aquellos rosados labios sobre los suyos pero fue un beso tan fúrico e hiriente que la hizo echarlo y

salir de allí. ¿Qué tenía ese hombre que la hacía sacar de ella un lado que muchas veces se esforzaba

por ocultar?

Ahora estaba frente a ella recogiendo los restos de un aparato como quien recoge los trozos

de una vida perdida. No sabía a ciencia cierta porque estaba reaccionando así pero realmente la mezcla

del entorno y por lo que él había pasado no era de seguro una experiencia agradable de revivir. Y allí

estaba él, reviviendo cualquier cantidad de recuerdos que le traía estar allí y frente a eso Nena le había

traído una ofrenda y a pesar de lo emotivo que estaba no parecía haberle disgustado. Eso era otra cosa

que le parecía irreal. ¿Su perra se bajó desesperada del auto y regresa con el destrozado teléfono de

su copiloto? ¿Acaso se le podía añadir más a toda aquella locura? Solo deseaba estar echada en su

cama y dormir hasta olvidar aquel episodio.

Henry se puso de pie sujetando el móvil entre las manos. Estaba temblando. Ella no sabía si

era por el frío o por las emociones encontradas. Tal vez eran ambas. Le dijo que fueran hacía el auto
porque estaba helando afuera. Él asintió y los tres fueron hasta la carretera para entrar en el vehículo.

Una vez le abrió la puerta a Nena esta se echó de largo a largo en el asiento trasero sin rechistar, lanzó

un bostezo al aire y cerró los ojos en la comodidad que le brindaba la calidez de aquella manta. Henry

se montó en el coche y ella hizo lo mismo por su parte. Se abrochó el cinturón, encendió la máquina

y luego de un poco de esfuerzo por salir de la grava húmeda se puso en marcha hacia la casa de Henry.

Lo hubiera molestado preguntándole la dirección pero no quería importunarlo. Aún estaba como fuera

de sí con el aparato roto en las manos. Además era un detalle si importancia. Había leído tantas veces

la dirección de Henry en su historial médico que ya se la sabía de memoria. Muchas veces fantaseaba

con la idea de ir hasta esa casa y entrar sigilosamente para conocer detalles del hombre al que le

enjugaba sus carnes diariamente. Mientras iba conduciendo vio cómo su copiloto sacó su otro aparato

del bolsillo de su chaqueta y empezó a desmembrarlo. Luego de un par de minutos había colocado el

chip de su antigua línea en el teléfono funcional y estaba marcado una serie de números para realizar

una llamada.

“Está llamando al buzón de voz”.

Ella pensó que aquello tal vez podría calmarlo pero no fue así. Las lágrimas empezaron a

correr por las mejillas de Henry hasta estar inmergido en un llanto incontrolable. Se cubrió las manos

con ambas caras y lloraba como un niño desesperado que nadie puede calmar. Annie no dijo nada.

Lo dejó llorar por un buen rato mientras manejaba de camino a su casa y luego de haber llegado se

detuvo sin apagar el auto. Henry seguía llorando pero no iba a interrumpirlo. Él necesitaba hacerlo y

ella no era quien para detenerlo. Notó como las luces de la sala de la casa se encendieron de pronto

imaginándose que serían sus padres esperándolo. Al cabo de un par de minutos Henry dejó de llorar

y tenía la vista perdida en el horizonte. Después de un largo silencio hablo con él.

– ¿Estás bien?
Al parecer la pregunta iba a seguir surgiendo aquella noche. Era evidente que no estaba bien

pero necesitaba al menos pronunciar las palabras para saber que le sucedía. Lo que sea que haya

escuchado lo había exaltado en sobremanera. Después de un rato él rompió el silencio.

– No.

Fue un no tan solemne que parecía hasta ofensivo. Su rostro estaba hinchado y serio y al

parecer aun le quedaba una buena cantidad de lágrimas por soltar.

– Lo lamento. No… no sé qué fue lo que escuchaste pero si hay algo que pue…

– No. No hay nada que se pueda hacer.

