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Paola Passig Villanueva es perio-

dista y licenciada en comunicación


Beatriz, de apenas un año, va sentada sobre los hombros de social de la Universidad de Chile. Ha

Paola Passig / Ximena Ceardi


su papá con un cartel que dice “Alessandri volverá”. Vive en sido corresponsal del diario La Épo-
Las Condes, todos le sonríen. Paola viaja en tren de Iquique
a Santiago para acompañar a su tía abuela a votar por la ca, académica en

LOS NIÑOS DEL 73


derecha en las parlamentarias del 73; tiene apenas diez años, la Universidad de
pero prefiere apoyar a Allende. Playa Ancha entre
En Tocopilla, Alex observa angustiado cómo su padre y sus
compañeros defienden la mina del asedio militar con un par
2020 y 2021, editora
de latas viejas. En Valparaíso, Marcelo se asombra cuando de política durante
en el acto escolar del lunes la canción nacional incluye una diez años en El Mer-
estrofa nueva que habla de “los valientes soldados”. curio de Valparaíso
La Yaya vive el asedio militar contra La Legua, la única
población que se resistió al golpe, mientras en Punta Arenas, Fragmentos de una historia rota —donde realizó una
Sonia se aferra a la falda de su abuela cuando los marinos entrevista diaria du-
entran a allanar su casa en busca de armas. rante cinco años— y
Ernesto abraza fuerte a su mamá cuando se entera de que su
padre ha muerto después de ser torturado y Jorge no oculta
encargada de prensa del exconvencio-
la nostalgia por un barrio que vivió los mil días de Allende nal, académico y Premio Nacional de
entre talleres mecánicos y prostíbulos. Humanidades, Agustín Squella, tan-

Fragmentos de una historia rota


Philippe juega con sus compañeros del Colegio Alemán al to en su campaña como en el ejercicio
prontamente prohibido juego de “los milicos contra los upe-
lientos”, mientras Teo sufre por su amigo, el dueño del kios- del cargo. Actualmente es directora
co pluralista, donde leía Mampato y Cabrochico, y recuerda de Comunicaciones del Ministerio de
sus primeros amores. Agricultura.
Otro Marcelo pasa de la contemplación darwiniana, en el
jardín de su casa en Valparaíso, a enterarse de que su tía
Marta apareció atada a un riel en playa La Ballena. Ro-
berto recuerda los 80 y el momento exacto en que decidió ser
periodista. Eduardo juega con sus amigos una pichanga en Ximena Ceardi Jacob es periodista y
Av. Irarrázabal, aprovechando el toque de queda, y Mel no magíster en Educación. Actualmente
olvida cuando le regaló su pañoleta de scout al Presidente ejerce como docente
Allende mientras vivía en Colombia.
Pilar reconoce su vocación musical al compas de las canciones de la Universidad de
que escuchaba con el cura Mario. Fernando recuerda a su pa- Playa Ancha. Aparte
dre cuando enfrentó a un militar que meses después estaría a de su trabajo perio-
cargo de la matanza de Lonquén y cómo la carta que su madre
dístico en medios es-
escribió a Frei, fue leída por Allende en el Teatro Caupolicán.
Franklin rememora su trabajo en las BRP y su primer amor, critos, ha sido autora
una rusa llamada Natasha, mientras Paola escucha en Radio de ocho libros en

LOS NIÑOS DEL 73


Moscú que Allende ha muerto y descubre que su vecino de 13 calidad de “escritora
años, Maximiliano, también ruso, desaparece ese mismo día.
Son los niños del 73, que vivieron entre la euforia, el temor, fantasma”.
la esperanza y el miedo durante los procesos históricos que se Con una familia ma-
desarrollaron en Chile a partir del año 68 y hasta mediados terna cuyos miem-
de los 70. Hijos de la Reforma Agraria y del toque de queda,
bros militaron en el PS, el PC y el
del exilio y la leche en las escuelas, de las largas colas y los
rumores a media voz sobre detenidos desaparecidos, de las MIR y un padre que participó en el
JAP, la Dina, el MIR y Patria y Libertad. Son los niños Paola Passig / Ximena Ceardi equipo de estudios de la campaña de
de la UP, el golpe y la dictadura y aquí están sus historias. E DI T OR A S Alessandri en 1970, vivió los traumas
y las contradicciones de muchos ni-
ños del 73.
SERIE DE MEMORIA

Los Niños del 73


Fragmentos de una historia rota

Paola Passig / Ximena Ceardi


E DI T OR A S

B O G AVA N T E S
Los niños del 73, fragmentos de una historia rota
© Paola Passig y Ximena Ceardi, editoras
Primera edición
Registro de propiedad intelectual N° 2022-A-3624
ISBN: 978-956-6209-00-3
Proceso editorial: Luis Riffo, Marcela Vidal y Ricardo Herrera
Diseño y diagramación: Ernesto Jürgensen
Fotografía de portada: autor desconocido, Archivo de la Fundación Salvador Allende
Fotografías de contraportada e interior cedidas por los autores

© Editorial Bogavantes
editorial.bogavantes@gmail.com
Valparaíso, 2022

Impreso en Chile
por Gráfica LOM
Pequeña historia de estas historias

T
odo empezó como un juego: Pandemia, encierro y
la amistad reducida a reuniones telemáticas con una
copa de vino en las manos, en el mejor de los casos.
Entre la distancia, el desempleo o los trabajos aburridos,
¿por qué no escribir un cuento cada mes y comentarlo en
una especie de taller literario entre amigas?
Escribí (yo, Paola) sobre un viaje en tren de cuatro días
y tres noches, de Iquique a Santiago, para llevar a votar a
mi tía abuela en las elecciones parlamentarias de marzo de
1973 y yo (Ximena), el primer capítulo de una narración
ficcionada en un campo desertificado.
Compartimos ideas e historias que paulatinamente fue-
ron derivando más hacia un registro testimonial. Casi sin
darnos cuenta, nos sumergimos en nuestros recuerdos. En
ese momento alguien sugirió: ¿Y por qué no escribir relatos

5
de niños del 73? Nos entusiasmamos. Estábamos llenas de
recuerdos, de imágenes de un pasado que aún se mante-
nían nítidas.
Al viaje desde Iquique, sumé los recuerdos del día del
golpe, donde confluyen la noticia de la muerte de Allende
emitida por Radio Moscú y los postres de leche con los que
mi mamá intentaba endulzar el momento. Yo (Ximena)
cambié el campo desertificado por la cocina de mi abuela
en Quilpué, donde se realiza una reunión semiclandestina.
Casi un año después, me sumerjo en la experiencia de un
viaje al país de nunca jamás, a través del que esta pequeña
upelienta busca reencontrarse con la figura de su papá.
No todo fue fácil. Surgieron diferencias de estilos, de pro-
pósitos, de profundidades. ¿Espectáculo o intimismo? ¿Es-
cribimos solo nuestras historias o buscamos los relatos de
otros? Para resolver esas tensiones decidimos sumar voces
que, como en una polifonía, dieran cuenta de ese momento
tan crucial, tan ninguneado y a la vez tan estudiado, que
truncó la infancia de muchos.
Se sumaron amigos, conocidos, amigos de los amigos,
desconocidos que se hicieron amigos... En el camino apare-
ce la editorial Bogavantes, el diseño de Ernesto Jürgensen,
la ayuda del joven historiador Daniel Van Der Stelt para
hurgar en el archivo fotográfico de la Fundación Allende, el
entusiasmo del psiquiatra Rodrigo Erazo y su compromiso
con lo social, el hermoso prólogo generacional de Marcelo
Mellado, el apoyo del Museo de la Memoria y María Luisa
Ortiz, para acoger el proceso y el lanzamiento.
El libro ahora es realidad y aquí, a través de 19 histo-
rias, ejercemos el soberano derecho a la nostalgia, la pena,
la alegría, la rabia o el miedo, narrando y recopilando los
fragmentos, cuentos, memorias que nos permitieron armar

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un caleidoscopio con los pedacitos plásticos y de celofán de
colores escondidos de nuestros recuerdos.
¿Por qué volver a narrar lo que ya se ha narrado tanto?
¿Por qué hacerlo desde una mirada infantil?
Los que hoy cruzamos la cincuentena pertenecemos, sin
duda, a una generación traumada. A una generación que,
por una parte, todavía se aterra cuando siente el ruido de
demasiados helicópteros o aviones cruzando el cielo y, por
otra, se conmociona cuando ve por televisión la marcha de
cientos de “patipelados” que se acercan a La Moneda.
Y es que aún no nos hemos liberado del trauma. Prime-
ro, porque el trauma infantil es preconceptual, se arraiga
en las emociones y en el cuerpo y ni unos ni otros pueden
ser sanados a través de estudios sociológicos, documenta-
les o tratados historiográficos. Segundo, porque los niños
del 73 somos una generación huérfana, con padres tan
choqueados, confundidos, beligerantes o atormentados,
que no supieron cómo reaccionar, ni acariciar ni tranqui-
lizar, ni conversar sobre lo que sucedía con estos niños
que veían todo, que escuchaban todo, que sentían todo,
pero que estaban inhabilitados para comprender la mag-
nitud de la historia que estaban viviendo, y que solo in-
tuían por las frases que oían de los adultos, generalmente
escondidos detrás de las puertas.
Crecimos entre el miedo y el silencio. Y el miedo no suel-
ta a menos que uno sea capaz de experimentarlo retrotra-
yéndose al momento en que se produjo el hecho causante
para enfrentarlo. De ahí viene la necesidad de enfocarnos
en la mirada infantil como una forma de recuperar sensa-
ciones, voces, olores, formas, ambientes, rostros, estados de
ánimo, preguntas que tuvieron respuestas vagas en aquel
período.

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Pero no quisimos caer en el lamento tradicional de una iz-
quierda autoflagelante ni en el cruce de culpas sobre quién
fue el que tiró la primera piedra, aunque tampoco pretende
ser un mero ejercicio lúdico; las circunstancias no lo ame-
ritan. Se mueve en un terreno distinto: el de la inocencia y
la pérdida de la inocencia, el de una inocencia trastocada,
cortada, pero que permitió generar herramientas de sobre-
vivencia.
Porque se trata de un ejercicio cíclico que no termina
nunca, que se retroalimenta y que se nutre de esa memoria
infantil diáfana, pero trastocada por el trauma de un proce-
so demasiado abrumador para niños de 5 o 10 años.
Se trata, entonces, de una colección de fragmentos que, si
bien se centra en un tema tratado y abordado por políticos,
historiadores y sociólogos, no se había enfocado desde la
memoria infantil (salvo en El diario de Francisca). Y es esta
mirada, dulce y fragmentada, dolorosa y caleidoscópica, lo
que transforma a este proyecto literario y testimonial en un
aporte que enriquece la memoria del país.
Hay muchas deudas con los niños, especialmente con los
de ese tiempo, con quienes fuimos niños y niñas del 73.
Creemos que dar a conocer sus historias era una de ellas.

Las editoras

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Introducción

Encuclillados o en puntillas
Rodrigo Erazo Reyes1

A
menudo olvidamos que los niños y las niñas ob-
servan el mundo que les rodea desde un nivel dife-
rente al punto de vista de los adultos. Ese lugar, a
menudo es inferior a la altura de la manilla de las puertas
del hogar. Y, es más: muchas veces ellas y ellos miran des-
de el suelo; o encuclillados.
Quizá por eso nos costará tanto a los adultos recordar
lo que vivimos, lo que vimos y sentimos cuando hemos
visto lo que vimos, o lo que creímos ver. A menos que esos
adultos hagan el ejercicio; a menos que lo hagamos.
Esta colección de relatos ha invitado a los adultos a
encogerse de estatura y, al mismo tiempo, a ampliar sus

1
Médico psiquiatra. Durante la dictadura trabajó en terapia de recons-
trucción de hombres y mujeres torturados, a través del Comité de De-
fensa del Pueblo, Codepu.

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perspectivas y sentimientos. Y así, les ha impuesto una
bella y a la vez dura exigencia.
Este conjunto de escritoras y escritores hizo la tarea.
Pero no se trata solo de una cuestión de perspectiva: está
también la cuestión del tiempo. La temporalidad lineal,
como tratamos a menudo de rescatar nuestro tiempo his-
tórico, suele hundirse y elevarse abruptamente, traído y
llevado nuestro acontecer por las notas y caracteres emo-
cionales de la evolución de nuestras biografías. Y de la
Historia, por cierto.
Y así, pareciera que la fidelidad a una exacta línea tem-
poral no es otra cosa que una ilusión.
Punto de vista, tiempo y emoción, salpicado de relojes y
calendarios, parecieran gobernar ese extraño dispositivo
existencial que denominamos memoria. Y claro: todo eso
sin calibrar aún el modo en cómo la construcción del re-
cuerdo queda significada desde la lealtad y el amor hacia
los padres o figuras significativas, a menudo “portadoras
de la luz de la verdad”.
Hallo que los escritores y las escritoras de estos relatos
se enfrentaron a estas dificultades de manera encomiable,
admirable.
Los niños y las niñas, igual que los viejos y las viejas,
dejamos de ver los días y las horas. Lo apreciado es un
espacio-tiempo que se dilata o contrae; una experiencia,
o conjunto de experiencias, que adquiere relevancia de
acuerdo al momento que vivimos y a las relaciones que
son puestas a prueba.
Así, un grupo de adultos que se enfrenta a un día sig-
nificativo del pasado tendrá que hacer un complejo viaje,
uno que no tiene que ver necesariamente con la memo-
ria. El día once de septiembre de 1973, sin mayúsculas

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que lo confundan, remite al recordar en su antiguo sentido
etimológico. Re-cordar: volver a hacer pasar por el cora-
zón.
Solo así podemos imaginar que se compagine un con-
junto de texturas, sabores, líneas, colores, tañidos y suspi-
ros, como los que nos promete y cumple este grupo de na-
rraciones, de poderosa definición documental y al mismo
tiempo de intensa vocación poética.

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PRÓLOGO

La ley de la infancia
M arcelo M ellado

H
asta hace un par de años —esta es una sensación—,
el tratamiento literario del golpe militar del 73 pa-
recía un facilismo cultural o una tendencia “litera-
litosa” que apuntaba a producir algún efecto editorial o un
oportunismo político derechamente, siempre con la regen-
cia amenazante de la razón ideológica. Todo esto bajo la
presión de algún sector de la crítica que demandaba (creo
que aún persiste la insistencia) la necesidad de una obra
literaria, privilegiando el género novela, que debería dar
cuenta cabal de aquel periodo, como si a la literatura local
le correspondiera dar las explicaciones que la sociedad no
pudo o no supo darse en relación a sus quiebres institucio-
nales. Entonces, una de las falencias de nuestra literatura
sería el no cumplimiento de esa tarea. Cuestión arbitraria
y que responde a una voluntad de canon muy reaccionaria

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o a exigencias que provienen de algún aparataje fuera de la
producción narrativa.
Paradojalmente, desde cierta perspectiva, es probable
que no haya nada que se haya escrito desde entonces que
no dé cuenta de ese momento brutal para nuestra historia.
No hay canción, poema, cuento, novela u obra plástica o
audiovisual, producida en Chile, incluida la omisión del
mismo acontecimiento, que no haya tenido como objeto
esa criminalidad institucionalizada que fue el tan mentado
golpe de estado y sus consecuencias malditas.
Gilles Deleuze, citado por Giorgio Agamben, en El fuego
y el relato, define el acto de creación como un acto de resis-
tencia. Resistencia contra la muerte, por un lado, y contra
la sociedad disciplinaria, foulcaultianamente hablando,
por otro. Es en ese registro donde estos cuentos tienen jus-
tificación político cultural.
La otra sensación que tengo —equívoca, obviamente—
es que nunca como izquierda hemos resuelto el problema
que nos ocasionó esa derrota estratégica, que llevamos muy
adentro en nuestro espíritu como un “hermoso” trauma no
resuelto, con las culpas y querellas insalvables, esas que nos
hacen cultivar las odiosidades y los símbolos que nos consti-
tuyen como sistema cultural y de la cual hemos construido
toda una épica del fracaso. Aunque, por otra parte, es pro-
bable que todo lo que hemos producido y seguiremos produ-
ciendo sea una fórmula de resolución del problema, incluida
esta antología de relatos que apunta, sobre todo, a la cuestión
más doméstica o menos institucional.
Lo que sí tenemos claro es que cada cierto tiempo el
tema se toma invasivamente (en las fechas precisas) nues-
tros corazones y ahí asumimos que por mucho tiempo
esta cuestión nos va a perseguir como dato identitario,

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porque nuestra infancia fue dramáticamente determinada
por ese acontecimiento que involucró a nuestras familias,
a nuestras madres, a nuestros padres, a nuestros tíos y a
los amigos. Y esta antología se hace cargo de ese instante
de ruptura catastrófica que interceptó nuestra infancia,
recuperando sobre todo la calidad indagatoria de esa ex-
periencia etaria.
Hoy, la continuidad histórica, por darle un nombre a
la lucha social, posibilita la reposición (o la imagen de
ello) de ese momento utópico arrebatado. Con la elec-
ción de Boric se repone la voluntad de transformación
social que determinó la lucha de nuestros parientes, lo
que renueva nuestros deseos, si no revolucionarios, al
menos las ganas de imaginar la posibilidad de un pro-
ceso emancipatorio que nos cure de la desesperanza.
Este nuevo escenario político le da a esa memoria dolo-
rosa un nuevo momento.
Y en este contexto, quiero hacer una conectiva con la fi-
gura de Allende, porque a ambos los une, a Allende y a Bo-
ric, además de la familiaridad política, su mirada sobre la
infancia. Para muchos de nosotros es inolvidable cuando el
compañero presidente, en su primer discurso en la FECH,
le dice al pueblo que vuelva a sus casas en tranquilidad (ha-
bía un ambiente enrarecido por la amenaza de golpe, ya en
ese momento) y que cuando acaricien a sus hijos piensen
en el mañana duro que se viene por delante. Discurso que
fue recordado por Boric recién electo.
Creo que el uno y el otro han sido los únicos líderes po-
líticos que han apelado a la infancia y la han nombrado
cada uno en su estilo, definido por la época. En lo perso-
nal, tengo una anécdota en relación con eso que nunca
he olvidado y que no he podido trabajar literariamente,

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probablemente porque no puedo tomar distancia emotiva
con ese momento. Allende me llevó en auto cuando era
presidente del senado y precandidato a la presidencia. Y
recién ahora hago esa conexión: a él le interesaba la in-
fancia como hecho social. Como solíamos hacer los vier-
nes, un compañero de básica y yo retardábamos la vuelta
a casa, como un modo celebratorio del recreativo fin de
semana que se avecinaba, y parte de ese juego era hacer
dedo. Y así fue que un Mercedes Benz color verde agua
se detuvo para trasladarnos. Él nos preguntó quiénes éra-
mos, qué queríamos estudiar y qué pensábamos. Lo que
más me emociona recordar era su actitud respetuosa. Por
eso cobra un nuevo sentido ese deseo de acariciar a los
hijos, a los niños, de tenerlos en cuenta como prioridad en
un proceso de desarrollo.
Por eso, el modo de conocer el mundo, determinado por
la construcción de imágenes sorpresivas y paradojales de
la infancia, no es algo meramente anecdótico. Estamos
ante una veintena de relatos que tienen por objeto una es-
trategia de conocimiento ante un mundo que se disuelve,
descrito por un testigo aparentemente secundario de los
acontecimientos, cuya razón argumental es la única que
puede explicarlos. Cuentos referenciales, crónicas sobre
un trauma en donde la continuidad histórica se rompe
dramáticamente y cuyo eje reiterado es la clase o el juego
interrumpido. La caminata de vuelta a casa, ya sea de la
mano de la madre o en compañía del grupo de compañe-
ros incrédulos que vuelve al barrio, sin perder las ganas de
continuar el juego.
La ficción narrativa surge, una vez más, como instru-
mento analítico o, al menos, explicativo de la historia, por-
que los argumentos razonables sustentados en la política y

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las ciencias sociales, por ejemplo, no nos sirven o no están
a la altura de las necesidades del deseo explicativo de los
hechos. El simple y complejo relato, más que un recurso
de sobrevivencia existencial, es la estrategia emotiva fun-
damental que restaura el cuerpo doloroso y que incluso lo
acoge en la posibilidad de calmarlo con el uso de la pala-
bra, aunque sea momentáneamente.
No es que la literatura sea el correlato de la historia o
incluso ilustradora de la misma, sino más bien el recurso
de la memoria como dispositivo de registro emotivo. La
clave articuladora de los relatos es la mirada del niño, no
de cualquier infancia, sino la del infante asediado por la
tormenta de los hechos, ese que irremediablemente vuelve
del colegio, luego de una clase interrumpida o de un juego
roto por el acontecimiento que se tornaría traumático. La
infancia, en ese contexto, funciona como una subjetividad
que filtra una experiencia, que la transforma en imágenes
que van hilvanando los modos en que la tribu va reaccio-
nando o repeliendo vanamente el asedio descomposicional
del brutal y mortalmente Otro, del monstruo institucional,
ese que va armado contra el pueblo.
Es como una foto en blanco y negro que el tiempo tornó
sepia. El eje articulador de todos los relatos lo constitu-
ye la anécdota, a veces cargada de humor negro e ironía,
marcada por la observación oblicua o metafórica de un
sujeto menudo obligado a las protectoras órdenes mater-
nas. Allí está la “pichanga futbolera”, el juego cuyo mode-
lo es el cine de vaqueros, el barrio amplificado por faenas
mineras o sitios eriazos, la reunión familiar en torno a la
mesa casera y las voces susurradas que se multiplican. Por
otra parte, está ese modo observador, fragmentado, desde
las ramas más delgadas del tronco familiar, pasando por

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la memoria partidaria, la provincia, el barrio, el exilio,
las canciones, hasta los crímenes salvajes. Todo en una
atmósfera de miedo y de palabras sencillas, amorosas o
no, que lo suavizan.
La infancia aparece como una subjetividad sustentada en
una experiencia que se teje, gracias a esa “maravillosa” dis-
tancia que promueve la mirada trasera, hacia el pasado, la
de la memoria que apela a su capital de origen, la palabra
obstruida. Y es ahí que se inaugura una historia que apela
a esos signos o modos propios de la observación del niño(a),
con la sorpresa, la voluntad de juego, la continuidad inte-
rrumpida por el relato persistente, el permanente asombro
y los saberes paradojales. Aquí el miedo, que es uno de los
tópicos que organiza el mundo narrado, da paso a los per-
sonajes, diluidos por el empequeñecimiento de sus signos
vitales, pero que son la referencia fundamental del mundo
de los niños y niñas que lo observan desde una perspectiva
asimétrica. Y aunque todo se va descomponiendo, la mis-
ma lógica del relato posibilita que se rediseñe otro mundo
en el que el infante(a) se acomoda.
Sin duda son crónicas del aprendizaje vital en que el adul-
to o la adulta que narra vuelve a refugiarse en ese modo del
saber en que la parte es el todo, en los hermosos detalles,
en aquella subjetividad que no tiene paradigmas instalados
como una pesada mochila, porque la recuperación de esa
“ingenuidad” es también un modo, (i)rresponsable, de con-
tinuidad de los grandes juegos.

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A la izquierda, Alex Ríos González, junto a parte de su familia. Tocopilla, 1971.

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1
El juego
Alex Ríos González

A los muchos sueños violentamente rotos

Con el Toño y el Pelao crecimos jugando en los patios


del ferrocarril salitrero de Tocopilla. Los tres nacimos el
año 65 en la Villa Prat, campamento de las familias de los
trabajadores de Soquimich. Mil juegos de vaqueros y es-
condidas habían pasado ya por nuestras vidas en esas bo-
degas de añosas calaminas que estaban cruzando la calle.
Conocíamos cada rincón: la malla metálica, el agujero en
el suelo… Las calaminas eran la entrada a nuestro ima-
ginario mundo de niños. Con experticia sabíamos quedar
invisibles debajo de los carros salitreros estacionados; ni
los guardias de seguridad daban con nosotros cuando nos
lo proponíamos.

