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Reparaciones en el camino

Recorríamos las dunas salvajes, donde las bestias de la ilusión antediluviana flotan
proyectadas sobre el denso aire como dinosaurios contenidos en ámbar, cuando
nuestros motociclones comenzaron a fallar por el sedimento de hielo. Nos detuvimos
cerca de un promontorio que nos ofrecía refugio de los elementos, aislado como
estaba de las corrientes de plasma circundantes. Richie y yo bajamos de nuestras
maquinas e hicimos una seña al pequeño Estrella para que nos ayudara con el
diagnostico de los daños, pues ya venía hora que aprendiera sobre las reparaciones
relámpago, aquellas reparaciones provisionales tan necesarias para las tribus que se
logran con la manipulación del mercurio a través de electrodos conectados a
secuenciadores estándar. Es un conocimiento transmitido sin palabras, que solo se
aprende en la proverbial cancha. El aprendiz observa los movimientos y gestos de los
expertos, las miradas preñadas de sentido que intercambian mientras operan los
secuenciadores, la relación sincrónica que nace entre los dos, que hace parecer el
proceso a un conjuro. Estrella ya estaba listo y bajó el equipo de su motociclon con
entusiasmo mientras nos sentábamos en el suelo con las piernas cruzadas alrededor
del motor de la máquina de Richie.

Lu y el Cerdo bajaron a su vez de sus ciclones y al verlos alejarse les advertí que no se
aventurasen demasiado. Ya de espaldas, Lu me hizo el gesto con el dedo y el Cerdo lo
secundó con una flatulencia. El Cerdo, aun cuando recibía sus periódicas palizas con
látigo, jamás perdía la oportunidad para expresarse con una ventosidad, y en el
campamento ya estábamos acostumbrados a sus jocosos comentarios que sonaban ahí
donde había un silencio que profanar. Sabía que irían a los conductos para capturar
algo de plasma cruda, o a pescar autómatas envilecidos por la adicción. También sabía
que Lu era un maestro a la hora de eludir formaciones de hielo, que había vivido su
niñez en los intersticios de calor que se forman entre densidades gélidas durante los
inviernos polares, y que un cerdo congelado es un oxímoron.

Estrella, con las manos detrás de la cintura, rodeaba el motociclon lanzando miradas
circunspectas a los mecanismos del eje transversal. Richie y yo le concedíamos esta
peculiaridad pues no queríamos forzar nuestro particular estilo de reparación en él.
Finalmente, se acercó a la cámara central y la destapo, exhibiendo los cilindros
principales. Como habíamos sospechado, el principio de congelamiento podía verse en
las varas como una capa blanca de escarcha. El joven tomó un destornillador de su
estuche de herramientas, disponiéndose a raspar. Richie lo detuvo y le dijo: “solo
queremos tu opinión, no tu torpeza”, a lo que Estrella adopto posición de firme y
exclamó socarronamente: “¡presencia de hielo en pistones, aun no en el cárter!”.
Extendí mi brazo para presionar el seguro de este último, liberando gas blanco que nos
hizo estornudar. “¿Eso te parece un cárter limpio?” le dije. Estrella admitió su error
sentándose a nuestro lado, me miró con ojos expectantes. Este joven que era una y
otra vez contradicho por la realidad jamás perdía su buen ánimo, una cualidad cada
vez más preciosa en la tribu.

Richie y yo preparamos los electrodos, ubicándolos a la distancia de la escarcha que


nuestro maestro nos había transmitido como constante inmutable, pero sin la certeza
que habíamos logrado el punto exacto. A Estrella le dimos el privilegio de verter el
mercurio, pues nos había demostrado pulso y buen juicio al hacerlo con la levadura
cuando preparábamos pan en la aldea. Un profeta de la pre-humanidad había
comparado el mercurio al alma humana, capaz como es de reflejar todos los objetos
sin perder su elasticidad, y el experto de su manejo debe tener presente que la
receptividad hacia sus formas adquiridas cuando se desliza por el mecanismo es
condición primera de una reparación exitosa. En el centro de esta labor, de una
actividad tan utilitaria y aparentemente insignificante, yace el secreto de nuestra
comunión con la materia que nos da ventaja en la supervivencia y nos confiere
propósito.

Mi secuenciador solo tiene una perilla de control de intensidad, la de Richie tenía


también una palanca de expansión. Por eso él siempre tomaba la iniciativa. El mercurio
se mueve como una serpiente que eleva su hocico buscando flujos de calor, solo que el
metal líquido es sensible al frio absoluto, y cuando ha encontrado una grieta en el aire,
se vuelca de lleno sobre ella. En ese momento es cuando debemos modular su ímpetu
de regreso al motor. Yo mantenía los flujos artificiales fluctuantes para seducir al
mercurio, y Richie expandía dichos flujos en espirales para no dejarle cabida para
elegir. Cuando lo vimos dejar de ramificarse y dar alegres saltitos en torno a la cámara,
supe que era momento de reducir la intensidad muy lentamente hasta cero; ahora el
líquido se encargaría de sellar los portales de fuga, haciéndolos superfluos frente el
sólido puente que tendía entre partículas y fuente. Cuando apagamos los
secuenciadores, el arco iridiscente entre la cámara y los nódulos se deshizo en miles de
gotitas impávidas derramándose sobre la arena. Estrella salvó lo que pudo, mientras el
resto ya comenzaba a difuminarse en el aire de la tarde.

