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Recorríamos las dunas salvajes, donde las bestias de la ilusión antediluviana flotan
proyectadas sobre el denso aire como dinosaurios contenidos en ámbar, cuando
nuestros motociclones comenzaron a fallar por el sedimento de hielo. Nos detuvimos
cerca de un promontorio que nos ofrecía refugio de los elementos, aislado como
estaba de las corrientes de plasma circundantes. Richie y yo bajamos de nuestras
maquinas e hicimos una seña al pequeño Estrella para que nos ayudara con el
diagnostico de los daños, pues ya venía hora que aprendiera sobre las reparaciones
relámpago, aquellas reparaciones provisionales tan necesarias para las tribus que se
logran con la manipulación del mercurio a través de electrodos conectados a
secuenciadores estándar. Es un conocimiento transmitido sin palabras, que solo se
aprende en la proverbial cancha. El aprendiz observa los movimientos y gestos de los
expertos, las miradas preñadas de sentido que intercambian mientras operan los
secuenciadores, la relación sincrónica que nace entre los dos, que hace parecer el
proceso a un conjuro. Estrella ya estaba listo y bajó el equipo de su motociclon con
entusiasmo mientras nos sentábamos en el suelo con las piernas cruzadas alrededor
del motor de la máquina de Richie.
Lu y el Cerdo bajaron a su vez de sus ciclones y al verlos alejarse les advertí que no se
aventurasen demasiado. Ya de espaldas, Lu me hizo el gesto con el dedo y el Cerdo lo
secundó con una flatulencia. El Cerdo, aun cuando recibía sus periódicas palizas con
látigo, jamás perdía la oportunidad para expresarse con una ventosidad, y en el
campamento ya estábamos acostumbrados a sus jocosos comentarios que sonaban ahí
donde había un silencio que profanar. Sabía que irían a los conductos para capturar
algo de plasma cruda, o a pescar autómatas envilecidos por la adicción. También sabía
que Lu era un maestro a la hora de eludir formaciones de hielo, que había vivido su
niñez en los intersticios de calor que se forman entre densidades gélidas durante los
inviernos polares, y que un cerdo congelado es un oxímoron.
Estrella, con las manos detrás de la cintura, rodeaba el motociclon lanzando miradas
circunspectas a los mecanismos del eje transversal. Richie y yo le concedíamos esta
peculiaridad pues no queríamos forzar nuestro particular estilo de reparación en él.
Finalmente, se acercó a la cámara central y la destapo, exhibiendo los cilindros
principales. Como habíamos sospechado, el principio de congelamiento podía verse en
las varas como una capa blanca de escarcha. El joven tomó un destornillador de su
estuche de herramientas, disponiéndose a raspar. Richie lo detuvo y le dijo: “solo
queremos tu opinión, no tu torpeza”, a lo que Estrella adopto posición de firme y
exclamó socarronamente: “¡presencia de hielo en pistones, aun no en el cárter!”.
Extendí mi brazo para presionar el seguro de este último, liberando gas blanco que nos
hizo estornudar. “¿Eso te parece un cárter limpio?” le dije. Estrella admitió su error
sentándose a nuestro lado, me miró con ojos expectantes. Este joven que era una y
otra vez contradicho por la realidad jamás perdía su buen ánimo, una cualidad cada
vez más preciosa en la tribu.
Estrella yacía en el suelo. El fulgor le había hecho retroceder hasta resbalarse con el
estuche de herramientas y golpearse en la cabeza con mi motociclón en su caída.