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Corría septiembre de 1973. Recién había cumplido 8
años. El Toño y el Pelao estuvieron en mi fiesta de cum-
pleaños: habían estado en mis ocho cumpleaños, así como
yo había estado en sus ocho cumpleaños. Un martes de ese
septiembre mi mamá llegó corriendo a la escuela donde
cursaba mis primeros años de básica; recuerdo que cele-
brábamos el día del profesor. Era cerca de mediodía. Me
extrañó porque faltaba más de una hora para la salida. Es-
tábamos en actividades recreativas, yo pichangueaba como
siempre. Desde el arco de la cancha de tierra la vi entrar sin
mediar autorización de nadie, irrumpió en el partido, me
tomó del brazo y de un tirón me sacó de allí. Su rostro era
distinto al de siempre, ese martes se veía triste, preocupa-
da, desesperanzada, y aunque dejó al equipo sin arquero, y
mis compañeros reclamaron, ella no hizo caso.
Acostumbrado al reclamo, esa vez guardé silencio. Algo
extraño se olía en el ambiente, algo que sellaría mi vida
(nuestras vidas) para siempre. Fuimos corriendo al rincón
del patio donde jugaba la Taty, mi hermana dos años me-
nor. Sin despedirnos, sin hablar con nadie, sin pedir per-
miso en la dirección de la escuela, nos fuimos. Mi mamá,
silencio total. La atmósfera era espesa, nadie reía, todos
corrían angustiados en la calle. Yo no entendía nada.
Ya en casa, mi mamá cubrió con unas frazadas las venta-
nas que daban a la calle. Las horas pesaban, la radio anun-
ciaba algo que parecía ser una mala noticia. Se hizo la tarde
y mi papá no llegó del trabajo. Mandó decir que se quedaría
en una asamblea extraordinaria del sindicato. Los papás
del Toño y el Pelao tampoco llegaron. En la cocina sus ma-
más compartían preocupaciones con la mía hasta que llegó
el rumor: los trabajadores habían votado la toma de la em-
presa. Alguien, a quien llamaban Compañero Presidente,

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un señor de lentes a quien yo ubicaba por fotos, había sido
derrocado en Santiago. Mis padres contaban con orgullo
que, en una visita al puerto, hace poco más de un año, el
Compañero Presidente había visitado el campamento y en
un té con las familias de los trabajadores me había tomado
en sus brazos. De verdad, yo no lo recuerdo, pero una des-
teñida foto en blanco y negro guardada en el baúl de mis
tesoros lo confirma. En medio del desconcierto, los obreros
y empleados de Soquimich Tocopilla habían decidido to-
marse el ferrocarril para apoyarlo. Esa noche ni mi papá, ni
ningún papá en el campamento, durmió en casa. Estaban
todos en el ferrocarril.
Al día siguiente desperté temprano. Casi no había podido
dormir: durante la noche la calle fue tomada por extraños
ruidos que mi corta memoria no reconocía. La casa donde
vivíamos quedaba justo frente a las bodegas del ferrocarril.
Levantando un poco las frazadas, que mi mamá había pues-
to en las ventanas, vi tres extraños vehículos blindados que
hasta ese día solo había visto entre mis juguetes de plástico.
Eran tres tanques apuntando sus cañones directo a las bode-
gas con nuestros padres adentro. Uniformados con sus caras
pintadas, en los techos de nuestras casas apuntaban también
ametralladoras al corazón de los obreros. Militares a pie se
paseaban desafiantes, con carabinas, fusiles y metralletas al
hombro. Esos uniformes, yo no lo sabía aún, los convertían
en los nuevos dueños de Chile.
Los trabajadores estaban adentro. Las mujeres y nosotros,
los niños, afuera. Los militares entre medio. Cien metros de
abismo entre padres, esposas e hijos, con la muerte paseán-
dose como dueña de casa en esos cien metros. La radio,
que no había parado de funcionar, anunciaba que el señor
al que llamaban Compañero Presidente había muerto. Mi

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madre cayó de golpe sobre una silla, se llevó las manos al
rostro, lágrimas de sueños rotos corrieron por sus mejillas.
Por noticias que no sé cómo llegaban desde adentro, sa-
bíamos que nuestros padres se habían parapetado tras unos
carros de ferrocarril. Durante la noche de ese 11 los habían
puesto allí como barrera entre ellos y los militares. Sabía-
mos también que sus armas de guerra eran unas pocas pa-
las, chuzos, martillos y piedras. Se habían hecho, además,
algunos escudos de calaminas. Al otro lado, cruzando la
calle, tanques, ametralladoras y fusiles.
Mi madre seguía con las mamás del Toño y el Pelao. No-
sotros jugábamos como si nada en el patio interior de tierra.
Como a mediodía de ese día 12 nos llamaron a la cocina. Con
rostros cansados, avejentados, soltando la última sonrisa que
estrujaron de sus corazones, nos preguntaron si queríamos ju-
gar a las escondidas en los patios del ferrocarril. Se fundieron
en un abrazo alrededor nuestro, nos pasaron tres viandas con
comida, una para cada uno, y nos dijeron que debíamos ir
a dejárselas a nuestros padres. Pero sin que nadie nos viera,
¡esa era la gracia! El juego tenía esa única regla: debíamos en-
tregar las viandas a nuestros papás, pero por ningún motivo
debíamos ser sorprendidos por los hombres de uniforme. Eso
significaba la eliminación automática del juego. Con el Toño
y el Pelao nos fuimos por la parte de arriba del campamento,
el que se encuentra al borde de los cerros, y al final del último
callejón bajamos invisibles hasta la calle Prat.
Una vez al borde de la calle, en el punto más distante de
los hombres de uniforme, nos escondimos en un pequeño
montículo de piedras que llamábamos “el barco”. Cruza-
mos agazapados y como felinos nos escurrimos por el pe-
queño agujero entre el suelo de tierra —que tenía la me-
dida justa para que pasara de guata un niño pequeño—,

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la malla gallinero y las paredes de calamina. Una vez que
pasamos los tres, tan solo unos metros más allá vimos a
los hombres junto a improvisadas trincheras de sacos cali-
cheros. Estaban allí sin saber qué hacer, queriendo hacer
todo y no pudiendo hacer nada. Apenas me vio, mi papá
corrió con el más veloz de sus abrazos. El amor le ganaba
por un segundo la guerra a la desesperanza. Sus ojos se
llenaron de lágrimas; son los minutos más intensos que
guardo como recuerdo de mi viejo. Nuestros lloriqueos
de niños se confundieron con los suyos de hombres. Deja-
mos las viandas con ellos y volvimos cargados de besos y
abrazos, gracias a Dios, invisibles en todo momento a los
militares.
Llegó el día 13 y la situación se volvió insostenible. Los
trabajadores se vieron forzados a deponer la toma. Habían
recibido un ultimátum de la jefatura militar: si no se entre-
gaba Soquimich, los tanques y ametralladoras abrirían fue-
go sobre las bodegas del ferrocarril esa misma tarde. ¿Qué
podían hacer con una decena de palas, picotas y chuzos
frente a esos monstruos acorazados? ¿Qué sería de nosotros
afuera, si ellos morían? Los hombres se sintieron traicio-
nando sus más arraigadas esperanzas, pero no había opción
y salieron uno a uno de la bodega, manos arriba, tristeza
en el alma, rabia contenida, sueños rotos. Los dirigentes
sindicales fueron identificados. A ellos los detuvieron, los
torturaron, los exiliaron, los desaparecieron. Desapareci-
dos de todo, menos de la memoria. Chile ya no volvió a ser
el mismo. El Toño, el Pelao y yo, tampoco.

25
Eduardo Rossel, 1973. Estudió periodismo en la Universidad de Chile, cronista, escritor
y asesor comunicacional.

26
2
¡Resistencia pichanguera!
Eduardo Rossel

“¡Nos vemos en marzo!”, grité, haciéndome el gracio-


so, cuando todos los alumnos de la Escuela Industrial
Superior Chileno Alemana de Ñuñoa (Eischañ) nos reti-
rábamos ordenadamente del establecimiento esa maña-
na del 11 de septiembre de 1973. Una nerviosa carcajada
general respondió a mi desatinada salida. Era poco antes
de las nueve de la mañana y el tan anunciado golpe mili-
tar para derrocar el gobierno de Salvador Allende había
comenzado.
Dos o tres de los mayores de mi curso (1° medio) anuncia-
ron que irían a La Moneda a defender “al compañero presi-
dente”. Un número similar también dijo que iban al centro
a “apoyar a los militares”. La mayoría optó por partir a sus
hogares. Pronto no hubo quórum para la pichanga, así que
me fui caminando a la casa del abuelo (Manuel Montt con
Irarrázaval) —una villa construida en 1930 para suboficiales

27
del Ejército, pero donde ya casi no quedaban uniformados—,
donde vivía junto a mis padres y los tres hermanos.
El mayor, Juaco, de 15 años, estudiaba en el politiza-
do Liceo Lastarria, era periferia (según él, militaba) del
Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER) y tenía una
fuerte convicción de izquierda. Yo también simpatizaba
con la Unidad Popular, pero estaba lejos de cualquier or-
gánica.
La política no era tema en la casa, pero tampoco eran
indiferentes al acontecer nacional. El “Reporter Esso” en
las mañanas y los noticieros de las 20.30, en uno de los tres
canales de televisión, eran sagrados. Mi madre tenía una
enorme sensibilidad social que, hasta el año 1971, cana-
lizaba con las misas dominicales a las que —cuando más
chicos— nos llevaban obligados.
Mi padre se decía ateo y su acción política más antigua,
según recuerdo, fue cuando los gendarmes argentinos ma-
taron al teniente Hernán Merino Correa (1965) y él llegó
a la casa contando que había ido a la embajada de Argen-
tina a manifestar su repudio. “¡Le tiramos monedas!”, nos
dijo con fervor patriótico. Nunca supe si su performance
fue cierta o no… Era muy bueno para inventar historias y
después olvidaba confesarlo.
El otro acto político perenne fue el 5 de septiembre de
1970, cuando desde la cortina metálica del almacén de ba-
rrio que había abierto en el ex garaje de los abuelos, colgó
una larga cola de papel confort. Su candidato, Radomiro
Tomic, llegó tercero. “Todavía viene corriendo”, le decía
a las caseritas o caseros que se burlaban de él, pero se ma-
nifestaba contento de que “hubiese ganado Allende y no
Alessandri”. Aunque eso solo lo ratificó el Congreso Na-
cional dos meses después, el 4 de noviembre.

28
Durante las mañanas, el pequeño almacén era muy concu-
rrido. Había plata y los vecinos ingresaban con fluidez y entu-
siasmo. Las familias más pobres del barrio, que antes adqui-
rían de a cuartos y “al fiao”, ahora compraban al contado y de
a kilo o de litro como todos los demás… y como lo permitía la
Junta de Abastecimiento y Control de Precios (JAP), a la que
mi padre suscribió por simpatía y necesidad.
Ese era uno de nuestros principales argumentos, tangibles y
concretos, para defender a la UP en las múltiples discusiones
que surgían, por doquier, en un país absolutamente politiza-
do. También era evidencia a favor la enorme oferta cultural
disponible. El cine, el estadio (Nacional, a solo 10 cuadras) y
los quioscos cercanos (Cabrochico, minilibros Quimantú, Ra-
mona) eran fuentes inagotables de experiencias maravillosas
y, sobre todo, accesibles. Solo unos años antes eran inalcanza-
bles para una gran mayoría.
Por las tardes, al negocio solo entraban vendedores de
productos o personas deseosas de conversar. El vecino
del frente, un profesor de inglés del Instituto Nacional,
comenzó a ser asiduo, persistente y tenaz en ingresar a
hablar de la palabra de Jehová. El viejo le creyó y aceptó
estudiar la Biblia ahí, sobre el mostrador. La madre deci-
dió asistir a los estudios bíblicos para enmendarle la plana
al “teacher” y demostrar lo equivocado que estaba. Pero,
poco tiempo después, ambos progenitores se bautizaron
como Testigos de Jehová (y murieron como tales muchos
años más tarde).
Pero quienes aspiran al Gobierno de Dios en el cielo de-
bían ser ajenos al gobierno de los hombres en la Tierra,
asumir la neutralidad y acatar las órdenes dictadas por las
autoridades de turno, porque si tienen ese rol es debido a
que Dios así lo determinó… o al menos lo permitió.

29
Por eso, al llegar a la casa esa mañana del 11 de septiem-
bre, nos encontramos con mi madre planchando el emble-
ma patrio para ponerlo en el frontis, tal como habían orde-
nado las inminentes futuras autoridades con el beneplácito
de Yahvé. Indignados, nos opusimos a tal entrega de oreja
con toda la fuerza que dos pendejos, de 13 y 15 años, pue-
den tener… Pronto la bandera flameaba al frente de la casa.
Afuera, algunas vecinas se abrazaban con fervor y daban
gracias a Dios. “¡Feliz año nuevo!”, nos burlábamos noso-
tros, junto a los pichangueros del pavimento que habían
retornado desde sus liceos, universidades y trabajos.
“¡Está hablando Allende!” dijo alguien y entré de nuevo
a la casa para escuchar la parte final de su discurso: “Mu-
cho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes
alamedas por donde pase el hombre libre para construir
una sociedad mejor. ¡Viva Chile!, ¡viva el pueblo!, ¡vivan
los trabajadores!”.
Para mí fue solo una noticia dramática más… No con-
taba con las herramientas necesarias para dimensionar la
importancia histórica de ese momento, no más allá de un
“¡Chucha, van a matar a Allende estos milicos culiaos!”.
Volví a la calle y a las discusiones entre vecinos. Otros
ya habían comenzado a botar libros, documentos, discos,
revistas, poleras, banderas y pronto se armaron rumas en el
frontis de algunas casas. Alguien gritó “van a bombardear
La Moneda” y en tropel entramos a la casa de Los Garay y
nos trepamos al techo.
Desde allí contemplamos el surcar por el cielo de los
Hawker Hunter, rumbo al centro de Santiago; luego desapa-
recían del ángulo visual y a lo lejos surgían columnas de
humo. Segundos después llegaba un sonido sordo, como de
trueno, persiguiendo al relámpago.

30
Después de eso, cada cual partió a su casa a almorzar.
La historia no estaba golpeando nuestras puertas, las había
echado abajo, pero a esa edad ningún acontecimiento atra-
ganta el apetito. Retornamos a la calle ya enterados de la
muerte de Allende y del pronto inicio del toque de queda.
“¡Momios culiaos!, ¡Milicos conchesumadre!”, repetidos
como mantra y entre dientes, una y otra vez, una y otra
vez, fue el único acto de resistencia que nos atrevimos a
llevar a cabo para canalizar la rabia y la impotencia. A la
distancia se escuchaban algunos traqueteos de metralla.
De pronto la ráfaga fue cercana. “¡Atacan el Hospital de
Carabineros!”, inventó alguien. El recinto sanitario esta-
ba a pocas cuadras y todos desaparecimos por la primera
puerta abierta que pillamos. Al rato volvimos a salir para
constatar que habían desaparecido los autos. Solo pasa-
ban vehículos de emergencia o de milicos. La avenida Ira-
rrázaval también estaba vacía. Su pavimento de pronto se
transformó, a nuestros ojos, en una amplia e impecable
cancha empastada.
Ese fue el segundo acto de resistencia: jugar una pichanga
en Irarrázaval en medio del Golpe Militar y en pleno toque
de queda. “¡Milicos culiaos, podrán tomarse la Moneda,
pero no nos dejarán sin jugar a la pelota!”, arengó el Negro
Escárate, que era nuestra figura. Y partimos a cumplir un
antiguo anhelo de pichanguero de calles estrechas.
Comenzamos un rápido ‘picado’, nada de solemne y sin
ninguna regla, salvo tomarla con la mano. De pronto vimos,
a dos cuadras hacia el poniente (Irarrázaval con Cirujano
Videla), que un dispositivo militar se distribuía frente a LA-
BAN, una fábrica de calcetines tomada por sus trabajadores.
Mientras que a tres cuadras hacia el oriente (Irarráza-
val con Pedro de Valdivia), otro piquete de uniformados,

31
apañados por un tanque, se desplegaba frente a la sucursal
del Banco del Estado que sus funcionarios pretendían de-
fender.
Seguimos jugando hasta que un ensordecedor traca-tra-
ca-traca-traca nos congeló el aliento. Desde un helicóptero,
un megáfono nos daba “30 segundos para entrar en sus ca-
sas”. Hubo una explosión fuerte y se inició el tiroteo. No
supimos si en LABAN o en el Banco, porque, sin respetar
la legendaria regla del último gol gana, corrimos a escon-
dernos cada uno a su casa. “¡Pichanguero que arranca…!”,
gritó uno. “¡Milicos culiaos!”, añadió otro.
Poco antes de anochecer, con la anuencia del padre, la
promesa de no salir de la Villa y regresar ante cualquier
sospecha, junto al Juaco volvimos a la calle. De haber sabi-
do lo que hoy se sabe, no nos habrían dejado salir y tampo-
co hubiésemos querido hacerlo.
Afuera varias rumas habían comenzado a arder, otras ya
estaban humeantes. Con un palo intentamos rescatar teso-
ros invaluables. La joya del botín fue un long play de la
Cantata Santa María y, con volumen muy bajito y todas las
puertas cerradas, nos enteramos de que la historia que es-
cuchábamos volvía a repetirse y que “Chile es un país muy
largo y mil cosas pueden pasar”.

32
Paola Passig.

34
3
Sémola con leche
Paola Passig Villanueva

Al programa de Allende, sus 41 medidas


y el medio litro de leche.

“El compañero Presidente ha muerto”, se escucha en Ra-


dio Moscú. Con mi hermana levantamos la vista, ya que
estamos leyendo unos Mampatos viejos, y miramos a mi
mamá que tiene los ojos aguados. Le caen unas lágrimas,
unas pocas, sobre un rostro pálido y juvenil —siempre he
pensado que mi mamá tiene cara de niña triste—, y se sien-
ta en la oscura silla frailera del comedor. No lo puede creer.
Nosotras tampoco. Se soba las manos y suspira. Solo hay
incertidumbre. La información es fragmentaria y nadie
sabe mucho lo que de verdad ha pasado. Dicen que habrá
toque de queda y ya se ven algunos militares patrullando

35
en los estrechos pasajes que separan los blocks de la Villa
Robert Kennedy, en calle 5 de Abril con Las Rejas.
Más temprano habíamos escuchado el último discurso que
dio Allende en Radio Magallanes. Con una voz metálica
—que a ratos me recuerda el disco Alturas de Macchu Picchu
que hay en la casa, recitado por el mismo Neruda—, llamó
a pensar no en el ahora, sino en el futuro. No lo entendí mu-
cho, pero parecía triste y desolado, como mi mamá. Habló
del hombre libre, de las grandes alamedas, de que otros ven-
drían más adelante a terminar lo que se había comenzado.
Es una despedida que pone la piel de gallina y que retumba
en mi cabeza como un aleteo de palomas heridas. Algo o
todo parece raro este día; inasible, incomprensible.
Entonces, me acordé de Carlos Durán, el “líder político”
de nuestro quinto año básico, que siempre comenta “esto
no va a durar”. A sus 10 años ya es socialista, como toda su
familia, y defiende a Allende a rabiar en los “minidebates”
espontáneos que se producen en los recreos del colegio An-
glo Chileno. Tiene piel tostada, pelo castaño y ojos verdes.
También Leticia, que vive en la Villa Portales, es allendis-
ta. En su familia todos son comunistas. De su boca escuché
por primera vez “fui violada”. Había resignación en su cara
y en sus palabras cuando nos contó su tragedia y su secreto,
durante uno de los recreos, sentada en el pupitre de la sala.
Su confesión me llevó, directo y sin pausa, de la infancia a
la adolescencia.
En clases todos opinan, la mayoría como lo hacen sus
padres, pero es un grupito pequeño el que lleva la batuta
liderada por Durán que, además, es el presidente del curso.
Con mi hermana y Leticia somos como sus lugartenientes.
Lo secundamos, lo ayudamos, lo admiramos. Tiene un me-
chón de pelo liso que le cae en su rostro siempre risueño.

36
Cuando lo miro pienso que él va a ser importante y que
nada malo va a pasar.

Pollos y bombas

El día partió casi normal y, a pesar de los rumores radia-


les sobre movimiento de tropas en Valparaíso, igual fuimos
al colegio. Mi madre siempre es implacable cuando se trata
de estudios. La liebre escolar amarilla nos pasó a buscar
a las 7.30. Llegamos al colegio y estaban casi todos, me-
nos Carlos Durán. Hasta Leticia llegó. Mientras estamos
en clase empiezan a pasar los aviones. Al rato, tipo 9.30
de la mañana, comienzan los bombardeos. No recuerdo si
fueron tres, cuatro o cinco. Solo sentimos el estruendo de
las bombas que no se aplaca, a pesar de estar en el sector de
General Velásquez, a unas 20 cuadras de La Moneda.
En la sala nos miramos las caras. No entendemos, aun-
que algo entendemos. Hay miedo, incomodidad, rabia tam-
bién. El rostro de la profesora de lenguaje —que usa un
peinado similar al de la bruja Endora, de la serie La Hechi-
zada— muestra preocupación, pero sigue haciendo clases,
aunque nadie la escucha.
De pronto irrumpe el subdirector para decirnos “¡todos a
sus casas!” y que la liebre del colegio nos estaba esperando.
El resto, el que no usa el bus amarillo, debía esperar a sus
apoderados porque nadie se puede ir solo. Con mi hermana
nos dimos cuenta de que la cosa era seria porque desde la
liebre seguimos escuchando los aviones y los bombardeos.
En el trayecto, las calles se ven tétricas, algunas completa-
mente vacías y otras atiborradas de gente que regresa a sus
casas desesperada. Son 10 minutos llenos de incertidumbre.

37
Cuando llegamos, el departamento es un caos. Mi mamá,
siempre de izquierda, aunque nunca ha ido a votar ni a una
concentración o algo así, está desfigurada. Lo más compli-
cado es no saber.
A esa altura Radio Magallanes ya no existía y Julito Vi-
dela es el último en transmitir antes de que bombardearan
también la antena de Radio Corporación. La de la Portales
ya había sido destruida. Sin radios todo parece apocalípti-
co. Para tranquilizarse, mi madre se pone a hacer almuer-
zo. Lo típico en casos de crisis: arroz con huevo. Más tarde
comienza a preparar la sémola con leche y, como siempre,
le pido el raspado, que es el secreto mejor guardado de
cualquier postre de leche.
La leche sobra en mi casa. A la no pasteurizada, que trae
mi padre desde el INIA (Instituto de Investigaciones Agro-
pecuarias), donde trabaja, y que mi madre hierve por horas
para desinfectarla, porque viene con gruesos pelos de vaca,
se suma la que entrega el gobierno, porque Allende entrega
medio litro de leche al día por niño. Se junta tanta, que mi
madre da rienda suelta a su principal habilidad gastronó-
mica: los postres. Leche asada, leche nevada, sémola con
leche, maicena endulzada con caramelo, que es una ver-
sión popular del suspiro limeño tradicional, y que preparan
para las fiestas en casa de la aristocrática, pero venida a
menos, familia Canter. Está ubicada en calle Lira, donde
mi abuela ejerció como dama de compañía de la señora
Amelia. La encontró tan bonita que la sacó de un orfanato
y se la llevó a la desvencijada casona colonial de dos patios
y corral de gallinas en el fondo, al lado de la cocina a leña.
Está al lado de la Penitenciaría donde trabajaba mi abuelo
como gendarme. Allí se conocieron, enamoraron y nació
mi mamá de la cual la señora Amelia Canter es la madrina

38
o “manina”, como le decimos. Tiene un aire a Gabriela
Mistral.
Esa abuela, rubia y de pelo rizado en su adolescencia,
vive ahora a unas 10 cuadras. “Aparecieron los pollos”, nos
cuenta feliz cuando llega a la casa tipo una de la tarde. Y
es que hasta ayer la comida era escasa. No había carne, ni
pollo, ni parafina, menos azúcar y harina. Todo son colas
y colas. Entonces, no quedaba más que organizarse: una
hace la cola de la parafina, otra la del pan, mi mamá espera
la carne y mi papá se consigue sacos de harina, azúcar y
leche, mucha leche. El saco de azúcar, que permanece bajo
una cama, me hace feliz, me da una extraña tranquilidad
de futuro. Debe ser el acaparador que todos llevamos den-
tro, pienso.
Bueno, cuando la abuela llega a avisar de los pollos, por-
que no teníamos teléfono, comenzó una seguidilla de elu-
cubraciones: “dicen que el Presidente se va a Cuba”, “dicen
que el Presidente se murió”, “dicen que lo mataron”, “dicen
que el Presidente se suicidó”.
“Jamás”, pienso yo. “Él nunca se mataría; lo asesinaron”,
sigo pensando. Y esa es la teoría que se instala en mi fami-
lia semicomunista: “A Allende lo mataron porque no querían
que se transformara en un líder en el exilio”, reflexiona más
tarde el tío Pato, actor de la Compañía Teknos (de la Universi-
dad Técnica del Estado), que vino a compartir sus penas antes
de que comenzara el toque de queda. “No me queda más que
irme al monte”, comenta con una tremenda convicción quien
fuera el que me obligó a perder el miedo y subirme a la rueda
de los Juegos Diana, ubicados a un costado de la Iglesia San
Francisco. Antes no podía. Me ponía a llorar.
Bueno, a esa hora, tipo dos de la tarde, aún no se sabe con
exactitud qué le ha pasado a Allende. Las radios antigolpe

39
se han apagado, la tele no informa nada, solo transmite
bandos militares; ahí es la primera vez que tengo concien-
cia de Pinochet y sus anteojos negros. En ese momento mi
madre empieza a sintonizar Radio Moscú. Costaba, no era
fácil. Estuvo un buen rato intentando. Un alambrito es la
solución.
La tía Marta, que acompaña a mi abuela en la visita ex-
prés de los pollos, cuenta que están deteniendo a las muje-
res que usan minifalda o pantalones, que le están cortado
el pelo a los hombres y niños que lo llevan largo, que ha
habido violaciones. “Cuida a las niñitas”, le dice a mi ma-
dre. “¡Violaciones!”, grito para mí misma en silencio y me
acuerdo de Leticia. Ahí empieza el terror de no saber qué
va a pasar, de no saber cuándo volveremos a clases, de no
saber cuándo veremos a Carlos y Leticia. “Cómo estarán”,
me pregunto mientras la tía Marta relata los allanamientos
que se están haciendo en la Villa Francia y en la Villa Por-
tales “porque para los milicos están llenas de comunistas”.
Escucho Villa Portales y me acuerdo de Leticia.
La muerte de Allende se confirma mientras comemos la
sémola hecha con leche en polvo que dan en el consulto-
rio. Suave y dulce, envuelve los sentidos, todos, mientras
ahora leemos Cabrochico. Esta revista nunca deja de intri-
garme: niños bien alimentados se embarcan en aventuras
para ayudar a chicos enjutos y desnutridos de poblaciones
marginales, de las poblaciones callampas.
Afuera de mi block de la Villa Robert Kennedy (el mismo
block en el que años después acribillarían a los hermanos
Vergara cuando arrancaban de Villa Francia perseguidos
por carabineros), se escucha a los niños jugar, a pesar de
que cada tanto pasan helicópteros y que se habla de muer-
tos en las calles, de enfrentamientos, de fusilamientos.