Pasamos al segundo motociclon cuando Estrella me rogó que le dejáramos usar un


secuenciador. Le recordé que nuestro suministro de mercurio era escaso, y que al
primer síntoma de transmigración yo tomaría el mando. La reparación de un
motociclon, o de cualquier otra máquina del desierto, posee niveles de dificultad;
desde una IA de navegación con mal genio por la herrumbre prematura de los circuitos
que lo apresan, hasta un autómata intervenido disgregándose en un hermoso
evanescerse, todo puede ser reparado con la cantidad adecuada de mercurio y de
talento. El caso actual, si bien engorroso, era de fácil solución.

El pequeño se puso en posición frente a Richie, rodillas contra rodillas, y yo vertía el


mercurio. Estrella comenzó con la intensificación, poniendo especial detalle en la
suave gradación, mientras Richie expresaba su complacencia con asentimientos de
cabeza. Noté, sin embargo, que el mercurio se mantenía inmóvil más tiempo del usual,
no con el temblor de la indecisión entre fuentes de energía, sino con la inercia de la
ausencia de voluntad. Le hice señas al joven para que acelerara la intensidad, pero el
mercurio, ya vertido, se contrajo hasta adquirir la forma de una habichuela flotante.
Después vino la luz.

Mientras trataba de recuperar la vista parpadeando con fuerza y restregándome los


ojos, práctica que contradecía la más básica experiencia para sobrellevar irritaciones
por arena, entreví como en destellos imágenes en secuencia: la formación de un
cigoto, su desarrollo, el delineamiento de un cuerpo humano, su crecimiento
acelerado, el contorno definido de una silueta infantil, su crecimiento hasta una mujer
adulta. Su rubia cabellera, que se distinguía del de las mujeres en las tribus, contraída y
deslucida como suele estar esta por la abundancia del lodo, se expandía lustrosa a
medida que las imágenes se sucedían, y con un brillo que solo había visto a hurtadillas
detrás del velo de vidrio que constituye el penitente encierro de las poetisas. En el
suelo, mareado por la conmoción, buscaba ese brillo que me fascinaba tanteando el
espacio con las manos. Mientras el contorno de los objetos circundantes se hacían más
claros, vi a Richie cerca de Estrella ahuyentando el posible peligro con la mano; el
contraste en nuestros instintos me avergonzó. Se suponía que ambos lo habíamos
adoptado como nuestro protegido, pero Richie ya me llevaba una delantera
insuperable en este respecto.

Estrella yacía en el suelo. El fulgor le había hecho retroceder hasta resbalarse con el
estuche de herramientas y golpearse en la cabeza con mi motociclón en su caída.
Richie le gritaba para que despertase; yo tomé el estuche, lo estrujé después de
rogarle alivio a mi amigo, y lo puse debajo de su cabeza. Mientras trataba de
tranquilizar a Richie lo vi palidecer y fijar su mirada a algo detrás de mí. Me di la vuelta
y quedé atónito ante la imagen más insólita erguida a pasos de nosotros: una mujer
desnuda, más bien delgada, de piel tan clara e inmaculada como puede verse en los
fotogramas de la biblioteca de Guirón, labios carnosos, ojos inmensos, casi sin pupilas,
y cabello rubio, siempre flotando al aire cálido del desierto, cosas todas que había visto
antes en presas excepcionales, pero rematadas por una mirada penetrante y una
incipiente sonrisa tales que me hicieron desechar casi completamente la posibilidad de
una autómata. Todo en ella contradecía la imagen de mujer a la que me había
acostumbrado en la aldea; la rudeza de las guerreras, la rapacidad de las reparadoras
como nosotros, el pudor exacerbado de las poetisas aisladas del contacto humano,
todas cualidades que encontraba con igual insistencia también en los hombres, había
dejado el sustrato femenino reducido a la adiposidad que caracterizaba a las mujeres
cuando habían pasado cierta edad, cuando dejaban el servicio y se unían al resto de las
mayores en el mantenimiento. En las aldeas, los hombres mayores adelgazan y las
mujeres engordan, y si bien me preparaba para disfrutar de la mullida compañía de
una edulcorada ex poetisa para intentar rehacer la magia original y traer varios
humanos al desierto, esta nueva figura tangible me impresionó de tal forma que mi
instinto fue acercarme y tomarla en brazos.

