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Jpe - Orientaciones - Colegiado Microrregional - 23 Al 27 Enero
Jpe - Orientaciones - Colegiado Microrregional - 23 Al 27 Enero
LÍNEA CONSIDERACIONES
a) Enfoque y Reflexionar sobre el sentido del aprendizaje
práctica de profundo, ¿qué es?, ¿cómo se mira?, ¿qué
aprendizaje diferencia a un aprendizaje significativo de uno
profundo en el mecánico?, ¿cómo la tutoría ayuda al
que el estudiante aprendizaje profundo? Se sugiere lectura del
logre apropiarse material anexo: "Lo mejor que un maestro puede
de los hacer" por Peter Sterling y Simon Laughlin,
conocimientos "Tener ideas maravillosas" por Eleanor
porque Duckworth; Charla TED "Enseñar a tener ideas
comprende lo que maravillosas: Melina Furman at
lee, puede escribir TEDxResistencia".
y razonar los Animar a la participación en el grupo y la
desafíos que motivación de estudiantes.
resuelve. Acompañar a través del dialogo a los alumnos
que no saben leer y escribir; relación tutora uno
a uno.
Emplear y reconocer diversas metodologías y
estrategias que se pueden implementar para la
adquisición de la lectura y la escritura y de
fortalecimiento a la práctica tutora (reconocer
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Orientaciones generales:
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ANEXOS
Lo mejor que un maestro puede hacer
Peter Sterling y Simon Laughlin
Dado que los cerebros difieren desde el nacimiento, y difieren más y más con cada
nueva experiencia, la educación uniforme no puede ser óptima. A pesar de ello,
solemos confinar a 30 niños a sentarse en pupitres en cuartos pequeños por
muchas horas al día, insistiendo en que “pongan atención” y no se muevan. A un
5% de esos niños, cuyos cerebros en virtud de su genética y su experiencia
responden mal a este confinamiento, les diagnosticamos con un trastorno de salud
mental (trastorno de hiperactividad y déficit de atención), cuyo máximo diagnóstico
ocurre cuando inicia la edad escolar. En ciertos países, más de la mitad de los
niños que muestra este “trastorno” son tratados con drogas farmacéuticas con las
mismas propiedades que la metanfetamina y la cocaína. Imaginemos si en lugar de
recurrir a esta solución—tan arbitraria como incomprensiva—nos esforzáramos
por descubrir cuáles actividades calman al niño y capturan su atención.
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Con un amigo, revisé algunas entrevistas piagetianas clásicas con unos niños. Una
trataba sobre ordenar longitudes. Había yo cortado diez popotes o pajillas a
distintas longitudes y pedido a los niños que los ordenaran del más corto al más
largo. Los primeros dos niños, de 7 años, lo hicieron sin dificultad y con poco
interés. Luego vino Kevin. Antes de que yo dijera nada sobre los popotes, él los
tomó y me dijo “ya sé lo que voy a hacer”, y procedió, por él mismo, a ordenarlos
por longitud. No quiso decir “ya sé lo que me vas a pedir que haga”. Quiso decir
“tengo una idea maravillosa sobre qué hacer con estos popotes. Te va a sorprender
mi maravillosa idea”.
No le resultó fácil. Necesitó bastante prueba y error mientras se esforzaba
por desarrollar su sistema. Pero, cuando terminó la tarea que él mismo se había
puesto, quedó tan satisfecho consigo mismo que, cuando le dije que podía
quedárselos (¡diez popotes para él solo!), brilló de gozo, se los mostró a uno o dos
amigos selectos y los guardó en una caja de zapatos junto con otros tesoros.
Tener ideas maravillosas es lo que considero la esencia del desarrollo
intelectual. Y considero que la esencia de la pedagogía es darle a Kevin la
oportunidad de tener sus ideas maravillosas y permitirle sentirse bien por tenerlas.
Para desarrollar este punto de vista y para indicar la relación que Piaget tiene con
esto, necesito comenzar con algo de mi autobiografía, y me disculpo por ello, pero
fue un esfuerzo de varios años hasta que logré ver la relevancia que Piaget podía
tener para las escuelas.