40
Cosas feas. Yo espío por la ventana buscando a Maximilia-
no, “Max”, un chico ruso de unos 12 años que había llega-
do hace algún tiempo a la villa, con su madre —una rubia
regordeta—, su padre —alto, pálido y con melena— y su
hermano Boris, un rubio de unos 16 años, que es la locura
entre las adolescentes.
Los “rusos” revolucionaron el barrio. Todos querían ser
sus amigos. Sin embargo, no sé en qué trabaja su padre ni
por qué están en Chile. Tampoco me importa. Yo solo quie-
ro que Max lance, de cuando en vez, una sonrisa, desde su
rostro pálido enmarcado por una melena castaña. Sueño
que me toma la mano, que me habla al oído en ruso, que
me busca para caminar y escuchar a Los Beatles, que com-
partimos una revista Ritmo. Pero hasta ahora nunca me ha
dirigido la palabra, aunque me mira de soslayo. “¿Cómo
sería amar en ruso?”, me pregunto a veces cuando lo espío
o cuando lo sueño.
Son las 4 de la tarde y sobre tierra los niños siguen jugan-
do. Algunos nomás. Sus madres los salen a buscar y los me-
ten a los departamentos. En el cielo pululan helicópteros,
una y otra vez, como moscardones tras la presa. Busco a
Max desde la ventana, pero sigue ausente. Dicen que par-
tió con su familia quién sabe a dónde.
Los rumores siguen y en el dial solo está la radio Cronos
—que da la hora— y algunas afines al golpe que ya empie-
zan a hablar del suicidio de Allende, pero no todos creen.
Nadie cree.
Matando el tiempo incierto, nosotras leemos sin leer y
comemos la sémola tibia, con dejo a canela, ahora sin sa-
borear. “El Presidente Allende ha muerto”, anuncia desde
Radio Moscú, Katia Olevskaya, en perfecto español (con
esa voz tan particular que acompañaría a Chile durante la

41
dictadura). Me paro e insisto en buscar a Max desde la es-
quina de la ventana, pero solo diviso a mi padre bajarse de
la micro con un bidón de leche bajo el brazo. “Seguro que
tiene pelos de vaca”, pienso resignada.

42
“Triste desde septiembre del 73”. Ximena Ceardi, Santiago, 1978.

44
4
La chuica

Ximena Ceardi Jacob

Estaba acostumbrada a dormir en el suelo. Es más, creo


que me gustaba. En un saco verde con florcitas naranjas en
la casa de mi tío Rubén, pero aquí, donde mi abuela, dere-
chamente en la alfombra o sobre las baldosas.
Las de la cocina eran especialmente frías, pequeñas y de
un color burdeo muy similar, yo diría, casi igual, al de esa
chuica de vino tinto que nunca faltó en las noches de con-
versación en la cocina de la Conga.
Primero “los tíos” me instalaban junto a ellos, en una
silla con cubierta de melamina verde, la misma de la
mesa; pero al poco rato, cuando ya eran cinco o seis los
que se peleaban por hablar… por hacer un análisis de la
situación como decían…; me bajaba el sueño y prefería
tirarme debajo de la mesa. Escuchaba entre dormida.
A veces, se enojaban; otras, a uno o dos les daba por
llorar.

45
Al que le decían el “Ojudo” era de los que más lloraba.
Todos los que se sentaban a la mesa verde eran simpatizan-
tes o militantes del Partido Comunista.
Yo no sabía mucho de comunismo en esa época, salvo
que era bueno, que iba a hacer al hombre mejor.
Había una estatuita de Lenin en la biblioteca de mi tío
Nene (que no participaba de las reuniones en la cocina). Me
imaginaba que el hombre nuevo habría sido así, con perilla
en punta, boina de cuero, la gabardina al viento y mucha
actitud. Pero me decía el Nene que ahora, después que mu-
rió el Presidente Allende y bombardearon La Moneda, era
mejor no contarle a nadie de esas cosas, ni de comunismo,
ni de barbas; menos de boinas. Habíamos acordado, eso sí,
que seguiríamos cantando La Internacional, que me gusta-
ba tanto como la canción del “Oso Panda”.
El “Ojudo” lloraba. Era profesor de Castellano. Lloraba
casi tanto como mi tío Checo, que no era nada, y que el
“Flaco Durán”, profesor de Historia.
Yo tenía ocho años y aunque me hacía la tonta, escucha-
ba y creía entender… La Manzanilla, la Juanita, Ho Chi
Min y Mao Tse Tung lo sabían. Eran mis juguetes y mis
amigos.
Algo entendía. Por ejemplo, sabía que la tía Marta, y sus
hijos, Oscarito y Franklin, habían pasado por Villa Gri-
maldi. La Llulli, tía bisabuela y seguramente algo enferma
de la cabeza, me había contado que a Oscarito, el menor de
los primos, lo había sacado de Chile rumbo a Francia con
el cuerpo todo quemado por marcas de cigarros. Yo a esa
edad no fumaba, pero le sacaba los cigarros a mi tío Checo,
que fumaba y tomaba como condenado, y sin prenderlos,
porque era peligroso, hacía como que los apagaba contra
el cuerpo de la Manzanilla. La Manzanilla era de goma,

46
blanda y con pelo entre rubio y verde, y se prestaba tranqui-
la para cualquier fin.
Me gustaba escuchar… Por eso me hacía la dormida
debajo de la mesa, sobre las baldosas burdeos como el
vino tinto que por las noches abundaba en la casa de la
Conga.
Ese vino oscuro, de garrafa, impregnaba con su olor ácido y
semi dulzón las maderas de los estantes, las patas de la mesa
con cubierta de melamina verde y hasta los pequeños espa-
cios que quedaban entre las baldosas. Al principio, cuando
llegaba de Santiago a visitar a mi abuela, me producía asco
—yo vivía en Santiago en una casa que no olía a nada—
pero después de unos días, cuando la nariz se acostumbraba
al picor, la sensación empezaba a resultar agradable; como
debe resultar agradable a los que han pasado muchas vaca-
ciones en el campo el olor a bosta de vaca.
Había en el olor a vino barato algo que me hacía ser partí-
cipe de un secreto, ser, por un momento, partícipe de algo.
Ahí, en esa cocina pasada a vino y dulce de membrillo,
mientras se discutía sobre las acciones a seguir (así decían
ellos, los seis que se sentaban a la mesa), yo cerraba los ojos
y escuchaba y lloraba. Me acordaba de mi abuelo que había
muerto en febrero de ese mismo 74. Él también lloró al saber
por la radio del bombardeo a La Moneda, mientras los vidrios
de mi casa sin olor de la calle Cristóbal Colón parecían esta-
llar cuando las bombas se dejaban caer sobre Tomás Moro.
Mi hermana menor tenía tres años y preguntaba a cada
rato si nosotros íbamos a morir. Mi mamá le decía que no.
No sé por qué nosotros no, si las bombas caían cerquita y
mi Tata lloraba y lloraba. Pero mientras hacíamos bolitas
de masa para el pan de la once, metidas debajo de la mesa
del comedor, esa mañana preferimos creerle a mi mamá.

47
No sé a qué hora se iban los seis, ni quién me subía hasta
mi cama en el segundo piso; pero sí sé que en esas reuniones
clandestinas, al menos se vaciaban dos damajuanas. Yo dor-
mía y despertaba, dormía y despertaba…; mientras el olor
de la cocina se iba haciendo cada vez más ácido y penetrante
y las conversaciones que habían partido entusiastas y acalo-
radas iban derivando en pura pena y miedo.
Cuando la segunda chuica se acababa, los seis callaban.
Solo de vez en cuando un brindis “al seco” por los amigos
presos, por los que habían partido al exilio, como el tran-
quilo del Jano Tapia; y por unos muertos que ni ellos ni yo
conocíamos.
Los seis, que a veces eran solo cuatro —a esa hora en que
yo ya había dormido un buen rato y al despertar ya alguien
había salido a comprar una segunda chuica— se ponían a
recitar.
Unos en susurros, otros a voz en cuello. Hablaban de
amores frustrados, de sueños frustrados, de cosas extrañas
y gestos heroicos.
Con su pelo bien corto y pinta de soldado, había uno que
resultaba el más furioso en eso de la frustración y el más
furibundo en aquello de las “acciones a futuro”, como sa-
botear la línea del tren a la altura de la estación El Sol de
Quilpué o rayar el cuartel de Bomberos donde se suponía
había “delatores”… En fin, cosas que nunca llegaron ni lle-
garían a hacer. Valentonadas de borrachos nomás.
Y yo que me las creía todas y que los quería, me imagina-
ba participando de estas acciones, armando barricadas a la
altura de la estación El Sol, pintando “muerte al fascismo”
en la fachada vieja y arrugada del cuartel de bomberos… Y
quizás, si el destino así lo imponía, muriendo por algo que
no entendía del todo.

48
Y ahí lloraba otra vez, con la segunda chuica vacía. Llo-
raba para adentro, junto a los seis o a los cuatro o a los que
estuvieran en la cocina. Lloraba por mi próxima muerte, la
muerte del Chicho, la de un tal flaco Linares o Larenas y
la de las esperanzas de mis tíos, alcohólicos y tristes desde
septiembre del 73.

49
Franklin Santibáñez, 1973. Dirigente estudiantil, licenciado en Teología y Artes. Con-
sultor, analista político y asesor en políticas públicas.

50
5
Natasha
Franklin Santibáñez

Fue en 1971, si mal no recuerdo. Tenía 13 años y hacía


muy poco había estado en los trabajos voluntarios de la
FECH. Yo trabajaba en la Brigada Ramona Parra del comi-
té regional San Miguel, del Partido Comunista, que dirigía
el compañero Víctor Díaz. Un día domingo, en las paredes
del Hospital Barros Luco, empezamos a hacer un rayado
que decía “El cobre ahora es chileno”. Yo era el trazador
y atrás venían todos los otros (más grandes que yo) que
rellenaban.
Estaba en eso cuando, desde un auto negro, bajó una ru-
bia espectacular y detrás de ella, un señor de unos 60 años,
gordito, y que miraba con mucha atención lo que hacía-
mos. Ella era rusa y la traductora del señor. Me explicó que
él estaba recorriendo varios países del Cono Sur filmando
algunas cosas. Me pidió autorización para grabarnos, a lo
cual, por supuesto, accedí… ¡era un ruso! Entonces bajó

51
una gigantesca cámara del auto y se puso a filmar. Luego
me pidió que por favor mirara a la cámara y explicara lo
que estábamos haciendo y por qué lo hacíamos. Recuerdo
que le dije que los muros eran como los diarios del pueblo
y que como la gente de izquierda no tenía los medios para
dar a conocer nuestros pensamientos a los chilenos, hacía-
mos esto: pintar los muros.
Cuando me preguntó qué es lo que estábamos escribien-
do y por qué, le dije —vestido de brigadista, con casco, pin-
celes y esas cosas— que la principal riqueza de nuestro país
era el cobre y que, hasta ahora, todo se lo llevaban los nor-
teamericanos y que el compañero Presidente había tomado
la determinación de nacionalizarlo, porque las riquezas del
país debían ser para los chilenos y porque teníamos que fi-
nanciar el medio litro de leche para los niños y la educación
gratuita para nuestro pueblo.
Cuando se iba le comenté, riéndome, si me podía mandar
una copia de lo que filmó y me contestó que se la mandara
pedir. Me dio su tarjeta: Roman Karmen. Mosfilm Moscú.
Me regaló un paquete de cigarrillos rusos, se subieron al
auto y se fueron.
Tiempo después, el secretario regional de las JJCC de San
Miguel (Oscar Saravia, el mismo que después traicionó y
colaboró con la CNI), me comunicó que el comité central
había recibido una invitación del Komsomol Soviético para
que un grupo de niños chilenos viajara a la URSS, al cam-
pamento de Pioneros en Ucrania (Kiev), y que el regional
me había seleccionado a mí para que los representara. Mi
sueño de toda mi corta vida había sido viajar, aunque fue-
ra a Mendoza, y ahora me pedían que preguntara a mis
padres si me autorizaban a viajar por un mes a la “madre
patria”. Pues bien, viajé junto a otros nueve cabros chicos.

52
Fue un viaje maravilloso y uno de los más bellos recuerdos
de mi vida.

Artek

Mientras estaba en Artek —así se llamaba el campamen-


to— conocí a mi primer amor, el más inolvidable. Se llama-
ba Natasha Selushenkova, tenía 13 años, era más alta que
yo y su pelo me recordaba el cuento Rapunzel, que siempre
me leía mi madre: largo y rubio.
Cuando me vine sufrí mucho, tanto, que nos hicimos una
promesa: le dije que el 3 de agosto (día del cumpleaños de
mi madre) de 1976, a las 12:00 horas, junto al mausoleo de
Lenin, la estaría esperando para no separarnos nunca más.
Esa fecha marcó mi vida. Todo lo que hice desde allí en
adelante, fue pensando en que tenía que cumplir esa pro-
mesa. Pero bueno, el resto es sabido; vino el golpe y las
cosas tuvieron que adaptarse. Por eso, en 1974, tomé la de-
cisión de irme a Argentina para, desde allí, poder tomar un
barco y partir a Rusia a buscar a mi amada. Mala suerte,
vino el golpe en Argentina y tuve que resignarme a trabajar
como un emigrante más.
La historia no terminó allí. La traductora que nos asigna-
ron los rusos cuando estuvimos en Artek se llamaba Galia.
Ella nos traducía el pololeo que tuvimos allá con Natasha y
después nos sirvió de puente para seguir comunicándonos.
Después de Argentina volví a Chile e ingresé a la Univer-
sidad, sin embargo, siempre nos escribimos con Natasha.
Ella mandaba las cartas a Galia, esta las traducía y me las
enviaba a Chile junto con el original. Eso lo hicimos aun
en dictadura.

53
Un día cualquiera estaba en Concepción, estudiando,
cuando recibí una carta de Natasha. Me decía lo siguien-
te (casi literal, porque nunca lo he olvidado): “…Querido
Franklin, hoy te vi. Tú en la pantalla, yo en la sala. Han pa-
sado ocho años, ya no sé si es mucho o poco, pero te veías
igual como te conocí y lloré, lloré mucho…”.
Cuando leí esa carta no entendí nada, por lo que inme-
diatamente escribí a Galia y le pregunté a qué se refería
Natasha. Meses después, Galia me explicó que en la URSS
existía un director de cine muy famoso —no solo allá, sino
que en toda Europa— que había filmado durante la guerra
civil española y otras cosas, que era fundamentalmente un
documentalista de la historia y que tenía el premio Lenin.
Su nombre era Roman Karmen.
Me contó luego que él había hecho, hace un tiempo, una
película que se exhibía en Europa y que se llamaba Conti-
nente en llamas y que relataba los procesos sociales que se
estaban viviendo en algunos países del Cono sur: Uruguay,
Brasil, Argentina y Chile.
La película consistía en entrevistas a los Presidentes de
esas naciones (todos de izquierda en ese momento), las que
iban acompañadas con imágenes del país. Galia me con-
tó que los únicos que hablaban eran los mandatarios, pero
que en el caso de Chile hablaban dos personas: Salvador
Allende y yo. “Tú estabas con un traje como de pintor y
había unos muchachos atrás tuyo…”, me dijo.
Nunca he podido ver la película, pero siempre me acuer-
do de la convicción con la que le hablé a Roman Karmen
acerca de la nacionalización del cobre, tratando de conven-
cer a este hombre que, para mí, en ese momento, no era
más que un turista ruso con plata, que quería guardar re-
cuerdos de su paso por este país.

54
“Tío Alberto y sobrino”, Marcelo Novoa, Valparaíso, 1972.

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6
Hoy no hay clases
Marcelo Novoa

Corre el 11 de septiembre. Temprano con mi hermano Ós-


car, cada uno bien aferrado a las manos de mamá, bajamos
la subida Los Lirios que lleva directo al Estadio Sausalito y
antes de doblar, un militar armado, un juguete rabiosamen-
te vivo (cara tiznada, casco, botas y enorme metralleta) nos
frena: “Hoy no hay clases”. Nos devolvemos asustados a la
casita y prendemos la radio. Nuestras orejas están atentas
a un mundo herido por ráfagas, carraspeos, voces lejanas
y confusas que anuncian algo feroz, que se corta abrupta-
mente.
Esa mañana-tarde, ya no tuvimos más tranquilidad. Aun-
que mis padres se declaran apolíticos, sentimos miedo a lo
desconocido de aquellos rostros ahora reconocibles como
“nuestros valientes soldados”. Y aunque tengo nueve años
y curso Cuarto Básico de la Escuela Superior de Niños
N°75 URSS (que luego se llamará Escuela Eduardo Vilches

57
Alzamora N°319, con su lema: el amor a la Patria, a Dios y
la Familia), sé bien que algo se ha roto para siempre, irre-
parable como negar un beso a mamá bañada en llanto, o no
confesar una maldad y que por ello castiguen al hermano.
Un mes después, permanecemos tiesos e incómodos en
el patio enorme de la “ex 75”, obligados a entonar un him-
no nacional con estrofas de más en esta vuelta a clases en
la recién estrenada Dictadura. Una anormalidad que, para
un niño que no para de observar al mundo por su perisco-
pio de ensueño y pesadilla, apesta. Se siente como si to-
dos compartiéramos una mentira que nos volviese peores.
Entonces levanto la vista y en la pared de enfrente, donde
siempre ha estado el nombre del colegio en lustrosas letras
de bronce, ahora faltan la U y la R y la S y la última S, que
al ser arrancadas han dejado al descubierto un muro más
paliducho, una piel enfermiza que no ha sentido el sol hace
mucho. Igualito, faltan las patillas, las barbas, los cabellos
largos y los bigotes lacios (a lo Palestro) que antes lucían
orgullosos nuestros profesores; no como ahora, que casi ni
nos miran con sus rostros demacrados.
Desde entonces, y por el resto de mi infancia, el ¡Viva
Chile! con que finaliza cada lunes el acto de la bandera,
nunca será lo mismo.

58
“El niño antes que se fueran los yankies”, Jorge Martín Araya, Rancagua, 1971.

60
7
El Pasaje
Jorge Martín Araya Valencia

Comienzos de los años setenta. Vivíamos en un pasaje por


todos conocido como la “U”, en pleno barrio de las putas; esto,
en el primer pueblo más grande al sur de la capital del país.
El Pasaje, así denominado postalmente, eran tres calles
pavimentadas. Dos calles paralelas orientadas de sur a nor-
te, con accesos en el lado sur y sin salida hacia el lado nor-
te, unidas por otra, orientada de oriente a poniente. Esto
producía, en aproximadamente trescientos veinte metros
cuadrados, una isla de casas altas de fachada continua, que
quitaba visibilidad al pasaje desde la calle principal. Po-
dríamos decir que era un pasaje escondido de la vista y le
decían la “U” por dos razones: la primera, porque se podía
entrar y salir en automóvil haciendo una “U” y, la segun-
da, que daba más fuerza al mote, era por los tres prostíbu-
los de lujo, repletos de chicas lindas, que se hacían llamar
“las universitarias”.

61
Mi familia vivía al final de la calle oriente. Y, la verdad,
nos pertenecía. Habíamos convertido el final norte sin salida
en un cementerio de autos estropeados, con la loza de la ca-
lle toda manchada de aceite de motor y petróleo. Disemina-
dos y en completo desorden, había muchos trapos y guaipes
sucios que, por sus extrañas posiciones, parecían mascotas
amorfas de un planeta inexistente. O eso imaginaba yo, en
tiempos en que, por primera vez, el hombre pisaba la Luna.
El único taller mecánico de la “U” —el nuestro— guar-
daba al interior una extensa casa repleta de plantas y enre-
daderas colgantes, una amplia cocina comedor de imple-
mentación semindustrial, frescos dormitorios con postigos
y una bodega donde se almacenaba todo tipo de provisio-
nes. La familia, en tanto, incluía a mis abuelos, mis tíos y
el más importante de todos, el nieto único: yo.
Ese era nuestro mundo perfecto por aquellos años.
Eximido de las tareas del hogar, mi abuelo cumplía dis-
tintos turnos en la Compañía Minera, específicamente en
la antigua planta de cal. A veces almorzaba en casa, otras,
llevaba su colación en una pequeña maleta de lata. El abue-
lo era un sujeto excepcional. Ex boxeador profesional, fut-
bolista senior, ciclista… Tenía su trabajo a pocas cuadras
de la casa y también, muy cerca, los bares, los amigos, el
club deportivo, la rayuela y una cancha de fútbol donde los
domingos se lucía con el número nueve. Cuando quería
alejarse, salía en una linda bicicleta rutera y, ocasionalmen-
te, se mandaba a cambiar en motoneta a los campos desde
donde traía magníficas provisiones.
No pasaba mucho tiempo en casa, creo que porque no
gustaba de sus hijos, todos mimados de la madre.
El abuelo fabricó el taller mecánico de mi tío “el Loco”
y también la cocina-comedor semindustrial de la abuela,

62
desde donde salían los almuerzos y pasteles que se entre-
gaban a domicilio. El viejo desarrolló en estos dos espacios
una capacidad operativa inigualable, donde cualquier su-
gerencia era recibida con bravos berrinches.
En cuanto al “cementerio de autos” que poseíamos, era
cuidado por unos borrachos vagabundos que dormían
en los vehículos del desguace. Tenían un montón de col-
chones, restos de frazadas dispersas y hacían fuego en
el mismo lugar, lo que convertía el norte sin salida de
nuestra calle en un destartalado y anárquico cuadro. Si
uno jugaba entre los autos, se llenaba de piojos y pulgas,
por lo que estaba terminantemente prohibido. Sin em-
bargo, pese al caos, aquello producía dinero en forma
permanente, ya que vendíamos todos los componentes
posibles; lo que dejaba a los autos cada vez más desgua-
zados y moribundos.
Mi tío, “el Loco”, dominaba de manera excepcional la
mecánica, pero tenía los nervios muy malos, lo que mi
abuelo atribuía al permanente desorden en el que tenía el
taller. Lo cierto es que siempre llevaba un chichón en la
frente, pues se golpeaba frecuentemente buscando alguna
pieza mecánica que había perdido.
Recién fabricado por mi abuelo, el taller resultaba un es-
pacio perfecto donde, siguiendo el modelo aprendido de
los jefes americanos, cada cosa estaba en su sitio y todo en
su lugar. Lamentablemente, mi tío jamás volvió a lograr el
cuadro perfecto de todas las herramientas dispuestas en su
lugar, por lo que, cuando volvía del ciclismo con su tricota
con los colores del team español, mi abuelo solía macha-
carle que aquel juego de herramientas era inigualable y que
había demorado meses para lograr que se lo trajeran de Es-
tados Unidos.

63
La situación política del país era convulsa. Los jefes de
Tennessee y Michigan se habían marchado hace poco y,
después de ser por muchos años los que enseñaban a hacer
las cosas bien, habían pasado a convertirse en los que ha-
cían las cosas bien, pero solo para ellos.
Corría 1971 cuando la Compañía Minera se nacionalizó.
Dejó de llamarse para siempre Braden Copper Company
y pasó a llamarse simplemente La Compañía, hecho que
trajo alegría al barrio de las putas, porque el barrio de las
putas estaba pegado a La Compañía desde siempre. La fies-
ta duró varios días y sus respectivas noches. Mucha gente
dando paseos por el barrio, riendo, comiendo, bebiendo y
bailando.
Con la “nacionalización” llegaron nuevos amigos al ta-
ller. Los flamantes gerentes, designados por el gobierno
de la Unidad Popular, eran jóvenes e inteligentes. De he-
cho, el primer regalo que trajeron fue un tablero de ajedrez
que, instalado sobre un tambor de doscientos litros a modo
mesa, sirvió para que nos enseñaran las partidas de los
grandes maestros de la época, así como aquello de “la vía
chilena al socialismo”.
Fueron los nuevos gerentes chilenos de la Compañía Mine-
ra los que recomendaron el taller a otros clientes. La prime-
ra vez, llegaron a modo de una columna guerrillera, en tres
autos. A la vanguardia, un Mini Cooper, seguido de un Fiat
125 que esperó un buen rato asomado en la esquina, hasta
que el chofer del Mini sacó el brazo por la ventanilla en señal
de afirmación. Lentamente entró el Fiat y, en la retaguardia,
un Renault Torino. La llegada fue cinematográfica, por lo
que la ansiosa espera tuvo su retribución, más aún cuando
de los vehículos bajaron una montonera de jóvenes, hombres
y mujeres, a los que encontramos muy lindos.