Prácticamente quedó boquiabierta. Ella lo había tratado mal después del beso pero eso no

tenía nada que ver con el estado en que él estaba. No esperaba poder hacer algo literalmente pero le

estaba ofreciendo una mano amiga en la que apoyarse. Ella siempre había estado allí para él aun en

los momentos en los que él no estuvo consiente. Aquella ayuda era genuina como lo era cada uno de

los sentimientos que demostraba hacia él sin importar lo conflictivos que le resultara.

– Realmente si hay algo que puedo hacer.

Henry abrió la puerta del auto y sin decir nada más se bajó. Annie lo veía alejarse como

quien se pierde en medio de una tormenta, y resultaba que era así. Henry estaba perdido y ella no

podía permitirse perderlo también. Se bajó del auto y fue corriendo hasta él. Unas pequeñas gotas

caían del cielo como tiernos besos que le salpicaban en la piel.

– ¡Henry! – gritó antes de alcanzarlo. – No entiendo que sucede.

– No puedo verte más Annie – dijo él deteniéndose un segundo antes de continuar. – Por

más que quiera no puedo. No debo.

Las palabras salieron lentas pero hirieron rápidamente a Annie. No daba crédito a lo que

escuchaba. La acababa de besar hace una hora atrás y ahora le decía aquello en la cara. Lo que escuchó

en aquel mensaje debía de ser muy duro.


– ¿Qué dices Henry?

– Es lo mejor Annie. Por ti. Por mí. Por ella – dijo mientras señalaba el auto.

Annie se confundió.

– ¿Quién? ¿Nena?

– Alice.

– ¿Alice?

– Mi esposa.

Claro que sabía que Alice era su esposa pero no entendía que tenía ella que ver con todo

aquello. Se rebuscaba en la cabeza para hallar el momento donde todo había cambiado y de la nada

todo se hizo claro así como de la nada llega la mañana y se devora la oscuridad con sus rayos de luz.

Annie no tenía ni la más mínima idea de que decía aquel mensaje en su viejo teléfono pero Henry

tenía toda la razón en estar como estaba. Después de todo el daño y todo el dolor por el que estaba

pasando, escuchar la voz de su difunta esposa de seguro no era un episodio fácil de afrontar. Las

lágrimas rodaban de nuevo por el rostro de Henry mientras la miraba tiernamente con sus

despampanantes ojos azules.

– No entiendo por qué te bese como lo hice. Fue un error, un hermoso error pero uno al fin

y al cabo. Puedo esforzarme por convencerme cada día de que pronto todo sanará y estaré bien pero

ahora mismo es una idea tan lejana como la casa donde pasé mi niñez. Busqué en tus palabras, en tus

ojos y en tus manos un alivio para todo el dolor que estoy pasando pero terminé haciéndome aún más

daño.

Annie no pudo hacer más que sucumbir a las lágrimas de igual manera. La llovizna que

adornaba la noche le helaba el rostro así que cada lágrima que rodaba por su mejilla era como una

gota de dolor que le cercenaba la piel. Allí frente a ella estaba aquel hombre, herido de la única manera

que le resultaba imposible de ayudar porque ninguno de sus estudios médicos servía para un zarpazo
al corazón. Lloraba porque frente a ella se cerraba la oportunidad de despertarse al lado de aquellos

ojos color zafiro cada mañana, lloraba porque de nuevo le estaban rompiendo sin piedad el corazón,

lloraba por el dolor que le causaban aquellas palabras y seguía llorando porque había estado tan mal

como lo estaba él y sabía cuánto debía doler.

– Lo lamento.

– Tranquila, yo lo lamento más. Lamento haberte besado de la manera que lo hice y lamento

que tengas que verme en este estado. Lamento que tengamos que encontrarnos en este momento de

nuestras vidas y que no podamos disfrutarnos uno del otro. Por eso y por lo que te hice discúlpame.

“¿Lo que me hiciste?”

Annie se encogió de hombros encorvando los brazos. No entendía que debía disculparle. No

tenía nada que disculpar.

– ¿Disculparte? ¿Por qué?

– Por haberla buscado a ella en tus labios.

Aquel si fue un disparo certero en medio del pecho. Había sentido sus labios y había recibido

sus besos pero no le pertenecían a ella. El buscaba a Alice en sus labios y aquello no estaba bien para

ninguno de los tres.

