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Siniestro

Patricio Chaija

Serie Extensión
Colección Creación literaria
Chaija, Patricio
Siniestro/Patricio Chaija. - 1a ed. - Bahía Blanca: Editorial de la
Universidad Nacional del Sur. Ediuns, 2017.
354 p.; 23 x 16 cm.

ISBN 978-987-655-143-4

1. Cuentos de Terror. I. Título.


CDD A863

Editorial de la Universidad Nacional del Sur |


Santiago del Estero 639 | B8000HZK Bahía Blanca | Argentina
www.ediuns.uns.edu.ar | ediuns@uns.edu.ar
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Red de Editoriales de Universidades Nacionales

Libro
Universitario
Argentino

Diseño interior: Alejandro Banegas


Diseño de tapa: Rubén Risso

No se permite la reproducción parcial o total, el alquiler, la transmisión o la


transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea
electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos,
sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las
Leyes n.° 11723 y 25446.

Queda hecho el depósito que establece la Ley n.° 11723.


Bahía Blanca, Argentina, abril de 2017.
© 2017, Ediuns.
Dedico este libro a Silvio «Luchi» Fariña, con quien, en nuestra
juventud, nos empachábamos de películas de terror.
A un ser solo se lo conmueve tocándolo en su punto
vulnerable. En la mujer, está debajo del vestido; en el dios,
en la garganta del animal que se le ofrenda en sacrificio.

George Bataille, Guilty


Índice

Foto de perfil .................................................................... 15


El extraño caso de Alfonsina Santisteban ..................... 23
El último estertor de Diamela Young ........................... 33
Hola, oscuridad................................................................ 43
Horrendo .......................................................................... 59
Lo arácnido ..................................................................... 117
La verdadera fiera ......................................................... 163
La mujer que mira de costado ...................................... 197
Lo que muere mientras vivo ........................................ 225
El pequeño dios ahogado ............................................. 239
El idiota enamorado ...................................................... 261
Tesis de un ángel cruel.................................................. 285
La destrucción de Micaela ............................................ 317
Nerina ............................................................................. 339

Agradecimientos............................................................ 361
Cuentos
Foto de perfil

n camino entre pastos muy altos había. Los pastos eran


U de un verde deslucido y se mecían con el viento. Ella
iba descalza. Vestía una remera blanca que le quedaba grande
y un pantalón de jogging. Más allá del horizonte no había
nada. Ni pájaros, ni nubes, ni un árbol. Descendió siguiendo lo
serpenteante del camino, casi imperceptible, y volvió a
ascender en una loma. Era la tarde pero se advertían muchas
estrellas. Miró al cielo y supo que nunca había visto esas
constelaciones. Y tras una nueva loma, apareció. Una casa.
Supo antes de verla que se encontraría con ella, y sospechaba
que antes en ese lugar no había nada. Tal vez, cuando se fuera,
la casa ya no estaría. El corazón le temblaba, se acercó
andando suavemente sobre la tierra. Era una construcción baja
de madera gris, con techo a dos aguas y grandes ventanas
oscuras. No quería mirar, pero sí quería. Puso las manos a los
costados de la cara y apoyó la nariz en el vidrio. Al principio
no vio nada. Una mesa de madera, un sillón. ¿Una chimenea
apagada? Había algo de piedra, pero no pudo distinguir qué
era. Y el hombre, por supuesto. Estaba de espaldas, inclinado
sobre un rincón. Haciendo algo. Pareció advertir su presencia,
porque respingó y se quedó quieto. Tengo que huir, pensó ella,
pero no se podía mover. El hombre caminó de espaldas, se
retorció como sacudiéndose un peso de la espalda, primero un
hombro, luego el otro, hacía aspavientos con sus brazos,
llevaba uno y otro atrás, como nadando de espaldas en el aire

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enrarecido de la casa, mientras caminaba convulsionándose
hacia la ventana. Se acercó y se dio vuelta. El hombre no tenía
cara.
La alarma del celular comenzó a sonar y Brenda puteó y
apretó el puño. Estiró la mano hacia sus zapatillas —nunca
dejaba el celular sobre la mesita de luz; su madre la había
atemorizado acerca del poder cancerígeno de dormir con este
aparato al lado de la cabeza—, lo encontró y presionó una
tecla. La pantalla se iluminó y ella despegó los párpados.
Odiaba levantarse temprano, odiaba la escuela, odiaba a su
madre que estaría haciendo las mismas tostadas horribles con
queso crema de siempre, odiaba que hoy tenía Matemática y la
vieja de mierda siempre pedía la tarea. Se pasó una mano por
los ojos y enfocó la vista en la pantalla, aún acostada en la
cama. Deslizó el dedo, apretó un ícono y apareció el Facebook.
Pasaron unos segundos y no cargó la página. Qué raro. No,
esperá. Sí había cargado, pero no se veía su foto de perfil. Eso
la ofuscó. Adoraba su foto. Necesitaba verla todos los días.
Mostraba un momento hermoso que quería volver a vivir. Era
el único recuerdo que tenía de la felicidad.
Lo extrañaba tanto. Apretó los ojos y se vistió. Se lavó la cara
y fue a la cocina. La irritó ver que no se había equivocado:
había tostadas recién sacadas del horno en un plato. Su mamá
trajinaba y ya le alcanzaba la taza con café con leche. No
hablaban porque no había nada que decirse. Pensó en Matías,
intentó recordar su sueño. No pudo. ¿Había una ventana? Los
recuerdos se escapaban como murciélagos sordos y tontos. No
los podía ver. ¿Una cara que se desintegraba? No, era otra
cosa. ¿En serio había una ventana? Sintió un escalofrío. Una
ventana es un espejo es una puerta. Y ahí estaba la puerta de

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calle: ya delineados los ojos, con broches en el pelo y el celular
en la mano —no carga esta mierda— tomó la mochila y salió.
El aire frío de la mañana la desanimó. Volvió a mirar el
celular varias veces mientras iba hacia la escuela. El Facebook
parecía andar, pero la foto de perfil no cargaba. Resopló y se
guardó el celular en un bolsillo. Afuera de la escuela había
algunas chicas y chicos haciendo tiempo para entrar. Algunas
que charlaban en grupitos la miraban. Nadie se acercó a
saludarla. Se sintió incómoda. Qué mierda les pasa. No dijo
nada. No le dieron ganas de entrar a la escuela. Tampoco
quería faltar a clase. Ya estaba ahí, ahora iba a entrar. Pero
varias chicas la miraban raro. Cuchicheaban. Algunas tenían
auriculares puestos, y todas sostenían sus celulares. Brenda se
había alejado de casi todos desde lo que había
pasado.Entonces Marina, que había sido su amiga hasta hacía
poco (¿o lo seguía siendo?) se desprendió del grupo y se
acercó. Estaba muy seria.
—¿Por qué pusiste esa foto de perfil? —le dijo Marina.
Brenda no entendió.
—¿De qué me hablás? —Entonces recordó que no podía ver
su propio perfil. Sacó el celular del bolsillo. La imagen no
cargaba. Le iba a preguntar a Marina qué veía ella, quería
decirle que no había cambiado la imagen desde hacía seis
meses, que por favor le dijera qué veía… Pero sonó el timbre y
todo el mundo ingresó y no pudo decir nada. Brenda dejó que
pasaran quienes estaban afuera. Coqueteó con la idea de darse
media vuelta y vagar por la plaza, o entrar en un café y hacer
tiempo hasta la salida del colegio, aunque sin saber por qué
enfiló hacia la puerta y entró. Ya todos los cursos se habían
formado en el gimnasio, esperando las palabras de la directora

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y el himno a la bandera, así que se giró en un pasillo y enfiló
hacia el baño. Estimó que estaría desierto, y así estaba. Hasta
el primer recreo, calculó, nadie iba ingresar a los baños.
Contaba con bastante rato para calmarse y decidir si ingresaba
al aula.
El baño la recibió con un silencio que le encantó. Era raro
estar en ese espacio y no oír las risas de las que se ma-
quillaban, o las puertas golpeándose, los chillidos y puteadas
de las que fumaban en el recreo. Por las ventanas altas se
advertía luminosidad tardía. El día aún no empezaba. A su
izquierda estaba el gran espejo y las piletas. No se atrevió a
mirar. Un espejo es una ventana, había pensado. ¿Su foto de
perfil era una ventana? ¿Qué mostraba? Un escalofrío le
recorrió la espalda cuando se dirigió hacia un cubículo. Cerró
la puerta y bajó la tapa del inodoro. Siempre buscaba ese
porque era el único que tenía tapa. Y la mañana estaba
demasiado fría como para sentarse sobre la taza sola del
inodoro. Se bajó el pantalón y la bombacha hasta los tobillos y
se sentó. Orinó y se relajó un poco. Aprovechó para sacar su
celular y puteó cuando vio que aún no veía la foto con Matías.
La mala sangre que te hacés por estas pelotudeces, oyó en su mente
la voz de su madre. Desterró a su madre de su cabeza. No la
soportaba en vivo y en directo y menos le iba a permitir que la
volviera loca con sus reproches en off. Buscó el muro de
Matías. Eso la tranquilizó. Vio los mensajes que le había
escrito: «Hoy hace cinco meses desde que te fuiste, te extraño
te amo, te amo corazón», «No soporto lo que dejaste se
desangra en mí», «¿Por qué, por qué? me digo no estás acá?»,
«Puede una sola frase llenarte el corazón — CJS». Subía videos
de distintas bandas que les gustaban a ambos. Salió del

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Facebook y abrió la galería de imágenes. En una carpeta
encontró la foto. En blanco y negro una perspectiva de su
pierna izquierda. La masa sanguinolenta de las cortaduras
supuraba. Caminos rojos —se veían negros en la imagen—
trazados de lado a lado. Decenas de pequeños cortes. Mu-
chísima sangre. El líquido rojo era como lava que salía a la
superficie. Su cuerpo era un volcán, y le hacía muy bien que
los regueros de líquido caliente corrieran por el exterior. Le
había mostrado esa foto a la profesora de Biología. Gran error.
La mina había hablado con la psicopedagoga de la escuela.
Ella siguió cortándose, era un desahogo desde lo de Matías.
Desde que Matías se había volado la mitad de la cara con la
escopeta. Había sesos de él por todos lados, le habían escrito
desde una cuenta falsa de Facebook. El cerebro rosadito como
gelatina que se desprendía del techo. Brenda había bloqueado
esa cuenta.
Ella solo quería verlo de nuevo. No entendía por qué él se
había ido, por qué había decidido abandonarla sola, en este
mundo injusto, feo, doloroso. Un poco sospechaba sus
motivos… pero estaba enojada con él. Por haber ido solo. Y
por no haberle permitido ayudarlo. El enojo se esfumó casi
instantáneamente y sintió que lo extrañaba. Un gran vacío
dentro de sí misma. Se inclinó y revisó en el bolsillo del
pantalón que estaba en sus tobillos. Extrajo una cuchilla que
había sacado de una maquinita de afeitar. Con ella se había
hecho los cortes de la pierna. Extrañaba mucho a Matías. Miró
la hoja como si fuera una gema. Había considerado la idea de
entregarle a la profesora de Biología la cuchilla, sin decirle ni
una palabra, para que entendiera que no se cortaría más.
Como un pacto silencioso, así no se preocupaba. Pero ahora

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sentía que quería estar con él. Había perdido la virginidad con
Matías. Ya ni deseo sexual tenía. Hacía meses que no se
masturbaba. Ni siquiera consideraba el estar bien. Gozar era
algo que estaba muy alejado de su mente. No sonreía ni tenía
pensamientos positivos, porque, consideraba, pasarla bien era
una falta de respeto hacia su novio que ya no estaba. Entonces
se pellizcó con los dedos de la mano izquierda los pliegues de
los labios mayores y así, sentada en la taza del inodoro con la
ropa en los tobillos, se puso a cortar. Enseguida desprendió el
capullo de piel y lo soltó en el inodoro. La sangre manó con
fuerza de su entrepierna. Le chorreó por los muslos. No sentía
dolor. Había algo peor que perder una parte del cuerpo, y era
perder una parte del alma.
El dolor ocasionado por el desgarro de estar sola era una
herida que no se curaba.
Algo rasguñó la puerta del baño, más allá del pasillo. Tomó
la cuchilla e hizo un solo corte, enérgico, en su antebrazo, del
codo a la muñeca. Esta vez la sangre sí salió a montones y se
asustó, pero después echó la cabeza hacia atrás y la apoyó
contra la pared. A medida que la sangre la abandonaba se
sentía más tranquila. El celular estaba en el piso, la pantalla
manchada con salpicaduras rojas que no terminaban de
coagularse. Súbitamente le pareció que el baño estaba más
oscuro.
La puerta de los baños se abrió con un golpe, algo entró. Se
arrastraba por el piso, deteniéndose frente a cada cubículo.
Brenda, con el pantalón y la bombacha en los tobillos, el
clítoris cortado sumergido en el agua cada vez más roja del
fondo de la taza del inodoro, el brazo desgarrado, sonrió

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feliz. El ruido se acercaba. Había algo detrás de la puerta de
su cubículo.
Brenda miraba la puerta. ¿Qué es una puerta, sino una
oportunidad? Cada vez que abrimos una puerta y la
atravesamos podemos cambiar nuestra vida. Lo que nos
depara cada puerta, es una chance nueva en donde vernos.
Una puerta es un espejo. Sí, y una ventana en donde ver.
Recostada, una mota de polvo se posó sobre uno de sus ojos
abiertos, y ella no parpadeó. El sonido tras la puerta creció y
de un golpe la hoja de madera se abrió.
En ese momento la figura ensangrentada la miró.

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22
El extraño caso de
Alfonsina Santisteban

E l pelo caía sobre su hombro en un bucle y parte rozaba su


mejilla. Tenía un codo apoyado en la mesa, con la palma
de la mano en la sien, y estaba vuelta un poco hacia la puerta
de entrada; por eso cuando entré al departamento la vi
enseguida. Era un gesto que siempre le veía a Alfonsina
cuando llegaba a casa. En esos momentos ella giraba apenas la
cabeza, sonreía —qué hermosos hoyuelos se le formaban, con
cuánto placer se los besé una y otra vez furtivamente—, me
miraba con ese brillo en la mirada y me recibía con un «Hola,
mi amor». Esta vez no fue así. Tenía el pelo pajoso, la piel
cetrina, los ojos cerrados. Llevaba puesta la misma ropa con la
que la había enterrado dos semanas atrás.

II

Había estado en el laburo muchas horas, horas cansadas,


sentía sudor en las axilas y me apretaba el pie derecho. No
veía la hora de llegar a casa y sentarme frente al televisor.
Derrumbado en el sillón con un vaso de gaseosa fría, dis-
frutaría de una buena serie de fantasía o algo así. Pero
cuando abrí la puerta luego del clic de la llave, el metal en
mi mano trabó y desplazó engranajes invisibles, pequeños,
importantes, empujé y arrastré la puerta, la madera rezongó
y percibí algo en mi campo de visión. Algo sobre la mesa.

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Un poco sobre la mesa y un poco sobre la silla. Alguien.
Alguien sentado. Yo ahora vivía solo, no podía haber nadie.
Y sin embargo, ahí estaba.
El sol del atardecer entraba por la ventana de la derecha y
daba sobre la mesa y la mesada más allá, y sobre los platos
que no había lavado del mediodía, ni de los días anteriores. Vi
el repasador sobre la manija del horno, el repasador hecho un
bollo, mal puesto, y pensé que a Alfonsina no le gustaba que
lo dejara así, todo arrugado. «Ahora me va a retar» me dije. Yo
ahora vivía solo así que no contaba lo que Alfonsina pre-
tendiera. Y ahí estaba: en una silla, apoyada sobre la mesa, en
un gesto casual.
La piel había envejecido desde que la había visto por última
vez. Se veía tirante, oscurecida, con pequeños grumos. Como
si gusanos lentos corrieran carreras bajo la superficie. Sus
pómulos parecían más pronunciados. En la funeraria le habían
pegado los labios, pero ahora algo de ese pegamento había
cedido porque ya no se encontraban sellados, sino apenas
abiertos en un resquicio que, tal vez en otras circunstancias,
habría parecido seductor. Pero en su cuerpo muerto no había
manera de mentir lo que era evidente: Alfonsina, al menos mi
Alfonsina, la que bromeaba en el parque cuando comprá-
bamos cubanitos y tomábamos mate, la que se aferraba a mi
espalda en las noches de frío y en el cine, ya no estaba allí.
Solo la cáscara de lo que había sido, el caparazón sin sentido
de su fantasma.
Pensé en un estacionamiento vacío. Pensé en la soledad.
También pensé: «¿Qué carajo hago ahora?».
No supe qué responderme. Mi novia había fallecido hacía
catorce días y la encontraba en el departamento que habíamos

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compartido luego de abrir la puerta. Eso me dio una pista. La
puerta estaba cerrada con llave. O sea, no había sido forzada.
¿Habría venido sola? Sonreí ante la hipótesis mientras dejaba
la mochila a un lado y me acercaba a Alfonsina. Las manos
parecían ramitas y tenía las uñas crecidas.
¿Qué se suponía que debía hacer?
Tomé mi celular y llamé a mi padre. Él siempre tenía una
respuesta para todo. Me encontraba sorprendido, yo mismo lo
asumía, y necesitaba que alguien me ayudara. Al tercer
timbrazo atendió.
Me sugirió que llamara al 911. Consideré que era un buen
consejo y colgué. Miré la posición de sus pies, los hombros
frágiles bajo la ropa. Estaba notoriamente consumida. A esa
altura sabía que alguien la había depositado ahí. Porque sola
no iba a aparecerse en mi casa, obvio. La chica que me atendió
no terminó de entender lo que le decía, cuando creí que iba a
enviar a unos policías corté.

III

Los policías no pudieron resolver nada. Cuando se toparon


con Alfonsina dándoles la bienvenida a nuestro departamento
con esa sonrisa maligna, con sorna, respingaron.
—¿Qué hace esa mujer acá? —dijo el hombre. Amagó con
llevarse la mano a la cintura, al arma, pero la voz de su
compañera lo detuvo.
—Calma, Rodrigo. —La mujer posó sus ojos duros en mí y
me estudió como si hubiera abierto una fruta por la mitad y
apartara los pedazos—. Usted…
—No tengo idea qué hace acá —resoplé.

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Y les conté de la inhumación. Les hablé por quince minutos
del accidente, de la pasión de Alfonsina por andar en moto. De
su tozudez ante mis precauciones. Les mencioné de sus mofas
ante la idea de que alguna vez le ocurriera algo. El tránsito en
Bahía, le reprochaba yo, era pésimo. Ella infantilmente me
sacaba la lengua. Luego les comencé a narrar cómo la había
conocido: el recital de Guasones para la Fiesta de la Primavera,
el enano enojado, la fila para ir al baño. Ahí me di cuenta de
que divagaba y no pude evitarlo, mi boca se movía y las
palabras se apretujaban en la humedad de mi boca antes de
salir escupidas al calor de la tranquila tarde otoñal. El depar-
tamento parecía un poco más caldeado, era mi relato el que
atosigaba y molestaba e ilustraba.
Llamaron a otros policías. Y estos, a otros. Finalmente unos
¿enfermeros? retiraron a Alfonsina («No es ella», me dije) y el
departamento volvió a quedar silencioso. Y solo. Las luces de
la calle ahora matizaban las paredes con su fulgor amor-
tiguado y me di cuenta qué vacía estaba mi casa.
Inspeccioné de cerca la mesa en donde la había visto
apoyada, y la silla. Sobre la silla creí ver una mancha, como si
estuviera quemada. ¿El contacto de mi novia había hecho eso
en el asiento? Acerqué mi nariz, olí, parpadeé varias veces. No
podía asegurarlo. Tal vez eran sombras de la luz eléctrica, o
vetas en la pana. Me incliné más sobre el asiento, abrí la boca y
pasé la lengua por el lugar en el que minutos antes había
encontrado a Alfonsina. Quería saborearla, que estuviera ella
en mí. Me di cuenta de lo ridículo que parecería, me aburrí y
me fui a acostar.

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IV

*tres chuflines
*un par de borceguíes y unas zapatillas Topper verdes
*seis remeras de algodón
*cinco esmaltes y una lima de uñas
*la mochila gris
*dos jeans
*una calza negra
*dos frascos de perfume
*una planchita para el pelo GAMA
*unos invisibles
*un folleto de Merlo, San Luis
*una taza de cerámica con el logo de NERV
*un cuaderno casi sin uso cerrado con elástico
*dos fanzines de música metal bahiense
*un portarretratos de nuestra estadía en Córdoba
*una bombacha
*un par de medias de nylon nuevas, en su estuche
*unas velas aromáticas y un pequeño horno

Dos días después de su muerte, fui expeditivo: busqué y me


deshice de las cosas de Fini. Sabía, en mi dolor, en esa nube de
embotamiento que me arañaba los ojos y la mente, que más
adelante sería muy tarde.
Desde el momento en que había sonado mi teléfono y me
había enterado de la muerte de mi novia no había podido
dejar de hacer cosas. Siempre en movimiento. Me ocupaba en
cualquier cosa con tal de no pensar. Entonces, en esa rara
iluminación que me daba saber que ella no estaría conmigo,

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nunca más, creí conveniente tirar sus pertenencias. Ella viviría
en mi recuerdo. Los objetos que le habían pertenecido no
significaban nada.
Luego de su «regreso» (por ponerle algún nombre) rastreé
con mayor ahínco y encontré varios objetos con los que hice
una lista. Los puse en bolsas, los llevé al canasto del edificio.
Ahora sí no había nada que me recordara a ella.
Salvo la silla con la marca, como una mancha en el asiento.

VI

El que llamaba era mi suegro. O exsuegro.


—¿Es verdad lo que dicen? —gritó y tuve que alejar el
celular de mi oído—. ¿Volvió? ¿Alfonsina volvió?
—Mire, no es así… vengan y charlamos.
Oí una discusión del otro lado (el señor Santisteban era tan o
más tozudo que su hija), la esposa le reprochaba su des-
cortesía, y la comunicación se cortó.
Llegaron veinte minutos después.
Se habían enterado por La Brújula. Una fuente —que no
quería identificarse— filtró la aparición de un cadáver en un
departamento del barrio UPCN. Nada se sospechaba del novio,
por eso estaba en libertad. La dirección del monoblock les
había hecho suponer que se trataba de su hija.
Discutimos acaloradamente acerca de la sorpresa. Nadie
podía hacer un duelo real si la persona no estaba donde uno
suponía que debía estar.
—Hay que ir al cementerio —dictaminó la madre de
Alfonsina. El señor Santisteban y yo callamos.

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VII

Recuerdo una tarde en el Parque de Mayo.


Alfonsina se levanta y se sacude, distraída, el césped de la
falda. Mira más allá. Intenta encontrar algo. El sol de la tarde
se filtra por las ramas de los árboles. Yo sigo sentado, pen-
sando en cambiar el mate, pero no puedo despegar mis ojos de
ella, su pelo caoba que flota en el aire de septiembre. Me guiña
un ojo y sin decir palabra enfila hacia un carrito. Va a buscar
algo para comer. Sus brazos flacos se bambolean junto a su
cintura.
Cuando regresa se sienta en mi regazo, caemos, nos reímos.
Protesto un poco en broma, le digo que es insoportable, ella
me empuja y rodamos, un perro ladra más allá. Luego se
sienta cruzando las piernas como indiecita y me pide un mate.
Arranca pastitos y se va, su mente divaga vaya a saber por
dónde.
Una moto suena por Urquiza y ella gira la cabeza.

VIII

Una sola vez le fui infiel. Pero con el cuerpo, no con el


corazón. Eso no cuenta, ¿no?

IX

Cuando nos conocimos los Guasones cantaban el segundo


tema.El pogo me fue llevando hasta la izquierda del es-
cenario. Creo que nos chocamos apenas y nos miramos los
pies. Avergonzados.
Luego coincidimos en la fila de los baños químicos y nos
pusimos a charlar porque la espera era larga. Cómo te llamás.
Si seguís a la banda desde siempre. Esas cosas.

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En el Boronat había miles de personas, una marea oscura
que saltaba congregada al ritmo de la banda. Más acá había
familias, chicos jugando, gente charlando, sentada o de pie.
Un enano disfrazado de bufón se entremezclaba entre la
gente, repartía algo. Se acercó a nosotros y nos miró con cara
seria.
—¡Ah, pero mirá lo que vengo a encontrar! Tortolitos…
Extendió la mano y colocó algo en la palma de Alfonsina.
No le prestamos más atención al enano, que desapareció.
Nunca supimos si venía con la banda o quién era.
Fini apartó los dedos y ambos miramos lo que el hombrecito
había depositado en su palma. Era uno de esos artículos que la
gente consideraba adornos, que muchas veces se regalaban
como souvenir, en el cual una esfera de acrílico transparente
encierra un paisaje. Si sacudís el adminículo se ve una nevada
que cae parsimoniosa sobre las casas.
Este era diferente. Solo presentaba un remedo de bosque, y
una persona haciendo algo. Sentada en el césped, o saliendo
de un pozo. Era demasiado pequeña la figura para advertirlo
con claridad. Alfonsina sacudió la mano pero nada ocurrió. La
imagen era estática.
—¡Bah, qué porquería!
Sin querer el artículo se desprendió de sus dedos y rodó
fuera de nuestra vista. Lo buscamos sin demasiada con-
vicción; había mucha gente, que circulaba todo el tiempo, y
dimos por perdido el regalo casi sin siquiera haber em-
pezado su búsqueda.
Luego continuamos hablando, mientras la fila muy lenta-
mente avanzaba. Ella me pareció un poco colorada, tal vez por
el epíteto con que el enano nos había bautizado: «tortolitos».

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Como si fuéramos amantes. Yo, un real caballero, no hice
ninguna broma a aquella chica que recién acababa de conocer.

Los policías volvieron.


Eran la mujer y el hombre que habían acudido ante el
primer llamado al 911. Mientras los peritos trabajaban en la
cerradura y tomaban huellas por todo el departamento, los
oficiales charlaron conmigo en la cocina y bebimos té.
Para ese mismo día se había estipulado el reconocimiento
del cuerpo. No quise ver el cadáver que ahora descansaba en
la morgue. Había sido la madre quien había hecho ese triste
trámite. El padre, por prescripción médica, se quedó en su
casa. Era muy nervioso y el choque de ver nuevamente a su
hija lo podría dejar pasmado.
Los resultados de la pericia en mi departamento se co-
nocieron al día siguiente: la puerta no había sido forzada. Eso
ya lo sabía yo antes de que se hiciera ningún tipo de estudio.
La hipótesis que quedaba era, entonces, que Alfonsina
Santisteban había, simplemente, aparecido.

XI

La justicia dictaminó la exhumación. Una mañana nos en-


contramos alrededor de la tumba. El juez, su secretario, dos
policías, tres empleados municipales con palas y mazas, mi
suegra y yo. Había algo de viento.
Un joven anotaba lo que el juez le dictaba. Tenía un
grabador, pero parecía añadir apenas algunos detalles. Casi
todo lo que ocurrió esa mañana fue escrito sobre el papel.
Todos constatamos que la tumba estaba intacta. La parcela
no había sido movida, la tierra estaba como siempre. No era

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posible que nadie hubiera quitado ni vuelto a colocar una sola
piedra o yuyo que crecía entre las baldosas.
Ante la orden del juez los empleados quitaron la lápida y
destrozaron el cemento. Luego, una vez puestos los escombros
a un lado, comenzaron a cavar. Llevó bastante tiempo. Antes
del mediodía dieron con el ataúd.
Los tres hombres sudorosos lo llevaron hasta la superficie.
Lo depositaron sobre la montañita de tierra y trabajaron para
desenganchar los clavos. El secretario escribía lo que le dictaba
el juez. Los empleados removieron la tapa. Entonces vimos lo
que había dentro del féretro.
Nada.
Alfonsina había prescindido de su cautiverio.
¿Era ella la que había yacido bajo tierra y ahora descansaba
en el frío ambiente de la morgue?
La justicia se interesó en mi persona, quién podría haberme
jugado una broma de mal gusto. Una venganza putrefacta.
Pero nadie tenía nada contra mí… ni contra Alfonsina. Mi Fini.
No sé qué se resolverá con el cuerpo. Esa es una decisión
que dejaré en manos de sus padres.
Ahora acomodo el repasador como debe ir en la puerta del
horno. Nadie espera eso de mí, pero me acostumbré a ser más
ordenado.
Resuena en mi mente lo que dijo el bufón deforme, esa
noche, cuando la conocí. «Tortolitos». Dos amantes que están
siempre juntos. ¿Presagio?

32
El último estertor de
Diamela Young

odo es una venganza.


T Lo sabés, te mirás en el espejo una mañana cualquiera
y te lo confirman tus ojeras, tu frente cada vez más amplia y
esas —ahora, notás, no tan ínfimas— arrugas que se forman a
los costados de los ojos cuando entrecerrás los párpados.
Estamos hechos de heridas, todo el tiempo, toda la vida, y esas
pequeñas venganzas te forman y te laceran y te cauterizan:
cuando Betiana no te llevó el apunte en la primaria fue la
primera en romperte el corazón, y vos que le hiciste lo mismo
a esa de los dientes grandes en la secundaria, tu primer
enamorada, aunque vos no la correspondiste, no la pudiste
corresponder porque lo de Betiana te había llenado de un
rencor sordo. Luego te metiste de novio con Fernanda y la
hiciste sufrir, porque el recuerdo de Betiana seguía firme como
un fuego frío en algún rincón de tu alma.
Si pensás en tu viejo, que fajaba a tu vieja una vez por
semana, y la diatriba tonta de ella, justificándolo, cómo te
fuiste, huiste de esa casa a los diecisiete, ni bien terminaste la
escuela, te fuiste a Buenos Aires a estudiar una carrera que
también se encontraba en tu ciudad. Y de tu vieja también te
vengaste: no le diste más bola, la ignoraste mucho, y le hiciste
pagar su sumisión, y a tu viejo se lo hacés todo el tiempo,
porque ahora está arrumbado y derruido en un rincón de la
sala después del ataque y el ACV y cuando volvés a tu casa

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una vez cada dos años solo lo mirás con desprecio y, por lo
bajo, le decís la frase más hiriente que se te ocurre.
Si la maestra de sexto, Noemí, puso en penitencia a todos
los varones, aunque algunas nenas habían estado incordiosas
en clase, y no todos los nenes habían sido pesados, entonces
ante la falta de tacto y reciprocidad de Noemí te aque-
renciaste una cólera sórdida en un recoveco de tu corazón
para saber que las mujeres pueden ser muy hijas de puta, y
muy putas, cuando quieren.
El tiempo pasa: eso te lo dice el espejo, esa mañana cual-
quiera en que te despertás y la inspección a la que no estás
muy habituado te revela la nueva cara de la vida: el párpado
izquierdo un poco más caído, los ojos inyectados en sangre, un
barrito en la punta de la nariz, y si abrís la boca y repasás las
piezas dentales con la lengua no podés negarlo, ahí donde
había muelas, faltan muchas. El paso del tiempo es más
experiencia, y eso te duele y te fortifica. Bajás la vista a tu
panza de treintañero, no sabés cómo salió, no es tan grande, te
decís, pero es inamovible; los rollitos a los costados, el om-
bligo peludo que aparece perdido en un montón de grasa. Más
abajo ves tu sexo, flácido, tristísimo, el prepucio como un
capuchón arrugado y morado encerrando un misterio. Cómo
es posible que todo se resuma así. Daniel, treinta y siete años y
ya estás patrás.
No te das cuenta, es difícil verse. Un escritor treintañero que
busca algo que escribir. Un par de cuentos publicados,
historias sencillas, y esperás dar el salto ganando el Premio
Clarín de Novela. Eso, te parece, te catapultará a la fama. No
más problemas de dinero.

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Y es difícil reconocerse en lo que te devuelve la luna del
espejo, y lo es más aún encontrarse en el ánimo intempestivo
de las noches, de la barra libre y los Fernet y la mar en coche,
en donde las personas como vos deben ir los viernes a
despilfarrar lo que la mensualidad les permite. Ese rito inútil
que necesitan las personas para saberse vivos. Pisar el templo
llamado Chocolate o Pajas Bravas es lo que corresponde. Ya
estás por pasar al grupo de los veteranos, aunque reniegues.
No te llevan el apunte las que antes te gustaban. Ahora te
atraen las maduritas. Así son las cosas.
Hasta que la ves. Fresca, rozagante, con sus jeans tajeados y
su remera blanca con un cordón en el escote. Te acercás,
porque solo un lobo sabe como rodear a su presa, ella rechaza
parias que se concentran a su alrededor, te acercás y casi se te
tira encima.
—Hola —te dice.
—¿Querés tomar algo? —le respondés, solícito, y el gesto
aquiescente de ella y su mano en tu brazo aleja a los
contrincantes por el momento. Sabés que no debés dejarla sola
ni un segundo. En un lugar así sería como arrojar un cobayo a
un estanque de pirañas.
Qué recuerdos locos se te cruzan ahora en la cabeza, no
sabés si es ella que te vuelve a reconocer, a decirte Hola como
la primera vez, pero no es la otra, esta es distinta, te decís, y
para asegurarte, Daniel, le preguntás el nombre y te suelta:
—Diamela Young.
Entre la música y las luces mareantes —sin contar todo lo
que has bebido— no entendés cabalmente el apellido, pero
luego te lo deletrea al oído, Y-O-U-N-G, como en inglés.

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—Qué tarde te encontré —dice o creés que dice, y esa
ambigüedad te seduce, porque entendés lo que querés. Solo
captás lo que estás dispuesto a oír. Es un artificio para tenerte
cerca, pensás. Y no te equivocás, aunque el fin sea otro.
Por las dudas, sonreís. Te devuelve la sonrisa.
Ella pide un vodka con Speed, vos te confiás y no mirás si lo
toma o hace la mímica, vos vas a lo seguro y manoteás el
whisky que ya te hace llegar el barman. Te lo bajás de dos
sorbos. Esa noche no escribirás, pero por ahí tenés suerte, te
decís. Una noche completa es la dedicada a la escritura. Pero te
emperrás en salir y conectar con alguien. El cuerpo te lo pide.
Vivís ese desdoblamiento entre escribir y copular. Esa pulsión
no descansa. ¿Querés reconocerte? Escribir es reencontrarse
con uno mismo. Es el reflejo nuevo de un espejo viejo. Esa
chica merece una obra, pensás mientras mirás a la morochita
que te sonríe. Te descubrís sonriéndole. Te suena de algún
lado esa cara. ¿De dónde será? Querés ocultar otro cuerpo, te
ponés de pie, hay cosas que es mejor no traer desde donde
descansan. Te acercás a su oído y decís algo, ni sabés bien qué,
ella asiente y te sigue, se apartan de la barra y caminan por un
pasillo cercano a los baños, ahí se besan, esa boca busca mor-
der levemente el labio y te suelta. Se observan en el ruidoso
recinto, rodeados de personas, y te parece que es todo silencio.
¿Quién caza a quién? Ah, qué ingenuo y perfecto que sos,
Daniel. Qué arrogante.
¡Y cómo pasa el tiempo! Publicaste apenas unos artículos en
un par de periódicos, que te permiten subsistir. Dos o tres
cuentos en antologías, ya tenés cierta edad y tu «carrera»
parece que no va a despegar nunca. Mientras caminás mirán-
dole el culo, cómo se bambolea ese culo apretado en los jeans y

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más abajo sus piernas, los zapatos de taco alto, tu pre-
ocupación pasa a ser si conseguirás una buena erección. Ahí sí
la sentís, se te pone dura al verla moverse entre la gente, ella
se vuelve apenas y sorprende tu mirada y te sonríe. Qué puta,
pensás, y se te pone dura. Dura como un garrote, pensás, y esa
imagen te excita más.
¿Para qué estirar más la acción? Fueron en auto a tu casa,
pensaste en avisarles a los chicos pero después te quisiste
probar y dejarlos de lado. Ahora querías estar vos solo con
la chica.
Diamela mueve las caderas en un vaivén suave y su pan-
talón cae al piso, te mira y ahora esos ojos son interrogantes,
hay una dureza en ellos que ni sospechás, al pie de la cama la
contemplás absorto y te dejás caer entre las sábanas. Ella te
saca los pantalones y te besa el ombligo.
Ruedan abrazados y al verla ahora en tu habitación,
desnuda de costado en tu cama, con el velador opacado por
una remera que amortigua la luz naranja, te preguntás qué
edad puede tener, al fin, Diamela. No querés pensar pero la
mente vuelve otra vez a aquel día y rechazás las imágenes. El
mundo se torna flácido, ella lo envuelve con su boca pero la
apartás con una mano en la cara, te ponés de pie y ella
gesticula.
Diamela te mira. Arrodillada en la cama, toma aire en gran-
des bocanadas. Es una cachorra que busca una teta donde
mamar. La ves como una lobezna desamparada. Y vos no
podés complacerla. Por dentro tuyo pasa una gran roca que
quema y cae por la ladera de una montaña, algo te electriza, lo
sentís en los testículos y hasta en el conducto que recorre la
pija. Pero no se para. Entonces te acercás a ella y la agarrás del

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pelo, a las putas hay que tratarlas así, a ellas les gusta, como lo
hicieron con la otra, cerrás el puño y le tirás con fuerza. Gime
fuerte y cae al piso cuando la arrastrás.
Daniel, tu primera trompada le parte el labio, la calla y sale
de Diamela un gorgoteo. Aprestás el oído y detrás de esa masa
de pelo negro que le oculta el rostro oís eso. Ahora sí, te decís,
y le pegás en la cabeza. Uno, dos golpes, tres, pasás la docena
y ella yace inerte sobre el piso.
Todavía respira. Le apretás el cuello con las dos manos hasta
consumar el sacrificio. Ella se lo buscó. ¿Qué clase de mujer va
con un hombre a su casa? Solo una puta de mierda. Como
todas. Todas son putas. Vas a tener que escribir de eso, te
decís, y pensás en tu pija parada disparando un chorro de
leche sobre el cuerpo de cualquiera de esas putas: con esa tinta
ya estás escribiendo la historia, te decís. Y sonreís.
Con la otra piba había sido más fácil, Pablo y Gabriel te
habían ayudado a esconderla, aún debe estar en ese campo,
pudriéndose, tapada con bosta y ramas, luego de tres
semanas los animales silvestres ya deben haber dado cuenta
de la carne. Una buena enfiestada y las cosas se les habían
ido de las manos, apretarle las tetas era un placer, ella se
quejaba pero le gustaba, seguro le gustaba, todas decían que
no, pero en realidad querían decir que sí. También la habían
levantado en el boliche, esa vez Gabriel la había engatusado,
y habían ido a lo de Pablo y después la sacaron en una bolsa
con su camioneta.
—Yo conozco un campo, salí para la ruta —dijo Gabriel y
asintieron en silencio.
Le apretás una tetita al cuerpo caído, se le forma un moretón
y le pellizcás más fuerte, clavándole las uñas. Se te ocurre traer

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un cuchillo de la cocina pero eso complicaría todo. Preferís
actuar rápido.
Qué resentimiento que tenés, Daniel. Pero eso no te va a
ayudar en nada. Se te nota en cada paso que das. Cómo tomás
nuestro cuerpo de una muñeca y, sosteniendo la bolsa que
trajiste de la cocina, intentás meterlo. No entra. Se te nota en la
manera en que pateás el piso, sos un malcriado, y luego la de
puntapiés que emprendés contra las costillas. Pobre chica,
podría decir cualquiera, menos vos, porque para vos ahí no
hay una persona. Es algo. Algo descartable: nadie lo va a
reclamar, ninguno sabrá qué fue de ella. Entonces la arrastrás
con la cabeza metida en la bolsa negra de nailon, pasás el
pasillo y el susurro de la materia inerte te acompaña. La piel
de los muslos quemada por la alfombra. No importa. Cruzás
puertas, salís al patio y la dejás en el fondo, más allá de la
pileta. En un lugar alejado del ciruelo. Volvés y buscás la pala
en el galpón. Ahora es el momento del trabajo.
Cavás, metés la pala —eso se siente como un triunfo, algo
oscuramente añorado— y casi sin darte cuenta pasan los
minutos. Una hora, o más. Resoplás y mirás el pozo. Bastante
profundo. Qué pozo, Daniel. Hasta arcilla sacaste. Te volteás
hacia Diamela, la joven que hacía poco más de dos horas
danzaba al ritmo de las luces una canción de moda y ahora
yace ahí, con las tetas al aire, mínima, flaca, con las costillas
resaltándole. El pelo le cubre la cara. La volvés a tomar de las
manos y la arrojás al fondo. Plaf hace. Te inclinás y le recogés
una pierna. Se la acomodás con ternura. Pero no nos
equivoquemos. Vinimos por algo. Luego volvés a tirar la tierra
encima. Ni te mosqueás. Impertérrito seguís. Volvés a tapar la
tumba y te acordás de Gaby y Pablo.

