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EL RELOJ DEL ABUELO

Desde tiempos inmemoriales, el hombre necesitó apercibirse del paso del tiempo en su
constante trasiego por la Tierra. En un principio se trató de la observación directa de su
transcurso y su posterior contabilización en cualquier medio disponible, para mejorar su
desempeño.
Como esto no bastaba, se fueron descubriendo y/o inventando distintos mecanismos para
mejorar aún más dicho conteo… los egipcios y griegos con la clepsidra, la cual utilizaba agua, y
el eterno problema de su evaporación. Luego los romanos con una punta de mármol sobre un
cuadrante cuya sombra producida por el sol marcaba el paso de las horas, salvo de noche y
cuando se nublase…
Hasta que en algún momento al final de la Edad Media y quizá ya el Renacimiento, a
alguien se le ocurrió combinar varias ruedas dentadas, primero de madera y luego de metal, e
insertando una barra larga y otra más corta en unos ejes concéntricos, lograr demostrar de una
buena vez el paso del tiempo. Ahora sólo quedaba descubrir la forma de que el mecanismo
funcionase durante un cierto tiempo…
Primero fue una cadena con una pesa en un extremo, enrollada por un eje con un semi
resorte, que al estirarla permitía acumular la fuerza necesaria para un funcionamiento de varios
días…
El paso del tiempo lo determinaba el movimiento de un péndulo, consistente en una larga
barra de madera con un contrapeso metálico en su extremo inferior, y en el superior una
conexión con un sistema de dos cuñas que se apoyan alternativamente a un lado y otro de los
dientes del último engranaje del conjunto, quien es el encargado de marcar con cada tic tac el
paso de los segundos…
Ahora faltaba algo que señalase con un sonido potente ese transcurrir del tiempo.
Agregando otra serie de engranajes conectados con los anteriores mencionados y con un
martillo que golpea un alambre de acero en forma de espiral, pudo lograrse... Encerrando ese
conjunto de mecanismos en una caja de madera con la puerta de vidrio, terminó por dársele la
potencia y resonancia necesarias para ser oído sin problemas… todo ello con su propio
engranaje con cadena y pesa aparte, pasando a tener el conjunto dos de ellas…
Pero, en un principio ese sonar sólo se remitía a las horas y a las medias horas… hasta que
a alguno se le ocurrió retocar esos engranajes agregándole espacio para el toque de hora, y
cuarto, media hora y menos cuarto. Otro ingenioso probó el cambiar el espiral de acero por una
barra recta más larga, y no conforme con eso, agregarle dos, tres y hasta cinco con sus
respectivos martillos combinados, naciendo así el carillón…
Otro más ingenioso aún, cansado de estirar cada cierto tiempo las cadenas, estudió y probó
diversos procedimientos hasta encontrar la forma de enrollar una larga y fina cinta de acero por
el mismo eje reemplazando a los eslabones, alargando considerablemente la duración del
funcionamiento tanto del mecanismo horario como el de la sonería…
Los primeros modelos fueron enormes armatostes de dos metros de alto y uno de ancho.
Conforme avanzaba la tecnificación surgieron modelos más y más pequeños, ampliando la
reducción a poder ser colgados en la pared, apoyados en el borde superior de una chimenea o en
una mesa, y hasta reposar en una mesita de luz al lado de la cama…
Más tarde se redujeron aún más, pasando a poder llevarse en un bolsillo, sujetarse por la
muñeca con una correa de cuero o eslabones de metal, y hasta caber en un pequeño anillo…
Pero eso forma parte de otro relato que se dará mas adelante…