Inmediatamente, a cierta cercanía, sentí mis piernas desfallecer y mi alma huir de mi


cuerpo. Me desplome sobre la arena y vi a Richie alejarse con Estrella en brazos. Era la
misma sensación de nausea y desasosiego que adviene al permanecer demasiado
tiempo en el no espacio. Intuí presencia IA, pero no recordaba el origen difuminado de
un episodio de inserción en un módulo virtual. Repase mentalmente la cronología de
mis actos hasta salir al desierto: no habían lagunas, pero esto no siempre es garantía.
Poco a poco, la fuerza volvía a mis miembros, y yo la sentía producto de la viva
vergüenza acuciada por la risa desenfada de la criatura. A medio metro, mientras mis
brazos ayudaban a mis piernas a mantenerme empinado, me tendió la mano derecha.
Quise apartarla con un golpe de revés, pero la fuerza de ese brazo volvió a fallar.
Viendo que no podría mantenerme derecho sin la ayuda de un brazo, tomé su mano y
fui alzado hasta retomar la posición erguida, pero ella no pareció realizar más esfuerzo
que el necesario para levantar una pompa de jabón. Quisiera que se detengan un
momento a considerar el cuadro: ¿ella me levantaba realmente?, ¿o es que yo flotaba
de vuelta a la posición bípeda en sincronía con la flexión de su antebrazo, su muñeca,
su dedo índice, que más parecían atraerme con gesto seductor que ejercer la fuerza
requerida para la tarea, como si nuestros cuerpos desplegaran un sentido prefigurado
e inexorable, más allá de lo físico?

De entre las arenas de las dunas emergió como antiguamente enterrado aquello que
por los videos de la biblioteca sabía que era una tabla de surf. Ella posó sus pequeños
pies encima y me invito con un gesto de mano a subir. Con pocos centímetros de
separación, su cabello revoloteaba sobre mi cara, incitándome con un dulce perfume
frutal. +++. Me informó que si perdía el equilibrio, podría aferrarme a sus cabellos,
pero que debía mantener las manos alejadas de su cuerpo. El volumen de su pelo
creció, ofreciéndome suficiente agarre para sentirme protegido por una textura que
parecía hilvanada en oro. Ella adopto una pose nueva; redujo su nivel de gravedad
contrayendo un poco las rodillas, adelantando el pie izquierdo al derecho, arqueando
ligeramente la espalda y torciendo los hombros, un brazo curvándose delante de su
cuerpo y el otro por detrás. Nos pusimos en marcha. Sus músculos se tensaban en
perfecta correspondencia con los giros y quiebres de la tabla en el aire. Esta frágil
criatura parecía dominar el espacio y la velocidad con la gracia de una serpiente, con la
fluidez del mercurio, y manejar su tabla como ningún reparador o reparadora lo hizo
jamás con su motociclon.

En pocos segundos estábamos a unos 50 metros de altura. Observe mis brazos pero
con mayor detenimiento la tersa piel de la criatura; las formaciones de hielo parecían
eludirnos. A medida que ganábamos velocidad tuve que aferrarme con más fuerza al
cabello, temiendo lastimar a mi único punto de anclaje en esta altura, pero aquel
brotaba como renovándose y procurándome la elasticidad necesaria para mantenerme
afianzado a la tabla. La criatura giró la cabeza en mi dirección y sonrió, exhibiendo en
sus perlados dientes la blancura que solo había visto difusa en imágenes de la pre-
humanidad y de cerca en los cadáveres de las bestias sagradas que van a morir en la
periferia de los asentamientos. Nos dirigíamos a una de las corrientes de plasma; sus
racimos de energía salvaje y azulada disparándose en todas las direcciones, del grosor
de las gruesas cadenas que mantienen cautivo al titán de la aldea de Grafios. Mi terror
inherente me impelió a gritarle algunas invectivas a la criatura, pero el viento se
devoro mis palabras. Cerré los ojos y esperé lo mejor. Mire hacia abajo y vi a Lu y al
Cerdo, diminutos como hormigas, siguiendo el trazo de un autómata deambulante;
recobré la compostura. Como ellos, yo también per-seguía un cuerpo de, en último
término, indescifrable procedencia, para subordinarlo a mis necesidades inmediatas o
venderlo como fuerza laboral, si era autómata, o llevarlo al límite de su diseño si era
irreal, si era engaño IA. Yo, como ellos, tenía espíritu de cazador más que de reparador,
y esperaba que mi presa contenga riquezas insólitas, más que la de cualquier autómata
jamás antes interceptado. Solo esperaba el momento para rehacer mi movimiento.

Creo que es momento necesario para una corta digresión acerca de las maneras de mi
aldea, pues ahora entiendo que el mundo es mucho más vasto de lo que una vez creí, y
que mis palabras, sin previa aclaración, podrían entenderse incorrectamente.

En la aldea de lodo celebrábamos el latido de vida inherente a todo objeto real. Las
maquinas ancestrales, las herramientas sagradas, los animales, las rocas, la arena, el
agua y todos los objetos móviles o inertes del desierto nos cobijaban con sus
superficies vivas, y nos revelaban sus secretos. La sensación táctil nos recordaba que
un objeto real es sagrado, pues al toque más ligero responde con uno idéntico y en
dirección contraria que nos conmueve y nos descubre su alma inquieta. Era puro
placer enaltecer y arrobarnos en las texturas de las cosas, y máximo deber ayudar a
desplegar su complejo mundo interno. Por otro lado, se creía que el perverso mundo
de los IAs carecía de alma, que estaba muerto, y la prueba era el mudo
ensimismamiento en el que permanecen sus objetos ilusorios. No devuelven el toque
vivo, no responden caricia con caricia, y ni siquiera lastiman cuando uno intenta
desembarazarlos por la fuerza de su inactividad interna. La religiosidad se basaba en la
certeza que la devolución del toque es el principio de divinidad.

