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NOTAS SOBRE EL ESPAÑOL EN CHILE

Guillermo Soto Vergara, Secretario


Academia Chilena de la Lengua

Introducción
Transcurridos cinco siglos desde la primera vez que se habló español en las tierras que
hoy conforman Chile —el 21 de octubre de 1520, en el Estrecho de Magallanes—, el español
es el idioma común y dominante en el país, y es el que maneja como primera lengua la gran
mayoría de la población. Aunque las diferencias regionales parecen ser menores a las de otros
países americanos, son particularmente notorias en el léxico y pueden observarse en todos
los niveles del análisis lingüístico, incluyendo el sintáctico y el pragmático. La relativa
homogeneidad parece obedecer a «la fuerza homogeneizadora del habla de la capital»
(Rabanales 2000) y el carácter unitario del estado. Notablemente, en la variedad subestándar
se mantienen rasgos del español colonial. A partir de criterios sociales, culturales y políticos,
Cartagena (2002) distingue seis etapas en el desarrollo del español en Chile. Un periodo
fundacional, que va de 1541 a alrededor de 1650; una segunda etapa de consolidación de la
variedad lingüística y la sociedad coloniales, de 1650 a 1750; un periodo de transición a la
vida independiente y la estandarización de la variedad colonial, entre 1750 y 1842; un cuarto
periodo de estandarización, de 1842 a 1938; la etapa de desarrollo moderno del español
estándar de Chile (1938-1973); y el periodo de desarrollo desde 1973 hasta nuestros días. Por
otro lado, Oroz (1966), en el estudio más comprehensivo del español de Chile a la fecha,
distingue, para el habla popular, cuatro zonas lingüísticas: la nortina, que abarca desde la
región de Arica y Parinacota hasta la de Coquimbo; la central, desde la región de Valparaíso
hasta el río Maule; la sureña, desde el sur del río Maule hasta Magallanes, y la de Chiloé, que
incluye desde el archipiélago de Chiloé hasta la región de Aysén. Gran parte de la primera
zona y de la tercera corresponden a territorios incorporados a Chile a fines del s. XIX; la zona
central, por su parte, cubre, en palabras de Cartagena (2002), «el dominio administrativo de
la capital durante la colonia» (19). El archipiélago de Chiloé constituye una realidad cultural
y lingüística propia, en que destaca, como dice Oroz, «un notable caudal de arcaísmos» (51).
La zonificación más reciente de Wagner (2006) es similar a la de Oroz, aunque extiende la
zona central y reordena la tercera y la cuarta, integrando la de Chiloé en una zona austral que
comprende Magallanes y parte del sur de la zona sureña de Oroz, lo que es consistente con
trayectorias migratorias de los chilotes.
Además del español —ampliamente mayoritario, como ya se dijo—, en el país se hablan
también otras lenguas con distinto grado de vitalidad. A través de la historia, el español ha
estado en contacto con una serie de lenguas de pueblos originarios de América: aimara,
quechua, kunza o likanantay, diaguita, mapudungun, kaweskar y yagán, además de
comunidades extintas sobre las cuales no existen datos referidos al contacto con el español
(Espinosa 2008). Especialmente intenso y sostenido ha sido, hasta hoy, el contacto con el
mapudungun. A ello, hay que agregar el contacto con el rapanui en la Polinesia. La mayor
parte de los estudios plantea que la influencia de las lenguas indígenas se limita al léxico —
en su mayoría procedente del quechua—, salvo en el caso de hablantes, fundamentalmente
bilingües, de zonas de contacto (Espinosa 2008, Hasler, Olate y Soto 2020). En los últimos
años, se han venido desarrollando crecientes procesos de revitalización de las lenguas
indígenas como parte de procesos sociales, culturales y políticos más amplios. Por otra parte,
la comunidad sorda se comunica en la lengua de señas chilena, que también ha venido
ganando reconocimiento público tras años de discriminación de sus hablantes (Oviedo 2015).
La comunidad gitana emplea el rromané jorajané, si bien usan el español con los gallé o no
gitanos (Salamanca y Lizarralde 2008). Hay también una variedad del alemán que nace del
contacto entre chilenos y colonos alemanes del sector de Llanquihue, en el sur de Chile: el
launa deutsch o lagunen-deutsch. Cabe mencionar, finalmente, el criollo haitiano o kreyòl,
cuya presencia se debe a la migración haitiana en la presente década.