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Volvés a la casa y dejás la pala en el lavadero. Al día
siguiente dejarás las cosas en su lugar. Ahora no. Querrías
dormir, tal vez, pero sospechás que esta va a ser una noche
larga. Nada de descanso por ahora.
Bostezás. Enfilás el pasillo hacia tu habitación y el baño y oís
la puerta del patio que rechina. Te volteás y te preguntás qué
es eso. Si es el viento que molesta, o qué. Luego nada, silencio,
y luego otra vez la madera que es empujada.
Regresás sobre tus pasos. Algo late dentro de tu cabeza. Un
ritmo avasallador, de tambores de guerra. La sangre fluye en
tus venas como autos a fondo por una autopista.
Te plantás frente a la puerta del patio y estirás la mano hacia
el picaporte. «¿Qué pasa?», te decís. Sabés que no hay nada.
No puede pasar nada porque el ruido vino de tu cabeza.
Durante lo que te parece una hora tu mano flota entre tu
cuerpo y la puerta. En realidad pasaron pocos segundos.
Querés darte vuelta e ir a tu cama. De repente deseás con toda
tu alma sumergirte entre las sábanas y perderte en el lago de
tus sueños. Es un agua muy profunda. Descansar y mañana
escribir algo. Suena a buen plan. Pero sentís que afuera, del
otro lado de la puerta, hay algo. Y la abrís.
Levanta la vista. La poca ropa desgarrada, lamparones de
barro le humedecen el cuello. Al pelo le chorrea mugre, los
ojos terrosos y la boca torcida. Diamela está parada ahí, sobre
las baldosas. Te mira con ojos carentes de sentimientos y
apunta la mirada al techo. Te apartás, das varios pasos y ella
entra en la casa de nuevo. Deja un pequeño rastro de suciedad
tras de sí.

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Te quedás en silencio; no decís nada porque no hay nada
para decir. Su sola presencia violenta el orden que creías que
tenía el mundo.
Las pupilas bajan un poco y te punzan, se adhieren a vos
como espinas. Sentís que al mirarte te desgarra un poco.
Frunce el ceño apenas y mueve la boca, vomita un terrón
con pasto y te habla, a vos que paralizado no podés hacer otra
cosa más que estremecerte en silencio, quieto, se dirige con su
última voz hacia el cascarón vacío que sos, que fuiste, y que
vas a ser.
—Mientras estoy acá con vos, Daniel, tus cómplices Pablo y
Gabriel reciben, cada uno donde está, la misma visita. Yo soy
la que desaparecieron, y vuelvo para que lo sepan: porque lo
que está muerto no puede morir, y lo que yace sepultado solo
es cuestión de tiempo que regrese. Yo soy vos, Daniel.No te
das cuenta, pero al haberme matado, vos mismo moriste, y lo
vas a seguir haciendo, hasta que terminen tus días.

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42
Hola, oscuridad

l golpe la despertó. Se preguntó qué hora era. Cuánto


E hacía que estaba durmiendo. No, no había sido un golpe
lo que la había devuelto a la realidad. ¿Un mueble corrido?
¿Un auto que pasaba por la calle haciendo sonar el caño de
escape? Tosió y se cubrió con la sábana. Le hormigueaba el pie
derecho. Cruzaba los pies cuando tenía frío así se le ca-
lentaban. Se ve que había apoyado el pie izquierdo sobre el
otro y luego la presión le había cortado la circulación de la
sangre. Intentó mover los dedos del pie en cuestión. No sintió
nada.
—Seguro me desperté por eso —dijo Flor.
Viéndolo de esa manera, el cuerpo avisaba cuando una
extremidad dejaba de recibir sangre. El organismo debía sentir
que esa parte estaba muerta. Atrajo el pie hasta el estómago,
flexionando la rodilla. Por suerte la pierna sí le funcionaba.
Masajeó los dedos. De a poco recobró sensibilidad.
Esta vez el mecanismo de alarma del cuerpo le informó otra
cosa. Al presionar el muslo contra la panza sintió deseos de
mear. ¡Eso era! Ahora lo percibía bien. Sentía la vejiga
hinchada, no demasiado por ahora, pero tal vez en un rato.
Quiso pensar en otra cosa. Josefina decía que si te distraías
pensando en otra cosa, podías controlar lo que te pasaba. Por
ejemplo, en el verano ella se sumergía en la pileta de lona y
podía aguantar más tiempo si imaginaba focas o cualquier
cosa buena. El caso era que la imagen debía ser tierna,

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tranquila. (Josefina también sostenía que Damián era pesado,
pero eso Flor no lo creía; reconocía que su amiga siempre lo
molestaba en los recreos).
Intentó imaginar una foca. Vio los ojos negros, redondos,
que la miraban desde la cima de un cuerpo gris lubricado por
el agua helada. Flotaba en un pedazo de hielo. El mar era
como en los dibujos de Bob Esponja. Vio la mirada impávida
del animal, sus bigotes que crecían… y en un segundo la cara
se acercó y le tiró un tarascón.
Abrió los ojos. Los había apretado inconscientemente. ¿Fo-
quitas? No tenía nada bueno pensar en foquitas. Había visto
hasta los colmillos del bicharraco. Incluso le había llegado el
hedor del pescado descompuesto. Decidió pensar en ovejas.
La idea era no salir de la cama, hacía demasiado frío, estaba
realmente oscuro y tal vez el pis se fuera de vuelta hacia
adentro y se perdiera en su cuerpo. Deseó que eso ocurriera.
Sí, y también existían los Reyes Magos.
Eso era culpa de Josefina. Siempre venía con novedades y
chusmeríos. En la escuela le había dicho, casi susurrando al
principio, y más envalentonada después:
—Son los padres —ante la mirada interrogante de Flor—.
Son tus papás, boluda.
Josefina, extasiada, miraba a su amiga. Flor la odió. Estu-
vieron dos días sin hablarse, no se sentaron juntas ni nada.
Josefina aprovechó y se juntó con Nadia y las otras chicas —
raro, porque siempre hablaba mal de ellas—, hasta que un día
en la entrada le dijo que la siguiera y le contó algo
intrascendente. Eso fue como dejar en claro que todo volvía a
cero. Otra vez eran amigas.

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Flor se sintió usada, pero no pudo hacer nada. No podía
ponerse a Josefina en contra; era una de esas personas que
inevitablemente conforman el entorno a su antojo. Si se
peleaba con ella, los chusmeríos sobre sí misma podían llegar
a crecer de manera increíble. Y Josefina podía ser muy cruel.
Ya lo había visto. Tenía una imaginación muy florida cuando
inventaba cosas de los demás.
Así que la había aceptado. Volvieron a sentarse juntas,
charlaban en clase y en los recreos (más que nada Josefina
hablaba y Flor asentía, e iba de acá para allá como una rémora
siguiendo al tiburón), se prestaban lapiceras, hojas.
Flor no olvidaba. Le había contado que los Reyes Magos no
existían, que eran sus papás, con una sonrisa sardónica. Eso le
dolió. Vio disfrute en los ojos de su amiga.
A Flor se le agarrotó la garganta. Era lo primero que le
ocurría antes de que se le llenaran los ojos de lágrimas. Pero
no lloraría. No le daría el gusto a esa perra.
—¿Qué sabés vos? —la increpó con voz cascada.
No le gustó el sonido de su voz, y le pidió a Dios que su
amiga no hubiera advertido su tono dubitativo. Si notaba que
Flor dudaba, que no era firme en sus convicciones, entonces
tal vez le hablara con más saña, con palabras que serían como
cuchillos en el pescuezo de un lechón. Había acompañado a su
tío a un campo en Tornquist. Nunca se olvidaría de los gritos
del chanchito tras ser degollado. Pasó un rato hasta que hizo
silencio y dejó de retorcerse.
Y ella sentía un nudo en la garganta. Mejor sería no hablar.
A Josefina le brillaban los ojos, sonreía con malicia. Se dijo que
nunca más le daría ese placer a su amiga. Jamás se mostraría

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débil o le daría una razón para sentirse superior. Al revelarle lo
de los Reyes, eso le había dado un ímpetu despreciable.
Tirada en la cama dejó de pensar en su amiga y pateó las
frazadas. Las terminó de apartar con las manos y se sentó.
Llevaba una remera de manga corta y un short. El frío la
pinchó en los lugares que no estaban cubiertos por ropa. Se
refregó los brazos y las piernas. Se apretó el cuerpo hasta
apoyar las manos en los omóplatos.
No me puedo levantar, hace frío, pensó.
Castañeteó los dientes y sacudió la cabeza. Ahora ya estaba:
debía salir de la cama e ir al baño.
Está muy oscuro.
Chocolate por la noticia. Sí, estaba muy oscuro y no se veía
nada. Bueno, no es que no se advirtiera nada: algo sí se veía.
De a poco las formas iban poblando la habitación. Un caballo
balancín. Una silla con ropa. El cofre (así le decía su papá, pero
en realidad era un cajón de madera balsa) con juguetes que
casi ya no usaba. Había algo derrumbado sobre un rincón.
Parecía un cuerpo tirado.
Hay alguien en la pieza.
Sigilosa, bajó de la cama y se dejó llevar por sus pies. No, no,
no… Al llegar a un par de pasos del rincón suspiró: no era un
cuerpo derrumbado en su pieza, sino la ropa de hockey tirada
en el piso. Casi podía oír la voz de su mamá retándola. Y ahí
estaba el palo de hockey. Por un segundo le había parecido
una pierna flaquísima, y luego un fémur. ¡Qué estupidez! No
había nada que temer. Era su habitación, rodeada de negrura,
pero no había nada ahí que le pudiera hacer daño. Entonces
giró la cabeza hacia uno y otro lado y las vio. Sobre la mesita
de luz. Temblaban, se retorcían en la pared y fluctuaban. Eran

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las caras. Rostros de perfil de hombres, brujas, nenes. Las
mujeres que veía eran malas. Había una de tamaño diminuto
que no tenía pies (se le perdían en la oscuridad), se inclinaba a
lavar ropa en un río; el perfil de un hombre de nariz larga y
fina, como un duende maligno, la hizo estremecerse. Flor
abrió la boca sin darse cuenta y sacó el labio inferior. Era un
gesto que hacía desde pequeña cuando algo la asustaba. No se
podía mover. Ahora sí que estaba frente a algo innegable. Esas
caras se movían, el duende abría boca y se reía, y engullía la
cara de un nene. Flor desvió la vista. Apretó los ojos y cuando
volvió la vista hacia la pared sobre la mesita de luz, las formas
habían desaparecido.
Es mi imaginación, nada más.
Pero no se habían ido por mucho tiempo. Sabía que en
cualquier momento en que enfocara la vista en la pared las
caras volverían. Una mujer con pelos gruesos como víboras,
que serpenteaban por la pintura opaca de su pieza se formaría
y le intentaría morder la cabeza. Fijó su vista en la puerta. Se
decidió por fin y apoyó las plantas de los pies en el piso.
Estaba muy frío.
Sintió algo húmedo. Levantó un pie y notó la huella que se
borroneaba. Su cuerpo sudaba. Al transpirarle los pies y tocar
el suelo, el frío era más punzante. Seguía sentada en la cama.
No se decidía a ponerse de pie. Dirigió la mirada hacia la
puerta. Oyó un ruido detrás. A varios metros, le pareció.
Algo flotó delante de sus ojos en la tenue luminosidad del
cuarto.Lo siguió con la mirada. Le costaba enfocar. ¿Qué era
eso? Para mota de polvo era demasiado grande.
Un mosquito. Apenas sintió el zumbido. Se perdió en la os-
curidad bajo la cama. El visitante inesperado le hizo recordar a

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Josefina. Ella le había hablado de insectos. Le había erigido un
edificio de miedos, con sus departamentos, sus pisos amplios
de patas merodeadoras e invisibles, sus cuerpos alados que se
introducían en los orificios naturales de las personas sin que
una lo advirtiera, sus balcones de gritos y las puertas cerradas
para quienes quisieran huir.
Fue en un recreo. Arrinconó a Flor con un cuento de he-
chiceras que hacían un caldo con arañas y piojos, y cuando
descubrió la repugnancia tallada en el rostro de su amiga,
Josefina subió la apuesta: se puso en la salida de ese calle-
joncito (se encontraban entre la preceptoría y una pared del
patio) así no podía escapar de las descripciones que estaba
dispuesta a relatarle. Inventó (¿cómo saber si era invento?,en
verdad Jose hablaba con prestancia y todo lo que pronunciaba
parecía Palabra de Dios, como oían repetir al cura) que ali-
mañas ínfimas se arrastraban por las sábanas cuando Flor no
estaba en su cama, que el queso está compuesto de gusanos
vivos, esto te lo juro que lo vi en la tele, es re de verdad, y le
habló de los bichos bolita y las luciérnagas. Son ricos los
bichos bolita, en el verano con mi hermano los comemos
cuando estamos aburridos en el patio, dijo, y el desconcierto se
asentó más aún en el ceño de Flor. Y ni te cuento de las
luciérnagas. Son hadas. ¿Hadas? Preguntó Flor, aliviada, y re-
lajó el rictus amargo que le atenazaba el maxilar. Sí, pero son
hadas malas, atosigó Josefina, regodeándose en sus palabras,
gozando al ver cómo su amiga se veía más pequeñita en el
guardapolvo. Era como si Flor encogiera la cabeza en el
cuerpo, por el asco y los temblores. Son hadas malas, que
muerden y abren el paso a cosas peores. Cuando se quedan sin

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luz y mueren es que algo horrible llega a nuestro mundo. Qué
cosas, dijo Flor. Demonios, contestó Josefina.
Luego Flor empujó a Josefina y salió corriendo, fue al baño y
se encerró a temblar en un rincón, fuera de la vista de los
demás.
Las mariposas son asquerosas, le había dicho Josefina. Se
encierran en un capullo igual a lo que tenemos.
Que tenemos a dónde.
Ahí abajo.
Y le había dicho una palabra que por sus resonancias la
había idiotizado. Vulva.
El capullo de las mariposas era como una vulva, fuera lo que
fuese eso, pero ella no entendía porque ella no se podía ver y
además, ¿le podría salir un insecto por ahí? Eso la hizo estre-
mecerse. No quería ni pensarlo.
Me tiene cansada Josefina. La tengo que mandar a la mierda.
Ahora debía ocuparse de algo más inmediato. No de
Josefina y sus maldades dichas solo con el único motivo de
hacerla sufrir. Estaba parada en la oscuridad de su cuarto,
completamente a oscuras, y no recordaba qué era lo que iba
a hacer.
Hacer pis, se dijo. Tengo ganas de ir al baño.
Tomó aire y avanzó hacia la puerta de la habitación. A cada
paso que daba existía la posibilidad de que algo saltara hacia
ella desde las sombras. Imaginó una de las caras de las
paredes, una de esas siluetas que la atemorizaban moviéndose
junto a ella, sin salir del mundo de las dos dimensiones, esta
vez decidiéndose a asaltarla, estirándose como un chicle de
sombra con un cuello largo hasta alcanzarla y… ¿y qué le iba a
hacer? ¿Morderla? No importaba; si una de esas sombras se le

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aparecía de repente en su campo de visión daría un respingo.
Seguro que hasta gritaría. Pero nada la asaltó en su rumbo
hacia la puerta. Casi suspiró de nuevo cuando tocó con sus
dedos la madera de la puerta. La textura la tranquilizó. Se dio
cuenta de que el corazón le latía desbocado.
Tengo que tranquilizarme.
Era fácil pensarlo, pero otra cosa era estar rodeada de toda
esa… oscuridad.
Lo que más la martirizaba eran las posibilidades infinitas
que poseían las sombras. Se sentía inmersa en un mar de
negrura, y desde cualquier ángulo de la habitación, y en
cualquier momento, algo la podía rozar con sus dedos como
garras. Una mano fina y negra con uñas larguísimas se for-
maría en el ambiente irreal y denso e intentaría apresarla. Si
eso sucedía, ella enloquecería. No habría marcha atrás.
Nada bueno podía salir de la noche. Eso se lo había ense-
ñado la tele. Y los videos que Josefina le había recomendado
en internet. Algunos se los había mostrado en su celular, pero
de otros le había enviado el link en sus conversaciones
privadas para que ella los viera. Y aunque vivían en distintas
casas, en barrios distantes, Flor acataba esas órdenes con fir-
meza. Sabía que Jose la interrogaría más tarde, preguntándole
qué le había parecido tal o cual historia, y ahondaría en
detalles, evaluándola, y Flor no quería mentirle, pisarse y que
se diera cuenta. Lo que más quería era agradarle a su amiga.
Estiró la mano buscando el aplique para encender la luz
pero detuvo el gesto a mitad de camino. ¿Y si, cuando llegara
al botón, se encontrara con losdedos de alguien ahí? Apretó su
mano contra el pecho y dio un paso atrás. Temía tanto ese
contacto que prefería seguir a oscuras. Tomó el picaporte y
abrió la puerta.

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Al abrir la puerta la recibió una oscuridad más profunda.
Pensó en el mar. Casi pudo percibir las algas flotando en el
aire denso, como pequeños garfios curvados buscando arañar
a quien se adentrase en su materia.
Es mi imaginación, se dijo. Es solo mi casa, la casa de siempre, a
oscuras.
La negrura todo lo devoraba. Si te quedabas quieto se te
adhería a las manos, a los hombros, los pies eran recubiertos
por un hollín elástico que te subía por las plantas y los tobillos,
en los pulmones se extendía como brea. ¿Qué podía salir des-
de ahí? De todo. Todos los miedos, el comienzo de todos los
males, se gestaban cuando la luz se apagaba.
Sintió los pies estaqueados, empujó el cuerpo y solo logró
que se adelantara el torso. Una parte del cuerpo ya no le
respondía. Estaba tan asustada frente a lo que pudiera salir de
ahí que las piernas estaban rígidas como palos, parecía que la
articulación de las rodillas se hubiera anquilosado.
Tengo que hacer algo. Así no se puede…
¿Desde cuánto hacía que el miedo la paralizaba? Eso no
estaba bien. Seguro eran las ideas que alguien le había metido.
Si algo aparece en el pasillo me hago pis encima.
No era un pensamiento agradable. Decidió hacer una tregua
con la oscuridad. Se le ocurrió que si la interpelaba tal vez los
demonios en el lado oscuro del mundo le tomaran… simpatía.
No sabía si eso era posible, pero al menos lo intentaría. Sería
como hacerla suya.
Hola, oscuridad. Quiero aclarar los tantos. Yo voy a ir hasta el
baño. Voy a atravesar el pasillo y voy a dejar que me rodees, pero no
me toques, que nada se me acerque, no te doy permiso, esta es mi casa
y hasta ahora nos llevamos bastante bien. No dejes que, al menos

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hoy, nada viscoso se me presente. Ahora ya sabés. Voy a entrar en
vos. No me chilles, no me babees. No me mates. Mantené a raya a
los tuyos.
Como plegaria era una estupidez. Se había puesto en una
posición de exigir. Al menos lo había intentado. Ahora solo
restaba andar y esperar que nada le ocurriera.
Dejó atrás el umbral, y la sensación que tuvo fue la de un
astronauta que se desprende de la nave, o la de un aventurero
que desengancha del crucero un pequeño bote para investigar.
Dio unos pasos y miró hacia atrás. Reverberaba una lumi-
nosidad aguamarina, casi corrió de vuelta hacia su cama, pero
¿era eso lo que quería? Ahí estaban en la pared las sombras
malas. Mejor no.
Siguió avanzando hacia el baño. Tocó la baranda de la
escalera, a su izquierda, y continuó hacia la puerta que veía
más adelante. La puerta de la habitación de sus padres estaba
a su derecha. Se encontraba firmemente cerrada. Flor casi llegó
al tramo final del pasillo cuando oyó un ruido abajo. Se
detuvo. ¿Era ese el sonido que la había despertado? Ahora que
el silencio volvía a adherirse en las paredes y en cada
centímetro del ambiente le pareció que en realidad no había
oído nada. ¿Sería que la imaginación le jugaba una mala
pasada? No podía ser: estaba segura, segundos antes, de que
un ruido había venido desde la planta baja. Ahora dudaba de
si había oído algo.
Seguro era su mamá que se había levantado y había ido a
la cocina a tomar agua. Sí. Debía ser eso. Luego recordó que
su madre siempre se llevaba un vaso de agua que colocaba
en la mesita de luz, por si se despertaba con sed a mitad de

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la noche. Y además, la puerta de sus padres parecía
firmemente cerrada.
¿Qué otra opción había? Se dijo que la madre cerró la
puerta para que su padre no se despertara. Y en cuanto a lo
que estaba haciendo… Bueno, solo tenía que bajar y echar
un vistazo.
De repente deseó con todas sus fuerzas ver a su madre. La
imagen de ella, con una remera sin mangas, descalza, apoyada
en la mesada, envuelta en el zumbido de la luz eléctrica, con la
mirada perdida hacia adelante, bebiendo un vaso de agua la
tranquilizó. Su madre se volvería hacia ella y le diría «¡Hola,
corazón! ¿Qué pasó? ¿No podés dormir?». Sus manos le aca-
riciarían el pelo y la acompañaría al baño. La presencia de su
madre podía desterrar todo lo que habitaba en las sombras. Se
tomó de la baranda y comenzó a descender.
No se equivocaba: había una tibia luminiscencia que venía
de abajo. Cuando llegó a la sala comprendió que realmente
había alguien en la cocina.
Una vez en la planta baja enfiló hacia allá. Pasó junto a la
sala en donde el televisor apagado reflejaba su figura borrosa.
Evitó enfocar la vista en él. La deprimía la imagen de la
pantalla como un pozo profundo en la pared. De día era un
aparato que chillaba y llenaba todo con sus colores fuertes;
solo alegría provenía de ahí. En cambio por la noche parecía
un aljibe, con su agua quieta y misteriosa en el fondo. Se le
antojó como un dedo mutilado, o más bien un muñón, es-
perando la parte restante. Rodeaban al aparato la mesa con las
sillas y unos sillones. Las sillas le parecieron maniquíes. Solo
por el rabillo del ojo los percibía. Creyó que alguno se movía

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hacia ella, observándola para verla pasar. Siguió de largo
apurando el paso.
Era su imaginación, nada más. Los nervios normales de
caminar sola por la casa a altas horas de la noche.
Incluso los ruidos parecían amplificados de noche. Ese
rasguño, por ejemplo… Se detuvo. Un gato arañando una
bolsa caída. A eso le sonaba. Eran uñas, indudablemente. Ellos
no tenían gato, ni mascota alguna.
Algún animal entró a la casa, pensó.
Cuando se encontraba a pocos metros de la cocina la luz se
apagó.
No sonó el interruptor, ni se oyeron pasos.
Esta vez la oscuridad la sorprendió como una presencia
física, como una pared infranqueable. Caminó envuelta en la
noche dentro de su casa, un universo nefasto, y presionó la
tecla de la luz. La claridad inundó todo.
No había nadie. La cocina estaba desierta. El sonido de
rasguño había cesado. Se intranquilizó un poco, porque espe-
raba encontrarse con su madre, y se dio cuenta de que había
deseado verla como se espera encontrar un oasis. Con curio-
sidad, se adentró en la cocina y miró. Más allá de la mesada
las cosas estaban en su lugar: las cacerolas escurriéndose, un
cuchillo y una naranja partida al medio sobre un plato. Una
canasta con frutas, de la que sobresalían unas bananas, se
encontraba al lado de la cafetera. Junto al horno había algo
tirado. Se acercó y vio que era una bolsa de residuos. Pero la
basura no tenía que estar ahí, sino en su sitio, que era tras la
puerta del bajomesada. ¿Quién la había puesto ahí? ¿Quién
había urgado en ella? ¿Y quién había prendido la luz, y luego,
cuandoFlorseacercó,lahabíaapagado?Demasiadaspreguntas se

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revolvían en su mente, y comenzó a agitarse. El temblor
comenzó al mismo tiempo en todo el cuerpo, desde las plantas
desnudas de los pies hasta la frente. Las manos se le sacudían.
Cerró los dedos en un puño y comprobó que de nada servía.
Algo gritó y se marchitó dentro de ella. Una conciencia nueva
afloraba: había cosas raras en el mundo, e iban más allá de su
comprensión. Ella había visto la luz encendida, y luego cómo
era apagada. ¿Quién mierda jugaba con ella? El temblor
remitió de a poco y tomó varias bocanadas de aire. Se alejó de
la bolsa tirada. Casi sin darse cuenta apagó la luz y fue hacia el
pasillo más allá, a donde estaba el baño de la planta baja.
La imagen de las alacenas pulcras, brillantes, la grifería
inmaculada, el piso de mosaicos grises perfecto salvo… el leve
rastro de algo que había sido sacado de la bolsa de basura (¿o
había entrado?). Eso le atosigaba los pensamientos. Apretó los
ojos. Ahora sí sintió un caleidoscopio tras los párpados: una
línea montañosa anaranjada con un cielo y un terreno
negrísimos.
Se parapetó en el inicio del pasillo que daba al lavadero y
más allá, al baño. La puerta del baño estaba abierta.
No necesitaba encender la luz. Del lado derecho había una
galería vidriada por la que entraba la luz de la luna, que con
su resplandor frío permitía ver casi todo. Al final del pasillo,
por ejemplo, podía advertir la pileta del baño y adivinar la
presencia mastodóntica de la bañera de patas de león. Iba a
avanzar hacia ahí (el temblor se había concentrado en el bajo
vientre recordándole que debía evacuar) cuando notó algo.
Había alguien parado frente a la puerta,medio a un costado,
porque dejaba ver el interior a oscuras, con el cuerpo inclinado
hacia atrás, apoyado contra el marco de la puerta.

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Era una mujer, un poco más alta que ella, vestida de blanco.
El cabello negro y largo le enmarcaba la cara. Lo más lla-
mativo era la cara, porque los ojos eran dos pozos grandes y
profundos, con un brocal que ocupaba parte del pómulo y la
frente, y la nariz y la boca se unían en una trompa que
terminaba en el mentón. La palidez era terrible: brillaba la piel
reflejando la luz de la luna. Tenía dos pecas grandes de cada
lado de la cara (o lunares, desde la distancia Flor no podía
precisarlo bien), una debajo de la otra.
Y la miraba.
Eran cuencas negras y la miraba. Ella no podía notar el
blanco del ojo pero sabía que era observada.
La intrusa estaba quieta, con la espalda apoyada contra el
marco, como cuando uno espera el colectivo, con la cabeza un
poco tirada hacia atrás.
Un breve movimiento hizo que Flor dirigiera la vista hacia la
rodilla de la chica: un gusano largo como su antebrazo salió de
debajo de la falda, con sus antenas y sus decenas de patas, y
comenzó a trepar por el cuerpo hasta desaparecer entre su
pelo y la espalda.
Flor había quedado paralizada. Extrañamente, su cuerpo no
reaccionaba impeliéndola a huir. Solo miraba a la chica que a
su vez, quieta, le devolvía la mirada.
La chica de larga trompa abrió una mínima boca y bajó la
cabeza, como mirándola con atención. Fue un gesto firme que
mantuvo mientras entraba al baño a oscuras, sin quitarle la
vista de encima. Las sombras se la tragaron.
Flor se dirigió hacia el baño. Como cuando la acometió el
temblor, no podía controlar su cuerpo. Sus piernas la guiaban
hacia adelante y ella se dejaba ir, mansa.

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La puerta ahora se brindaba sola, abierta como una herida
rodeada de sangre negra.
Mientras avanzaba, sabía que iba a entrar, que no encen-
dería la luz.
Algo le llamó la atención: sobre su cabeza había decenas de
luciérnagas, que relumbraban con intensidad por un segundo
y luego fenecían. Daban un último resplandor antes de pre-
cipitarse al suelo.
Sus pies la acercaban inexorablemente a la boca negra que
dibujaba la puerta del baño en la quietud de la noche. Ya no
sentía frío en las plantas de los pies, ni deseos de orinar.
Las hadas caían.

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Horrendo

—¿ F alta mucho para llegar a Tornquist?


—¿Me estás cargando?
—No entiendo por qué te ponés así: pesado.
Aylén apretó los labios y miró el campo que pasaba a ambos
lados. El trigo se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Faltaban unas semanas para la cosecha y el calor apretaba.
Dentro del auto se estaba bien: Federico había puesto el aire
acondicionado al rato de salir de Bahía.
—Aylén,noteenojes,peroteavisécuandopasamosTornquist. Y
vos estabas en otra.
Ella giró la cara hacia él. No dijo nada. Como Aylén tenía
puestos sus lentes de sol Federico no pudo entender la mirada.
¿Era esa una manera de pedir perdón?
—Seguro estabas durmiendo.
—Escuchaba música con el celular —reconoció ella, ha-
ciendo un mohín. Él recién entonces advirtió los auriculares.
—¿Y para qué querías saber dónde está Tornquist?
Aylén arrugó la nariz y se concentró al frente.
—Tengo que ir al baño. No aguanto más.
Federico pensó que ella lo decía para molestarlo. Desde lo de
Antonella que no lo perdonaba. Él solo veía en una dirección:
Aylén buscaba la manera de martirizarlo todo el tiempo. Cada
gesto, cada palabra de ella tenía como objetivo recordarle su
intemperancia. Pero no podía enfrentarla así nomás. Eso avi-
varía la hoguera del resentimiento y ahí ella se sentiría más

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cómoda. Lo tenía en claro Federico: nunca hagas enojar a una
mujer. En el terreno de la disputa ellas se mueven más
cómodas. El truco, entonces, es eludir el conflicto, aunque se
presente patente frente a uno.
Aylén había tenido relaciones violentas, y en Federico había
encontrado un hombre que en verdad la amaba. Le costó
entender que no la golpeara frecuentemente. Después de su
relación con Roberto aún le sorprendía que ante un desen-
cuentro leve como aquel, una desavenencia banal, su pareja no
la abofeteara o la pellizcara fuerte. Miró a Federico de soslayo.
Su novio manejaba, atento a la ruta. Deseó abrazarlo pero se
contuvo. Aún estaba enojada. No recordaba por qué.
Pasaron junto a un cartel que, raudo, les mezquinó su
ubicación.
—¿Estás seguro a dónde estamos?
Federico la miró.
—¿No confiás en mí?
—¿Y falta mucho?
Él se compenetró en la ruta. Un camión que venía en sentido
inverso hizo señas de luces y les tocó bocina.
—¿Qué quería? —preguntó ella.
—Nada. —Ni bien contestó se dio cuenta de que su respues-
ta había sonado mal. Intentó sonar más relajado—: Podrías
cebar unos mates.
—Ya se lavaron. Me duele la cabeza, podríamos estirar las
piernas un rato.
Vacas y terneros vieron más allá. Cada tanto advertían ar-
boledas rectas que terminaban en una explosión verde a lo
lejos. Eran las estancias, explicó él. Se pensaba que era tarada,
replicó ella.

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Entonces Aylén se irguió en el asiento. Los labios pintados
de rosa se curvaron en una O.
—Hay una parrilla. Pará acá. Este viaje es un embole.

El hombre tendría más de sesenta años. La piel oscura curtida,


con profundas arrugas junto a los ojos y en el cuello, denotaba
una vida dura dedicada al trabajo. Vestía una camisa des-
lucida, un vaquero roñoso y alpargatas.
—¿Tiene idea a dónde estará el mecánico? —preguntó
Federico.
Se pasó una mano por la nuca. El sol hería con fuerza. Sentía
la transpiración bajar rápido por la espalda. El cambio de
temperatura entre el interior del auto y el exterior fue notorio.
Aylén estaba detrás de su novio, observando al hombre.
Federico no la veía, pero siguió la mirada del tipo y pensó en
la imagen que le llegaba: una mujer joven, con las piernas
flacas desnudas, vestida con minishorts de jean y sandalias
con plataforma, poco apropiadas para la zona, una remera
blanca mínima dejaba ver el piercing en el abdomen chato, el
pelo rubio atado en una cola alta, la mano alzada soste-
niendo la cartera. Seguramente, no había muchas mujeres así
por esa zona.
Aunque en ese juego su novia no era tan inocente: si se había
quedado ahí, esperándolo, seguro era por algo. Miró la entre-
pierna del hombre. Debajo del pantalón abultaba mucho.
Aylén, parapetada detrás de sus anteojos oscuros, miraba sin
remordimientos. Se imaginaba que se arrodillaba en la tierra
dura y caliente y descorría el cierre de la bragueta y liberaba
una pija del tamaño de una boa.

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—No va a volver hasta la tarde. Lo vinieron a buscar de un
campo cercano. —El hombre achinó los ojos y Federico no
sabía si lo estaba viendo a él o a la chica detrás suyo.
—Está bien, gracias. Vamos, amor. Entremos.
—¿Qué pasó?
—Una óptica del auto no funciona. No pasa nada. Espero
que en la caminera no nos rompan las pelotas.
—Cuando lleguemos a Sierra seguro se soluciona todo. No
te calentés.
En el ambiente giraba un solo ventilador de techo. Aylén se
sacó los lentes y caminó entre las mesas vacías. Solo había un
par ocupadas. Dos camioneros volcaban sus corpachones so-
bre una mesa del fondo y una familia con sus dos hijos (una
bebita y el varoncito insoportable, de unos cuatro años, que se
quería bajar de la sillita a toda costa), en el centro del salón.
Eligió una junto al ventanal. El centro de mesa era un adorno
de madera con forma de duende.
—Esperemos que la comida esté buena. ¿Qué querés tomar?
—Federico le preguntó mientras descorría la silla y se sentaba.
—Una Sprite. Pasame la carta. Qué feo este duende. No en-
tiendo cómo hay gente a la que le pueden gustar estas cosas.
—¿Fuiste al baño? Es en donde van las servilletas. No hay
más. Ahora pedimos que pongan —dijo Federico, y como vio
que su novia asentía, distraída, mirando qué iba a pedir, y al
verla con mejor ánimo, dijo—: Cómo mirabas.
—¿El qué? —Aylén repasaba concienzudamente la carta.
—Al viejo ese, ahí afuera. El bulto. El paquete.
—Callate, pelotudo —sonrió Aylén.
—Si serás puta —replicó él, divertido. Luego recordó algo
y agregó—: No, en serio. Escuchame. Mi vieja tenía una

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empleada cuyo marido trabajaba en el campo. Son gente
rara, los del campo.
—¿A qué te referís?
—Mi vieja decía que el tipo seguro se culeaba a los caballos.
O a las ovejas.
—No digás gansadas. No hay ovejas por acá.
—Bueno, da lo mismo. La gente del campo tiene otro ritmo.
Son más fogosos. Se calientan por todo.
—Hablando de otro ritmo… estaría bueno que viniera un
mozo.
El celular de Aylén vibró y la rubia se dedicó a contestar.
Sus uñas moradas iban y venían por el aparato, escribien-
do enfervorizada.
—¿Con quién hablás? Podrías dejar el celular un rato. —
Federico se empezaba a enojar de nuevo. Los rescoldos eran
viejos, pero aún servían—. La idea era desconectarnos de
Bahía por todo el fin de semana.
—Son las chicas. Además después no vamos a tener señal.
No me mires así. Vos me dijiste que del otro lado de las sierras
no hay conexión.
—Es verdad. Cuando tenés razón, tenés razón. —Federico
tomó su celular pero no pudo usarlo; enseguida un hombre
estaba parado junto a ellos.
—Buenos días. ¿Saben qué desearían para beber? —El mozo
era un hombre jovial, de más de cuarenta años, envuelto en
una camisa blanca y un chaleco negro que le quedaba holgado.
Lo coronaba una cabeza demasiado pequeña para el cuerpo.
Tenía el pelo rojizo y escaso, y los ojos azules como arroyos
fríos.
—Una Sprite. Y un porrón de Quilmes —dijo Federico.

