Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Formación Comunitaria
Formación Comunitaria
5 Productores de Biocomercio
La comunidad para que tenga una activa participación en la formulación de sus planes de
desarrollo, requieren de una formación solida desde el momento de la selección de
problemas, evaluación de alternativas de solución e implementación y ejecución de los
proyectos sociales, así como en la evaluación e interpretación de los resultados.
Supongamos que nuestro seminarista ha hecho su opción fundamental, y que, movido sobre
todo por su amor a Cristo —aunque sea un amor que aún deba madurar— quiere
sinceramente formarse. No basta. Debemos preguntarnos si nuestro sistema formativo le
está ayudando realmente a configurar su propia personalidad como futuro sacerdote, hasta
el punto de que lo que aprende, experimenta, y practica llegue a ser vida de su vida. De otro
modo, su paso por el seminario le tocaría sólo por fuera, como toca el agua las piedras de
un arroyo.
Cuando Dios llama a un hombre al sacerdocio no pretende únicamente que adquiera unos
conocimientos, llene un "currículum" y "ejerza" luego la función sacerdotal. Ha pensado en
él para que sea sacerdote, es decir, para que su mismo ser se identifique con la persona de
Cristo sacerdote, de modo que llegue a poder afirmar como Pablo: «Ya no soy yo quien
vivo, sino es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). No quiere de él un funcionario del culto,
sino un apóstol que transmita lo que lleva dentro y viva ya él en primera persona.
Por otra parte, sólo la real configuración sacerdotal del propio ser puede dar al sacerdote la
satisfacción profunda de vivir aquello que profesa. De otro modo sentirá el sacerdocio
como un caparazón postizo, que no le configura por dentro: el sacramento se encarnará en
una personalidad no dispuesta armónicamente para él. No podrá por tanto sentirse
humanamente realizado. Una formación así, que no llega a cambiar el modo de ser y de
vivir, dará muy pocas garantías de perseverancia y frutos sacerdotales.
Formación es, pues, transformación. En realidad, como sucede con algunos otros, se trata
de un principio que vale para la formación en general. Porque, en efecto, "formar" no es
simplemente "informar", dar unas cuantas nociones. Es más bien ayudar a que la persona
adquiera una "forma". Cuando, al partir, la forma que se intenta lograr no se posee ya,
entonces la persona se tendrá que "trans-formar".
La formación sacerdotal debe lograr, pues, la efectiva transformación de los seminaristas.
Ante todo, transformación en Cristo sacerdote: que Cristo tome forma en ellos (cf. Ga
4,19). Transformación de toda la personalidad del candidato: su modo de pensar, sentir,
amar, reaccionar, actuar, relacionarse con los demás... Todo debe quedar configurado según
el alto ideal del sacerdocio católico. Los formadores deben estar atentos, para ver si los
seminaristas van asimilando, haciendo suyo y viviendo desde dentro todo lo que se les
propone en el período de formación.
Para lograr una verdadera formación convendrá tener presente el proceso dinámico de la
transformación personal. Si se trata de que el seminarista llegue a hacer vida propia los
contenidos de la formación, habrá que hacer que los valore primero de tal modo que se
conviertan en motivos de su acción; pero como se trata de un ser inteligente y libre, no se
conseguirá nada si primero no se le ayuda a conocer y entender esos mismos contenidos.
Por tanto, lo primero será ayudarle a conocer. El hombre se guía por las ideas. Los
sentimientos desaparecen con la misma rapidez con que aparecieron. Las presiones externas
influyen sólo mientras están presentes. Es de primera importancia plantear la formación
como una iluminación de la inteligencia del formando. Hay que ayudarle a profundizar en
el conocimiento de Cristo, la Iglesia, el sacerdocio, el sentido su propia vocación... Hay que
explicarle el porqué de las cosas: de una norma, de una práctica religiosa, de un estilo de
vida. Nunca hay que dar por supuesto que los seminaristas entienden ya el sentido de lo que
se les propone en su formación. Mucho menos hay que imponérselo, sin responder a sus
preguntas y aclarar sus dudas. Que entiendan, por ejemplo, el porqué del celibato en la
Iglesia católica, conozcan bien las tendencias naturales de todo ser humano, y comprendan
consiguientemente el sentido de ciertas normas, prácticas o disposiciones que buscan
ayudarles a formarse para la donación total de su corazón célibe a Cristo por el Reino de los
cielos. Conviene abundar en la presentación de las nociones e ideas que iluminan la vida y
la formación sacerdotal en pláticas, reuniones de grupo, homilías, clases, diálogos
personales, etc. Conviene insistir cuanto haga falta, para que los seminaristas lleguen a
comprender de tal modo esas ideas que se conviertan en su manera misma de ver y
entender.