Antes de sentarme por primera vez en una de sus clases, nunca había oído
sobre Piaget. Como filósofo me conquistó y pasé dos años en Ginebra como
estudiante de posgrado y asistente de investigación. Un par de años después
comencé a interesarme por la educación cuando, habiendo abandonado el
doctorado, acepté un empleo de desarrollo de un curriculum de ciencia para el ciclo
elemental, y me encontré en medio de un emocionante círculo de educadores.
Los colegas que más admiraba avanzaban muy bien sin ningún
conocimiento especial de psicología. Confiaban en sus percepciones sobre cuándo
y cómo los niños estaban aprendiendo, y con razón: sus percepciones eran
excelentes. Además, tenían una especial desconfianza hacia Piaget. Aún no
aparecía en la portada del Saturday Review o del New York Times Magazine, y ya
se habían formado su propia impresión sobre él: un intelectual severo y sin sentido
del humor confrontando a un pequeño con preguntas que eran seguramente
incomprensibles, mientras el niño trataba de adivinar en su mirada la respuesta
que se suponía que debía dar. Desde luego que el niño no podía pensar claramente.
(Varios de estos colegas empezaron a poner atención a Piaget cuando vieron una
foto de él. Puede que sea suizo, ¡pero no se parece al hereje Calvino! Quizá sí puede
hablar con los niños, después de todo.)
Yo misma no sabía qué pensar. Mis colegas no parecían estar en desventaja
alguna
por no tomar en serio a Piaget. Yo tampoco, debo admitirlo, parecía tener
ventaja alguna. Las escuelas eran lugares tan complicados a comparación de los
laboratorios de psicología que yo no podía encontrar la forma de prestar ninguna
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ayuda especial. No sólo parecía que Piaget no tenía ninguna aplicación, llegué a
dudar que tuviera razón. Pasaron varios años sin que hiciera yo mención de él y
simplemente seguí tratando de ser útil, sin basarme, que yo recuerde, en ninguno
de sus hallazgos específicos.
Lo más difícil vino cuando uno de mis colegas me mostró con júbilo un
ensayo escrito por una niña de seis años llamada Stephanie. Los niños de su grupo
de primer grado habían estado investigando unos tubos capilares, y estaban
buscando diferencias en la altura del agua como función del diámetro del tubo. El
ensayo de Stephanie decía así: ya sé por qué parece que hay más en el tubo
delgado. Porque es más alto. Pero el otro es más gordo, así que tienen lo mismo.
Mi colega, en son de triunfo, tomó este enunciado como prueba de que los
niños de seis años sí pueden razonar sobre la compensación en dos dimensiones.
No supe qué decir. Desde luego, habría sido sencillo. Algunos niños de seis años
pueden razonar sobre compensación. Las edades que Piaget menciona son sólo
normas, no universales. Los niños se desarrollan a distintos ritmos, algunos más
lento y otros más rápido. Pero para entonces estaba tan insegura de mí misma que
este incidente me consternó, y todo eso sonaba simplemente como una excusa
boba.
Más adelante diré algo más sobre ese incidente. Por ahora, trataré
simplemente de describir mi batalla.
Aún creyendo que Piaget tuviera razón, ¿cómo nos podía ayudar? Si lo
principal que tomamos de él es que antes de ciertas edades los niños no pueden
entender ciertas cosas—la conservación, la transitividad, las coordenadas
espaciales—¿qué hacemos al respecto? ¿Tratar de enseñarles estas cosas a los
niños? Quizá no, porque por un lado Piaget nos lleva a pensar que probablemente
no tendremos mucho éxito; y por otro lado, si hay algo que hemos aprendido de
Piaget es que probablemente podemos confiar en que los niños llegarán a entender
estas nociones por sí mismos. No necesitamos tratar de proporcionárselas. Tardé
varios meses en aclararme este asunto, pero pude concluir que ésa no era una
buena forma de aplicar a Piaget.
Una alternativa podría ser tener en mente los límites de las habilidades de
los niños para clasificar, conservar, ordenar, y demás, al decidir qué enseñarles a
ciertas edades. Sin embargo, me pareció que éste no era un criterio adecuado.
Había muchas más cosas que tomar en cuenta. La razón más obvia, desde luego,
era que en cualquier grupo de niños hay una gran diversidad de niveles. Diseñar
para un nivel promedio de desarrollo seguramente excluiría a muchos de los niños.