“Por ti. Por mí. Por ella”.

– Adiós Annie – le dijo mientras le colocaba un tierno beso en la mejilla. – Este si te

pertenece.

Ella se llevó los dedos a la cara como tratando de mantener con eso aquella caricia prohibida

que venía de sus rosados labios. Sus lágrimas fueron haciéndose más fuertes a medida que la lluvia

también arreciaba. Ella lo veía perderse en el camino hacía aquella moderna casa que engalanaba la

colina. Su espalda mojada se desvanecía en la noche y ella veía solo la sombra de un hombre dolido

que se amparaba en su propia oscuridad. Aquella sería la última vez que lo vería.
Se subió al auto temblando de frío y de rabia. Estaba completamente empapada. Dio la vuelta

al final de la calle y se regresó por donde mismo había llegado. Las lágrimas le seguían surcando el

rostro, fieles al dolor que sentía sin saber porque sentía aquel dolor. Sus sentimientos hacia Henry no

eran infundados pero tampoco eran recíprocos. Todo el tiempo que había pasado con él cociendo los

bordes de su piel con caricias llenas de ansiedad la habían llevado a fijarse en un hombre del cual no

conocía nada o peor aún que lo poco que conocía sin duda no era nada bueno, lo único que sabía era

que su vida estaba llena de dolor. No solo estaba inconsciente desde el punto de vista físico sino que

también desconocía lo que estaba pasando a su alrededor. Desconocía que había pasado en su vida,

con su familia y con su esposa. Desconocía que había enviudado y también desconocía que había

estado inconsciente todo aquel tiempo. Ella misma lo vio evolucionar y había decidido apartarse.

Había decidido que no podía verlo sufrir. Había decidido que no quería ella tampoco seguir sufriendo,

que ya basta de enredos amorosos en su vida y que necesitaba un tiempo solo para ella. Así se lo

había dicho a Adrián y ella misma lo había respetado. Aquel día en el hospital habló con Adrián y

ambos decidieron que era lo mejor y ahora tan solo se escribían de vez en cuando más que todo para

no perder la comunicación. Él estaba dispuesto a esperarla y ella sabía que tenía mucho más que una

simple disposición. Adrián le había dicho en una oportunidad que él mismo se desgastaría la vida en

intentar volver a hacerla feliz, pero ella había sufrido tanto que ya no sabía qué o a quién creer.

Llegó a su casa completamente empapada. No sabía si era más por la lluvia o por todo el

llanto que gastó en el camino. Ya había olvidado lo que era manejar y llorar al mismo tiempo y

esperaba poder superarlo por completo esta vez. Abrió la puerta trasera para que se bajara el animal

y se encaminó al umbral de su casa pero Nena se quedó olisqueando y llorando al pie del auto.

– ¿Qué pasa ahora Nena? De verdad estoy demasiado cansada para buscar algo bajo el auto.

El animal le meneaba la cola rondando la puerta del copiloto y lanzando de vez en cuando

un par de ladridos al coche.


– ¿Qué tienes? ¿Qué hueles? De verdad no estoy de humor.

La perra le ladró de nuevo y esta vez ella le dijo que la dejara en paz, que no había nada, que

entrara de una vez, pero vio una pequeña luz dentro del auto. Instintivamente se chequeó los bolsillos

y notó que tenía su móvil encima.

“El teléfono de Henry”.

Abrió la puerta y vio ambos aparatos tirados en el suelo algo humedecidos por la ropa de

Henry. Tomó el más nuevo y la curiosidad la llevó a llevárselo al oído pero le parecía que no debía

hacerlo. Estaba violando la privacidad de su amigo y ex paciente. Bueno su ex amigo. Los ojos se le

llenaron nuevamente de lágrimas. Decidió entrar y llevar los teléfonos adentros, guardarlos en un

sobre y enviarlos por correo.

“El correo”.

Dejó que Nena entrara y se aclimatara un poco y fue hasta el buzón deprisa antes que la

lluvia empezara a hacerse más fuerte. Encontró una carta y un par de recibos además de alguna

publicidad. Echó todo en la mesa de la entrada y subió a pegarse un duchazo con agua tibia para

sacarse el frío del cuerpo. Después de estar calentita y bien abrigada bajó para tomarse algo caliente

y recordó que aún quedaba café en la cocina. Recordó a Henry y también recordó sus últimas palabras.