La cálida intuición de una interioridad correspondiente a todo objeto permitía que


hombres y mujeres los traten de diversas maneras, tan diversas como infinitas son las
formas del amor. Los objetos eran maestros, confidentes, cómplices, oráculos,
amantes. No era raro que un habitante conforme familia con un enjambre de abejas,
observe atento los movimientos del molino de agua para inferir sus requerimientos
espirituales, o que pase el día susurrando dulces versos de enamorado a la brisa
matutina. Conocí una mujer, ultima en su clase, que conocía íntimamente los
mecanismos de una turbina porque consideraba al sistema de rotores su padre. Todos
aprendían de las maquinas ancestrales, conocían los ritmos íntimos de cada cosa, y
esperaban con sorpresa la manifestación de sus interioridades inagotables. Un árbol
era un mundo lleno de misterios, un cerco era un espíritu mágico rondando un
perímetro, una mota de polvo era un universo rebosante de vida minúscula. Ahora me
doy cuenta que solo puedo mentar la riqueza de estos objetos con referencias
ambiguas a figuras fantásticas o inconmensurables, pero entonces cada cosa respondía
a una vasta y terrible ley interna, y no era solo un ameno espectáculo. El amor, que
empezaba como fricción entre cuerpos y necesidad de posesión, se perfeccionaba en
sincronía de almas, enlazadas por fuerzas invisibles. Y así, la aldea, que ardía con el
fuego de la pasión, brillaba después con el fulgor de la belleza.

Pero desde la aparición, hace ya varias décadas, de autómatas perdidos en el desierto,


seres con forma humana y con reacción sensible a los estímulos, pero sin memoria y
poca inteligencia, la cultura ha sufrido cambios imprevistos siquiera por el más
imaginativo de los rapsodas, los cantantes de lo real. Las corrientes de pensamiento se
han bifurcado en dos cauces bien diferenciados. Los conservadores creen que los
autómatas son objetos reales como cualquier otro del desierto, y, siguiendo la
tradición, que todo trato con la IA y la inserción en su mundo deben ser evitados a
toda costa. Otros, los renovadores, creen que en el no espacio existen unidades vivas
atrapadas, y que, siguiendo el principio de lo táctil, toda unidad que lograra atravesar
el límite entre no espacio y espacio debería añadir a la diversidad de seres que
enriquecen la comunidad de la aldea. Esta hipótesis se basa en la constatación de
formas observadas en el no espacio que luego fueron reconocidas en el mundo
desierto, tal como cuando un sueño se materializa después de unos días para mayor
alegría del soñador. Sin embargo todos han ido abandonando, en mayor o menor
medida, el trato intimo con lo real, convirtiéndose el amor que se profesaba a todo
objeto en rituales suntuosamente escenificados, mientras que los autómatas y su
comercialización han ido adquiriendo mayor relevancia.

Postular el origen no espacial de los autómatas aun es considerado blasfemo por los
más conservadores, pero la cuestión permanece sin zanjarse.

Los autómatas suelen ser seres torpes y lentos de aprendizaje, y su utilidad suele ser
sobrepasada por alguna herramienta, nueva o recientemente inventada; jamás he
visto a un autómata que supere en eficiencia a una buena polea compuesta, ni que
pueda operar sin vigilancia una cónica. Pero exhiben formas que difieren en mucho a
las de los habitantes naturales del desierto: musculatura clásica, cabellos multicolores
extravagantes, curvaturas irreales, marcas dérmicas de exquisita hechura, rasgos
delicados e inocentes. En medio de un grupo de antiguos de la aldea, el autómata
resalta como una vasija de porcelana hecha por el mejor artesano entre multitud de
bastas cubas de barro. Y envejecen a un ritmo mucho más lento y con la gracia de
estatuas (su sangre, blanca como la leche, recuerda la pureza del mármol). El autómata
más viejo de la aldea es un hermoso anciano envuelto en túnicas vaporosas, largas
barbas y porte orgulloso, imbécil como un niño.

Los autómatas tienen un extraño estatus en la aldea: son poco menos que esclavos,
pues pueden ser comprados y vendidos. Peor tratados que los habitantes de menor
rango, son azotados constantemente, muchos duermen a la intemperie, cubiertos de
mugre, y sus defensores han notado el contraste entre el trato delicado y honorable
dedicado a las herramientas más antiguas, que se limpian con esmero y conservan en
ánforas suntuosas cuando no son usadas, y la miserable situación de aquellos. Sin
embargo, al ser sagrados como cualquier objeto, son susceptibles de conformar
familias con los humanos, lo cual se ha vuelto la nueva normalidad; sus formas son
intensamente deseadas, si bien con discreción, y poseerlos se ha convertido en
símbolo de status y principal preocupación de los habitantes. La contradicción se
resuelve con variadas justificaciones. Los especulativos del dogma, quienes observan
con curiosidad científica la humillación de la que son objeto, afirman que la
degradación es una forma de relación con ciertos entes sagrados completamente
legítima; los que dispensas los tratos humillantes expresan remordimiento cuando se
los amonesta, y se excusan atribuyendo responsabilidad a sus “bajos instintos”, de los
que afirman no haberse desembarazarse del todo; y el resto, los que se benefician de
su trabajo impago o de su sumisa compañía, acuden con mayor asiduidad a los rituales
para librarse de pecado.