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—Vos estás manejando. —Aylén levantó la vista de su celu-
lar y la clavó en los ojos marrones de él—. No conviene que…
—Un porrón no hace nada.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Y nos podría traer servilletas, por favor?
El mozo trajo las bebidas y le encargaron parrillada.
Aylén cortó pan con el cuchillo y se quedó contemplando la
hoja serrada.
—Vos estás nerviosa por lo de Cati —rezongó Federico.
Ella refunfuñó. Catalina, su hermana menor, había tenido un
accidente de tránsito: había chocado con un colectivo de
noche, mientras iban o volvían del boliche. El control de
alcoholemia había arrojado un número apenas más alto que lo
permitido, y desde entonces para su familia y para su novio
«Catalina tenía problemas con la bebida». Ella no defendía a
su hermana. Es más, le parecía una idiota en muchos aspectos,
pero no justificaba para nada la manera de ver las cosas de los
demás. Había abollado el paragolpes y roto la óptica del auto
de ambas. Además, ya habían pasado dos meses desde el
hecho. Ya era cosa del pasado.
—No digas pavadas. Una cosa es ponérsela en la ciudad, a
treinta kilómetros por hora, y otra es chocarte de frente a más
de cien en la ruta. Manejo yo.
Aylén trozaba la rodaja de pan con los dedos y los amon-
tonaba a un costado del plato.
—No. Yo estoy bien. Una cerveza helada me viene bárbaro
para matar el calor.
El mozo trajo la parrillada en un infiernillo. Las mollejas y
el

64
costillarcrepitaban.Desdeelmetalveníaunintensoyagradable
calor. El aroma de la carne los envolvió y ol-vidaron las
discusiones.
—Mirá esa morcilla —dijo Federico, con una sonrisa infan-
til—, así de grande la debe tener el viejo de ahí afuera.
Ella se rió y lo miró servirse. Sintió que lo amaba. Se prome-
tió no hacerle problema por cualquier cosa. El plan era pasar
cuatro días, de viernes a lunes, en una cabaña alquilada,
alejados de todo y de todos. Sería una interesante prueba.
Luego de seis meses de novios iba a ser la primera vez que
pasarían tanto tiempo juntos.
Ojalá haya televisión, por lo menos. Sin señal de teléfono ni
internet la perspectiva se le hacía durísima.
—¿De qué hablaban con el viejo ese? ¿Qué le preguntabas?
—Por un mecánico. No anda bien una luz.
—Cierto.—Aylénsediocuentadequepreguntabademás,que
ya sabía lo del problema eléctrico. Solo hablaba para generar
charla. Después de todo ese era el motivo del viaje. Conectar-
se. Mirarse a los ojos y hablar. No quería que la pareja se fuera
a la mierda. Apostaba por Federico. Nunca había conocido a
un hombre verdaderamente bueno. Aunque sospechar que se
escribía con Antonella había sido un cimbronazo para su
amor.
Ella no debería haber hecho lo que hizo. Pero la tentación
había sido muy grande… y al fin y al cabo había tenido
razón… Él se había metido a duchar y había dejado el celular
sobre la mesa. Aylén lo había tomado y descubrió, con gozo,
con nervios, que no tenía password. Se metió en los mensajes
y descubrió que se mensajeaba con un tal Gastón A. Pero en la
charla se decían cosas como «amor», y Federico le decía

65
«linda» y «diosa». Y en un mensaje descubrió que la llamaba
«Anto». Así se llamaba su ex. Eso la había enfurecido, y ha-
bían estado a punto de cortar. Él le había jurado que no era esa
chica, que era solo un juego con otra, que no pasaba a ser más
que simple coqueteo. Lo obligó a borrar el contacto. Estu-
vieron un tiempo distanciados.
Ahora él le estaba contando algo.
—Mi hermano, vos sabés que es viajante, me contó que en
un local a la vera de la ruta, por Chapadmalal o por ahí, no
sé, había una gomería al lado de un restaurante, como en este
caso, y el de la gomería convivía con un travesti. El tipo
arreglaba la goma de los camiones y el trava le tiraba la goma
a los conductores. Un negocio redondo. Seguro hacían un
montón de guita.
Ella sonrió ante sus comentarios desubicados. Desde que lo
conoció que hacía chistes malos y decía frases fuera de lugar.
Sabía que era una manera de llamar su atención. Por lo demás,
en cualquier circunstancia, mantenía un vocabulario correcto y
una apostura encomiable. Todo un caballero inglés.
Los padres de la mesa que estaba más del centro del local se
habían cansado de chocar contra los deseos de su hijo, que
ahora corría por todo el establecimiento, de lado a lado,
tocando con sus dedos en una loca carrera los vasos que
encontraba a su paso, al borde de los manteles. La madre
chistaba cada vez más alto y lo reprendía, pero el chico la
ignoraba. El padre miraba con gesto torvo su plato y engullía
lo que ahí había. El nene se acercó a su madre, que intentaba
razonar con él, abrió su mano y le dio una palmada fuerte en
la rodilla.

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El marido seguro le pega, pensó Aylén. De algún lado el pendejo
aprendió la manera de tratar a una mujer.
En cambio, ahí frente a ella estaba su novio, Federico, que la
había buscado por casi dos años. Ella lo había ignorado, nunca
supo bien por qué, mientras salía con drogadictos y violentos.
Podría soportar sus malos chistes. Eran preferibles a los malos
tratos. Elegir a Federico era aprender a quererse. Sabía que él
haría lo que fuera por ella. Y a ella le gustaba ponerlo a prueba
a veces.
—Voy al baño —le avisó mientras él continuaba comiendo.
—¿No habías ido? —Federico tomó un trago de cerveza.
—Sí… No. Voy de vuelta.
No quería contarle que había rodeado la edificación y se
había topado con un muchacho que llevaba una carretilla
repleta de pastos y ramas. La había mirado con una mirada
muerta. No sabía cómo explicarlo. Le había dado miedo.
Además había un grupito bajo la sombra del alero, y para ir
hasta el baño debía pasar delante de ellos. Se hubiera sen-
tido incómoda. Por ahí alguno le diría algo. Por eso había
desistido.
Mientras almorzaban se había percatado de que podía
acceder a los baños por dentro del restaurante. Así que hacia
ahí fue.

Federico pagó la cuenta y se puso a esperar, haciendo tiempo.


Se puso a charlar con el mozo.
—¿Vienen por la pesca?
—No. vamos a disfrutar de un retiro entre las sierras. Para
hacer algo distinto.

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—Hay pique. Es la temporada de truchas. Vaya a la zona del
arroyo, un lugar que llaman la hoya. Hágame caso, si vino
para eso me lo va a agradecer.
—Gracias. Pero le repito que no me interesa la pesca.
—Cuando muerden el anzuelo es una sensación fenomenal,
yo sé lo que le digo. Una vez con mi viejo, de esto hace mucho
tiempo, imagínese, yo tenía ocho o nueve años, sacamos en
una laguna de la zona un pez de tres ojos, créame. Lo más raro
de todo es que tenía cara de persona, no sé cómo describírselo.
Tenía una nariz humana. Y dijo algo. Le juro que nunca me
voy a olvidar lo que gritó cuando mi padre sostuvo la tanza
sobre mi cara e inspeccionamos el raro animal.
Federico, exasperado, ahora se mostraba curioso.
—¿Qué gritó? —bajó la voz porque advertía el gesto cóm-
plice del hombre. Este echó una mirada a su alrededor y, al
ver que nadie más podía oírlo, frunció el ceño, rememorando.
—«¡Yo soy un dios!» —susurró, tajante. Las pupilas se cla-
vaban en las de Federico pero la conciencia del hombre no
estaba ahí. Habitó, por unos segundos, un tiempo pretérito en
que lo maravilloso se conjugaba con el horror. Luego su cara
se volvió la de antes, un hombre amable que quiere atender
bien a su clientela, y se enderezó.
La concha de la lora, pensó Federico.
La anécdota lo había asustado. Era raro sentir miedo ahí, a
un costado de la ruta, un soleado mediodía de verano, sentado
a la mesa de un restaurante. La mesa de madera era demasía-
do sólida. Ningún recuerdo podía resquebrajar la tranquilidad
de la modernidad. Afuera, para apoyar sus pensamientos,
pasaron un camión que transportaba combustible y dos ca-

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mionetas fastuosas. El sonido de un chajá y las piedras que
rodaban en la banquina lo espabilaron.
—Esa noche volvimos en silencio en la camioneta con mi
padre. Pasó mucho tiempo hasta que pudimos hablar del
tema. Él siempre me corrigió, lo negaba. Me decía «No,
Ricardo, seguro oíste mal. Yo estaba ahí y el pescado solo
estaba atorado». Pero a mí no me cagaba. Yo estuve ahí y sé lo
que oí. Trato de no pensar en eso, era muy pequeño, es cierto,
pero a veces por la noche mi mujer me pregunta qué hago
mirando hacia el campo, hacia la oscuridad total. Y no sé qué
decirle. Imagínese que le dijera «Va a venir». ¡Se muere de un
ataque! A veces temo que el ser ese salga un día de la laguna y
me busque. Porque, del susto, esa vez solté todo y el pez
deforme volvió al agua. Era el lugar desde donde no tenía que
haber salido. No sé por qué le conté esto. Hoy voy a tener que
tomar dos pastillas para dormir.
Tras lo cual, ofendido consigo mismo, el mozo desapareció
rumbo a la cocina, dejando a Federico mirando la ruta
solitaria, cómo se cocinaba el asfalto con el sol del verano. Vio
una pequeñísima lagartija que atravesó la ruta.
—Las zonas rurales tienen unas historias espantosas —se
dijo en voz alta. Y luego, bajando el tono—: La concha de la
lora.

El baño no era tan sórdido como temía. Aunque el olor a orina


era insoportable, y unido al desinfectante generaba un hedor
que tornaba irrespirable la atmósfera.
Qué lástima, me gustaba este restaurante, se dijo Aylén.
Se miró someramente el pelo y el maquillaje y se dirigió a un
compartimento. Cortó papel higiénico —gracias a Dios que al

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menos no faltaba eso— y lo dispuso en tiras sobre la tabla del
inodoro. Recién ahí orinó. Alguien tiró la cadena, luego oyó la
puerta de al lado chirriar y más tarde el agua de la canilla, el
aparato que expelía aire caliente. Los pasos se fueron.
Tenía una buena predisposición de ánimo. Una descanso de
ese tipo, aunque fueran unas minivacaciones, servían para
relajarse al máximo. Ella le había hecho alquilar a Federico
esas cabañas porque contaban con spa. La iban a pasar bár-
baro. Cabalgarían y disfrutarían de la naturaleza. Todo sería
muy romántico.
Presionó el botón de la mochila del inodoro, vio cómo el
agua se iba. Advirtió una cucaracha muerta contra la pared.
Arrugó la nariz y salió del cubículo.
Se lavó las manos y supervisó el pelo. Se volvió a hacer la
cola frente al espejo. Se enjuagó la cara. Buscaba papel para
secarse cuando la puerta de un cubículo detrás de ella se abrió.
Salió una mujer de edad indefinida, que con su cara de galgo,
de rasgos duros y boca como una línea obtusa la miraba des-
caradamente.
Qué ordinaria. Típico de pajuerana, se dijo Aylén.
Se puso nerviosa, no podía sacar más papel del aparato
adosado a la pared. No quería utilizar la máquina de aire
caliente porque tardaría más. Y ya no quería compartir más es-
pacio con esa desubicada que la miraba de arriba abajo. Ahora
sabía lo que estaba pensando: que estaba muy desnuda.
¿Acá en el campo se visten como monjas o qué onda? Recordó
por qué le gustaba la ciudad: eras un número más, podías
hacer lo que se te diera en gana. Y vestirte como se te antojara.
La mujer se colocó junto a ella y se sacó la dentadura pos-
tiza. Mientras la sostuvo en la mano escupió en la pileta un

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sonoro —y glutinoso— gargajo. Luego procedió a llenar de
agua las palmas unidas y hacer buches.
La rubia abrió el bolso y buscó un pañuelo de papel,
cualquier cosa con tal de secarse y salir cuanto antes. No
encontraba nada. Solo había polvos de maquillajes, cremas
para las manos y demaquillantes, chuflines, banditas elás-
ticas, atados de Marlboro, esmaltes, una libreta y una birome,
una vincha, la billetera.
—Vos no sos de acá —le dijo la vieja. Ahora, sin la den-
tadura puesta, se notaba que era muy grande. ¿Cómo no lo
había notado antes?
—¿Perdón? —Aylén no esperaba que le hablara y sus pala-
bras la tomaron por sorpresa.
—¿Qué hacés acá? —La mujer miró al techo y Aylén com-
prendió que estaba loca.
Quería irse de ahí. El baño público se le antojó de repente
una celda sin aire.
Le tembló el labio inferior y sintió que sus ojos se le llenaban
de lágrimas.
Controlate, Aylén. Ya no sos una nena, tenés veinticuatro años.
La orden pareció surtir efecto y parpadeó fuerte para que las
lágrimas desaparecieran.
La vieja bajó la vista y la miró. Parecía una gran pulga gris
que camina en dos patas. Dio un paso hacia la chica.
—Aléjese. —Aylén apretó el bolso con su pecho.
La vieja volvió a mirar hacia el techo.
—¡Están todos condenados! —gritó. Una costra de saliva
blanca le bordaba la comisura y algunas partículas llegaron
hacia el rostro de la chica parapetada tras su bolso.

71
Eso hizo que Aylén empujara a la señora, que cayó al piso.
Despatarrada le dio más miedo aún.
Al intentar huir Aylén resbaló y chocó un hombro contra
la pared.
La vieja se revolvía lentamente en el suelo, sin dar señales de
querer levantarse. Desde ahí decía cosas que a Aylén no le so-
naban a palabras conocidas. Eran cosas sin sentido, susurros
que eran como el sonido del viento entre los vidrios rotos de
una casa derruida.
—Loca de mierda —puteó Aylén. No intentó levantar a la
anciana. Abrió la puerta vaivén y salió hacia el local.
Fue hasta la mesa pero no encontró a Federico. Lo vio a
través del ventanal, esperándola junto al auto.

—El mozo me contó una historia resarpada. —Federico se


salía de la vaina por compartir esa historia con su novia.
Aylén lo notó pero no tuvo reparos en negar con la cabeza.
—Ahora no. Vámonos.
Él advirtió que estaba compungida.
—¿Qué te pasó…? ¿Te pasó algo?
—Nada. No quiero perder tiempo. Quiero llegar a la cabaña.
El gesto contrariado de ella hizo que Federico desistiera. No
era el momento, entendió, para sonsacarle algo. Tal vez más
tarde largara qué le había ocurrido.

Al rato iban por la misma ruta de la mañana. Los sembradíos


eran similares, las parcelas a ambos lados eran cuadrículas de
un trazado milimétrico. Se repetían hasta los animales. Aylén
temió que estuvieran en una película de ciencia ficción y que
no les hubieran avisado.

72
Sería tremendo vivir siempre la misma secuencia. Quéhor- ror,
pensó.
Se dio cuenta de que no sabía fehacientemente a dón-
de estaban.
—El GPS anda para el orto —respondió Federico luego de
que ella lo cuestionara.
Aylén desenganchó el aparato y lo apoyó sobre sus piernas.
No sabía cómo funcionaba, pero tampoco sería tan difícil…
Pasaron varios minutos —tal vez tan solo veinte, pero para
ellos semejaron varias horas— y por eso Federico giró el
volante cuando vio venir un camino vecinal y se adentró en él.
—Debe ser por acá —sentenció. Aylén no dijo nada.
Ahora el terreno se volvió pedregoso, el camino se elevó a
ambos lados del auto y terminaron avanzando sumergidos en
un pozo. El alambrado quedó más alto que ellos, parecía como
si estuvieran descendiendo. No veían nada más que el camino
por delante. En varios lugares había baches en donde sobre-
salía la arena. Federico debió aminorar la velocidad por temor
a colisionar.
Sería patético que tuviéramos un accidente en esta ruta desierta en
donde no anda ni el loro.
Además, caviló, si tuviera un percance mientras manejara
Aylén habría tenido finalmente razón. La cerveza había estado
de más en su almuerzo.
Yo puedo con este autito.
Era el vehículo de su madre. Un Ford Focus de tres años
atrás.Circulabaconsolturaentodotipodeterrenos,peroese
camino… era difícil. Era un armatoste moderno ideado para
circular en caminos pavimentados, no en ese remedo de
sendero.

73
Las cubiertas se deslizaban por las piedras y tomaban ve-
locidad. Oyeron un golpe fuerte en la carrocería, debajo de
sus pies.
—Bajá un poco la velocidad —sugirió Aylén.
—No pasa nada —replicó Federico, confiado.
Pero en verdad no estaba del todo seguro. Se apuraba
porque quería llegar, pero no sabía hacia dónde iban. Si se
había equivocado de rumbo, el berrinche de Aylén era lo que
menos le importaba. Solo quería darse cuenta si iban bien o si
debían retroceder y volver a la ruta principal. Y eso lo sabrían
cuando llegaran a algún sitio.
Luego de un recodo del camino la vieron: una casa grande de
madera, rodeada de árboles añosos. Más allá había un galpón
enorme y un tanque australiano. Pasaron la tranquera abierta.
Federico tuvo cuidado de encajar las ruedas en el surco que
incontables vehículos habían horadado antes que ellos.
Eso no parecía el complejo de cabañas que habían alquilado.
Federico iba a abrir la puerta del auto cuando el ladrido lo
sobresaltó. Aylén gritó. Un perro furioso, completamente ne-
gro, se había apostado delante del auto y toreaba al motor.
Ninguno de los dos atinó a bajarse.
Aylén vio la comisura de la boca, los colmillos amarillentos
y la baba espesa y blanca que salpicaba el can. Le recordó a la
vieja loca con quien había tenido el altercado en el baño del
restaurante y se estremeció. Este fin de semana no estaba
saliendo como lo había planeado.
Se habían detenido a varios metros de la casa. El perro
caminó hacia atrás, todavía ladrando, agachó la cabeza y se
fue trotando hasta perderse tras la casa.

74
—¿Vas a bajar? —preguntó Aylén. Se había tomado las ro-
dillas por la impresión que le había dado el perro.
—Necesitamos saber a dónde estamos. Y cómo llegar a
Sierra —respondió Federico. Abrió la puerta del conductor y
se oyó el sonido que avisaba que las luces del auto estaban
encendidas. Ya con el cuerpo afuera del vehículo Federico se
inclinó sobre el tablero y apagó las luces. Luego cerró la puerta.
Aylén miró la casa de dos pisos, la madera gris de la fa-
chada, combada en donde la humedad había hecho estragos.
No parecía haber nada amenazante, el perro había desa-
parecido. Abrió la puerta y se bajó también.
Fue junto a su novio y un zumbido pronunciado la hizo
mirar hacia su izquierda. Detrás de unos pajonales había un
gran número de moscas. Seguro era un pozo en donde tiraban
losdesperdicios.Enelcamponohabíarecolecciónderesiduos,
consideró, y arrugó la nariz ante el hedor que llegaba, leve.
Federico aplaudió dos, tres veces, intentando llamar la aten-
ción de algún habitante. Nadie salió. Aylén le iba a decir que
podrían tocar bocina, de ser necesario, pero en eso advirtieron
a una figura que salió del galpón y caminó hacia la casa.
Lo primero que notó ella fue que era alto. Más de un metro
ochenta, con seguridad. Luego le llamó la atención el delantal
marrón que llevaba. No tenía nada debajo de él. Vio los
hombros peludos, los músculos como de un toro. Tenía un
barbijo oscuro.
El hombre aún no los veía. Iba hacia la casa y portaba
algunos aparejos en sus manos.
—¡Ey! —gritó Federico—. ¡Ey, señor!
El hombre se detuvo a mitad de camino entre el galpón y la
casa y se quedó duro, viéndolos.

75
Está sorprendido, se dijo Aylén.
Desde donde estaban no podía verle los ojos, bajo las cejas
tupidas había dos pozos de sombras. Parecía estaqueado en
medio del campo. Su corpachón retembló: estaba tomando aire.
—Fede…
—Tranquila, mi vida, solo le voy a preguntar cómo en-
contramos…
Algo que no podía precisar la inquietaba. El sitio estaba muy
tranquilo, la brisa movía las hojas de los árboles y los pastos.
No había nada por lo cual preocuparse. Y sin embargo ahí
estaba el hombre, mirándolos.
—Fede, no.
Se movió y rozó con sus uñas el brazo de su novio.
Él la ignoró. Se había puesto la mano como visera y esperaba
que el hombre se acercara.
Aylén sintió el sol que aguijoneaba sobre su cabeza. Se
empezó a formar transpiración en la parte donde más cas-
tigaba el sol y la percibió deslizándose por su nuca. Se rascó
junto a la oreja.
Deseó estar dentro del auto. Ahí el calor no era tan atroz y
se sentiría resguardada. Había algo en el hombre que no le
cerraba.
—Oh, Dios mío —susurró.
Apenas se le habían escapado las palabras, en voz de-
masiado baja, pero Federico pudo percibir el temor y se volvió
hacia ella.
—Vamos al auto —dijo Aylén y se volvió hacia el coche.
El hombre levantó la mano y la dejó así. Federico no en-
tendió el gesto pero creyó que le hacía señas de que volviera
por donde habían llegado.

76
—¿Qué te pasa? —preguntó él cuando ya estuvieron
dentro del reconfortante ambiente de metal y plástico. El olor
del asiento y los plásticos nuevos del coche tranquilizaron a
su novia.
Federico puso marcha atrás y avanzó varios metros antes de
dar media vuelta y regresar por el camino de tierra.
—El tipo ese. Tiene sangre en la ropa.
—¿En el delantal? —Miró al techo del vehículo por un
segundo—. Seguro estaba carneando a un chancho, o algo
así. ¿Cómo te pensás que llega una hamburguesa a tu plato?
¿Te imaginás que hay un árbol de hamburguesas? —Él
mismo, como citadino, había creído hasta pocos años atrás
que los pollos embolsados y desplumados del supermercado
eran distintos a los que correteaban en las granjas que le
mostraba la televisión. No había relación en su cabeza entre
el ser cacareante y plumífero y la pata muslo o la pechuga
que salía del horno y condimentaba con mayonesa. Pero eso
no se lo diría a ella—. Ya te dije que las personas en el campo
tienen otro…
—Otro ritmo. Ya te oí. Pero ese tipo me dio mala espina.—
Ahora sus palabras le sonaron huecas. Iban a más de sesenta
kilómetros por hora en un moderno automóvil, tenían batería
en sus celulares y la red de asistencia al viajero regía en todo el
territorio nacional. Pensándolo bien, se dijo, tal vez Federico
apretaba demasiado el acelerador, y eso podía resultar con-
traproducente. Pero ¿le diría algo? Sospechaba que si le pedía
que redujera la velocidad, él le contestaría mal.
El auto coleó, Federico se aferró al volante y de repente
comenzó a vibrar. Parecía como si debajo del capó hubiera una
olla con agua hirviendo. Detuvo el coche.

77
Descendió y rodeó el vehículo. Cuando Aylén se bajó oyó las
puteadas.
—¿Qué pasó?
—Pinchamos.
—Bueno, no es la muerte de nadie.
—¿Eh?
—Que no hay que poner esa cara. Hay que cambiar la cu-
bierta, y listo.
Federico la miró con la boca abierta. Parecía que se iba a
echar a llorar de un momento a otro.
No, por favor. Si se larga a llorar no lo soportaría.
—Sí. Cambiar. La rueda. —Pestañeó varias veces por el sol y
se dirigió a la parte trasera del auto.
Aylén miró la cubierta, completamente aplanada bajo el
peso del vehículo. Oyó a Federico hablar.
—El gato.
Ya se iba a volver y putearlo, creyendo que la estaba car-
gando (no era momento para hacerse el chistoso; estaban en
medio de la nada, perdidos, con calor, y con el transporte
inutilizado de momento) pero vio que le estaba alanzando el
crique. Se acercó y manoteó el aparato. Pesaba más de lo
esperado, pero lo podría trasladar hasta la parte delantera.
Agradeció ir a zumba y pilates. Esas actividades le habían
tonificado el cuerpo.
No me voy a quejar de nada. Si exploto, él se va a venir abajo.
Dejó el crique en el suelo y resopló. Federico sacaba cosas
del baúl y las colocaba sobre el camino.
—No encuentro la rueda de auxilio.
—¿Cómo que no? Tiene que estar ahí.
—No está.

78
—¿No te fijaste antes de salir? Tu vieja…
—¿Mi vieja qué?
—Nada. Es de ella el auto. Qué hacemos.
Federico miró la bolsa que tenía en la mano en donde la
baliza, plegada, esperaba su momento para actuar. Él tiró la
bolsa en el baúl y comenzó a meter todo de vuelta. Se movía
nervioso, rápido, con rabia. Luego cerró el baúl y fue hacia la
parte delantera.
—¿Qué hacés?
—Voy a la casa. Ahí alguien nos va a ayudar.
—¿Por qué no llamás a la grúa? Pasame el número.
—¿Sabés cuánto puede tardar el auxilio en llegar acá? Andá
a saber. Si el tipo de la casa esa nos echa una mano por ahí en
media hora ya estemos rumbo a Sierra.
—Pasame el número, dale.
—No te lo voy a pasar. —Federico movió la cabeza hacia el
costado, como si una mosca invisible le molestara.
Cuando lo veía comportarse así le venían ganas de darle
una cachetada.
—Dame el número, Federico. —Se tomó los codos y puso
cara compungida. Incluso logró que se le humedecieran los
ojos.
—Tomá. Tomá. Pero yo voy. —Apuntó con la cabeza hacia
donde quedaba la casa mientras le alcanzaba la tarjeta del
seguro—. Te dejo la llave. Esperá acá, en un rato vuelvo con
ayuda. —Ahora su voz sonaba más tranquila.
Aylén, ofendida, tecleaba en su celular. Federico ya enfilaba
hacia el camino. Se fue haciendo más pequeño entre el polvo
en suspenso y el calor que apretaba más y más.

79
Llego a la casa, le digo al tipo que me remolque, o me lleve de última
al pueblo y busco un gomero, o un auxilio, pensaba Federico mien-
tras caminaba.
El cielo celeste, prácticamente sin nubes, se abría sobre él
como una oportunidad de buenos augurios. En la ciudad no se
veía tanto cielo. El campo era una buena zona para de-
senchufarse de la agotadora vida de la ciudad. Había otras
cosas que admirar. Ahí un cuis asomaba la cabeza entre los
yuyales, y una lagartija se confundía con el marrón claro de la
tierra y se escondía bajo una piedra.
El sol escocía. Se pasó la mano por la frente y la reti-
ró mojada.
Voy a pedir en la casa que me den un vaso de agua bien fría.
Pensó en Aylén. La amaba tanto… no merecía estar muerta
de calor en el auto.
Ahí tiene aire acondicionado.
Está bien, pero no tenía bebida. Solo un termo con agua
caliente para el mate. Él quería que ella estuviera bien. Como
novio sentía la responsabilidad por el bienestar de su chica. Y
un pinchazo en la rueda, por ejemplo, la obligaba a quedarse
en un lugar que ella no elegía. A él no le molestaba pinchar
una rueda y caminar y cagarse de calor. Pero su chica… no
quería defraudarla. Temía que ella lo disminuyera por esas
cosas incidentales.
Me dijo que me ama. No creo que deje de hacerlo porque tengamos
un contratiempo así.
Por las dudas, se iba a apurar. Así podrían empezar a dis-
frutar de sus vacaciones como correspondía. No estaba en sus
planes esta pérdida de tiempo.

80
Ahora sí que estamos cagados, pensaba Aylén mientras miraba la
pantalla de su celular.
Junto a su oído el sonido de llamada se interrumpía casi al
comienzo. No podía ser. Federico le había dicho que no ten-
drían señal una vez que hubieran pasado las sierras. Pero no
las habían pasado aún, ¿o sí?
¿Qué hacer? Su novio hacía como media hora que se había
marchado y no había regresado. Hacía mucho calor y no corría
aire. Apagó la radio. Miró la hora en su reloj de pulsera: ape-
nas habían transcurrido poco más de diez minutos desde que
Fede se fuera. A ella le parecía más tiempo.
Puteó y se bajó del auto. Iría con Federico. No podía sopor-
tar más la espera sin hacer nada. Se imaginó que le tiraría la
bronca, pero era mejor eso que el martirio de sentirse inútil, de
la sensación de estar de brazos cruzados mientras las cosas
ocurrían en otra parte. Dejó la cartera en el piso y cerró la
puerta del auto. Puso la alarma y guardó la llave en el bolsillo
del minishort. Retomó el camino hacia la casa. Luego de un
rato se volvió y miró sobre su hombro. El auto parecía un
hipopótamo fuera de lugar, calcinándose en un hábitat que no
era el suyo. Se dificultaba caminar con esas plataformas.
Tendría que haber traído otro calzado. Las piedras se des-
granaban bajo la suela, sentía que se iba a caer a cada paso.
Varios kilómetros más allá vio la tranquera. Tenía ganas de
aflojar pero siguió.
Cuando lo vea le voy a hacer un escándalo antes de que él me lo
haga a mí. Dejarme sola en medio de la nada. Quién se piensa que es.
Estaba enfadada por la tardanza, por los nervios, la adre-
nalina del fin de semana. Se tenía que calmar. No era culpa de
su novio lo que ocurría. Era la primera vez que se iba de

81
vacaciones con una pareja y tenía muchas expectativas puestas
en el viaje. Ya todo se arreglaría. A la noche caminarían en el
aire fresco de las sierras, por un camino vecinal más elegíaco
que este, rodeados de árboles, tomados de la mano, y todo les
parecería un mal trago. Incluso, si él quería, podrían hacer el
amor. De repente esta idea se le metió fuerte en la cabeza.
Cuando se acercó a la tranquera vio una cabeza de chancho
sobre un poste. Le faltaban los ojos y estaba chorreada de
sangre. Antes no lo había advertido. Quizá habían pasado tan
rápido con el auto que no la habían visto. ¿Quién la habría
puesto ahí? ¿Y con qué objetivo? Algunas moscas se hacer-
caban; eran como pústulas que saltaban sobre la cabeza
cercenada.
El tufo a descomposición le llegó en una ola compacta,
apenas disimulada con el aroma de la tierra caliente.
Qué asco. Qué clase de gente vive acá.
Pasó la tranquera y siguió avanzando rumbo a la casa.

Cuando Federico se acercó a la casa temió que el perro


volviera. Pero no se presentó. Se quedó fuera de la vivienda,
fuera del alero, aplaudiendo un rato. Como nadie se apro-
ximaba decidió entrar. Consideraba que la gente de la zona era
más relajada que en Bahía Blanca, y que no se enojarían si
veían a un intruso en su propiedad. O, si se sobresaltaban, solo
lo estarían hasta que él les pudiera explicar su situación, la
premura con que necesitaba socorro.
Abrió la puerta de madera y empujó levemente. Miró hacia
adentro antes de entrar. No había nadie a la vista. Ingresó a un
ambiente amplio atestado de cosas. La luz entraba por las
ventanas entornadas y pudo hacerse una idea de cómo era el

82
lugar. Una mesa grande estaba corrida hacia una pared. En
ella había una pesada escultura blanca de dos pumas ru-
giendo. El conjunto de piedra mediría casi un metro. Junto a
ella había tientos, manteles, un mate y demás enseres llenos
de polvo.
Contra la pared que tenía enfrente un mueble vidriado, de
madera oscura, estaba repleto de cosas. Se acercó a mirar.
Arrugó al ceño cuando advirtió que unos ojos lo miraban. En
realidad era una rata embalsamada. Debajo del roedor había
un cartón con una palabra en tinta negra. El cartón estaba
amarillento. Comadreja, decía. Aunque lo separaba el vidrio no
dejaba de repugnarle el animalejo. Advirtió que tenía la cola
dura sobre el cuerpo, y de ella pendían algunas crías.
Qué método de transporte tan incómodo, se dijo Federico. Al
lado de esa familia había un frasco con un líquido verde
manzana y algo blanco estancado en el fondo. Vio las vetas
mínimas, la torsión del cuerpo. Era una serpiente. Se dio
cuenta de que el mueble era un muestrario. Había más frascos,
pero no lograba comprender lo que circulaba frente a sus ojos.
Colmillos, fetos, zarpas, pelajes erizados y hocicos belige-
rantes. Sin el correspondiente cartel no podía adivinar qué era
cada una de esas cosas. Se apartó del mueble y recorrió la
habitación. Había dos pájaros disecados: un aguilucho y una
lechuza. Ambos tenían las alas extendidas y miraban hacia el
centro de la sala, uno en cada extremo. Por sobre el mueble
había un pez disecado pegado a la pared en su respectiva
madera. Tampoco tenía el nombre a la vista. Medía como
medio metro y tenía algo de anfibio. Pero era un pez, sin lugar
a dudas: ahí estaban las agallas, las escamas plateadas que se
tornasolaban a un azul profundo sobre el lomo.

83
En otro mueble había platos blancos y por lo visto caros,
encerrados en su silencio inmóvil junto a cubiertos y cálices de
plata. Algunas artesanías en madera había también, y mu-
chísimos cuchillos.
Junto a la puerta había una hoz que colgaba de un trozo de
tiento unida al mango.
Se asomó al pasillo y pudo ver lo que debía ser la cocina. No
quiso adentrarse más en la casa. Ya bastante desdichado se
sentía por entrometerse así en propiedad privada. De repente
una idea asaltó su mente: ¿y si el tipo lo recibía con una
escopeta cargada? No era tan raro considerar eso. Había oído
que para la gente de las zonas rurales no era poco frecuente
poseer armas de todo tipo. Servían para la caza y para defen-
derse de cuatreros.
Decidió buscar a alguien desde afuera. Salió y rodeó la casa
bajo el alero.
Seguía sin ver rastros de nadie. El galpón estaba bastante
lejos, y recordó que había visto al hombre salir de ahí.
Tal vez esté trabajando, o arreglando un tractor ahí dentro, se
dijo.
Iba por la mitad del terreno entre la casa y el galpón cuando
oyó un trote a sus espaldas. Al volverse vio al hombre del
delantal marrón yendo hacia él.
Fue solo un segundo lo que tardó en pensar La concha de la
lora, viene hacia mí, y tiene algo en la mano, qué es la puta madre,
oh, no…
La mirada del tipo, impertérrita, se clavaba en él con una
determinación fría. Federico empezó a correr hacia el galpón.
Fue lo primero que se le ocurrió.
Detrás de él el dueño de casa blandía una hoz negra.

84
Aylén tocó la puerta cuando oyó el ronquido a su izquierda.
Volvió la cabeza hacia ahí y vio al perro que antes los había
recibido con ladridos observándola, gruñendo por lo bajo. El
sonido de su garganta era un quejido gutural, ininterrumpido,
que a Aylén le dio la pauta de la quijada del animal. Si de esa
manera sonaba su voz, si tenía ese aparato fonador, no quería
imaginarse lo que podrían hacer esas mandíbulas. Tal vez
rompiera huesos con una mordida.
Tensó el cuerpo sin querer. Los perros huelen el miedo. Tengo
que relajarme. Era fácil pensarlo, pero otra cosa era tener ese
mastodonte gruñéndote a pocos metros. Encima el perro co-
menzó a acercarse.
Cada paso que daba el guardián Aylén sentía que se le
agarrotaban las pantorrillas.
No es momento de esto. Por favor, tengo que reaccionar.
Movió la mano lentamente; no quería provocar gestos inne-
cesariamente violentos, o el perro podría atacar.
Tranquilo, amigo, ¿no ves que estoy tranquila? Podemos llevarnos
bien vos y yo.
Sus dedos reconocieron el picaporte y lo accionaron. No le
quitaba la vista de encima porque había leído que los perros se
quedaban en el molde cuando uno los enfrentaba.
No, era al revés. Si los mirabas cara a cara se sentían
desafiados. Bueno, qué más daba, ahí estaba la puerta y ella
entraría.
No lo pensó dos veces. La abrió de un tirón e ingresó de un
salto cuando el perro comenzaba a correr hacia ella desde el
extremo de la galería. La cerró de un golpe.

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Había escasa luz pero podía advertir las sillas, la mesa
contra un lado. Muebles altos en las paredes. No le gustaban
las repisas llenas de cosas prescindibles. Su madre guardaba
souvenirs de cumpleaños de quince, nacimientos, casamien-
tos, primeras comuniones de sobrinos de amigas, copas de
cristal heredadas, recuerdos de vacaciones en la costa y de
viajes intrascendentes. Ella odiaba lo abarrotado. Se decía que
tenía un gusto minimalista. Ahora se usaba todo así. La ropa
escasa de tela, las repisas semivacías. Incluso las tiendas se
decoraban poco o exhibían todo escuetamente. Por eso al ver
la sala a la que había ingresado le dio una sensación de
desagrado. Se le cerró la garganta. Inspiró profundo.
Una figura le llamó la atención sobre la puerta de la cocina.
Era una lechuza embalsamada, que la miraba con sus grandes
ojos amarillos como juzgándola. La intimidaba esa mirada.
Solo era un bicharraco muerto pero aun así le molestaba.
Desvió la vista hacia los pumas que abrían las fauces talla-
das en piedra blanca. Era una escultura hermosa sobre la
mesa. Se la imaginó fácilmente en un museo. ¿Qué hacía en
una casa como esa? Ahí nadie la podía apreciar.
¿Todos los animales tienen gestos enojados?, se dijo. La lechuza
tenía el ceño fruncido (esos pajarracos siempre tenían ese
gesto), los pumas rugían en su grito silencioso eterno. Parece
como si se quejaran por una indisposición estomacal, pensó. Casi
rió con la imagen de un puma con diarrea. Se llevó la mano a
la boca y sofocó la risa. Se encontraba en ese lugar buscando
ayuda. Buscando a su novio y ayuda. Pero ahí no parecía
haber nadie.