Sólo así podrán ellos valorar lo que se les propone. El hombre actúa siempre en favor de
algún valor, haga lo que haga..., aun cuando parezca que no es así. Puede darse el caso, por
ejemplo, de un alumno que aún no ha captado el valor de sus estudios sacerdotales. Pero
estudia de todos modos. Sería inexacto pensar que lo hace sin motivo. Actúa bajo la
atracción de algún valor (que sea correcto o no es otra cuestión). Podría ser el sentido del
deber, el miedo a no pasar los exámenes, el deseo de quedar bien ante sus formadores, el
amor a Dios... Por eso al formador no ha de bastarle ver lo que los alumnos hacen. Debe ir
más allá para descubrir qué motivos los mueven. Sólo entonces estará en una postura tal
que pueda ayudarlos a ir descubriendo los verdaderos valores que han de ser cimiento de su
formación.
No hay valoración sin la intelección del valor ínsito en una realidad. Pero, por otra parte, no
basta entender que algo vale; se requiere una apreciación del valor como "valor para mí".
Por tanto, la labor del formador consiste también en ayudar a descubrir el valor de las cosas
para cada uno, ayudar a valorar. Valorar, para seguir con el mismo ejemplo, la donación
total del propio corazón a Jesucristo y la dedicación de toda la vida al servicio de los
hermanos en la vivencia del celibato; y valorar consiguientemente todos los elementos que
contribuyen a formar y proteger el corazón consagrado a Cristo. En este esfuerzo, el medio
más eficaz a disposición del formador es sin duda el propio testimonio. Entendemos una
verdad cuando nuestra mente la capta como tal; apreciamos un valor cuando
comprendemos que vale, y muchas veces comprendemos que vale para nosotros al ver que
otros lo valoran y lo viven.
Una vez que el seminarista ha entendido y valorado algo, es preciso ayudarle para que lo
pueda vivir. De nuevo, aunque sea el presupuesto fundamental, no basta que la persona
haya entendido y valorado. Cuando una persona tiene un temperamento no-activo o cuando
la vivencia del valor comporta sacrificios y dificultades, puede correrse el riesgo de que
todo quede en la teoría y el valor pierda su fuerza de atracción. En ese caso, no se habría
logrado la verdadera transformación. Hay que invitar a la actuación de lo que se ha
entendido y valorado; hay que facilitar y guiar esa vivencia, hay que encauzarla y, en
ocasiones, exigirla. Que el seminarista -siguiendo nuestro ejemplo- actúe de verdad
conforme a las normas y disposiciones que habrán de ayudarle a formar su corazón célibe;
que ponga de hecho en práctica los medios que le ayudarán a preservarlo.
La vivencia de algo que se ha entendido y valorado de verdad es, de por sí, estable. Pero
sabemos que el hombre tiende a ser, por naturaleza, inconstante. Se requiere un apoyo
permanente para perseverar en la práctica de los valores interiorizados. También ayudas
externas, claro, pero sobre todo apoyos que nazcan desde dentro. Y en este sentido, se hace
imprescindible la formación de hábitos de vida. La repetición constante de una acción lleva
a la formación de esa "segunda naturaleza" que hace más fácil los actos subsiguientes y
favorece la estabilidad. ¡Qué importante es que los seminaristas salgan del centro de
formación pertrechados de una buena estructura de hábitos conformes a su vocación
sacerdotal: el hábito de la oración profunda y personal, el hábito del aprovechamiento
eficaz del tiempo, el hábito del estudio, el hábito de la guarda del corazón y de los
sentidos...! Qué importante, sobre todo, que salgan convencidos de la necesidad de
conservar y cultivar estos hábitos, ayudándose también de medios externos como puede ser
la dirección espiritual, la confesión frecuente, el seguimiento de un horario en la propia
vida, etc.
Parece interesante anotar, por último, que todos estos elementos del dinamismo de
transformación se entrecruzan e influyen mutuamente. Cuando una persona valora
profundamente una realidad la entiende más lúcida y profundamente; cuando la practica se
refuerza el aprecio de su valor y se comprende mejor. Y al contrario, al dejar de vivir una
realidad, se debilita fácilmente la estima que se nutría por ella y se puede dejar incluso de
entender lo que antes se veía claramente. Habrá que trabajar entonces por reforzar siempre
todos los elementos de ese dinamismo.
Los diálogos con el director espiritual, los exámenes de conciencia, los retiros y ejercicios
espirituales, los programas de formación personal, etc., deben tener siempre bien claro ese
objetivo: la transformación vital. Sin transformación no hay formación.
Formación comunitaria
Toda la vida cristiana está impregnada del sentido comunitario. En el Antiguo Testamento
las acciones salvíficas de Dios se dirigieron casi siempre al pueblo en cuanto tal: desde la
vocación de Abrahán (cf. Gn 12,2), hasta las últimas renovaciones de su alianza, a través de
los profetas (cf. Za 8,8). Jesús mismo, enviado como salvación del pueblo (cf. Mt 1,21),
reúne un grupo de seguidores para formarlos en común. Cuando el Nuevo Testamento nos
habla del grupo de los "doce" (cf. Mc 3,14; Jn 6,70-71; Jn 20,24; 1 Co 15,5; Hch 6,2) es
evidente que se trata de algo más que la mera suma de doce personas: es una verdadera
comunidad de vida en torno al Maestro.
