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«Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre
también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos (1 Tm 2, 5-6).
La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta
mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder: es mediación en Cristo.
La enseñanza del Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la mediación de María como
una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo.
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 3). Este consentimiento suyo
para la maternidad es sobre todo fruto de la donación total a Dios en la virginidad. Desde el
principio ella acogió y entendió la propia maternidad como donación total de sí, de su persona, al
servicio de los designios salvíficos del Altísimo. Y toda su participación materna en la vida de
Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la virginidad. La
cooperación de María participa, por su carácter subordinado, de la universalidad de la mediación
del Redentor, único mediador.
Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión
continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna». Este carácter de «intercesión», se
manifestó por primera vez en Caná de Galilea. De este modo la maternidad de María perdura
incesantemente en la Iglesia como mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en esta verdad
invocando a María «con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora».
Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo
que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre
espiritual de la humanidad y abogada de gracia.
La Madre de Cristo, que estuvo presente en el comienzo del « tiempo de la Iglesia », cuando a la
espera del Espíritu Santo rezaba asiduamente con los apóstoles y los discípulos de su Hijo, «
precede » constantemente a la Iglesia en este camino suyo a través de la historia de la humanidad.
María es también la que, precisamente como esclava del Señor, coopera sin cesar en la obra de la
salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.
podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos verdaderos hermanos y hermanas en el
ámbito de aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una única familia de Dios en la tierra,
la exhortación del Concilio, que mira a María como a un «signo de esperanza segura y de consuelo
para el pueblo de Dios peregrinante ». Esta exhortación la expresa el Concilio con las siguientes
palabras: « Ofrezcan los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres,
para que ella, que estuvo presente en las primeras oraciones de la Iglesia, ahora también,
ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión de todos los
santos
CONCLUSIÓN
Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras, esta invocación de la
Iglesia a María: «Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta,
estrella del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».
En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, se halla María,
Madre soberana del Redentor, que ha sido la primera en experimentar: «tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador».
En las palabras de esta antífona litúrgica se expresa también la verdad del «gran cambio»,
que se ha verificado en el hombre mediante el misterio de la Encarnación. «Socorre al
pueblo que sucumbe y lucha por levantarse» «Socorre, si, socorre al pueblo que
sucumbe».
«santa Madre del Redentor», es la invocación dirigida a Cristo, que por medio de María ha
entrado en la historia de la humanidad.