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UN PLAN PARA RECUPERAR LA TERNURA

Eloy Cantos
Rogelio Raimundi tenía un trabajo estable y rutinario en
las oficinas de una fábrica de juguetes. Durante las siestas,
cuando el ritmo del día caía como un costal de papas,
Rogelio Raimundi pensaba que, de ser un muñeco
articulado, vendría con los siguientes imprescindibles
accesorios: Una silla giratoria con apoyabrazos, un
sencillo escritorio de hierro, una computadora compacta y
un maletín de color gris elefante. Y pensaba también que,
de ser envuelto como el regalo para el cumpleaños de
alguien, éste se llevaría una gran desilusión al romper el
papel. A Rogelio entonces se le ponían los ojos nublados.
El trabajo de Rogelio Raimundi consistía en pasar la mitad
de su día tecleando mails y contestando el teléfono de los
reclamos. A veces, mientras escuchaba los insultos de la
gente, él no hacía más que mover su angosto bigote de un
lado al otro, sacarle la lengua a su reflejo en el monitor, y
dibujar con la humedad que dejaban sus dedos en el
escritorio. Y cuando algún cliente le chillaba si seguía o no
en línea, Rogelio Raimundi decía algunas frases que tenía
preparadas de antemano, como esta: “Disculpe usted, ¿Ha
leído el manual de instrucciones del juguete?”, o esta: “Las
pilas no vienen incluidas en el cochecito. Muchas gracias”
Por cosas como ésta, Rogelio soñaba con atender la
juguetería de la Calle Walsh que pertenecía a la fábrica;
todo para poder estar cerca de los juguetes.
Por cierto, Rogelio Raimundi tenía un jefe que lo odiaba.
Se llamaba Bonifacio Pérez, y lucía una calva suave y
brillosa como una aceituna. Cada vez que el jefe veía jugar
a Rogelio en su oficina le echaba gritos que lo espabilaban.
A menudo, Rogelio ensoñaba que Bonifacio Pérez, de ser
un muñeco articulado sería realmente feo, y que no tendría
ningún accesorio que lo acompañe, y que, al aparecer en la
mañana de navidad debajo de algún arbolito, no sólo
conseguiría decepcionar personas, sino peor aún, hacerlos
llorar. ¡Rogelio Raimundi lamentaba tantas cosas!
Lamentaba por ejemplo que las personas hayan perdido la
ternura en algún lugar que ya no recuerdan, y que a toda
hora sus caras sean esculturas en honor al fastidio. Sobre
todo, Rogelio lamentaba algo que había notado en los
señores de su edad, que por andar ocupados tratando de
verse rudos y con el ceño encogido, se perdían a diario
muchas oportunidades de sonreír, por ejemplo.
Así que Rogelio Raimundi ideó un plan para recuperar la
ternura en la fábrica de juguetes. Pero, lo que Rogelio no
sabía era que, al mismo tiempo, Bonifacio Pérez ideaba
otro para echarlo.
El siguiente lunes por la mañana, Rogelio Raimundi se
paró en la puerta de la fábrica a la hora en que todos los
operarios marcan tarjeta, colgó en su cuello un cartel de
colores que decía cuán felices vuelve al mundo el trabajo
que hacen, y le estampaba a cada camarada un beso y un
abrazo. Los trabajadores esperaban en fila el encuentro con
Rogelio Raimundi y luego se marchaban a trabajar
sonrientes. Y así cada mañana durante algunas semanas;
hasta que, en una ocasión, cuando Rogelio abrazaba a un
grandote de mameluco, apareció por detrás Bonifacio
Pérez cargando un papel en su mano y una sonrisa que
arrugaba su frente de aceituna.
-Señor Raimundi- dijo con voz chillona – sus días en
nuestra fábrica han terminado. Puede ir a recoger sus
cosas.
-Pero ¿por qué? ¿Qué hice de malo, señor Pérez? – protestó
Rogelio.
-Nada malo. Son simples decisiones del directorio.
-Está bien, señor Pérez – contestó cabizbajo Rogelio,
marchándose a su oficina gimoteando.
Mientras caminaba por los pasillos de la fábrica, Rogelio
recibió el apoyo de los trabajadores que le daban palmadas
y lo avivaban. Y Rogelio pensó que, de ser muñecos
articulados, sus compañeros alegrarían muchos
cumpleaños.
Al abrir la puerta de la oficina Rogelio Raimundi imaginó
que encontraría una pequeña caja con sus pertenencias lista
para largarse; pero en su lugar encontró muchos globos en
el piso, banderines, guirnaldas y dulces. Y un enorme
cartel que decía lo siguiente: “Muchas gracias, Rogelio. Tu
plan ha sido todo un éxito”.
Y resultó que Rogelio no había sido despedido, sino que
dejaría de teclear mails y de atender el teléfono de los
reclamos, para cumplir su sueño de trabajar en la juguetería
de la Calle Walsh. Rogelio tenía los ojos nublados
nuevamente. Entonces miró a Bonifacio Pérez, le sonrió, y
le estampó un beso y un gran abrazo.

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