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EL DERECHO PENAL CONSTITUCIONAL:

Del análisis conjunto de la Constitución Nacional y de los Tratados Internacionales de igual jerarquía, se deduce el
concepto de sanción penal imperante en nuestro ordenamiento jurídico actual.

Dichos instrumentos reflejan prescripciones concretas que determinan el contenido del Derecho Penal y

limitan su aplicación, garantizando así a los ciudadanos el derecho a la libertad. Con lo cual la relación entre el

derecho penal y nuestra Ley Suprema es fundamental y como bien afirma ZAFFARONI: “… debe ser siempre

estrecha”[1].

Esas prescripciones son puntualmente los llamados: “Principios fundamentales del Derecho Penal”,

consecuencia necesaria de un Estado Democrático.

Recordemos entonces la enumeración que ya hiciéramos de los mismos en nuestra primera lección:

1. Respeto a la Dignidad Humana,

2. Derecho Penal de Hecho,

3. El D.P. tutela bienes jurídicos,

4. Principio de Intrascendencia de la Pena,

5. Principio de Legalidad,

6. Principio de Igualdad,

7. Prohibición de la Analogía en el D.P.,

8. Legalidad Penitenciaria,

9. Principio de Tipicidad,

10. Principio de Exteriorización,

11. Principio de reserva,

12. Principio de Razonabilidad y Proporcionabilidad de las penas,

13. Principio de Culpabilidad,

14. Principio de Ley Penal más Benigna.

Ahora bien, ¿qué es un principio fundamental?

Son la fuente suprema de validez y legitimidad de todas y cada una de las normas que componen un

determinado ordenamiento jurídico. Los principios jurídicos-normativos expresados en normas internacionales sobre

derechos humanos, normas constitucionales o en normas rectoras de carácter legal, tienen fuerza supra-normativa
por cuanto no operan como pautas directivas de la conducta ciudadana sino como superior criterio valorativo,

ordenador y limitador de las restantes normas del ordenamiento nacional.[2]

Pto.2:         “Ideas condicionantes del Derecho Penal” 

            El sentido del poder punitivo del Estado en un sistema democrático, reside pues en los principios rectores (o

ideas condicionantes) del Derecho Penal.

            Así, estos principios o garantías propios de un Derecho penal democrático, requieren de una revisión

precisamente en razón del compromiso con la implementación concreta a una realidad dada. Ello es así, ya que los

mismos son sólo un programa de acción y requieren ser implementados en una realidad concreta, a fin de

establecer un Derecho Penal más humano, esto es únicamente de los hombres y para los hombres [3].        

            1.- Lo cual se relaciona directamente con la primera idea condicionante:RESPETO A LA DIGNIDAD DEL

SER HUMANO, que -podríamos decir- constituye en realidad un supraprincipio.

De manera innata el hombre a la vez que forma parte del mundo, lo trasciende y muestra una singular

capacidad –por su inteligencia y libertad- de dominarlo. Y con esa finalidad actúa. Por ello, el valor del ser humano

es de un orden superior con respecto a los demás seres vivos, y a ese valor se lo denomina dignidad humana.

Es el valor básico de toda vida humana, y es la actitud de respeto que ésta siempre merece por el sólo

hecho de pertenecer a la especie.

La dignidad humana no admite ser relativizada, no puede depender de ninguna circunstancia, como: sexo,

edad, raza, nacionalidad, condición económica, etc.

En este sentido, la norma jurídica penal deberá garantizar entonces en todo momento (creación,

interpretación, aplicación, etc.) la realización de este valor fundamental de todo hombre.

De este supraprincipio derivan otros, como el Principio de Indemnidad Personal, es decir, la sanción

penal no puede afectar nunca al ciudadano en la esencia de su persona ni de sus derechos. La persona no puede ser

instrumentalizada por la sanción, no puede ser medio para fines más allá de ella misma, ni tampoco se le pueden

cercenar de tal modo sus derechos que ello implique una limitación extrema de sus capacidades de desarrollo

personal. La tortura, la desaparición forzada de personas, la pena de muerte, las penas excesivamente largas de

privación de la libertad, penas que impliquen trabajos forzados, y en general cualquier tipo de penas inhumanas o

degradantes; son sólo algunos ejemplos de las transgresiones más graves a este principio [4].
2.- Otra de las ideas condiciones es la de: LIBERTAD. 