Algunas características del español de Chile


Varios de los rasgos fonéticos y fonológicos característicos (aunque no exclusivos) del
español de Chile fueron tempranamente observados por Bello en sus Advertencias sobre el
uso de la lengua castellana de 1833 y 1834 y más tarde por Lenz en sus notables Estudios
chilenos, publicados originalmente en alemán en 1892 y 1893; ambas obras son hoy
accesibles en la edición preparada por Alonso y Lida en 1940 para el Instituto de Filología
de la Universidad de Buenos Aires. Encontramos descripciones sinópticas posteriores, tanto
sincrónicas como diacrónicas, en Oroz (1966), Rabanales (1981, 1992 y 2000), Matus y cols.
(1992), Matus (1998-1999), Sáez (1999) y Cartagena (2002), trabajos que han servido de
base para esta síntesis. De manera general, puede afirmarse que, en el español de Chile, como
es de esperar por tratarse de una variedad americana, predominan rasgos del denominado
español atlántico, la variedad demográficamente mayoritaria de la lengua, constituida por el
andaluz occidental, el canario y el español de América (Lapesa 1992).
En lo relativo a las consonantes, como en el resto del continente, en Chile no se distinguen
los fonemas /s/ y /θ/, de modo que casa y caza no se diferencian en la pronunciación. Domina
ampliamente el seseo, pero también se registran casos de ceceo, aunque esporádicos y
estigmatizados (Cartagena 2002). Por otra parte, aunque también domina el yeísmo,
avanzado el siglo XX todavía se registraban unas pocas áreas, muy reducidas, que distinguían
entre / ʝ / y /ʎ/ (<y> y <ll>) (Wagner y Rosas 2003), es decir, que no pronunciaban de la
misma manera callado (‘silencioso’) y cayado (‘tipo de bastón’). En todo caso, en la práctica
la distinción se ha perdido (Sadowsky 2015). El sistema fonológico del español hablado en
Chile está hoy constituido por 5 vocales y 17 consonantes.
El debilitamiento y aún la pérdida de la /d/ intervocálica y final es uno de los rasgos
fonéticos que comúnmente se reconocen en el español de Chile: verdá por verdad, cansa’o
por cansado. Por otra parte, la /s/ final de sílaba o implosiva tiende a aspirarse y, muchas
veces, perderse en posición final: lo niño (Rabanales 2000), rasgo frecuente, atestiguado ya
en el siglo XVI (Matus 1998-1999). La neutralización de la oposición entre /ɾ/ y /l/ implosivas
es fenómeno común en la variedad subestándar (cardo en vez de caldo) y se encuentra
estigmatizado. Muy comunes son ciertas asimilaciones como la de /ɾ/ ante /n/ (canne por
carne) o ante /l/ (Cal.lo por Carlos). También lo son las simplificaciones de grupos
consonánticos, a través, por ejemplo, de vocalizaciones, como en ausoluto por absoluto,
refundiciones, como en refalar por resbalar (Rabanales 2000), o elisiones, como en
tramporte por transporte. No son extrañas, tampoco, las neutralizaciones de las consonantes
posnucleares: [konsekˈsjon] por [konsepˈsjon] (Concección por Concepción). Como puede
apreciarse, casi todos estos fenómenos se asocian con la posición final de sílaba de la
consonante.
Otro rasgo frecuentemente observado es el adelantamiento o palatalización de
consonantes velares (/k/, /g/, /x/) ante las vocales anteriores (/e/, /i/): [ˈçente] por [ˈxente]
(gente). Como ya advertía Lenz, suele aquí percibirse una breve i (llamada yod) antes de la
vocal: giente. No está estigmatizado. En el habla popular no ha sido extraño que hue- y bue-
se realicen como güe: güevo por huevo, agüelo por abuelo, ni que la fricativa labiodental
sorda /f/ se pronuncie como bilabial sorda: [ˈɸosɸoɾo] en vez de [ˈfosfoɾo].
