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Regino Hernández Llergo

Una semana con Villa


en Canutillo
Regino Hernández Llergo

Una semana con Villa en Canutillo

Edición y estudio preliminar


Antonio Sierra García y Carlos Ramírez Vuelvas

Universidad de Colima
LA BIBLIOTECA DEL GENERAL VILLA

—Yo sé de todo, señor. Lo único que me faltó fue cultura.


Pero todas las noches, desde que estoy en Canutillo, estudio
unas cuantas horas. Allá, en mi sala, tengo mi biblioteca —y me
miró, esperando verme sorprendido.
—Hace usted muy bien, general —aprobé.
—¡Venga para que se la enseñe! —me invitó, y salimos de la
huerta.
En la sala, en obsequio del general, admiré por un momen-
to su biblioteca. Un elegante librero, lleno de numerosas obras
interesantes.
Y fui leyendo los títulos:
—El Tesoro de la Juventud.
—¡Ah! —interrumpió él— Eso estoy leyendo ahora, ¡qué bo-
nita obra! Allí está la evolución del mundo, amigo.
Leí algunos otros títulos de las muchas obras allí colocadas,
mientras él me escuchaba con una sonrisa de satisfacción.
—Appleton. Nuestro diccionario español, Gramática castellana,
de Rafael Ángel de la Peña, Geografía de Schultzs, Dante. La Divi-
na Comedia, El Cocinero Moderno…
—Ese es de Betita —protestó el general, riendo siempre.
Seguí leyendo:
—Salgari. Las maravillas del año 2000, El 93, Alma americana,
Pedagogía de Rebsamen, Orison Swett Marden. Para abrirse paso,
El fantasma de la Guerra, Primer Curso de Inglés: Berlitz. ¡Muy in-
teresantes libros, general! —terminé.
—Sí, amigo. Ya ve usted que Francisco Villa estudia.
Luego, examinando detenidamente los bellos paisajes de
marina, colgados en los ángulos de la sala, el lujoso ajuar, el
piano, comenté:
—¡Qué elegante habitación, general!
—Sí, amigo. A mí siempre me ha gustado vivir como la gente,
cuando he podido. ¡Pero esto es nada, amigo, si usted hubiera visto
mi casa en Chihuahua! Sólo el ajuar, en aquellos buenos tiempos,
me había costado 17 000 pesos! Pero todo me lo destruyeron en la
Revolución. Perdí… Ya verá usted —pensó un momento— más de

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Una semana con Villa en Canutillo

300 mil pesos, que había ganado yo antes de meterme a revolucio-


nario… ¿Y cree usted que no he reclamado nada?
Como esperaba comentario, lo complací:
—Pues yo en su lugar, general, ya habría reclamado lo legí-
timo.
—No —continuó él—. No quiero ser como muchos que an-
dan pidiendo que les paguen lo que perdieron. En estos tiempos
no es patriótico hacer reclamaciones. Yo estoy silencito, ya lo ve
usted, amigo, ¡tal vez algún día reclamaré!
Ya sentados, a invitación de él, y mientras Fernando tomaba
una fotografía de la biblioteca y otra de la recámara, siguió con-
versando:
—Hasta habrá muchos, señor, que crean que Francisco Villa
fue a la Revolución para enriquecerse. ¡Todo lo contrario, señor!
Yo tenía en Chihuahua cinco expendios de carne, dos lecherías y
una tienda, que me dejaban, el día que menos, 100 pesos diarios
libres… ¿Cree usted que con ese dinero, que me alcanzaba bien
para vivir como quería, iba a ambicionar ir a la Revolución, para
tener oro a cambio de la sangre de mis hermanos de raza?
—No, general, no lo creo.
—Mire usted, señor —agregó con gran interés—, yo he anda-
do entre los millones de onzas de oro, y nunca, se lo juro, me he
robado nada… Si así lo hubiera hecho, como muchos, ¡Francisco
Villa habría sido una vergüenza de su raza! —terminó, marcando
bien sus palabras.
Luego, como fijara mi atención en un gran retrato al óleo,
donde se halla él con uniforme de general, explicó:
—Ese retrato me lo regaló el general Abel Serratos.
Me mostró luego otro retrato chico, donde se ve a él a caba-
llo, acompañado de otros jefes revolucionarios.
—Este —me indicó, señalando al que estaba a su derecha—
es Rodolfo Fierro, un hombre muy malo… según dicen —termi-
nó, encogiéndose de hombros.
Nos despedimos, para ir a nuestra habitación en espera de
la hora de comer.

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El general Obregón

Terminando la comida —sopa aguada, sopa de arroz, huevos,


carne asada de borrego, frijoles y café— el general nos permitió
dormir la siesta.
Cerca de las cuatro de la tarde, él, personalmente, fue a des-
pertarnos:
—Vamos, muchachos, a visitar la escuela.