La definición de la libertad, ha adquirido a lo largo de la historia de la filosofía matices diversos, incluso

contradictorios. Los griegos abordaron el concepto en sus múltiples dimensiones. Consideraron el orden cósmico

que asignaban al destino, la importancia de la autonomía política y la libertad individual, desembarcando

inequívocamente, en el dilema moral que subyace en la profundidad del concepto de libertad.

En cuanto al concepto griego del tipo de libertad individual o personal: ser libre indica serlo de presiones

provenientes de la comunidad o del Estado. Esta concepción fue abordada por diferentes escuelas socráticas,

principalmente por los estoicos. Para ellos, la libertad consistía en poder disponer de nosotros mismos.

Por su parte, Aristóteles afirmaba que tal como todos los procesos se orientan naturalmente hacia un fin,

el hombre también habría de orientarse hacia una finalidad: la felicidad. El punto es que para alcanzar su finalidad,

a diferencia de lo que sucede con otros procesos de la naturaleza, en el caso del hombre, es necesaria la

intervención de la voluntad. Distinguirá así, dos clases de acciones, las involuntarias y las voluntarias. Mientras que

las primeras son consecuencia de la coacción o de la ignorancia, las segundas, no. Desde esta perspectiva, una

acción moral requiere la confluencia de dos dimensiones: la acción voluntaria (libertad de la voluntad) y la

posibilidad efectiva de elegir libremente entre diferentes opciones (libre albedrío o libre elección)[5].

El respeto a la libertad individual resulta entonces otro de los pilares fundamentales de un sistema penal

democrático. En especial, en nuestro ordenamiento jurídico, se encuentra expresamente garantizado en varios

artículos de la Constitución Nacional, como así también en Tratados de Derechos Humanos de igual jerarquía. Tal es

el caso del Art. 18 (Principio de Debido Proceso Legal), Art. 23 (atribución presidencial para arrestar personas en

caso de declaración de estado de sitio), Art. 43 –último párr.- (Hábeas Corpus).

Asimismo, la garantía de la libertad se encuentra tutelada en instrumentos internacionales, como la

“Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre” (Bogotá, 1948) que la consagra como un derecho

fundamental de toda persona desde su Art. I [6], y luego en el Art. XXV [7], regula puntualmente el derecho de

protección contra toda detención arbitraria.

De igual modo, la “Declaración Universal de Derechos Humanos” (1948) en sus Artículos: 1, 3, 9, etc. [8]. Y

también, entre otras, la “Convención Americana de Derechos Humanos” (Pacto de San José de Costa Rica, 1969),

en sus Artículos: 1, 7, etc[9].

3.- Continuemos ahora con otra de las ideas rectoras de nuestro derecho penal la: RACIONALIDAD.

Implica actos conformes a Derecho. Por lo tanto, la potestad de castigar exclusiva del Estado deberá

ejercerse siempre dentro de parámetros lógicos, razonables y legales; y ser además necesaria su intervención para

la resolución del conflicto planteado.


4.- Toca el turno de analizar uno de los principios fundamentales más difundido en nuestra

materia: IGUALDAD ANTE LA LEY.

Los planteos criminológicos de los países desarrollados han señalado el carácter esencialmente selectivo y

estigmatizador del Derecho Penal, basta citar al respecto la teoría del etiquetamiento. Y que, como ha destacado la

Criminología Crítica, así como hay una desigual distribución de bienes, también hay una desigual distribución de la

función punitiva.

Esto resulta mucho más patente aún en los países latinoamericanos por múltiples razones económicas,

sociales y culturales. Por eso, este principio de igualdad ante la ley penal se transforma en un auténtico desafío

político criminal: lograr establecer conforme a cada realidad concreta, el máximo de garantías posibles con el fin

político de que la desigualdad y la discriminación frente a la ley penal sea la menor posible.

Tampoco basta con garantías puntuales, sino que se requiere implementar garantías globalizadoras, esto

es, referidas a todo el sistema penal, que abarquen a todos los operadores del sistema, como a los organismos

mismos. Así a los de seguridad pública, a la organización judicial, al régimen penitenciario, y de aplicación de penas

en general.

