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El tío Richard y su bigote de puercoespín

El tío Richard tenía un bigote de puercoespín. Siempre que la saludaba, su mejilla le picaba
tanto que le daban ganas de arrancársela como una curita. También estaba la Nana María,
quien siempre le retorcía sus cabellos largos, de color chocolate, como si se tratara de hilos
y sus manos fueran las agujas afiladas que cosían y, al mismo tiempo, rompían todo a su
alrededor. Y claro, cómo olvidarse de Miss Filomena, la teacher de inglés, larga y esbelta
con sus faldas de flores, la que siempre se encargaba de tomar la mano de Amelia y guiarla
por los pasillos del colegio, por más que Amelia ya se los supiera de memoria.
De tiempo en tiempo Amelia se acercaba a su mamá y en un susurro diminuto, como si un
ratoncito hablara, le preguntaba a su madre por qué los adultos siempre decidían a dónde
llevarla o cómo saludarla, de qué manera debía mirarlos y cómo dejar de ser grosera por tan
solo no sonreír. Cada vez que su madre escuchaba eso, se limitaba a soltar un suspiro, con su
característico olor a humo podrido, y le decía a Amelia que los adultos siempre tenían la
razón: las niñas pequeñas como ella solo debían reír, ni muy fuerte ni muy suave, y asentir a
cualquier pregunta que les hicieran, como todas las princesas de los cuentos de hadas.
Amelia, siguiendo las palabras de su madre, nunca cuestionó por qué su tío se acercaba tanto
a ella incluso en los momentos más innecesarios, por qué su Nana le peinaba el pelo aunque
este no necesitara ser peinado, o por qué la Teacher insistía tanto en enseñarle cosas que
Amelia simplemente ya sabía, pues qué gran descaro hubiera sido cuestionar su humilde
intención.
Así, la vida simplemente siguió su curso natural. Año tras año llegaban nuevos adultos, es
decir, nuevas caras arrugadas y amargadas que le decían a Amelia qué hacer y qué no hacer:
cómo vestirse, cómo hablar, cómo dormir, cómo comer, cómo jugar, cómo pensar y
simplemente, cómo habitar un mundo que ellos parecían entender mucho mejor que ella.
Y aunque Amelia intentaba tener una buena actitud, sonreír cuando era debido, ayudar a sus
compañeros en todas sus tareas y ser la estudiante ejemplar en su escuela, un vacío en su
interior no paraba de hacerse más y más grande. Entre sueños, se sentía a sí misma
revolcándose en la cama, sin poder abrir los ojos, oyendo ruidos y sintiendo manos, aullidos,
las garras de un lobo y su intención de comérsela viva.
Cuando por fin se hacía de mañana, este siempre había desaparecido, y lo que creyó que
pasaría una sola vez, prontamente se fue repitiendo, vez tras vez, haciendo de la noche el
momento más temido para Amelia.
Por esa razón intentó advertirle a su mamá del lobo, su nuevo terrible compañero. Con un
poco de valor se acercó una tarde a su madre y al tan solo mencionar al lobo su madre frunció
el ceño y se rio, diciendo que eso eran tonterías de pequeños, pues cuando fuera más grande
seguro dejaría de tener esas pesadillas. Creyendo en sus palabras, esa noche Amelia decidió
que se volvería grande y pararía las pesadillas. Se esforzó en pensar en otras cosas y rezó
para soñar con mariposas y campos llenos de flores y dulces, pero apenas aparecieron los
colores de la primavera, las pisadas del lobo, acercándose, le advirtieron que su suerte no
sería diferente esa noche.
Amelia decidió que ya nunca mencionaría el lobo a su madre, era una idea boba e incoherente,
y peor era la sensación de sentirse más pequeña de lo que ya era, pequeña en un hueco que
cada vez se hundía más profundo. Así, Amelia se resignó a luchar sola entre sueños, pues si
no aparecía su caballero reluciente, tendría que ser ella la heroína en la historia.
Cada noche que el lobo volvía con su olor ya característico y su gruñido espantoso, Amelia
pateaba, intentaba pegar puños, rasguñaba, pero el lobo no se inmutaba. Sin su visión, pues
el lobo siempre le tapaba los ojos, los sentidos de la pequeña se agudizaron, y muy pronto
relacionó ese olor con otros olores en su casa. Ya no solo olía al lobo en su cama, lo olía en
la mesa del comedor, en la entrada, en el viejo estudio donde trabajaba su tío desde que se
había mudado con ella y su madre.
Atormentada con su olor por todas partes, la luz en los ojos de Amelia poco a poco se fue
apagando. De noche la oscuridad la consumía y hacía consigo lo que quisiera, los dientes del
lobo la rasguñaban, pero nunca lo suficiente para dejar marca y por fin darle un argumento
para probarle a todos que él era real. Solo una noche, en un gran descuido sus ojos alcanzaron
a ver un poco de luz y fue ahí que alcanzó a vislumbrar el bigote del lobo, tan puntiagudo y
fastidioso como solo uno podría serlo en todo el mundo. Pero no, eso era imposible, pues su
madre cada día le recordaba que los adultos en su familia, sus profesores o cuidadores nunca
se atreverían a hacerle daño, y que si a veces eran cariñosos es porque la querían. ¿Acaso era
posible querer a las personas de la manera incorrecta? Nunca supo esa respuesta.
Sin manera de detener al lobo y la certeza de que este jamás podría ser ese alguien que tanto
la quería, Amelia no pudo seguir persiguiendo un misterio que ni se acabaría en ningún
momento cercano, ni se resolvería con solo ella como su detective. Su única opción era
aguantar, esperar paciente hasta que el lobo se cansara.
Lamentablemente, su plan lentamente se fue marchitando, pues los segundos entre día y
noche empezaron a mezclarse, y ya no podía distinguir entre su cuerpo cuando se levantaba
y cuando se acostaba, pues este siempre se sentía sucio, desgarrado, con marcas invisibles
que pesaban como anclas que la mantenían pegada al suelo.
Entre instrucciones que ya no tenían sentido alguno y creer a cada adulto que ni siquiera sabía
diferenciar de la verdad y mentira que una niña podía decir, como una lápida que con el
tiempo se llena de musgo, su cuerpo, cansado y herido, poco a poco se llenó de raíces. Ya no
tenía motivo para moverse, y si alguien se dio cuenta de eso, ella nunca lo pudo saber, pues
sus ojos fueron tapados, esta vez por siempre, con los pétalos de un lirio; sus brazos, con las
espinas de las rosas que nunca más la soltarían, y su corazón, pequeño y magullado, fue
cubierto con el fino caparazón de una mariposa monarca, con la única diferencia de que ella
ya nunca florecería.
Al menos así quedó segura de que el lobo ya nunca aparecería de nuevo, los bigotes del tío
Richard jamás le picarían la mejilla otra vez, los jalones de la Nana María no volverían a
retorcerle el pelo, y, por ningún motivo, la mano de Miss Filomena la guiaría a lugares que
ella no quería ir.
Ninguna mano, peluda o no, volvería a traspasar esa línea.

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