Richie le gritaba para que despertase; yo tomé el estuche, lo estrujé después de
rogarle alivio a mi amigo, y lo puse debajo de su cabeza. Mientras trataba de
tranquilizar a Richie lo vi palidecer y fijar su mirada a algo detrás de mí. Me di la vuelta
y quedé atónito ante la imagen más insólita erguida a pasos de nosotros: una mujer
desnuda, más bien delgada, de piel tan clara e inmaculada como puede verse en los
fotogramas de la biblioteca de Guirón, labios carnosos, ojos inmensos, casi sin pupilas,
y cabello rubio, siempre flotando al aire cálido del desierto, cosas todas que había visto
antes en presas excepcionales, pero rematadas por una mirada penetrante y una
incipiente sonrisa tales que me hicieron desechar casi completamente la posibilidad de
una autómata. Todo en ella contradecía la imagen de mujer a la que me había
acostumbrado en la aldea; la rudeza de las guerreras, la rapacidad de las reparadoras
como nosotros, el pudor exacerbado de las poetisas aisladas del contacto humano,
todas cualidades que encontraba con igual insistencia también en los hombres, había
dejado el sustrato femenino reducido a la adiposidad que caracterizaba a las mujeres
cuando habían pasado cierta edad, cuando dejaban el servicio y se unían al resto de las
mayores en el mantenimiento. En las aldeas, los hombres mayores adelgazan y las
mujeres engordan, y si bien me preparaba para disfrutar de la mullida compañía de
una edulcorada ex poetisa para intentar rehacer la magia original y traer varios
humanos al desierto, esta nueva figura tangible me impresionó de tal forma que mi
instinto fue acercarme y tomarla en brazos.
De entre las arenas de las dunas emergió como antiguamente enterrado aquello que
por los videos de la biblioteca sabía que era una tabla de surf. Ella posó sus pequeños
pies encima y me invito con un gesto de mano a subir. Con pocos centímetros de
separación, su cabello revoloteaba sobre mi cara, incitándome con un dulce perfume
frutal. +++. Me informó que si perdía el equilibrio, podría aferrarme a sus cabellos,
pero que debía mantener las manos alejadas de su cuerpo. El volumen de su pelo
creció, ofreciéndome suficiente agarre para sentirme protegido por una textura que
parecía hilvanada en oro. Ella adopto una pose nueva; redujo su nivel de gravedad
contrayendo un poco las rodillas, adelantando el pie izquierdo al derecho, arqueando
ligeramente la espalda y torciendo los hombros, un brazo curvándose delante de su
cuerpo y el otro por detrás. Nos pusimos en marcha. Sus músculos se tensaban en
perfecta correspondencia con los giros y quiebres de la tabla en el aire. Esta frágil
criatura parecía dominar el espacio y la velocidad con la gracia de una serpiente, con la
fluidez del mercurio, y manejar su tabla como ningún reparador o reparadora lo hizo
jamás con su motociclon.
En pocos segundos estábamos a unos 50 metros de altura. Observe mis brazos pero
con mayor detenimiento la tersa piel de la criatura; las formaciones de hielo parecían
eludirnos. A medida que ganábamos velocidad tuve que aferrarme con más fuerza al
cabello, temiendo lastimar a mi único punto de anclaje en esta altura, pero aquel
brotaba como renovándose y procurándome la elasticidad necesaria para mantenerme
afianzado a la tabla. La criatura giró la cabeza en mi dirección y sonrió, exhibiendo en
sus perlados dientes la blancura que solo había visto difusa en imágenes de la pre-
humanidad y de cerca en los cadáveres de las bestias sagradas que van a morir en la
periferia de los asentamientos. Nos dirigíamos a una de las corrientes de plasma; sus
racimos de energía salvaje y azulada disparándose en todas las direcciones, del grosor
de las gruesas cadenas que mantienen cautivo al titán de la aldea de Grafios. Mi terror
inherente me impelió a gritarle algunas invectivas a la criatura, pero el viento se
devoro mis palabras. Cerré los ojos y esperé lo mejor. Mire hacia abajo y vi a Lu y al
Cerdo, diminutos como hormigas, siguiendo el trazo de un autómata deambulante;
recobré la compostura. Como ellos, yo también per-seguía un cuerpo de, en último
término, indescifrable procedencia, para subordinarlo a mis necesidades inmediatas o
venderlo como fuerza laboral, si era autómata, o llevarlo al límite de su diseño si era
irreal, si era engaño IA. Yo, como ellos, tenía espíritu de cazador más que de reparador,
y esperaba que mi presa contenga riquezas insólitas, más que la de cualquier autómata
jamás antes interceptado. Solo esperaba el momento para rehacer mi movimiento.