Además, el Piaget psicólogo no tiene aquí el monopolio. Al tratar de aproximar las
habilidades de un grupo de niños de cierta edad, los maestros hábiles como mis
colegas eran capaces de aproximar tan bien como yo.
Lo que me pareció más atractivo fue que la gente con la que estaba
trabajando juzgaba los méritos de cualquier sugerencia de acuerdo a cómo
funcionaba en los salones de clase. Es decir, en vez de decidir con argumentos a
priori lo que los niños debían saber, o lo que debían ser capaces de hacer a cierta
edad, ellos buscaban actividades, lecciones,
puntos de partida que interesaran a los niños en salones de clase reales,
con maestros reales. Como ellos lo veían, era fácil diseñar esquemas exhaustivos
de cómo la ciencia (como en este caso) podía organizarse para los niños, lo difícil
era hacer que las cosas funcionaran pedagógicamente en el salón de clases. Una
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teoría del desarrollo intelectual podría servir de base para el marco teórico de un
curriculum. Pero al hacer que las cosas funcionaran en el salón de clases, esto era
una parte pequeña comparada con encontrar formas de interesar a los niños, de
tomar en cuenta sus distintos intereses y habilidades, de apoyar a maestros sin
formación especial en la materia, etcétera. Así que el énfasis de este esfuerzo
curricular era la prueba en los salones de clase. El criterio era si funcionaban, y
su funcionamiento dependía sólo parcialmente de si estaban al nivel correcto para
el desarrollo intelectual de los niños. Podían ser perfectos desde el punto de vista
de exigencia intelectual, y aun así fallar en otros aspectos. La mayoría de las veces,
era una combinación compleja.
Mientras batallaba por encontrar algún marco en el cual mi conocimiento
de Piaget fuera útil, incidentalmente me di cuenta que yo misma empezaba a ser
útil. Como observadora durante el pilotaje de este programa, y luego como maestra
piloto, me di cuenta de que tenía cierta habilidad para observar y escuchar a los
niños y de que tenía algunos buenos atisbos sobre cómo ellos estaban viendo el
problema. Esto llevaba a una cierta habilidad para plantear preguntas que tuvieran
sentido para el niño o para pensar nuevas orientaciones para la actividad que
correspondieran mejor a su forma de ver las cosas. No quiero decir que yo fuera la
única con esta capacidad. Muchos de los maestros con quienes trabajaba tenían
atisbos similares, al igual muchos de los matemáticos y científicos entre mis
colegas que, desde su punto de vista, podían decir cuándo un niño estaba viendo
las cosas de formas distintas que ellos. Pero la cuestión no es si yo era la única con
esta habilidad. Para mí, gracias a mi experiencia con Piaget de trabajar de cerca
con un niño a la vez y tratar de entender lo que realmente pensaba, había adquirido
un magnífico entrenamiento para ser sensible a niños en salones de clase. Me
pareció—y me sigue pareciendo—que una cierta cantidad de esta experiencia sería
igualmente útil para todos los maestros.
Esta sensibilidad hacia los niños en salones de clase siguió siendo crucial
para mi propio desarrollo. Como marco para pensar el aprendizaje, mi comprensión
de Piaget había sido invaluable. Esta comprensión, sin embargo, se fue
profundizando al trabajar con maestros y con niños. Creo que puedo ilustrar esta
relación mutua trayendo de nuevo a colación el ensayo de Stephanie, la niña de
seis años, sobre compensación. Pocos de nosotros, al mirar el agua subir en tubos
capilares de diferentes diámetros, nos preguntaríamos si las cantidades son las
mismas. Nadie le pidió a Stephanie que hiciera esa comparación y, de hecho, es
imposible hacerla con sólo mirar. Pero ella sintió por sí misma que era algo
importante de mencionar. Tomo esto como indicio de que, para ella, ésta fue una
idea maravillosa. Poco antes, ella creía que había más agua en el tubo en el cual el
agua estaba más alta. Acababa de ganar su propia batalla intelectual al respecto,
y quería mostrar su hallazgo al mundo en beneficio de aquellos que pudieran
dejarse llevar por las apariencias.
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