Los perros fueron los primeros en comenzar. Ladraron toda la noche,
incesantemente. La lengua les cayó un palmo fuera de las fauces porque no podían detenerse para beber de un balde que el hombre les llenaba con agua todas las mañanas. Estaban atados a un poste, dos con gruesas sogas añadidas en varios trozos y el tercero con una cadena; forcejearon para librarse porque tenían que seguir ladrando más allá, pero fue en vano. El hombre y la mujer se habían acostado a hora temprana, como de costumbre apenas oscureció; dieron vueltas en el lecho sin conciliar el sueño. No supieron si se habían dormido finalmente, la noche parecía avanzada y los perros los habían despertado, o al contrario, no habían dormido nada y solo habían intentado hacerlo. La baraúnda de los perros no los asustó. Los perros solían ladrar durante la noche. Bastaba que pasara algún gato, que una rata hurgara entre los desperdicios lejanos. A veces, distinguían mal entre las sombras, el viento traía y mezclaba olores que los confundían. Ladraban entonces para expresar el desconcierto o para dejar a salvo su responsabilidad de guardianes. Por otra parte, los ladridos no indicaban la presencia de intrusos. Fastidiaban con su insistencia, eso era todo. Al fin, urgido por la mujer, el hombre se levantó y les arrojó un ladrillo que encontró en el patio. Uno de los perros, el que estaba atado con la cadena, aulló de dolor y se metió en la casilla con la cola entre las patas. Los otros callaron. El hombre volvió al lecho. Pero apenas se estiró y cerró los ojos, los ladridos comenzaron nuevamente. Lanzó una maldición contra los perros, deseó cortarles la garganta. Despierto del todo, advirtió para colmo el ruido de una varilla que golpeaba monótonamente en el travesaño de un tragaluz. En un minuto podría repararla ajustando los tornillos. No lo hacía porque necesitaba la escalera, inutilizable desde que se le habían roto los escalones. Se prometió no postergar más los arreglos, la escalera, la varilla, la tela metálica del gallinero que presentaba aberturas… Filtraba la humedad en techos y paredes, pero esto podía esperar una noche descansada, un humor más propicio. La vida no se detenía por unas postergaciones, un poco de demora. Lo extraño era que la varilla golpeaba solo en las tormentas, con el viento. La noche crecía quieta, tan quieta que parecía vacía. No obstante la varilla golpeaba. Somnoliento, el hombre se cubrió los oídos con las manos, puso la cabeza bajo la almohada; sin encontrar refugio, permaneció despierto, rumiando sus pensamientos que, por pereza, no concluía nunca mientras escuchaba con un encono blando los ladridos que resquebrajaban la noche, se la ofrecían a su desvelo. Apenas aclaró, se vistió y salió al patio. Se anunciaba un hermoso día, de ardiente calor que podría atemperar en el amparo y la frescura de la casa. Como acontecía siempre desde hacía años, olvidó de inmediato la varilla y sus propósitos de ajustarla a pesar de que seguía golpeando empecinadamente contra el travesaño. La mujer se empeñó en dormir, acurrucada en forma de ovillo, los puños contra las mejillas, pero él comprendió que estaba despierta. Se esforzaba solamente en dormir (o en atraer al sueño con su simulacro), porque el rostro tenso y contraído se destacaba sobre el blanco grisáceo de la almohada. Los perros continuaban ladrando, en un diapasón menor, se le ocurrió, por la fatiga o porque el día tragaba los ruidos o los propiciaba. Ladraban al aire, con cansancio pero regularmente. Eran tres perros flacos, grandes y fuertes. Uno negro y dos marrones. La agitación se les marcaba bajo las costillas. Los palmeó para tranquilizarlos y luego repartió puntapiés, inútilmente. Ladraban ahora sentados sobre los cuartos traseros, con una especie de tristeza obstinada y la lengua casi rígida. El hombre se encogió de hombros y los dejó. Ya se cansarían del todo. Tenían mucha resistencia, aunque se mostraran agotados. Cantó el gallo repetidas veces y el hombre se detuvo cerca del gallinero, sosteniendo el balde de los perros. Había querido renovarles el agua y lo traía lleno hasta los bordes; incluso había raspado con un palo la mugre del fondo. Cantó el gallo estrangulando