Creo que es momento necesario para una corta digresión acerca de las maneras de mi
aldea, pues ahora entiendo que el mundo es mucho más vasto de lo que una vez creí, y
que mis palabras, sin previa aclaración, podrían entenderse incorrectamente.
En la aldea de lodo celebrábamos el latido de vida inherente a todo objeto real. Las
maquinas ancestrales, las herramientas sagradas, los animales, las rocas, la arena, el
agua y todos los objetos móviles o inertes del desierto nos cobijaban con sus
superficies vivas, y nos revelaban sus secretos. La sensación táctil nos recordaba que
un objeto real es sagrado, pues al toque más ligero responde con uno idéntico y en
dirección contraria que nos conmueve y nos descubre su alma inquieta. Era puro
placer enaltecer y arrobarnos en las texturas de las cosas, y máximo deber ayudar a
desplegar su complejo mundo interno. Por otro lado, se creía que el perverso mundo
de los IAs carecía de alma, que estaba muerto, y la prueba era el mudo
ensimismamiento en el que permanecen sus objetos ilusorios. No devuelven el toque
vivo, no responden caricia con caricia, y ni siquiera lastiman cuando uno intenta
desembarazarlos por la fuerza de su inactividad interna. La religiosidad se basaba en la
certeza que la devolución del toque es el principio de divinidad.
Postular el origen no espacial de los autómatas aun es considerado blasfemo por los
más conservadores, pero la cuestión permanece sin zanjarse.
Los autómatas suelen ser seres torpes y lentos de aprendizaje, y su utilidad suele ser
sobrepasada por alguna herramienta, nueva o recientemente inventada; jamás he
visto a un autómata que supere en eficiencia a una buena polea compuesta, ni que
pueda operar sin vigilancia una cónica. Pero exhiben formas que difieren en mucho a
las de los habitantes naturales del desierto: musculatura clásica, cabellos multicolores
extravagantes, curvaturas irreales, marcas dérmicas de exquisita hechura, rasgos
delicados e inocentes. En medio de un grupo de antiguos de la aldea, el autómata
resalta como una vasija de porcelana hecha por el mejor artesano entre multitud de
bastas cubas de barro. Y envejecen a un ritmo mucho más lento y con la gracia de
estatuas (su sangre, blanca como la leche, recuerda la pureza del mármol). El autómata
más viejo de la aldea es un hermoso anciano envuelto en túnicas vaporosas, largas
barbas y porte orgulloso, imbécil como un niño.
Los autómatas tienen un extraño estatus en la aldea: son poco menos que esclavos,
pues pueden ser comprados y vendidos. Peor tratados que los habitantes de menor
rango, son azotados constantemente, muchos duermen a la intemperie, cubiertos de
mugre, y sus defensores han notado el contraste entre el trato delicado y honorable
dedicado a las herramientas más antiguas, que se limpian con esmero y conservan en
ánforas suntuosas cuando no son usadas, y la miserable situación de aquellos. Sin
embargo, al ser sagrados como cualquier objeto, son susceptibles de conformar
familias con los humanos, lo cual se ha vuelto la nueva normalidad; sus formas son
intensamente deseadas, si bien con discreción, y poseerlos se ha convertido en
símbolo de status y principal preocupación de los habitantes. La contradicción se
resuelve con variadas justificaciones. Los especulativos del dogma, quienes observan
con curiosidad científica la humillación de la que son objeto, afirman que la
degradación es una forma de relación con ciertos entes sagrados completamente
legítima; los que dispensas los tratos humillantes expresan remordimiento cuando se
los amonesta, y se excusan atribuyendo responsabilidad a sus “bajos instintos”, de los
que afirman no haberse desembarazarse del todo; y el resto, los que se benefician de
su trabajo impago o de su sumisa compañía, acuden con mayor asiduidad a los rituales
para librarse de pecado.