En suma, no sólo es necesario garantías que impliquen una mayor profundidad y complejidad en la

fundamentación de las estructuras normativas, sino también de la acción y organización de los aparatos y

operadores del sistema[10].

 5.- Finalmente analicemos el principio de: RESERVA, como requisito esencial de todo Estado de Derecho.

En nuestro ordenamiento, expresamente consagrado en la primera parte del Art. 19 de la Ley

Suprema: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni

perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados…”

De este modo se limita entonces constitucionalmente los alcances del “Ius Puniendi”. El cual nunca podrá

ingerir en aquel ámbito de “reserva” de toda persona, su esfera privada, mientras ésta con su conducta no lesione

bienes jurídicos de carácter público (el orden y la moral), o bienes jurídicos de los demás individuos (vida,

integridad física, patrimonio, honor, etc.). En definitiva, el derecho penal no puede castigar ideas ni imponer una

moral determinada.

Pto. 3:           “Los principios penales de…”.

            Luego de haberlos definido al inicio de esta lección, pasemos ahora a desarrollar puntualmente cada uno de

estos principios:
1.- LEGALIDAD:

            El principio de legalidad de los delitos y las penas constituye la Carta Magna del ciudadano moderno en

materia penal.

En nuestro ordenamiento jurídico el “Principio de Legalidad” se encuentra expresado de modo genérico en

el art. 19, segunda parte, de la Constitución Nacional [11], como así también en la Declaración de Derechos del

Hombre y el Ciudadano de Francia, con igual jerarquía desde el año 1994. Y luego, la misma Carta Magna dispone

en varias normas aplicaciones específicas de ese principio, por ejemplo, en materia tributaria en los arts. 4 y 17, o

lo que aquí nos interesa, en materia penal en el art. 18.

            Como afirma MARÍA ANGÉLICA GELLI: “constituye el principio de limitación formal a la acción del Estado y

está, también, en la raíz del Estado liberal democrático desde sus orígenes” [12].

            Como dijéramos, el art. 18 CN[13] contiene una de las aplicaciones especiales del principio genérico de

legalidad regulado en el art. 19 CN, resultando así una de las máximas garantías de la libertad personal frente a los

abusos del poder, y aún ante los legítimos derechos de la sociedad de defenderse de la acción delictiva.

Concretamente, esta norma contiene una serie de garantías procesales y fija límites precisos a la actividad represiva

del Estado, como así también a los instrumentos que éste utiliza para hacerla efectiva.

            La Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene dicho al respecto: “el art. 18 exige la observancia de las

formas sustanciales del juicio relativas a la acusación, defensa, prueba y sentencia pronunciada por los jueces

naturales, dotando de contenido constitucional al principio de bilateralidad sobre cuya base el legislador está sujeto

a reglamentar el proceso criminal (Fallos 321:2021, Consid. 9)” [14].

            En consecuencia, cuando el art. 18 comienza diciendo: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado

sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso…” [15], se consagra la exigencia ineludible de que

siempre los tipos penales y la correspondiente sanción, deben estar establecidos por ley. En términos de

GUILLERMO YACOBUCCI: “…este principio fundamenta los postulados de nullum crime sine lege –no hay delito sin

ley- y nulla poena sine lege –no hay sanción sin ley-. Desde esa perspectiva el principio de legalidad lleva la

exigencia de una lex praevia, scripta, stricta y certa”[16].

            Legalidad implica entonces, a partir de lo que acabamos de enunciar, la existencia de una: ley penal previa,

escrita, estricta y cierta. Se habla entonces en primer término, de ley en sentido formal, es decir emanada del

Congreso de la Nación conforme el procedimiento establecido por la CN para la sanción de leyes (Art. 75, inc. 12º,

CN). Luego, esa ley deberá ser previa, anterior a los hechos que se investigan, se aplica la ley vigente al momento
en que aquéllos acontecieron. Así, el requisito de ley previa prohíbe la retroactividad de la ley penal, excepto que

estemos ante un caso de: “ley penal más benigna”.