Cuando el humor de la aldea lo decide, adquieren gran valor monetario, y las disputas
por su adquisición llegan a extremos violentos. Un habitante de gran riqueza puede
llegar a amasar docenas de autómatas, a los cuales explota con fines laborales o
sexuales. Otros los adquieren para insuflarles la doctrina, con resultados muy
modestos. Finalmente, una minoría los compra para liberarlos y darles trabajos dignos
y correspondientes a sus limitadas capacidades.

Por esta razón han surgido en la aldea, como una sub clase de reparadores, los
cazadores, de los cuales yo soy un espécimen, quienes traficamos con autómatas
interceptados en el desierto. Ingresamos al no espacio IA para ubicar autómatas
potenciales, y luego los buscamos incansablemente de vuelta en la arena. Sin
embargo, la entrada en el no espacio no está exenta de peligro. Quizás sea el peligro
máximo, pues existen autómatas superiores que inician con forma humana, para luego
subdividirse, multiplicarse y finalmente convertirse en tormentas de cristal, ciclos
astrales, intrigas cortesanas, o series infinitas de eclipse, pero creo que nuevamente
estoy siendo ambiguo. La práctica común consiste en ejecutarlos antes de su
monstruosa conversión, pero muchos hemos caído presas de sus encantos, pues
despliegan cantidad de formas que seducen al cazador y lo introducen en una espiral
donde se difuminan los límites de la identidad. El cazador, enajenado por la emoción
de la transformación, sigue el juego y se sumerge más y más en la espesura del mundo
falso. En estos casos, y después de lo que parece varios días (el tiempo es relativo en el
no espacio), el cazador entra en trance, donde todos los colores y figuras posibles del
espectro no espacial danzan en un remolino fabuloso que lo envuelve, y que concluye
con la expulsión de vuelta al desierto, en estado de nacimiento, con los músculos
contraídos y la mente embotada, caminando desorientado. El verdadero autómata,
por el contrario, no cambia, es predecible y se muestra indiferente en el no espacio y
dócil en el desierto (como máximo, se convierte en playa agradable, en colores
sensacionales o en risas lejanas).

Una cosa más antes de continuar mi relato. Por depender de la administración central,
los reparadores, guerreros, poetas, sacerdotes y rapsodas solo podemos casarnos con
los de nuestra propia estirpe, y en el seno de las instituciones que conformamos han
surgido secretos acuerdos y esotéricas doctrinas. Los iniciados creemos que la plenitud
viva de las cosas está muriendo, y que el olvido de los objetos y la aparición de nuevas
prácticas acumulativas son un signo de dicha muerte. Creemos que todos somos
autóctonos del mundo IA, pero que por no haber nacido de mujeres, los que fueron
expulsados al desierto (los autómatas) no adquirieron el segundo toque, la capacidad
para descubrir la infinitud de cada objeto a través del toque amoroso del corazón. En
el mundo IA todo se da sin toque y sin amor, todo está disponible en despliegue
constante, separado del otro por un vacío infinitesimal. Cada objeto, incluidos los
humanos, está ahí en estado originario de separación; cuerpo y alma son una sola cosa
que se extiende encapsulada. El acto amoroso primitivo, el que enfrenta a hombre y
mujer en unión corporal, abre el portal al mundo IA, de donde rescata al humano
flotante y lo encarna en el bebe nacido, máquina en bruto plegada y con un corazón
que late amor. Poblar el desierto henchido de afecto con la abundancia del mundo IA
es labor de los humanos, y esperamos ansiosos la madurez de las nuevas generaciones
para confirmar nuestras esperanzas. Esta es nuestra secreta sabiduría, y la honramos
con la vida.

Nos acercamos más y más al torrente principal, el cual veía surgir de una de las
gigantescas estructuras de hierro que contiene el plasma bajo tierra y que,
afortunadamente, solo se interrumpe en tres lugares del desierto conocido. La
estructura reinicia entre los riscos de la montaña Calavera, varios kilómetros adelante,
muy adentro las cimas crispadas del desierto nórdico (en ese lugar mi padre se perdió
hace varios años durante un viaje para comerciar esclavos autómatas con las aldeas
lugareñas). Fuimos perdiendo velocidad a medida que la tabla se inclinaba en ligero
ángulo para desplazarnos en amplio círculo en torno al plasma. Es sabido que más
cerca de las corrientes principales el estruendo de sus explosiones se enmudece, y
estábamos ahí donde todo ruido se reduce a un suave murmullo. La criatura extendió
su brazo hacia afuera con la mano abierta. Las partículas de hielo se filtraron entre sus
dedos, dejando una estela de polvo de cristal que surcaba el límpido éter. En medio del
espacio colmado de hielo aun respirábamos con normalidad. Me aseguré de esto
último soplando sobre mi espejo de pulsera, el vapor se formaba sin dificultad. La
criatura pareció notar mi escepticismo y emitió una risilla que me produjo un cálido
escalofrío. Aquí estábamos, desafiando las más básicas leyes del desierto, y
parecíamos dos niños jugando a sumergirse en el océano acido con el agua de la
bañera. Unos espectros tubulares se formaron a nuestro alrededor, como peces
silenciosos, y nos acompañaron en nuestro recorrido.