ese ritual de pausa y grito con el que alertaba a las gallinas o iniciaba sus días. En realidad, una vez que empezó no cesó de cantar, como si algo le impidiera detenerse. El hecho divirtió tanto al hombre que soltó una carcajada no obstante la furia que experimentaba por los perros. Sintió su hilaridad crecer y desbordar a medida que aumentaba la tozudez del gallo, firmemente asentado sobre la tierra removida de los alrededores, la cresta roja contra el pasto del amanecer. Distraído, el hombre dejó el balde en el suelo, bastante lejos de los perros. Cuando las gallinas abandonaron el gallinero por las aberturas del alambre tejido y, picoteando en la tierra, se acercaron al gallo, el hombre se retorció llorando de risa, las manos sobre el estómago. El gallo se veía bien que no daba más pero seguía obstinadamente, el grito cada vez más agudo mientras las gallinas se empujaban cacareando a su alrededor. Pero el gallo no podía alzarse sobre ninguna, imponer su dominio; agotado, trataba de mantener la apostura, la cabeza erguida, aunque los ojos se le ponían vidriosos. Los perros aullaban, casi exánimes. El hombre dio vuelta a la casa y en un punto oyó el ruido de la varilla repiqueteando contra el travesaño del ventiluz. Pegó con los nudillos en los postigos de la ventana, llamando a su mujer. Solía levantarse temprano y lo irritaba ese sueño a deshora. Sin embargo reía mientras pensaba en ella con una suerte de rencor; el canto del gallo, la pretensión del gallo de lucirse ante las gallinas lo divertía grandemente, si bien tenía miedo de que se le muriera. La mujer abrió la ventana, usaba un camisón desteñido confeccionado con un vestido viejo y rezongó sin humor: «¿Qué pasa?». El hombre intentó decirle, pero su propia risa se lo impedía. Del todo imposible hablar, frenar la risa, cortarla con una palabra. Por otra parte, se preguntó, ¿para qué ella necesitaba explicaciones? ¿Acaso no advertía lo que sucedía, los sonidos entremezclados en el aire? «¿Qué pasa?», repitió la mujer porque no encontraba motivos para esa hilaridad que le resultaba agraviante. El constante barullo de los perros le había impedido dormir, a ella, que dormía como un tronco, vacía de pensamientos y sueños, apenas se acostaba. Él se inclinó hacia ella como si por fin fuera a hablarle. En cambio, sin interrumpir su risa fastidiosa, se apoyó en uno de los postigos y señaló hacia el gallinero. Pero la mujer no lo notó contento, al contrario. Los músculos de las mejillas le abultaban rígidos y aunque la risa sonaba ruidosa, extremadamente ruidosa para un hombre tan medido como era, no parecía feliz. «¿Qué pasa?», dijo la mujer más alto. Y ella tampoco podía detenerse. Necesitaba saber. ¡Qué odioso ese tumulto de perros, de gallos, de gallinas! El ruido de la varilla de madera repetido en mil ecos durante la noche. Persistía ahora, aunque la brisa no movía una hoja, los árboles como de piedra, inmóviles. El hombre tenía aspecto de tonto, riendo siempre, las manos sobre el estómago. La mujer miró sus ojos después de mucho tiempo y la estaba llamando, con angustia le pedía algo que ignoraba. No supo qué esperaba de ella, qué actitud convenía. Pensó en recoger un vestido y colocárselo encima del camisón, se movió un poco hacia el interior del cuarto, pero cambió de idea. Hacía calor. Agitó la mano en dirección al marido con un gesto impaciente. Dejó a su mano pedir silencio porque ella no encontraba las palabras. Los ojos de él brillaban, redondos y duros, con un aire familiar a los del gallo, cuyo grito semejaba un estertor. Se obstinaban en un llamado que ella no comprendía. Silencio, pidió otra vez con un gesto de la mano, levemente angustiada, aunque la angustia convocó en seguida al fastidio, el ceño aburrido de la vida en común, del amor en común. ¿Por qué no castigaba a los perros hasta obligarlos a callar, retorcía el cogote al gallo, cesaba de reír de una vez, se comportaba como de costumbre? La mujer se tiró el cabello hacia atrás y repitió con visible irritación: «¿Qué pasa?», e hizo un esfuerzo para tranquilizarse y escuchar lo que seguramente él le diría. Ya no podía detenerse. Tampoco ella. Lo supo antes de preguntar otra vez lo que pasaba.