“Adiós”.

Él se había despedido y ya no había vuelta de hoja. Era lo mejor para él, para ella y para su

esposa. Mientras soplaba la taza de café se acercó a la mesa y paseó la vista entre los teléfonos y la

correspondencia. No soportó más la tentación. Se llevó el móvil a la oreja y no escuchó nada. Presionó

alguna tecla mientras aun escuchaba de él y le respondió una voz electrónica diciéndole que era una

opción de menú inválida repitiéndole nuevamente las que podía utilizar.

“Presione uno para volver a escuchar el mensaje anterior”.


Annie se retiró el teléfono y con un pulso tembloroso presionó dicho número. Al llevarse el

auricular al oído escuchó una voz de operadora mencionar una fecha del abril pasado y luego una voz

de mujer bien segura de sí que empezó a hablar. Annie escuchó todo el mensaje y de pronto las

lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Aquellas palabras habían silenciado a Henry, la habían

silenciado a ella y silenciarían a cualquiera que las escuchara. Colgó mientras lloraba

desconsoladamente sin razón alguna o tal vez con todas las razones justas para hacerlo. Henry había

tomado la mejor decisión y ella entre lágrimas se lo agradecía mientras una a una las palabras de

aquel mensaje se repetían en su cabeza.

“Hola nene. Seguro aún estás dormido. Te llamaba para decirte que ya voy de

vuelta a casa y espero estar a tiempo para acompañarte a desayunar. La reunión

de ayer terminó de maravillas. No te llamé anoche porque era tarde y no quería

despertarte. Un besote… ah, un momento. ¡Oh!, amor está pasando nuestro tren,

ja ja, bueno el tren donde nos besamos por primera vez en aquel viaje al sur. El 77.

¿Recuerdas? ¡Qué lindo! Bueno igual te… (Se corta la conversación. Solo se

escucha el chillar de los cauchos en la carretera y un golpe fuerte mientras ella

repetía “Oh Dios, Oh Dios” varias veces. Silencio) ¿Aló? ¿Aló? ¿Amor? (Empieza

a llorar) Amor, hubo un accidente, algo se zafó del tren trate de esquivarlo pero…

Oh Dios… No tengo tiempo cariño. Me estrelle contra un viejo árbol y sé que va a

caer sobre mí (Llora un momento y luego se detiene) Quiero que sepas que la última

persona en quien pensé antes de morir fue en ti. Nunca antes había estado tan

enamorada y ahora sé que nunca más lo estaré. Me hiciste inmensamente feliz.

Siempre fuiste mío. Te amo (Se escucha un golpe fuerte. Fin del mensaje)”

Levantó el teléfono del suelo aun sin dar crédito a lo que había escuchado. Si su curiosidad

no la hubiera vencido nunca habría podido entender la magnitud del dolor de Henry. Pasar por lo que
él estaba pasando y escuchar aquellas palabras no debía de ser nada fácil. La lluvia aun repiqueteaba

en las ventanas así que se acercó a ellas para perder su vista en los árboles desnudos que adornaban

la calle. Trataba de no pensar porque por más que pensaba menos entendía todo lo que había pasado

aquella noche. Se enganchó a un hombre por culpa de un maletín y poco a poco sus vidas se fueron

convirtiendo en un amasijo de pesadumbre y dolor. Se colgó de un hombre que sufría por dentro

tratando de encontrar el por qué había salido aquella mañana de su casa tan disparado que terminó

rodando por la carretera y ahora que lo sabía estaba más lleno de dolor que antes. Y lo peor es que

debía seguir viviendo con aquel dolor. Sanar no iba a ser fácil. Cada uno de nosotros trata de vivir

con sus propios pesares siempre tratando de llevar la vida de la mejor manera pero siempre la misma

vida encuentra como dar la vuelta a la derecha y regresar a un punto que uno había creído haber

superado.

