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Si quisiéramos recorrer Bolivia de este a oeste podríamos comenzar a

caminar por las fértiles Tierras Bajas amazónicas para después subir más

de 6.000 metros a algunos de los picos más imponentes de la cordillera

de los Andes. Siguiendo nuestro camino hacia poniente llegaríamos al

Altiplano, una gigantesca meseta a unos 4.000 metros de altura.

Dejaríamos atrás los nevados, que es como llaman aquí a esas

gigantescas montañas, y podríamos hacer una parada a las orillas del

Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, o en el salar de Uyuni,

dependiendo si fuimos más al norte o más al sur. Retomado el aliento

quizás nos plantearíamos continuar hacia el oeste y llegar hasta el océano

Pacífico, a apenas 200 kilómetros: habría que sacar el pasaporte, cambiar

la hora de nuestro reloj y cruzar la frontera chilena hacia los puertos de

Arica, Iquique o Antofagasta.

Sin embargo no siempre fue así. Cuando Bolivia se independizó de la

Corona española en 1825, la flamante nueva República que tomó el

nombre del libertador contaba con más de dos millones de kilómetros

cuadrados de territorio (hoy tiene apenas la mitad), incluida toda la costa

entre el paralelo 21º y el 24º. Las riquezas que los españoles expoliaron
del cerro de Potosí habían estado fluyendo hacia Europa desde los

puertos del Pacífico y desde ellos se siguió comerciando tras la

independencia. Apenas 50 años después, en 1879, Bolivia perderá a

manos de Chile todo el Departamento del Litoral, y con él, su salida al

mar.

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