64
Ese día comieron en nuestra cocina-comedor semindus-
trial los ricos almuerzos que preparaba mi abuela. Sea por
su buena mano o por la sapiencia mecánica de mi tío “el
Loco”, sus presencias se hicieron habituales en nuestra ca-
lle. Avisaban las visitas con un recado escueto a la única
casa con teléfono de El Pasaje. Un niño era quien hacía
la función de recadero, entregando la información a modo
de telegrama: “Rumbo Isla del Guindo, mañana, dos autos
para mantención”.
Cuando venían, además de las reparaciones mecánicas
de rigor, mi abuela preparaba dos menús: bife a lo pobre,
cuya característica eran las largas papas fritas, y salpicón.
La abuela conversaba largo y tendido con ellos, convirtien-
do la sobremesa en una verdadera exposición de herbola-
ria. Recuerdo que una vez remató su charla con una mues-
tra de semillas que sacó de la alacena, semillas de las más
extrañas formas y colores, atesoradas por ella desde niña
por mandato de una vieja indígena. Al terminar, extendió
sus manos huesudas y sentenció: “El almacenamiento de
semillas permitirá preservar especies desaparecidas que
salvarán a la humanidad del hambre del futuro”.
Uno de los visitantes siempre se quedaba cuidando los
vehículos. Se sentía a gusto en la calle: bromeaba, jugaba
ajedrez o leía un ajado y pequeño libro de tapas rojas que
decía era “El Libro de Mao”, creo. Por eso su alias: “Mao”.
De espaldas anchas, se vestía siempre de negro, con corbata
delgada y oscura y camisa blanca. Con mi tío, “el Loco”,
reían y hacían juegos de manos. “Mao” insistía en ense-
ñar al “Loco” algunas llaves de jiu jitsu, lo que causaba
ataques de risa entre los borrachos, que intermitentemente
se asomaban como feos muñecos entre los autos desguaza-
dos. Recuerdo que tras cada nueva inmovilización por las

65
llaves que “Mao” aplicaba al “Loco”, uno de los borrachos
usaba las dos manos a modo de megáfono y gritaba: ¡Ahí
quedaste, Loco!
En una de las tantas venidas de esta particular caravana,
llegó “Ella” (Lumi Videla). Entró a la cocina y saludó a mi
abuela. Llevaba el cabello largo, una camiseta muy ceñida,
pantalones apretados de campana y zapatos con platafor-
ma. Alta y con un precioso cuerpo de mulata, me pare-
ció una linda coneja dibujada en algún envase de dulces
de la época. Pidió agua. Mientras bebía, giró levemente,
dándome a medias la espalda. En la pretina del pantalón,
pegada al cuerpo, llevaba una pistola plateada. Pasé de la
contemplación y la ensoñación de la belleza femenina, a
una profunda y personal pregunta: ¿Por qué “Ella” portaba
esa plateada pistola automática?
Aprendimos a quererlos y, en ocasiones, con la abuela los
despedíamos cuando subían a los autos. Una tarde, mien-
tras los veíamos partir, le pregunté a la vieja: “¿Por qué son
así?”. La vieja, que lagrimeaba con frecuencia y siempre
llevaba un pañuelo en su delantal, se secó los ojos y me dijo:
—Es que quieren tomar el cielo por asalto.
Medité su respuesta, consideré factible el éxito del plan,
era viable que ellos tomaran el cielo por asalto; poseían au-
tos rápidos, portaban armas aceitadas y dominaban múlti-
ples llaves de jiu jitsu. Miré al cielo: atardecía, pero todavía
estaba claro y un lucero apenas asomaba. Por la calle prin-
cipal, fuera de nuestro pasaje, una procesión de evangélicos
pasó. Tocaban acordeones, panderos y banyos.
Pronto oscurecería en el barrio de las putas.

66
Philippe Dardel, su padre y su hermana, Viña del Mar, 1975.

68
8
“¡Ya poh, Trotsky,
bájese de ahí!”
Philippe Dardel

Lo que llamamos “realidad” son alucinaciones que asumimos como reales


porque todos tendemos a percibirlas de la misma manera.
Anil Seth

No sé qué día cayó el 11 de septiembre, “Día de la Libe-


ración Nacional”, según la frase que mamá estampó con
lápiz blanco en un hoy viejo álbum de fotos. Una frase que
siempre me pareció exagerada, incluso obscena; de esas
cuestiones que dan vergüenza ajena.
Sé que ese día no fuimos al colegio, pero mis recuer-
dos no terminan de cuadrar. Papá salió al trabajo a las
8.30 clavadas, en su camioneta gris con sport wagon
hechizo color blanco, una Simca Aronde 1500 de 1957,

69
probablemente acompañado por el Víctor y el Toledo, los
tres bien apretados en el asiento delantero, porque en esa
época no habían inventado las doble cabina. Cuando me
levanté vi al viejo picando tierra en nuestro jardín. No
recuerdo haberle preguntado, probablemente me lo conta-
ron después: unos milicos lo pararon en la Plaza Miraflo-
res y le dijeron que se fuera pa’ la casa.
Cuando el viejo llevaba un buen pedazo de tierra picada
y nivelada, empezaron a lloverle piedras, aunque ninguna
le achuntó. Un lote de gente se había apostado en el cami-
no a Quilpué, la calle que marca el límite entre Miraflores
Bajo y Miraflores Alto, entre la gente y la rotada. Papá les
gritó que se dejaran de molestar, que acaso no veían que
estaba trabajando. Y hasta ahí no más duraron las piedras,
aunque parece que a un vecino de más allá —eran pocas
las casas en nuestra calle— le reventaron todos los vidrios
porque el tipo, asustado, pegó unos tiros. Creo que en la
tarde mi papá nos llevó a mi mamá, a mi hermana y a mí a
la casa de mi abuela, en Traslaviña con Villanelo Alto, un
sector antiguo, céntrico, tradicional, consolidado. Y más
no recuerdo del 11 de septiembre.
Qué condenada es la memoria. Traicionera, dicen muchos.
Dependiente del presente, de ese que ahora soy —digo yo—
y antes dependiente de ese niño que fundó el Club Vampiro-
Pirata en una vieja mesa de comedor arrumbada fuera de
la cocina. Era notable ese asunto, a propósito: a la mesa le
pusimos un palo largo a modo de mástil, con una vela cua-
dra que era una sábana que los Maira se habían robado de
su casa. Hasta teníamos unos carnets que yo había dibuja-
do y recortado. El club nos juntaba a mi hermana, a mí y
al Rodrigo Maira. El enemigo —que se metía a romper o
robarnos algo— era el Juan Pablo Maira. Creo que a veces

70
lo salíamos persiguiendo por la quebrada de las quilas o el
bosque con vertiente. Puede que el Rodrigo le haya pegado
alguna vez, aunque lo que recuerdo es que nos juntábamos
los cuatro en el extremo más alto de nuestro terreno, bajo
unos alamitos esqueléticos, a comer a dedo unos sobres de
jugos Royal, unas jaleas y —lo que más me gustaba por lo
raro—, unos budines o flanes en polvo, que eran como talco
con gusto a plátano, y teñían los dedos de amarillo.
La memoria es ficción en movimiento perpetuo. Es cier-
to que a veces se funda en hechos, pero también es cierto
que muchas veces fabrica hechos a la medida. Como dicen
por ahí, toda experiencia es una construcción, porque el
cerebro —encerrado en el cráneo, aislado y a oscuras—,
no puede más que hacer apuestas sobre lo que hay afuera,
y esas apuestas las construye con lo que le llega del exterior
y lo que tiene adentro, con lo vivido por nosotros y lo que
nos han contado, y hasta donde se sabe, estas últimas dos
cuestiones son las más relevantes. Necesitamos creer para
ver y no al revés.
Al mismo tiempo, las emociones y los sentimientos están
amarrados al instante y, en consecuencia, son radicalmen-
te irrecuperables. ¿Me asusté el 11 de septiembre? ¿Lloré?
¿Me llené de entusiasmo por la liberación nacional? ¿Caí
al suelo por la derrota de la causa popular? Probablemente
todo el asunto solo me extrañó y, la verdad, no me importó
mucho. Tenía nueve años y en mi casa la política era ape-
nas tema, y de ese apenas yo pescaba con suerte las migas:
“esos demócrata cristianos de porquería” (frase de papá na-
cida del fracaso de nuestra venta de huevos en El Belloto,
derivada del alto precio del alimento para gallinas, a su vez
derivado —cosa que jamás entendí— de la alta demanda
de los gallineros de la familia Frei. Y, a propósito, creo que

71
celebré la clásica pintada allendista de aquellos tiempos,
esa que decía “Carmen Frei, hija de ladrón”, aunque si lo
pienso, es casi imposible que a los nueve años eso me hu-
biera impactado, aunque sí me impactó a los siete u ocho
la araña negra de Patria y Libertad que estaba en todos
los postes del camino al colegio, que hacíamos a pie por-
que todavía vivíamos en el centro de Viña —en Villanelo
Alto 552— y no en la lejanía rústica de Todd Evered, en
la frontera del señorial Miraflores Bajo con el folklórico
Miraflores Alto).
Soy claramente uno de los “hijos de la dictadura” porque
nací el 64 y viví todo el tránsito de la niñez a la adoles-
cencia y la juventud con Pinochet a todo dar. Pero ni por
asomo puedo ser una víctima. Lo pasé bien, qué va. Otros
sufrieron lo indecible, ahora lo sé, pero entonces, pues ná.
Por influencia de mamá, a los cinco años yo me paseaba
por el barrio recogiendo pedazos de volcanita y escribiendo
con mayúsculas ALESSANDRI VOLERÁ (sic) en los pos-
tes y las veredas. La cosa tiene que haberme resultado im-
portante, porque sé bien que me molestó que unas primas
del sur anduvieran canturreando “Alessandri volverá, con
un parche en la pelá”. O —quizás esto esté más cerca de la
verdad—, mi escritura y mi molestia tenían solo que ver
con mi mamá, que hablaba de “el Paleta” y contaba cosas
enternecedoras del caballero, y yo no podía ser otra cosa
que fan irreductible de mi mamá, que me compraba autitos
Matchbox para que no sufriera tanto en mis eternas otitis,
de las que sí recuerdo el dolor intenso y el alivio sublime
cuando se me rajaba el tímpano y la infección dejaba de
inflamarse por dentro. También por mamá —papá apenas
hablaba o yo no lo pescaba— creo que a esa edad quise ser
de Patria y Libertad, aunque ella me dijo que mejor fuera

72
de la Juventud Nacional y se rió. La señora vivía entre asus-
tada y asumida en esos años convulsos. Nos agarraba de
un ala cuando en la calle Valparaíso aparecía una horda de
obreros con cascos, banderas y cánticos, y una vez nos llevó
al Teatro Municipal a un acto de la oposición donde cada
vez que una vieja decía “a la Democracia Cristiana”, de la
galería los cabros de Patria y Libertad o de la Juventud Na-
cional le gritaban “Chile está primero”. Fue llamativa esa
cuestión, para qué voy a mentir. Más llamativa que esas
tardes en la playa Cochoa donde alguien puso en la “tran-
sistor” un resumen del “Festival del DesUPelote”, donde
ganó —creo— el representante de la DC con la canción
“Los muchachos de antes comían gallinas”. Y, ahora que
estamos con la música, me suena haber canturreado “Yo
soy rebelde porque Allende me hizo así / porque no me ha
dado mantequilla y Bioluvil”.
Dije arriba que el 11 me extrañó, pero no me importó,
tal como más que extrañarme, derechamente me inte-
resaron las arremetidas —a pocos días del golpe— de
tropas a pie y en jeep por la población Empart, que yo
veía a plena luz del día desde el segundo piso de la casa
de mi abuela. En el mismo sentido, ya de vuelta en Mira-
flores, a todos los cabros del barrio nos motivó la llegada
de un jeep cargado de infantes de marina a la casa de los
Maira. Rodeamos el jeep con el Rodrigo, el Juan Pablo y
quizás el Helmuth, aunque ese era más bien ganso y llo-
rón, así que puede no haber sido de la partida. Miramos
a los milicos, poco a poco nos acercamos, los revisamos
de pies a cabeza y Rodrigo, para salir de la duda que nos
atronaba, se atrevió finalmente a preguntar: “¿Pesan mu-
cho las armas?”. Lo notable es que los milicos estaban
ahí porque la mamá de los Maira se había atravesado la

73
mano de un balazo. Nunca le di importancia al hecho
de que mis vecinos anduvieran armados, como tampoco
parecen haberme impactado los cuentos de mamá sobre
que “arriba está lleno de cubanos” y que pillaron a unos
tipos que querían hacer explotar el depósito de balones
de gas de no sé dónde, aunque cerca, o el clásico ese de
que una vez, quizás yendo a la JAP —de la que mamá
se hizo socia, aburrida de las colas—, un cabro chico se
subió al techo de un, probablemente, Chevrolet 1951, y
su mamá le gritó “ya, poh, Trotsky, bájese de ahí”.
Nada parece haberme impactado mucho, según recuer-
do. Mi mundo era como era desde que llegué a él. Estaba
lleno de lo que hoy muchos considerarían rarezas: a mis
dos o tres años vi un montón de huevos de colores y dos
conejos grandes para la Pascua de Resurrección, eso en
la casa de El Belloto, donde viví mis primeros años. Papá
había montado el espectáculo sacando a los conejos de su
jaula; una era —creo— la coneja que más tarde se comió a
todos sus conejitos y desde ese hecho la consideré temible
y repelente y mala. En Belloto aprendí a gatear y luego a
caminar y a arrastrar racimos de uva grandes y pesados
que sacábamos del parrón y que yo me demoraba la tarde
entera en comer; también vi el caballo blanco del lechero,
al que mi hermana llamaba “aca”, y gasté tiempo precioso
tratando una y otra vez de subir el triciclo a un ciruelo para
andar por las ramas; otra vez solté a las gallinas y quedó la
tendalada en el huerto, así que se incrementaron las jorna-
das de acompañar a mamá a encumbrar volantines en el
sitio eriazo del frente. Luego cambiamos la casa del Belloto
por un Kleinbus Volkswagen del 66 y nos fuimos a Viña,
a la casa que había sido de mi bisabuela y que quedaba
cerca de la de mi abuela. Aunque parece que nos fuimos a

74
Viña primero y vendimos después, porque de otro modo no
tendría sentido la rabia de papá para con los arrendatarios
que se robaron la bomba del pozo y, horror de horrores, se
comieron al pobre gallo Vitorio.
Mi nuevo mundo tenía más calle y menos jardín que el
anterior, así que me dedicaba a hacer fogatas e incluso un
incendio de pastizal entre la casa y la cancha de fútbol que
nos separaba de los edificios de la Empart. Yo siempre an-
daba con fósforos y, evidentemente, los usaba. También le
volé los tapones a la casa con un cortocircuito que armé al
conectar un cable a un lote de bujías viejas que me regala-
ron para que las usara como carga en mi trencito eléctrico
de Lego. Era un mundo bueno, y eso que estábamos a fines
de los 60. Entré al colegio y la vida se me hizo cuesta arri-
ba. Eso, coincidentemente, debe haber sido en 1970. Junto
con abortarse el planificado autoexilio en Canadá —a últi-
ma hora papá decidió que no estaba para empezar de cero y
prefirió comerse la UP—, mi libertad radical se transformó
en la tortura de ponerse el mameluco beige, pintar grandes
letras con lápices de cera bajo las órdenes de Frau Funck
y, lo peor, ir en el recreo al foso de arena con un balde y
una palita y no saber qué diablos hacer. Afortunadamente
la tontera duraba hasta las 12.20 y de ahí para la casa a
hacer lo que se me diera la gana o estar enfermo sin ganas
de nada. El 71 la cosa no mejoró mucho. Primero básico y
la noticia pasmosa de que las palabras llevaban tilde, y yo
se los puse a todas en mi primer dictado y la mala nota me
heló la sangre.
El 72 llegamos a la casa propia en Miraflores. Eran como
70 metros cuadrados, con volcanita empapelada, súper
Flexit en los dormitorios y un parquet a medio terminar en
el living-comedor, donde nos esperaba una carretilla con

75
arena y restos de cemento. Recuerdo unos braseros donde
ardía azufre —era irrespirable—, supuestamente para se-
car más rápido el enyesado del cielo, aunque ese recuerdo
es una estupidez, pero el azufre encendido es cabalmente
cierto. Quizás haya sido por una plaga de algo, vaya uno a
saber. Y así, en plena Unidad Popular, se abrían para mí los
bosques y las quebradas del barrio, los partidos de paletas y
fútbol y las naciones en la calle.
Y, bueno: me consta que había colas por todos lados por-
que las vi, pero más allá de verlas, pues ningún drama,
menos todavía por las historias de papá de cómo el Toledo
o el Víctor o quien fuera que le ayudara entonces en la jar-
dinería con que se ganaba el pan le urgían para que para-
ra la camioneta y corrían a ponerse a la cola de cualquier
cosa que ni ellos sabían qué era. Recuerdo una tarde en
que parece que no había pega porque el Toledo y el Víctor
estaban en la casa. El Toledo —moreno, fibroso, temible—,
le daba a la pala y al chuzo mientras el Víctor le conversa-
ba. Aparentemente esa era la utilidad del Víctor, así que a
poco andar ya no lo vimos más. El Toledo, alguien decía,
era comunista, pero trabajaba como chino porque estaba
juntando plata para irse a Estados Unidos. Nunca supe si se
fue, pero el hecho es que dejó de trabajar con papá y en su
reemplazo, entre otros, apareció el Titín, que vivía en una
mediagua un poco más abajo y le hacía al frasco como el
que más, tanto así que le dio por robar herramientas y cam-
biarlas por cañas de vino en los clandestinos que había en
la quebrada que separaba nuestro terreno de las poblacio-
nes de arriba; quebrada por la que pasábamos con mamá
para comprar queso de cabra en los almacenes de Las Rejas
con Calle Cinco y luego asarlo en una fogata afuera de la
cocina. El cuento es que papá agarró al Titín arrastrando

76
una máquina de cortar pasto por el bosque, cerro arriba.
Ahí forcejearon un buen rato —papá tenía como norma
jamás pegarle a un borracho— hasta que el sobrio recuperó
lo suyo. Parece que costó que el Titín entendiera por qué lo
estaban echando de la pega.
Que los almuerzos fueran tallarines con huevo o arroz
con huevo o charquicán de cochayuyo o fritos de arroz o
fritos de zanahoria me daba igual. Era lo que había y —ru-
gía papá— “se come lo que hay”, y yo pensaba que por qué
lo que hay tiene que ser tantas veces lo que no me gusta,
pero me comía la cuestión y ya. No había en eso mucha di-
ferencia entre los gobiernos de Frei, Allende y Pinochet, del
mismo modo que no había apreciable diferencia en el día a
día infantil de juegos solitarios, algo de peloteo en compa-
ñía y la playa cada vez que se podía. Precisando un poco,
recuerdo que en los inicios de la dictadura yo quería fabri-
car pólvora, y papá me traía salitre, azufre y carbón, que
yo molía a conciencia sin lograr jamás la anhelada mezcla
explosiva; también salía al bosque de al lado con los Maira
y el Helmuth. Ahí yo ensayaba cómo tirar el cuchillo de
monte que me había regalado papá; creo que emulaba al
Daniel Boone de la tele. Lo que también hacíamos eran
lanzas de eucalipto y hachas de ramas con piedras amarra-
das, al estilo Tunga, el cómic que aparecía en el Mampato.
Nos pasábamos horas en eso para empezar una guerra que
duraba la nada: usualmente el Helmuth recibía un pala-
zo y se iba cojeando y llorando a su casa. En esa época
también me dediqué a construir arcos de bambú con sus
correspondientes flechas. Y tiraba desde la casa al huerto
que teníamos en el cerro, y una vecina, la Jandri, le dijo a
mi hermana, que me lo dijo a mí, que ella me iba a recoger
las flechas si yo le daba un beso. De más está decir que me

77
pareció un trueque estúpido. Pero poco después empeza-
mos a jugar a la botella con los hermanos Maira, la Isidora
Maira, mi hermana y la Jandri. Tengo la impresión de que
me salía demasiadas veces mi hermana.
Y, bueno. La vida avanzaba lo mismo que la dictadura
pero la dictadura no existía o era cosa lejana, como los ne-
gros muriéndose de hambre en Etiopía, cosa que tenía que
dar pena; sentirse apenado era lo que correspondía, pero
la verdad es que Etiopía estaba demasiado lejos como para
sentir cualquier cosa. Lo mismo con Pinochet. Ni por aso-
mo sabíamos de torturados y detenidos desaparecidos por-
que junto con sernos eso tan ajeno, leíamos El Mercurio de
Valparaíso, veíamos TVN y nos pasábamos los sábados con
Don Francisco, todo matizado con algo de Enrique Ma-
luenda y “El Festival de la Una”, donde las modelos cucha-
reaban sabrosalsa Deyco; también con Cine Triple Acción
en UCV-TV y Tarzán con Johnny Weissmüller, creo que los
domingos al mediodía.
La sopa vital de la que hablo incluye también, ahora sin
drama, la vida en el colegio. El rápidamente abortado juego
de “los milicos contra los upelientos” —que, según cuenta
la leyenda, intentamos en la básica—, dio paso a las peleas
entre cursos —donde corrían sangre de narices y lágrimas
de rabia—, al pretendidamente hormonal “beso o patá” y
al mejorado “beso, pato o patá”, juego que, en estricto rigor,
consistía en pillar y patear compañeras que ni se arrugaban
con eso, como tampoco jugando al caballito de bronce en
las estadas anuales en el Ferienheim de Limache, donde
yo simulaba ser grande porque llevaba una botella de bran-
dy Traverso que me había comprado mamá. Y, al ralentí
pero intensamente, se movieron los años y nadie volvió a
jugar “beso o patá” y yo dije frente a toda la clase que mi

78
héroe era Olivia Newton-John porque me dio vergüenza
decir que era Jacques Cousteau dado que la mayoría, so-
bre todo las cabras, se desvivía por Peter Frampton o Luke
Skywalker o Han Solo u, horror de horrores, por ese John
Travolta a lo Tony Manero en la execrable Fiebre de sábado
por la noche, que marcó una nueva era el 7 del 7 del 77, cuan-
do yo estaba en 7° básico.
Mis niños del 73 están hoy agonizantes o ajenos, tal como
los niños del 65, del 68, del 70, del 74 y otros números por
esos tiempos o por otros o por todos los tiempos.
Sin embargo, quiero creer que existen posibilidades de
recuperar lo que fue o, mejor, de mantenerme tenuemente
fiel a ese que fui. Quizás exista un camino circular, donde
el comienzo tiene la misma textura que el final; tal vez por
eso los viejos suelen llevarse bien con los niños, o al menos
debieran.
Ya lo esbocé y ahora puedo sellarlo: no me importó el 11
de septiembre de 1973 porque tenía nueve años y otras co-
sas me convocaban. Mi casa era territorio sin Dios ni amo:
jamás me bautizaron ni me hablaron de religión; apenas,
y bien chico, me leían la Biblia para Niños, que eran pu-
ras aventuras donde destacaba un tal Barrabás, que comía
gente. Del mismo modo, muy pálidamente se trataban las
ideologías; quizás una que otra mención al “Paleta”, a Frei
o al “Chicho” que, en todo caso, hoy no recuerdo. Lo que
sí me suena, pero tampoco me consta, es cierta dificultad
familiar para tener plata, cuestión que tampoco se traducía
en nada grave, porque había pan, techo, abrigo, celebra-
ciones de cumpleaños con regalos y Pascuas para todos,
igual que vacaciones en el fundo de la tía de papá, cerca
de Chillán. Papá trabajaba todo el día haciendo jardines
y mamá daba clases de piano y estudiaba Ingeniería Civil

79
por correspondencia. Un recuerdo firme es el de mi padre
llegando del trabajo a las cinco de la tarde, sudado ente-
ro, con olor acre y espuma reseca en las comisuras de los
labios. Nos abrazábamos como saludo, y ese olor a trans-
piración era la esencia de papá, y hasta el día de hoy se
mantiene como marca de su presencia en este mundo. Un
olor de fuerza y sonrisa y aire vivo. Sigo sin saber qué día
cayó el 11 de septiembre.

80
Pilar Reyes Villablanca, Curacautín, verano de 1970. Periodista de la Universidad de
Chile.

82
9
El cura Mario
Pilar Reyes

“Yo no canto por cantar, ni por tener buena voz”, cantaba,


guitarra en mano, el cura Mario, quien llegaba sin anun-
ciarse, pero bastante seguido, hasta nuestra casa de muros
blancos, en Ercilla, a conversar de lo humano y lo divino
y, de paso, a llenar de música el ambiente. Elegía temas de
Víctor Jara y Ángel Parra, al parecer sus cantautores prefe-
ridos que, con los años, también se volvieron los míos. Una
herencia musical e ideológica que marcó mi camino en el
canto popular.
Mi madre le preparaba un té con leche, bien caliente, y
unos huevos revueltos casi naranjos de lo frescos que eran.
Las risas y la conversa duraban hasta la noche.
Pero el cura Mario en la iglesia no cantaba. Los domin-
gos, desde el altar, llamaba a dejar de golpearse el pecho y
procurar hacer algo por los más pobres. Decía que había ni-
ños sin zapatos, mal alimentados, que necesitaban nuestra

83
ayuda. En medio de la prédica, algunas señoras murmura-
ban: ¿De dónde salió este cura? ¿Qué es eso de hacer cam-
pañas contra los piojos en lugar de rezar?
Pero a él no le importaba mucho lo que se decía. A veces
pasaba a buscar a mis hermanos y se perdía en caminos
empedrados, cruzaba potreros y ríos hasta las “reduccio-
nes”, para apoyar las organizaciones campesinas y llevar
un mensaje de esperanza.
En esos años, los 70, mi familia vivía en Ercilla, un pueblo
muy pequeño de la provincia de Malleco. Yo estudiaba en
la escuela de monjas franciscanas junto a niños mapuches
del campo y a hijos de colonos alemanes, suizos y france-
ses, que eran dueños de fundos de los alrededores. Tenía 9
años, cinco hermanos y entre mis recuerdos más felices de
ese tiempo están los paseos al río con muchos amigos en
pleno verano.
Mi mamá formaba parte del centro de madres del pueblo
y otros grupos que se dedicaban a organizar actividades en
beneficio de la comunidad, donde los más chicos siempre
andábamos revoloteando. Ella cultivaba una huerta, criaba
gallinas y preparaba mermeladas y conservas para el in-
vierno. Era común que las familias intercambiaran produc-
tos o simplemente regalaban alimentos a quien no tenía.
Cuando mi papá, un carabinero que todos querían por
buena persona y porque era muy gracioso contando his-
torias, nos descubría recorriendo el pueblo, nos mandaba
de inmediato a la casa, cosa que jamás hacíamos, porque
todos jugábamos en la calle hasta que anochecía, sin miedo
de nada ni de nadie.