Común es la realización asibilada africada del grupo <tr> e incluso fricativa: [t͡ɹ̥ aˈβaxo]
por [tɾaˈβaxo] (trabajo) (Figueroa, Soto-Barba y Ñanculeo 2010). Esto se ha relacionado con
la asibilación de la vibrante /ɾ/, que en posición final suele ensordecerse, fenómeno al parecer
en retroceso (Sadowsky 2015). Por otra parte, como precisa Cartagena (2002), la
fricativización de <ch> (/ʧ/) parece ser «fenómeno más bien moderno» (34): [ˈʃile] por
[ˈʧile]. Registrado por Oroz como realización propia de la zona nortina (shileno en vez de
chileno), tras su expansión y estigmatización, en los últimos años ha ido retrocediendo en
favor de la variante de prestigio (Sadowsky 2015), mientras se ha hecho común en ciertos
grupos sociales una variante más tensa de <ch>: tchileno (Vivanco 1998-1999).
Considerando estos fenómenos, Figueroa, Salamanca y Ñanculeo (2013) han propuesto que,
en estos casos, existiría una polaridad oclusión-fricción, en que las variantes fricativas
tendrían menos prestigio que las oclusivas.
En lo que respecta a las vocales, se ha destacado la tendencia a diptongar hiatos en el habla
informal: peliar por pelear, Juaquín [xwacˈin] por Joaquín [xoacˈin] (Rabanales 1960),
aunque por hipercorrección un diptongo puede pasar a ser hiato, como en etáreo por etario
y palear por paliar (en el sentido de ‘mitigar, suavizar’). No es tampoco extraño el empleo
de epéntesis de consonante antihiática: garuga por garúa (‘llovizna’), aunque por lo general
se trata de un fenómeno socialmente marcado.
Entre los aspectos morfológicos, destaca la formación de diminutivos en –it y sus
variantes: viejito, pancito (y no panecito), florcita (no florecita), manito, poquitito, etc., muy
profusos en el habla con valores normalmente afectivos y de atenuación. El sufijo –ear es
muy utilizado para la formación de verbos a partir de sustantivos: mochilear (‘viajar con
mochila, sin transporte ni alojamiento fijo’), carretear (‘participar en un carrete o fiesta
juvenil’). Entre otros sufijos relevados por Rabanales (1992), destacan –ero (cogotero
‘delincuente que asalta a alguien en forma violenta’) y –oso (molestoso ‘que causa molestia’).
En el lenguaje oral, el sistema de demostrativos (este, ese y aquel) ha pasado de tripartito
a bipartito: este y ese. Aquel se utiliza muy esporádicamente en la lengua escrita. Asimismo,
es frecuente el empleo adverbial de adjetivos como rápido o lindo: camina rápido, canta
lindo (Sáez 1999).
El voseo mixto (verbal y no pronominal) es un fenómeno muy extendido, particularmente
en el estilo informal: tú cantái (<cantáis), tú vivís. El voseo pronominal y verbal, en cambio,
es propio de la variedad subestándar y está estigmatizado: voh cantái. Por lo mismo, este
último puede implicar un sentido «denigrante, enojoso o despectivo» (Morales 1972). No se
emplean el complementario en os ni el posesivo vuestro, que son sustituidos por las formas
correspondientes del tuteo. Junto al esperable tú soi (<sois) se emplea tú erís. Para las
relaciones formales o distantes es común el uso de usted (usted canta). En todo caso, el
empleo específico de tuteo, voseo o ustedeo depende de complejos factores sociales de
distinta índole (estrato social, edad, relaciones familiares, situación comunicativa, etc.) y al
parecer se está avanzando a formas de trato más igualitarias y a una disminución del empleo
de usted (Torrejón 1991). Como es esperable, no se usa vosotros.