            Además, la ley penal debe ser escrita, excluyéndose así en este ámbito toda posibilidad de acudir a criterios

informales de incriminación o a la costumbre como fuentes del derecho punitivo. Y debe ser asimismo estricta, la ley

penal tiene que desarrollar con exactitud y claridad los términos de la imputación, y el juez al interpretarla debe

ajustarse a su texto; como afirmara FEUERBACH: “El juez puede absolver cuando la ley absuelve, y condenar

cuando la ley condena”[17]. Con lo cual, queda vedada por completo la analogía.

            Finalmente, el principio de legalidad exige que se trate de una ley cierta, prohibiendo la indeterminación o

el carácter difuso de la norma penal. Y es precisamente en este orden, donde la actual legislación se ha hecho

compleja y se encamina a serlo cada día más, en cuanto a la incorporación de numerosos elementos valorativos.

Explica YACOBUCCI: “…las nuevas técnicas legislativas asumen como elementos propios del tipo penal un gran

número de conceptos claramente valorativos, normativos o generales que dependen en lo sustancial de la actividad

interpretativa del juez o, en los tipos penales en blanco, se remite a normas complementarias, muchas de ellas de

orden administrativo, no siempre cognoscibles y certeras en su determinación” [18].

            Al respecto se ha manifestado en este sentido nuestra Corte Suprema: “… si bien la correcta configuración

de los tipos penales obliga a determinar en forma precisa los modos de conducta sujetos a punición, no existe

obstáculo constitucional para que, cuando el contenido de los deberes o de las prohibiciones dependa

sustancialmente de una valoración a realizarse en vista de circunstancias concretas insusceptibles de enumeración

previa, sea la autoridad jurisdiccional quien aplique esa valoración, atribución que encuentra límite en la necesidad

de que el ordenamiento contenga una remisión suficientemente clara al contenido valorativo condicionante de la

aplicación del precepto, como para hacer posible el conocimiento de los deberes por quienes deben cumplirlos

(Fallos 300:1000)”[19].

            Como queda claro, el juez penal como receptor de este principio deberá siempre interpretar la norma

fundándose en los valores objetivados y reconocidos constitucionalmente. Atenta no obstante contra esta premisa,

ciertas posturas dogmáticas como las del funcionalismo sistémico.

            Tal cual afirma el autor antes citado: “Esta consideración aparece hoy afectada por teorías que restan

operatividad al sentido imperativo de la ley penal. Así, por ejemplo, en el caso del funcionalismo sistémico. Para

JAKOBS, la norma penal, más que un mandato, implica la descripción de una regularidad”[20].

            Dicho esto y en relación con los delitos de comisión por omisión, puede sostenerse –retomando el ejemplo

del art. 79 ut supra mencionado- que una correcta interpretación de esa norma exigiría considerar que no es lo
mismo: “matar” que “dejar morir” [21]. De lo contrario, se trataría de una aplicación analógica de la misma, lo cual en

nuestro derecho resulta constitucionalmente prohibido.

            Por último, cabe mencionar que el principio de legalidad, como paradigma del derecho liberal, se encuentra

también consagrado en varios tratados a los que nuestro país otorga jerarquía constitucional. Tales son:

            a.- “Declaración Universal de Derechos Humanos (1948)”, Art. 11, ap. 2º:“Nadie será condenado por actos

u omisiones que en el momento de cometerse no fueron delictivos según el derecho nacional o internacional.

Tampoco se impondrá pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito.”

            b.- “Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos (1966)”, Art. 15, ap. 1º:  “Nadie será condenado

por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho nacional o

internacional. Tampoco se impondrá pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito. Si

con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se

beneficiará de ello”.

            c.- “Convención Americana sobre Derechos Humanos (P.S.J.C.R., 1969)”, Art. 9: “Principio de legalidad y

de retroactividad. Nadie puede ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de cometerse no fueran

delictivos según el derecho aplicable. Tampoco se puede imponer pena más grave que la aplicable en el momento

de la comisión del delito. Si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más

leve, el delincuente se beneficiará de ello”.