Vi la luz por primera vez en Alemania, allá por 1910; o quizá fue antes, no soy muy bueno
con las fechas. Con mi caja de roble bien pulida y mi puerta con vidrio biselado de una sola
pieza, era el orgullo del maestro relojero quien me colgó de la pared de su taller a la espera de
poder ofrecerme al mejor postor…
Hasta que un señor de apellido Escasany me adquirió, junto con muchos otros de mis
hermanos, con quienes partimos por mar hacia un nuevo mundo en Sudamérica, más
precisamente en Buenos Aires, Argentina…
Y fue en esa tienda, Casa Escasany, donde unas manos rugosas me descolgaron de la pared
y luego de embalarme cuidadosamente, me trajeron por tren junto con otros a la provincia del
Chaco, más precisamente a la ciudad de Roque Sáenz Peña…
Allí fui adquirido por un recio agricultor quien había terminado de edificar una casa en el
campo de su propiedad donde habitaba junto con su mujer y sus cinco hijos, cuatro varones y
una niña. Así que en el año 1953, pasé a formar parte de su familia, dando las horas y las medias
con mi doble carillón, entronado colgado de un grueso clavo en una de las paredes del comedor.
Me prodigaba los cuidados pertinentes, y yo a cambio le marcaba las horas con exactitud…
Los años fueron pasando, y su paso me permitió asistir a navidades, años nuevos,
casamientos… en todas esas ocasiones, mejor dicho en las últimas, había un chiquillo de pelo
castaño corto que se me quedaba mirando muy quieto mientras yo daba las horas. Parecía
gustarle y mucho el sonido de mis campanadas… fue amor a primera vista…
Así como asistí a los momentos felices, también me tocó estar en los momentos tristes… el
primero fue el deceso de la esposa del agricultor. Todos, incluso el niño al que yo le gustaba
estuvieron presentes. La familia era grande, por lo menos cada hijo (menos uno) de la pareja
estaba casado ya, y tenían de uno a cuatro hijos…
El tiempo siguió transcurriendo y el agricultor, anciano ya, se fue quedando solo. Tres de
sus cinco hijos vivían en otros poblados desde sus respectivas bodas. Su hija vivía en un campo
enfrente del suyo, y con él quedaba su hijo más chico; quien como no podía tener niños con su
mujer, decidieron adoptar uno…
De un día para otro, éste decide irse a vivir a la ciudad, con la esperanza de un futuro
mejor…
Al agricultor sólo le quedaba la compañía de su hija, quien al poco decide volver con su
padre…
Unos años después, parte de este mundo el que me había colgado de la pared de su
comedor… luego del entierro y del período de tristeza que sigue a éste, los cinco hermanos se
reúnen para repartirse los bienes del difunto…
El niño que tanto me admiraba no estuvo esta vez presente, y según me refirió después, fue
grande su decepción al ver que su padre traía un aparador donde se guardaban los platos y
cubiertos en vez de a mí (como había sido su sueño)…
Yo quedé en poder de la hija del agricultor. Luego de una inundación que le provocó
mucha desazón, abandona el campo de su padre y se va a vivir a lo de su suegro en el poblado
cercano. Allí me colocó en una pared y seguí con mi eterna función de dar las horas y las
medias. Pero ya los cuidados no eran los mismos que los que me prodigaba su padre…
Años después ella consigue una vivienda en un barrio nuevo del poblado y allí fuimos a
vivir. Estuve cierto tiempo colgado en una de las paredes, y vaya a saber si por cansancio de
darme cada semana cuerda, tener que aceitar cada tanto mi mecanismo, o por qué más; decide
descolgarme, desenganchar mi péndulo y arrumbarme en un rincón del garaje…
El enganche del péndulo siguió funcionando (acostado como estaba) hasta que se terminó
de desenrollar la cuerda. Lo mismo mi sonería. Luego fue silencio… un largo silencio marcado
por la luz y sombra que se colaban por el ventiluz en la pared cercana…
Desde ese prolongado silencio lo vi mirarme. Crecido ya, ese niño que me había admirado
tantas veces era ahora un muchacho, un hombre… había venido de visita junto con sus
hermanos para hacer los arreglos del entierro de su padre y madre, ambos fallecidos
recientemente y cuyo deseo póstumo era ser inhumados en su pueblo natal.
Quise mover mi péndulo, o hacer sonar mi carillón, pero fue imposible. Las dos cuerdas
estaban totalmente desenrolladas y no me lo permitían. Aún así, él percibió mi angustia y
abandono… tomando una determinación, decidió negociar con su tía a ver si podía llevarme
consigo.
Pero no lo logró. Le había ofrecido por mí un televisor de veintiún pulgadas, y no quiso
aceptar… otra vez se volvió decepcionado…
Pero su hermano mayor, a la sazón chatarrero, un tiempo después vuelve lo de su tía y me
adquiere por la irrisoria suma de quinientos pesos…
Envuelto en una bolsa de plástico negro a bordo de un Volkswagen Suran rojo, partí hacia
mi destino final…
Aún envuelto en la bolsa de plástico negro, al tiempo de llegar, oigo apagadamente una
conversación. Se había cerrado un trato, y fui comprado por la misma suma; esta vez por el
otrora niño que tanto me admiraba…
No puedo describir la alegría de haber caído en sus manos. Al fin estábamos juntos!
Pero se enfrentaba a una enormidad de trabajo conmigo.
Mi caja de roble hacía mucho había perdido su lustre original, y una tablita de una moldura
de mi parte inferior colgaba torcida y medio despegada.
Sacó mi mecanismo con cuidado y lo guardó aparte. Limpió a conciencia mi caja y sacó los
vidrios de mi puerta para lavarlos bien.
La tablita torcida fue despegada y puesta a hervir en agua. Luego la aprisionó entre dos
planchas planas hasta secarse. Ahí fue encolada y enclavada en su lugar.
Le llevó cerca de tres meses barnizar capa por capa (unas tres o cuatro, creo), dejarlas secar
bien, lustrar tanto mi caja como la puerta y luego colocar los vidrios. Después se encargó de mi
mecanismo. Lo lavó con gasolina (que se seca bastante rápido) y lubricó cada eje y hasta las
cuerdas de acero (para prevenir herrumbre) con aceite con grafito. Ajustó cada uno de los tres
macitos que golpean las respectivas varillas de acero de mi carillón, hasta lograr un sonido
potente, tal como el que había oído en su niñez en casa de su abuelo. También barnizó el poste
donde se asienta mi péndulo, cuyo disco presentaba una mancha de corrosión por la cual no
pudo hacer gran cosa.
Aclaro que este muchacho no es relojero, pero se apañó muy bien para ir restaurándome
casi a mi condición original, considerando mi edad…
Una vez listas todas mis partes, me fue ensamblando poco a poco hasta estar completo. Y
así, el trece de julio de dos mil trece, a las veinte horas con trece minutos, fui puesto en marcha
nuevamente…
Ahí sigo, colgado de la pared principal del comedor, con mi eterno trabajo de dar las horas
y las medias, esta vez mimado por alguien que me quiere y vela porque funcione yo bien.

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