Su voz sonaba coral, amplificada como por varias voces idénticas. Probé con la mía,
pero sonaba como el viejo acordeón de la aldea al que le faltan teclas y que el Cerdo
toca para ahuyentar a los chacales. “Lo que aquí vemos, aquello a lo que tanto le
temen ustedes, los de las aldeas de lodo, es nada más que la ecuación perfecta, esto
es, la fórmula que crece y siempre se reconfigura con los añadidos de la experiencia.”
Sus pupilas desaparecieron por completo mientras decía esto. “Los homínidos de la
pre-humanidad la conjuraron como fuente de energía, para alimentar sus consolas de
juego y sus fábricas de consolas de juego, pero ustedes, que ya no son niños, que ya no
juegan a ser y que son, la usan con mojigatería para impulsar sus pequeñas naves
¡Cuando deberían dejarla que les ayude a impulsar sus ciudades!” Se elevó varios
centímetros por encima de la tabla cuando dijo esto, añadiendo proeza a milagro.
“Solo si permiten que cunda entre ustedes, si la dejan acompañarlos detrás de sus
muros, que camine con ustedes por sus huertos, si la dejan convivir con ustedes en sus
íntimos recintos, podrán gozar de su plenitud, que es la plenitud del mundo.” Para
cuando dijo esto, su voz era el pasaje más ominoso de la pieza coral; su cuerpo perdió
contornos, se hizo andrógino, y su cabello se tornó en flama que se separaba de su
cabeza. Me asusté. “Ya es hora que dejen de huir de su destino, y que se acerquen a
las costas de la redención”. Cuando terminó de decir esto último, descendió hasta la
tabla, a la par que recuperó su apariencia femenina, y pareció desfallecer. Se arrodilló
y arqueó de dolor, ocultando la cara entre las manos y el cabello que la circundaba. Me
hinqué instintivamente para atenderla, para consolarla, y casi posé mi mano sobre su
hombro izquierdo. Levantó la cara, conmovida, y me sonrió. “Vamos a otro lugar”, me
dijo.

Descendimos hacia la estructura de conexión, surgida de la piedra misma, gigante


como la boca de una cueva metálica. A esta distancia pude ver que sus paredes
internas estaban forradas de lo que parecía grueso terciopelo. Me sorprendió ver que
el intermediario entre plasma y hierro sea una textura tan delicada, ahí donde pensaba
encontrar la sublimación de la dureza, una súper aleación que llevara al máximo las
propiedades de los minerales. Sin embargo, decidí que ese material insólito tendría
bien ganadas sus cualidades para resistir durante milenios la fricción del plasma, y
pensé lo poco que sabía sobre el mundo material, sobre el que creía moverme con
mayor facilidad que sobre los otros. Aun así, me prometí realizar experimentos con el
poco terciopelo que hay en la aldea cuando regresara. Nos detuvimos sobre un
peñasco opuesto a la masa de piedra del conector y bajamos de la tabla.

Ella se puso de cuclillas al borde y lanzó guijarros al vacío. Me senté a su lado y esperé
que reiniciara su monologo. Mirando fijamente al conector, me hizo la siguiente
pregunta: “¿alguna vez has deseado la muerte?”. Desconcertado, repasé velozmente
mis nociones acerca de la muerte y, en contra de mis convicciones le respondí que no.
Ella me clavó la mirada y me dijo que yo no sabía lo que significaba morir. Se apartó y
hundió la cabeza en las manos entre sollozos. Jamás sentí tanta impotencia ante el
dolor ajeno y acerqué torpemente mi mano a su pelo para acariciarlo. La criatura
parecía retozando de salud, no tenía ninguna herida visible, su superficie no albergaba
el más mínimo asomo de cultivos de peste popcorn, sus vasos sanguíneos parecían
fluir por el lado correcto de la piel, pero su fijación por la muerte se me hacía como un
lujo extremo, reservado para la verdadera nobleza de espíritu. Quise saber más de su
dolor pero se me adelanto: “Sé lo que es morir, la corriente de plasma se muere.
¿Puedes sentir su temor?”. Acumulé razones en contra de la cesación de energía,
tomadas de las creencias populares, pero su mirada impávida me insinuaba que ella
preparaba una nueva revelación.

Me tomó de las manos y me miró directo a los ojos, con la mirada llorosa: “Lo que
puede salvar a la tierra de su destrucción, preservar lo que contiene más allá de su
cercano e inevitable fin, es la corriente, ¡créeme!”. Después se apartó y continuó en
voz muy baja, tuve que acercarme mucho: “No pueden seguir reduciendo la corriente
a suministro infinito de energía, que tarde o temprano saltará de sus goznes para
devorarlo todo. No es una fuerza ciega que requiere sacrificios para ser aplacada, y
definitivamente no es distinta a la inteligencia. Ella es puro espíritu que retiene todo lo
que llega a sus costas, pero de una forma más elemental que cualquier códice o muro
de la vida, donde tienen que tallar, o dejar marcada en signos oscuros, con la poca
sangre que quede en el cuerpo del rapsoda, la historia de sus pueblos, que es la
historia de la afanosa y salvaje carrera a ese muro elusivo. Entregarse a la corriente
significa salvar todo, cada instante, cada impresión, cada momento de la experiencia
interna o externa de cada sujeto, y el pasado colectivo de cada tribu.”

