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Invocaciones a la bendita Lengua de San Antonio .

Oh Lengua prodigiosa de San Antonio, habla


con Dios por nosotros! Habla, oh Lengua bendita, para que en las dificultades y peligros de la
vida, nunca nos falte la gracia de Dios y su ayuda. Habla, oh Lengua bendita, por los pobres, los
enfermos, los oprimidos y las víctimas del egoísmo humano, para que nuestro Padre que está
en los cielos les dé, todos los días, el pan y lo necesario que es para una existencia digna.
Habla, oh Lengua bendita, para cuantos viven en la distancia de Dios, para que regresen
reconciliados a su corazón misericordioso. Habla, oh Lengua bendita, para que todos los
cristianos se encuentren unidos en la caridad e invocar coincida con el santo nombre del
Salvador. Habla, oh Lengua bendita, para que los hombres, depuestos los odios y rivalidades,
se redescubran hermanos y contribuyan a edificar un mundo nuevo, en paz y fraternal
solidaridad. Habla, oh Lengua bendita, para que los creyentes escuchen asiduamente la Palabra
de Dios y la proclamen con la coherencia de la vida. Intercede, oh Lengua bendita, por nuestra
ciudad, por los devotos y peregrinos, que desde todas partes del mundo miran con confianza a
este santuario, por cuantos nos hacen el bien, para que todos sean consolados y cumplidos. Oh,
bendito idioma de San Antonio, habla con Dios por nosotros! (de una oración compuesta por el
Siervo de Dios P. Plácido Cortés)

La lengua de San Antonio de Padua

Se venera en la Basílica de San Antonio de Padua.

Entre los años 1231 y 1232, su proceso de canonización ha sido uno de los más
rápidos de la historia: duró menos de once meses, de julio de 1231 al 28 de mayo
de 1232. Los milagros y la devoción de las gentes se multiplicaron a partir de aquel
mismo 17 de junio, al tiempo que se multiplicaban las peregrinaciones. Gregorio
IX puso de inmediato en marcha el proceso, y, cumplidos todos los requisitos, el
28 de mayo de 1232 decidió proceder a la canonización.

El 8 de abril de 1263, se realiza la Traslación de los restos mortales de San Antonio


de la pequeña iglesia de Santa María a la nueva basílica construida en su honor, en
un acto que presidió San Buenaventura (15 de julio), se encontró incorrupta la
lengua del santo, que aún se venera en un relicario.
El predicador ha de predicarla primero a sí mismo y después a los demás,
nunca en nombre propio.

Los biógrafos no se han planteado la cuestión de la lengua en que predicaba el


santo. Portugués, llegado a Italia a la ventura, hizo oír su voz en regiones
lingüísticas tan diversas como la Romagna, el Véneto, Lombardía, el Mediodía de
Francia: no tuvo tiempo para aprender los varios idiomas. ¿Cómo hacía para
hacerse entender del pueblo? Con toda probabilidad él hablaba en latín; en efecto,
el biógrafo hace constar el domino que poseía de la lengua eclesiástica. Pero el
latín sólo lo entendían los letrados y aun estos hallarían dificultad en captar la
diferente pronunciación latina por la que, en la Edad Media, eran ya conocidos los
clérigos hispánicos. El autor de las Florecillas, al referir el sermón predicado por
Antonio ante la corte romana, recurre al milagro de Pentecostés para dar una
respuesta (Florecillas cap. 39). Quizá lo que enardecía a la gente sencilla no era
tanto lo que decía el predicador, sino quién lo decía y cómo lo decía. En Antonio,
como en Francisco, predicaba la persona y la vis profética de su mensaje.

A través de sus sermones, escritos mucho tiempo después de haberlos predicado y


para destinatarios cultos, es difícil hacernos una idea de lo que fue la predicación
de Antonio. Ha sido proclamado Doctor Evangelicus por Pío XII. «Heraldo del
Evangelio» es el apelativo que le da muchas veces el primer biógrafo. Un heraldo
evangélico es, ante todo, un testigo y un enviado, un profeta. En esos mismos
sermones, San Antonio de Padua traza repetidas veces los rasgos del auténtico
predicador: es un enviado, un simple portavoz, ministro de la Palabra, la cual posee
eficacia en sí misma; ha de basarse siempre en la Palabra de Dios, estudiada,
meditada, asimilada; el predicador ha de predicarla primero a sí mismo y después a
los demás, nunca en nombre propio, sino siempre en nombre de Dios. Se puede ser
predicador eficacísimo también callando… Como Jesús, el hombre del Evangelio
ha de ser testigo de la VERDAD, mártir de su propio mensaje. Dejó escrito en uno
de sus sermones:
«La verdad engendra odio; por esto algunos, para no incurrir en el odio de los
demás, echan sobre su boca el manto del silencio. Si predicaran la verdad tal como
es y la misma verdad lo exige y la divina Escritura abiertamente lo impone, ellos
incurrirían en el odio de las personas mundanas… Jamás se debe dejar de decir la
verdad, aun a costa de provocar escándalo» (Sermones, I, 332).

Así lo hizo él. En el texto latino de sus sermones se percibe, bien que lejanamente,
la vehemencia profética con que arremetía contra la prepotencia, la opresión y la
violencia, contra todos los delitos sociales del tiempo. Nadie escapa a la libertad
evangélica con que denuncia a príncipes, señores feudales, prelados de la Iglesia,
dueños burgueses, usureros sin entrañas, magistrados, leguleyos… Todos son
citados ante el tribunal del Dios justo y recto, el cual «no hace discriminación de
personas», como repite muchas veces. Ante una sociedad estructurada según la
desigualdad de la pirámide feudal —príncipes, nobles, plebeyos, siervos de la
gleba— él proclama la igualdad entre los hombres:

«Todos los fieles son reyes, por ser miembros del Rey supremo… Cualquier
hombre es príncipe, teniendo por palacio la propia conciencia.»

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIV, n. 70 (1995) 71-85]

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