2.- SUBSIDIARIEDAD:

            Como ya tenemos dicho, lo que caracteriza al Derecho Penal es ser el derecho de la pena y, como tal, se le

asigna un carácter de derecho complementario o subsidiario. En tanto y en cuanto, la pena sólo aparece cuando el

legislador ha considerado insuficiente otro tipo de sanciones en vista de la importancia social del bien jurídico

protegido, cuyo desconocimiento trata de prevenir del modo más perfecto posible [22].

            Precisamente por ello, es que también suele denominárselo: “extrema ratio” o “última ratio”.

3.- PROPORCIONALIDAD:

            Éste resulta una consecuencia del principio de igualdad, en cuanto la pena ha de ser proporcional a la

gravedad del hecho. Tanto por su jerarquía respecto del bien jurídico afectado, como por la intensidad del ataque al

mismo.
            Han de excluirse entonces, penas iguales para hechos diferentes, pues esto implica también discriminación.

Así por ejemplo: una afección a la vida nunca puede tener la misma pena que una afección al patrimonio [23].

            En suma, este principio exige siempre una relación justa entre la pena sufrida y el daño causado.

4.- FRAGMENTARIEDAD:

            El carácter fragmentario del Derecho penal consiste en limitar su actuación a los ataques más violentos

contra los bienes jurídicos más relevantes. No toda conducta constituye un delito, sino que el legislador selecciona

cuáles serán descriptas típicamente como tales.

            Por ejemplo, la protección penal del bien jurídico patrimonio: éste está ampliamente tutelado en el Código

Penal, pero no todo ataque al patrimonio tiene una respuesta penal. No está penalizado el incumplimiento de un

contrato, el no pago de una deuda, etc.

            Por lo tanto, para justificar la intervención penal es necesario un plus: la existencia del desvalor de acción y

del desvalor de resultado. Sólo una configuración doble del injusto (objetiva y subjetiva) que reconozca la

importancia tanto al desvalor de acción como al de resultado, puede dar una completa visión de los aspectos más

relevantes del ilícito penal[24].

5.- LESIVIDAD:

            Sólo se persiguen hechos que afecten a un bien jurídico. Es el principio básico que desde los objetivos del

sistema determina qué es un injusto o un delito.

            No hay duda entonces que resulta elemental en un sistema democrático, que los delitos se definan desde

su lesividad a los bienes jurídicos. Por lo tanto, la cuestión del delito o del injusto no es de modo alguno una

cuestión puramente dogmática, sino que está regida y determinada político-criminalmente [25].

            Como viéramos al estudiar sus funciones (Lección 1), el Derecho Penal tutela Bienes Jurídicos. No es

moralizador, ni se utiliza para imponer una determinada ideología. Consecuentemente, no basta la lesión de normas

morales ni las inconsecuencias ideológicas para justificar la punibilidad de un comportamiento por parte del Estado,

se requiere que exista un daño social (Art.19 CN)[26].

6.- ACCIÓN (exterioridad):
            Como consecuencia de la idea rectora del “Derecho Penal de Hecho”, no se pena por lo que el sujeto es

(“Derecho Penal de Autor”) sino por lo que el sujeto hace, consagrada expresamente en los Arts. 18 [27] y 19 de

nuestra Carta Magna; este principio de exterioridad o de acción refiere a que para que un hecho sea considerado

delito debe haber un acto que lo exteriorice, que lo manifieste. Por lo tanto, el sólo pensamiento o idea no podrá

resultar nunca penalmente reprochable.

7.- CULPABILIDAD:

            El principio de culpabilidad o responsabilidad proviene también del supraprincipio ya analizado de la

dignidad humana.

            La persona en un sistema democrático es un ente autónomo respecto del Estado, con capacidad propia y

por lo tanto no sometida a la tutela de éste. En consecuencia, la intervención estatal ha de considerar como límite

legitimante la responsabilidad de la persona.

            Este principio lleva no sólo a excluir la llamada responsabilidad objetiva, sino también a considerar qué

respuesta le era exigible a ese sujeto por el sistema penal. Se trata así de las discusiones por la responsabilidad del

sujeto por su hecho, o la denominada: culpabilidad o responsabilidad por el hecho.