86
Cuando traspasó la puerta del galpón Federico tomó deci-
siones rápidamente. Sobre la derecha había una gran pila de
pallets de madera. Contra el lado izquierdo había tambores de
cincuenta litros. Montones de chapasal fondo con algunas
herramientas olvidadas encima. Un olor a aceite y gasoil llegó
hasta sus fosas nasales. Unos motores yacían aletargados en la
penumbra. Fue tras los pallets. Entendió que no lo ocultarían
del loco.Vio una escalera de madera. Sorteó una maraña de
alambres y comenzó a subir. Llegó a un entrepiso y trató de
calmar su respiración. Oyó el corretear de una rata por una
viga. En su euforia creía que el hombre podría oír su respi-
ración. Buen trote había dado. Hacía rato que no salía a correr
y el corazón se lo demostraba. Golpeaba en el pecho como una
tropilla de caballos que hubieran olido una culebra.
Se deslizó con el culo en el suelo, aventándose con las ma-
nos. No oía al tipo llegar. Eso lo ponía más nervioso. Se apoyó
en la pared y sacó su celular. Iba a llamar a Aylén. Se acercó el
teléfono al oído y lo miró con asombro cuando el aparato le
indicó que no tenía señal. Lo miró como pidiéndole un favor.
Lo intentó dos veces más y no hubo caso. Se lo guardó de
nuevo en el bolsillo del pantalón.
Se asomó y vio un tractor viejísimo arrumbado en un rincón,
cubierto de ramas y probablemente nido de gallinas. Las ca-
gadas de las palomas decoraban el chasis por todos lados. Se
inclinó más sobre el piso —que no paraba de rechinar cada
vez que daba un paso— y dirigió la vista hacia la puerta. No
se veía a nadie.
Elataquelotomóporsorpresa.Elhombrepasabaunapierna por
la ventana del galpón y Federico pensó que seguramente
había una escalera colocada del otro lado, contra la pared. El

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grandote de barbijo se le abalanzó con ambos puños por
delante y él pudo esquivarlo a último momento. Recibió el
roce de sus puños sobre un hombro. Aunque era presa del
pánico, su cuerpo se tensó y lo enfrentó. Tenía el suelo detrás
suyo, a varios metros. Tenía que evitar caer. Se fue corriendo
hacia la derecha, mientras se medían. Ninguno atacaba.
El hombre buscó algo en la pared. Federico vio que era una
llave francesa.
—¡Hijo de puta! Dale, vení —gritó Federico.
Se hacía el bravucón pero en el fondo estaba aterrado.
El tipo medía como dos metros y vestía ese delantal de cuero
marrón, que parecía pesado y duro con las manchas de sangre
y barro adheridas desde tiempos inmemoriales. Además el
barbijo que le cubría la mitad de la cara le daba un aspecto de
pocos amigos.
El hombre se pasó la herramienta de mano e intentó pegarle.
Federico se movió hacia atrás y esquivó el golpe. Cuando el
psicópata intentó asestarle otra vez con la herramienta,
Federico lo agarró de la muñeca y lo atrajo hacia el abismo. Le
puso un pie y el grandote cayó al vacío. Su cuerpo dio contra
unos bidones, que se desparramaron entre los pallets y la
pared del fondo.
¿Y ahora cómo iba a huir? Tenía que encontrar el camino a
casa, a una comisaría, hablar al 911, que encerraran a ese hijo
de puta. Las ideas se le agolpaban en la mente y lo mantenían
quieto en un lugar. Buscó la ventana y comprobó que había
una escalera recostada contra la pared del galpón. Estaba
altísimo, pero no tenía otra opción. Comenzó a descender, sin
pensar en la altura a la que estaba. Ni bien pusiera los pies en
el suelo echaría a correr rumbo a su coche, tomaría de la mano

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a Aylén y pondrían distancia de ese desquiciado. ¿Qué le
molestaba? ¿Qué hubiera entrado en su casa? Era una manera
irascible de manejarse en la vida. Bueno, que siguiera con sus
ideas retorcidas. Él prefería tratar personas civilizadas. Cuan-
do el patrullero se apareciera vería él qué cara pondría el
inadaptado ese.
Pero no pudo llevar a cabo ninguna parte de su plan.
Cuando puso un pie en el suelo un golpe en la cabeza,
efectuado con la pala, por parte del hombre del barbijo, lo
envió al reino de las sombras.

Aylén se adentró poco en la cocina. Notó que ahí no había


nadie. Le pareció ver a alguien huyendo de su mirada, es-
condiéndose detrás de unas chapas que a lo lejos prefiguraban
un chiquero.
No puedo más de idiota. ¿Quién se querría esconder de mí?, se
apremiaba. Por la ventana de la cocina, sin embargo, no pudo
negar que algo se había movido.
Volvió hacia la sala que había inspeccionado antes. Evitó
mirar en el mueble principal cuando se dio cuenta de que
había animales tras los vidrios. Eso era de muy mal gusto.
Se empezó a cuestionar la idea del fin de semana lejos de la
ciudad.
Vio una puerta abierta pero no se atrevió a cruzarla. La
oscuridad que venía de esa habitación era muy densa. Se dijo
que no era posible que sus ojos no advirtieran nada. Ni una
cama, ni un aparador. En el umbral comenzaba una línea
inamovible de una maciza oscuridad. Dio un paso hacia atrás
sin notarlo.

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Vio una escalera en el otro extremo de la sala. Fue hacia ella.
Subió los peldaños, que rechinaban apenas, mientras sus pasos
sonaban amortiguados por la alfombra gastada y polvorienta,
y comprobó que las fotografías enmarcadas en la pared no le
agradaban. Era una progresión de rostros serios. El primero
era un bebé de sexo indefinido, ya que debajo de ese vestido
acampanado y ese corte de pelo tipo taza podía haber tanto
una nena como un nene. Los cachetes rojizos, imaginaba,
porque la fotografía era en blanco y negro. En la siguiente el
pequeño estaba en brazos de una anciana con cara de enojada,
las mejillas chupadas y la gran nariz retorcida enfrentaban con
descaro a quien había tomado la fotografía. Casi podía sentir
la corriente de odio que despedía la vieja.
Un par de peldaños más arriba el nene tendría unos ocho
años y estaba al lado de un payaso bastante deforme, con un
sombrero en punta y una cara pintada hasta la mitad con una
paleta de colores deprimente. Los ojos del pequeño, absortos,
suplicaban que esa tortura de tener a ese engendro junto a él
terminara pronto.
No quiso seguir mirando las fotografías enmarcadas. Ter-
minó la ascensión mirando el piso. Al llegar a la planta alta no
se atrevió a avanzar demasiado.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —dijo claramente en el aire quieto.
Ningún sonido le llegó como respuesta.
A la mierda. ¿Está vacía esta casa?
Con ímpetu caminó hacia la primera habitación que tenía
más a mano. Ya se estaba cansando de este juego. Porque no
era posible que no viviera nadie ahí. ¿Se estarían escondiendo
de ella? Recordó lo que había creído entrever desde la ventana
de la cocina y se acercó a la de la habitación. Abrió los postigos

90
y miró el chiquero más allá. Solo algunos cerdos se revolvían
en su inmundicia.
Con la luz que había entrado pudo mirar la pieza. Era la
habitación de un chico. La cama individual, de barrotes de
metal, la biblioteca tosca con volúmenes antiguos, de lomos
marrones, rojos y amarillos, la alfombra de plástico con la
palabra WELCOME usada como tapete para descender de la
cama. Había un ropero antiguo con las puertas cerradas. Y
junto a la puerta(no lo había visto cuando entró porque estaba
todo en penumbras) había un recipiente de metal enlozado,
con un borde cachado. Tardó en recordar en dónde había visto
uno. En el museo municipal. Eso era un imple-mento que se
utilizaba en la vía pública hacía como un siglo atrás, si no
recordaba mal. Se exponía junto a un cartel, en donde se
explicaba su uso y se advertía de las sanciones a quienes no lo
respetasen.
—Una escupidera —dijo para sí—. Qué asco.
Vio en el fondo un reflejo blancuzco y verdoso. Un gargajo
fresco. O sea que había sido utilizado hacía poco. Era el único
detalle que le demostraba que la casa estaba habitada. Claro, el
tipo del delantal no estaba ahí de paso. Cuando lo vieron hoy
se dirigía a la casa.
Al ganar el pasillo se sobresaltó al ver al perro en el des-
canso hacia la planta baja.
No podía bajar por ahí. El perro ya no gruñía y la miraba
con cara de sumisión. Giró hacia la otra habitación cuando se
dio cuenta de que la puerta estaba ocupada por una figura
descomunal.

91
No estuvo inconsciente todo el tiempo en que el hombre lo
trasladó hacia el galpón.
Federico sentía su cabeza latir. Las manos y las piernas no
las sentía. El hombre lo arrastraba apretándolo de las muñe-
cas. La cabeza se le bamboleaba hacia uno y otro lado. Al final
lo apoyó contra un rincón. Oyó ruido de metal, de tornillos, y
sus brazos fueron elevados y vueltos a soltar.
Volvió en sí de a poco. Si bien no había perdido el cono-
cimiento, la situación vivida (la huida, la lucha y la posterior
derrota con traumatismo incluido) aún no terminaba de
consolidarse en su mente.
Estaba sentado en el suelo, con las manos en grilletes.
Enderezó un poco la cabeza. Sentía que el mundo giraba
delante de sus ojos.
A su derecha las sombras se espesaban en el rincón. Delante
suyo veía el estropicio en que se había convertido el tractor
abandonado. Las cubiertas estaban despanzurradas y llenas de
telarañas. En donde había estado el motor había un matojo de
pastos. Prestó atención al suelo. La paja recubría todo el lugar.
Movió los pies. No pudo ponerse en pie. Tampoco le serviría
el cambio de punto de vista. Seguiría preso por más que tuvie-
ra una visión desde más arriba. Movió las manos y comprobó
que era imposible zafarse.
Un gemido desde las sombras del rincón hizo que advir-
tiera que no estaba solo. Dirigió la vista hacia ahí y cuando
sus ojos se acostumbraron vio a un galgo, pura piel y huesos,
sujeto con cadenas. Los grilletes le aprisionaban las patas de-
lanteras. Entre las orejas caídas se veían los ojos tristísimos
que lo miraban como pidiéndole algo. El brillo opaco de esos
ojos desgarró algo dentro de Federico. Aunque el animal

92
continuaba en el rincón umbrío, alcanzaba a ver que en las
articulaciones tenía costras y eccemas; la piel caía lánguida
sobre los huesos, y flameaba en los brazos cuando se movía.
Las costillas se le notaban todas, y el aspecto general era de
suciedad y descuido. Un cuenco con agua podrida estaba
más acá, casi junto a los pies de él, y vio contra la pared res-
tos de carne y grasa que el hombre le habría tirado para que
se alimentase.
Él continuó viendo al animal hasta que se dio cuenta de que
no era un perro. Era una mujer. Lo que él había supuesto que
eran las orejas eran en realidad mechones de pelo, que lo lle-
vaba corto hasta donde terminaba la cara. La mujer tenía la
nariz arrugada, y Federico tardó en entender que le mostraba
los dientes.
Qué ha hecho con esta pobre mujer, se dijo.
Desde la oscuridad le llegó un siseo. Luego un sonido gutural.
Se comporta como un animal. ¿Cuánto tiempo llevará presa acá?
Debe creer que es un perro.
La fascinación de esta revelación lo horrorizó y lo maravilló
por partes iguales. ¿Cómo se generaba una conciencia? ¿Qué
era lo que los volvía humanos? Una persona sometida a si-
tuaciones extremas podía doblarse y desviar su camino. La
psiquisera un laberinto con múltiples salidas. Estaba en él ser
fuerte y no doblegarse ante el psicópata del barbijo.
Tengo que ser fuerte, tengo que ser fuerte y salir de acá, tengo que
encontrar a Aylén y rajar, buscar a la policía…
Consideró por un segundo que, tal vez cuando terminara
todo, los canales de televisión lo entrevistarían. Se vio rodeado
de modelos, o charlando con los periodistas de los medios más
importantes del país. Quizás hasta filmaran una película sobre

93
su odisea. Rodrigo de la Serna podría hacer su papel. No. Me-
jor Peter Lanzani. Un grupo de una universidad tal vez se
jugara e hiciera un documental.
Dejó de pensar idioteces. Notó que estaba sonriendo. Borró
la sonrisa de su cara.
Tengo que salir de acá o voy a cagar fuego.
La mujer, engrillada, bufó desde su recoveco e hizo la mí-
mica de atacarlo. Federico gritó. Una nube de polvo se elevó
en el quieto aire estival.

No tuvo opción. Se quedó dura por la sorpresa mientras el


hombre le estrellaba el puño contra el pómulo. Su cuerpo
golpeó contra la pared del pasillo y unas gotas rojas salpicaron
el piso.
El hombre dio unos pasos y la tomó de los hombros. Aylén
se dejó llevar. Él la elevó como si no pesara nada. Su cabeza
rebotó con cada paso que el hombre daba. Veía el techo y la
pechera de su delantal. Un tufo fuerte venía del hombre. Era
transpiración acumulada. ¿Cuánto hacía que no se bañaba? Le
vio algunos pelos del pecho. Qué mal chiste que te hacía la
vida: de chica ella había fantaseado con ser como la prota-
gonista de King Kong, y ahora un simio violento y estúpido la
acarreaba como si fuera mierda en pala. Qué frase desagra-
dable. Seguro era de su viejo. O de Federico. ¿Dónde estaría
él? Se preocupó por él. Mejor concentrarse en sí misma.
Porque estando a merced de ese tipo las perspectivas no
parecían nada buenas.
El hombre bajaba las escaleras con ella en brazos. Vio la
araña del techo, las telarañas pendiendo. El perro gruñía a lo

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lejos. Estaba bien amaestrado. La había atraído a una trampa.
¿O ella había caído sola? ¿Quién la había obligado a acercarse
a la casa? Había ingresado porque el perro no le había dado
otra opción. Ahora se arrepentía del viaje, puteó a la rueda
pinchada, el GPS que no funcionaba cuando lo necesitaban, las
sierras de mierda que impedían tener buena señal con el
celular…
Cuando llegaron a la planta baja el hombre la depositó sobre
el suelo. Como ella diera un respingo él le apretó el cuello con
ambas manos.
Así que de esta manera termina todo, pensó Aylén.
Siempre se había preguntado qué sería lo último que vería
en la vida. Y ahora la respuesta era esa: los ojos azul oscuro de
un desconocido, cuya cara estaba casi completamente escon-
dida tras un pedazo de tela. Pero esta vez la muerte no llegó:
las manos del hombre se retiraron antes de que quedara
inconsciente y una bocanada de aire tímida entró en sus
pulmones.
No se pudo mover. Estaba dejada, lívida, se sentía como
una cáscara.
Sintió un ruido de goznes, una patada a la madera, y luego
la elevaron hasta el exterior. Aunque el sol no le daba en el
rostro —la casa proporcionaba una somera sombra— notaba el
calor apretando ahí afuera. Lo podía sentir en las mejillas.
Inspiró suavemente y tosió. Le dolía el cuello. Le ardía tanto
que prefería no respirar. Continuaba con los ojos cerrados
porque la rondaba el pensamiento infantil que decía Si no lo
podés ver no te puede hacer daño. Eso era algo que su madre le
repetía todas las noches cuando ella insistía, a sus ocho años,
que había una bruja en su placard. Que salía de noche y le

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susurraba maldiciones y cuentos de terror. Ella temblaba. Su
madre, con sus manos cariñosas y una mirada benévola, le
acariciaba la cabeza en el desayuno o le apretaba la mano
cuando se sentaba en la cama a desearle dulces sueños. En-
tonces se inclinaba para darle el beso de buenas noches y le
decía que si algo la asustaba, ella simplemente debía cerrar los
ojos, que lo que viniera de noche solo se alimentaba del miedo,
y si no lo veías, ¿cómo podías sentir miedo? Ella temblaba en
su piyama, la madre la abrazaba. Luego llegaban al acuerdo
de dejar la luz del velador prendida. Aylén se dormía y a la
mañana siguiente el velador aparecía apagado. Eso de-
mostraba que su madre siempre velaba sus sueños. Ahora le
hacía falta su mamá. Deseó que estuviera en ese lugar y le
diera una patada en el culo a ese hijo de puta. Qué boludez. Si
ella estuviera ahí seguro el degenerado ese la tendría sometida
como a ella. Igualmente se reconfortó en la idea de su madre
como una superheroína.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando sintió
que el hombre la dejaba en el suelo. Ella se puso de costado y
tomó otra bocanada de aire. Resopló y unos pastitos le cos-
quillearon en la nariz. Aún le dolía el cuello, aunque un poco
menos. Supuso que tardaría algunas horas en volver a sanarse.
Oyó el sonido de una cadena que rozaba madera y hierro,
unas puertas que daban contra el suelo y los dedos del
hombre en su piel. Tenía unas manos descomunales. Le dio
asco el contacto.
Eso indica que estoy mejorando, pensó.
Visto desde ese punto de vista, tal vez tuviera razón. Luego
el hombre comenzó a descender. Un agujero en la tierra. Per-

96
fecto. Esto ya estaba tomando un cariz bastante repulsivo. Tras
sus párpados cerrados la oscuridad se hizo más densa.

Esta vez estuvo fuera de su vista bastante rato. Cuando el


hombre regresó al galpón Federico notó que resoplaba. Parecía
más huraño.
Se agachó sobre él y lo miró. Federico cerró los ojos y desvió
la cabeza. El otro le apretó el mentón y lo obligó a enfrentarlo.
Los ojos del loco no reflejaban nada. Era una mirada muerta
que no se dejaba leer. Sin embargo, sintió que sus propios ojos
eran interpretados. No imaginaba qué cosa podía estar pen-
sando el tipo ese.
El extraño se dio vuelta y miró sobre su hombro.
Federico siguió la línea de su mirada y vio a un cerdo
descuartizado sobre una mesa de madera. Estaba despatar-
rado sobre su vientre, la cabeza y las extremidades separadas
del tronco.
El hombre se puso de pie y caminó hacia la mesa. Se puso a
revolver algo. Como le daba la espalda, Federico no pudo
advertir qué hacía.
Volvió enseguida con una herramienta larga. Primero pensó
que se trataba de una escofina para madera, pero luego vio
que era un cuchillo.
Trazó una línea sobre el hombro y bíceps de la víctima.
Federico gritó. No quería abrir la boca para no instigar al
demente, pero no pudo evitarlo. El del barbijo pareció di-
vertirse. Como una piraña cuando huele sangre. El líquido
rojo brotó sin demora de la herida. El cuchillo fue un poco
más profundo y raspó. Federico se retorció. Luego el
recorrido del filo se amplió: cada giro de noventa grados le

97
hacía ver las estrellas. El dolor era insoportable. Ya no tuvo
remilgos en gritar.
El loco continuaba con su faena sin inmutarse. Federico
pataleaba, y eso obligó al torturador a dejar el cuchillo a un
lado y capturarle las piernas. Luego apoyó todo el peso de sus
rodillas sobre los muslos del joven para que no se moviera.
Sujeto de esa manera volvió a tomar el cuchillo e intentó des-
pegar la piel. No solo sacaba piel sino también carne.
Cuando desprendió la lonja la arrojó al rincón. La mujer se
hizo un bollo más compacto mientras lo miraba, aterrada.
El hombre se puso de pie.

Aylén se encontraba en una recámara subterránea. Las pa-


redes eran de tierra. Sus manos estaban aferradas por grilletes.
Una rápida inspección le confirmó sus sospechas: el tipo la
había dejado sola. Había un par de columnas, que en realidad
no eran más que palos de madera bien firmes. El lugar era
precario. Sintió olor a humedad. Más allá había unas cadenas
semejantes a las suyas, esperando a quien sujetar.
Era una pesadilla demasiado rebuscada. ¿Dónde estaría su
novio? Deseaba más que nada en el mundo ver a Federico y
salir de lugar.
Se rebujó, movió los brazos. No se podía mover. Clavó las
sandalias en la tierra, pataleó. Nada cambió.
¿Cómo se llamaba esa novela en donde la protagonista se
encontraba esposada toda la obra a una cama? Lo que más
quería Aylén era zafarse, aprovechando que el loco no estaba a
la vista.

98
Me tengo que tranquilizar y pensar, se dijo. Bien. La situación es
la siguiente. Un loco me secuestró y nadie sabe que estoy acá. Per-
fecto. Me quiero morir. No. No. Tengo que salir. Voy a salir.
Se dio cuenta de que tenía las manos apretadas. Intentó
mover los dedos. No le respondieron.
Vamos.
Ahora sí los pudo distender. Movió la mano. Le pareció que
la muñeca no estaba tan presionada. Se revolvió y logró
encajar la mano en el grillete. Se afirmó en el piso y tiró con
todas sus fuerzas. La mano no pasaba. No había espacio.
No me voy a quedar acá.
Tironeó una vez más y la mano se liberó. Comprobó
horrorizada que se la había despellejado. No importaba.
Luego podría ocuparse del aspecto de sus manos. Forzó a su
otra mano a salir de la opresión. Lo logró. Por una vez su
flacura le había servido de algo.
Se puso en pie, medio tambaleante. Ese era el momento en
que, en una película de terror, cuando el personaje cree estar a
salvo, aparece el psicópata y descarga la motosierra en su
cuerpo. Pero nada de eso ocurrió. Estaba sola. Y libre.
Se dirigió hacia la escalera. Eran peldaños de madera en-
cajados en la tierra. Algunos estaban henchidos por las lluvias
y el tiempo. Ascendió hacia a libertad.
Cuando la puerta dio contra la tierra creyó que el tipo apare-
cería detrás de un recodo, corriendo, blandiendo un hacha.
Nada de eso ocurrió.
Una vez afuera no supo hacia dónde dirigirse. El campo se
abría como una desconcertante posibilidad de soluciones.
Por delante, el camino hacia la tranquera, y la supuesta
libertad. Pero el desconcierto acerca de su novio le impedía

99
huir. A su izquierda el sonido del chiquero (chapoteos y
ronquidos) le llegaba claro, y detrás del recodo derecho de la
casa se situaba el galpón de donde habían visto salir al
hombre la primera vez. Detrás de ella, más allá de la casa, el
campo se abría también. No podía rodear la casa. El tipo
podría salir de cualquier lado.
La lógica la impulsaba a salir corriendo, ganar el camino y
buscar ayuda de algún tipo. Un lugareño civilizado, el
aventón hacia la comisaría más próxima, la redada hasta esa
casa de locos le parecía la secuencia más favorable. Pero la
detuvo tantos años de pedagogía televisiva: sabía que el
hombre la buscaría por el camino de tierra. Decidió escon-
derse. Desde algún escondrijo pensaría cómo actuar. Vería qué
hacía el tipo y rescataría a Federico, porque suponía a estas
alturas que a su novio le había pasado algo.
No quería perder más tiempo. Habían pasado valiosos se-
gúndos desde que saliera al exterior.
Entonces oyó el zumbido y recordó. Cuando llegaron la
primera vez había percibido un pozo en donde tiraban la
basura. Era el último lugar en donde el hombre la buscaría.
Buscó el lugar siguiendo el sonido de las moscas y cuando vio
el vertedero saltó al medio.
Tendría un metro de diámetro. Se arrepintió ni bien entró en
contacto con la materia. Era gomosa, repulsiva, y hedía. Apo-
yó los pies e intentó levantarse de la basura que la rodeaba.
Bajó la vista y los vio: ojos. El pozo estaba lleno de ojos, al
menos en su superficie. Toda la materia tirada ahí era carne y
grasa, cartílagos y piel (pudo ver mechones de pelo adheridos
al cuero), hizo a un lado pezuñas y más y más ojos. Lo que no
pudo evitar fue tener una arcada. La comida que había

100
disfrutado en el restaurante hizo el camino inverso en un
santiamén, y aunque intentó no devolver, el vómito sobre-
pasó su boca entreabierta. Se llevó el dorso de una mano para
atajar la regurgitación, pero el hedor que se desprendía de
ella misma hizo que su estómago se contrajera involun-
tariamente y terminó despidiendo más bilis. Chapoteaba en la
inmundicia. Quería agarrarse a algo, a una raíz, a cualquier
cosa y salir ya mismo de ese pozo infecto. Había sido pésima
idea saltar adentro.
Arrastrándose como pudo logró volver a salir. Se incorporó,
apoyando las manos en las rodillas. Una arcada le contrajo el
esófago pero nada salió de su boca. Escupió.
Cuando levantó la vista vio al nene.
Tendría poco menos de diez años y la miraba absorto. El
pelo muy rubio cortado como taza le hizo recordar el look que
se estilaba más de veinte años atrás, y se dijo que en esa zona
el tiempo no parecía pasar nunca. Llevaba una camisa blanca
con cuadraditos negros, un pantalón vaquero azul oscuro y
zapatos negros embarrados. Ese era el pequeño que había
visto en el chiquero desde la ventana.
Su primer impulso fue protegerlo. Tenían que irse de ahí
antes de que apareciera el psicópata.
—Vamos —dijo Aylén con un hilo de voz. Hizo una mueca y
lo miró fijo—. Vení, tenemos que irnos.
El nene la miraba con sus grandes ojos marrones. No dio se-
ñales de entender lo que ella le dijo.
Cuando habló, lo hizo sin quitar los ojos de la intrusa.
—¡Acá está! —giró un poco la cabeza y gritó hacia la casa—.
¡Papi, acá está!

101
Aylén comprendió que había cometido un error. Ahora sí
debía huir. Descubrió que los músculos de las piernas se le
habían agarrotado, que le temblaban las manos, pero debía
irse. Esta vez no iba a dejar pasar la oportunidad. Antes de
que el tipo apareciera.
Pero su esfuerzo fue inútil. El hombre ya llegaba al trote,
desde detrás de la casa.
El nene sonrió hacia la chica.
Cuando el hombre llegó frente a ella vio que portaba algo en
sus manos.
El rebenque dio contra la cara de Aylén y esta cayó al piso.
Levantó un brazo para protegerse, pero la fuerza y la inten-
sidad de los golpes la hicieron desistir. Deseó morir. El dolor
era insoportable.

Federico estaba ideando planes descabellados de fuga cuando


el hombre entró al galpón.
Primero había pensado el hacerse amigo de la mujer; se-
guramente no había perdido el don del habla y podrían actuar
juntos en contra del tipo. Si ella lo llamaba, cuando el tipo le
diera la espalda, él le tiraría una patada para hacerlo caer.
Luego lo ahorcaría con sus piernas como en las peleas de
lucha libre. No, mejor que ella lo empujara. Porque si la caída
del grandote no era hacia donde se encontraba él, las cosas se
podían complicar. O si ni siquiera se caía: el caso es que se
enfadaría más.
Otra manera de salir de ahí era escamotearle alguna herra-
mienta de las que se veían sobre la mesa de trabajo. Si el
hombre se acercara a él luego de colocarse, por ejemplo, una

102
tenaza en el bolsillo, con los pies él podría afanarle el im-
plemento en un momento de distracción.
Todas las posibilidades le parecían una tontería. Se sen-
tía desfallecer.
En eso el hombre se acercó hacia él, con resolución, y dejó de
pensar en esas estupideces. Trabajaba sobre sus manos, re-
moviendo las placas y tornillos que le impedían moverse.
Había dejado a un lado un facón enorme, de puño escamoso.
Federico lo midió pero desvió la vista cuando el hombre lo
miró a la cara.
¿Cómo hace para estar cómodo con ese barbijo?, pensó Federico.
¿No le cuesta respirar?
El hombre terminó de liberarlo y le pasó las manos por las
axilas, obligándolo a ponerse en pie.
A Federico le dolía la espalda. Había estado tensionando la
columnalumbartodoeltiempo.Ademásleardíanlas muñecas por
la presión del metal. Caminó hacia donde le indicaba el
hombre: saliendo del galpón.
El hombre lo sujetaba del cuello de la chomba. Le punzaba
la espalda con el facón, como para que supiera que no debía
hacerse el vivo.
A dos pasos del galpón las rodillas le fallaron y terminó
arrodillado. El hombre sin dudar un instante le clavó varios
centímetros la hoja filosa en los riñones. Federico se arqueó del
dolor y gritó. Como no se puso en pie, el hombre retorció la
cuchilla en la carne.
Luego la retiró y la limpió en su delantal. Tomó a Federico
del pelo y lo obligó a levantarse.

103
Para evitar que lo siguiera hiriendo, Federico sacó una for-
taleza que ignoraba poseer y avanzó con pasos temblorosos
hacia donde el hombre lo guiaba. Iban hacia la casa. No. Al
lado. A una puerta subterránea. Le recordó el sótano de las
películas yanquis. Y otro recuerdo se impuso: cuando iba a la
primaria habían visitado con la escuela el Fortín Pavón, en
Saldungaray, y habían descendido a unas recámaras sub-
terráneas. Eran en donde metían presos a los indígenas que
capturaban en la campaña al desierto.
Sin soltarlo, el hombre abrió con la mano del cuchillo un
batiente de la puerta. Luego lo obligó a descender los
peldaños irregulares.
Abajo brillaba un foco amarillento.
El espacio era muy pequeño, apenas habría tres o cuatro
metros de lado.La mayoría estaba ocupado por una estantería
con herramientas y pedazos de motores. En un rincón había
algo apoyado contra la pared. Primero creyó que era una bolsa
de cemento un tanto vacía, luego notó que se movía. Al en-
focar la vista no pudo entender lo que veía.
Era Aylén. Muy maltrecha, con la cara desfigurada, descalza
y con la ropa casi negra de la mugre. Se veían moretones en
las piernas y los brazos.
Tomó aire para decir algo, llamar su atención, pero el hom-
bre lo empujó y dio de bruces contra el suelo. Luego sintió
que le tomaban de las manos y lo volvían a esposar a la
pared. El hombre comprobó que sus ataduras estaban firmes,
luego dio media vuelta y subió por la escalera. Apagó la luz
antes de irse.

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Sentía llamaradas que le cruzaban la cara. Tenía los ojos hin-
chados, amoratados. Uno le supuraba. Y sin embargo pudo
abrir lo suficiente el sano como para darse cuenta que era
Federico quien era esposado junto a ella en esa habitación. Se
removió en su rincón, excitada, pero el loco no le prestó
atención. Cuando los abandonó en la oscuridad recién se
animó a hablar.
—Fede, corazón, acá estoy. —Él gimió desconcertado en la
penumbra y eso la envalentonó—. Mi amor, soy yo, Aylén.
—¿Aylén? —Lo pronunció como pregunta pero ya se había
dado cuenta de que era ella su compañera de cautiverio.
Entonces se tranquilizó y dijo—: Sí. Aylén. ¿Qué mierda está
pasando? Tenemos que salir de acá.
—Ya sé, mi vida, vamos a buscar a ese hijo de puta y le va-
mos a enseñar que…
—No. No. —Federico se ponía nervioso—. Nos va a escu-
char. Va a volver y nos va matar. No quiero morir.
—¡Fede, la puta madre! Escuchame. Tenemos que salir. Lo
vamos a hacer.
Se envalentonaba mientras hablaba, pero la verdad es que
no sabía cómo salir de ahí.
Tironeó de las cadenas. No se movieron ni un ápice. La
argamasa de las junturas de metal con la tierra tenía cemento,
probablemente.
Pensá, Aylén. No podemos quedarnos acá.
Entonces recordó algo. Se llevó las manos al pelo y comenzó
a tantear. Encontró una hebilla, un invisible. El hijo de puta le
había ajustado esta vez las manos con una especie de tiento,

105
que se enroscaba en sus muñecas y en los grilletes. No quería
que se zafara otra vez.
Abrió la hebilla e intentó meterla entre las correas. No pudo.
No podía controlar las manos.
—Tranquila. La puta que me parió.
Entonces respiró hondo y, tanteando, enganchó la correa
que le sujetaba la mano. Hizo palanca y notó cómo se le
aflojaba un poco. ¡Eso era! Ahora debía tironear y descorrer el
tiento. Pero cada vez que tironeaba el cuero se le enterraba
más en la carne. Manipuló las correas hasta que pudo liberar
una mano. Ahora no le importaban las manos despellejadas.
Se estaba volviendo inmune al dolor.
Luego desajustó la otra mano y la liberó.
Ahora se podía ir bien lejos de ese loquero.
Temiendo que la puerta se abriera en cualquier momento, se
arrastró hacia su novio.
Este quiso besarla pero ella esquivó los besos. No era mo-
mento para demostrar la pasión. Además le dolía la cara. El
dolor le seguía jodiendo la existencia.
Intentó liberar sus manos, pero era en vano. Los grilletes
estaban ajustados con tornillos, y sin las herramientas per-
tinentes, era imposible sacarlos.
—Pará, Fede, no tironeés. Escuchame. Ahora vuelvo. Voy a
salir a buscar ayuda.
—¡No, Aylu! No me dejes…
—Bajá la voz. Voy a volver rapidísimo. Te lo prometo.
Se giró y enfiló hacia la escalera.
Desde afuera no llegaban pasos ni ningún sonido que los
anoticiara de la cercanía del hombre del barbijo.

106
Aylén empujó la puerta del sótano pero tuvo la delicadeza
de no soltarla, sino que la depositó despacio en el suelo. Con
eso evitó que nadie advirtiera de su nueva condición: libre.
Federico quería decirle que la amaba, gritarle que era la
mujer de su vida. Se vio casándose, a la orilla del mar, Monte
Hermoso tal vez, o Pehuen Có, con un sacerdote que los
bendecía bajo una arcada de flores, y las familias y amigos de
ambos sentados en sillas plegables sobre la arena. Muy idílico
todo. Pero era una posibilidad.
Solo tenían que salir de esa situación de mierda y reducir al
individuo, pensó. No era un ser sobrenatural; solo un vecino con
pocas pulgas.
¿Así lo definís?, oyó otra voz en su cabeza. ¿Cómo un vecino
con mal carácter? Este tipo es un desquiciado, un reloco, o como
quieras llamarlo. Está chapita. Tocate un tango. No tiene los patitos
en fila. Le faltan jugadores, el árbitro, el estadio entero. En el psi-
quiátrico tiene ganada una estadía de por vida, con todos los gastos
pagos, para vivir dopado hasta el ojete.
Okey, no era un tipo normal. Y «reducirlo» no era el término
adecuado.
Semejaba un hueso duro de roer. Tal vez herirlo, darle un
palazo en la cabeza. Qué tanto, lo mataría. Si se diera la opor-
tunidad no lo dudaría. Al fin de cuentas, el tipo estaba
manchado de sangre cuando lo vieron por primera vez.
Eso no significa que sea un asesino.
Buen punto. Pero tampoco se chupaba el dedo.
Se retorció en su cautiverio, chilló, se hizo mal en los brazos.
Tomó aire a bocanadas.
Hasta que sintió algo.

107
Un chillido. Luego una corrida furtiva. Alguien que caía
al piso.
Por Dios que no sea Aylén.
Entonces la oyó gritar. Como si se la llevara el diablo.

Se dirigió hacia la casa sin pensar. Abrió la puerta con


determinación. No había nadie. ¿Por qué no huía? No sabía
qué hacer. Quería enfrentarlo. Caminó cojeando hasta la
habitación que tenía la puerta abierta, esa en donde la
oscuridad era increíblemente densa. Tanteó en la pared y
encendió la luz. Había una cama matrimonial con las sábanas
desechas y un lado estaba ocupado por un… ¿espantapájaros?
Eso parecía ese remedo de mujer compuesto por ramas, telas y
paja. ¿El tipo dormía ahí? Eso era un asco.
El resto de la habitación tampoco se veía bien: a Aylén le dio
la impresión de que estaba congelada en el tiempo. Los mue-
bles se le antojaron prehistóricos, oscuros, mastodónticos. Un
aroma a encierro de décadas se percibía en el lugar.
De un rincón venía un tufo a meo que volteaba: comprendió
que el hombre orinaba en ese sitio cada vez que sentía la
necesidad de hacerlo. Al menos, colegía eso de la gran mancha
inmunda que decoraba el piso y la pared.
Un impulso la llevó a abrir el ropero. De las perchas
colgaban prendas de cuero. Algunas eran simples lonjas.
Entonces notó que todas tenían el mismo tono amarronado.
Pasó un dedo por algunas. No era cuero. Era piel humana.
Retiró con asco la mano.
Regresó a la sala y tomó un facón que estaba sobre la mesa.
Era una de esas antigüedades que se regalan en los cum-
pleaños o en las fiestas de fin de año, que pueden tener cierto

108
valor simbólico pero son de muy mal gusto. Desenvainó la
hoja y le pareció desafilada, pero al menos podía pinchar.
Serviría para defenderse.
Volvió a salir afuera. El sol seguía en el mismo sitio y la
sombra que rodeaba a la casa no se había movido. ¿Cuánto
hacía que había comenzado esa locura? ¿Era posible que un
par de horas atrás estuvieran en el auto, relajados con su novio
rumbo a un fin de semana para recordar, con todas las
expectativas puestas en el descanso, y que ahora estuviera
ocurriendo eso?
A su derecha percibió un movimiento. El nene rubiecito
había doblado el recodo y miraba algo que sostenía en sus
manos. Iba absorto contemplando eso y por lo tanto no notó a
la chica. Cuando levantó la vista se quedó sorprendido, quieto
en el lugar.
Aylén no dudó y de un salto le clavó el cuchillo en el cuello,
entre el hombro y la oreja.
Dio un paso hacia atrás al tiempo que un chorro de sangre
brotaba del chico. Este puso una cara de compungido que casi
le partió el alma a ella. Pero luego recordó cómo había re-
velado su ubicación, y su sonrisa luctuosa cuando lo hizo.
Es un pichón de psicópata. Mejor cortar por lo sano.
No estaba enteramente en sus cabales mientras actuaba.
El chico chilló quedo, se desplomó en el suelo y quedó ten-
dido en un charco cada vez más grande de su propia sangre.
Aylén no tuvo tiempo de sentir empatía por el pequeño
porque más allá de la casa venía al trote el perro negro.
Comenzó a correr.
Dobló la esquina de la vivienda y vio una camioneta Ford
casi carcomida por la herrumbre. Tanteó la puerta pero no

109
pudo abrirla. Vio por el vidrio sucio que el pestillo estaba bajo.
¡Necesitaba la llave para abrir la puerta! En eso recordó al
perro y dio un paso al costado en el mismo instante que el
animal saltaba sobre ella.
El impacto del can abolló la dura puerta y lo noqueó. Aylén
estaba como ida, apenas registraba lo que estaba haciendo. No
había soltado el cuchillo. Había estado corriendo todo el
tiempo con el arma en la mano. Se agachó y lo clavó en el
cogote del animal. Este se encontraba aturdido por el golpe y
apenas gimió cuando la piel fue desgarrada. Ahora la sangre
salía con profusión y manchaba la tierra cálida. Las manos le
quedaron embadurnadas en seguida.
Aylén quería terminar con todo eso cuanto antes. Entonces
su cuerpo actuaba cortando de raíz el problema. No quería
huir más. Quería liberar a su novio y salir de ahí.
Un sonido sordo se había generado del otro lado de la casa.
Ella lo ignoró porque estaba ocupada cerciorándose de que el
perro no se volvería a levantar.
El hombre había descubierto al nene tirado, contempló a su
mascota empapada en sangre y empujó a Aylén, que dio
contra la camioneta y cayó al suelo. El facón voló y se perdió
bajo la camioneta.
El del barbijo actuó como si se tratara de una coreografía:
tomó a la muchacha del pescuezo y la arrojó contra la caja del
camión. Esta dio con la espalda contra el metal —hubo un res-
tallido de huesos quebrados— y cayó al suelo.
Luego el hombre se agachó y comenzó a apuñalarla con el
facón que se quitó de su rastra.
Los gritos de Aylén fueron tan rotundos contra la tarde
quieta que una bandada de loros emprendió el vuelo desde

110
unos eucaliptos que se encontraban a más de cincuenta metros
del lugar.
Se desgarró el abdomen a puñaladas. La abrió como se abre
un sobre de papel para descubrir su contenido: con esa
simpleza el hombre metió la mano junto al ombligo y estiró la
herida, formada por numerosas pinchaduras, y tironeó hasta
sacar medio metro de intestino.
Aylén solo gritaba como posesa.
El hombre volvió a tomar su facón y le cortó la garganta,
pasando el filo con fuerza varias veces.
De la boca de la chica se elevó un reguero de sangre como
lava de un volcán que se precipitó tímido por la ladera de su
mentón. Los ojos sin vida de Aylén quedaron contemplando el
cielo celeste, límpido.