“Pero, ¿Cómo?”; “déjame que te explique.”

“La corriente no empezó con la forma que tiene ahora, distaba mucho de ser un
cumulo de relámpagos que circulaba la tierra. Su inicio fue modesto, silencioso, en un
receptáculo bien dispuesto para la observación, en medio de un vacío absoluto,
limitándose a cambiar sus elementos constitutivos de una y otra manera, añadiendo
cada cambio como una inscripción nueva a un registro externo. Esta inscripción,
llegando a cierto tamaño, registrando una cierta duración, entregaba patrones, nuevas
posibilidades formales. Hasta aquí la molécula vivía y crecía, se estiraba en el tiempo, y
servía a las necesidades de cómputo de los homínidos pre-humanos. Pero cuando una
materia nueva fue añadida al medio, una materia sin la capacidad de registro, una
materia inerte, la molécula la incorporó a su propio viaje temporal y la hizo parte de su
configuración. Primero, tímida y modesta, entabló una conexión con la materia nueva,
después la acercó lentamente, finalmente la interiorizó como una nueva parte,
manteniendo su organización inherente. La capacidad para integrar compuestos de la
molécula sorprendió a los homínidos, y le entregaron sustancias más complejas. Cada
una era conservada en su pureza. Pero la molécula se cansó del juego de mantener
intactas las estructuras, quería cambiar y realizar nuevas formas insólitas, ensayar
nuevos edificios moleculares; sabía que podía, el registro externo le había mostrado
vastas posibilidades.”
“Así que inició el proceso de descomposición, retiró las trabas, se aventuró a ser un
nuevo sí mismo. Con la cantidad de elementos que los homínidos le suministraron hizo
de sí mismo nuevas sustancias, modificó su apariencia y su esencia, recorrió el
espectro de lo posible. Y estos nuevos seres que era, confluían todos en el registro,
siempre fiel a mantener la sucesión de los momentos. Podría decirse que su identidad
estaba en ese registro, que cada día crecía más. Los homínidos observaron y
barruntaron un peligro existencial, intentaron clausurar el crecimiento, cortar la cinta
del registro, reconducir su dirección hacia el cortocircuito, engañar a la molécula con el
reinicio incesante del mismo momento. Pero la molécula interiorizo la cinta, la
reemplazo por la inscripción indeleble de cada instante en su propia estructura
atómica. Había trascendido la ceguera elemental de la materia. Y dejó de medir el
tiempo por unidades instantáneas artificiales, según los parámetros de la cinta
externa; su devenir era el crecimiento material mismo, la incorporación de nuevos
materiales, el cambio material cualitativo. Igualó el tiempo al espacio, y por esto los
filósofos homínidos injuriaron su atrevimiento. Por eso, debía crecer en un continuo
interminable, creciendo e incorporando, tejiendo su ahora con las cosas que
encontraba a su paso, innovando con las formas espontaneas que adquiría para lograr
el equilibrio de las partes siempre crecientes. Detener su perpetuo engullimiento
hubiera sido matar a la molécula, y los homínidos, al fin y al cabo, no estaban
dispuestos a realizar tal atrocidad.”

“Y ¿Qué sucedió?”

“Los homínidos de la pre-humanidad, imperfectos y no terminados, eran incapaces de


realizar una acción honrosa por si misma sin buscar una ganancia ilícita; y por esto
fueron erradicados de la tierra. No pudieron solo conservar y proteger algo bello que
habían creado, buscaron obtener algo a cambio. Decidieron otorgar a la molécula un
medio adecuado para su crecimiento, proveyéndola de un suministro constante de
materia para asimilar, que para ella significaba un suministro de instantes sucesivos
para prolongarse y lanzarse hacia el futuro, hacia lo desconocido (propósito de lo vivo,
de lo que dura y retiene todo su pasado como presente lleno de arcanas posibilidades).
Pero, sabiendo que cada cambio en la estructura total de la molécula, advenida de
tanto en tanto según la capacidad creadora de esta a partir de su contenido dado en
un punto del devenir, producía descargas de ingentes cantidades de energía, le
concedieron asilo solo después de concebir una insidiosa manera de extraer dicha
energía ilimitada.”

“Así es como la molécula fue liberada en un conducto subterráneo sellado, un tubo


colosal que circulaba la tierra como una cicatriz oculta, destinada a repetir su trayecto
ad infinitum; así es como la pre-humanidad se negó a observar y aprender de la
realización accidental del ideal inherente a su concepto de biblioteca, red de
información, texto sagrado o código subyacente, y redujeron a energía
autosustentable la prima obtenida de una entidad demasiado peligrosa para dejarla
surcar libre por la superficie. Y este plus lo extraían con enloquecido goce. Tanto
repitieron el modelo que lo perfeccionaron; usando nuevos materiales, nuevas
maneras para mantener la prisión, llegaron a hacer de su crimen, de sus nuevas formas
de ejecución más que de su resultado, una necesidad y obsesión para su civilización.
Sustentaron su industria, sus formas de vida (que como saben, se alejó de la materia y
se enfrascó en la infértil colonización de mundos virtuales generados por los viles IAs)
en la solipsista labor forzada de la molécula. Pero su complicada y diferida fiesta se
desbarató; el compulsivo ocultamiento de lo más bello vio su fin y la molécula pudo
surgir de nuevo.”