Cuando el humor de la aldea lo decide, adquieren gran valor monetario, y las disputas
por su adquisición llegan a extremos violentos. Un habitante de gran riqueza puede
llegar a amasar docenas de autómatas, a los cuales explota con fines laborales o
sexuales. Otros los adquieren para insuflarles la doctrina, con resultados muy
modestos. Finalmente, una minoría los compra para liberarlos y darles trabajos dignos
y correspondientes a sus limitadas capacidades.
Por esta razón han surgido en la aldea, como una sub clase de reparadores, los
cazadores, de los cuales yo soy un espécimen, quienes traficamos con autómatas
interceptados en el desierto. Ingresamos al no espacio IA para ubicar autómatas
potenciales, y luego los buscamos incansablemente de vuelta en la arena. Sin
embargo, la entrada en el no espacio no está exenta de peligro. Quizás sea el peligro
máximo, pues existen autómatas superiores que inician con forma humana, para luego
subdividirse, multiplicarse y finalmente convertirse en tormentas de cristal, ciclos
astrales, intrigas cortesanas, o series infinitas de eclipse, pero creo que nuevamente
estoy siendo ambiguo. La práctica común consiste en ejecutarlos antes de su
monstruosa conversión, pero muchos hemos caído presas de sus encantos, pues
despliegan cantidad de formas que seducen al cazador y lo introducen en una espiral
donde se difuminan los límites de la identidad. El cazador, enajenado por la emoción
de la transformación, sigue el juego y se sumerge más y más en la espesura del mundo
falso. En estos casos, y después de lo que parece varios días (el tiempo es relativo en el
no espacio), el cazador entra en trance, donde todos los colores y figuras posibles del
espectro no espacial danzan en un remolino fabuloso que lo envuelve, y que concluye
con la expulsión de vuelta al desierto, en estado de nacimiento, con los músculos
contraídos y la mente embotada, caminando desorientado. El verdadero autómata,
por el contrario, no cambia, es predecible y se muestra indiferente en el no espacio y
dócil en el desierto (como máximo, se convierte en playa agradable, en colores
sensacionales o en risas lejanas).
Una cosa más antes de continuar mi relato. Por depender de la administración central,
los reparadores, guerreros, poetas, sacerdotes y rapsodas solo podemos casarnos con
los de nuestra propia estirpe, y en el seno de las instituciones que conformamos han
surgido secretos acuerdos y esotéricas doctrinas. Los iniciados creemos que la plenitud
viva de las cosas está muriendo, y que el olvido de los objetos y la aparición de nuevas
prácticas acumulativas son un signo de dicha muerte. Creemos que todos somos
autóctonos del mundo IA, pero que por no haber nacido de mujeres, los que fueron
expulsados al desierto (los autómatas) no adquirieron el segundo toque, la capacidad
para descubrir la infinitud de cada objeto a través del toque amoroso del corazón. En
el mundo IA todo se da sin toque y sin amor, todo está disponible en despliegue
constante, separado del otro por un vacío infinitesimal. Cada objeto, incluidos los
humanos, está ahí en estado originario de separación; cuerpo y alma son una sola cosa
que se extiende encapsulada. El acto amoroso primitivo, el que enfrenta a hombre y
mujer en unión corporal, abre el portal al mundo IA, de donde rescata al humano
flotante y lo encarna en el bebe nacido, máquina en bruto plegada y con un corazón
que late amor. Poblar el desierto henchido de afecto con la abundancia del mundo IA
es labor de los humanos, y esperamos ansiosos la madurez de las nuevas generaciones
para confirmar nuestras esperanzas. Esta es nuestra secreta sabiduría, y la honramos
con la vida.