Federico se preocupó cuando dejó de oír a Aylén. Pasaron


varios minutos en donde oía trajinar al tipo. Arrastraba cosas.
La puerta de la casa se abría y se cerraba. Podía oír todo con
claridad porque un batiente de la puerta del propio sótano
estaba abierto, tal como su novia lo había dejado. Como a la
media hora el hombre ingresó a las catacumbas y le abrió los
grilletes. Lo condujo al exterior. Él no se resistió. El dolor en el
costado era tan fuerte que hasta le costaba respirar.
Le llamó a atención el estropicio frente a la casa. Había un
charco oscuro. La gramilla apelmazada se unía al polvo viscoso.
Eso es sangre. Este hijo de puta hizo un desparramo…
Entonces pensó en su novia y, ante la imagen que se le cruzó
por la cabeza, sumado al dolor que se iba agudizando en su
tórax, comenzó a llorar.

111
Suspiró y se dejó conducir hacia el chiquero. Los últimos
árboles que rodeaban la casa desaparecieron y el sol le dio en
la frente.
Aylén debe estar por acá. Seguro me lleva con ella y nos vuelve a
dejar juntos. Eso es. Seguro es así.
No perdía el optimismo.
Aunque cuando lo hizo elevar sobre unas cajas que lo
dejaron a pocos centímetros del alambrado comprendió que
el loco no lo iba a atar. Esta vez quería librarse de él. Un
empujoncito y chau; que los chanchos se encarguen del
pendejo malcriado.
Federico alcanzó a contar ocho, de diversos tamaños. El más
grande medía como tres metros y por su porte parecía una
heladera volteada. Nunca había visto uno así. Se le vino a la
mente los hipopótamos que había visto alguna vez en la tele.
Algunos caminaban en círculos, mientras otros buscaban ali-
mento entre el barro y las porquerías. No pudo evitar sentir la
fetidez que se elevaba desde los cuerpos grisáceos.
Una cría lo miraba. Su madre bamboleaba las grandes tetas
de acá para allá.
No quiero morir acá. No por favor.
Impulsado por una fuerza desconocida, pero que nacía
dentro suyo como un fuego nuevo, intentó zafarse y le encajó
una patada en la entrepierna al tipo. Este se dobló y apoyó una
mano en el piso de cajas.
Federico saltó desde esa plataforma hasta el suelo. El
costado se le abrió más, porque sintió la sangre correr y un
dolor insoportable cortó su conciencia como un rayo un
cielo nocturno.

112
Esta vez no cometería errores. Correría hacia el camino,
hacia el auto. Ahí conduciría con la rueda destrozada hasta la
ruta. O al menos pondría distancia entre esa estancia y él mi-
smo. A la mierda todo. No sabía dónde estaba Aylén y no
podía averiguarlo hasta que se pusiera a salvo. Luego volvería
por ella.
Pero como en esas situaciones inexplicables de la vida, en
vez de dirigirse hacia la tranquera echó a correr por el medio
del campo.
La tierra árida levantó un leve polvo con sus pasos. Se
tambaleaba bastante. Se obligó a enderezarse y poner un pie
tras otro. Mientras avanzaba volteó la cabeza: el hombre se
levantaba y lo observaba, sorprendido.
Bien. Que no lo siguiera.
Chabón, vos no me jodas y yo te prometo que no vuelvo por acá. Si
llego a Bahía no digo nada de cómo nos trataste por favor quiero irme
por favor por fa…
Pensaba incoherencias a medida que se alejaba de la casa. El
molino junto al tanque australiano se volvió pequeño, los yu-
yos le llegaban a las rodillas. Ahí se dio vuelta. No había
rastros del tipo.
En el aire quieto de la tarde oyó un rumor sordo, pero no lo
relacionó con su captor.
Tomó bocanadas de aire. Se sentía desfallecer; no solo por el
dolor de la herida —el hijo de puta le había hecho un agujero
importante en el costado— sino por su paupérrimo estado
físico. Si se libraba de esa, se prometió, se pondría las pilas con
el gimnasio.

113
Se palpó la herida. La remera se le pegaba en donde faltaba
carne. No se podía ver, pero le dio impresión constatar que
tenía un lugar en el músculo por donde cabría un celular.
Recordó su teléfono y se palpó los bolsillos. No lo tenía con-
sigo. Igualmente esa mierda no tenía señal. Qué pésima idea
había sido ese viaje. Si regresaba a Bahía Blanca le pediría a
lascabañas que le devolvieran el dinero.
Estaba pensando hacia dónde dirigirse ahora, ya que no veía
nada que le permitiera advertir en qué lugar estaba la casa. Se
había internado tanto en la llanura que mirase hacia donde
mirase, todo le parecía lo mismo: un desierto de pastos ama-
rillentos que raleaban.
Echó a correr nuevamente. Se encontró con un zanjón y bajó
a vadearlo. Cuando llegó al otro lado miró sobre su hombro.
El hombre se encontraba a un centenar de metros. Detrás de
él la camioneta vibraba con la puerta abierta.
Un hilo de transpiración se metió en su ojo y le impidió ver
qué hacía. Se pasó la mano para secarse.
El tipo iba hacia la caja del oxidado vehículo. Abría la puerta
y saltaba arriba.
Oh, Dios. Va a buscar un arma.
No estaba buscando un arma, eso se daba cuenta ahora. El
hombre se movía con parsimonia, como si tuviera absoluta-
mente todo bajo control.
Federico achinó más los ojos para ver. El hombre se aga-
chaba allá lejos y sacaba a la rastra algo.
¿Por qué no se acercaba con la camioneta y le disparaba con
una carabina? A esta altura del partido él sabía que al tipo no
le gustaba hacer las cosas de manera apresurada. Se tomaba su
tiempo. Disfrutaba sus quehaceres.

114
Entonces vio que bajó un perro sostenido por una cadena.
Levantó un brazo cuando lo liberó hacia Federico.
Federico se volvió e intentó una torpe huida. El dolor y el
cansancio hacían mella en su cuerpo.
El perro ganaba metros rápidamente.
Echó una mirada sobre su hombro y comprobó que no era
un perro lo que lo perseguía a cuatro patas. Era la mujer. La
que había visto cautiva junto a él en el galpón.
Menuda feria de rarezas se había encontrado ese día.
Ahora arrastraba los pies, exhausto, y miraba sobre su hom-
bro. La figura del hombre se recortaba nítida contra la línea
del horizonte.
Y cuando la mordida deforme de la monstruosa mujer le
desgarró la pierna, Federico solo se pudo abandonar al horror.

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116
Lo arácnido

arciso Rossi me había encargado un cuento de terror


N pocos días después de lo de Paula. Me hice el difícil, me
hice el exquisito, y al cabo de cinco días tomé un vuelo a Bahía
Blanca a encontrarme con Balcarce. Lo mejor en ese momento
era poner distancia entre Buenos Aires y la mujer que me
había emponzoñado. Yo no quería dejar de encarar la aven-
tura que Narciso me pedía, y para convencerme arguyó que
debía trabajar pocas horas con los manuscritos del artista y
dedicarme el resto del día a imaginar, y tal vez garrapatear, las
ideas de un nuevo texto.
Una obra fantástica es una reunión de convenciones acep-
tadas entre autor y lector, un pacto siniestro; por eso no
sorprende la idea del qué, sino la implementación del cómo.
Cada pequeña pista es una gema semienterrada con la que el
observador atento puede tropezar o no, pero que deberá
exhumar si no puede negar lo que vio. Esta narración apunta a
mostrar los días que pasé en la residencia del señor Edgardo J.
Balcarce, autor de novelas de terror.
Me entusiasmaba más poder relajarme en una ciudad lejana,
en donde los recuerdos no asaltaban detrás de una plaza
lindanteaCórdobayTalcahuanooenunacalledeMontserrat, que
conocer en persona al artista. Había leído muchas —si no
todas— de sus sesenta novelas.La mayoría estaban orientadas
hacia el público juvenil. Esto había sido una imposición del
editor, según supe más tarde, y algo de la empatía que pude

117
sentir por ese viejo gruñón tal vez haya venido por ese lado.
Un enemigo en común te emparenta, te da un horizonte al que
mirar, y si bien Narciso era un amigo, a veces los problemas
en el trabajo común hacía que nos peleáramos gravemente.
Ahora estábamos en una plácida meseta, pero yo debía huir.
Tal vez gracias a la canonjía él tenía esperanzas de que yo
pudiera escribir un buen relato, o al menos aceptable, para
incorporarlo en la segunda temporada de su ambiciosa co-
lección Pelos de Punta.
El caso es que acepté. Una tarde cualquiera aterricé en Bahía
Blanca con mi valija a cuestas rodando por el pasillo del
aeropuerto mientras trataba de convencerme de que había
hecho lo correcto. Un taxi me llevó a la antigua mansión de
avenida Alem en donde se refugiaba el escritor.
—¿Así que te envió Narciso Rossi? —el viejo levantó una
tupida ceja y me escrutó como si fuera un biólogo frente a una
especie desconocida—. ¿Todavía se acuerda de mí?
Yo acababa de entrar a su vivienda y mi valija y mi mochila
se encontraban a mis pies. No había podido ver con atención,
pero lo que vislumbré en ese primer momento me trajo a la
mente las palabras fastuosidad y oropel. Había un regusto kitsch
en las balaustradas doradas que llevaban hacia el primer piso,
en los marcos brillantes de los lienzos y en las alfombras que,
desde cualquier punto de vista, debían ser carísimas. La araña
sobre nuestras cabezas debería contar con más de sesenta
focos. Está bien, mi olfato tal vez fallaba un poco, o tenía algo
de ese resentimiento de los escritores fracasados y pobres que
nos consolamos cuando vemos a alguien que triunfa y solo
nos queda el arcón de las palabras para refugiarnos de la triste
realidad. Entonces: todo era legítimo.

118
—Él siempre lo recuerda con admiración —mentí. Aunque
tal vez algo de cierto había en mi sentencia.Con frecuencia
encontraba a Narciso Rossi enfrascado en su lectura in-
sultando al autor. Si me acercaba y hojeaba la portada del
libro, seguro era una obra de Balcarce. A veces los hombres
expresan su admiración de formas un tanto confusas.
El viejo asintió y señaló el techo.
—Su habitación está en la planta alta. Es la tercera puerta a
la derecha. Dentro de media hora cenamos. Espero que se
sienta cómodo. Pasará una temporada con nosotros. Si lo
recomienda Rossi, entonces seguro sabe hacer bien su trabajo.
Detrás de él apareció un muchacho.
—Agus, este es el señor Sebastián Maldonado.
El chico llevaba puesto un buzo gris que le quedaba hol-
gado, y tenía puesta la capucha. Era serio y de rasgos
delicados. Con las manos metidas en el bolsillo del canguro
bajó la cabeza a modo de saludo. No dio un paso al frente ni
estiró la mano.
Bajé la cabeza como saludo también, tomé mis cosas y subí
la escalera.
Era una habitación mediana, con muebles modernos: la
cama parecía haber sido sacada de un catálogo de decoración
de interiores, como así también las cortinas. Todo era en
madera y en tonos pasteles. Hasta el jabón del baño en suite
hacía juego con la guarda de las paredes. En el baño el tono
predominante era el celeste; en el dormitorio, el blanco con
sutiles detalles en negro y rojo.
Nomeresultócomplicadoencontrarelcomedor.Lamansión era
grande, y tras una rápida y furtiva expedición encontré a los
comensales. Edgardo y Agus estaban sentados a la mesa,

119
esperándome. El criado se llamaba Alberto. Era un hombre de
mi misma edad, más o menos, elegante y simpático.
Edgardo se mostró interesado en mi historia.
—Así que publicaste un libro.
—Sí. Una novela corta.
—¿Cómo se llama?
—En los túneles profundos. Es de ciencia ficción. Y suspenso.
—Bien. La ciencia ficción y el suspenso están muy em-
parentados con el terror. Me vas a ayudar a ordenar un poco
mi despiole.
—Narciso no me terminó de explicar cuál era mi trabajo
—dije, mientras daba cuenta de mi presa de pollo. Esta-
ba delicioso.
Agus nos miraba serio, sin irrumpir en la conversación.
Debe ser hijo del último matrimonio de Balcarce, me dije.
La vida del viejo, tan conocida como sus obras, había sido
tratada con efusividad por la prensa amarillista.
—Cuando terminemos de cenar vamos a la biblioteca y te
cuento.
Alberto cenaba con nosotros, y cada tanto se levantaba e iba
hasta la cocina a buscar sal o condimentos. Se sorprendió
cuando elogié la comida, se veía que los habituales dueños de
casa no reparaban demasiado en sus aptitudes culinarias.
—Ese es mi arte —dijo Alberto, sonriendo con modestia—.
Ustedes tienen el don de la palabra, pero a algunos nos es
esquivo —esta vez amplió su sonrisa cuando miró a Agustín.
El muchacho le devolvió la sonrisa.
Ya me había hecho el cuadro: la vieja gloria de la literatura
fantástica encerrada en su mansión, con un hijo delicado e
hipocondríaco a cargo, producto de su relación con una fan

120
hermosa y libertina, y el criado esmerado que se encargaba de
todo. Este último era el engranaje secreto que permitía que
todo funcionase.
Como me había dicho Edgardo rato antes, luego de la cena
fuimos a la biblioteca.
Se encontraba en una recámara de la planta baja. Nunca
había visto una de ese tamaño propiedad de un particular.
Había miles de volúmenes desde el piso hasta el techo. Dos
escaleras corredizas permitían acceder a los estantes más altos.
Me sentí extasiado.
—Me encanta —dije—. No sabía que atesoraba tantos libros.
—Acá es donde escribo —señaló él—. Y a veces lo hago en
mi cuarto.
Era una habitación grande y rectangular, con dos estanterías
de madera que formaban pasillos. Había sillones y un escri-
torio más acá y del otro lado de la sala vi pufs y una pantalla
blanca, una tela en donde proyectar con el cañón.
—Las cajas están acá.—Me llevó a un rincón en donde varias
cajas de cartón ocupaban una mesa pequeña—. Tendrás que
revisar ese revoltijo.
—¿Qué debo hacer?
—Hace años que no escribo nada nuevo. Mi editor, Dardo
Firenze, secundado por Rossi, quiere que le entregue el
manuscrito de una nueva novela. Yo me rehúso, pero
convencí a tu amigo de que tengo algo escrito… aunque hace
varias décadas de eso. La verdad, Sebastián, es que no
recuerdo qué escribí. Tengo tanto escrito que todo se me
forma una ensalada en la cabeza. Y sospecho que acá hay una
historia que aún no publiqué. Entre estos papeles debe
encontrarse el manuscrito de una novela terminada. ¡Ojo!

121
Que eso significa que también hay varios textos sin fi-
nalizar… En fin, ¿usted sabe qué me ocurrió?
—No —dije gravemente, aunque algo había leído en los
suplementos Radar y la revista Ñ—. ¿Qué le pasó?
—Tuve un ACV hace casi un año. Mi memoria no es lo que
era… Necesito ayuda. Firenze considera que un escriba puede
hacer ese trabajo. Le advierto: las páginas están desordenadas.
Pero él dice que acá hay una historia. Usted debe develarla. Él
dice —carraspeó el viejo, y ahí lo noté muy avejentado— que
yo estaba trabajando ese manuscrito cuando me ocurrió el
incidente. Bah, apenas habría comenzado a desempolvar las
hojas… En fin. Empiece cuando quiera. Disfrute su estadía.
—Me agradaría comenzar esta misma noche —disparé sin
remordimientos. No estaba cansado, aunque algo me decía
que debía tirarme un par de horas antes de meterme con el
trabajo.
—¿Está seguro? ¿No le vendría bien dormir un poco?
Hice un gesto ambiguo con la cara.
—Nunca es demasiado tarde para comenzar una nue-
va historia.
Me miró con ojos inquisidores, evaluando si estaba bro-
meando a costa suya.
—En fin, como quiera. En serio, ojalá le vaya bien. Mi editor
está más urgido que yo en ese aspecto. —Me guiñó un ojo y se
retiró del recinto.
Entonces me quedé solo en la increíble biblioteca de
Edgardo J. Balcarce.
Siempre había soñado poseer una colección de obras tan
inmensa como aquella, aunque la posibilidad de un ambiente
exclusivo para las publicaciones era una quimera. Yo apenas

122
alquilaba un departamento de dos ambientes en donde los
libros se organizaban como podían en el escueto espacio.
Vi obras de Gaiman, Straub (incluso algunas jamás tra-
ducidas al español), de King y Simmons. Ojeé ediciones de
James, de Gardini, de Lovecraft, de Víctor Juan Guillot y
Cortázar. Entre esas obras me agradó ver El beso de la mujer
araña, de Puig, y La venganza de la vaca, de Aguirre, sin dudas
dos novelas que me habían decidido durante la adolescencia a
dedicarme a la escritura. El lugar era una mezcla en la que
convivían sin remilgos Kafka con Murakami, Chelsea Quinn
Yarbro y Sturgeon y James Tiptree Jr… Eso era solo un
pequeño porcentaje de lo que me rodeaba. La mayoría de los
autores, reconocí con remordimientos, no me eran conocidos.
La vasta y extensa despensa de libros de Balcarce se me antojó
escurridiza, imposible, tal vez fatal. Me deprimió un poco.
Nunca podría leerlos a todos.
Junto a la pantalla de las proyecciones, al lado del gran
ventanal en donde el patio de profuso verdor invitaba a tirarse
en él, vi una vitrina. Había un libro antiquísimo con el título
desgastado; decidí preguntar acerca de ese texto cuando lo
viera al viejo. El cerrojo del vidrio estaba puesto y era
imposible forzar el vidrio sin romperlo. Mi curiosidad podría
esperar hasta el día siguiente.
Creo que esa noche me pasé más de dos horas caminando
entre las estanterías, sin poder creer lo que mis ojos veían.
En algún momento hay que caer a la realidad, y para en-
tonces me di cuenta de que no había ni siquiera ojeado los
manuscritos de Balcarce. Cuando miré la hora ya eran las
cinco de la madrugada. Decidí ir a acostarme y comenzar al
otro día.

123
Me desnudé y me metí en la cama, dispuesto a soñar con
una de las formas del paraíso: una biblioteca infinita, o una
vida que se vuelva relato. No terminé de entender este pensa-
miento tan extraño cuando el sueño me venció y caí fulminado
sobre el blando colchón.
Creí apenas haber cerrado los ojos cuando un ruido claro me
sobresaltó. Sentía los globos oculares ardiendo, me refregué la
cara y me incorporé. Craaak. Otra vez el sonido. Me puse una
remera y me acerqué a la puerta. Pasaron varios segundos y
no se oía nada.
La quietud de la noche resalta todo. Los pensamientos se
presentan ante la mente sin veladuras, las acciones se mues-
tran patentes con todo el peso que conllevan y los ruidos se
manifiestan amplificados.
Había algo en el pasillo de la planta. Algo que susurraba con
sus pasos sobre la madera.
¿Eran pasos? En ese primer momento, envuelto en las
tinieblas de la noche, lo dudé y me estremecí. Estaba en una
casa centenaria, rodeado de desconocidos. ¿Cómo me había
metido en esa situación? Me dije que una casa tiene sus
propios sonidos, y que al día siguiente todo me parecería
ridículo. Pero había algo extraño en esos sonidos. No eran
pisadas. O si lo eran, no avisaban de nada bueno, porque lo
que se me manifestó en ese momento fue el carácter furtivo
del intruso. Si fuera alguien de los habitantes, se movería
con soltura.
Me di cuenta de lo ridículo que debía parecer: desesperado,
con la oreja pegada a la puerta. Me estaba volviendo a la cama
cuando un quejido, quedo, llegó a mis oídos. Inspiré profundo

124
y me sumergí en las sábanas, de las que emergí repuesto unas
horas después.
Desayuné solo. Alberto me atendió en la cocina, pero hice
que llegásemos a un acuerdo: no tenía que servirme todo el
tiempo. Eso lo desconcertó, al principio, y luego me sonrió
como la noche anterior.
—Bueno,esomeliberaunpoco.—Semordióellabioinferior. Lo
noté cansado, pero era dueño de un temple tal que no de-jaba
entrever sus ganas.
—¿Hace mucho que trabaja para Balcarce? —interrogué a
quemarropa.
—Hace veinte años —su sonrisa se ensanchó.
Hice cuentas rápidamente. En los últimos años se habían
publicado textos importantísimos de Balcarce. Su novela épica
¡Matemos al marciano! era de esa época.
—¿Y vos no podés hacer el trabajo de ordenar sus papeles?
—Escondí la cara detrás de la taza de café con leche.
—Edgardo es muy celoso con sus textos. Evidentemente,
algo cambió desde… el incidente.
—Me contó del ataque.
Que yo sacara el tema lo relajó. Noté cómo se aflojaba una
gran tensión en sus hombros.
—Quería que alguien experto lo hiciera. Yo no leo. Se ve que
tiene mucho respeto por ese amigo en común de ustedes, el
señor Rossi.
Entendí tras sus palabras el valor y la esperanza que Bacarce
ponía sobre mi persona.
Me levantó el ánimo.
—¿Papá no va a desayunar?
Agustín apareció en el umbral.

125
—No. Me hizo llevarle una bandeja a su habitación y se
quedó leyendo. Al mediodía sí va a ir al comedor.
El sonido del portón de metal nos anotició que alguien
ingresaba a la propiedad.
—Es el jardinero. Si me disculpan… —Alberto se levantó y
salió al patio.
Agustín se preparó una taza de té y, mientras se sentaba a la
mesa, mordisqueó una tostada.
—A mi padre le resultaría muy positivo que pudieras en-
contrar algo… potable entre todos esos papeles. Yo fui incapaz
de hacerlo —sonrió desganado. Tenía el pelo revuelto, las
mejillas arreboladas. Lucía fresco y hermoso en la mañana
bahiense. Llevaba puesto el buzo que le quedaba holgado.
Supuse que era una de esas prendas con las que uno se
encariña y usa hasta que no quedan más que harapos. Yo
había hecho eso por mi situación económica, ya que no
podía comprar ropa con frecuencia. En el caso del mu-
chacho se debía a cierto furor adolescente, ya que con la
fortuna del padre podría costearse ropa más adecuada, o
que le sentara mejor.
—Estoy en eso —mentí. Ya era la segunda vez que lo hacía
desde que había llegado a esa casa. Y en menos de un día. Era
un mal promedio.
—Mejor así. De esa manera no se volverá irascible.
—¿Balcarce enojado? Eso sería digno de ver —bromeé.
—No dirías eso silovieras.Avecespuedesermásque
insoportable.
—A todos nos pasa eso con nuestro padre.
—Este es demasiado obsesivo. En serio, no querrás saber
cómo es enojado.

126
Parecía preocupado. Luego relajó la mirada y sonrió. Bebió
su té en dos sorbos, juntó las migas que había desperdigado en
un montoncito y sacó algo del bolsillo de su canguro.
Colocó el roedor en la mesa. Este, tembloroso, avanzó entre
las tazas y se puso a comer lo que su dueño le había dejado.
—¿Un hámster en una casa con libros? —dije para chica-
nearlo—. Me parece mala idea.
—Es un cobayo. Y Filoctetes se porta bien. Trato de tenerlo
controlado, eh.
—¿Por qué le pusiste ese nombre?
—Porque huele feo.
La carcajada surgió espontáneamente entre ambos. Disfruté
mucho ese momento; hacía rato que no reía con ganas.
Cuando el bicho dio cuenta de las migas, Agustín lavó la ta-
za y la cuchara que había utilizado. Luego tomó a su mascota
con una mano y me saludó.
—Hasta luego. Hoy va a ser un día para ir con cuidado.
No supe qué quiso decir hasta más tarde.
Pero esa mañana pensé que lo mejor era internarme en la
biblioteca desde temprano. Antes decidí salir a conocer al
jardinero.
—Javier Villaurrutia —se presentó el muchacho con un fuer-
te apretón de manos. Llevaba un sombrero como en una
telenovela colombiana, de esos de cowboys—. Así que usted
deberá encargarse de organizar a Balcarce. —Su sonrisa se
ensanchó y mostró una miríada de pequeños dientes blancos y
perfectos.
—Lo intentaré, al menos.
—Uno debe dejarse llevar por la pasión y hacer lo que debe
hacer, ¿no? —El hombre miró las plantas que nos rodeaban.

127
Era una profusión de verde, en donde enredaderas, ro-
dodendros, lirios, orquídeas y malvones se conjugaban con
una gran variedad de otras flores que no supe reconocer.
El jardinero se había quedado absorto con una mirada
ensoñadora en sus plantas. Me alejé un poco y vi un banco de
piedra. El lugar era hermoso. Me dije que en cualquier
momento me sentaría a leer un libro al resguardo de esa selva
en el corazón de Bahía Blanca. Más allá divisé una glorieta.
¿Cuántos metros tenía ese jardín? Si bien la estructura de la
casa, y el terreno mismo, se advertían grandilocuentes, me di
cuenta de que en realidad uno no podía imaginar el verdadero
tamaño de la propiedad de Balcarce.
Apenas había dado un par de pasos cuando oí que Javier me
hablaba. No había notado que me estaba alejando y me
pronunció las palabras en un tono quedo, como si yo estuviera
a su lado.
—Esta flor, por ejemplo, se llama Lobezno. Tiene una manera
rara de actuar, ¿sabías? En el momento de la fecundación la
flor macho envuelve a la hembra con sus pétalos. Esta es
consumida y desconectada de su propio tallo. La flor macho
abre sus pétalos y escupe el cáliz marchito de la hembra.
Entonces se genera la semilla de su propia especie en el centro
de la flor que queda. No hay otra especie que actúe así.
Me quedé observándolo. No entendía a qué apuntaba.
Él pareció despertarse de su ensoñación y me clavó la vista.
Su sonrisa se amplió.
—Quiero decir: cada uno cumple la función que la natu-
raleza le depara. Por eso usted se dedica a las letras. Yo no
puedo escribir ni mi nombre —bromeó.

128
—El talento suyo es importante. No es fácil dedicarse a las
plantas.
—Ah, no lo cambio por nada. Cuando estoy entre ellas todo
tiene un ritmo propicio.
—Sí, ya vi un banco, me parece que me voy a venir a leer acá
muy seguido. Es como que tranquilizan, ¿no?
Luego de ese breve intercambio me sumergí en la biblioteca.
Alberto fue quien me buscó en ese lugar, tres horas más
tarde.Almorzamosunasadoalhornoconverduras.Consideré que
esa era la función del criado. Era muy bueno en la cocina.
El viejo no habló durante toda la comida, y por como lo
trataban los demás, hice lo mismo. Se notaba ensimismado.
Luego volví a la biblioteca, el desafío me empezaba a
agradar. Leí el comienzo de varias obras. Casi todo eran co-
mienzos. Algunos los abandonaba Balcarce a las tres páginas,
o a las doce, o tras haber llenado cuarenta hojas de un
arranque promisorio. Se advertía el estilo desenfadado de su
primera época (en la que había publicado genialidades como
Yo, vos, él, nosotros, ustedes, aliens, o El destino de Tamara). Estos
textos estaban escritos a máquina. Leí —o intenté descifrar,
mejor dicho— algunas hojas en donde la letra manuscrita de
Balcarce se enredaba en sus propias florituras y elipsis. Por
suerte, estas eran la menor cantidad. Las hojas más recientes,
abrochadas en un extremo y no tan amarillentas como las
anteriores, e impresas, por suerte, podían seguramente per-
tenecer a la etapa en que había escrito Los odiosos del robot,
Pacto sangriento en Ingeniero White o la más famosa de sus
obras, llevada al cine por Damián Szifrón, Un exorcismo en
Alem.

129
Esta compleja y extensa novela contaba la historia de una
familia de clase alta que, encerrada en su vieja mansión,
resistía los cambios culturales y políticos del país, negando la
realidad que se imponía; al tiempo que pugnaban por ocultar
su secreto: en todas las generaciones había algunos miembros
que se convertían en lagartos superinteligentes.
Esta tarea me llevó varios días. Y los papeles de Balcarce
parecían multiplicarse. Había tres cajas grandes y dos bol-
sas con material para ser estudiado y catalogado. Yo recién
entendí a qué atenerme cuando llegué al fondo de la
segunda caja.
Ahí lo vi. Era un anillado extenso, de más de trescientas
páginas, sin título en su cubierta. A simple vista parecía ser
una obra completa. No me entusiasmó, debo reconocerlo. Pero
ni bien di vuelta el plástico que resguardaba las hojas, me
perdí. La historia era increíble. Transcurría en una edad lejana,
un mundo retrógrado que se había desviado de los caminos
por los que iba el nuestro. No era steampunk ni nada de eso.
Parecía por momentos una ambientación gótica en aldeas
precolombinas, pero párrafos más adelante los protagonistas
eran criollos que avanzaban en la campaña al desierto. Esa
indefinición me atrajo. La palabra precisa es me sedujo. La
prosa era perfecta, no podía entender qué había llevado a
Balcarce a descartar esa historia y no haberla dado nunca a la
imprenta. En el primer capítulo estaban sitiados, a la espera de
que los salvajes que los martirizaban se dieran por vencidos o
alguna deidad descendiera del cielo para salvarlos. Esto me
hizo acordar al cuento El hambre de Manuel Mujica Láinez.
Pero en el texto de Balcarce la acción tomaba giros inesperados
todo el tiempo: así que Gondrián, el aparente protagonista,

130
que había huido de su pueblo a causa de una desdicha amo-
rosa, escapaba con dos compañeros del asedio, por cata-
cumbas que descubrían de casualidad. Estaban en la Antigua
Fortaleza Argentina, en la zona que luego sería bautizada
como Bahía Blanca. Las aventuras se libraban entonces bajo
tierra: descubrían demonios que, al sentirse ultrajados por la
presencia humana, no cejaban en su intento por descuar-
tizarlos. Eso le ocurría a Rodofredo, uno de los prófugos,
luego de que los demonios lo engatusaran con la figura de una
bella muchacha que era, en realidad, un perro con dos ca-
bezas. Las metamorfosis eran recurrentes en los túneles, no
podían confiar en lo que veían. Y por esto Gondrián asesinaba
a Wenceslao, porque sospechaba que su amigo era en realidad
una mantícora. En efecto, el monstruo mostró su verdadera
forma cuando fue pinchado con una daga que nuestro héroe
guardaba en la manga y que Romina, su antigua amada, le
había dado. Ahí se dio cuenta de que en realidad su amigo
había muerto anteriormente, en la fortaleza sitiada, y que todo
el tiempo había sido un demonio infiltrado en el campamento.
¿Pero por qué no lo había matado antes a él? Esa pregunta lo
atormentó mucho, sobre todo cuando recordó la vez en que se
emborracharon juntos una noche estrellada en la que contaron
parte de su pasado. Ese pacto de amistad había estado viciado
por la traición.
Dejé de leer por un momento y descubrí que me hallaba en
el patio, rodeado del mágico universo de Javier. La frescura
nocturna de las plantas me envolvía. Alguien estaba cerca de
mí. Me di vuelta y vi a Agustín.
—Tres veces te llamé. Estás muy compenetrado con la
lectura.

131
La noche había caído. Acompañé a Agustín adentro y él me
llevó a la cocina, en donde me esperaba un plato de comida.
—Aparté esto para vos. Nosotros cenamos. No te encon-
trábamos por ningún lado, che.
Me miraba mientras con un codo apoyado en la mesada
mientras yo comía.
Luego subimos a nuestras habitaciones. Al caminar junto a
él sentí un impulso violento, sentí un impulso sexual. El cuer-
po del chico a mi lado me provocó una incipiente erección que
intenté refrenar con la mente, en vano.
En mi cuarto continué con la lectura. El texto me tenía
obnubilado, me había olvidado de comer. Generaba algo en lo
más profundo de mí.
Cuando Agus se despidió de mí pude ver una patineta en su
habitación, antes de que cerrara la puerta. Eso explicaba el aire
informal que lo envolvía, su forma de vestir, su desparpajo.
Me forcé en no pensar en él; yo estaba enojado con mi
exnovia, y hacia ella debía ir mi calentura.
El texto fue mi salvación. Me tiré en él como un desquiciado
que huye de perros hambrientos y salta por un acantilado
hacia el mar que lo salvará o será su tumba.
¿A dónde habíamos llegado con la aventura del héroe?
El camino hacia la superficie es arduo: Gondrián se enfrenta
a los dioses soles, una especie de espíritus incandescentes que
se comunican con la combustión de sus cuerpos. A duras
penas logra huir de la vida bajo tierra, derrotando a varios
seres de luz, pero siempre se deja algo a cambio. En los
enfrentamientos pierde su mano derecha, su mano hábil.
Conoce a Aranza en un campamento y se pone de novio ins-
tantáneamente. Pero se olvida de su pronta promesa de amor

132
eterno cuando en una incursión descubre a una indígena de
ojos celestes; se trata de Wilfreda, una cautiva de rasgos
europeos que de tanto vivir con los salvajes cree ser uno de
ellos. Lleva desde pequeña secuestrada. Ha aprendido a le-
vantar un toldo y a ensartar un animal con la lanza a más de
diez metros de distancia. Escupe cuando habla y chilla ante la
visión del protagonista. Gondrián no se amedrenta. Busca su
mirada, trata de domesticarla y enseñarle el idioma perdido.
Ella enferma y muere. Gondrián recuerda a Aranza, a la que
había abandonado por la difunta. Esta lo rechaza pero él sigue
prendado de su belleza. La convence luego de que le cuenta
que había estado poseso por una maldición india, echada
sobre él por Wilfreda. Aranza desconfía, pero lo deja entrar
nuevamente en su vida. El espíritu de la occisa complica todo
cuando vuelve a vengarse de Gondrián y se mete en el cuerpo
de su perro, que manifiesta síntomas de hidrofobia. El pánico
cunde en el asentamiento militar y los amantes huyen a la
llanura nocturna. El desierto los envuelve. Gondrián se da
cuenta de que cabalga solo. Aranza lo abandona y le deja una
nota entre sus ropas: Yo te quise pero jugaste conmigo. Ahora vas
a sufrir. El héroe no sabe qué significa eso hasta que advierte
que los aullidos lo rodean. El desierto es frío y duro; los cascos
del caballo resuenan con un eco estremecedor. Ve unas luces e
intenta llegar hasta ellas pero la manada está muy cerca. El
equino la huele y no quiere dirigirse a donde lo intenta llevar
su dueño. Son unas sierras, adivina él en medio de la más
densa oscuridad. Las pisadas se acercan. El círculo se cierra.
Gondrián recuerda a su madre, que cuando niño lo acariciaba
en el rostro y recitaba canciones antiguas acompañada por una
guitarra. Ya puede sentir el hedor de los cuerpos que lo

133
rodean, el pelaje caliente y negro, los ojos amarillos. El caballo
se encabrita y lo echa sobre la tierra. Se desvanece por unos
segundos y se ve transportado a un lugar en donde conoce a
una ondina, que le dice que habita en un arroyo cercano, de
agua fría y filosas piedras en el lecho. «Buscame» le dice
clavando su pupila animal en la de él. «Tengo algo para vos».
Me desperté con el sol ya bastante alto. El manuscrito estaba
caído a un lado de la cama. Me incliné y lo recogí. La historia
llegaba hasta el punto en que recordaba. Había leído durante
toda la noche.
Le falta un final, pensé. No se puede publicar así, pero es increíble;
no es posible que esta historia no se conozca.
¿Y si le pidiera a Balcarce que escribiera un final? Que el
viejo la continúe me parecía demasiado. El mal carácter del
escritor era evidente, y se notaba que no le gustaba que nadie
lo dijera lo que debería hacer.
¿Y si la escribía yo? Era una empresa demasiado complicada
para mí. Por más que quisiera, no podría imitar el estilo. Ade-
más no tenía el ánimo ni la imaginación para hacerlo.
Otro misterio se abría paso en mi mente. ¿Por qué la había
dejado inconclusa? Esta obra, a diferencia de las demás, es-
taba bastante avanzada. Decidí interrogarlo cuando se diera
la ocasión.
Unos golpes sonaron en la puerta. Alberto se asomó en mi
habitación.
—¿Hoy sí vas a acompañarnos?
Le pregunté a qué se refería.
—Estuviste dos noches y un día leyendo. Veníamos a
buscarte y nos ignorabas completamente. Estabas realmente
ensimismado.