            Hay que señalar que nuestro sistema en su conjunto y en específico el sistema penal, establece fuertes

estigmatizaciones por razones económicas, sociales, culturales y aún étnicas en ciertos casos, que restringen la

autonomía ética de la persona frente al Estado, convirtiéndola más bien en un objeto de instrumentalización. Con lo

cual, se desnaturaliza entonces el principio de culpabilidad, ya que se otorga al Estado un derecho sobre el sujeto,

en razón de sus características económicas, sociales, culturales o étnicas. Es decir, de algún modo emerge la

tendencia de un Derecho penal de autor, reafirmado por un predominio vulgar de la idea de peligrosidad del

positivismo naturalista.

            En este ámbito, responsabilidad o culpabilidad es siempre sinónimo de exigibilidad. Es por ello necesario

determinar y por tanto garantizar qué es lo que puede exigir el sistema penal y sus operadores de una persona, y

esto no es una cuestión de fundamentación puramente dogmática, sino una cuestión a resolver desde las bases

mismas de los objetivos de un Estado democrático[28].  

8.- JUDICIALIDAD:

            A los fines de que el fuerte, concentrado e incontrolado poder del cual goza aún la Administración al

momento de la ejecución de las penas, no dé por tierra el Principio de Legalidad; junto a éste se instala de modo
necesario el Principio de Judicialidad, el cual protege la efectividad de los derechos y garantías de las personas

privadas de libertad.

            La persona condenada a una pena de tal naturaleza es admitida también como un sujeto de derecho, y no

mantiene con el Estado relación de sujeción especial alguna que pueda generar para ella zonas de no derecho.

Tanto las garantías de derecho penal, como las de derecho procesal, deben gobernar en esta fase de ejecución. Por

lo tanto, resulta lógico que el control judicial esté siempre presente y revierta todo intento de avasallamiento

administrativo.

            Consecuentemente, el Principio de Legalidad y de Judicialidad en la ejecución de la pena es preciso que

coexistan. La deficiente operatividad de cualquiera de los dos convierte a esta etapa del proceso en desprotegida y

vulnerable, frente a las pretensiones de mayor intensidad de la violencia estatal en la imposición de una sanción

penal[29].

Los postulados de la ciencia del derecho penal actual (ej.: Claus Roxin) tendientes a un control total de la

ejecución penal por parte de los órganos jurisdiccionales, han sido plenamente recogidos por nuestro ordenamiento

jurídico (Ley N° 24.660 de “Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad”, Arts. 3 y 4 [30]). Este principio llamado de

"judicialización" significó, por un lado, que la ejecución de la pena privativa de la libertad, y consecuentemente, las

decisiones que al respecto tomara la autoridad penitenciaria debían quedar sometidas al control judicial

permanente, a la par que implicó que numerosas facultades que eran propias de la administración requieran hoy de

la actuación originaria del juez de ejecución. Estas modificaciones respondieron fundamentalmente a la necesidad

de garantizar el cumplimiento de las normas constitucionales y los tratados internacionales respecto de los

condenados, criterio que no es más que un corolario de aquellos principios que procuran garantizar que "el ingreso

a una prisión, en tal calidad no despoje al hombre de la protección de las leyes y, en primer lugar, de la

Constitución Nacional" (voto de los jueces Fayt, Petracchi y Boggiano en Fallos: 318:1894).

  A su vez, este control judicial permanente durante la etapa de ejecución tiene como forzoso consecuente

que la vigencia de las garantías constitucionales del proceso penal se extienda hasta su agotamiento. En efecto, si

la toma de decisión por parte de los jueces no se enmarca en un proceso respetuoso de las garantías

constitucionales del derecho penal formal y material, la "judicialización" se transforma en un concepto vacío de

contenido, pues el control judicial deja de ser tal[31].

9.- PERSONALIDAD DE LA PENA:

            En nuestro Derecho penal todas las penas son personales e intransmisibles. No pueden transferirse, ni

trascender a terceros. Queda excluida entonces la responsabilidad penal por acciones de otros y por hechos

cometidos sin los presupuestos subjetivos de la misma.


Sólo se responde por actos propios cometidos con dolo o culpa, no cabe de modo alguno aplicar aquí la

responsabilidad objetiva propia del Derecho Civil.