En lo que respecta a los verbos, al previsible desuso del pretérito anterior (hube cantado)
y los futuros del subjuntivo (cantare, hubiere cantado), se agrega el predominio del futuro
analítico (voy a cantar) por sobre el sintético (cantaré), que, salvo contextos específicos, se
reserva para usos epistémicos o evidenciales: estará enfermo (supongo). También se ha
observado un debilitamiento del modo subjuntivo que se manifiesta ya en cierta confusión
de los tiempos (no se hizo nada para que esa situación se mantenga) ya en favor del
indicativo (vamos a tu casa más que vayamos a tu casa) (Oyanedel y Samaniego 1998). Si
bien no muy frecuente, en el imperfecto del subjuntivo predomina –ra sobre -se: cantara
antes que cantase, a veces con valor de pluscuamperfecto del indicativo en la norma culta
escrita (Rabanales 1992). El pretérito perfecto compuesto, de frecuencia relativamente baja
en comparación con otras variedades, no se emplea para eventos pasados recientes, los que
son referidos por el perfecto simple: me caí (hace un rato) y no me he caído. Por otra parte,
es común, incluso en la variedad culta, el uso plural en tercera persona de haber de existencia,
concordando con lo que se dice que existe: habían muchas personas. También se pluraliza
hacer en casos como hacen muchos años, aunque se trata de un fenómeno estigmatizado
(Oyanedel y Samaniego 1998). Otras formas verbales también vacilan: dolerá y doldrá,
apreta y aprieta, sale en imperativo más que sal, satisfaciera antes que satisficiera. En el
habla subestándar es común la confusión de los temas verbales en –er e –ir en favor de este
último: comimos por comemos, podimos por podemos (Sáez 1999).
En cuanto al vocabulario o léxico, Rabanales (1981) distingue, según su origen, entre
palabras peninsulares, «criollas», indígenas, «mestizas» y extranjeras (préstamos,
extranjerismos). La tradición lexicográfica se inicia con el Diccionario de chilenismos de
Zorobabel Rodríguez (1875), al que le siguen, entre otros, el de Ortúzar, el de Echeverría y
Reyes y el de Román. En la lexicografía contemporánea, destacan los cuatro volúmenes del
Diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del español de Chile
dirigido por Félix Morales y publicado entre 1984 y 1987. Morales siguió publicando un
quinto volumen en 1998 y una nueva versión en 2006 y 2010. La Academia Chilena de la
Lengua ha publicado dos diccionarios diferenciales: el Diccionario del habla chilena (1978)
y el Diccionario de uso del español de Chile (2010).
Con respecto a las palabras peninsulares, son de uso generalizado voces consideradas
arcaicas en otras variedades, como aguaitar (‘estar al acecho’, popular), alcuza (‘vinagrera’),
anafe (‘hornillo’), arveja (‘guisante’), barrial (‘barrizal’) y fierro (‘hierro’). Hay palabras
que se emplean con un significado distinto del español general: abocarse (‘dedicarse de lleno
a un asunto’), ampolleta (‘bombilla’), cancelar (‘pagar, entregar dinero por el uso de un
servicio o la adquisición de un producto’), comida (‘cena’), culposo (‘que tiende a sentirse
culpable, aun cuando no exista justificación suficiente’), manjar (‘dulce de leche’, también
manjar blanco), pera (‘mentón’), roto (‘persona de clase social baja’, ‘maleducado,
grosero’), ya (‘sí, de acuerdo’), etc. Las siguientes son voces de uso habitual, reconocidas
como chilenismos aunque varias de ellas se empleen también en otros países americanos:
fome (‘aburrido’), olorosar (‘oler, percibir el olor de algo’), pega (‘trabajo, actividad
remunerada’), pituto (‘trabajo ocasional que se realiza en forma simultánea con otro estable’,
‘contacto influyente de alguien que facilita y proporciona beneficios’), reglista (‘que actúa
con apego excesivo a las reglas’), sapear (‘mirar disimuladamente’, ‘delatar a alguien’), al
tiro (‘de inmediato’), marcha blanca (‘periodo en que se prueba un mecanismo o
procedimiento’), mover el piso (‘hacer que alguien sienta repentinamente mucha
inseguridad’), olla común (‘comida sencilla que se prepara para personas que están en
situación precaria’), pan de huevo (‘pan dulce que se vende en las playas’), papel confort
(‘papel higiénico’).