134
Mi cara de asombro se disimuló detrás de mi cara de sueño.
—Está bien. Ya bajo. Voy al baño.
Alberto asintió y me cambié de ropa. Hacía más de vein-
ticuatro horas que había ingerido alimento. Mi panza rugió.
Balcarce se encontraba charlatán esa mañana.
—Este chico, Fresán, sabe lo que hace. ¿Leíste algún libro de
él? —me apuntó cuando bajé a la cocina.
—La velocidad de las cosas. —Me acomodé en una silla y me
serví café.
—Ah, una gran obra. Leí en Ñ que salió una nueva novela
de su autoría, El tiempo en que fuimos.
—¿Estás escribiendo algo? —le pregunté sin más. Quería
sacar el tema de la obra inconclusa, que no tenía título.
—No por el momento. Le estoy dando vueltas en mi mente a
una nueva novela. Hago anotaciones sueltas, de momento.
—Estuve viendo sus papeles. —Él no sacaba el tema, en-
tonces vi preciso actuar. No me había interrogado al efecto en
ningún momento de mi estadía ahí—. Hay algunas cosas que
pueden servir.
—¿Esos desvaríos? —Desvió la vista y se refugió detrás de
su propia taza. Alberto seguía la charla con interés—. No, no
creo que…
—Hay una novela a la que le falta el final. Está bastante
avanzada, a diferencia de las demás.
—¡No me digas qué tengo que hacer! —nos sorprendió
Balcarce. Sus palabras fueron como un inesperado géiser en la
mañana tranquila.
—Yo solo digo… sugiero… un final adecuado.
—¿Qué final se te ocurre, eh?

135
¿A eso se refería todo? ¿No había sido capaz de imaginar un
desenlace apropiado a su relato?
Me hablaba de mal modo, y aun así no caí en su trampa. Yo
no estaba acostumbrado a tratar de esa manera a nadie. Ignoré
su tono y sus palabras.
—No. Yo decía, nomás. Olvídelo.
Pero el viejo era de esas personas cascarrabias que, una vez
que se les descompaginaba el día, seguían alunados hasta que
se acostaban por la noche.
—¡Agus! —gritó a la puerta de la cocina. Alberto se sobre-
saltó y miró temeroso en la misma dirección que el novelista.
Tal vez temía que la furia se viera direccionada hacia su
vástago—. ¿Dónde está Agustina?
En el momento de la revelación mi mente optó por quedarse
quieta, pausada en el simple hecho de sorber de mi taza. Me
puse colorado ante la mirada de nadie.
—Acá estoy, papá, ¿qué te pasa?
Llegó más bonita que nunca…
Mi confusión había sido por su apócope «Agus», que podía
ser tanto para varón y mujer, su ropa holgada que no permitía
ver sus pechos, el pelo corto. Me sentí estafado. Luego me
calmé y me sentí estúpido. Una culpa que sentía instalada en
mi pecho se desvaneció. Me tranquilicé. Todo eso en el lapso
de un segundo.
—¿No venís a desayunar? —El viejo parecía un poco más
calmo.
—Ja, no rompas, me desperté más temprano y me fui al
patio. Ahora estaba en mi pieza, leyendo.
El viejo bufó y dijo algo ininteligible.

136
A partir de ese momento tuve que manejarme de manera
distinta. Ahora me parecía evidente que ella era una chica y
que nunca lo había ocultado. Me dije:Menos mal que nuca salí
en calzoncillos al pasillo. Me dije:Menos mal que no dije nada
inconveniente.
Solía ser un clásico para mí el meter la pata. Por suerte no le
había dicho «capo», ni nada por el estilo, demostrando que yo
creía que era un varón. El ridículo es el único lugar del que no
se vuelve.
¿Y mi escritura cómo andaba? En blanco. Nunca fui un
escritor demasiado prolífico. Yo lo había instigado a escribir
un final para su novela, pero la verdad es que no tenía
constancia con mi propia literatura, y por eso no podía insistir.
Recordé que me había sido encomendada una historia que mi
editor esperaba a mi regreso a Buenos Aires. En ese momento
veía como muy lejano volver a aquella ciudad. ¿Qué me
esperaba allá?
Recorrí por esos días Bahía Blanca. Algo en ella me atraía y
me repugnaba. La vi muy parecida a Buenos Aires. Si pensaba
eso, me sofocaba. No quería saber nada de Paula, la que me
había herido. Y encontrármela en la calle en el centro o
paseando por algún paseo público no me habría hecho bien.
Alguna noche lloré en mi cama. Sentía un desgarro por
dentro que no cerraba. Por suerte esas veces, que fueron muy
pocas, el sueño arremetía contra mi conciencia y me enviaba a
un mar bravío de imágenes iracundas. La imaginación seguía
funcionando, por lo visto, pero no podía hilar secuencias de
acciones para mis personajes.

137
Si la angustia me despertaba a mitad de la noche, con surcos
secos que descendían de mis ojos, me vestía y salía al baño a
beber un trago de agua.
Fue una noche tranquila cuando se manifestó.
Mis ojos se abrieron como impelidos por un resorte secreto.
Me los refregué y sentí el regusto amargo de haber dormido
con la boca abierta. Necesitaba cepillarme los dientes, hacer
buches con agua. Me senté en la cama cuando sentí el primer
paso. La madera crujía, no podía negarlo. En el pasillo de la
planta alta se deslizaba algo. Me puse un pantalón y descalzo
me dirigí hacia la puerta.
No me atreví a tocarla aún. Esperé hasta oír algo más; no
fuera que todo el episodio hubiera sido algo imaginado.
Pasaron varios segundos y me convencí de que todo había
pasado por mi mente. Hasta que sentí una voz que susurraba.
Era un chirrido y un susurro, todo al mismo tiempo. Se me
antojó una oración recitada en un idioma antiguo, oscuro, con
el que una bruja conjuraba un espanto. Me estremecí.
No sé qué me llevó a abrir de golpe la puerta, qué motivos
tuve para adentrarme en el pasillo oscuro. Al final de un ala vi
algo que se movía. Un vislumbre, apenas nada, pero fue el
acicate suficiente para colmar la curiosidad que impulsó a mis
piernas a ir hacia adelante.
Doblé la última esquina y me enfrenté con el fenómeno.
En realidad me resultó esquivo de vuelta, pero durante un
segundo lo pude ver con mis ojos.
Un humo blanco se retorcía a unos metros de mí, alejado por
la distancia de unos pasos y el temor que comenzaba a calar
hondo en mi cuerpo. De la espalda me surgió una sensación
fría que me atenazó la nuca, los omóplatos y la cintura. Me

138
sentí desfallecer. Ese humo flotaba como una afrenta, a treinta
centímetros del suelo se revolucionaba y era como una
carnada tendida —entendí— hacia quien quisiera morder.
Un segundo después desapareció.
Comprendí que había presenciado algo extraño, por primera
vez en mi vida, adicto a todas las variantes de la literatura
fantástica, había visto un hecho sobrenatural.
No me fue fácil dormir esa noche. Pero el sueño todo lo
vence, y olvidado de mi sed y el gusto amargo en mi lengua
me desmayé hasta la mañana siguiente.
No le dije a nadie de las extrañas manifestaciones que había
contemplado en la casona. Después de todo, yo era un desco-
nocido, y lo primero que pensarían es que trataban con un
loco, uno venido de Buenos Aires, en donde tanta densidad
poblacional hacía que te cruzaras con varios de manera
inevitable.
Teniendo todo en contra, decidí hacer silencio sobre el
episodio nocturno.
Me enfrasqué en la lectura de las obras de Balcarce. Si
consideraba que el viejo no se acercaría a la biblioteca en todo
el día, me tiraba en un sillón y me llevaba una pila de libros
que seleccionaba al azar.
A veces ojeaba o tenía a mano algún manuscrito del nove-
lista, para simular si subrepticiamente entraba en la biblioteca,
pero luego de su destrato me había ganado la desidia.
Conocí la narrativa de Clementino Ariosto, un novelista
argentino prácticamente olvidado. Fue el primero en escribir
una novela gótica en 1789, titulada El peso de las mentiras. Su
obra era una catedral con ventanas como ojivas, repleta de
historias secundarias muy bien engarzadas, con vitraux en

139
donde los detalles formaban una imagen sorprendente de la
época.
Me volví un tanto desprolijo. No me afeité por días y a veces
me salteaba las comidas.
Salí al patio a tomar aire frecuentemente. Solía hacerlo por
las tardes, cuando el sol caía, y meditaba sin prisa acerca de
mis lecturas y la vida.
Pasaba mis dedos sobre la glorieta, aspiraba el aroma de las
plantas que me rodeaban. La geometría del lugar no con-
cordaba con mis suposiciones; comencé a sospechar que la
propiedad de Balcarce fluctuaba todo el tiempo. Si, por
ejemplo, un día tenía que dar doce pasos para llegar hasta el
banco de piedra que había descubierto la primera vez que salí
al jardín, a veces la distancia emprendida era de más de
setenta.Estomeempezóaobsesionar.Seguímiselucubraciones en
silencio. Apenas hablaba con los habitantes de la casa.
—Te entretiene el parque, ¿no? —me sorprendió la voz de
Agustina una tarde cualquiera.
Me volví y la encontré, delgada, ambigua, con los pies y las
manos juntas, mirándome con curiosidad.
—Algo me atrae hasta este lugar. Leo o vengo a pase-
ar, simplemente.
—Y a pensar, ¿no? —Me irritó un poco su insistencia. Era
como si quisiera inducir mis respuestas.
Tengo que relajarme. Es una buena chica. No pretende nada malo.
Encogí mis hombros e hice un gesto casual con la mano.
Se sentó en el banco de piedra y me hizo señas de que la
acompañara. Yo tardé unos segundos, llenándome de las
fragancias que se cernían, como la noche, sobre nosotros.

140
Nadie había encendido las luces del patio, y salvo por las de la
calle, estábamos a oscuras.
Adiviné su mentón suave en la penumbra. Sus ojos indecisos
miraban hacia adelante pero querían ser liberados de la
presión que sentían. En silencio la compadecí. Nunca era fácil
la relación con un padre; y a ella la vida no le había dado el
mejor. Un padre es, como mínimo, un déspota con el que a
veces se puede negociar la propia derrota.
—Está hermosa la noche —dijo como para llenar el vacío.
—Sí —respondí por decir algo, porque eso esperaba ella de
mí. Elevé la vista al cielo y vi dos o tres estrellas.
—¿Cómo vas con la lectura? —preguntó de sopetón. Apre-
taba el borde del banco con sus manos y comenzó a balancear
los pies como si fuera una nena.
—Bien. Avanzando. —Era una manera de lavarme las
manos. Sí, leía obras de otros autores, pero no había tocado
nada de su padre desde hacía un tiempo.
—Estás poco hablador.
—Depende de con quién. —Ni bien lo dije me arrepentí.
Sonaba grosero y no había sido esa mi intención.
—Uy, qué malo. ¿Depende de con quién? ¿O depende del
contexto? —Pareció que no había hecho caso al modo cortante
con que respondí—. Te propongo una cosa (por ahí en otro
contexto hablás más): te invito un día a tomar algo. ¿Dale? Al
fin y al cabo, estuviste todo el tiempo encerrado en casa.
—Vos tampoco salís mucho.
—Salgo más que vos. No te das cuenta porque estás todo el
tiempo leyendo.
—¿No tenés amigas?
Miró, turbada, hacia la casa.

141
—Ellas últimamente se han portado mal conmigo.
El silencio que siguió fue puntuado por una brisa.
—Acepto. Vos decime cuándo. Y llevame a conocer un lugar
lindo, eh.
—No te preocupes. —Agustina sonrió. Le sentaba bien ha-
cerlo, aunque casi siempre estaba seria—. Te vas a enamorar
de Bahía. No te vas a querer ir más.
No busco enamorarme, pensé en contestarle, pero no pro-
nuncié nada. Una chispa nueva se había encendido en la chica,
y no me pareció bien frustrarla. Yo tampoco había hecho
amigos el último tiempo. Me había convertido en algo contra
lo que siempre había luchado: un ser esquivo que prefería el
contacto con los libros en vez de las personas. Mi vida anterior
también se regía por la misma constante, pero al menos allá
tenía conocidos que sacudían mi existencia cada tanto.
—La noche es tierna —creo que dijo y como no estaba se-
guro de haber oído bien asentí en silencio.
Notaba que ella miraba alrededor y contemplaba extasiada
las sombras oscuras de las plantas que nos rodeaban. Era
como una chiquita en una juguetería. Se puso de pie y olía acá
y allá hojas y flores, apenas rozándolas con los dedos.
Yo la miraba hacer, contemplándola solo a ella. Sus mo-
vimientos delicados, su cuerpo recortado del fondo. Me llegó
su propio perfume, dulce y suave. Me dieron ganas de abrazar
su fragilidad. Me sentí mal.
—Sebastián —me llamó y me levanté del banco.
Ella estaba frente a una planta oscura que mecía sus pro-
longaciones como si fueran dedos de una mano. A la altura de
su cara había una flor celeste con pétalos y pistilos lánguidos
que parecían buscar el suelo.

142
—Se llama circe. ¿Ves? Parece una aguaviva. Si acercás la
mano, podés sentir su calor…
Intentó tomar mi mano pero di un paso atrás. No quería
sentir su contacto.
Me miró sorprendida.
—Perdón —balbuceé mientras buscaba otras palabras que
decir. No las encontré.
—No. Disculpame a mí. —Se veía nerviosa. Tras unos se-
gundos dubitativos concentró su atención en la flor que tenía
enfrente—. Si la tocás te puede causar una picazón bastante
grave. Si sos alérgico, la roncha se te puede extender y hasta
infectar.
Yo di otro paso alejándome del fenómeno.
—Es muy hermosa —admití. Una suave luminosidad se
desprendía de los pétalos. Los pistilos sobredimensionados
tenían perlas blanquecinas que titilaban.
—Es la manera en que atrae a la víctima. Mariposas, insectos
o hasta pequeños pájaros nocturnos se ven deslumbrados por
lo llamativo de su belleza y perecen por ello.
Di otro paso hacia atrás. Agustina acercaba los dedos a la
flor y los pétalos podían sentir su presencia, porque se
curvaban levemente siguiendo el propio calor de la chica. Eran
como aguavivas suspendidas en el aire, conectadas al tallo
verde. Se movían de una manera que me repugnaba.
—Si hace mal su contacto, por qué no te alejas…
Ella se volvió hacia mí.
—Eso es lo divertido —dijo con una sonrisa—. Lo que nos
hace mal nos atrae.
—No creo que sea tan así.
—Vamos, a todos nos han roto el corazón.

143
Sentí un pesar hondo en el estómago. La noche se me había
vuelto insoportable.
—Me voy a dormir. Hasta mañana.
—¿En serio? ¿Te molestó lo que dije? —Su sonrisa se apagó.
Miró al suelo, contrita—. Perdón.
Caminé hacia la casa en silencio. Estaba enojado y al mis-
mo tiempo me preguntaba qué clase de hombre sería capaz
de romperle el corazón a una mujer como Agustina. Me dije
que no iba a aceptar su invitación a tomar algo y charlar,
cuando me la formulara. Al entrar a la vivienda pude res-
pirar con normalidad.
Pensaba tirarme en la cama y cerrar los ojos, dejar que mi
cuerpo cansado me dictara una historia, que me era esquiva.
En cambio, ni bien me senté en el colchón tuve deseos de leer.
Manoteé un libro de la mesita de luz, que había sacado de la
biblioteca de Balcarce. Era un texto medieval conocido como
Cantar de los cantares de León, de autor anónimo. Me aboqué a
descifrar los términos antiguos y a disfrutar de la métrica, que
me fue llevando por las peripecias del simpático héroe. En
algún momento me venció el sueño, el libro cayó al suelo y me
vi inmerso en las olas plácidas de la desconexión sin haberme
quitado la ropa.
En la biblioteca me dedicaba a pasear mis dedos por los lomos
a la espera que ellos me dijeran qué leer. A veces me sorprendía
enfrascado en un romance portugués o en una caldeada charla
entre dos amantes de Damasco o Johannesburgo. No faltaron
tardes en que sintiera el horror de escapar de un bosque en que
una presencia sobrenatural me estaba cazando, luego de haber
dejado un reguero de muertes de niños de un pueblo cercano, o
la desidia del gobierno terrestre ante los reclamos por mejoras

144
en las condiciones de quienes vivían en el espacio haciendo
experimentos junto a colegas alienígenas. Las tramas policiales
sucedieron a los dramas adolescentes. Vi a los gusanos exa-
gerados por los químicos radiactivos de la fumigación en
General Cerri, comí con la tribu ficticia de los terrienígenas
durante la gran matanza en América del Sur, fui esclavo de las
corporaciones robóticas en Ueno y la sacerdotisa de un mile-
nario culto que esperaba la llegada de los Antiguos.
Una tarde un sonido me distrajo. Me encontraba a hor-
cajadas sobre la mesa intentando entender una narración muy
mala de Balcarce, cuando desde el calefactor de la sala me
llegó un rasqueteo.
En seguida apareció Filoctetes desde detrás del artefacto.
Por suerte no estaba encendido, o los chillidos de la criatura
habrían llamado la atención a quienes se encontraban en la
mansión.
No hice ningún ruido ni me moví. Quería ver qué hacía el
roedor.
Bajó al suelo y se dirigió hacia una estantería. Hurgó un rato
y salió con un pedazo de cartón entre sus dientes.
—Pst, Filo. Ey, acá, amigo —lo llamé.
El cobayo advirtió mi presencia y no se sobresaltó. Al
contrario, redireccionó su marcha hacia la mesa en la que me
encontraba.
Me incliné y puse una mano en el suelo para recibirlo. Lo izé
hasta la mesa, en donde lo deposité con cuidado. Corté tiritas
de las hojas que estaba leyendo y se las acerqué.
—Tomá, comé esto. No tiene gran valor. Espero que no te
indigestes.

145
Agustina no hacía tan bien su trabajo. Ella había dicho que
el bicharraco no comía nada de la biblioteca. Era evidente
que no lo controlaba todo el tiempo como me había querido
hacer creer.
Filoctetes dejó su pedazo de cartón baboseado y tomó entre
sus manitos el papel que yo le daba. Comenzó a masticarlo.
Me causó gracia. Desmenucé una hoja entera para él mientras
lo contemplaba merendar.
El cuerpo blanco y anaranjado se movía nervioso sobre la
mesa. Jadeaba de éxtasis ante el manjar que la providencia
había puesto en su camino.
Estiré la mano y acaricié su pelaje. Se dejó tocar, dócil.
Estaba muy domesticado, y eso era un triunfo de su dueña.
En vez de huir se quedaba manso debajo de mi palma. Salvo
por las incursiones en la cañería, la chica había hecho un buen
trabajo.
Por esos días me topé con la página en blanco. Era un mal
que asustaba a los escritores desde tiempos inmemoriales. A
mí no me preocupaba demasiado, porque sospechaba que
cuando tuviera que escribir, escribiría. Miraba durante largos
minutos la hoja como un mar de dientes de león, esperando
que algo irrumpiera la tersura de la superficie, pero nada
ocurría. Tenía la lapicera preparada en la mano y al cabo de
varios minutos me aburría y la golpeteaba contra la madera o
rayaba líneas en un margen.
En el patio encontré un lugar que me acogió y me permitió
sentir un placer íntimo. A la hora de la siesta me presentaba
con un libro en las manos y me sentaba al frescor de las
madreselvas. Las páginas pasaban y apenas me daba cuenta
del lugar en que me hallaba. Aun así, ese ambiente ayudaba a

146
desconectarme y por eso podía enfrascarme con tanta soltura
en lo que leía. A veces me ponía de pie y me dirigía a lugares
más profundos del jardín, a sitios inexplorados, y cuando
recobraba la conciencia no reconocía dónde me hallaba. El
nivel de abstracción durante la lectura era tal que no regis-
traba cuándo mis pies se habían puesto en marcha.
Una tarde padecí por ello.
Cuando abrí los ojos a la realidad descubrí que no sabía
dónde me encontraba. Había a ambos lados una oscurave-
getación de hojas gruesas y repletas de savia que nunca había
visto. Las paredes eran altas, el sol se había ocultado. Miré
detrás de mí y vi el mismo sendero que tenía delante. ¿Hacia
dónde dirigirme? Con el pequeño volumen de versos en mis
manos comencé a sentirme mareado. No podía tardar mucho
más en tomar una decisión. Pronto la oscuridad de la noche
me impediría ver nada.
Decidí seguir el camino hacia adelante. La fronda era tan
alta en esa zona que no podía divisar la casa. Otra vez me
encontraba desorientado. ¿Cómo era posible que hubiera
partes del patio que me resultaran nuevas? Pensé que tal vez,
por las noches, el lugar cambiaba sus formas. Me sonó ridículo
ni bien lo hice consciente, pero en ese momento el miedo me
hizo considerar que tal vez fuera posible. El mundo era un
laberinto inquieto. Al menos dentro de la propiedad de
Balcarce parecía ser así. Vagué por horas, acompañado por las
estrellas nada más, y mi intuición. Ni siquiera el resplandor de
las luces de la ciudad llegaba hasta ahí. ¿Cuán profundo me
había aventurado?
Un leve resplandor me anotició que quizá uno de los faroles
del jardín se hallaba encendido. Doblé un recoveco y me topé

147
con las flores que me había mostrado Agustina aquella vez.
Formaban una pantalla celeste contra el fondo oscuro. Al-
gunos colibríes revoloteaban por ahí y eran atraídos hacia los
pétalos hambrientos. Entonces me dije que la casa estaría
cerca. Me volví y no pude verla. Eso me angustió. Hasta que
apenas la divisé, más allá de las hojas alejadas.
Avancé hacia la mansión. Noté que ya no tenía el libro
conmigo. Había perdido el ejemplar mientras vagaba por el
patio. Se me ocurrió que era imposible que la distancia desde
las flores luminescentes y la casa fuera esa; yo estaba seguro
que antes estaban más cerca. Incluso el banco se encontraba
por ahí. Mientras avanzaba miré a mi alrededor. No lo vi. Eso
indicaba que, efectivamente, algo había cambiado.
Me estremecí mientras llegaba a la puerta trasera, cuando la
toqué con los dedos, la madera me pareció la misma de
siempre, sólida y cálida. Eché una última mirada atrás antes
de entrar. El banco de piedra estaba solo, la glorieta era una
sombra más allá.
Algo me está haciendo mal.
¿Sería la lectura? Consideré con sorna que tal vez me
estuviera secando el cerebro, como a cierto lector antiguo le
había pasado.
En mi habitación reconocí que alguna cosa me alteraba.
Debía unirme a la vida normal de la casa, hablar con los
demás, dejar a la literatura descansar unos días.
Por supuesto no le dije a nadie acerca de mi incidente. No
solo la vergüenza me frenó, sino el hecho de que me con-
sideraran loco. El mismo escrúpulo que antes.
Ni bien vi a Edgardo Balcarce al día siguiente, le pregunté
por el libro.

148
—¿Qué libro?
—El que está aparte, en la biblioteca. Detrás de un vidrio.
—Ah, ese libro —el viejo rió con ganas. Nunca lo había visto
tan feliz—. Es uno de los dos únicos ejemplares que existe. Es
un texto en occitano, traducido del original en árabe. El autor
es Ali ibn ar–Rigal. El título es Libro complido en los judizios de
las estrellas. En realidad es una traducción de algunas partes.
Las más interesantes.
—¿Un libro de astrología? —Me sonaba el nombre como uno
de los documentos más antiguos en idioma español.
—Es más que eso. Algunas partes, se supone, encierran la
manera de invocar a deidades que existen más allá del espacio
exterior.
—¿Usted… usted las invocó? —me sentí un tonto pro-
nunciando esa pregunta.
Me miró con los ojos entrecerrados y estalló en una carcajada.
—No tengo tiempo para esas cosas. Si hubiera funcionado,
supongo que en todo el planeta se habrían enterado, ¿no te
parece?
Me encogí de hombros como toda respuesta.
—La literatura fantástica es una mentira —dijo esta vez,
serio—. No creas en todo lo que leés.
Pero sí creo en lo que veo, pensé.
—Ya que estamos —prosiguió—, te pido un favor. No le
digas a nadie que tengo ese ejemplar. Vale más que esta casa
entera.
Nos encontrábamos en la biblioteca. Me dirigí a la mesa en
donde descansaban sus manuscritos. Ofuscado, comencé a
ojear buscando algo nuevo para leer.

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Ya había terminado con las cajas y ahora acometía contra los
papeles sueltos en los cajones del escritorio.
Mientras leía dejé a Balcarce en su propia cápsula de
imaginación, sosteniendo un libro frente a sus ojos. Estaba
disfrutando de la relectura de una novela de Vargas Llosa.
Por el rabillo del ojo un movimiento captó mi atención en el
otro extremo del salón. Filoctetes, la mascota de Agustina,
recorrió de lado a lado la habitación y se perdió de mi vista. Por
lo visto, el bicho se movía con total libertad por la propiedad.
No solo el jardín parecía cambiar sus formas. Advertí casi
sin querer que la casa se alargaba un poco más. Antes, las alas
se extendían con cinco habitaciones a cada lado. O al menos
había contado eso durante los primeros días. Mi cuarto seguía
siendo la tercera puerta a la derecha. La habitación de
Agustina, en la que había vislumbrado una patineta una vez,
antes era la segunda puerta a la izquierda y ahora era la cuarta
desde la escalera. ¿Ella se había mudado, o simplemente había
cambiado las calcomanías que decoraban su lugar? Sea como
fuere, ahora el pasillo se me antojaba más largo. Había siete
puertas del lado izquierdo. Antes, lo hubiera jurado, no había
tantas.
O tal vez siempre fui un distraído, intenté consolarme. Algo me
decía que no estaba loco. La casa me empezó a dar miedo.
Me tranquilicé cuando vi cómo se comportaban Alberto,
Agustina, Edgardo y Javier. No solo conmigo, sino entre ellos.
¿Serían actores de una perversa obra de teatro que habían
pergeñado para martirizarme? Solo eso explicaría cómo se
tomaban con naturalidad los cambios producidos en la casa.
Pero eso, comprendí, era un delirio tan grande como pensar en
las transmutaciones del inmueble.

150
Había traído poca ropa y varias libretas de apuntes.
Apenas había abiertomi mochila y la valijaun par veces.Yno
pude escribir ni una palabra. Era como si la escritura me
hubiera abandonado.
En mi trabajo no había avanzado mucho: no pude descubrir
ningún texto de Balcarce que sirviera para publicar o pulir.
Solo la novela inconclusa. En algún momento debería enfren-
tarlo y pedirle que escribiera un final.
Agustina pasó por la biblioteca una tardecita.
—Esta noche salgamos, ¿dale? —me dijo luego de sentarse
en el suelo a jugar con su cobayo. Levantó la vista y me miró
con sus grandes ojos, la espalda apoyada contra los volúmenes
polvorientos.
—Está bien —asentí. En ese momento ya se me habían pa-
sado los remilgos y olvidé que no iba ir con ella a ningún lado.
—Entonces me voy a cambiar. Te veo en la cocina en media
hora.
No alcancé a contestarle porque ya había desaparecido con
su mascota.
Al cabo de un rato subí a mi habitación, me cambié de ropa
y me perfumé. Bajé a la cocina y jugué girando el bol de frutas
hasta que apareció Agustina.
Estaba espléndida. Era la primera vez que la veía ma-
quillada. Los labios apenas rosados, los ojos delineados y algo
de rubor en los pómulos habían cambiado su rostro. Ahora sí
parecía más grande. No me daría vergüenza salir con ella a
tomar algo, por lo menos. Llevaba un vestido rojo ajustado,
corto, que dejaba ver sus piernas largas. Llevaba zapatos de
taco alto, negros, y una campera pequeña, moderna, de cuero

151
negro que le cubría los hombros y los brazos. Los pendientes
en sus orejas le daban un aire de total sofisticación.
—¿Vamos? —me dijo desde el umbral.
Yo dejé de girar el bol como un estúpido y me quedé
contemplándola con la boca abierta.
La seguí mientras salíamos de la propiedad.
—Vayamos a pie, acá en Alem hay varios locales en donde
tomar algo.
A todo esto, nunca le había preguntado su edad. Yo suponía
que tenía poco más de veinte años, aunque a veces parecía no
tener dieciocho aún. Mientras caminaba a mi lado comprendí
que quedaría desubicado preguntarle en ese momento.
La noche era agradable, varias personas iban y venían por
las veredas de la ancha avenida. La mayoría de los locales de
sushi, o restaurantes y heladerías eran mansiones refaccio-
nadas. Mostraban la caída en desgracia de la burguesía: las
viviendas opulentas habían quedado reducidas a simples
expendios de alimentos.
Hicimos varias cuadras hasta una cervecería.
—Este es Antares, y al lado está Barone. ¿A cuál querés ir?
—Antares está bien.
Nos sentamos en unos cómodos sillones dentro del local. La
luz tenue y las primeras pintas de cerveza conformaron el
ambiente propicio para la charla.
—Bueno, Sebastián, te iba a preguntar si tomabas alcohol,
pero por lo visto, ahora sería en vano hacerlo. Además, des-
confiaría de cualquier escritor que no beba cerveza.
—Jaja, sos prejuiciosa.
—¿Acaso vos no lo sos?
—Todos lo somos. —Levanté mi cerveza y brindamos.

152
Se llevó el dorso de la mano a la boca y pude oír su carcajada
bajo el sonido de la música que nos envolvía y las voces de las
otras personas que estaban en el local. Todo en ella era
delicado, hasta ese gesto espontáneo.
—No vinimos a hablar pestes de nadie, ¿no? —le dije.
—No. La idea es conocernos. Hace varias semanas que vivís
en mi casa. Y seguís siendo un misterio.
Me sorprendieron gratamente sus palabras. Yo pensaba que
ella ni me registraba, y resultaba que le había entrado cu-
riosidad acerca de mi persona. Pero lo que era en verdad un
misterio era esa chica.
—Vos te hacés la misteriosa. Apenas sonreís y es una lás-
tima, porque tenés una sonrisa… preciosa —casi me mordí la
lengua una vez que hube de pronunciar aquella palabra.
Ya está, me dije. Ahora no puedo arrepentirme de lo que dije.
—¡No me hago la seria ni la misteriosa! Yo siempre estoy
contenta.
—¡Uff! Una simpatía andante sos.
Volvió a sonreír y me sostuvo la mirada. Descubrí que me
faltaba el aire.
Pedí una nueva ronda de cervezas. Luego de los sabores
dulces probamos otros más amargos. Nos íbamos aflojando de
a poco.
—¿Te gusta ir a bailar? —me preguntó. Apoyaba el vaso de
cerveza en la mesa, dejando aureolas en la madera oscura.
Hizo el símbolo de los juegos olímpicos y lo borró con el
mismo vaso.
—No es mi estilo. Pero a veces voy.
—¿Cuándo fue la última vez que fuiste?
—A ver, dejame pensar… Hace como cinco años.

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—¡Cinco años! Sos un desastre.
—Gracias, ya sabía. Todos me lo dicen.
—Un desastre —repetía mientras me miraba.
La sentí muy cerca, jugando conmigo.
—¿Y novia tenés?
—¿Esto es una entrevista? ¿O un interrogatorio?
—¿Hay alguna diferencia?
Miré el piso, inquieto.
—Bueno, juguemos. No, no tengo novia. Es para problemas.
—¿Por qué? —Pareció sorprendida con mi respuesta. Se a-
cercó más a mí; no quería perderse mis palabras.
—Porque las mujeres pulsan los hilos que tendieron tiempo
atrás… No me dan confianza.
Arrugó la nariz y soltó su vaso.
—Eso que dijiste es desubicado.
—Bueno. Pero es lo que pienso.
—¿Eso pensás de las mujeres? ¿Y qué más?
—Creo que solo nos pueden dar malestar. Se quedan muy
quietas esperando que caigamos… No sé cómo decirte. Estoy
ebrio.
—Estás dolorido. Alguien te rompió el corazón. Mal.
—Sí. —Quise recordar el nombre de la que me había hecho
tanto daño, pero no pude hacerlo. Ni siquiera la cara se me
vino a la mente—. Estoy dolorido aún.
—Te perdono. —Se mojó los dedos de una mano con la
cerveza caída en la mesa y me salpicó el rostro. Las gotas me
refrescaron.
Ambos reímos.
Luego fuimos al local que estaba pegado a la cervecería y
continuamos bebiendo otras variedades de tragos. Al final

154
volvimos a la casa alegres, ella me tomó del brazo y se apoyó
en mí mientras nos divertíamos por cosas impensadas.
Interactuar con personas me había permitido dormir mejor
últimamente. Charlaba con Alberto durante los desayunos, le
preguntaba qué íbamos a almorzar y cómo se preparaba tal o
cual plato. Los sueños todavía no me contaban historias, eran
un descanso blanco y nítido que me abrazaba por las noches.
Un par de veces salí al patio y hablé con Javier. No me
adentraba en su zona, solo cambiaba unas palabras con el
joven jardinero desde prudencial distancia. No le comenté que
el jardín me parecía haber cambiado. Ahora, a la luz del día,
semejaba el mismo de siempre. Mis pensamientos sonaban
ridículos para mí mismo.
Finalmente, tuve que enfrentar a Balcarce con la realidad.
Debía terminar de escribir la historia sin título. Fue durante un
almuerzo cuando saqué el tema, y me arrepentí a los pocos
segundos de haberlo mencionado.
—¿Hacer qué? —El viejo bajó la mano con la cuchara de
sopa que viajaba hacia su boca y la golpeó contra el borde de
la mesa—. ¡Nadie me tiene que decir qué tengo que escribir!
—Es solo pensar un final…
—No pienso hacer ningún desenlace.
Sentí que una nube negra se abatía sobre la mesa.
Alberto intentó decir algo pero lo acalló Balcarce con la
mano. Agustina parecía encogida en su sitio; miraba a su
plato. Parecía a punto de llorar.
—¡Más de sesenta obras publiqué! ¡Se tradujeron a treinta
idiomas! ¡En promedio hay un libro mío en cada hogar de la
Argentina! ¡No necesito escribir nada más! —Su cara se puso
roja. Agarró un plato con arroz y lo miró como si se tratara de

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algo que nunca hubiera visto. Por un momento pensé que me
lo iba a partir en la cabeza, pero lo arrojó al piso—. ¡Nadie me
dice qué tengo que hacer! Sos igual que todos… Se creen muy
vivos ustedes, los jóvenes escritores. Pero dejame que te dé un
consejo: no sos un libro. No podés comer un libro. Te veo
ensimismado todo el tiempo, alejado de la gente, cerrado con
todos, y permitime que te diga: la literatura no es eso. Hablá.
Hacé algo por vos. Hay gente alrededor.
Sus palabras parecían tener buena intención. Entendí que
era un consejo; pero su manera de decirlo… dejaba mucho
que desear.
Su cara estaba lívida. Le colgaba un hilo de saliva del
mentón y temblaba de pies a cabeza.
—¡Basta, papá, sos un exagerado! —Agustina explotó por
fin. Se levantó y se dirigió a su cuarto. No la vi más por el
resto del día.
Esa vez nadie más continuó comiendo.
Había arruinado el almuerzo con mis inquisiciones. Supe
que el descontento iba a pasar, como siempre pasa todo. Me
fui a leer a mi habitación.
Estaba nervioso, me temblaban los brazos. No pude con-
centrarme en el libro de cuentos que tenía en mis manos. Era
una edición de la Antología del cuento extraño preparada por
Walsh. Tiré el libro a un lado. Me puse boca abajo en la cama.
No podía dejar de temblar. Al rato los músculos se me
aflojaron y quedé tendido. Me venció el sueño.
Me desperté a la hora. Tenía la ropa arrugada. Me temblaba
un ojo. Me apoyé los dedos de la mano y respiré hondo. Luego
de un rato retiré las yemas de mi párpado. Un hilo de lágrimas
bajaba surcando la mejilla. Me refregué ese rastro. Bajé y en el

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living encontré a Alberto. Estaba pasándole el plumero a la
vajilla plateada.
—¿Cuántos somos? —le dije ni bien estuve a su lado.
—¿Perdón? —me dirigió una media sonrisa. No supe si se
encontraba concentrado en su tarea o me tomaba el pelo.
—Que cuántos viven acá.
—Solo nosotros tres. Edgardo, Agustina y yo. Perdón, cua-
tro. Y vos.
Luego me miró como si fuese un bicho raro.
—¿Nadie más?
—No. Javier, el jardinero, solo viene un par de veces por
semana para mantener…
—¿No hay un gemelo malo, alguien escondido en el altillo?
—yo divagaba. Me empezaba a doler la cabeza.
—¿Cómo?
—Nada. Ya estoy diciendo estupideces. —Entonces se me
ocurrió algo e hice una nueva pregunta—. ¿Cuántos hijos
tiene Balcarce?
—Uff… Dejame pensar… Tal vez seis o siete, con cuatro
mujeres distintas.
—¿Ninguno vive acá?
—No, solo la menor. Los demás viven en otros lugares.
Me quedé cavilando.
Dejó lo que estaba haciendo y apoyó en la mesa sus puños.
Me miró intrigado.
—¿Estás bien?
—Sí. Yo… estoy escribiendo —mentí.
—¡Ah, perfecto! Recabando información, ¿eh?
—Ajá —asentí. Esta vez pude sonreír de manera con-
vincente. Sentía mi cara como flan.