84
Remolino Café

Sin embargo, los niños nos dábamos perfecta cuenta de


las cosas que pasaban en el pueblo: reuniones o actos en
sedes sociales, rayados en las paredes o discusiones a grito
pelado en la calle. Una tarde, frente a mi casa, pasó una
marcha de campesinos portando palas, azadones y horque-
tas y gritando que la tierra era de quienes la trabajaban.
Mucho después comprendí el significado de esas palabras.
Es un recuerdo borroso, como un remolino color café. Creo
que tiene que ver con el polvo que cubría sus ponchos y
sombreros, pues venían caminando por kilómetros desde
sus comunidades. De pronto, cuando ya no pasaban más
personas, en la última fila vi a uno de mis hermanos, Kiko,
quien, a sus 15 años, apoyaba al gobierno popular.
En 1972 mi hermano Lalo había ingresado a la Universi-
dad en Santiago y mi hermana Ruth asistía al Liceo, en Te-
muco. Como mi papá ya había jubilado, nos preparábamos
para dejar el pueblo que nos acogió durante siete años. Ya
vivíamos en Temuco cuando se produjo el golpe de Estado.
Esa mañana estaba en mi escuela, lista para cantar con mi
guitarra en un acto por el día del profesor. Pero no hubo
acto, y todos volvimos a casa sin saber qué pasaba.
Desde entonces, mis recuerdos son de temor al ver a mis
papás angustiados por mi hermano Lalo. El mismo 11, él
viajaba desde Santiago a Temuco, pero el tren fue devuelto
desde San Bernardo y no llegó ese día, ni el siguiente. Na-
die sabía nada, era imposible comunicarse con familiares o
conocidos y las pocas noticias que llegaban eran inciertas.
O terribles.
El tiempo parecía haberse detenido. Mi mamá estaba em-
barazada y no podía dormir en las noches con el tronar

85
de ametralladoras en el cerro Ñielol. Nosotros nos escon-
díamos y mirábamos detrás de las cortinas a las patrullas
militares que recorrían las calles.
El 19 de septiembre por fin llegó el Lalo a la casa, de-
macrado y ojeroso. Recuerdo a mi mamá lanzarse a sus
brazos, entre sollozos, mientras nosotros gritábamos con
lágrimas en los ojos: ¡llegó el Lalo, llegó el Lalo…!
Desde Ercilla nos llegaban noticias desalentadoras de
personas detenidas. El cura Mario se había trasladado a
una iglesia, a tres cuadras de nuestra casa temucana. Un
día, mis hermanos Kiko y Carlos llegaron corriendo para
contar que los militares se lo habían llevado desde la igle-
sia. Por mucho tiempo no supimos de él, ni dónde estaba,
si había salido del país, si estaba vivo.
Hasta que tuvimos noticias. Había logrado salir de Chile
con ayuda del cardenal Silva Henríquez y se encontraba en
Canadá, trabajando con enfermos en un hospital, ayudan-
do a los demás como siempre lo hizo. Su estrella personal
le prodigó mejor suerte que la que tuvieron los curas Joan
Alsina, Antonio Llidó, Gerardo Poblete. Mario había sal-
vado con vida.
Muchos años después, cuando trabajaba para comunida-
des en Chiloé, recibí una postal suya donde me incentivaba
a seguir trabajando por los demás. Nunca he vuelto a verlo,
pero él dejó una huella en mi espíritu y mi modo de ver el
mundo. Y en mi alma de niña quedó para siempre grabada
su voz cantando las canciones de Víctor y del Ángel. Eso
nunca lo olvidé.

86
Fernando Jiménez Cavieres, 1972. Arquitecto de la Universidad de Chile, hoy trabaja
como especialista en formulación y gestión de políticas urbanas y habitacionales.

88
10
Tralleguein
Fernando Jiménez Cavieres

“Teniente, haga algo, hay personas haciendo propaganda


a favor de los candidatos de derecha al interior del recinto”,
denunció mi padre. Displicente, el oficial de Carabineros a
cargo del local de votación le dio vuelta la espalda.
“Exijo el libro de quejas”, insistió mi padre, siguiéndolo.
“No hay libro de quejas”, contestó, sin disimular su mo-
lestia, y se volvió a alejar el teniente Lautaro Castro Men-
doza, el mismo que detendría y asesinaría, unos meses más
tarde, a los campesinos cuyos cuerpos se encontrarían, en
1978, en las minas de Lonquén.
La disputa se produjo en el local de votación de Isla de
Maipo, durante la elección parlamentaria de marzo de
1973. Recuerdo que mi padre regresó indignado y llamó
por teléfono a uno de sus tantos amigos, un general de Ca-
rabineros, que de inmediato dio la orden de enviar a un ma-
yor a reemplazar al teniente como jefe del local de votación.

89
El evento nos acompañó por muchos años, ya que mi padre
nos relató que su amigo general le habría propuesto relevar
del cargo al oficial en cuestión o mandarlo a otra localidad,
algo que mi padre desechó. Una decisión que lo perseguiría
por el resto de su vida, pese a que lo consolábamos dicién-
dole que, de seguro, habría hecho lo mismo en otros sitios.
En la casa de Isla de Maipo, que era de mi abuela pater-
na, nos refugiamos días después del golpe, tal como nos
indicó mi padre la mañana en que viajaba a Europa por un
tema de negocios, poco antes del 11. Pensaba que era un
lugar más tranquilo que Santiago, pero estaba equivocado.
Viajamos en el auto familiar, conducido por F., el novio
de mi hermana M., el único con licencia en la familia. Allá
nos recibió un ambiente denso, con historias de pacos cor-
tando los pantalones a las mujeres y el pelo a los hombres.
Me cuesta creer lo que no veo, desde siempre, hasta que,
frente a la casa, observé cómo le cortaban el pelo, a tijere-
tazos, a un adolescente poco mayor que yo. Entonces, ya
no hubo argumento para negarse a que nuestra madre se
convirtiera en la peluquera oficial del hogar.
F. se molestó mucho cuando supo que el auto que había
manejado llevaba dos armas, que escondimos sus cuñados
más chicos el mismo día 11, las que fueron enterradas en
algún sitio por el jardinero de Isla de Maipo. Como estaba
harto del encierro, fue al pueblo a cargar bencina y a com-
prar puchos. No regresó. Alguien nos contó que se lo habían
llevado los pacos, con auto y todo. Los carabineros negaron
la detención a varios emisarios, hasta que un ex alcalde de
derecha nos avisó, días después, que lo habían trasladado
al Estadio Nacional. Fue un milagro que F. no terminara
en Lonquén y pudiera salir con vida y ser el padre de mis
sobrinos. Como nos contaría después, el teniente insistía

90
en saber dónde estaba escondido mi padre, quien, de haber
estado en Chile y en Isla de Maipo, lo más probable es que
sí hubiera sido uno de los muertos de Lonquén.
Los pacos devolvieron de mala gana el auto y de vuelta a
Santiago condujo un empleado de la empresa de mi padre y
sus socios. Durante el viaje el humo del motor cubrió el pa-
rabrisas a la altura de la localidad de Malloco. No sabíamos
qué pasaba, ni siquiera alcanzamos a tener miedo. Dos au-
tomovilistas cercanos corrieron con extintores a apagar el
inicio de las llamas y a esa solidaridad se alineó el destino:
estábamos casi frente al restaurante Munich, cuya dueña
había sido compañera de colegio de mi madre. Fueron ella
y su marido quienes ofrecieron guardar el auto, extraña-
mente siniestrado, y nos fueron a dejar hasta la Villa Frei,
donde vivíamos.

El Plan Z

Por suerte, la casa de Isla de Maipo fue allanada cuando


ya estábamos en Santiago. Buscaron hasta en el entretecho,
que no se abría desde 1905, por lo que los pacos quedaron
cubiertos por un manto de tierra y palomas muertas. La
cuidadora de la casa nos contó que tuvo que aguantar la
risa. Se llevaron fierros de anticuchos y unos planos de mi
bisabuela para hacer alfombras a telar, que en la contracara
del dibujo tenían indicadas las puntadas, 2V, 3R (2 verdes,
3 rojas), argumentando que eran parte del plan Z.
Para mí, los eventos habían empezado a precipitarse el 8
de septiembre de 1973, el día que cumplí 12 años. No re-
cuerdo celebración, ni saludos especiales, lo que no quiere
decir que no los haya habido. Ese sábado, el acontecimiento

91
del día, para todos, era el viaje a Europa de mi padre. No
era su primer viaje de negocios, pero esta vez lo hacía con
uno de sus socios. Mi padre era socialista y sus socios de
derecha, del Partido Nacional. La empresa se dedicaba a la
importación de maquinaria para la industria metalúrgica.
La verdad es que ninguna de esas cosas me importaba en
ese tiempo. Lo verdaderamente importante era la ilusión
del regreso cargado de regalos “únicos e increíbles”, como
un sacapuntas de globo terráqueo o un libro en francés, a
todo color. Pero este viaje era distinto.
Camino a Pudahuel, el auto se inundaba de una tensa
calma y el silencio solo se interrumpía con las indicaciones
de mi padre respecto a diversas cosas que mi madre debía
considerar en su ausencia y, en particular, si se concretaba
una nueva intentona golpista. La recomendación principal
era que debíamos irnos de inmediato a la casa de la Isla. De
pronto, un brusco movimiento nos sacudió: el auto sale del
pavimento y tambalea en la gravilla al borde de una cur-
va; el sobresalto instala el silencio por el resto del trayecto.
Luego, al despedirnos, los abrazos y muchos, muchos besos
de mi padre, quedarían grabados a fuego como un retrato
de su profunda desolación por tener que partir.
De niño no era exactamente tímido. Tampoco extrover-
tido. Necesitaba observar y tomarme tiempo para encajar
y los cuatro cambios de colegio, por decisiones familiares,
no ayudaron mucho y me obligaron a inventarme nuevas
raíces tras cada trasplante. Mis amistades eran circunstan-
ciales y envidiaba a algunos de mis hermanos que tenían
“amigos de infancia”. Quizás me bastaba el bullicio y la
compañía de mis hermanos —soy el menor de seis, dos
mujeres y cuatro hombres—, y en particular los tres inme-
diatamente más cercanos a mi edad —E. de 15, C. de 17,

92
y R. de 18—, que siempre llenaban cualquier espacio con
largas historias, y también con juegos y fantasías. No me
faltaba entretención, pero también me agotaban y aprecia-
ba mis momentos de soledad. Los mayores —M. de 21 y C.
de 24— eran, y son, algo más callados.
Por eso, gozaba mis escapes vagando por el barrio, en
Santiago, o los momentos con los pies en una acequia, en
Isla de Maipo, bajo una higuera, simplemente viendo pasar
el agua y los renacuajos sobre el musgo.
Desde 1968, por fin, teníamos casa propia, en la recién
estrenada Villa Frei, en Ñuñoa. Un salto hacia la felicidad
para todos, que se hace evidente en cada foto que tomamos
ahí. Mis hermanos habían vivido épocas de gloria, con
casa propia en Isla de Maipo, al lado de la “mamita Rosi-
ta”, cuando mi padre era empresario y tenía su fábrica de
jabón Gringo. A mí me tocaron las vacas flacas. Vivimos,
incluso, un tiempo de allegados en casa de la Memé —la
abuela materna—, en la población Dávila, y luego arrenda-
mos en la Villa Sur, al lado de la población La Victoria. Así
que San Miguel fue el territorio de mis primeras explora-
ciones barriales, así como de mis primeros accidentes por
los que me hice famoso. Era muy inquieto.
Fui el único no involucrado en más política que compar-
tir el entusiasmo familiar por las marchas masivas, los fes-
tejos de triunfos y campañas, y también la ilusión de que
Allende traería el Chile más justo que tantos soñaban, sin
esos niños que veía en las calles, incluso más pequeños que
yo, con ropas andrajosas, sin zapatos y con “piñén”, como
se decía. Ellos no tenían mi suerte, debían trabajar o pedir
limosna, y me daban una mezcla de pena y miedo.

93
La carta

Aunque la casa de Isla de Maipo siempre estaba llena de


gente en tiempos de elecciones, era un revuelo cuando se
aparecía Laura Allende, la Laurita, quien tenía un gran ca-
riño por mi madre desde que se habían conocido durante
la campaña presidencial de 1964, a raíz de una carta que
mi madre le había escrito al entonces senador y candida-
to a presidente, Eduardo Frei Montalva, y que llegó a las
manos de la Laurita en una cena de campaña donde mi
padre la conoció. La Laurita quedó encantada con la carta
y le preguntó si podía mostrársela a Salvador, algo que mi
padre aceptó.
En esa carta, mi madre le pedía a Frei acabar con la cam-
paña del terror dirigida a los niños, en particular con la
frase “niño, no temas, tu madre y yo votaremos por ti, vota-
remos por Frei”. Mi madre reprobaba usar el miedo como
argumento y, como madre y profesora, le horrorizaba que
la campaña apelará a los niños. ¿No cree que tocar a los
niños es criminal? ¿No hay acaso en su campaña una per-
sona que piense en el tremendo shock que recibirán miles
de niños freístas cuando sepan del triunfo del Dr. Allende?,
preguntaba mi madre en la carta.
Un día después del cierre de campañas, al llegar mi madre
al liceo donde trabajaba, en San Miguel, fue recibida con
felicitaciones y la noticia de que, la noche anterior, Allende
había leído su carta a Frei en el teatro Caupolicán. A ese
evento le siguió una invitación de la Laurita a la radio, don-
de ella misma leyó su carta y el impacto mediático —como
se diría hoy— llevó a que el comando de Frei no conti-
nuara con esa línea. Si bien era un triunfo para mi madre,
empezaría a padecer en persona el odio político, porque fue

94
atacada por la prensa de derecha. No faltó quien dudara
de que la carta hubiera sido escrita por una profesora de
educación básica y madre de 6 hijos. Teníamos una mamá
famosa.
Ya en esos tiempos, la figura de Salvador Allende me
conmovía. En la campaña de 1970, mi corazón infantil se
exaltó de emoción al subirme a un escenario, en Isla de
Maipo, donde mi madre estaba sentada junto a la Laurita e
instalarme subrepticiamente en la misma silla que Allende
había usado segundos antes de dar su discurso. Nadie me
llamó la atención y mi corazón de niño latía de emoción
por ocupar ese simbólico asiento.

El viaje

El martes 11 de septiembre, en la casa de Villa Frei, mi


hermana M. me despertó diciendo “levántate, hay golpe” y
mi espontánea reacción fue de incredulidad. “¿Otra vez?”,
dije, ya que unos meses antes, el 29 de junio, ella —podría
jurarlo— me había despertado con la misma frase. Sin em-
bargo, nada era igual esta vez. No solo no estaba mi padre,
tampoco llegaron los compañeros de colegio de mis her-
manos mayores a tratar de coordinar acciones o analizar el
momento. Ahora todo era una avalancha de acontecimien-
tos concentrados en una mañana:
La voz de Allende desde la radio trata de tranquilizar.
Mi madre se mantiene activa en una solemne danza de
decisiones, sin titubear. Fuerte y silente, no puede ocul-
tar sus ojos nerviosos a mi vista. Mis hermanos del me-
dio, R. y C., habían decidido integrarse a unas tomas de
viviendas.

95
Uno de mis hermanos busca la cinta radial que contiene
la voz de mi madre leyendo la carta a Frei y la esconde
dentro de un tabique, en unas piezas prefabricadas del pa-
tio. No se recuperaría hasta 35 años después, cuando se
desarmaron esas piezas.
Aparecen dos vecinas de derecha que ofrecen ayuda a mi
madre y se quedan después quemando papeles.
Aparece otra vecina, una que se declaraba de centro, y
le dice a mi madre, desde la vereda, frente a la casa: “Ay
C., lo siento por ti, pero me alegro por mí” y la respuesta
de mi madre, con una intensidad y temple que aún me
conmueve, y que también me forzó a ver más gravedad de
la que suponía en lo que estaba pasando, le dijo: “Yo no
lo siento por mí o por ti, lo siento por Chile, porque esto
es fascismo, y tú, como judía, deberías saber bien lo que
eso significa”.
La radio no se había apagado y el último discurso de
Allende fue el impulso para que mi madre fuera a buscar
a R. y C. a la toma. Solo volvió con C., quien venía, pasos
atrás, llorando por haber dejado a su hermano y reclaman-
do que por ser mujer la presión era más fuerte.
Me veo junto a E. con una pistola y un revólver que tenía
mi padre en un cajón. Escondemos las armas en el auto, sin
que nadie más lo sepa.
Dejamos la casa, al mediodía, y el pololo de M. conduce
el auto.
Llegamos a lo que es una mansión para mí: la casa del
padre de los socios de mi padre, en Luis Thayer Ojeda con
Carlos Antúnez.
Desde una gran terraza balcón vemos helicópteros y más
tarde, los Hawker Hunter descendiendo y bombardeando
Tomás Moro y La Moneda.

96
Por primera vez me agarro a combos. Uno de los niños de
la casa, hijo de uno de los socios de mi padre, con casco y
rifle a postones, juega en la terraza apuntando al cielo. Su
inconsciencia me arrebata y terminamos por el suelo hasta
que nos separan.
Por la noche, los balazos sonaban cerca. Supe, a la ma-
ñana siguiente, que la embajada de Cuba estaba a pocas
cuadras.
Dejamos la mansión y nos fuimos a Isla de Maipo, donde
viviríamos esos días de terror ante las andanzas de los pa-
cos y la detención de F. La angustia de mi padre traspasaba
el teléfono llamando desde España; necesitaba hablar con
cada uno. Lloramos todos, menos mi madre y mis herma-
nos mayores, más contenidos. Mi padre insistía en volver,
mi madre, firme y tranquila, le insistía que no. Había que
sacar pasaportes. En el cuartel de Investigaciones un “tira”
se acerca a mi madre y, casi en un murmullo, que pude oír
perfectamente, le aconsejó que no dudáramos en irnos del
país.
Mi padre se va a Buenos Aires, con la ilusión de que “esto
no va a durar mucho”. En diciembre del 73 soy el elegido
para viajar con mi madre a celebrar los 25 años de casados:
las bodas de plata. Mi sorpresa con la ciudad fue mayúscula,
era otro planeta. Me lancé a recorrer las calles y nadie limitó
mi aventura: estaba en el centro del mundo. Era la ciudad
perfecta para mi inquieta curiosidad y para el anonimato.
En abril de 1974, junto a nuestra madre, los tres herma-
nos menores nos despedíamos en Pudahuel de amores y
hermanos mayores. Rumbo a Buenos Aires, donde pasaría
toda mi adolescencia, y donde aprendería una nueva y fun-
damental palabra que nos enseñó nuestra madre profesora,
su filosofía de vida: “Tralleguein”, palabra que por décadas

97
juré que provenía del mapudungun y así lo relaté tantas
veces a mis amigos, y que significaba que había que saber
levantarse y empezar de nuevo.
Bastante tiempo después, ya siendo veinteañero y con la
expectativa de irme a estudiar fuera de Chile, supe que eran
dos palabras del inglés, “try again”, tratar una vez más. Mi
madre rio con ternura cuando confirmó mi error y me dijo:
“Hijo, más que el origen, lo importante es el sentido que
damos a las palabras”. El sentido de las palabras, como el
sentido de las cosas, sigue ahí, latiendo fuerte.

98
Paola Passig junto a sus hermanas Marcela y María Eugenia.

100
11
Tren al sur
Paola Passig Villanueva

Empecé a recordar con mucha más precisión que antes,


cuando contaba con la ayuda del pasado.

Laura Alcoba, La casa de los conejos.

“¡Tortillas! ¡Pan amasado! ¡Merengues! ¡Naranjas! Tam-


bién la dulce melcocha”, grita la señora a un costado de la
escalinata del tren.
Viste delantal blanco y sobre los hombros carga un canasto
gigante cubierto también por un paño blanco. Es una de las
tantas vendedoras que pelean cada centímetro, a lo largo de
una explanada de baldosas oscuras, bajo el intenso sol del
mediodía nortino. La miro, y como algo de dinero tengo en
un bolsillo con forma de corazón a lunares —uso un vestido

101
azulino que nos hizo la Pía, mi tía abuela, que es una mo-
dista aficionada, utilizando un modelo muy pop que elegí de
la revista Burda—, voy a su encuentro: quiero pan amasado.
Quizás por las piernas extremadamente flacas, un empujón
me tira al suelo. Me levanto rápido, para superar la vergüen-
za, aunque nadie se da cuenta porque la muchedumbre es
como un escudo de invisibilidad. Sin embargo, las rodillas
dolientes y enrojecidas son la prueba de la caída.
Suena el silbato y todos comenzamos a subir apurados al
tren; no vaya a ser que quedemos abandonados en Pozo Al-
monte. El pueblito empieza a quedar atrás en medio del zan-
goloteo adormecedor de un viaje que recién está empezando.
La travesía comenzó muy temprano, en Iquique. Parti-
mos con frazadas, canastas con comida y maletas porque
hay que pasar tres noches y cuatro días en el carro. Es la
única forma de llegar a Santiago para que la tía Pía pueda
votar en las elecciones parlamentarias del 4 de marzo. Son
los últimos días de febrero del 73 y los pasajes en bus se
agotaron; también los de avión. Entonces, el largo viaje en
tren, que me parece una pesadilla, es la única posibilidad
para llegar a tiempo.
En medio del aburrimiento que produce viajar horas y
horas, una absoluta odisea de traqueteo incesante, me pre-
gunto para qué. Total, el voto de la Pía será para la oposi-
ción a Allende. Miro a mi mamá y pienso por qué diablos
no vota, por qué siempre eso de dejar que otros lo hagan,
de no hacerse parte. Me da un poco de rabia porque su
voto, si votara, sería para algún simpatizante de Allende
y pucha que los necesita. “Si pudiera, yo votaría”, lamento
en silencio.
Bien podríamos habernos quedado una semana más dis-
frutando de las playas iquiqueñas, que son tibias en compa-

102
ración con las del litoral central, en vez de viajar tan apura-
dos por una causa tan poco motivante. Afortunadamente,
no somos las únicas que viajan a votar. En los asientos del
frente hay un hombre mayor y sus tres hijos, con ponchos
y bigotes, al más puro estilo Quilapayún, que van por la
izquierda. Eso me pone feliz, porque, a mis 10 años, ya
tengo claras mis opciones políticas y pienso que Allende
necesita gente a su favor para poder hacer los cambios que
dice que el país necesita. No ha sido fácil gobernar con un
Congreso en contra. Con todo en contra. Los diarios y las
radios lo recuerdan a cada rato porque la política se instaló
en las casas, en las escuelas, en el trabajo. Todos opinan en
este país.
Los vecinos deben tener entre 18 y 20 años. Son universi-
tarios y por lo que hablan, parecen inteligentes y muy revo-
lucionarios. Conversan de política con la Pía. Son amables
con la señora “momia”. Se ríen con ella, le echan tallas; la
Pía hace como que se enoja, pero no se enoja. A mí, la ver-
dad, me da vergüenza que sea tan momia. Ellos convidan
fruta y nosotras les damos galletas.
Como el viaje será largo, mi madre y la tía armaron una
rutina que de día es más o menos la misma: nos desper-
tamos, tomamos leche con pan de molde y queso, y lue-
go vamos al baño —maloliente, pequeño, impregnado de
olor a amoníaco, con paredes amarillas y oxidadas— a
limpiarnos con un pañito mojado y a lavarnos los dientes.
Luego viene el almuerzo que es otro sandwich, o quizás
pollo —que compraron en algún pueblo aprovechando
una corta parada—, tomate, y una fruta. En la once se re-
pite el desayuno. Entremedio, galletas y algún chocolate.
Quizás una sustancia o alfajores que suben a vender de
cuando en vez.