En lo que respecta a los indigenismos, además de aquellos de uso general en la lengua
(ají, chocolate, jaguar), destacan los quechuismos (Prieto 2006) y mapuchismos (Sánchez
2010). Muchas palabras quechuas pasaron al español de Chile a través del mapudungun, que
las incorporó tempranamente (Sánchez 2020); a su vez, voces aymaras pasaron a través del
quechua. Los quechuismos corresponden, por lo general, a realidades de la flora, fauna,
alimentación, vestimenta, utensilios, tipos humanos, parentesco y relaciones sociales. Entre
otros: callampa (‘hongo, seta’), chacra (‘terreno de poca extensión dedicado a la
agricultura’), chasca (‘cabellera larga y abundante’), choclo (‘mazorca de maíz’, ‘maíz tierno
desgranado’), choro (‘mejillón, especie de molusco bivalvo marino comestible’), chuchoca
(‘especie de maíz cocido y seco’), coronta (‘zuro del choclo’), guagua (‘niño de pecho’),
huasca (‘látigo corto’), huincha (‘cinta de lana o algodón’), humita (‘especie de plato hecho
con pasta de maíz’), mingaco (‘trabajo colectivo realizado en beneficio de un miembro de la
comunidad’), palta (‘fruto del aguacate’), porotos (‘judías’), puna (‘tierra alta y desértica de
zonas andinas’), pupo (‘ombligo’), soroche (‘mal de montaña’), yapa (‘añadidura,
especialmente la que se da como propina o regalo’). La situación con los mapuchismos es
semejante: boldo (‘Peumus boldus, árbol de la familia de las Monimiáceas’), cahuín (‘intriga,
enredo’), chapalele (‘especie de pan hecho con harina y papa rallada’), charcha (papada, en
especial de vacunos’), chape (‘trenza de pelo’), chercán (‘Troglodytes aedon chilensis, ave
parecida al ruiseñor’), choroy (‘Enicognathus leptorhynchus, ave similar al loro’),chuica
(‘garrafa’), coligüe (‘Chusquea culeou, planta de la familia de las gramíneas’), copihue
(‘Lapageria rosea, planta ornamental de la familia de las Liliáceas’), copucha (‘chisme’),
diuca (‘Diuca diuca, ave de color gris apizarrado’), guata (barriga, vientre, panza’), maqui
(‘arbusto chileno de la familia de las Liliáceas y su fruto’), guarén (‘rata de gran tamaño’),
natri (‘arbusto de la familia de las Solanáceas’), pichintún (‘pizca’), pilcha (‘prenda de vestir
pobre o en mal estado’), poncho (‘especie de manta’), quiltro (‘perro que no es de raza’),
raulí (‘árbol de gran porte, de la familia de las Fagáceas), tagua (‘Fulica armillata, ave
acuática del porte de un pato), trutro (‘muslo de las aves’), ulpo (‘especie de mazamorra
hecha con harina tostada y agua fría’) (Sánchez 2010). Son comunes también los topónimos:
Chillán, Colchagua, Curicó, Iquique, Pichilemu, Temuco, entre otros. Como es de esperar,
hay palabras derivadas y compuestas que, empleando bases de lenguas de pueblos
originarios, se ajustan a procesos del español. Muchas de estas corresponden a gentilicios:
chillanejo, colchagüino, curicano, iquiqueño, pichilemino, temuquense, etc. Obedecen
también a esquemas de formación propios del español palabras de uso común, en su mayoría
coloquiales: achuncharse (´sentirse avergonzado e incapaz de hacer frente a un desafío’),
canchero (‘que actúa con desplante’), cacharpearse (‘vestirse o acicalarse de manera
elegante’), chacrear (‘hacer que se pierda el carácter propio de una situación’), charchazo
(‘bofetada en la mejilla’), chasconear (‘desordenarle el pelo a alguien’), chorero (‘persona
que extrae y comercia choros’), enguatarse (‘llenarse alguien de comida o bebida hasta tener
sensación de hartazgo’), guaguatero (‘persona a la que le agradan las guaguas’), guascazo
(‘azote dado con una guasca o huasca’), guatazo (‘caída de bruces’), guatón (‘barrigudo’),
natral (‘terreno poblado de natris’), trapicarse (‘atragantarse con un líquido o con trozos de
alimento’), entre otras. En esta misma línea, no son extrañas las locuciones: arrastrar el
poncho, choro zapato, huincha de medir, humita en olla, palta reina, papa caliente, rayar la
cancha, sacar los choros del canasto, etc.
En lo que respecta a los préstamos y extranjerismos, como es esperable, abundan los
galicismos y los anglicismos. Mientras los primeros han ido disminuyendo a partir del siglo
XX, los segundos, incluso en forma cruda, son muy frecuentes en la actualidad, al punto de
que la cuestión de los anglicismos suele ser objeto de discusiones apasionadas. Destacan los
anglicismos crudos, muchas veces innecesarios, en áreas como la economía (subprime,
factoring, joint venture, leasing, royalty), el comercio (branding, call center, mall,
networking, outlet, packaging, retail, shopping, target), e internet y la computación (chat,
hardware, hashtag, keyword, mail, online, password, spam), entre otras. En el habla
coloquial es frecuente el uso de voces del lunfardo bonaerense, tales como bacán, cana,
caperuzo, capo, carrete, chamullar, malandra, mina, piola, pulento, (San Martín 2011).