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Se quedó mirándome. Pasaron unos segundos y ninguno
pronunció nada.
—Es una ficción inspirada en el escritor —agregué.
Me di vuelta y vagué un rato por la casa. Me sen-
tía confundido.
En la planta baja conté las puertas de las habitaciones. Miré
un rato el baño de servicio y el que estaba junto al lavadero.
No me parecieron distintos a como los recordaba.
En el comedor repasé mentalmente las sillas, los muebles.
¿El techo estaba más alto? Debía ser una idea mía. Me dije que,
entonces, la escalera tendría más peldaños. Fui al hall y subí a
la planta alta corriendo. No había contado los escalones, y sin
embargo supe que eran los mismos. La memoria del cuerpo
me decía que yo ejercitaba los músculos de la misma manera
que cada día. Descendí.
Fui a la biblioteca. Yo había venido a Bahía Blanca a buscar
un relato y aún no encontraba nada. La historia de Balcarce me
era esquiva. Tampoco pude escribir un cuento.
Revisé los estantes más altos con la escalera. Elegí un libro
de más de setecientas páginas titulado La historia de Emó,
escrito por Hua Yuan. Era una novela que narraba la llegada
del protagonista a un pueblo y su inserción en una familia. Le
habían dado un recado para los habitantes de esa humilde
familia, pero no recordaba cuál era; entonces lo recibían y lo
dejaban quedarse ahí hasta que pudiera recordar. Era una
granja en las afueras de una localidad rural. El joven citadino
pronto se acoplaba a la vida íntima de la familia. Pero luego de
varias jornadas simpáticas empieza a entender que no puede
salir de allí. Por más que pudiera dar su recado, no lo dejarían
marcharse. Nota que los hijos de la familia lo incluyen en sus

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juegos, que la esposa y el hombre de la casa, y hasta el tío, son
la amabilidad hecha persona, pero un hálito de desconfianza
se posa sobre su frente. Y comprende que la mascota de los
niños, un pequeño conejo blanquecino con un punto negro en
el extremo de una oreja, es en realidad un demonio. Este
controla la dinámica del hogar. Pasa el tiempo y el héroe nota,
imposibilitado de hacer nada, que ya van varios meses con esa
familia, y nadie envejece. No puede manifestar que sabe que el
conejo manipula a todos, detrás de sus inocentes ojos, porque
este lo mataría. Ya ha escuchado historias de algunas personas
que fallecieron sin más luego de haberse «entrometido» con la
familia. Esto se lo cuenta el más pequeño de los hijos del
matrimonio, el varón, mientras juegan a hacer tortas de barro
en el patio trasero. La llegada de un hermano de la esposa
colma de felicidad a esa gente humilde. Celebran esa noche la
llegada del pariente con un banquete de pescado fresco y
arroz frito. El protagonista supone que el número de ha-
bitantes de la casa debe ser estable y que, a lo largo de esa
noche, alguien debe morir. Supone bien, pero no es él quien va
a hacerlo; el pequeño fenece atragantado durante la cena.
Cuando logran extirparle lo que le impedía respirar, encuen-
tran un manojo de pelos y menudos de pollo. El protagonista
se da cuenta que es el conejo quien lo asesinó (y sospecha que
todos en la familia creen lo mismo) pero no puede hacer nada.
El pequeño diablito los tiene dominados.
Dejé la lectura apenas llegué a las primeras doscientas
páginas. La literatura no era la respuesta.
Ya descreía de la ficción.
¿Quién era yo? No podía escapar a mis problemas. Me
encontraba perturbado y no había nada que me satisficiera.

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Yo era un contador de historias. Había ido a buscar mi
propia historia, y no encontraba nada. Solo palabras vacías.
Me encerré en mi cuarto. Esa noche tuve sed, me dolía la
panza. A altas horas de la noche oí un ruido.
No daba más. Las caminatas nocturnas iban a acabar con
mis nervios. Me apreté las sienes y estuve a punto de gritar.
Cuando retiré las manos de mi cabeza noté que el dolor había
menguado. Me puse de pie.
Los susurros tras la puerta continuaron.
Apoyé la mano en el picaporte y la frente en la madera. Solo
quería descansar.
Al adentrarme en la oscuridad del pasillo me pareció que
todo estaba tranquilo. Tal vez había imaginado el sonido.
Sin embargo, ahí estaba la figura. Entreví algo y me eché a la
carrera. Doblé la esquina más allá de las diez puertas del ala
izquierda, corrí y salté sobre la figura de tela vaporosa. No me
iba a asustar más.
Descargué mis puños sobre la materia intocable. El humo
blanco se retorció y fluctuó bajo mis dedos. Del centro de la
presencia fantasmal saltó una araña blanca, cubierta de pelos,
que chillando intento escurrirse. La aplasté con mi pie.
La figura se doblaba una y otra vez sobre sí misma.
Yo estaba enojado con la historia que arrastraba, con Paula,
con todas las mujeres, con Balcarce, con mi impotencia ante la
página en blanco, descargué mi frustración con la violencia
que venía conteniendo desde hacía meses. Una y otra vez el
cuerpo se movía como convulsionado, ya no controlaba mis
brazos; eran aspas que giraban buscando algo duro contra lo
que chocar.

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Hice trizas a lo que flotaba por las noches. Materia oscura lo
invadió (que podría haber salido desde dentro suyo) y apenas
unos colgajos blancuzcos quedaron en el suelo. Tomé esos
restos y regresé a mi habitación.
Me desnudé, me quedé unos minutos así en medio del
cuarto. Cuando el frío me mordió la piel busqué la ropa que
había traído y me vestí con prendas limpias.
Consideré que ya tenía bastante de esa casa, de esa familia,
de esa ciudad. Ya era tiempo de volver. No me llevaría nada,
apenas lo puesto. Dejé mi mochila sobre la cama, la valija en
medio de la habitación.
Al salir del cuarto, antes de bajar por las escaleras, vi la
puerta de la habitación de Agustina entornada. Debía en-
contrarse ahí; tuve deseos de acercarme y despedirme, pero
me contuve.
En silencio, sin avisar a nadie, salí a la madrugada. En la
calle tomé un taxi y le indiqué el único destino posible: el
aeropuerto.
Antes de que terminara la noche me encontraba volando
hacia Buenos Aires, hacia una vida nueva, que esperaba
edificar con los restos de mi existencia anterior.
Mientras el avión se elevaba sobre la ciudad a la que nunca
volvería, pensé que Balcarce por fin tendría el final de su
historia, o al menos así lo podría considerar si abría la valija
que yo había dejado en medio de mi cuarto y se perdía en los
restos que había depositado ahí para él.

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La verdadera fiera

A quiles Antonópulos miró la escena otra vez. Oyó la


voz de Fernando aunque no lo podía ver. Sus ojos
solo se enfocaban en el desastre que había en la casa. Había
visto imágenes similares durante los últimos trece años, y sin
embargo le era imposible sustraerse del coletazo que la
violencia imprimía a una vida. Esas cosas desperdigadas eran
el rastro de lo que había sido una persona: el peine azul sobre
el piso, la colcha tirada, arrugada, la revista deshilachada,
había recortes de papel por todos lados, la mesita de luz
volcada, los veladores en posición horizontal, los vidrios de
los focos, la ropa tirada, desgarrada. Y el cuerpo, por supuesto.
Tenía el cráneo abierto como si fuera la tapa de una lata, los
ojos fijos rodeados de chorros de sangre. Había salpicaduras
rojas por todos lados. En las manos de la mujer, en los brazos,
sobre el abdomen. No, se corrigió, nunca había visto algo
parecido. Y ojalá fuera la última vez que presenciara algo así.
—Aquiles, ya llegaron los forenses. Vamos afuera, dale —
esa era la voz de Marilina.
En ese momento se dio cuenta de que había estado abstraído
contemplando el espectáculo. Vio las luces azules del pa-
trullero rebotando en la pared de la habitación, colándose por
la ventana. Supuso que afuera estaría lleno de curiosos.
—Esos siempre llegan temprano, ¿eh? —sentenció Aquiles,
irónico.
—Hacen lo mejor que pueden, che —dijo Fernando,
lacónico. Entendía la compenetración de su compañero con las

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víctimas. Siempre le sucedía. Y esta vez parecía verda-
deramente acongojado.
—Bueno, que entren. Vayamos por un café.
Cuando salieron de la vivienda había una caterva de vecinos
alrededor. Varios uniformados los mantenían a raya. La
camioneta de un canal de televisión estacionaba en la vereda
de enfrente.
Estaban a mitad de camino hacia el auto cuando un oficial
los llamó.
—Señor Antonópulos, encontramos a la chica.
—¿A quién?
—La mujer tenía una hija, señor.

La encontraron temblando en el galpón del fondo. Aquiles


deseaba interrogarla pero la policía científica esta vez actuó
rápido y se la llevaron. El asesino ganaba tiempo, se dijo el
detective. Mientras más dilataran las cosas, el victimario
pondría distancia entre Bahía y su propia humanidad. Eso era
seguro: el autor de esa carnicería debía estar yéndose rau-
damente; no se imaginaba que alguien pudiera quedarse.
Apenas pudo cruzar dos palabras con Marilina, que a-
compañó a la joven al patrullero. Según ella la chica no había
visto nada. Solo una contradicción: gritos, como si su madre
discutiera con alguien, y luego el silencio. Siempre discutía
con su padrastro, pero el tipo al momento del crimen estaba a
varias cuadras del lugar, según constataron. Entonces el
misterio se ahondaba.
La vio pasar del brazo de su compañera: una joven morena,
de escasa estatura, con la mirada perdida. Ella era quien la
había encontrado.

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Tuvieron que controlar a los vecinos un rato. En esos barrios
siempre se producían desmanes y la culpa era de la policía. Si
había un ajuste de cuentas narco, al entrar la ley los vecinos se
las ingeniaban para echarle la culpa a ellos.
—Paraguayos —dijo Aquiles mientras manejaba el auto
saliendo del barrio.
—¿Cómo? —preguntó Fernando a su lado.
—Estosinmigrantessonladelincuenciadelpaís—refunfuñó
Aquiles—. En donde hay problemas, hay un extranjero.
—No todos los delincuentes son extranjeros.
—Pero en todos los hechos de inseguridad, fijate, siempre
están involucrados.
Fernando consideró oportuno no seguir discutiendo. Cuan-
do su compañero se ponía de esa manera, no había cómo
hacer para que entrara en razón.
Fueron a tomar un café a la estación de servicio de Colón y
Vieytes. Se sentaron en los sillones negros, frente a frente, sin
dirigirse la palabra. Fernando sabía que su compañero estaba
rumiando algo. Ya lo había visto hacer lo mismo cuando fue el
caso de los cuatreros en Villa Bordeu, o el caso Tamara, la
chica que había sido mantenida en cautiverio por su abuela
durante cuarenta y dos días. Ambos casos los había resuelto el
detective Aquiles Antonópulos, su amigo y camarada, lo que
le había dado un renombre y cierta fama en la ciudad. Siempre
empezaba así: enojado; luego se volvía caviloso. El problema
es que este estadío podía durar semanas, o meses. Y no fallaba.
Algo, esta vez, notaba Fernando, molestaba a su compañero.
Lo miró pasarse un dedo por el cuello de la camisa mientras
tomaba su café y miraba a la vida nocturna de la ciudad más

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allá del ventanal. Sí. Ahora, quién sabe por qué, Aquiles se
mostraba molesto.
Entre los casos que habían resuelto juntos había apren-
dido que se imponía actuar de inmediato ante los hechos.
Las pesquisas no podían esperar. Así habían dado con la
familia que robaba ganado. Con la chica privada de la
libertad y con el robo a la joyería del centro se habían toma-
do su tiempo, la respuesta había madurado y luego habían
apresado a los delincuentes.
Para la ley todos eran inocentes hasta que se demostrara lo
contrario. Para ellos todos eran culpables hasta que se pudiera
rebatir esa idea.
En las mesas ocupadas había varios personajes de la noche:
universitarios que se habían congregado para ponerse al día,
una chica con su notebook, una pareja de ancianos, un grupo
de hombres devorando sus hamburguesas y escuchando lo
que contaba uno de ellos. El lugar no estaba ni a la mitad de su
capacidad, por eso quien entrara era perfectamente visible
desde donde estaban los detectives.
Fue Fernando quien lo vio.
—Ya era hora. No te des vuelta. Es el Chiro.
El hombre de larga campera gris los vio y se sentó con ellos
sin pedir permiso.
—Cómo va eso. Está linda la noche.
—No jodas Chiro —contestó Aquiles—. Si apareciste, la
noche no puede ser linda.
—¿Qué le pasa a este? —preguntó el hombre a Fernando—.
Tu compañerito está alterado, parece.

167
Fernando no supo qué responderle. Temía que Aquiles se
pusiera de pie y sacara a golpes de puño al parásito. Para
poner paños fríos dijo:
—Viene complicada la mano.
Chiro los miró con atención. Estaba extasiado. Fijaba la vista
en uno y en otro, deseoso de hablar. Era un contacto que los
acercaba siempre un poco al mundo del hampa. No les
agradaba tratar con él. Era un despojo, una rata. Se dedicaba a
la delación y no tenía problemas en inventar algo que lo
ayudara a zafar de una situación en la que estuviera hasta el
cuello. Tenía la frente amplia, los cabellos rojos y ralos, duros
como alambre sobre la coronilla y las orejas. Las cejas tupidas,
los ojos azules y las sempiternas ojeras le daban una mirada
que incomodaba. Nunca la fijaba en un sitio más allá de pocos
segundos. Siempre olía a flores o a vino.
—¿Se enteraron de lo que ocurrió en el barrio Juan López,
no?–losojosdeChirorelampaguearon–.Estátodoconvulsionado.
—¿Venganza narco? —preguntó Fernando directamente.
No le gustaba la presencia del tipejo, y por eso quería ave-
riguar lo posible y mandarlo a mudar.
—Podría ser.
—La mujer esa —comentó Aquiles—, ¿vendía?
—Las viejas dicen que el marido la fajaba.
—El tipo estaba en otro lado. Además no viste cómo estaba
el cuerpo.
—No. No lo vi. Pero me contaron. —Chiro sonrió y se re-
lamió los dientes. Por un segundo su lengua salió de entre sus
labios y a los oficiales les dio asco el aspecto del tipo. Sus
dientes ennegrecidos y verdosos ayudaron a la idea de verlo
como una serpiente.

168
Fernando quiso ponerse de pie y trompearlo. Apretó los
puños.
—Largá. ¿Qué sabés?
—Hay una vieja en el barrio. La Serena.
—¿Es paraguaya? —preguntó Aquiles.
Chiro asintió.
—Ella vive en la otra esquina de donde fue el quilombo.
Pero no está ahí. No se sabe a dónde fue. Esa chusma se entera
de todo.
Aquiles agarró una servilleta y comenzó a doblarla.
—Qué más necesitamos saber.
—No hay mucho más para decir. Si Dios es bueno esta vez…
—Dios todo lo ve. —Aquiles puso la servilleta frente al
hombre. Algo abultaba debajo de ella. Chiro la tomó y contó
los billetes.
—¡Loado sea! —bromeó. Como vio que ninguno sonreía se
puso serio—. Dicen que fue un animal.
Los detectives no comprendieron.
—No digas pavadas. La gente para inventar es tremenda.
Chiro se encogió de hombros.
—Yo solo te digo.
—No es que hayas aportado mucho —Fernando interrum-
pió—. Tarde o temprano llegaríamos a Serena.
El hombre lo miró irónico, con los ojos muy abiertos.
—¿No me digas? Mejor es antes que después. Además, si
ustedes se acercan a la gente es probable que no les digan
nada. Nadie quiere a la yuta.
—Tomate el palo, querés. —Aquiles se repantigó en su sil-
lón. No quería saber nada más de aquel alcahuete.

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—Para servirlos, señores. —Chiro se puso en pie y fue hacia
la puerta.
—Tendríamos que ir a la comisaría, ¿no? —preguntó Fernando.
—Me llegó un mensaje de Marilina. Dice que el marido es-
tá demorado.
—Pero hay testigos que dijeron que estaba en otro lado.
—Vayamos a ver.

Nadina no podía creer lo que había pasado. Su madre muerta.


Los gritos desgarradores. Algo que se había metido en la casa.
Luego esa figura había salido con increíble agilidad hacia el
patio, saltando por la ventana, ganado los techos y huido.
¿Qué había visto? No estaba segura. Todo se le confundía en la
cabeza. Las luces de la calle, las estrellas, el marco negro de la
noche. La llevaron a una sala del hospital y parecía que la
habían olvidado. Un enfermero le preguntó si estaba bien; ella
asintió con la cabeza. No le salían las palabras. ¿Eso era real?
¿Su madre estaba muerta? Quiso llorar pero no pudo. Algo
había surgido como un muro en su mente. Desde un campo
yermo se elevaron muros kilométricos y la protegieron de lo
que ocurría. Oía voces. ¿Alguna le hablaba? Era el enfermero
de antes, que se había agachado y la tomaba del brazo.
—Ey, Nadina. Ahora te vamos a revisar.
Una enfermera la llevó de la mano a una habitación di-
minuta y le hizo algunas preguntas. Le tomó la presión (a
Nadina le gustaba cuando el brazalete de goma se llenaba de
aire y le apretaba el brazo), le miró los ojos con una linterna.
Le dijo que cerrara los ojos y estirara los brazos.
Nadina sintió cómo temblaban sus manos. No lo podía
controlar. No le interesaba.

170
—Estás muy nerviosa.
Luego una mujer policía la escoltó hasta un patrullero y la
llevaron a la comisaría. Hacía rato que se encontraba en un
despacho. Una vez oyó gritos de una mujer que reclamaba por
su hermano, apresado esa misma noche injustamente. La
mujer parecía estar rodeada de niños. Luego el bullicio se
calmó y ella siguió sentada sola en la silla.
¿Dónde estaba su mamá? ¿Era sangre lo que estaba sal-
picado en el patio? ¿Qué mierda era eso que había visto? Todo
volvía una y otra vez a su mente, en un espiral que no
terminaba. Veía las garras, sintió el pelo cálido que recubría el
cuerpo, casi era como tocarlo, aunque solo fue un segundo que
la luna lo bañó. Luego el salto más rápido de su vida lo colocó
en el techo y de allí se perdió rápidamente de su vista.
Y lo peor de todo era el sonido. No se podía sacar de la
mente los gritos de su mamá. Gritaba contra alguien. Alguien
que la molestaba. Creían que estaban solas en la casa. Héctor
ya no vivía con ellas. Su madre se había puesto firme por fin y
lo había echado. El volumen de su voz se elevó y surgieron los
gritos. Y algo más. Un sonido que no era de una persona.
Como algo que había oído en la televisión… Una vez se había
escapado un puma en la ciudad; había salido en todos los
medios. Esto era como algo así, pero distinto. Como si al
sonido lo proyectara una bestia más grande. Enfurecida. Había
rabia en esa voz. Debajo de todo el alboroto oyó un ronquido
demasiado grave. Era como un detalle perverso en la situación
que se gestaba.
Nadina estaba acostumbrada a los griteríos, a las situaciones
de violencia. Sabía que Héctor le pegaba a su madre (le

171
costaba pensar en él como «papá», por eso le decía por su
nombre). Pero esta vez había empezado todo de la nada.
Así estaba: sola en una habitación repleta de muebles an-
tiguos, mientras oía que todos tras la puerta iban y venían.
Extrañaba su casa. Quería regresar y dormir abrazada a su
madre.

Héctor Aguinaga tenía el cabello rubio, entradas pronunciadas


y el sol de la tarde le había quemado la cara, por lo que se
veían pecas dispersas sobre la nariz y la frente. Vestía una
camisa marrón cuadriculada, manga corta, y se refregaba las
manos mientras respondía las preguntas de los policías.
Aquiles sabía cómo tratar con esa clase de bravucones. Era
el típico macho argento que acomodaba las opiniones de su
mujer con un par de sopapos o golpes de puño, inclusive. To-
do eso en el universo cerrado de la intimidad familiar.
Puertas afuera era un excelente compañero de laburo, so-
lidario, afectuoso, buen vecino, chistoso pero no molesto,
siempre cargaba a algún otro con el fútbol pero no de-
mostraba fanatismo. Daba propinas a los limpiavidrios en las
esquina y saludaba a los vecinos. Era un tipo recio; trabajaba
de guardiacárcel, y la única manera de sobrevivir en ese lugar
era mostrarse de esa manera. Ahora parecía vencido por la
tristeza. No demasiado. A Aquiles no lo engañaba. El tipo te-
nía los hombros bajos, la cabeza inclinada, haciendo pucheros.
Eso no significa nada, se dijo Antonópulos.
Por supuesto, nadie era un asesino por fingir un sentimiento
frente a la policía.
Fernando y él creían que la mayoría de la gente le mentía a
los uniformados. Era la manera de ser de los argentinos:

172
primero me quedo con información, después veo qué hago.
Era el «No te metás» más nefasto: porque luego debían la-
mentarse las muertes, como en el caso que los convocaba.
—Usted, entonces… —lo instigó Fernando a hablar.
—Estaba en lo de Marito. Ya les dije.
—Él dice que llegaste a las nueve y media de la noche
—acotó Aquiles—. Justo cuando su señora era ultimada en su
casa.
—Son veinte cuadras hasta el barrio Villa Rosas. No pude
estar en dos lugares al mismo tiempo.
—Si su amigo mintió o confundió la hora por unos minutos,
tal vez no es tan así como suponés.
—No tienen ni puta idea de qué hacer, ¿eh? —Aguinaga
comentó con sorna. Luego cambió el ímpetu cuando com-
prendió que los detectives podían hacerlo pasar la noche ahí
en la comisaría—. Miren, nos llevábamos bien con Alicia.
—¿Se peleaban?
—Como todo el mundo. Uno puede tener desavenencias.
—Todo el mundo no resuelve las cosas a los puñetazos —
escupió Aquiles.
—¡Si tenés pruebas, condename! —Héctor Aguinaga se puso
de pie apoyando los puños en la mesa.
—Si no te sentás, vas a ir a parar a la enfermería.
El sospechoso se sentó, mirándolos con asombro. El policía
parecía tranquilo, y eso lo desconcertaba. No era como los
canas con quienes trabajaba en el penal. Estos parecían más
rebuscados. Y querían hurgarle en la cabeza. No se los
permitiría.

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—¿Usted es de Misiones? —preguntó Fernando mientras
miraba en una carpeta que tenía delante—. Hace diez años que
vive en Bahía Blanca.
Aquiles observó al sujeto. Él había ido a las Cataratas con su
mujer, Mercedes, de viaje de bodas. Demasiado calor y
humedad; la tierra colorada le desagradó y en el Parque
Nacional, buscando un lugar en donde mear, se apartó del
camino y casi se lleva puesta una telaraña con un bicho tan
grande como su puño. El viaje había sido malo, como su
matrimonio. Tierra de mal augurio, el norte. Prefería los aires
viciados de la Petroquímica de Bahía Blanca.
—Así es. Y seis que llevo de casado… que llevaba… con
Alicia.
La voz pareció quebrársele.
A Aquiles lo enfermaba la gente que trataba en su trabajo.
Los delincuentes, sea cual fuese la posición económica que
tuvieran, eran el cáncer de la sociedad. Él solo podía extir-
parlos de a poco, cuando tenía suerte y recibían condena
firme, que era la menor cantidad de las veces. El sistema
corrupto los iba largando más rápido de lo que tardaban en
ingresar. En el sistema carcelario parecía haber puertas
giratorias gracias a los jueces garantistas.
Qué buen actor, la puta madre.
Y no se le escapaba que ese tipo, Héctor Aguinaga, era parte
del sistema carcelario. Apenas un peón, pero debería tener su
estructura armada. ¿Les vendería drogas a los reclusos? Se-
guramente. ¿Se drogaría él? Consideró que si le hicieran un
examen toxicológico no se sorprendería del resultado.

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En algo tenía razón el tipo: no tenían nada. Aguinaga no le
caía bien, pero eso no era motivo para terminar en la sombra,
¿no? Pocas personas merecían su respeto.
—Vamos —le dijo a Fernando.
Se pusieron en pie y salieron del recinto.
—Mari, tenelo media hora más y largalo. No nos sirve.
Marilina asintió.

Luego de la autopsia, el Estado pagó la inhumación de Alicia


Reyna. Su hija Nadina fue acompañada de su abuela, que con
una cofia negra sobre la cabeza no dejaba de echar sonoros
suspiros. El cajón terminó en un nicho sin placa. Los em-
pleados trabajaron rápido para sellar con cemento y se
retiraron en silencio. Héctor, esposo de la víctima, y dos
amigas, María y Aixa, fueron el resto del cortejo que despidió
el cuerpo. Un agente de la policía local estaba a unos metros,
disimulando congoja frente a una tumba cualquiera.
Aquiles y Fernando esperaron en el auto, dentro del ce-
menterio, un poco parapetados por las cruces y los mausoleos.
—Dicen que los asesinos vuelven al lugar del crimen.
—Dicen. Y que algunos morbosos van al funeral de la
víctima.
—Estamos jodidos entonces. No tenemos nada.
Aquiles se mordió la lengua. Era verdad, no tenían nada. Ya
era hora de activar los resortes de la justicia.

La primera noche sin su madre Nadina la pasó con su abuela.


La anciana sentía un desgarro atroz, pero trataba de ser
fuerte porque ella era lo único que tenía su nieta. La única

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persona en quien se podía apoyar. Intentaba no llorar delante
de lapequeña.
Esa noche tiró un colchón junto a su cama y durmieron en la
misma habitación. A la madrugada se despertó sobresaltada y
observó a Nadina. Le impresionó verla en posición fetal. Le
dio un beso en la frente y continuó durmiendo.
Al día siguiente la chica estaba preparando el desayuno
cuando la abuela se levantó. Nadina trajinaba entre las hor-
nallas, preparaba mate y horneaba tostadas mientras buscaba
en la heladera manteca y mermelada. La anciana la abrazó.
—Abuela, no seas pesada.
La miró y le pareció más adulta, con un gesto serio en la
cara. Crecer era eso, ella lo sabía muy bien: había enviudado
una vez y le habían roto el corazón muchísimas veces. Aca-
baba de enterrar a su hija. Esas cosas la habían hecho crecer
más que el paso del tiempo. Ahora su nieta sentía en el cuerpo
y el alma la verdadera prueba de crecimiento que depara la
vida: una muerte cercana. La madre, justamente. No podía
creer lo injusta que era la vida. Tan chica y huérfana.
Nadina se abstraía en la tarea de llevar con ambas manos las
cosas a la mesa. Miró a su abuela como para invitarla a
sentarse. Hablaron de cosas banales. La más joven de las
mujeres sobre todo hablaba y hablaba como si dentro suyo se
hubiera encendido un motor que aceleraba sin pausa. Su
mente, para evitar el dolor evidente, había entendido que tenía
que hacer. Hacer y hacer hasta caer desfallecida. En el
cansancio atroz, no pensaría ni soñaría con la ausencia.
Nadina levantó las cosas y lavó todo. Luego puso ropa en el
lavarropas y activó el aparato. Barrió la sala y limpió el baño.
Antes del mediodía tenía preparado el almuerzo.

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No podía detenerse a pensar ni un segundo. Prendió la tele
pero la apagó a los pocos segundos. En los noticieros solo
hablaban del crimen de su madre.
Esa tarde se apareció su padre, pero ella rechazó acom-
pañarlo de vuelta a la casa.
Durante los días siguientes estuvo en constante movimiento.
Al anochecer caía rendida en el colchón sin ningún pen-
samiento abrasivo.
Hacía los mandados con su abuela, cocinaba, limpiaba la
casa con esmero. Repasaba los muebles con determinación.
Una vez se descubrió haciendo una cama que ella misma
había hecho a la mañana. Se enderezó en la habitación, se puso
una mano en la cintura y se corrió el flequillo. Se duchó.
Cuando esa tarde Héctor vino a buscarla ella le dijo que sí.
Más tarde o más temprano tenía que regresar a su hogar. Y él
era su padrastro, el hombre al que su madre había amado.
Una vez de nuevo en su habitación se tiró en la cama a
llorar. Por fin el dique que había erigido se resquebrajaba.
Abrazó con fuerza la almohada, se mordió la boca por dentro.
No emitió ningún sonido. Gimió hasta muy entrada la noche
antes de perder la conciencia.
En su casa siguió dedicándose a las tareas del hogar. Héctor
se iba al trabajo temprano a la mañana y volvía a la tarde. Ella
descubrió que el patio necesitaba ser podado, y no solo eso:
organizó los ladrillos y los materiales de construcción que
estaban dispersos por el terreno. Con una pala hizo un cantero
y acomodó arena que yacía olvidada contra un tapial. Rastrilló
el lugar hasta convertirlo en un lugar prolijo y cuidado. Al
atardecer del cuarto díase atrevió a ver televisión.

177
En los pasillos vacíos las pisadas sonaban más fuertes.
Fernando y Aquiles bajaron hasta el subsuelo y se reunieron
con Pilar Martínez en la oficina. A Aquiles le tranquilizaba
caminar por la morgue. Era adicto a las películas y series de
zombies y suponía que si el apocalipsis iba a empezar, seguro
lo haría en ese lugar. Sacar su arma y disparar contra los
cuerpos que se le abalanzaban era entonces un mismo mo-
vimiento. Sería bueno para el estrés matar zombies. Sería
como dispararle a personas, pero sin el temor de ir preso. (A
veces se debía contener para no reventarle la cabeza de un
balazo a algún personaje molesto con el que se cruzaba en su
trabajo). Total, no eran humanos, verdaderamente. Eran muer-
tos vivientes.
Recordó esas fantasías infantiles cuando se sentó en la silla
frente a la perito.
—Chicos… —Pilar los saludó mientras ellos se acomodaban.
Fernando lo hizo en la única silla que estaba frente al escritorio
y Aquiles tomó una silla blanca de plástico del rincón y la
acercó a su compañero.
La doctora Martínez vestía un guardapolvo blanco arru-
gado. Los lentes gruesos le tapaban la mitad del rostro.
—Hola, Pili. ¿Qué nos tenés hoy? —Fernando fue quien
habló primero.
Ella era una de las pocas personas que le agradaban a
Aquiles. Si una persona trataba con muertos no podía ser
alguien malo. Qué mal puede tener el hurgar en los intestinos
de un pedazo de carne inservible. Ver qué comió el occiso.
Esas cosas.
Aunque llevaba varios años divorciado nunca había vuelto a
tener una relación seria con ninguna mujer. Solo encuentros

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esporádicos, en donde la urgencia del cuerpo tomaba el
control. La había pasado mal. Luego de esos momentos de
placer, cuando volvía a quedar solo en su casa, la vida le
oprimía el cuerpo con mayor intensidad. Y esa mujer le gus-
taba. Nunca intentaría nada con ella, pero tenía que admitir
que le agradaba. No mezclaría nunca sus apetitos o sen-
timientos (a veces pensaba que eran lo mismo) con alguien del
trabajo. Y a Pilar la veían seguido. Una vez por semana, como
mínimo, debían visitarla.
—Nunca había visto algo así, amigos. —Al lado de la doc-
tora había un sándwich mordido sobre una bolsa de nailon.
Entre el pan y el fiambre chorreaba un hilo de mayonesa.
Aquiles se preguntó cómo podría comer luego de eviscerar un
cuerpo. Algo en su estómago se movió.
—¿A qué te referís? —ahora habló él. Apretó los dientes y el
revoltijo allá abajo se calmó.
—Las heridas de los brazos y el cuello no fueron de arma
blanca. Son cortadas limpias hechas con varios objetos a la
vez. Pero no encontré rastros de metal.
—¿Cómo es posible? —Fernando tomó el informe que ella le
tendió.
—Lo peor es lo de la cabeza. Eso sí que no me van a creer.
—Nosotros vimos el cuerpo. Alguien se tomó la molestia de
trepanarle la cabeza. No me quiero acordar de eso.—Fernando
pasaba las hojas.
—Al principio noté que un hombre solo no podía hacer algo
así. Se necesitan varias personas para sostener a alguien. Es
distinto si lo drogás. Hice el examen y no estaba dopada. Igual
voy a firmar los papeles, aunquemi jefe me haga drama.

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—Qué querés decir. No te entiendo. —Aquiles empezaba a
impacientarse. No veía a dónde apuntaba el discurso de Pilar.
—La mina estaba viva cuando le abrieron la cabeza. Pero
tampoco fue con algo metálico. Si se fijan las presiones ahí, las
muescas en el hueso, lo pulverizado… Fue una mordida. Algo
le clavó los colmillos en la cabeza, trabó la quijada y arrancó.
—No podés decir eso.
—Si ustedes no me creen, estamos al horno. Yo les dije que
era difícil entenderlo. Pero no puedo negar las pruebas. —La
mujer se mostraba exasperada.
—Bueno, che. —Fernando levantó la vista de los papeles—.
Es difícil aceptar lo que decís. ¿Qué pudo haber sido?
Le pasó el informe a su compañero y este lo sostuvo en sus
manos sin leerlo. Miraba a la doctora.
—Pili, relajate. Hiciste bien tu trabajo. Vamos a tener que
mantener la mente abierta para averiguar qué pasó.
—La mente abierta, ja —se quejó Pilar y los miró con una
sonrisa socarrona—. Si quieren tener la cabeza abierta, pre-
gúntenle al asesino de esa mina para que les dé una mano.

Nadina descubrió que le gustaba correr. Mientras las piernas


se movían por la explanada no sentía nada, ni miedo, ni
tristeza, ni rabia. Salía luego del mediodía y trotaba una hora
hasta que se decía a sí misma «¡Basta!». Había abandonado la
escuela. A ella no le interesaba y nadie le pedía que fuera.
Seguro mandarían a una asistente social. Cuando llegara el
momento ya vería cómo la pilotearía.
Luego de dar veinte vueltas a la pista se ajustaba el rodete y
estiraba los músculos a la sombra de un árbol. Le gustaba
sentir ese dolor en los cuádriceps. Tiraba con fuerza. Después

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juntaba las piernas y tocaba los pies con las puntas de sus
dedos. No llegaba mucho, pero sospechaba que pronto ob-
tendría buenos resultados. Había enflaquecido bastante. Casi
no comía. Una vez en casa se duchaba y se tiraba una siesta
antes de seguir limpiando. Cuando llegaba Héctor estaba todo
impecable. A veces dejaba la cena lista y salía a hablar con
algunas amigas del barrio. No soportaba última-mente a su
padrastro. O se la pasaba ebrio viendo televisión, o invitaba a
algunos amigos a la casa. Eso la incomodaba.
En la cuadra vivían Estefanía y Clara. Ninguna le men-
cionaba lo de su madre. Apenas le habían dado un beso y le
dijeron Lo siento mucho, una cosa que no significaba nada, una
frase vacía porque ellas no sentían lo que le había pasado. Era
preferible que la gente no dijera nada en vez de pronunciar
esas frases estúpidas, al menos eso pensaba Nadina. Pero ahí
estaban sus amigas, notaba que ahora eran más dulces con ella
y se los agradecía. Sospechaba que en algún momento todo
volvería a la normalidad y el trato sería como antes. Eso
también estaría bien. Nadina quería que las cosas fueran como
mucho antes, pero eso era imposible.
Salía de su casa un rato antes de que llegase Héctor y se
dirigía a lo de Estefanía. A veces estaban en la esquina y se
iban a la vuelta a fumar y charlar de bueyes perdidos.
Los chicos de la otra cuadra no las molestaban porque entre
ellos estaba Nico, el hermano de Estefanía (a quien apodaban
«chimango» por su gran apéndice nasal), aunque a veces se les
acercaban y les pedían plata para un porrito.
Clara les daba si tenía. Ellas llevaban sus celulares y con-
versaban acerca de chusmeríos del barrio, o de cosas que les
había ocurrido a Clara y a Estefanía en la escuela. Nadina

181
escuchaba. No extrañaba la escuela, y esa época pasada le
parecía un eco lejano que alguna vez podría recuperar. Para
ella su vida estaba en pausa. Había pasado algo extraño, su
mente aún no lo había procesado, y ella se dejaba llevar por
la desidia.
Hasta que Estefanía o Clara le hizo una pregunta. Fue como
un desgarro en la tela de la realidad.
—¿Tus viejos estaban separados… antes de eso?
Pudo oír en su mente que algo sonaba distinto. Miró a sus
amigas pero ellas no parecían notar la avalancha que sucedía
en su interior. Hizo un gesto ambiguo con la cabeza.
—Se llevaban como todo el mundo.
Clara y Estefanía se miraron, apenas de reojo.
En ese momento recordó que la policía le había dado un
número cuando la sacaron de la casa. Se había vuelto sobre el
asiento del patrullero y le había dicho:
—Por violencia hay que llamar al 144, y por urgencias al 911.
Igual vos tomá, por las dudas.
Y le había pasado un papelito con un número.
Se preguntaba si lo habría copiado en su celular. Deseó
regresar a su hogar y llamar a la mujer.

Volvieron al barrio esa tarde. El sol aún estaba alto pero sus
rayos apenas acariciaban tímidos la calle. Fernando estacionó
en la cuadra del frente a donde había ocurrido el hecho.
—Es en la esquina, ¿no? —preguntó Aquiles.
—Sí, aquella casa de rejas negras. Vamos.
—No. Esperame acá. La gente a veces se siente intimidada si
los entrevistan más de dos policías.

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—Dale,okey.Teesperoacá.Cualquiercosachiflá.—Fernando
pensó que a Aquiles todo ese rollo no le agradaría: ir a indagar
a una chusma. Para colmo, extranjera. Si su amigo no se metía
en problemas esa vez, lo agradecería a Dios.
Aquiles tocó la puerta y esperó. Al rato una señora de entre
treinta y cuarenta años, muy avejentada, lo atendió. Un nene
se le colgaba del pantalón. Aquiles lo miró y sintió desa-
grado, pero debía simular. Puso su mejor cara de promotor
de Greenpeace.
—Buenastardes,disculpe.Estoybuscandoaunaseñora,Serena.
La mujer le dio un coscorrón en la cabeza al pequeño, que la
miró, absorto. Se llevó el pulgar a la boca y comenzó a chupar.
Dirigía su mirada entre la madre y el extraño. Aquiles vio que
tenía mocos secos sobre el labio superior.
—No. Ella no vive aquí.
—¿Ah, en serio? Pensé que residía en esta vivienda.
—No. Acá no. Ella no vive aquí.
Aquiles ensanchó su sonrisa. Le molestaba tener que ex
plicar una y otra vez lo mismo. Se dijo que habría tenido éxito
trabajando de maestro.
—Ya le entendí, señora. Me gustaría saber a dónde la pue-
do ubicar.
El nene entró corriendo a la casa y se escuchó un ruido de
algo plástico que se estrellaba contra el suelo. La mujer se
volvió hacia el interior y musitó algo en guaraní. Luego miró
evasiva hacia Aquiles.
—Por lo de Mirta Curiqueo, acá a tres cuadras. —Entonces
se dio cuenta de que tal vez había hablado de más, y agregó—:
O no sé.
—¿No recuerda la dirección exacta?