LA ESCUELA FELIPE ÁNGELES

Tres calles adelante del casco de la Hacienda, llegamos a la es-


cuela. El establecimiento educativo de Canutillo está formado
por cuatro filas de amplias habitaciones, bien ventiladas, higiéni-
cas, que cierran un cuadrado. Son seis grandes salones de clase:
tres para niños, y el resto para el sexo femenino. Algunas de esas
habitaciones, muy bien acondicionadas, sirven de habitación a
los profesores.
Dijimos al general que nos permitiera tomar algunas foto-
grafías de los salones, con los niños en sus pupitres, y él de pron-
to no accedió, alegando:
—Déjenme primero pedirles licencia a los profesores. Yo los
respeto mucho y no quiero meterme en asuntos de la escuela,
sin el consentimiento de ellos.
Efectivamente, el general fue antes a pedir licencia, y a
poco, regresó acompañado del director, profesor don Jesús
Coello, quien amablemente nos permitió tomar varias foto-
grafías. Los alumnos, en bullicioso conjunto, brotaron de las
puertas de los salones de clase, y atendiendo las indicaciones
de sus profesores, se colocaron, en tres filas, frente a la cáma-
ra de Sosa.
Y mientras niños y niñas quedaron fuera, gozando por un
momento de los placeres del recreo, el general nos condujo a
los salones. Estos están arreglados, como lo puede estar el me-
jor en la República. Cuadros explicativos de todas las materias
correspondientes a cada curso, pizarras, ábacos, elegantes pu-
pitres, libros y mesas, todo lo necesario para obtener un buen
aprovechamiento.

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Una semana con Villa en Canutillo

—Mire qué piso —nos mostraba el general, golpeando con


sus zapatos—, mire qué ventilación tan buena. ¿Verdad que es-
tán higiénicos estos salones?
—Y eso que todavía nos falta cubrir el techo con cielo raso
—hizo notar el profesor Coello.
—Sí, sí, y lo vamos a hacer prontito —atendió el general.
Todos los salones, los excusados, los corredores, las habita-
ciones de los maestros, nos fueron mostrados por el propietario
de Canutillo, elogiando a cada momento la firmeza y la comodi-
dad de las construcciones.
Agradecimos al profesor Coello las atenciones que nos dis-
pensó durante la visita a la escuela Felipe Ángeles, y salimos.
Durante el trayecto del establecimiento que acabo de men-
cionar a la caballeriza, para donde el general nos condujo, nos
habló del problema educativo y la manera de cómo él lo ha re-
suelto en Canutillo.

PRIMERO PAGA AL MAESTRO DE ESCUELA


QUE AL GENERAL

—La incultura —nos dijo— es una de las desgracias más grandes


de mi raza. Desde que caí en Canutillo, una de mis primeras
preocupaciones fue la educación de los niños, y sin perder tiem-
po ordené que antes de lo demás se comenzara la construcción
de la escuela. ¿Y qué buena me quedó, verdad? Quiero educar
a los niños, para dejarle algo definitivo a mi raza. Así, cuando
yo muera, estos 120 muchachos que ahora estudian aquí, cuan-
do sean grandes y gente ilustrada tendrán un buen recuerdo de
Francisco Villa…
Con intensa emoción continúa hablando:
—La educación de los hijos de mi raza es algo que no debe
pasar inadvertido para los gobernantes y para los ciudadanos.
Nunca al problema educativo se le ha dado toda la atención ne-
cesaria. En las prensas leo con mucha frecuencia que los pro-
fesores se mueren de hambre, porque no les pagan, pero en
cambio muchos soldaditos de plomo están ricos, viviendo como

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P rimero paga al maestro de escuela que al general

polkos del presupuesto, y pagándoseles muchas veces por ade-


lantado… Yo, señor, ya ve usted, cómo he logrado que los alum-
nos y los profesores estén contentos en Canutillo; a los chama-
cos proporcionándoles todo lo necesario para que se instruyan;
a los maestros, respetándolos, como yo los respeto, y pagándoles
con puntualidad… Yo prefiero pagar primero a un maestro, y
después a un general… ¡Todo, señor, se puede hacer cuando se
tiene voluntad, y se preocupa uno un poco por sus hermanos de
raza!
—Aquí, señor, ya ve usted, el gobierno no ha dado un centavo
para mi escuela. Yo la he construido con mis propios esfuerzos.
Lo único que me ha mandado han sido libros y algunos útiles.
Yo he comprado —deteniéndose y contando con los dedos— vi-
gas, ladrillos, cemento, escritorios, mesas… ¡Siquiera esto que
me agradezcan mis hermanos!”

FRANCISCO VILLA JR

Para ir de la escuela a la caballeriza era forzoso atravesar el jar-


dín del casco de la hacienda, y a la entrada, intempestivamente,
salió una muchachuela, con trazas de nana, llevando en brazos
a un rollizo bebé. Este, al ver al general, levantó sus manecitas
desesperadamente.
El general, en cuclillas, lo recibió en sus brazos, y levan-
tándolo con la ternura del más cariñoso padre, lo acercó a sus
labios, para decirle:
—Qué bonito muchachito… ¡Válgame! ¡Mire no más!…
El muchacho, como respuesta, arañaba con fuerzas los bigo-
tes de su padre, riendo con indescriptible gozo.
—Este es mi hijo menor —dirigiéndose a nosotros, explicó el
general—. Se llama como yo: Francisco Villa. Es bonito, ¿verdad?
¡Gordo como él sólo!
—Sí, general, muy gracioso.
Realmente, un primoroso muchacho. Blanco, muy blanco,
de ojos vivísimos, rollizo, y sin perder un detalle de la fisonomía
de su padre.

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