Nos acercamos más y más al torrente principal, el cual veía surgir de una de las
gigantescas estructuras de hierro que contiene el plasma bajo tierra y que,
afortunadamente, solo se interrumpe en tres lugares del desierto conocido. La
estructura reinicia entre los riscos de la montaña Calavera, varios kilómetros adelante,
muy adentro las cimas crispadas del desierto nórdico (en ese lugar mi padre se perdió
hace varios años durante un viaje para comerciar esclavos autómatas con las aldeas
lugareñas). Fuimos perdiendo velocidad a medida que la tabla se inclinaba en ligero
ángulo para desplazarnos en amplio círculo en torno al plasma. Es sabido que más
cerca de las corrientes principales el estruendo de sus explosiones se enmudece, y
estábamos ahí donde todo ruido se reduce a un suave murmullo. La criatura extendió
su brazo hacia afuera con la mano abierta. Las partículas de hielo se filtraron entre sus
dedos, dejando una estela de polvo de cristal que surcaba el límpido éter. En medio del
espacio colmado de hielo aun respirábamos con normalidad. Me aseguré de esto
último soplando sobre mi espejo de pulsera, el vapor se formaba sin dificultad. La
criatura pareció notar mi escepticismo y emitió una risilla que me produjo un cálido
escalofrío. Aquí estábamos, desafiando las más básicas leyes del desierto, y
parecíamos dos niños jugando a sumergirse en el océano acido con el agua de la
bañera. Unos espectros tubulares se formaron a nuestro alrededor, como peces
silenciosos, y nos acompañaron en nuestro recorrido.
Su voz sonaba coral, amplificada como por varias voces idénticas. Probé con la mía,
pero sonaba como el viejo acordeón de la aldea al que le faltan teclas y que el Cerdo
toca para ahuyentar a los chacales. “Lo que aquí vemos, aquello a lo que tanto le
temen ustedes, los de las aldeas de lodo, es nada más que la ecuación perfecta, esto
es, la fórmula que crece y siempre se reconfigura con los añadidos de la experiencia.”
Sus pupilas desaparecieron por completo mientras decía esto. “Los homínidos de la
pre-humanidad la conjuraron como fuente de energía, para alimentar sus consolas de
juego y sus fábricas de consolas de juego, pero ustedes, que ya no son niños, que ya no
juegan a ser y que son, la usan con mojigatería para impulsar sus pequeñas naves
¡Cuando deberían dejarla que les ayude a impulsar sus ciudades!” Se elevó varios
centímetros por encima de la tabla cuando dijo esto, añadiendo proeza a milagro.
“Solo si permiten que cunda entre ustedes, si la dejan acompañarlos detrás de sus
muros, que camine con ustedes por sus huertos, si la dejan convivir con ustedes en sus
íntimos recintos, podrán gozar de su plenitud, que es la plenitud del mundo.” Para
cuando dijo esto, su voz era el pasaje más ominoso de la pieza coral; su cuerpo perdió
contornos, se hizo andrógino, y su cabello se tornó en flama que se separaba de su
cabeza. Me asusté. “Ya es hora que dejen de huir de su destino, y que se acerquen a
las costas de la redención”. Cuando terminó de decir esto último, descendió hasta la
tabla, a la par que recuperó su apariencia femenina, y pareció desfallecer. Se arrodilló
y arqueó de dolor, ocultando la cara entre las manos y el cabello que la circundaba. Me
hinqué instintivamente para atenderla, para consolarla, y casi posé mi mano sobre su
hombro izquierdo. Levantó la cara, conmovida, y me sonrió. “Vamos a otro lugar”, me
dijo.
Ella se puso de cuclillas al borde y lanzó guijarros al vacío. Me senté a su lado y esperé
que reiniciara su monologo. Mirando fijamente al conector, me hizo la siguiente
pregunta: “¿alguna vez has deseado la muerte?”. Desconcertado, repasé velozmente
mis nociones acerca de la muerte y, en contra de mis convicciones le respondí que no.