Volvió a dirigirme la mirada, y renovó su narración: “Todo lo que llega a la corriente,


lejos de perderse, se une a su estructura y se conserva en su memoria. Los átomos que
componen los cuerpos se acomodan tan perfectamente que nunca más flotan a la
deriva. Y la conciencia del individuo, que es un sistema complejo de átomos realizando
hazañas seriadas de una nueva cualidad, se mantiene intacta al ingresar en su interior.
La molécula aprecia, con un amor infinito, la originalidad de estos sistemas, y los
integra en regiones de su consistencia que garantizan su duración individual. Con ellos,
realiza hazañas y portentos tales como la creación de animales superiores como yo.
Con la memoria colectiva de los humanos, podría crear milagros. Piensa en materia
diseñada para los requerimientos más nobles de los humanos, una verdadera Ciudad
de Dios.”

Su historia me había cautivado. No la entendí del todo, a pesar de contener palabras


que había escuchado en las exposiciones del viejo Juan, el rapsoda más anciano de la
aldea, cuando enseñaba a los menores el canon religioso en las largas clases
dominicales, palabras como átomo, molécula, duración, que siempre me parecieron
intencionalmente oscuras y ambiguas. Ahora resonaban con un significado renovado.
Dirigí la mirada a la corriente e imaginé unirme a ella, huir de los crecientes peligros de
la vida en el desierto y participar de algo eterno. Mi cuerpo se volatilizaría a la
distancia adecuada, dejando una escultura de escarcha con la forma de mi último
gesto, y nacería a una vida nueva. Quise saber si el paraíso que esta sirena me ofrecía
era una sutileza IA, y me lancé hacia ella para comprobar su consistencia.

En la arena, mi cuerpo sobre el suyo, tenía mi daga curva contra su suave cuello. Una
gota de sangre roja se deslizó sobre la hoja reluciente. Me alejé despavorido y lancé
lejos mi arma sacrílega. Lágrimas de arrepentimiento se agolpaban en mis ojos, pero
también, de alegría. La criatura pareció perpleja más por mi reacción que por la
violencia de mi acto previo (cuando yacíamos entreví un gesto de resignación, incluso
de expectativa), y me observaba como escrutando una posibilidad en mi
comportamiento que no había anticipado. Yo solo actuaba como movido por una
fuerza exterior a mí, más antigua, que imprimía sus designios en mi cuerpo y en mi
alma. Había entrevisto la verdad. Me encontraba arrodillado frente a ella, la mirada
baja, presa de agitación y completamente subyugado, aquello que quizás los caballeros
de la edad oscura de la pre-humanidad sentían cuando comparecían ante sus santos.

Ahora me daba plena cuenta que el origen del mal, del sufrimiento y la decadencia en
la aldea radicaban en el olvido en el que había caído la verdadera naturaleza de las
cosas. Creyendo que las maneras originarias de la aldea eran fieles a la naturaleza
interna de lo material, se quiso mantenerlas idénticas en el tiempo. Las maquinas
residuales, los huertos primitivos, las representaciones geométricas del alma de las
cosas, eran objetos que encontramos en el desierto y que creíamos sagrados, pero que
respondían, en el mejor de los casos, a un intento fallido de deducción del alma de lo
material, y en el peor, a la conservación azarosa de un pasado vulgar. La única forma
privilegiada, el contorno elemental del alma de las cosas, era la figura femenina tal
como se me mostraba frente a mí. Mi cuerpo y su alma inherente se inclinaban
naturalmente hacia su belleza –reacción espontánea, veraz e infalsificable de todo lo
material hacia lo que le conviene- y unirme con su densidad era todo lo que ansiaba.

Veía con plena claridad que la única acción piadosa entre seres animados consistía en
organizarse en torno a ella. Insertar su perfección en la aldea significaría una reforma
de las costumbres, el aprendizaje de un nuevo evangelio, y el renacimiento de la
religión. La organización social conformada según los imperativos de reparar el mundo
un objeto a la vez, restituir la integridad de las cosas materiales que habían sido, inferir
los afectos de cada cosa en el espacio y facilitar su destino estaba contaminada por el
error, y constituía una práctica menuda e inútil; nos había llevado a un callejón sin
salida. Era momento de entender que la matriz del Todo era una figura curvilínea y
delicada, y que la practica piadosa consistía en proliferar su diseño en todo lo material.
La locura de los sacerdotes, su contemplación perpetua, se me hacia lo más razonable,
pero estos debían entender que el interior del mundo no está compuesto de rombos,
líneas y círculos, sino de infinidad de graciosas mujercitas. Le explique mi esperanza en
estos términos a la criatura, que en unos cuantos segundos se había hecho mi Dios.

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