Entre los germanismos, según Prieto (2002), unos pocos fueron introducidos por
descendientes de inmigrantes alemanes en el sur de Chile: berlín, chucrut, kuchen, pilsener,
schop, vienesa.
Desde el punto de vista pragmático, se suele señalar que, comparada con la española, el
habla chilena es menos directa; a diferencia de la primera, en la segunda serían comunes las
aserciones irónicas sutiles, las peticiones indirectas (¿podría traerme un café?) y otras formas
convencionalmente corteses. Puga (1997) ilustra esta distinción, citando el testimonio de una
mujer chilena:

Es mucho más claro, directo [el español]. O sea, no te vay en ninguna… es como llegar y decir: «Hola, una
caña». Pac. Eso en Chile… «Oye, nos podís atender, nos podís traer dos cervezas, por favor». «¿De cuál?».
«Mira, no sé… mm…» «Ya listo, gracias» (pág. 58).

Mientras en España predominaría la cortesía de solidaridad o positiva, los hablantes chilenos


preferirían la cortesía de distanciamiento y procurarían tratar con deferencia al interlocutor
(López 2013). Puga ha destacado el papel que desempeña la atenuación en el español de
Chile y distintos recursos lingüísticos que la comunican: «Fulano es como tan simpático»,
«Es un poco mucho que no hayas venido ayer», «no sé si quiero ir a tu casa» (‘no quiero ir’),
«Ana, trata de no rayar los números de las boletas» (‘no los rayes’), «¿Me podrías hacer un
favor chiquitito?», etc. En la medida en que la indirección demanda un mayor esfuerzo
interpretativo por parte del oyente, quienes no están acostumbrados a esta forma de
comunicación pueden tener problemas para comprender lo que el hablante quiere decir. En
un periódico de la Región del Biobío, una profesional holandesa avecindada en Chile, tras
plantear que el deseo de ser amables lleva a los chilenos a no ser directos, comenta «cuando
llegué a acá el ’99, una persona me decía que ‘sí’ a algo [y] yo tenía que preguntar de nuevo
‘bueno, ¿eso es un sí sí o un sí no?’, porque las personas no eran capaces de decir que no
cuando no querían o no podían» (La Tribuna, 21 de abril de 2016).

Conclusión
El español de Chile posee una fisonomía propia, y aunque presenta rasgos compartidos con
otras variedades del denominado español atlántico, tiende a ser clasificado como un área
dialectal específica, distinta del español andino y el rioplatense, entre otras. Como se trata de
una presentación esquemática general, esta exposición pasa por alto diferencias en las que
una más detallada debería profundizar. Por lo pronto, como observa Rabanales (1981), un
perfil del español de Chile debe considerar los estratos y estilos de lengua, cuestión que aquí
se observó solo tangencialmente, en pocas ocasiones. Por ejemplo, la duplicación de clíticos
en oraciones como «Me voy a irme» está fuertemente estigmatizada y se presenta en el estrato
bajo. También debe mostrar las características de las distintas variedades regionales: no se
denomina pupo al ombligo en todo Chile, sino en la zona norte; construcciones del tipo se
pasó a caer, dejó comido y ella lo creció son comunes fundamentalmente en Chiloé. Como
ha señalado Rojas (2015), los chilenos solemos decir que hablamos mal el español, a
diferencia, por ejemplo, de peruanos y colombianos, que lo hablarían muy bien. Se trata de
una opinión que se viene repitiendo hace tiempo. Zorobabel Rodríguez parte el prólogo de
su Diccionario afirmando: «La incorrección con que en Chile se habla i escribe la lengua
española es un mal tan jeneralmente reconocido como justamente deplorado» (1875, pág.
VII). A pesar del prurito flagelante, el español en Chile sigue vivo y constituye, a la vez, un
modo de hablar en que los chilenos nos reconocemos y un tesoro intangible de la cultura
chilena e hispanoamericana.

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