103
Durante las noches las cosas se complican. Se pone frío.
Para calentarnos nos arman una suerte de cama con fraza-
das desplegadas en el suelo, donde dormimos con mi her-
mana Marcela. La Pía y mi madre, con mi hermana chica
en brazos, lo hacen en los duros asientos de madera. De
alguna forma con la Marcela somos privilegiadas. Como
en la primera noche me ahogué, pensando en ese aire vi-
ciado y compartido dentro de un vagón repleto de gente, no
se me ocurre nada mejor que abrir un poquito la ventana.
Un poquito nomás. Entra un aire gélido, pero refrescante.
¿Resultado? Amigdalitis, la enfermedad que acompaña mi
infancia desde que tengo memoria.
Sobreviví a la fiebre gracias al improvisado botiquín que
trajimos, donde hay aspirinas y dipirona. Me avergüenzo
ante mis vecinos revolucionarios. “La niña se enfermó”, se
escucha en un murmullo. Durante el viaje leemos las revis-
tas una y otra vez, comemos, espiamos a los “Quilapayún”,
que leen muchos libros o miran el paisaje lunar del desierto
con desinterés, igual que nosotras.
Del resto de la travesía solo hay retazos. Por ejemplo,
cuando un inspector nos “embargó” los melones calame-
ños y la pequeña sandía que compramos en algún pueblo.
Abrió la puerta del carro y lanzó las frutas al desierto, que
se desintegraron como si fueran cabezas rotas. Fue triste
ver su trote desmembrado sobre un paisaje casi marciano;
todo por culpa de una mosca mítica, inexistente, imagina-
ria. Qué injusticia, pienso yo. Especialmente por los melo-
nes calameños.
Los días, largos y aburridos, tienen a la política de fondo,
porque los chiquillos son socialistas y critican a un Allende
que consideran demasiado tibio. Mientras la Pía defiende a
Hermógenes Pérez de Arce, porque lo encuentra buenmozo

104
y lo suficientemente conservador para ella. Yo lo conozco
porque la tía nos había mostrado a su candidato en los car-
teles de campaña que llenan las calles de Santiago centro.
Las conversaciones de política, a veces divertidas, a veces
aburridas, a veces sin sentido, son las únicas que acompa-
ñan los extensos y monótonos días, animados solo por el
movimiento casi decimonónico del tren.
Pero la calma y el tedio se acaban cuando llegan los ru-
mores de que habrá transbordo en Caldera. Finalmente, sí
lo hay, y la gente baja del carro desbordando las escuálidas
escaleras de metal en un torbellino, con bolsos y maletas
colgando para asegurar asientos en un nuevo carro, en un
nuevo tren. Es un caos: todos corriendo desesperados por
encontrar un espacio y replicar el orden que traemos desde
la estación de Iquique.
En Caldera, nos espera mi padre, que aún no sé cómo
lo encontramos en medio de esa muchedumbre caótica, y
nos ayuda con el traslado. Tras unas carreras locas, cargan-
do infinidad de cosas, logramos lo que parecía imposible:
¡asientos! Es como un premio de lotería: ¡asientos! Lo triste
es que los vecinos revolucionarios quedaron unos cuantos
metros más lejos. Aún faltan como 8 horas para llegar a
Santiago, que iban a ser para mí algo así como el epílogo
de nuestra pequeña historia política-emocional al interior
de un tren. Sin embargo, apenas los veo. Ya no puedo es-
piarlos.
Pasan las horas y Santiago nos recibe con un calor que
marea y subsume. También nos recibe el bullicio, las bo-
cinas, el tránsito que escaseaba en Iquique y en todos los
pueblitos que visitó nuestro tren al sur. En la Estación
Mapocho abandonamos la casa prestada por cuatro días,
mientras diviso a los vecinos socialistas a lo lejos. Se van

105
sin voltear. Sin despedirse. Apurados, pero felices. Con sus
ponchos y sus barbas.
La travesía ululante en el desierto termina y ahora em-
pieza otra; comprar los útiles del colegio, probarse el uni-
forme, volver a los western italianos de los sábados, lavar
el piso “flexit” que mi papá no sabe limpiar y está opaco
después de dos meses de ausencia. Pero, lo más importan-
te, es el objetivo del largo viaje de regreso: la votación al día
siguiente en una elección en la que no estaré físicamente
presente. Yo solo quiero que Allende no tenga problemas
porque él regala leche, frazadas y alimentos baratos a tra-
vés de las JAP, educación gratis, galletas de cereal en las
escuelas.
También creó las llamadas “onces populares”, que se
compran en el subterráneo del edificio de la Unctad (hoy
GAM), hasta donde en ocasiones nos lleva mi abuelo Li-
cho a tomar batidos de vainilla, mientras me pierdo miran-
do el techo caleidoscópico del edificio. Al abuelo, con su
largo abrigo de tweed y su bigote canoso, poco le queda de
aquel joven que llegó de Portezuelo a trabajar de gendarme.
Guapo y respetuoso, cuando lo miro a veces pienso que es
demasiado bueno para este mundo. A veces, pienso que se
parece a Allende.
También están las onces completas en el Café Santos, a
donde nos lleva mi abuela María Teresa, que es igualita a
Sarita Montiel. Hasta ahí se arrancan los diputados y se-
nadores a los que diviso, sin conocer ni reconocer. Pero mi
abuela María “Montiel” nos dice: “¡Mira, ahí está el no
sé qué!” o “¡Allí entró el no sé cuánto!” cuando lo que de
verdad me importa son esos panes dulces y brillantes y la
mantequilla que ponen en bolitas. Ah, y el olor a café de
grano mezclado con vainilla.

106
El inédito viaje en tren era para que la Pía y muchos más
alcanzaran a votar. Su voto, y el de todos los que critican a
Allende, tiene sus frutos, porque ese domingo 4 de marzo
gana la derecha (a través de la llamada Confederación de
la Democracia, una alianza entre el Partido Nacional y el
PDC). A pesar de la derrota, igual estoy contenta porque
dicen que aumentó el número de parlamentarios afines a
la Unidad Popular. (Años después supe y entendí que la
derecha no logró los dos tercios en el Senado con el que se
buscaba destituir a Allende, aunque ese resultado precipitó
el inicio de la opción B: el golpe).
Entremedio de las noticias que llenan diarios, radios, la
televisión en blanco y negro y el regreso a clases con unifor-
me nuevo, pienso en los jóvenes del tren alejándose felices y
despreocupados hacia la salida que da a calle Matucana de
la Estación Mapocho. De cuando en vez recuerdo esa tarde
y me recorre un escalofrío: ¿Qué habrá sido de los vecinos
revolucionarios?

107
Esteban Valenzuela, 1971. Doctor en Historia Contemporánea, periodista, político,
máster en Desarrollo, escritor y regionalista. Actualmente es ministro de Agricultura.

108
12
La hoguera y el kiosco
pluralista
Esteban Valenzuela

El kiosco de la esquina pasó semicerrado los últimos


dos meses previos al golpe, cuando la lucha callejera entre
momios y upelientos se intensificó. El lugar, una suerte de
rincón pluralista, pertenecía a Osvaldo Calquín, militante
socialista, un ex marino que tenía una pierna de plástico
y unos ojos verdes profundos, además de ser un acérrimo
defensor de la UP y coadministrador de un asentamiento
frutícola en la comuna del Olivar, al sur del río Cachapoal.
Cuando regresaba del colegio Marista, Osvaldo me deja-
ba a cargo del kiosco, entre la 5 y las 5.30, para ir a tomar
once en la casa que compartía, frente a la nuestra, con don
Manuel —maestro ceramista—, doña María y la Jacky.
La intersección de Carrera Pinto, nuestra calle, con San
Martín, era el límite entre el damero fundacional de Ranca-
gua y el Barrio Estación, donde se ubicaba el mayor barrio
rojo y las quintas de recreo que recorrieron el niño Óscar

109
Castro, de La vida simplemente, y los hermanos Luis y Artu-
ro Gatica cuando comenzaban sus carreras de boleristas y
folkloristas.
Allí se unía el olor a metales de la megamaestranza de
talleres de la nacionalizada gran minería del cobre, donde
mi padre oficiaba de pañolero a cargo de las herramientas,
en una oficina tóxica, pero llena de gatos entre el guaipe.
Mi papá había ido feliz a ver a Allende y al cardenal Silva
Henríquez a la Plaza de los Héroes de Rancagua, mientras
celebraban la proclamación de la Nacionalización del Co-
bre, el 11 de julio de 1971.
Con la Jacky —la trigueña sobrina del suplementero— y
la Titi —la flaca morena hija del dueño de una carnicería
y la fábrica de somieres de calle San Martín, donde se ha-
cían miguelitos para desestabilizar la economía y cayera el
Chicho— teníamos nueve años y habíamos transitado de
jugar al luche, a las escondidas y ver, frente al gran Wes-
tinghouse, la teleserie Simplemente María, a un triángulo
amoroso en quiebre total.
El complejo umbral entre amistad y algo más había co-
menzado unos meses antes: a fines de febrero, cuando aún
tenía ocho años, jugando a las escondidas —en el patio de
baldosas rojas— nos metimos con la Titi en un gran ro-
pero de mi mamá por un buen rato. Ahí me dio el primer
beso con frenillos; intentó de nuevo, pero me dolió el labio.
Pronto nos encontraron y nos retaron por “andar haciendo
esas cosas”.
Con la Jacky fue algo más sutil. Como en esos tiempos
no había muchos televisores, los que tenían uno, compar-
tían. En invierno don Manuel y la Sra. María venían en la
noche al living de la vieja casa de adobe donde vivíamos 16
personas: los seis hermanos, mis padres, mi abuela Isolina,

110
mi tía Cora, sus hijos Ángel y Kuky —con su familia—, y
mi primo Manolín, que era hippie. Una noche la Jacky me
tocó las manos bajo el manto de huaso antiguo, negro y
espeso, que acompañaba a don Manuel.
Como el amor, la política estaba a la vuelta de la esquina,
aunque yo era un neutral hijo de padre demócrata cristia-
no que no simpatizaba con Allende, pero que había vuel-
to horrorizado de la violencia ultraderechista de fornidos
rubiecitos de la Universidad Católica, en una marcha de
mineros por reajustes salariales ante la inflación.
Pronto todo se puso muy malo. A dos cuadras le rompie-
ron la tienda a Scapini porque era upeliento, hubo un tiro-
teo con heridos en la sede del PS y jóvenes revolucionarios
trataron de quemar El Rancagüino. Las peleas desborda-
ban la calle Independencia y se expandían por San Martín,
donde grupos de obreros de la construcción y campesinos
se enfrentaban a pijes y profesionales de la minera, que
eran el soporte de la oposición a Allende.
Osvaldo cerraba una parte del kiosco de madera y tra-
taba inútilmente de hacer comprender que era pluralista;
llegaba don Julio y le reclamaba por los titulares ofensivos
a la derecha de El Clarín y el Puro Chile; luego Lamberto,
dirigente comunista, le recriminaba por vender La Tribuna
y El Mercurio. El tono crecía y cuando se topaban momios
y upelientos, yo me arrancaba a un rincón con mi Mampa-
to, la revista Cabrochico, que me aconsejaba Osvaldo para
entender la lucha de clases, y la revista Ritmo, donde mi-
raba extasiado a mis estrellas preferidas de Música Libre.
Todo se acabó ese 11 de septiembre. A las 8.15, tras ca-
minar solo las cinco cuadras hasta el Instituto O´Higgins
de los Maristas, como acostumbraba hacerlo desde que
cumplí ocho y abandoné la Escuela N°1 de nuestro barrio,

111
escuché a unos muchachos de educación media que, co-
rriendo hacia el centro, gritaban: “¡los milicos están derro-
cando a Allende!”.
Volví a casa asustado y mis padres miraban, sin celebrar
nada, el Canal 13. Mi papá fue al fondo de la casa y sacó,
hasta el centro del patio, varios de los libros de marxismo
de mi abuelo Manuel, jefe del PC y dirigente del Sindicato
Sewell y Minas. Manolín y Kuky lo recriminaron. Tam-
bién revisó Hechos Mundiales y las novelas más políticas
de la colección Quimantú. Comenzó la hoguera.
Salí a la calle y no circulaba nada. Osvaldo estaba sacan-
do cajas de revistas para guardarlas. Temía que le quema-
ran el kiosco. El viernes 7 le habían pintado la huella de
Patria y Libertad con la leyenda “Te quemaremos rojo”.
Corrí hacia él, frente a la vidriería Imperial, lo abracé y me
alargó varios ejemplares de Mampato. Con la Jacky le ayu-
damos a esconder revistas en el entretecho, al fondo de la
casa. Luego lo acompañamos a la calle, donde lo insultó la
energúmena dueña de un almacén, en la esquina con Las-
tarria, por socialista y upeliento. Osvaldo sudaba a pesar
de la mañana fría y nublaba. Nos dijo que se iba al asenta-
miento en el Olivar a ver a los compañeros.
Sin saber mucho qué hacer, nos sentamos con la Jacky al
borde de la cerrada vitrina de la Imperial. En ese momento
apareció la Titi con una amplia sonrisa porque se acababa
la UP y ya no le quitarían los negocios a su padre. Fue ahí
cuando se produjo la feroz pelea entre mis cuasi novias.
No sé si fue por política o también por amor: la Jacky se
le fue encima a rasguñarla y le dio un empujón, mientras
la Titi respondía los golpes furiosa. Las tuve que separar.
Entonces aparecieron mustios don Manuel, el papá de la
Jacky, pequeño y pelado; el papá de la Titi, alto y bigotudo,

112
y mi papá, mediano y castaño. Se saludaron moviendo la
cabeza, sin hablar, mudos.
Al regresar a casa estaban todos mirando en la televisión
las llamas que salían de La Moneda y los tiroteos donde un
tanque le apuntaba a un joven de pelo largo que defendía,
en vano, al Presidente Allende. Afuera, la fogata en el patio
era alta y el humo se disipaba en el parrón desnudo que mi
padre podaba a fines de junio.
El kiosco estuvo cerrado varias semanas. Lloré porque
Osvaldo no regresaba, mientras la Jacky decidió que ya no
quería jugar al luche ni a las escondidas con la Titi. De he-
cho, no jugamos nunca más.

113
“Doce añitos”. Roberto Cárdenas, Valparaíso.

114
13
Última cena
Roberto Cárdenas

Y ese día llegó. Llegó con toda la familia de mi padre des-


de Los Andes. Mirado a la distancia no parece gran cosa,
una reunión familiar en la costa. Nunca nos dimos cuenta
de lo que pasó. Comprendo ahora, muchos años después, lo
que ese almuerzo generoso significó.
Vino, vio y venció; cerró la puerta de casa y apagó la luz
cuando se fue el último de los invitados. El 20 de marzo
tomó el avión.
Escribo esto 35 años después, y solo ahora comprendo lo
que significa la palabra adiós. ¿Por qué se me cierra la gar-
ganta al recordar? ¿Pero qué es el destino? ¿Acaso no estaba
escribiéndose en ese momento, en esa mesa llena de pesca-
dos fritos?
Ya no veo sus caras, ya no oigo sus voces. Son construc-
ciones, solo nombres: tía Eliana, tía Quena, Pancho, Cha-
ro… quizás, los más cercanos. Los otros son amigos de mi

115
padre venidos desde la mina; ¿Pizarro? ¿Ya se había ido
Henríquez a España? Hombres con bototos de punta de fie-
rro y chaleco grueso.
Mi memoria recorre, arma y desarma este puzle, para poder
contar y entender. Había principalmente mariscos. Era lo que
a él más le gustaba. En la mesa, locos con mayonesa, machas
a la parmesana, lenguas de erizo al vino y cosas por el estilo.
Imposible recordarlo todo. Muy temprano por la maña-
na las tías habían ido a la caleta Portales a comprar los
pescados y mariscos frescos, directamente de aquellos bo-
tes de color verde y amarillo, todos salpicados del brillo
metálico de pequeñas sardinas y del bullicio playero de
las gaviotas.
Ya llegaron a casa; son las diez, o quizás las once de la
mañana… Trabajarán en la artesa del patio y en la cocina,
descamando el pescado, abriendo las machas, machucan-
do los locos contra el cemento, preparando la comida; el
fabuloso banquete de Platón.
Ya estamos sentados a la mesa. ¿Alguien dice algo? ¿Rom-
pe alguien el silencio? ¿Empieza alguien a llorar? Es proba-
ble que sí. Es muy probable que todos hayan dicho algo,
que todos hayan llorado; cada uno en su momento.
Imagino a la tía Quena tomando la palabra, ella la pri-
mera, la menor de los tres; la que toma el toro por las astas,
la que no tiene pelos en la lengua. La imagino llorando a
moco tendido, sin disimulo, abanderada de pena, honesta,
tanto en su alegría como en su dolor.
Ya no veo sus rostros. Solo son fotografías en blanco y
negro, antiguos papeles de color cáscara que ya casi no ha-
blan.
Está nublado y la pequeña sala del comedor se siente aún
más chata por la poca luz. Un tono gris en la atmósfera lo

116
cubre todo, incluso a nuestras almas, que ya están bastante
sombrías sin saber yo por qué.
Nunca sabremos cómo se fue la tarde. Si soñando cada
cual sus sueños, o tejiendo cada uno su historia personal;
todos calculando cómo ponerle la guinda a la torta de sus
propias vidas.
Se iba y el día era especial. Vinieron a despedirse y había
que volver. “Déjenlos solos, un rato solos con el papá” o
“La familia tiene que descansar”, se escucha.
“Llama apenas llegues”, “escribe pronto”, “nosotros los
cuidamos”, “no te preocupes”. “¡Cuídate, te queremos mu-
cho!”. “Te vamos a extrañar”.
Yo me movía con sigilo en el pequeño living de la casa
—que era casi lo mismo que el comedor—, ahora lleno de
vasos y botellas vacías. La vida hacía ahora su balance.
Lleno, vacío, escaso, abundante…
Mi padre se quedó en casa, pero durmió conmigo. ¿Ya
se habían separado? Mi pieza era la última de la casa; ahí
durmió mi papá, creo que, por primera y última vez, en mi
cama de fierro pintada de color azul metálico.
Esa noche me desperté porque un ruido, apagado y casi
mudo, se ahogaba en alguna parte de mi sueño. La cama se
movía y yo me quedé quieto, no dije nada, estuve todo el rato
ahí, callado, escuchando —como siempre— cada detalle,
imaginando todo con los ojos cerrados, tratando de enten-
der… ¿Así es como llegan las horas contadas? ¿A hurtadillas?
Al cabo de los años vine a entender que mi padre estaba
llorando en silencio, en la mitad de la noche, ahogando el
llanto (y seguramente también su miedo). Las convulsiones
de su cuerpo eran esa pena ahogada que no podía salir.
No sé por qué nunca le dije que estuve despierto, que me
di cuenta, que lo supe todo. Después, en la mañana, se fue.

117
“Isla Negra, 1970”. Ernesto Guajardo.

118
14
Avenida Central
Ernesto Guajardo

“Mi papá murió». Me parece que esa fue la frase que le


dije, luego de que me saludó. Quizás no fueron exactamen-
te esas las palabras, pero sí la certeza estaba presente. Lo
sabía desde que la vi bajar del bus, completamente vestida
de negro. No sé dónde, en qué momento, aprendí que la
ropa negra representaba la muerte. No creo que haya cono-
cido la palabra luto. Y el luto no es la muerte, eso lo sabría
con los años.
Ella no me dijo nada. Se agachó para darme un beso en
la mejilla, y se puso a llorar. Recuerdo un abrazo convul-
so, creo recordar, en realidad. Todo es difuso ahora. En los
fragmentos de imágenes no aparecen más personas, pero
no debemos haber estado solos, en esa larga y ancha calle
que aún no estaba pavimentada y que nos conducía hacia
los bordes de los bosques.

119
Yo sabía que mi padre había muerto. De algún modo lo
sabía desde hace un par de noches, cuando desperté lloran-
do, sobresaltado por una silueta que había visto pasar por
la ventana. Alguien en el patio, de seguro, pero quienes me
cuidaban salieron a mirar y no encontraron a nadie. Deben
haber dicho cosas como que el niño tiene miedo, esas frases
con las cuales los adultos ordenan y explican el mundo.
Caminamos en silencio, subiendo la suave senda hacia la
casa donde nos refugiábamos. Mi madre sollozaba de tiem-
po en tiempo. No soltaba mi mano, pero una desagradable
sensación de algo que se deshacía en el aire comenzaba a
instalarse muy al interior de mi cuerpo.
Miraba su ropa y no tenía dudas: mi padre había muerto.
Comprendía lo que era la muerte, pero no sospechaba todos
sus significados. No estoy seguro de haber conocido otras
palabras, como la palabra luto o la palabra tortura. Tenía
cinco años. No conocía la existencia de muchas palabras.

120
Soraya Rodríguez (izq.) y su amiga Margarita en 1972. Periodista de la Universidad de
Chile, donde actualmente hace clases.

122
15
Silverado y los techos
de La Legua
Soraya Rodríguez

Esa misma tarde comenzó el rumor y todo comenzó a inun-


darse de aquella palabra que estuvo tan de moda por décadas
en Chile: iban a bombardear La Legua y daba MIEDO. La
Gran Maestra, siempre corajuda y altiva, mostraba por vez
primera un dejo de no saber qué hacer. Ella, junto a su Raulito
Jr. y Buena, estaba encerrada en su palacio del reyno. Legua-
landia permanecía rodeada por milicos, se escuchaban dispa-
ros y uno que otro grito… pero allí ya se las habían arreglado
para orientar a los vecinos: Iban a bombardear. No sé si fue
a la mañana siguiente que ese silbido rasante levantaba las
planchas de zinc de los techos donde, hasta el día anterior, los
niños jugaban a no tener límites y ella a tener un huerto.
Buena, cuya trenza se quedó pendiente para la poesía que
iba a recitar ese 11, en el Día del Maestro, miraba, solo eso,
miraba. No había que hablar, todo podía ser usado en su
contra y la expresión de quien siempre la protegía le daba

123
tiritones internos, en el alma, allá cerca del corazón. Jun-
tas habían escuchado la despedida del Chicho por la radio y
apretaron los labios para contenerse.
Las planchas de zinc se levantaban con el vuelo de avio-
nes de la Fach, quién sabe de qué porte, porque eso no
importaba. Iban a bombardear y nadie podía hacer cosa
alguna para impedirlo, ni para salvarse. Legualandia sería
castigada. Había tenido la osadía mayor: la de ser el único
reyno que se opuso al Golpe, no con palabras, sino que de
verdad. El mismo 11 hubo pobladores que enfrentaron a
pacos y milicos, así cumplieron con la promesa popular de
defender su gobierno y fue la única población, la única.
Ahora estaba rodeada y los aviones silbaban de la manera
más fea, más inolvidable. Hoy Buena podría repetirles ese
sonido que se grabó y se gravó. Los niños son esponjas.
El silbido, los gritos desgarrados en la noche, el silen-
cio, las botas, el sonido de pasar bala y el disparo de una
tanqueta contra Raulito, que jugaba a la pelota en la calle
cuando levantaron un ratito el toque de queda. Ruidos que
construyeron el relato de esos días de encierro, con la Gran
Maestra quemando libros maravillosos y ofreciendo café a
los conscriptos asustados también, para que nada sucediera
en el nido. Los restos de cuero cabelludo arrancados con
los yataganes quedaron sembrados en la esquina y expli-
caban los gritos de la noche. Los niños vieron eso y más,
fueron obligados a crecer de golpe, sabiendo ya que la vida
digna se defiende y hay muchas formas de hacerlo.
El silbido se ha repetido con los años, no el de los aviones,
ese es único en la memoria de Buena. En días de protesta
contra la bestia mayor, más de una bala pasó cerquita de su
oído también allá en el reyno, donde en las tardes y noches
la guerra era tan desigual.

124
Pronto, sin saber cómo, el silbido se convirtió en señal
para avisar si se podía o no entrar a la población (que era
la primera toma de América Latina y estaba ubicada, jus-
tamente, a una legua de la Plaza de Armas). Adquirió to-
nos y melodías precisos, al punto de constituir un mensaje
ya más complejo sobre dónde estaban los malos o cuánto
esperar para entrar. Detalles del reyno mágico que trans-
forma, porque al final eso es lo que tiene ese lugar: una
tremenda capacidad de lo que hoy se denomina resiliencia.
Allá siempre supimos que no ganamos, lo asumimos, ¿y
qué tanto? ¿A qué se le llama ganar? Lo de allá es más que
sobrevivir, es supervivir; se baila con la fea que ya no exis-
te, se convive con el ausente, se acaricia al desaparecido y
se mira a los ojos a la bestia para engañarla con un silbido,
como en  el western Silverado, ese donde los forajidos del
lejano oeste, los hermanos Emmett, combatían al alguacil
corrupto y criminal.
Hoy el reyno tiene su propio museo. Qué gran reyno este
que no olvida y supervive, viste de colores cada jueves y do-
mingo de feria y soluciona sus problemas a la antigua. Allí
siempre una mano ayuda a la otra y, en silencio, con los ojos
bien abiertos, sin decir agua va, sin gritar, se hace lo que se
debe. Cada 11, la plaza se llama Salvador Allende para que
la herencia de la barbarie sepa que allí se defiende lo propio,
lo que se llama nuestro. Las alimañas han penetrado en sus
venas, narcotizando cuerpos y almas por monedas de muerte,
pero a pesar de todo, con un guiño y una mueca, los ojos nos
brillan de convencidos. No ganamos los humildes, pero tam-
poco nos entregamos y cada día, con más niños organizados
para bien o para mal, el reyno sigue con la memoria y la frente
en alto, como la cordillera a la que mira con unidad ante lo
necesario y esperanza trabajada, silbando a lo que viene.