Ella me clavó la mirada y me dijo que yo no sabía lo que significaba morir. Se apartó y
hundió la cabeza en las manos entre sollozos. Jamás sentí tanta impotencia ante el
dolor ajeno y acerqué torpemente mi mano a su pelo para acariciarlo. La criatura
parecía retozando de salud, no tenía ninguna herida visible, su superficie no albergaba
el más mínimo asomo de cultivos de peste popcorn, sus vasos sanguíneos parecían
fluir por el lado correcto de la piel, pero su fijación por la muerte se me hacía como un
lujo extremo, reservado para la verdadera nobleza de espíritu. Quise saber más de su
dolor pero se me adelanto: “Sé lo que es morir, la corriente de plasma se muere.
¿Puedes sentir su temor?”. Acumulé razones en contra de la cesación de energía,
tomadas de las creencias populares, pero su mirada impávida me insinuaba que ella
preparaba una nueva revelación.
Me tomó de las manos y me miró directo a los ojos, con la mirada llorosa: “Lo que
puede salvar a la tierra de su destrucción, preservar lo que contiene más allá de su
cercano e inevitable fin, es la corriente, ¡créeme!”. Después se apartó y continuó en
voz muy baja, tuve que acercarme mucho: “No pueden seguir reduciendo la corriente
a suministro infinito de energía, que tarde o temprano saltará de sus goznes para
devorarlo todo. No es una fuerza ciega que requiere sacrificios para ser aplacada, y
definitivamente no es distinta a la inteligencia. Ella es puro espíritu que retiene todo lo
que llega a sus costas, pero de una forma más elemental que cualquier códice o muro
de la vida, donde tienen que tallar, o dejar marcada en signos oscuros, con la poca
sangre que quede en el cuerpo del rapsoda, la historia de sus pueblos, que es la
historia de la afanosa y salvaje carrera a ese muro elusivo. Entregarse a la corriente
significa salvar todo, cada instante, cada impresión, cada momento de la experiencia
interna o externa de cada sujeto, y el pasado colectivo de cada tribu.”
“La corriente no empezó con la forma que tiene ahora, distaba mucho de ser un
cumulo de relámpagos que circulaba la tierra. Su inicio fue modesto, silencioso, en un
receptáculo bien dispuesto para la observación, en medio de un vacío absoluto,
limitándose a cambiar sus elementos constitutivos de una y otra manera, añadiendo
cada cambio como una inscripción nueva a un registro externo. Esta inscripción,
llegando a cierto tamaño, registrando una cierta duración, entregaba patrones, nuevas
posibilidades formales. Hasta aquí la molécula vivía y crecía, se estiraba en el tiempo, y
servía a las necesidades de cómputo de los homínidos pre-humanos. Pero cuando una
materia nueva fue añadida al medio, una materia sin la capacidad de registro, una
materia inerte, la molécula la incorporó a su propio viaje temporal y la hizo parte de su
configuración. Primero, tímida y modesta, entabló una conexión con la materia nueva,
después la acercó lentamente, finalmente la interiorizó como una nueva parte,
manteniendo su organización inherente. La capacidad para integrar compuestos de la
molécula sorprendió a los homínidos, y le entregaron sustancias más complejas. Cada
una era conservada en su pureza. Pero la molécula se cansó del juego de mantener
intactas las estructuras, quería cambiar y realizar nuevas formas insólitas, ensayar
nuevos edificios moleculares; sabía que podía, el registro externo le había mostrado
vastas posibilidades.”