Por otra parte, el sacerdocio tiene sentido únicamente dentro de la Iglesia en cuanto pueblo
de Dios, comunidad de creyentes. Es importante que quien se prepara a recibirlo y vivirlo
se impregne profundamente del sentido de "comunión", que no es una mera categoría
teológica, sino una realidad vital. Más aún, en cuanto pastor, el sacerdote deberá ser guía y
fermento de una comunidad, por ejemplo de una comunidad parroquial. Difícilmente podrá
transmitir el sentido comunitario a sus fieles si él no lo ha experimentado antes en primera
persona. Esa experiencia será también decisiva para los presbíteros que adoptan, cada vez
más frecuentemente, algún modo de vida en común, conforme a lo que recomendó el
Vaticano II.
Formación sacerdotal como formación comunitaria. Esto entraña que se tracen unos planes
educativos globales, en los cuales se establezcan algunas actividades comunitarias que
favorezcan la formación de cada uno de los seminaristas en cuanto individuo y en cuanto
miembro de una comunidad. Implica también que se debe tratar de crear un ambiente
comunitario que ayude y estimule a cada uno en su esfuerzo formativo; un ambiente de
armonía, de sintonía en torno al mismo ideal, de apertura, alegría, responsabilidad... Para
ello, los formadores habrán de procurar que todos los formandos se integren plenamente en
el grupo o comunidad. El hecho de que alguno se sienta aislado y viva su vida al margen de
los demás, no sólo hace que él no se beneficie de las aportaciones de la comunidad, sino
que afecta también negativamente a la comunidad misma, disminuyendo su cohesión y
armonía.
Formación personalizada
Si es cierto que Dios ama y salva a un pueblo, también lo es que cuando busca
colaboradores no llama a masas, sino a personas concretas. El Dios de la Antigua Alianza
llamaba a cada uno por su nombre, como a Moisés (cf. Ex 33,12; 3,17). Jesús escogió
personalmente a sus apóstoles y personalmente les invitó: «Sígueme» (Jn 1,43). Los reunió
en un grupo, es cierto; pero trató a cada uno de ellos de modo personal, específico.
Maravilla contemplar la amplia gama de temperamentos que presenta el grupo de los
apóstoles, y cómo Jesucristo sabe adaptarse perfectamente a cada uno de ellos. A tres de
ellos los lleva aparte consigo en momentos especiales (cf. Mt 17,2; Mt 26,37); a Simón, el
impulsivo sinceramente enamorado, lo trata de modo diverso que a Felipe o a Juan; más
aún, para cada uno tiene un plan diverso, personalísimo: cuando Pedro pregunta sobre el
destino de Juan, el Maestro le responde: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué
te importa? Tú sígueme» (Jn 21,20-22).
La vocación, por otra parte, aunque procede del libérrimo amor de Dios y es totalmente
gratuita, se realiza también en función de la misión que Dios confiará al hombre. Así, en
continuidad con la vocación, la misión es del mismo modo estrictamente personal e
intransferible. Por ello, la respuesta del hombre ha de ser también libre y personal; y
personal tendrá que ser el camino de su realización.
Formación personalizada significa, ante todo, que los formadores, desde el rector hasta los
profesores, pasando por el director espiritual, se esfuerzan por conocer personalmente a
cada uno de los seminaristas. Lejanos están los tiempos en que el rector llegaba a conocer
con dificultad los nombres de los alumnos. La relación entre formadores y formandos se ha
ido situando cada vez más, gracias a Dios, en un plano de cercanía y cordialidad. Es el
único camino. No basta conocer; el buen formador se interesa también personalmente por
cada uno, por sus necesidades y problemas, por sus gustos y sus proyectos. Y ese interés le
lleva, en tercer lugar, a seguirle de cerca, a analizar con esmero su situación, su progreso
real en los diversos aspectos de su formación y hacerle sentir su compañía cercana y
disponible. Finalmente, se hace necesaria la adaptación a cada uno de los principios y
directrices generales de la formación según la índole y situación de cada persona. Son
necesarios los programas globales, pero hay que estar atentos a no absolutizarlos. Si un
joven puede adquirir una formación más elevada, por ejemplo en el campo académico, que
lo que piden los programas, no sólo es conveniente sino, hasta cierto punto, necesario que
la adquiera. De igual modo, será necesario adaptar la formación espiritual y apostólica a los
diversos temperamentos, al grado de madurez adquirido, a la situación actual de cada uno.
Esa adaptación exige en el formador una buena dosis de flexibilidad y de prudencia para
salvar lo esencial mientras se permite, si es necesario, cambiar algo accidental, buscando
siempre el bien del formando.
Formación comunitaria y personalizada
Formación comunitaria y personalizada. A veces puede parecer que son dos términos
contrapuestos. Si se piensa así, significa que no se ha entendido ninguno de los dos. Porque,
si lo analizamos a fondo, comprenderemos que no hay verdadero desarrollo y verdadera
realización de la persona si no es en la apertura dialogal y en la convivencia cordial con los
demás; y que no existe verdadera comunidad de personas si cada uno de sus miembros no
se realiza a sí mismo en cuanto persona.