10.- RESOCIALIZACIÓN:

El Art. 1° de la Ley N° 24.660 de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad, en consonancia con los

postulados de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos (Art. 10, apart. 3, Pacto Internacional de

Derechos Civiles y Políticos; y Art. 5, apart. 6, Pacto de San José de Costa Rica [32]), establece: “La ejecución de la

pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la

capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión

y el apoyo de la sociedad. El régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con las circunstancias de cada caso,

todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada”.

 Así la mencionada norma consagra el fin “resocializador” de la ejecución penal, y establece cuáles son los

objetivos que debe perseguir el Estado durante la ejecución de la pena privativa de la libertad y a los que deben

estar orientados la actividad de los operadores penitenciarios y judiciales.

La palabra “reinserción” representa un proceso de introducción del individuo en la sociedad, lo que

significa que los operadores penitenciarios deben iniciar con la condena un proceso de rehabilitación de los

contactos sociales del recluso y procurar atenuar los efectos negativos de la pena, permitiendo que la interacción

del interno en el establecimiento penal se asemeje lo más posible a la vida en libertad y, en la medida de la

ubicación del penado dentro del régimen y tratamiento penitenciario, promover y estimular las actividades

compatibles con dicha finalidad.

De lo dicho se trasluce que con la ejecución de la pena privativa de la libertad se persiguen fines de

prevención especial, postura asumida por la moderna doctrina penitenciaria que considera que el objetivo

fundamental de la resocialización del penado se circunscribe a que este respete la ley penal y que se abstenga de

cometer delitos en el futuro.

Además debemos aclarar que el Principio de Resocialización se vincula con la finalidad de la ejecución de

las penas privativas de la libertad, ya que con la ejecución de las medidas de seguridad se persiguen otros objetivos

relacionados con la rehabilitación, mientras que en las penas de multa e inhabilitación prevalecen aspectos

retributivos.

Más allá del “ideal resocializador”, no podemos dejar pasar por inadvertido el inacabado debate acerca de

si la prisión y el medio carcelario son los instrumentos aptos para alcanzar tal finalidad. Al respecto no hacen falta

profundas investigaciones científicas para observar los daños que deja la cárcel en quien la vivió, por ello es que
creemos que le corresponde al Estado, en primer lugar, arbitrar los medios para evitar la desocialización del

condenado, y luego ofrecer un sistema de ejecución de la pena privativa de la libertad que contenga medios y

oportunidades que permitan su reinserción social dentro de un marco que respete su dignidad humana y el libre

desarrollo de su personalidad.

Sí debemos resaltar que el Principio de Resocialización va a servir como elemento de interpretación del

universo de normas que regulan la ejecución penal, y al respecto resulta ilustrativo lo expuesto por Mapelli

Caffarena al señalar que: “La resocialización tiene en relación con la norma penitenciaria funciones similares a las

que tiene el bien jurídico en relación con la norma penal. Si éste ofrece una concreción material al tipo penal y sirve

como base de su estructura e interpretación, aquél es un instrumento para interpretar la norma penitenciaria” [33].

La última parte del Art. 18 de la Constitución Nacional reza: “… Las cárceles de la Nación serán sanas y

limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de

precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice.”

            De este modo la Ley Suprema consagra también la finalidad de las cárceles en nuestro país.

            Según María Angélica Gelli[34], tal disposición ha dado lugar a dos interrogantes. El primero de ellos referido

a la finalidad del encarcelamiento y a la posibilidad o no, de la supresión de la pérdida de la libertad como castigo

penal. Y el segundo, acerca de si el alcance de la garantía corresponde sólo a los detenidos bajo proceso o debe

extendérsela también a los condenados por sentencia firme.

            Dado el tema aquí en análisis, limitaremos la respuesta al segundo de los planteos. Los constituyentes de

1853 conocían la doble función de la cárcel como lugar de detención y de guarda de los presos hasta su

juzgamiento, y como lugar en el que se hacía efectiva la pérdida de la libertad impuesta por el Estado en calidad de

sanción. Por otro lado, si cabía alguna duda acerca de la extensión a los condenados de las garantías expresas

deparadas a los detenidos mientras duren los procesos, la jerarquía constitucional de los Tratados de Derechos

Humanos[35] y el Art. 43 de la misma C. N., aseguran esa protección a quienes han perdido la libertad como sanción.

             

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