125
Sonia Agüero, Punta Arenas.

126
16
Cuentos prohibidos
Sonia Agüero

Nunca más “Allende, Allende, el pueblo te defiende”. Esa


fue la primera instrucción de mi mamá tras “el once”. Te-
nía seis años, vivía en Punta Arenas y estaba en kínder, en
el colegio donde mi papá era profesor.
Ese día, toda la actividad de la escuela terminó abrup-
tamente al mediodía. Me fui a casa en brazos de mi papá,
que, aunque caminaba más rápido que de costumbre, no
impidió que viera unos cuantos tanques de guerra parados
en la calle.
Durante un par de semanas el tiempo se nos pasó entre
la casa y el patio, porque salir a la calle era exponerse a un
balazo, me dijo mi abuela.
Había muchas instrucciones que seguir: no hablar fuerte
ni gritar, no decir Allende ni UP, no jugar ni hablar con los
amigos del barrio. Rápidamente empezamos a tararear una
canción que sonaba todo el día y que escuchábamos desde

127
el televisor Antú de la casa: “Chile, levántate y anda, llegó
ya la hora, la hora esperada de la reconstrucción”.
Después del once, las caras estaban más tristes, pero, a
cambio, empezamos a comer más variado. Hasta hubo po-
llo. Incluso un día pensé que íbamos a comer parrillada.
Mi mamá hizo una fogata en el patio de atrás y me imagi-
né un pedacito de cordero. ¿Cómo sería volver a probar el
cordero? Pero no era para poner carne, sino para quemar
una ruma importante de revistas Paloma que acumulaba
por montones esta mamá de pantalones pata de elefante y
pensamientos libres.
Era niña y no pensé en sus revistas Paloma, sino en mis
cuentos favoritos. Mi mamá era grande, así que pensó en mí
y en mis hermanos. Tomó los cuentos y los escondió debajo
del colchón; para sacarlos algunas noches y leernos La flor
del cobre, La desaparición del quirquincho, Los geniecillos laborio-
sos y El negrito zambo… de la editorial Quimantú.
Tenía seis años y no entendía mucho qué pasaba, pero
notaba la preocupación en las caras de mi papá y mi mamá
cuando conversaban bajito.
Nos acostábamos temprano. Los primeros días estaba
prohibido salir después de las cuatro de la tarde, así que a
las siete ya nos tenían en la cama. No sabía bien qué pasa-
ba, hasta que un día, mirando por las rendijas del cerco que
daba a la calle, vi un camión militar que se llevaba a mis
vecinos adolescentes. Por la forma en que los sacaron fuera
de su casa, entendí que a quien había que tenerle miedo no
era al cuco, sino que a los hombres armados.
Pasaron los días.
Vivíamos en el barrio Prat, un sector antiguo de Punta
Arenas que surgió de la compra de lotes de terreno por par-
te de una cooperativa, donde luego cada familia, en este

128
caso la de mis abuelos maternos, se las ingenió para cons-
truir su casa con un tremendo esfuerzo, porque plata no
había mucha.
Todos nos conocíamos bien, por lo que ver salir a mis
vecinos, que no pasaban de los quince y diecisiete años,
con las manos en alto y los hombres armados apuntán-
doles, me sobrecogió. No sabía que existía esa palabra a
los seis años, pero ahora rememoro y sé que eso fue lo
que sentí.
Pasaron los días jugando a las muñecas, empujándonos
por turno en la bicicleta con mis dos hermanas y cantando
aquello de “Chile, levántate…”.
No sé si sería martes o jueves, octubre o ya noviembre. El
tiempo ya estaba bueno y podíamos jugar hasta tarde en el
jardín. Mi mamá había salido al centro y mi papá no había
vuelto de su trabajo en el colegio. Solo estábamos con mi
abuela. Golpearon muy fuerte la puerta. Ella abrió y en-
traron seis infantes de marina con trajes camuflados. Uno
mandaba. Pese a que adentro se hizo el silencio, sentíamos
los golpes y portazos en las casas de los vecinos. Ese día
allanaron todo el barrio.
Tenía miedo, pena y angustia. No sabía por qué entraban
a mi casa con armas y la desordenaban. Botaron libros y
ropa que tiraron al suelo y hasta hicieron que mi abuela
sacara a mi hermana chica de la cuna donde dormía, para
revisar el colchón.
El allanamiento duró media hora. Mi casa era chica y
además de revolverlo todo, los hombres armados no tuvie-
ron mucho más que hacer. Mi principal preocupación eran
los cuentos. Extrañamente, el que revisó el mueble donde
guardábamos los juguetes los pasó por alto, aunque lleva-
ban un logo bien grande de la editorial Quimantú.

129
Al irse pegaron un sello en la ventana que daba cuenta de
la revisión. Todas las casas de los vecinos tenían el mismo
papelito.
Con mi abuela ordenamos toda la casa. Ella no quería
que mis papás vieran el tremendo desastre en que se había
convertido. Claro que tuvo que contarles igual. Mi mamá
llegó primero. Ya estaba la casa a medias arreglada, pero
eso de que hubieran sacado a mi hermana de su cuna para
ver si debajo del colchón había armas la indignó y no pudo
controlar un par de garabatos tirados al aire.
Nos llamaron a presenciar los resultados del allanamien-
to en la plaza Esmeralda, la principal del barrio. Allí expu-
sieron las “armas encontradas”: cuchillos de cocina, herra-
mientas agrícolas y una que otra escopeta de caza de algún
vecino al que le gustaba salir a cazar conejos.
Un día, revisando los libros que mi papá utilizaba para
sus clases, vi una foto del presidente Allende, tachada con
una X en rojo y le pregunté si aparecía así porque era malo.
Yo lo recordaba como un hombre amable. Habíamos via-
jado en avión a Santiago en 1971, a un control médico, y el
Presidente viajó con nosotros. Saludó a todos y me dio la
mano. Un señor muy amigable, pensé entonces.
Mi papá me dijo que no había sido malo, que había sido
un gran hombre y que quiso hacer grandes cosas para cam-
biar Chile, pero que esto que me estaba diciendo era un
secreto que debía guardar y no comentar. Le hice caso, me
quedé callada.
A punto de cumplir 54 años, no he podido sacar al Negrito
zambo ni a La flor del cobre de debajo del colchón de mi in-
fancia.

130
Roberto Rivadeneira, 1972. Periodista de la Universidad de Chile, crítico de televisión
de LUN bajo el seudónimo de Larry Moe.

132
17
Pinochet era el
Viejo del Saco
Roberto Rivadeneira

Para mí el 11 fue el 12.


Por este obsesionado amor que les profeso desde quizás
qué vida anterior a las palabras impresas, a ese paralizan-
te olor a libro, revista, folleto o diario recién salido del
horno (en algún momento me contaron que eran los adi-
tivos que le ponen al papel, pero me hice el loco); por esta
asumida parafilia, ni criminalizada ni operable, lo que
más me impresionó del Golpe fue la manera en que que-
dó en la historia. Yo tenía la sideral cantidad de 10 años
y el mundo occidental, “el mundo libre”, apenas 1973. No
había internet. Con suerte había teléfono fijo.
Y estaba “La Tercera”, con esas entregas tan groseras y
poco prolijas, en que dar vuelta una hoja significaba que-
dar con las yemas impregnadas de tinta y donde había pá-
rrafos enteros que había que adivinar lo que decían.

133
Y estaban esas frases que me quedaron para siempre gra-
badas en esa esponjita que ahora es un cerebro (bueno, en
vías de). “Vamos a extirpar el cáncer marxista”, bramaba
Leigh desde una foto que me hacía ver de inmediato, con
ese olfato que tienen los cabros chicos, ese olfato que se
va terminando de hacer a medida que se crece, a punta de
intuiciones infalibles y de percepciones no contaminadas,
que ellos eran “los malos” y no los que había que “extermi-
nar” como si fueran insectos.
Yo era un niño de la clase media, media “desacomoda-
da”, de la burbuja igual, que jugaba al caballito de bronce
en la escuela con nombre de patente a la entrada de Román
Díaz, mientras los Hawker Hunters rajaban los cielos esa
fatídica mañana de martes, como anunciando lo que iban a
hacer segundos después con nuestra democracia.
Para mí, ese día siguiente, en esas cuatro fotos estaban los
viejos del saco disfrazados de militares. Bueno, uno de mi-
litar, otro de carabinero, otro de marino y otro de aviador.
¡Ahí está! ¡Por eso siempre odié a Village People! Algo de
ese grupo siempre me hizo ruido, aunque sus dos hits eran
terriblemente oreja.
Tan pegajosos como las cancioncitas que empezaron a
llenar el aire con unos jóvenes Longueira, Melero y Colo-
ma, de impecables camisas blancas, subidos en los mismos
camiones que de noche sacaban “terroristas” de las pobla-
ciones (mientras más desarmados, más terroristas).
Por Providencia, donde yo vivía por esa época, de los
carros alegóricos de la Fiesta de la Primavera surgía esa
cantinela que nunca pude olvidar, parte sustancial del pla-
ylist lobotomizante postgolpe. “Chiiiiile eres tú, Chiiiiile
es bandera y juventud. Vivamos nuestro porvenir con fe.
Chiiiiiile eres tú”.

134
Ese niño aterrado por estas imágenes tétricas que veía en
el diario y disimuladamente hastiado de estos himnos ex-
press, que hacían de “la reconstrucción” un spot de Coca
Cola, siguió creciendo a la par de la dictadura.
El asombro se reinventaba. Por ejemplo, al ver cómo Te-
levisión Nacional mentía descaradamente, a través de la
manipulación de la realidad. Ya era 1983. Discurso de Pi-
nochet en el Diego Portales. Lo veo en directo. Insisto: no
había celular, cable, internet, Nintendo, Tinder. Nada. El
caso es que en un momento dado el dictador saluda a todas
las autoridades presentes, en el hoy GAM. Entre ellas, el
arzobispo de Santiago, Juan Francisco Fresno. Lo mencio-
na y el prelado lo saluda mirándolo a los ojos y asintiendo,
sonriente, con la cabeza.
Aunque lo supe muchos años después (mientras escribía
estas líneas), ese día decidí ser periodista.
En la noche veo “60 minutos”. El discurso, obviamente,
va editado por razones de tiempo. Veo que Pinochet vocife-
ra “¡y yo les digo a todos esos vendepatria!” y… el Goebbels
de turno (¿Manfredo Mayol?) intercala la imagen de Fres-
no asintiendo y sonriendo, como diciendo “se refiere a mí”.
Eran años en que la Iglesia Católica destacaba más por ser
una aliada del pueblo, que por su faceta como antro de pe-
dófilos. Era una iglesia amiga, no depredadora.
Esa noche hubo un bombazo. Una torre de alta tensión
sucumbió a la rabia de la gente. O del Frente, que era lo
mismo. La inesperada oscuridad y el inicio del caceroleo
fueron uno solo en las torres de Carlos Antúnez. Con mi
hermano asomamos por la ventana de nuestro cuarto un
velador de latón que compartíamos y, a todo volumen, un
parlante del equipo musical con “Llegó volando”, de Pa-
tricio Manns, en versión de Óscar Andrade. Ni Lennon &

135
McCartney estuvieron tan afiatados como nosotros esa no-
che, dándole al velador (que de milagro no se fue guarda
abajo), a la par de los golpeteos replicando el imponente
bombo de la canción.
Ya tenía 20 años, pero seguía siendo un niño. En la clan-
destinidad, claro. Entre los robos de Pinochet no persegui-
dos judicialmente está el de despojar de su niñez a buena
parte de mi generación. Si no nos quitaron los padres o los
tíos, si no violaron a nuestras madres o hermanas mayores,
hicieron lo otro, nos quitaron al Chile en que crecíamos.
Le pusieron alambradas a nuestra fantasía y cámaras de
seguridad a la posibilidad de pensar distinto.
Pero los niños no olvidan. Y nos encargamos de que nues-
tros hijos abriguen ese odio visceral a esa maldad psicópa-
ta. Somos izquierdistas por inercia. Porque lo del viejo del
saco no era ná’ cuento. Existió. Nadie nos lo contó.

136
“En el país de Jauja”, Puerto Rico, 24 de diciembre de 1973.

138
18
Mala memoria
Ximena Ceardi Jacob

Mi papá se fue.
No recuerdo el día, si hacía calor o frío, si le di un abrazo
o si lo fui a dejar al aeropuerto.
Por mi mamá, sé que se fue en mayo de 1972 y que su
destino era la España franquista; específicamente, la no tan
franquista Barcelona.
Por la historia que él ha contado en reiteradas oportu-
nidades, sé que se fue a trabajar a una cadena de hoteles,
después de que el interventor de la chilena CIC, nombrado
por el gobierno de la Unidad Popular, mandara a los hasta
entonces gerentes a sus casas.
Mi papá no era gerente en esos días. Era subgerente no
más, pero igual se fue para la casa, no sin antes celebrar —es
un decir— la momentánea derrota de la empresa privada,
tomando vino en la copa del segundo lugar que algún sindi-
cato de CIC ganó en algún partido de fútbol amateur.

139
Yo tenía cinco años, y ante esa despedida que no recuer-
do, parece que no sentí nada. Como tampoco sentí nada,
o quizá sí, una mayor libertad para gritar o acostarme más
tarde o jugar con mi mamá, durante los cuatro años que
duró su ausencia.
No creo haber necesitado demasiado a mi papá por esos
días. Me llevaba mejor con mi upelienta y quilpueína fa-
milia materna. Por mi papá sentía respeto… y distancia.
Hoy, a sus ochenta, le tengo cariño más que respeto y, a
veces, cuando está muy alegre, incluso desaparece la dis-
tancia.
Estudió en el por ese entonces porteño y empingorotado
Mackay School, de ahí pasó a los Padres Franceses de Viña,
a la Escuela Naval, a Ingeniería Comercial en la Universi-
dad Católica de Valparaíso y a un Magíster en la Escuela
de Negocios Adolfo Ibáñez, que por ese tiempo era de la
UCV. Antes de este último paso, nací yo. Antes, mucho
antes, le llenó la casa de mendigos a mi abuela, perdió a su
papá en un accidente terrible, pasó parte de sus vacaciones
junto a su nanita y los estibadores del Cerro Toro, fue a la
Antártica y trabajó a lomo de caballo en la Ganadera Tie-
rra del Fuego.
No sé si ese currículo sirve para entender por qué el año
1969, con su flamante magíster en Negocios se integró de
lleno a la campaña presidencial de Jorge Alessandri, como
miembro de su equipo de Estudios.
Suena grande el título. Pero no eran más que tres post gra-
duados de Ingeniería Comercial que, instalados en una de las
oficinas de calle Agustinas donde funcionaba el comando de
Alessandri, se las veían con la encuesta Gallup —que medía
las simpatías políticas junto con la adhesión de las dueñas de
casa a comprar Dorina y Bioluvil—, los titulares de la prensa

140
opositora, el temperamento algo distante o quitado de bulla
del candidato y las recomendaciones de los grandes del Par-
tido Nacional que llegaban hasta esa oficina chica —cuenta
mi papá que había otras mucho más grandes— “a tomarle el
pulso a la campaña”.
Julio Philippi, Ernesto Pinto Lagarrigue, Eduardo Boetsch
—“hijo político” de Alessandri— y Gisela Encina —funda-
dora de Patria y Libertad— solían pasar por esta sala orde-
nada, que empezaba a funcionar a eso de las siete de la tarde,
porque la pega era ad honorem y pese a la efervescencia po-
lítica también había que pensar en la economía doméstica.
Todo eso lo sé hoy, mientras dejo que mi papá converse.
Por esos días, solo recuerdo que no alcanzábamos a ver-
lo antes de dormir y tampoco en las mañanas. Tampoco
hablaba mucho con él los fines de semana. Era más bien
feíta, hablaba mucho y algo “pitudo” —lo que desagradaba
a mi papá— y para jugar contaba con cuatro amigos ima-
ginarios y en vacaciones, mi tío Nene, que me enseñó el
Venceremos, la Internacional y a jugar fútbol con tapitas
de botella.
En la campaña del “paleta”, al que mi papá prefería llamar
don Jorge, hubo errores y aciertos. Mientras el “Alessandri
volverá” se multiplicaba por las paredes del barrio alto y los
sectores medios; la elección del “No me temblará la mano”
fue un desastre que habría dado para memes. Había otros
slogans: el gringo “A usted lo necesito”, “Alessandri es fir-
meza” y otro muy divertido, al menos para mí: “Alessandri
es limpieza”, que se promocionaba en barritas de jabón.
Recuerdo el “Alessandri volverá” como “un éxito en la his-
toria de las comunicaciones”, sobre todo por una imagen.
Mi papá con mi hermana, de un año y tanto, sentada sobre
sus hombros y sosteniendo un cartel con la citada leyenda.

141
Mi papá iba feliz con “su rucia” y más feliz todavía cuando
los vecinos de Robinson Crusoe y de Cristóbal Colón los sa-
ludaban con una sonrisa, le estiraban la mano o incluso se
detenían para felicitarlo y alabar a la pequeña momia.
La campaña no era fácil. Allende iba fuerte y de Tomic
poco se sabía. El gordito, como le decía y le dice mi mamá,
debe haber estado bastante tenso. Y cuando está tenso se
pone algo pesado, quizá por eso no lo eché de menos.
Lo volvería a ver en octubre del 73. Mientras celebraba el
golpe con un champañazo —hasta el día de hoy se arrepien-
te—, le empezaron a llegar las noticias de los detenidos de la
familia materna, los exonerados, los allanamientos, las ba-
laceras en la noche en Colón Oriente, ahí cerquita de donde
vivíamos. Nos compró pasajes y volamos a los pocos días.
En octubre del 73 no nos fuimos exiliadas, nos fuimos al
país de jauja. Dejaba a mi abuelo enfermo y a mi tío Nene
semiescondido esperando que dejaran de pasar su nombre
por los bandos militares que transmitía la radio. Sé que me
fui triste, pero la tristeza me duró poco cuando me encon-
tré con mi papá en el aeropuerto de Miami para partir ha-
cia Puerto Rico; y ya en Puerto Rico, con una ruma de
cajas de galletas y chocolates, muñecas que nunca había
visto en Chile, collares de princesa, stickers de avioncitos y
un juego de té —rojo con florcitas blancas— que tenía una
“auténtica” tostadora de pan.
Cuando nos abrazó, mi papá lloró. Y supe que nos quería.
Cómo no nos iba a querer si se había dado el trabajo de
comprarnos tantas galletas de todas formas, con el centro
de mermelada, de chocolate, de mazapán.
Pasamos siete meses, yo sin ir al colegio —mis hermanas
eran muy chicas para sufrir todavía—, gozando de las pla-
yas tibias, donde los pececitos circulaban alrededor de las

142
piernas si uno se metía al mar, y asombrándonos ante la ha-
bilidad de mi papá —convertido en un gordo crespo— para
subirse a las palmeras y bajar un par de cocos que abríamos
ahí mismo en la playa.
Qué decir. Era chica y ante la maravilla de los adornos de
Navidad, la playa, la piscina del hotel y la comida rica, se
me olvidó Chile.
Volvimos más rápido de lo que esperábamos. Llegó una
carta a comienzos de febrero. Mi abuelo estaba grave. Si
mi mamá no volvía en quince días, no lo alcanzaría a ver.
Volamos de vuelta, del país de jauja al país de las tinie-
blas. Mi mamá alcanzó a ver a mi tata en el hospital. Yo no.
La última imagen que tengo de él es del once de septiem-
bre, llorando junto a la radio.
Qué pena no recordarte más, papá. No recordar abrazos
ni juegos ni conversaciones ridículas, ni algún cuento que
me hubieras contado al hacerme dormir.
Volvió a principios del 75 y celebró con los amigos. Había
empanadas con hormigas y cuelgas de chorizos agusana-
dos. El ánimo no estaba bueno, pero era lindo recibir al
“Willy”.
Quizás sí recuerdo, algo más grandecita, tu ánimo in-
cansable para bailar de toque a toque, tus chistes de doble
sentido, tus carcajadas en esas largas noches de sábado; lo
mucho que le dedicabas a tu trabajo y esas terribles salidas
de madre cuando te trepabas como mono en las barandas
del nuevo Metro, bailabas en el súper o hacías parar el trán-
sito —en pleno Apoquindo— para dejar pasar a mi mamá,
cuando se enojaba contigo y, muy digna, se bajaba del “es-
carabajo plateado”.
Quizá no tenga tan mala memoria.

143
Mauricio Tolosa, 1973. Estudió periodismo en la Universidad de Chile, escritor, comu-
nicólogo de la Universidad de París; hoy dedicado al mundo de las plantas.

144
19
El nuevo mundo
Mauricio Tolosa

Los papás de mis mejores amigos del colegio eran allen-


distas. Casi todos tenían barba y usaban ropas sueltas. Sin
embargo, mi familia era opositora al gobierno de la Unidad
Popular: en la elección de 1970 mi mamá votó por Tomic y
mi padre, por Alessandri.
El colegio al que iba, a un par de cuadras de mi casa,
llegaba hasta octavo básico; había una atmósfera artística
y creativa, pero la conversación política no estaba tan pre-
sente y solo como reflejo de las opiniones de nuestras casas.
Teníamos 9 o 10 años. Nuestra “rebeldía” se manifestaba
en querer usar el pelo más largo, ropas y camisas con flores
y pantalones pata de elefante. Escuchábamos y bailábamos
las canciones de Música Libre. Y eso era “transversal”.
Pocos días antes de la elección presidencial, una com-
pañera de curso había estado de cumpleaños y nosotros,
su curso, “desfilamos” por su casa hinchando por uno de

145
los tres candidatos en proporciones más o menos iguales
¿emulando lo que entonces era el Chile de los tres tercios?
Quién sabe. Pero fue una actividad más del cumpleaños;
casi como jugar al “alto”, “un, dos, tres… momia es” o can-
tar el feliz cumpleaños o, mejor dicho, el Happy Birthday,
ya que por esos años se usaba la versión en inglés, la ante-
sala, quizás, de lo que más tarde sería el país aspiracional y
reino de los “chicago boys”.
Un momento de preocupación para la dirección del co-
legio y los apoderados, de uno y otro lado, fue cuando en
séptimo básico hicimos una fiesta y apagamos la luz para
bailar. Los padres, “momios y upelientos”, nos catalogaron
como un curso problemático. Ese fue el mayor conflicto
que vivimos y francamente nunca entendimos cuál fue el
problema.
A pesar de que, lo supe años después, el país estaba ab-
solutamente politizado y polarizado, en mi casa se hablaba
poco de política en el día a día. Era una conversación de
adultos reservada para las noches cuando iban invitados
a cenar, encuentros de los que, por la hora, 9 o 10 de la
noche, mi hermana y yo teníamos que retirarnos a dormir.
Los invitados eran de todos los estilos: algunos parecidos a
mi papá, muy formales y con chaqueta, y otros barbones y
con sandalias. No recuerdo peleas, ni discusiones alteradas
entre ellos. El tono era menos agresivo que en una campa-
ña presidencial de hoy.
Sí recuerdo que se fue instalando una cierta atmósfera
de temor, de escasez, de incertidumbre. Y aunque nunca
faltó comida, era difícil “conseguir” las cosas; conseguir
un tarro de mermelada o chancho chino —que me gus-
taba—, era una pequeña hazaña o había que hacer largas
colas para comprar pan o azúcar. Como que las cosas eran

146
“difíciles” y aunque mi padre estaba claramente contra la
Unidad Popular, a la casa seguían yendo familiares y ami-
gos partidarios de Allende.
Recién había cumplido 12 años para el golpe. Esa mañana,
como todos los días, nos fuimos caminando al colegio que
estaba a unos siete minutos a pie. Cuando llegamos nos de-
volvieron a la casa. Habitualmente habría estado feliz de no
tener clases, pero había algo grave, como trágico, en el am-
biente. El regreso a casa fue caminando rápido y en silencio,
con temor. Toda esa mañana estuvimos escuchando la radio
y afuera se levantó una especie de bruma de silencio: como
que no había autos ni micros. Quizás por eso, como al me-
dio día, sonó tan fuerte cuando pasaron los aviones Hawker
Hunter que, luego, nos enteramos que iban a bombardear
la casa presidencial de Tomás Moro. También se escucha-
ban disparos aislados —a veces bastante cerca—, pasaban
camiones militares; no había que asomarse a las ventanas.
Después me he preguntado si era por el riesgo de un dispa-
ro o porque no había que ver lo que estaba sucediendo. La
bruma de silencio se transformó también en una niebla de
secreto. En la radio, palabras y voces raras y oscuras, bandos
militares, personas buscadas; un tono oficial de órdenes y
guerra se instaló para siempre. Se había acabado una forma
de vivir, de convivir; era como el día y la noche. Toque de
queda, estado de sitio, prohibiciones.
La primera vez que salí de la casa, en ese nuevo mundo,
para ir a jugar a la casa de un amigo, recuerdo que caminá-
bamos por calles vacías en una ciudad que parecía desierta y
fantasmal.
En el colegio, cuando volvimos a clases, después de va-
rios días, todo seguía más o menos igual, pero a la vez y
paradójicamente, todo era distinto. Los papás de varios

147
amigos fueron perseguidos y algunos detenidos, pero de
eso no se hablaba, yo no lo supe. Yo me enteré que está-
bamos en dictadura un par de años más tarde. Mi padre
me regaló una enciclopedia hecha en España y al buscar
“Chile” me di cuenta de que había un papel pegado con
una versión “oficial”. Despegué el papel y debajo se descri-
bía el golpe militar, los asesinatos y las desapariciones y la
censura. Muchas cosas ocultas por el silencio y el miedo
comenzaron a adquirir un nuevo significado. Desde ese día
el sentido de mi mundo y de mi vida cambiaron.