“Así que inició el proceso de descomposición, retiró las trabas, se aventuró a ser un
nuevo sí mismo. Con la cantidad de elementos que los homínidos le suministraron hizo
de sí mismo nuevas sustancias, modificó su apariencia y su esencia, recorrió el
espectro de lo posible. Y estos nuevos seres que era, confluían todos en el registro,
siempre fiel a mantener la sucesión de los momentos. Podría decirse que su identidad
estaba en ese registro, que cada día crecía más. Los homínidos observaron y
barruntaron un peligro existencial, intentaron clausurar el crecimiento, cortar la cinta
del registro, reconducir su dirección hacia el cortocircuito, engañar a la molécula con el
reinicio incesante del mismo momento. Pero la molécula interiorizo la cinta, la
reemplazo por la inscripción indeleble de cada instante en su propia estructura
atómica. Había trascendido la ceguera elemental de la materia. Y dejó de medir el
tiempo por unidades instantáneas artificiales, según los parámetros de la cinta
externa; su devenir era el crecimiento material mismo, la incorporación de nuevos
materiales, el cambio material cualitativo. Igualó el tiempo al espacio, y por esto los
filósofos homínidos injuriaron su atrevimiento. Por eso, debía crecer en un continuo
interminable, creciendo e incorporando, tejiendo su ahora con las cosas que
encontraba a su paso, innovando con las formas espontaneas que adquiría para lograr
el equilibrio de las partes siempre crecientes. Detener su perpetuo engullimiento
hubiera sido matar a la molécula, y los homínidos, al fin y al cabo, no estaban
dispuestos a realizar tal atrocidad.”
“Y ¿Qué sucedió?”
En la arena, mi cuerpo sobre el suyo, tenía mi daga curva contra su suave cuello. Una
gota de sangre roja se deslizó sobre la hoja reluciente. Me alejé despavorido y lancé
lejos mi arma sacrílega. Lágrimas de arrepentimiento se agolpaban en mis ojos, pero
también, de alegría. La criatura pareció perpleja más por mi reacción que por la
violencia de mi acto previo (cuando yacíamos entreví un gesto de resignación, incluso
de expectativa), y me observaba como escrutando una posibilidad en mi
comportamiento que no había anticipado. Yo solo actuaba como movido por una
fuerza exterior a mí, más antigua, que imprimía sus designios en mi cuerpo y en mi
alma. Había entrevisto la verdad. Me encontraba arrodillado frente a ella, la mirada
baja, presa de agitación y completamente subyugado, aquello que quizás los caballeros
de la edad oscura de la pre-humanidad sentían cuando comparecían ante sus santos.
Ahora me daba plena cuenta que el origen del mal, del sufrimiento y la decadencia en
la aldea radicaban en el olvido en el que había caído la verdadera naturaleza de las
cosas. Creyendo que las maneras originarias de la aldea eran fieles a la naturaleza
interna de lo material, se quiso mantenerlas idénticas en el tiempo. Las maquinas
residuales, los huertos primitivos, las representaciones geométricas del alma de las
cosas, eran objetos que encontramos en el desierto y que creíamos sagrados, pero que
respondían, en el mejor de los casos, a un intento fallido de deducción del alma de lo
material, y en el peor, a la conservación azarosa de un pasado vulgar. La única forma
privilegiada, el contorno elemental del alma de las cosas, era la figura femenina tal
como se me mostraba frente a mí. Mi cuerpo y su alma inherente se inclinaban
naturalmente hacia su belleza –reacción espontánea, veraz e infalsificable de todo lo
material hacia lo que le conviene- y unirme con su densidad era todo lo que ansiaba.
Veía con plena claridad que la única acción piadosa entre seres animados consistía en
organizarse en torno a ella. Insertar su perfección en la aldea significaría una reforma
de las costumbres, el aprendizaje de un nuevo evangelio, y el renacimiento de la
religión. La organización social conformada según los imperativos de reparar el mundo
un objeto a la vez, restituir la integridad de las cosas materiales que habían sido, inferir
los afectos de cada cosa en el espacio y facilitar su destino estaba contaminada por el
error, y constituía una práctica menuda e inútil; nos había llevado a un callejón sin
salida. Era momento de entender que la matriz del Todo era una figura curvilínea y
delicada, y que la practica piadosa consistía en proliferar su diseño en todo lo material.
La locura de los sacerdotes, su contemplación perpetua, se me hacia lo más razonable,
pero estos debían entender que el interior del mundo no está compuesto de rombos,
líneas y círculos, sino de infinidad de graciosas mujercitas. Le explique mi esperanza en
estos términos a la criatura, que en unos cuantos segundos se había hecho mi Dios.