Mientras las gotas seguían golpeando el cristal de la ventana una idea golpeaba su cerebro

de la misma forma. Como siempre le decía Martha ‘así juega con nosotros el destino’. Al menos de

todo lo que había atravesado aquel año al menos había en su vida una pequeña luz, una que por muy

pequeña que fuera solo ella podía decidir que tanto podía brillar. Tomó su móvil de la mesa y marcó

el número de Adrián. Mientras el tono sonaba una y otra vez echó ojo a la carta que descansaba en la

mesa. El matasellos era de Buenos Aires.

“¿Fabián?”

No era posible. Hacía mucho que no sabía de él y no tenía por qué escribirle. Menos luego

de aquel fatídico encuentro. Se vio tentada a abrirla pero una voz del otro lado del auricular la

saludaba con aire de sorpresa.

– ¿Aló?

– Hola amor. ¿Cómo estás?


El silencio llenó el espacio. Annie miró el reloj y notó que eran pasadas las once. No había

echado ojo de la hora antes, de haber sido así no lo hubiese llamado. Aquella llamada era más un

impulso que un acto premeditado. Si le había contestado era porque así debía ser.

“El destino y sus juegos”.

– ¿Adrián? ¿Aló?

– Disculpa. Solo estoy sorprendido.

– ¿Por la hora?

– No – dijo entre risas. – Es que nunca antes me habías dicho amor.

– Entonces deberías empezar a acostumbrarte a ello – dijo Annie tiernamente mientras

jugaba con la manga de su abrigo acurrucándose en su sillón.


EPÍLOGO

Buenos Aires, 19 de Diciembre de 2012.

Annie:

Perdón.

Odio iniciar esta carta con esta palabra pero estoy seguro de que no existe ninguna otra con la que

empezar a escribir estas líneas. Lamento inmensamente que hayas conocido el peor lado de mi

personalidad, una faceta de mí que ni yo mismo conocía. Si en este punto decides no seguir leyendo

esto, te entiendo plenamente. En estas líneas no voy a explicar los “porqués” ni a desear mágicos

reencuentros, sólo deseo… la verdad ya no sé lo que deseo porque hace tiempo que dejé de

conocerme.

Nunca pensé que un día reaccionaría así. Tal vez terminé perdiendo al amor de mi vida. Me hubiese

gustado ser en verdad más libre y más grande, lograr ser quien deseaba ser por ti. Traté de creerme a

mí mismo que podía llegar a ser eso que deseaba, pero no fue así. Mi corazón de pronto se llenó de

tantos sentimientos confusos y mi mente de tantos pensamientos sin sentido que no sé qué fue de mí,

ni donde me perdí. Llegó un punto donde me perdí a mí y también te perdí a ti.

Siempre mi cabeza tiende en buscar un culpable que apuntar pero el culpable de mucho aquí fui yo,

sobre todo de terminar esto así. No sé cuánto tiempo pasará entre que firme estas líneas y que lleguen

a tus manos. Tal vez nunca suceda, tal vez sea muy pronto y el dolor este latente, tal vez hayan pasado

muchos años y estemos lejos el uno del otro. Tal vez no sea nunca pero cuando llegue quiero que

sepas que es porque aprendí algo de ti. Realmente me enseñaste mucho. Aprendí a apreciar lo que

nos da la vida y no exigir más de ella porque siempre la misma vida nos dará más por el simple hecho
de estar agradecidos. Aprendí a no ser el centro del mundo. Aprendí que no todo es lo que parece y

también aprendí que todo sucede siempre para que podamos adquirir alguna experiencia. Contigo

aprendí…

Hoy puedo decir que te amé, sí, te amé. Te amé limpio, bonito y entregado. Si te celé, de la misma

manera y con la misma intensidad. Si te odié, en algunos momentos, aquellos donde estaba cegado

por la ignorancia y le inexperiencia. Hoy en día aún te amo. No podría decir cómo ni cuanto pero si

sé que es amor. Hoy en día aún te lloro y aún te extraño.

Perdón por no ser el hombre que me pediste ser. Perdón por herir tu corazón. Perdón por no ser

valiente ni paciente.

Perdón.

Creo que es la palabra correcta con la que finalizar esta carta.

Sinceramente

Fabián.
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