148
José Manuel Gutiérrez y el Presidente Allende en Bogotá, 1973, oportunidad en que le
regaló su pañoleta de boy scout. Estudió periodismo en la Universidad de Chile.

150
20
La pañoleta de Allende:
“Siempre listo”
José Manuel Gutiérrez Bermedo

“Aquí yace un Presidente constitucionalista, un Presidente


que respetó la Constitución en su integralidad”, le contestó
Salvador Allende a mi padre, en ese entonces embajador de
Chile en Colombia —el más joven de la época— cuando le
preguntó, con la confianza que le tenía, qué le gustaría que
pusieran en su lápida. Esas palabras no las olvidé nunca, me-
nos con los hechos que ocurrieron después.
Todo ocurrió en mi casa de Bogotá durante la visita oficial
a ese país del “compañero Presidente”, como le gustaba que
le dijeran, junto a su comitiva, entre la que se encontraban La
Tencha, la Payita y miembros del GAP. Fueron cuatro días:
entre el 28 de agosto y el 1 de septiembre de 1971. Yo tenía 12
años.
Con Allende instalado en mi casa, los cuatro hermanos
fuimos repartidos con amigos, pero esto no me impidió en-
trar y salir a cada rato de mi casa, donde se encontraba el

151
“compañero Presidente”. En ese ir y venir, tuve varios con-
tactos con los miembros del GAP, así como con la Payita.
También pude presenciar algunas conversaciones entre mi
padre y el “Tío Chicho”. Fue en una de esas tantas tardes o
noches de cháchara cuando mi padre le preguntó a Allende
qué le gustaría que dijera su lápida… y he ahí la respuesta,
casi premonitoria.
Los preparativos diplomáticos habían comenzado va-
rias semanas antes, cuando se confirmó el viaje, en una
reunión a puertas cerradas que escuché de puro intruso.
No pude aguantarme y como si un bicho me hubiera pi-
cado, me metí a la reunión e interrumpí preguntando si
podía recibirlo en mi calidad de boy scout (no sabía que
Allende había sido explorador de pequeño). Se produjo
un gran silencio, y luego continuaron con el tema que
estaban tratando como si nada hubiese pasado. No hubo
un solo comentario sobre mi solicitud, ni una palabra;
me retiré sintiendo que había perdido la oportunidad de
conocer al presidente Allende y de poder recibirlo a mi
manera.
Pasaron varios días cuando se me acercó un funcionario
de la embajada y me señaló que podía recibirlo siempre y
cuando todos los integrantes de la patrulla estuvieran de
acuerdo; bastaba que uno solo no quisiera para que no se
realizara. Mi alegría fue creciendo, ya que mis compañeros
exploradores no solo estaban de acuerdo, sino que se mos-
traban tan felices como yo de poder recibir a Allende.
Fue una tarde o una mañana, no lo recuerdo con preci-
sión, pero ese día llegamos vestidos con nuestros unifor-
mes de jóvenes exploradores colombianos hasta el stand de
Chile en la Expo Colombia, el equivalente a la Fisa de
Santiago. Esperamos a un costado del escenario.

152
Entonces, en un acto improvisado, me saqué mi pañole-
ta scout y la firmamos entre todos. Cuando nos dieron el
vamos, nos colocamos al lado del Presidente y me adelanté
a entregarle la pañoleta. Allende recordó sus años de boy
scout, pero se rio cuando dijo que prefería no decir cuántos
años habían pasado.
Después me entrevistó Sergio Silva y envié un saludo, a
través de mis cortas y tímidas palabras, a los jóvenes que
trabajaban por el futuro de Chile. Pero eso no fue todo:
nuestro encuentro con el Presidente Salvador Allende salió
en la portada de El Mercurio del día siguiente con una foto
mía y con un pie de mono que señalaba: “El joven explora-
dor colombiano José Manuel Gutiérrez…”.
Fue un día de gran orgullo para mí y pude ver la felicidad
en los rostros de mis amigos de la patrulla. Esas fotos las
guardó mi padre y sin contarle a nadie las trajo escondidas
cuando regresamos a Chile, en plena dictadura, y perma-
necieron así, ocultas, detrás de un cuadro —con un afiche
de una mujer— que decoraba la escalera de mi casa, hasta
el día del plebiscito del No. Ese día mi padre simplemente
rasgó la parte de atrás y me entregó las fotos.

El extranjero

En aquella época ser chileno en el extranjero era difícil; es-


tar de un modo u otro vinculado al proceso que se vivía era
aún más complicado. Y si solo tenías 12 o 13 años, entonces
estabas en problemas. Los hechos te arrastraban hasta que
fueras capaz de aprender a levantarte y montarte sobre ellos.
Por aquellos años Chile estaba en el ojo del huracán. El pro-
ceso de la Unidad Popular estaba bajo la mirada del mundo

153
y sometido al comentario dividido que surgía tanto de las
voces solidarias de quienes admiraban a Allende, como del
odio de clase de quienes habían declarado la guerra al proce-
so democrático de la vía chilena al socialismo.
A Bogotá llegué desde París, luego de la revolución de
mayo del 68, movimiento del que me traje algunos recuer-
dos: mi padre nos llevó a ver las barricadas, las acciones de
los voluntarios de salud, las colectas y, desde cierta distan-
cia, las reuniones de los estudiantes, a los que frecuente-
mente veíamos marchar a pie o en caravana vehicular con
grandes banderas francesas. Así era mi padre, nos conec-
taba con cada hecho histórico que ocurriera, ya fueran las
famosas peleas de Mohamed Ali o el primer alunizaje.
Llevaba un par de años en Bogotá cuando empezaron a lle-
gar los primeros chilenos momios que venían arrancando de
la Unidad Popular. En el Liceo Francés sufría las agresiones
por ser el hijo del embajador del gobierno de Allende.
Había una monjita, Marujita Díaz, que impartía clases de
religión, pero cada vez que entraba a la sala me conminaba
a sentarme al frente o al lado de ella. Entonces, empezaba las
clases con expresiones como “hoy hablaremos acerca de los
campos de concentración marxistas en Chile” o el profesor
jefe, Guy Legay, que sin más me mandaba al rincón contra
la pared, posición que debía mantener hasta el final y sin
haber hecho nada. En varias oportunidades se mofaba y me
decía que fuera a reclamarle al embajador… Nunca lo hice,
me las banqué solo hasta que me cambié de colegio. A mis
padres les conté lo que pasó muchos años más tarde.
A la hora del recreo venían las discusiones y los desaires
de los chilenos hijos de momios. Pese a mis escasos doce
años, me mantenía al tanto de lo que ocurría en mi país. Por
aquella época empecé a pololear con una chilena, pero me

154
di cuenta de que ella me interrogaba con clara intencionali-
dad política, preguntándome, por ejemplo, si mi padre tenía
algún fundo en Chile y ese tipo de cosas. Por supuesto, mi
padre nunca fue latifundista y el pololeo se terminó.
Registraba los diarios en el escritorio de mi padre. El Cla-
rín era uno de los que más me llamaba la atención por sus
avisos e imágenes propios de la época y el estilo Brigadas
Ramona Parra de los dibujos. En fin, los miraba con los
ojos propios de un niño de 12 años y el rigor de la época
que te forzaba a mirar los hechos de los adultos. Por esos
días alguien me preguntó qué quería ser cuando grande y le
contesté, insólitamente, que sería tupamaro. Uruguay tam-
bién se encontraba en la cúspide de las noticias.

El Golpe

Esa fatídica mañana del día martes, salí como siempre


rumbo al Liceo José Joaquín Casas. Para ese entonces ya
había sido expulsado del Liceo Francés y también me había
ido de otro colegio católico.
Todos los días me recogía un bus escolar, ya que queda-
ba en la periferia bogotana. El régimen de educación de
este liceo era mucho más adelantado. Entre otras cosas, los
alumnos eran sus propios apoderados, respondían directa-
mente de sus acciones, el establecimiento y las salas care-
cían de puertas, así que podíamos salir y entrar a voluntad.
Era nuestra responsabilidad estar en los horarios de clases
y no existía el marco tan totalitario y punitivo que carac-
terizaba a la educación en aquellos años. Aunque seguía
siendo rebelde, por primera vez atendía en clases y pasé a
ser el primero del curso.

155
Esa mañana del 11, mientras me encontraba en clases, lle-
gó la secretaria a buscarme porque el director tenía que ha-
blar conmigo. Cuando llegué a su oficina dijo, en un tono
casi paternal, que me fuera a mi casa, porque algo muy
grave estaba ocurriendo en Chile.
El 11 las burlas de los otros chilenos no se hicieron esperar,
pero también recibí gestos solidarios de los profesores. Recuer-
do que uno de ellos me señaló que un grupo de profes estaba
dispuesto a viajar a Chile a pelear en defensa del gobierno de
Allende y me pidieron preguntar cómo lo podían hacer. Evi-
dentemente era inviable, más aún cuando el propio Allende
había llamado al pueblo a no salir a las calles.
Cuando llegué a mi casa, el ambiente era de nerviosismo y
ajetreo… Se llenó de gente de la colonia chilena, muchos de
ellos momios, y de periodistas. Los estudiantes universitarios
a su vez concurrieron hasta la embajada protestando por la in-
tervención de Estados Unidos y quemaron una bandera gringa.
Capté varias radios argentinas y al final logré sintonizar
Radio Magallanes con el discurso… el último de Allende.
Después que fuera acallada por el bombardeo, sintonicé
Radio Agricultura, en donde salía un milico diciendo que
todo estaba controlado y en calma, mientras de fondo se
escuchaba un ruido ensordecedor de balazos y metrallas;
lloré. Mi hermano grabó ambas emisiones, las que final-
mente se quedarían en Colombia.
Me fui a la pieza y coloqué el afiche que me había auto-
grafiado Allende y fui a ver las noticias en la televisión. Al
fondo, desde la pieza de mi hermano, se escuchaba la música
de los Beatles: “Martha My Dear” y “Eleanor Rigby”. Aún
hoy, cuando escucho estas canciones, recuerdo las imágenes
del bombardeo a La Moneda y ese sentimiento de incerti-
dumbre, dolor e impotencia.

156
Al poco rato y luego de conversar con mi mamá, mi pa-
dre nos reunió y nos comunicó su decisión de volver a Chi-
le, ya que había enviado su renuncia indeclinable, funda-
mentando que “él representaba y había sido nombrado por
un gobierno que ya no existía y al cual le debía su lealtad
absoluta”.

El regreso

El 24 de noviembre del 73 nos embarcamos en un vuelo


de Air France con rumbo primero a Ecuador, donde estu-
vimos un par de días, y luego a Santiago. En el avión lloré,
lloré todo el viaje. Dejaba atrás a mis amigos de los 15 años,
a mi polola… pero, en el fondo, dejaba mucho más, dejaba
al “Mel” de esa época (como me apodaban en mi familia),
un Mel que nunca más volvería.
El 27 llegamos al aeropuerto Arturo Merino Benítez, con
militares por todos lados, que nos apuntaban con fusiles
y ametralladoras y nos miraban como criminales; fueron
varios los controles que pasamos antes de llegar a Policía
Internacional, mientras los milicos revisaban un listado y
finalmente nos dejaron pasar. No recuerdo que intercam-
biáramos una sola palabra hasta llegar a casa.
Tampoco recuerdo si fue el mismo día o poco después que
se dispusieron milicos en el frontis de casa, los que apunta-
ban con sus fusiles cada vez que salíamos. Con frecuencia
había pelados rasos que me hacían zancadillas para botar-
me o hacerme tropezar cada vez que salía a comprar pan.
En otras ocasiones me pegaban culatazos, aunque debo re-
conocer que estos no eran con la fuerza de provocar daño,
sino para molestar y burlarse.

157
Empezaba a descubrir el Chile en el que una parte de la
población y la mayoría de los uniformados se comporta-
ban con soberbia burlona y exceso de confianza; ese era
el Chile que tenía voz y cancha, mientras que el resto —la
mayoría— estábamos aislados, solos y transitábamos si-
lenciosamente en las calles viendo como si no viéramos
nada, escuchando lo que era inevitable escuchar como si
no escucháramos, pero que luego comentábamos en voz
baja.
El largo aprendizaje de la dictadura era un camino de
aprender a querer, amar a los demás y saber qué hacer
frente al odio que imponían los que estaban eufóricos con
el golpe, de los cuales algunos siguen mintiendo hasta
hoy.
Esos mismos milicos que en el día estaban apostados a lo
largo de la vereda, en frente de mi casa, durante el toque
de queda se subían a los árboles, unos morones enormes
en verano, y permanecían apuntando sus fusiles hacia la
fachada donde vivíamos, hacia las ventanas. Mi padre se
quedaba durante largo rato mirándolos a través de las cor-
tinas… poco tiempo después supe que estaba esperando el
momento en que lo detendrían. Por suerte, esa detención
nunca llegó y cinco años más tarde, el 78, después de la
consulta nacional, los milicos fueron reemplazados por
una patrullera de pacos que se instalaba en el bandejón
central, al frente de la casa.
Recuerdo que, tras la primera pascua y año nuevo des-
pués del golpe, me fui a mi cuarto y me curé como nun-
ca —no sin antes soñar despierto y de manera infantil que
rescataba prisioneros políticos—, mientras escuchaba el
sobrevolar incesante de los helicópteros que, en rondas cir-
culares, iluminaban el cielo del centro de Santiago.

158
El regreso a clases, en marzo del 74, fue extraordinaria-
mente acorde con el ambiente de esos días. Ingresé al José
Victorino Lastarria, luego que el Instituto Nacional, el
Manuel de Salas y otros me negaran la matrícula cuando
averiguaron que mi padre había sido embajador durante el
gobierno de la Unidad Popular.
En el acto central debíamos cantar el himno nacional con
las estrofas que había incorporado la Junta del Gobierno Mi-
litar. Sin que nos pusiéramos de acuerdo, cantamos a todo
pulmón la estrofa que decía “y el asilo contra la opresión…”
mientras que las estrofas nuevas simplemente no las canta-
mos, sino que movíamos los labios sin emitir sonido, fue no-
torio.
El director del establecimiento había anunciado que ven-
dría el general Gustavo Leigh como ex lastarrino, pero lle-
gó otro aviador en su reemplazo. Cuando trató de hablar
fue tal la pifiadera, que no pudo decir su discurso de inau-
guración del año escolar. Cuando volví a mi casa mi padre
me recibió con un ¿es cierto que pifiaron al milico?
Ese simple hecho es un botón de muestra del Chile de ese
momento. Un lugar en donde no se podía hablar, no se podía
decir nada, pero que, sin embargo, a falta de información
real, las noticias y los rumores tenían una rapidez casi ini-
maginable, para un país que no contaba con otros medios de
comunicación. A veces un simple rayado era liberador.
Los primeros años de dictadura sobrevivimos comiendo
un día papas con chuchoca, al día siguiente papas con mote,
así sucesivamente y de manera casi interminable. Hubo un
año en que mis padres pudieron comprar un quintal de po-
rotos, el que nos duró prácticamente todo el año. Para la
once comprábamos una marraqueta, la que se cortaba en
delgadas rebanadas para que alcanzara para todos.

159
La resistencia

En diciembre del 74 o enero del 75, en México los exilia-


dos intentan levantar un gobierno en el exilio y crean una
comisión destinada a investigar los crímenes de guerra de
la dictadura. El Mercurio inició una ofensiva con crónicas
y reportajes virulentos. Esa tarde, tras un año de soportar
mentiras y de leer pelotudeces de los periodistas de los me-
dios oficialistas, reventé.
Agarré dos tarros chicos de pintura al óleo y diseñé el
cartel en una hoja de oficio, declarando que la comisión
era para investigar los crímenes de Pinochet y luego pre-
paré engrudo. Sin nada de experiencia y en un acto, ahora
pienso, irresponsable, me fui hasta las estatuas ubicadas
en la esquina de Los Leones con Providencia. Esperé a
que llegara la noche y el toque de queda, en una calle al
costado del Hospital Militar. Guardé el panfleto doblado
entre las páginas de un texto escolar de Castellano de 8°
básico.
Como pasaba una patrulla militar a pie con perros, me
fui a un estacionamiento subterráneo de vehículos, cerca
de Providencia, pero los dos milicos, ubicados justo en el
lugar que había elegido para la pegatina, me vieron: iba
vestido con ropa clara.
Como me devolví unos metros, uno de ellos salió corrien-
do a buscarme. “Cómo se te ocurre huevón, cuando te dan
la señal de detención tienes que pararte de inmediato”, me
señaló y agregó luego “no ves que estuve a punto de dis-
pararte y no lo hice solo por el edificio que hay detrás…
¿Qué te pasó?”. No sé de dónde saqué tantas patas, pero le
respondí que iba a mi casa y como se me había pasado el
toque de queda me dio miedo cuando los vi.

160
El milico me interrogó, tomó el libro que llevaba y empezó
a hojearlo, mencionando que había estudiado con el mismo
texto. Encontró el panfleto y me preguntó ¿qué es esto? Le
dije que eran mis ideas. El conscripto se quedó pensando
un momento y luego me señaló textualmente “yo pensaba
lo mismo”; y lo tiró debajo de un vehículo. Me ordenó no
decirle nada de “mis ideas” y del papel al otro milico.
Cuando llegamos hasta la estatua de Los Leones, donde
estaba su compañero más facho, me hicieron hincarme de-
trás de una camioneta C10, que estaba estacionada, con las
manos sobre la cabeza. Mientras el milico facho conversa-
ba con los de la camioneta, el otro conscripto me revisó y al
encontrar el engrudo lo tiró debajo de la camioneta. Luego
me mandaron a la casa.
Mi intento de pegar un letrero cerca de la estatua de Los
Leones fue una acción solitaria. Fue mi forma de comenzar
un proceso de resistencia. Los de entonces éramos la gene-
ración “de al medio”, los que iniciábamos la toma de con-
ciencia mientras cundía el miedo, el asilo y la destrucción.
Comenzábamos un camino solo, a veces individualmente,
sin apoyo familiar, para luego ir reconociéndonos en el ca-
mino y, de a poco, organizándonos y coordinándonos.
Años más tarde, esta generación sería conocida como
el G80.

161
Marcelo Simonetti, 1971. Periodista de la Pontificia Universidad Católica y escritor.

162
21
De miguelitos y rieles
Marcelo Simonetti

De aquellos días —los previos y posteriores al Golpe—


tengo recuerdos difusos, vagos. Entonces era un niño
que estaba cerca de cumplir los siete años. Nos había-
mos cambiado hacía poco a una nueva casa, ahí en la
avenida Alemania, Valparaíso. Era una casa con tres pa-
tios escalonados que, cuando llegamos, estaban cubier-
tos por una vegetación exuberante en la que habitaban
unos lagartos del tamaño de un guarén. Eran días en
los que los fenómenos de la naturaleza —especialmente
lagartos, hormigas, chanchitos de tierra, cuncunas y un
largo etcétera— acaparaban mi atención por encima del
acontecer político. De tanto en tanto la realidad del país
se colaba hasta mi mundo a partir de algunos comen-
tarios que los mayores dejaban caer de la mesa del do-
mingo. Mi familia estaba dividida políticamente, lo que
no impedía que hubiera buenas relaciones entre la rama

163
materna, que simpatizaba con la izquierda y el proyecto
de la Unidad Popular —varios de mis tíos militaban en
el PC—, y la rama paterna, que era por encima de todo
alessandrista. De esas dos aguas bebí, lo que explica
que en mi cabeza de niño convivieran sin miramientos
canciones como Venceremos o El pueblo unido y consignas
antiallendistas que conminaban al Chicho a darse una
vuelta en el aire.
Recuerdo la primera vez que viví en carne propia el efec-
to de las bombas lacrimógenas. Debió ser los últimos días
de agosto o los primeros de septiembre de 1973. Caminaba
de la mano de mi mamá por la calle Prat —probablemen-
te habíamos pasado a ver a mi papá que trabajaba en un
banco—, cuando escuchamos unas sirenas y vimos gente
correr. Con mi mamá hicimos lo propio mientras el picor
de los gases nos hacía llorar. Yo no entendía por qué nos
estaba pasando eso. ¿Cómo era posible que hubiese un gas
que te hiciera llorar sin que tuvieras pena?
Lo otro que a esa edad resultaba un misterio mayor eran
los miguelitos. Cualquier vehículo que pasara por arriba de
ellos arriesgaba quedar tirado por el pinchazo de un neu-
mático. ¿Cómo era que aparecían de la nada, casi por acto
de magia? No olvido la emoción que nos provocó —a mi
hermano y a mí— el hallazgo de un miguelito en las inme-
diaciones del barrio. Lo recogimos del suelo con el mismo
asombro con el que un arqueólogo recoge de la tierra un
fósil milenario, y lo guardamos durante semanas, meses,
hasta que un día desapareció y no supimos más.
El día del Golpe me sorprendió sumido en mi mundo
de niño más que en las preocupaciones políticas. Desde
temprano supimos que sería un día especial: no hubo co-
legio. Creo que nadie se dio el tiempo de explicarnos con

164
detalle por qué se habían suspendido las clases. Ni siquie-
ra cuando mi papá regresó de su trabajo cerca del medio-
día tuvimos una explicación clara de qué era lo que estaba
ocurriendo.
Cuando ya caía la tarde y los balazos comenzaron a ser
una suerte de trágica sinfonía, mis padres decidieron que
era preferible que durmiéramos todos juntos en una misma
pieza. Desarmamos las camas y tiramos un par de colcho-
nes al suelo, a la vez que dispusimos otros en las ventanas,
no fuera a ser cosa que una bala entrara a la habitación
quién sabe con qué resultados. Fue una noche larga, distin-
ta. Intuíamos que algo terrible estaba pasando porque del
otro lado de la ventana se sucedían las balas, los gritos y
algunas consignas.
Al día siguiente tampoco hubo colegio y por la radio es-
cuchábamos las noticias sin entender demasiado bien qué
estaba pasando. ¿El presidente Allende había sido asesi-
nado o se había suicidado?, ¿quiénes eran esos soldados
que ahora estaban en el poder?, ¿eran buenos o malos? Me
acuerdo de haber visto a gente arrancando por las quebra-
das, mientras otros los perseguían. Nos prohibieron salir a
la calle porque podía llegarnos un balazo y eso fue suficien-
te motivo para no insistir.
No sé si fue a mi papá o a mi mamá o si lo escuché en la
radio, pero en un momento alguien dijo que estábamos en
una guerra. Y nosotros, ¿de qué lado estábamos?, ¿contra
quién peleábamos si todos éramos chilenos?, ¿por qué ha-
blaban de que había gente que tenía el poto colorado?, ¿eso
era una enfermedad contagiosa? Eran demasiadas pregun-
tas sin respuestas para un chico de siete años.
Con el tiempo, las dudas comenzaron a aclararse, dan-
do paso a una oscuridad siniestra. Nadie nos dijo en ese

165
entonces que a uno de nuestros tíos, el tío Floro, hermano
de mi mamá, lo habían tomado preso y lo habían tortura-
do. Nadie nos dijo tampoco que a una prima de mi madre
la habían quebrado entera y la habían estrangulado con un
alambre para lanzarla al mar desde un helicóptero —aun-
que esto último recién se vino a saber mucho tiempo des-
pués—. Nadie nos habló de lo que esos soldados estaban
diseminando por todo Chile sin que nadie pudiera decirles
nada. Supongo que como ocurre en la película de Roberto
Benigni, La vida es bella, nuestros padres querían salvarnos
de ese horror.
Fue así hasta que se hizo insostenible. Porque la verdad
siempre termina por aparecer. Aunque tarde, aunque de-
more, aunque parezca imposible, siempre aparece; tal como
ocurrió con el cuerpo de la prima de mi madre, que a pesar
de ser lanzada al mar muy lejos de tierra firme, y a pesar
del riel que ataron a su columna con disciplina y barbarie,
salió a la superficie para encallar mansamente en las are-
nas de la playa La Ballena.

166
Índice

Prólogo............................................................................................................................. 5
Introducción.................................................................................................................... 9
La ley de la infancia ................................................................................................... 13
El juego ........................................................................................................................ 21
Resistencia pichanguera ............................................................................................ 27
Sémola con leche ......................................................................................................... 35
La chuica .................................................................................................................... 45
Natasha ........................................................................................................................ 51
Hoy no hay clases ...................................................................................................... 57
El Pasaje ...................................................................................................................... 61
“Ya poh Trostsky, bájese de ahí” .............................................................................. 69
El cura Mario ............................................................................................................. 83
Tralleguein .................................................................................................................. 89
Tren al sur ................................................................................................................. 101
La hoguera y el kiosco pluralista ........................................................................... 109
Ultima cena ............................................................................................................. 115
Avenida Central ....................................................................................................... 119
Silverado y los techos de La Legua ....................................................................... 123
Cuentos prohibidos ................................................................................................. 127
Pinochet era el viejo del saco ................................................................................. 133
Mala memoria ......................................................................................................... 139
El nuevo mundo ..................................................................................................... 145
La pañoleta de Allende, siempre listo ................................................................... 151
De miguelitos y rieles .............................................................................................. 163
Esta primera edición de Los niños del 73, fragmentos de una
historia rota, de Paola Passig y Ximena Ceardi, editoras,
se terminó de imprimir en agosto de 2022, con un
tiraje de 300 ejemplares. Se utilizaron tipografías
Calisto y Helvética Ultra Compressed. Se usó
papel bond ahuesado de 80 g para el
interior y couché de 300 g
para la cubierta.

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