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—No, no la sé. Tengo que atender a mi hijo…
—Entiendo. Muy amable.
—¿Y por qué la andan buscando? —la mujer frenó la puerta
antes de haberla cerrado por completo.
—Es que se ganó algo… Del sorteo de los bombe-
ros voluntarios.
—Milicos —gruñó la mujer.
—Gracias por su colaboración. Que Dios la bendiga—agra-
deció Aquiles con una reverencia. Cuando ya se había apartado
un par de pasos oyó que la mujer decía a sus espaldas:
—Todos putos.

Marilina vio llegar a la chica y se sentó más recta en al banco


de la plaza. Se citaron en la Plaza del Sol, en pleno centro de la
ciudad. Era un recuadro al margen de los edificios grises que
la rodeaban: un pedazo de verde raquítico. Lo positivo, cons-
ideró la agente cuando decidió el lugar del encuentro, es que
ese paseo público siempre pasaba desapercibido para el ojo de
los bahienses. Era algo de paso, un punto muerto enquistado
en el ojo de la ciudadanía. Lugar de skaters, porreros, rateros y
algunos mendigos; sin embargo,algunas parejas y gente más
decente solía sentarse a descansar un rato. Era un lugar
fantasma. No convenía adentrarse demasiado en la plaza es-
calonada. Podías quedar expuesto a una bandita que andaba
«recolectando» celulares o presenciar involuntariamente al-
gún acto de sexo furtivo en público que te repugnara.
Nadina se acercó a la mujer y se sentó a su lado.
—Hola, ¿sos Marilina, no?
—Hola, Nadina, sí, soy yo. ¿Cómo andás? —ni bien hubo
pronunciado esa pregunta se arrepintió. La chica había en-

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terrado a su madre hacía una semana y ella le preguntaba
cómo se sentía. A veces metía la pata así. Una vez, a una
compañera gorda en la secundaria, viendo que tenía un
problema y se desgañitaba por los pasillos de la escuela, le
había dicho «No te hagas tanto rollo». La otra la había mirado
feo y nunca más se hablaron.
La chica se encogió de hombros como toda respuesta.
—Necesitás algo, ¿no? Podés hablar con confianza. Lo que
me digas queda entre nosotras.
Suponía que la chica andaba necesitando un abrazo y
alguien que la escuchara. Su madre, su confidente por na-
turaleza, estaba pudriéndose en un nicho anónimo.
—No era nada. Quería hablar, nada más. Gracias por ayu-
darme el otro día.
—No hay de qué. Me gusta ayudar.
—Bah, sí quería decirte algo. Es una pavada, no sé… Tal vez
no sirva. Pero quiero decírtelo.
Marilina hizo silencio, dejando que la adolescente encon-
trara las palabras que estaba buscando.
—Mi viejo… en realidad no es mi viejo… ya no estaba en
casa. Se habían peleado. Estaban separados.
—¿Vos ahora estás con él?
La chica asintió mirando el suelo.
—¿Vos sentís que tenés que estar ahí?
Nadina volvió a asentir.
La misma estructura que la madre, se dijo Marilina.
—¿Él le había pegado a tu mamá algún vez?
La chica se quedó pensando. Marilina tomó esa duda fugaz
como un sí. No importaba lo que le dijera a continuación. Ya le
había respondido.

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—Sí —dijo la chica con lágrimas en los ojos—. A veces se le
iba la mano. No era muy…
Marilina le pasó el brazo por sobre el hombro. La chica
estalló en llanto y enterró la cara en su cuello.
—Ya está. Todo va a mejorar. Hay gente trabajando para vos.
¿Todo va a mejorar? La puta madre, soy una adulta hipócrita.
Mejor no digo nada, solo hago cagadas cuando hablo.
La apretó más fuerte con sus brazos. Sus labios también
permanecieron sellados.

Dos cuadras más allá unos chicos le indicaron la casa de Mirta


Curiqueo, alias la Chola. Era una construcción baja, blan-
queada con cal, con un camino desparejo de baldosas que
conducían a la puerta de chapa. Las canaletas estaban podridas
y los yuyos ralos se encontraban desperdigados por el patio
delantero. Había un trencito de juguete tirado, casi descolorido
por el sol. Un perro estaba echado contra la medianera pero no
se movió de su lugar; solo les echó una mirada indiferente
cuando golpearon la puerta y se volvió a acostar. Aquiles se
preguntó si no estaría enfermo.
La mujer que los atendió tenía la piel morena, rulos en-
sortijados y sucios y le faltaba la mitad de la dentadura.
—¿Qué quieren?
—Buenas tardes. Buscamos a Serena —dijo Fernando.
La mujer los evaluó con la mirada. Y tal vez consideró que
no eran peligrosos, o que ya no valía la pena estirar más la
situación, porque dijo:
—Pasen —y se hizo a un lado y los dejó entrar—. No se fijen
en el desorden. Ahora se la llamo.

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—No se preocupe —dijo Fernando. Aquiles aún no había
pronunciado palabra.
Cuando la vieja se presentó ante ellos, los recibió con un
beso y les preguntó si querían mate. No esperó respuesta y
gritó algo a una puerta interior. Los invitó a sentarse.
—Sabía que iban a venir.
—¿Por qué se fue de su casa? —Aquiles habló esta vez.
—No me podía quedar. Me había amenazado.
—¿Quién? ¿El marido de Alicia? —Fernando preguntó.
—Es un séptimo varón —la vieja susurró. Tenía la voz ronca
y sus ojos brillaban—. Es un mal bicho. Yo vivía enfrente.
Siempre gritaban. Después se hacía un silencio… que era peor.
Aquiles creyó comprender.
—¿Usted es paraguaya? —quiso saber.
—De Caacupé.
Un jovencito de alrededor diez años les trajo la pava y el
mate. La mujer le acarició la carita y este se retiró.
—Óigame, señora —Fernando inquirió—, ¿vio algo esa no-
che? ¿Oyó a la mujer pedir ayuda? ¿Le llegaron comentarios
de qué pasó en la casa de enfrente?
—Yo a él no lo vi más que dos veces en la vida —contestó la
mujer, a lo que a ambos les pareció una contradicción. Luego,
para explicarse, agregó—: Hago «trabajos».
—¿Es vidente? —Fernando descreía de esas cosas, pero algo
en ese ambiente lo hizo estremecer. Cuando era pequeño su
madre lo llevaba a que le curaran el empacho.
La vieja asintió.
—¿Tenía mala vibra el tipo?
—Malísima. Yo había predicho algunas barrabasadas que
iban a pasar en el barrio, y esas cosas se saben, se desperdigan

187
entre la gente como cuetes de fin de año… Una vez vi venir la
redada en lo de los Coronel, cuando se tirotearon tanto, un
verano. Mijo, no puedo decirle qué pasó. No estuve ahí. Hace
tiempo que no veo bien. La edad. Pero tengo un pálpito, una
imagen que me viene. Por eso me fui de casa. A veces quiero
que lo que veo no se concrete. Que la realidad sea otra.
—¿Y qué vio?
—Al Mario Dannunzio. Lo veo a él en la hinchada de
Libertad. ¡Ay! No quiero ni pensarlo. No sé qué les estoy
diciendo.
—No se preocupe. Gracias, señora. —Aquiles se levantó co-
mo dando por terminado el interrogatorio. Se despidieron.
Una vez en la calle Fernando preguntó:
—¿El séptimo varón? ¿No se habrá puesto en pedo la vieja
con un Ocho hermanos?
—Boludo, ¿no entendiste?
—Si entendí qué.
—El séptimo hijo varón es un lobizón.
Fernando se puso pálido.
—No jodas, Aquiles. Además vos no creés en eso.
—No sabés nada de mitos y leyendas argentinas, por lo que
veo.
—Disculpá, «Canal Encuentro».
—No seas pelotudo. Si sos tan ignorante no podés ser de-
tective. Seguro que no sabés un pomo de la flora y fauna de la
Argentina. A ver, ¿cómo se llama esa ave que está en nuestro
país, que es bípeda y de cuello largo…?
—Avestruz. Qué pelotudez.
—No. Es un ñandú.
—¿Qué diferencia hay?

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—El avestruz es más grande y vive en África.
—¿A dónde querés llegar?
—Estoy pensando —dijo Aquiles mientras subían al auto—.
Llamémosla a Marilina para que nos averigüe una cosa.

El fin de semana siguiente siguieron a Mario Dannunzio


cuando se juntó con la hinchada de Libertad antes del partido
contra Huracán. Parte del ritual de domingo futbolero con-
sistió en un asado en la casa de un amigo, luego una sobre-
mesa de dos horas tomando cerveza y luego la lenta procesión
a la cancha.
Fernando y Aquiles entraron en la popular. Lo vigilaron de
lejos. Dannunzio era el testigo que sostenía que Aguinaga
había llegado a su casa en el momento del crimen. Según
habían constatado, Mario no mentía. Estuvo todo el tiempo
junto a su amigo, Héctor, coreando durante el encuentro, que
terminó 1-1.
Huboincidentesdentroyfueradelacanchaluegodelpartido.
Ellos no intervinieron, sino que se fueron raudos antes de
terminar detenidos en una redada por sus propios colegas.
Después de todo, estaban de incógnito.
A Aquiles le molestó ver a Héctor en la hinchada. No hacía
una semana que su esposa había sido asesinada y el tipo se iba
a ver jugar a su equipo. También se dijo que no tenía que ser
tan duro, una pérdida es algo muy difícil, y cada uno la
procesaba como podía. No había un manual para manejarse
en situaciones así. Él, sin ir más lejos, se había volcado a las
drogas cuando terminó su matrimonio con Mercedes. Ahora
estaba limpio. Hasta un intento de suicidio había tenido.
Ahora estaba limpio de eso también.

189
Pero algo en el cabello rubio del tipo le molestaba. Sus pecas
marcadas, su risa sardónica. Tenía la apariencia de un nene o
un muñeco diabólico. Dejó sus prejuicios a un lado y se fue a
dormir, luego de un domingo bien argentino: fútbol, cervezas,
corridas y gases lacrimógenos como para repartir entre todos.

Nadina se empezaba a sentir incómoda cada vez que Héctor


traía a sus amigos a la casa. Él la hacía cocinar y le pedía
que se fuera a dormir temprano. Los gritos y obscenidades
de los comensales hacían retemblar la casa hasta muy
entrada la noche.
Una vez incluso cuando salía del baño vestida con bermuda
y musculosa, justo para acostarse, se cruzó con uno de los
amigos de su padrastro, Ariel se llamaba, que se le acercó y le
dijo algo en voz baja. Luego la intentó abrazar pero ella pudo
escurrirse hacia su dormitorio. Temblando se metió en la cama
y se durmió.

—¿Vamos a investigar al tipo ese, Aguinaga? —preguntó


Fernando—. No hay nada que nos lleve hacia él.
Se encontraban en la cafetería de la estación de servicio en
donde se reunían de noche, en la YPF de Colón y Vieytes.
—Es una corazonada, nada más —Aquiles sopló su café—.
Además, después de lo que nos contó ella —hizo un gesto
hacia Marilina, que se había acercado esa noche para verlos—,
el tipo me sigue dando mala espina.
—¿Qué suponés? —dijo su compañera.
—Parece ser violencia de género. Pero el tipo no estaba ahí.

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—A menos que tenga superfuerza y en tres minutos haya
llegado corriendo desde el Juan López hasta Villa Rosas —
bromeó Fernando.
—Yo también pondría el foco en la violencia en el hogar —
manifestó Marilina—. El caso es que la coartada del tipo es
firme. Hay una selfie que se sacaron no sé por qué y que le
enviaron a otro amigo, ellos dicen para avisarles que se
reuniera con ellos a festejar la reciente «soltería» de Héctor. La
hora no miente: con un margen de cinco minutos el tipo no
pudo atravesar esa distancia. ¿Se lo imaginan saltando por los
techos y huyendo? Alguien lo tendría que ver. A menos que
fuera «Flash».
—Qué casualidad, ¿«soltería» porque ya no estaba junto a su
mujer o porque había enviudado? —preguntó Fernando,
inquisitorio, y la pregunta quedó flotando entre ellos.
—Busqué datos del tipo, como me pediste. No tiene nada. Ni
una multa por exceso de velocidad, ni por estar alcoholizado.
El jefe de policía de Jardín América me informó que solo
estuvo implicado en un caso, como víctima, ponele. Quiero
decir: su novia fue asesinada de manera brutal, masacrada, me
dijo el tipo.
—¿Él no resultó sospechoso?
—Estaba en otro lado. Está la cámara de seguridad de un
banco medio lejos de su hogar que lo muestra pasando por la
vereda un rato después del crimen.
—Qué tipo con mala suerte. Le matan a sus parejas —ironi-
zó Fernando.
—El tipo es un violento —dijo Aquiles—. Cómo hace para
zafar —intentó beber su café pero seguía caliente. Puteó
cuando se quemó.

191
—Meses después decidió cambiar de aire. Se instaló en
Ingeniero White porque consiguió trabajo en una planta del
Polo, pero al poco tiempo estaba desempleado de nuevo y
vino a Bahía, en donde conoció a Alicia Reyna. Ya era
guardiacárcel cuando se casaron.
—Vamos a patrullar, Fer. Gracias, Mari.
—Va a ser una noche larga —se lamentó Fernando.
—La noche es larga y está plagada de miedos —sentenció
Aquiles.

Nadina se pintaba las uñas de los pies sentada en una silla del
comedor. Héctor miraba una película de acción y romance. En
realidad, no le prestaba atención a lo que sucedía en la pan-
talla; llevaba varias horas ebrio y tenía la mente desconectada.
La bebida lo fue inundando de a poco y transmitiéndole una
paz que se adhería a su conciencia como capas de nieve que
sepultaban algo abandonado.
La chica se levantó y le preguntó a su padrastro si quería
cenar. Él la miró sin entender, como si no la reconociera. Solo
giró la cabeza, lentamente. A ella le dio asco. Era un hombre
de un metro ochenta y cinco repantigado sobre el sofá, con la
camisa abierta y una mirada obnubilada y enigmática. Ella
musitó algo, ofuscada, y comenzó a irse hacia su cuarto.
—Yo no voy a comer. Si querés algo buscátelo en la cocina.
Él pareció emerger un poco de su embotamiento. Algo en
sus ojos cobró un brillo nuevo y frío.
—Pará, vení. No te enojes.
Ella se detuvo y lo vio que se inclinaba sobre el respaldo y
respiraba fuerte.
—Estás muy bonita. Dejame meterte la puntita, al menos.

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Ella no podía creer lo que oía. Quedó paralizada por el
terror.
Héctor se puso en pie.
—Salí —dijo ella.

—La vieja esa no la pegó en nada, ¿eh? —acotó Fernando.


Estaba intentando abrir, infructuosamente, un paquete de
maní con chocolate.
Era el tercer día en que hacían guardia cerca de la casa del
asesinato. No sabían qué esperaban. Aquiles decía que algo lo
hacía permanecer cerca de ese sitio. Fernando lo secundaba.
—¿A qué te referís? —Aquiles lo miró, sonriendo ante la
visión de su amigo luchando contra el envoltorio plástico.
—Que la mina habló de ese tal Mario, y al final no tenía
nada que ver.
—Es muy temprano para saber eso.
—Sí. Yo digo. Pero tuvo esa «visión» del tipo en la cancha.
—Y nosotros fuimos y los vimos a los amigos juntos, a
Dannunzio y Aguinaga. Tal vez ella nos contó una parte del
cuadro que veía. No sé. Estoy divagando. No me tomes en
serio.
—Aquiles querido, nunca te tomo en serio —resopló
Fernando. Por fin la bolsa cedió y unos pocos maníes caye-
ron al suelo—. La puta madre. Con lo caro que salieron.
¿Querés?
—Dame. Vos sos fanático de los cómics, ¿no?
—Ajá.
—Y vos que sabés del tema, ¿qué superhéroe puede trans-
formar su fisonomía para aparentar que es otra cosa?

193
—Ufff. Hay muchísimos. Se me ocurre Mystique. Es una de
los X-Men…
—Sí, vi la película.
Fernando reflexionó un momento mientras masticaba el
chocolate crocante.
—La vida sería más divertida si, por ejemplo, Wolverine
existiera.
—Lo sería si trabajara con nosotros, no en contra nuestra.
Mirá: si Logan viviera en la Argentina, ¿estás seguro que
estaría con nosotros? Pensalo.
Fernando iba a responder cuando los gritos provenientes de
la casa lo interrumpieron.

—¿Qué decís? Sa-salí, hijo de puta. Me voy a acostar.


—Te vas a acostar tranquilita en la cama y así te vas a
quedar, mientras papi te abraza y te da besitos.
Nadina no podía creer lo que oía. Era estar viviendo una
pesadilla en la vida real. Se dio cuenta de que su madre era la
que sostenía ese hogar. Sin ella las relaciones entre los que
que-daban estaban rotas. Nunca le había terminado de
convencer ese sujeto.
Ojalá sea un broma, se dijo. Una broma pesada y de muy mal
gusto.
Pero no parecía ser así, porque Héctor avanzaba hacia ella y
la miraba fijo. Estiró una mano y le apartó el pelo de la cara.
—Has crecido mucho, mi chiquita.
«¡No soy tu chiquita!», quiso gritarle, pero él la tiró del pelo
y la empujó hacia el sofá. Dio contra el mueble con el costado
del cuerpo. Se cayó al piso. El hombre dio un par de pasos
rápido y le pisó la mano.

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Nadina empezó a gritar. Pudo sentir y hasta oír cuando los
huesos crujieron. El hijo de puta le había quebrado la mano.
Sin saber de dónde, sacó fuerzas y se puso de pie. Quiso
enfrentarlo pero el dolor de la mano hizo que se tomara la
muñeca con la mano sana. Héctor aprovechó ese momento de
debilidad y la volvió a tomar del pelo.
—Ahora vas a hacer cosas para mí, hija de puta. Puta como
tu madre, malparida.
Había un brillo rojo en sus ojos. Le dio un fuerte puñetazo
en la nariz. Nadina creyó desfallecer. Cuando abrió los ojos se
encontraba al lado del televisor. Tomó un objeto que estaba
sobre el mueble, un recuerdo de Mundo Marino en cerámica y
se lo arrojó a su padrastro. El objeto rebotó en su pecho y se
hizo trizas en el suelo.
—Así me gusta. Que pongas un poco de resistencia. Disfruto
más si te hacés la difícil.
La sonrisa de él era increíble. Sus labios se ensancharon y
Nadina no podía creer hasta donde llegaban. Ante los ojos de
ella el hombre sufrió una transformación increíble: sus hom-
bros se ensancharon, la ropa se desgarró y cayó al piso. Los
dedos de las manos eran mucho más largos y parecían
violentos, cortantes. No solo la sonrisa había cambiado en la
cara. Vio que los músculos fluctuaban bajo la piel y la cabeza
se le volvía más ancha, los bigotes, más tupido y largos, los
ojos se le juntaron en el frente. La nariz se elevó y pudo ver
las fosas nasales de frente. Y el pelo, Dios mío, comenzó a
florecer en todo su cuerpo como esas filmaciones puestas en
velocidad máxima que Nadina había visto alguna vez en
internet. Solo que aquellos videos era sobre pastos que
crecían vertiginosos desde la tierra o flores que se mani-

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festaban y fenecían en pocos segundos. Esto era distinto. Era
un pelaje claro e hirsuto sobre el cuerpo de su padrastro. Vio
los colmillos puntiagudos.
Esto es una pesadilla, sí, por supuesto, ahora mamá me va a des-
pertar como todos los días y voy a tener que ir a la escuela, no puede
ser que esto esté pasando, no puede ser, esto es una locura que ¡OH
DIOS!
La cosa que estaba frente a sus ojos intentó hablar pero un
rugido salió de sus fauces. Nadina quedó dura, congelada. De
un breve atisbo reparó en los dedos que la habían fascinado
antes: eran garras.
Ella volvió a gritar (o tal vez nunca había dejado de hacerlo)
y todo pasó en cámara lenta.
La puerta que daba a la calle estalló y entraron dos hombres.
Portaban algo en sus manos. Esta irrupción solo sirvió para
confirmarle que estaba soñando; un mal sueño, pero pronto
terminaría.
El monstruo que tenía frente suyo se dio vuelta y enfrentó a
los intrusos. Debía inclinarse para que su cabeza no rozara el
techo.
—¿Qué mierda…? —gritó Fernando.
Aquiles disparó. El cuerpo gigantesco se vio violentado y
recibió los impactos certeros del arma del detective. Flotó por
un segundo hacia atrás y cayó en el piso de la sala, despa-
rramando sillas y quebrando alguna bajo su peso.
Los hombres estaban tan sorprendidos que apenas re-
pararon en la chica. Fernando la miró y ella dejó de gritar.
Aquiles se acercó al ser echado sobre el piso de baldosas
grises. La sangre salía de su cuerpo. No respiraba. Una magia
sorprendente estaba ocurriendo frente a sus ojos: las garras

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gigantescas y afelpadas se achicaron ante la llegada de la
muerte. Pero el proceso quedó a la mitad. Las piernas robustas
del animal perdieron un poco de pelo y se quedaron a mitad
de camino, medio hombre, medio animal en mitad de la sala.
Aquiles se inclinó sobre la fiera. Oyó la respiración agitada
de la chica. Ya se ocuparían de ella. Y notó la voz de su com-
pañero a sus espaldas, asomándose sobre su hombro.
—¿Qué es eso? —Fernando se secaba la frente con la manga
y continuaba apuntando al muerto.
—Un yaguareté —respondió Aquiles.

197
La mujer que mira de costado

olvían del fútbol por la mitad de la calle cuando Beto


V agarró una rama y movió algo contra el cordón. Como
Emiliano y Juanma venían rezagados charlando del último
tema de Metallica que había salido en MTV (Hero of the day;
acordaron que era el mejor video que habían visto en sus
vidas) se acercaron tarde al grupito que reía y miraba con
asco.
Emiliano se asomó sobre el hombro de alguien. Vio una
cajita de cartón, cuadrada y anaranjada, achatada, que zig-
zagueaba entre el asfalto. Beto la pudo pinchar y amenazaba
con tirársela a la cara al que estuviera más cerca.
—¡Eso tiene SIDA! —se ofendió Leonardo. Era el cuatro del
equipo. Petiso y cachetón, pero de patada inefable (te tenía
que bajar y te bajaba), las paletas grandes le sobresalían de la
boca mientras caminaba hacia atrás, asustado—. ¡Boludo, no
jodas!
—Aaahhh —decía Beto y movía la rama para todos lados.
Era un pesado. Nunca lo invitaban a las juntadas. Emiliano
prefería la compañía de Juanma, que era su mejor amigo. Pero
no podía evitar a Beto: vivía a la vuelta de su casa y siempre lo
pasaba a buscar para entrenar. Emiliano lo aceptaba pero
hasta ahí, porque siempre andaba buscando una víctima en
quien enfocarse.
Iván miraba divertido desde unos metros más allá. Tenía
los ojos entrecerrados, el pelo rubio con raya al medio, el sol

198
de la tarde brillaba sobre él. Parecía salido del comercial de
Canada Dry que pasaban en la tele. A Emiliano le gustaría
parecerse a Iván: pero él era flaco, demasiado flaco (a Iván la
ropa le calzaba justa, como pintada, y eso lo hacía parecerse
más a los personajes de la tele). Asumía su pelo oscuro y sin
forma. Si bajaba la vista y miraba sus piernas, le parecían dos
patitas de tero. Iván era un año más grande que los demás,
por eso se juntaba con los de su categoría. Estaba con
Mauricio y Claudio, sus acólitos. Se reían de los más pe-
queños. Seguro los veía como chiquilines. Eso lo enfermaba.
Quería decirle a Beto que parara con la joda pero eso le
valdría ser el cabeza de turco por varios días.
Así nos van a ver como chicos toda la vida, pensó Emiliano. Peor
era que las chicas los vieran como chiquilines. Odiaba esa
palabra. Se imaginó a Isabel y Mariana viéndolos así. Por eso
las chicas de su edad miraban a los más grandes: los de doce
años eran demasiado boluditos.
Por ejemplo, ahí estaba Beto, molestando a todos. El Keko se
reía; a él nunca lo hinchaba. El Keko tenía ganado un estatus
especial, incomprensible para Emiliano. Los chicos lo idola-
traban. Hasta las más lindas del aula lo miraban bien (y char-
laban con él en el recreo). Para él solo era un pobre ignorante
con cara de marciano.
Emiliano puso cara seria (los más grandes, suponía, to-
maban las cosas con seriedad), se ajustó la correa de la
mochila al hombro y pasó caminando junto al grupo que reía
nerviosamente.
Beto levantó la vista y miró con odio al que lo desafiaba.
—Andá, puto. Tenés miedo.

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Emiliano continuó caminando, ignorándolo. Pasaron unos
segundos vitales en los que esperaba oír a Juanma caminando
con él. Si no se le unía iba a quedar como un cagón; el único
desertor. Oyó pasos y supo que era Juanma que lo alcanzaba.
Tomó aire y paso así, con el tórax henchido, frente al grupito
de Iván. No los pudo ver, pero se jugaba que los grandes lo
miraban asombrados de su temple. Oyó que Beto puteaba,
pero no entendió lo que dijo.
—¿Viste los botines que tenía el Calu? —dijo Juanma cuando
estuvieron un poco lejos de los demás chicos.
—No, no los vi, boludo. ¿Cuáles eran?
—Los de Enzo Francescoli.
—Noo, qué copado. —Había escuchado que algunas chicas
del curso se paraban en la puerta del aula, esperando que
pasen los chicos de los últimos años, y sonreían cuando los
oían hablar. Y repetían algunas palabras: «copado», «sarpa-
do». Él se apropió de estos términos. También pronunciaba
«shaer» cuando se refería a la artista Cher (así lo decía la
conductora Ruth Infarinato. Emiliano engolaba la voz y la
imitaba en el espejo tanto como podía. Estaba enamorado de la
mujer de pelo colorido. Cuando fuera más grande tendría una
novia de pelo teñido con colores extravagantes tipo azul o
fucsia. Aunque sabía que en un pueblo chico nadie se atrevía a
ese estilo).
—Sí, recopado —Juanma asintió.
Emiliano sabía que su amigo no tenía un hermano mayor y
que sus padres eran grandes. («No digas ‘viejos’, Emiliano, o
te doy vuelta la cara de un bife», le advertía su madre). Al no
tener referentes cercanos, copiaba a Emiliano en todo, desde
la manera de vestir o de actuar. Esto lo ponía nervioso y al

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mismo tiempo le gustaba. Influir en alguien era… intere-
sante. Ese era un término de su padre. Todo le parecía digno
de interés.
—¿Venís a casa a tomar chocolatada? Podemos usar los
muñecos de Locademia de Policía.
Juanma abrió los ojos. Le encantaba el negro del megáfono,
que en los dibujitos imitaba sonidos. Había asumido que
podía usar todos los personajes que tenía su amigo (los padres
le habían comprado casi todos), salvo Mahoney. Está bien,
podía vivir de esa manera, usando los secundarios. Aunque tal
vez hoy fuera el día. Si Emiliano se encontraba de buen
humor, quizá…
—Vamos. Estoy cagado de hambre. Después dejame llamar
a casa para avisar, ¿sí?
Rumbo a lo de Emiliano pasaron frente a la casa aban-
donada. Habían pasado miles de veces por ese lugar pero en
pocas oportunidades se habían detenido a prestarle atención.
La puerta de rejas, desvencijada y oxidada, se veía como una
invitación. Nunca se habían atrevido a pisar siquiera el jardín
delantero. Decían que un chico había muerto ahí adentro. Las
ventanas estaban cerradas desde que ellos tenían memoria. La
pintura descascarada, la mugre anquilosada en el borde
inferior de la puerta, las baldosas rotas y la vegetación que
sobresalía de las junturas. Era una invitación a la curiosidad, a
la impaciencia.
Una vez en la casa de Emiliano su mamá les sirvió chocola-
tada y galletitas Rumba en un plato. Mientras se alimentaban
pusieron Las tortugas ninja en la tele.
Marisol estaba en su cuarto y salió a tomar algo. También
pidió una chocolatada.

201
—¡Poné en otro canal que quiero ver Jem! —protestó.
—¡Mamá! —llamó Emiliano. Luego se dirigió a su herma-
na—. Nosotros llegamos primero.
La madre les dijo que se dejaran de pelear o les apagaba el
televisor. Tomaron la leche en silencio y con cara de odio.
Emiliano no entendía por qué su hermana era tan odiosa.
Encima cuando se juntaba con sus amigas hablaban bajito y se
reían con risas chillonas; él sospechaba que se burlaban de él.
No la soportaba. Según él, Marisol actuaba como nena cuando
le convenía. Hacía un tiempo que, de la nada, la dejaban
pintarse (muy poco) los labios. Emiliano se preguntaba desde
cuándo había cambiado todo. Antes se pegaban y perseguían
por la casa y el patio. Y antes de eso jugaban a la pelota o a la
casita. Consideró que su hermana se alejaba de él desde que se
le había elevado un poco la remera en el pecho. Eran las
tetitas. No podía mirarla sin ponerse colorado. Marisol usaba
corpiño y se maquillaba y él estaba confundido y ruborizado.
Aunque el cambio había sido un tiempo antes de que le
salieran las tetas. Hubo un almuerzo en que su madre estaba
extasiada y su padre confundido, intentando esconder su
incomodidad detrás de una sonrisa ambigua, y ambos habían
comentado que su hija ya era una mujer. Eso había dejado
perplejo a Emiliano. ¿Qué querían decir con que era una mu-
jer? ¿Qué había ocurrido, que era tan importante, y no podía
mencionarse? Porque sus padres no hablaron del tema más
que rodeándolo, como si todos dieran por sentado de qué se
trataba. Eso lo molestó. Se sintió excluido, despreciado por sus
padres y su hermana.

202
La miró mientras se terminaba su taza y se guardaba unas
masitas para llevarse a la pieza. Estaba más alta. Solo con
catorce años ya casi alcanzaba la estatura de la madre.
También estaba más grácil, y más sofisticada. Esa vincha
blanca le quedaba bien. Extrañaba a la Marisol de antaño, con
la que se subían a los árboles sin importarles rasparse las
rodillas y con quien quemaban hormigas con una lupa en
verano. Se achicharraban los insectos y ellos reían.
—Chau, idiota.
Marisol se levantó rápido de la silla y corrió hasta su cuarto.
Emiliano no alcanzó a ponerse en pie ni a tirarle una
trompada. Su hermana había desaparecido. Desde el extremo
del pasillo pudo ver el logotipo de John L. Cook y This Week
sacados de una revista pegados en la puerta cerrada.
—Conchuda —susurró él en voz baja para que su madre no
lo oyera. Pensaba que tenía que tener la última palabra.
Jugaron con los muñecos de Locademia pero, ante la de-
sazón de Juanma, Emiliano no soltó al sargento Mahoney.
—A la noche paso —se despidió Juanma.
—Dale. Hoy vamos —contestó Emiliano.
Se duchó y luego de la cena salió al porche a esperar a su
amigo. Le dieron permiso para salir pero tendría que volver
antes de la una. En un pueblo como ese nunca pasaba nada,
pero era deber de los padres poner límites a los jovencitos.
Después de todo, apenas habían empezado la secundaria, por
más que ellos se sintieran grandes.
Juanma vino en su bici pero la dejó afuera de la casa de
Emiliano. Cuando acompañara a su amigo de vuelta tomaría
el rodado. Así, a pie, rumbearon para la casa abandonada.

203
La noche no estaba tan cálida como durante la tarde. Un
viento leve apenas movía las plantas de los bulevares y las
ramas oscuras de los pinos. La luz anaranjada de las calles
enmarcaba la caminata. No vieron pasar ningún auto. A las
pocas cuadras se toparon con el límite del pueblo y doblaron
hacia la izquierda. Siguiendo el contorno de la vía del tren
estuvieron al rato frente a la casa.
Hacía rato que lo habían planeado. Desde que habían oído lo
del gato muerto. ¿Fue Rodrigo, en un recreo, o Jorgito
Rocamora el que les había contado el cuento? Un gato blanco,
descalabrado, chillaba y escupía algo rojo mientras se paseaba
por la casa abandonada. Verlo era signo de alguna desgracia.
—Y no solo eso —había dicho el intrépido narrador, mi-
rando a sus compañeros que lo observaban en silencio—. Ese
gato está muerto.
Había sido Jorgito el que había contado esa historia, ahora lo
recordaba Emiliano. Se habían juntado para hacer un pijama
party y no aguantaron despiertos más allá de las tres de la
madrugada.
Ninguno se rió ni discutió la posibilidad de que un gato
muerto estuviera convulsionándose en una casa cerrada a
pocas cuadras de donde se encontraban ellos. El miedo se
acercaba agachado y te saltaba a la cara. En el silencio sub-
siguiente, matizado con los grillos del verano, todos vieron al
gato sucio y flaco, entre pisos llenos de escombros, vomitar
algo morado y brillante entre estertores que nunca acababan.
Imaginaron los maullidos agudos en las paredes solitarias.
Desde entonces habían prestado más atención a la casa. Luego
oyeron que ahí había ocurrido un asesinato, que una pareja
entró y vio algo pero nunca volvió a hablar del tema. Los

204
padres le tenían absolutamente prohibido a Emiliano entrar a
ese lugar porque, le advirtieron, podía haber un linyera.
En el pueblo el único que había era el croto Impacciato, que
hedía feo pero nunca había lastimado a nadie. Iba por las
calles del pueblo pidiendo comida, con el paso cansino y los
zapatosreventados.Lasmanossarmentosasylaropa renegrida,
dormía en donde el cansancio lo encontraba. Además estaba
mentalmente ido, como si sus ojos vieran otra realidad. A
veces movía las manos y hablaba (balbuceaba, porque nadie le
entendía nada) con personas que no estaban ahí.
—¿Entramos? —dijo Emiliano ajustando las correas de la
mochila en sus hombros para tomar coraje.
—Pará, ¿no lo esperamos? —Juanma le aferró el brazo.
Emiliano puso cara de tedio.
—Siempre llega tarde…
Un muchacho bajito dobló la esquina. Unos pasos atrás
venía una nena.
—Este trajo a la hermana. No habíamos quedado en eso.
Ricardo tenía el cuerpo del tamaño de un secarropasKOH-I-
NOOR. Mientras se acercaba mostraba los incisivos. Estos
detalles lo convertían en un blanco perfecto para pájaros
carroñeros como Beto o los profesores más crueles. El mercado
escolar no admitía nada. Si eras demasiado gordo te lo hacía
saber. También si eras flaco. La excesiva altura, o la escasez de
la misma eran motivos de burlas. No podía ser tan burro como
para repetir ni tan cufa que todos te envidiaran. Lo mejor era
ser alguien del montón, por eso Emiliano trataba de no so-
bresalir en nada.
—Che, cerrá la boca que rayás el piso —bromeó Juanma
cuando su amigo llegó junto a ellos.

205
Ricardo sonrió y los dientes exagerados se notaron más. Los
tres rieron. Entre ellos esas bromas estaban permitidas.
Entendían que entre amigos no hay ofensas.
Ludmila los alcanzó y los observó con curiosidad.
—Hola, Lu —saludó Emiliano pero no se atrevió a darle un
beso. Le gustaba la hermana de su amigo. Ella era flaca, de
piel rosada y labios gruesos y rosados naturalmente. El pelo le
caía en cascada por la espalda en suaves bucles caoba.
Emiliano no entendía por qué la genética a veces podía ser tan
hija de puta.
—Hola, chicos —les sonrió Ludmila.
—La tuve que traer porque mis viejos no me dejaban salir si
no venía… —disparó Ricardo sin darse un respiro.
—Tranquilo, che. ¿Trajeron las linternas?
—Sí —dijo Juanma.
—Sí —dijeron a coro los hermanos.
Emiliano no dijo nada más y empujó la puertita de rejas. Las
bisagras oxidadas rechinaron. Deseó que un linyera, un viejo
de larga barba blanca y saco zaparrastroso apareciera sobre el
techo de la vivienda y les gritara algo. Si sucedía una cosa así,
tendrían la excusa perfecta para irse. Pero nadie apareció. No
había ni viento esa noche.
Al costado de la casa había un terreno baldío, y del otro lado
una mueblería abandonada. Le pareció más grande y oscura
que en cualquier otra ocasión.
Ya había dado unos pasos cuando se volvió. Sus amigos lo
miraban pero no se atrevían a seguirlo. Al ver que los miraba
titubearon y se animaron a entrar al patio delantero. Fue
Ludmila la que aventajó a los varones y caminó junto a

206
Emiliano. Él le agradeció con una sonrisa. Ricardo y Juanma
iban detrás.
Ahora intento abrir la puerta y no va a ceder, se dijo. Pero la
puerta se abrió demasiado fácil, sin oponer resistencia. La
mugre en el umbral entonces no estaba solidificada como
había temido. Empujó la puerta y entraron. Las linternas
rebelaron una sala limpia, cubierta de polvo, con una silla
mecedora de mimbre con el respaldo despanzurrado.
—Hola —dijo Ricardo y rió nervioso. La voz le había salido
cascada, débil.
Emiliano entendió qué es lo que quería hacer su amigo: al
hablar era como si el lugar se volviera más luminoso.
Enseguida un rumor proveniente de las paredes los paralizó.
Se quedaron quietos, los ojos como platos mientras las voces
aumentaban en intensidad.
Juanma abrió de un tirón la puerta que tenía a su costado y
todos gritaron. Había dos personas.
Los segundos que tardaron en reconocer a esas figuras se
hicieron largos.
—¿Qué hacen acá? —dijo Iván. Se acomodaba el cinturón.
—¡Emiliano! ¿Qué estás haciendo…?
Él puso los ojos en blanco.
La pesada de su hermana tenía el cabello revuelto. Se sa-
cudía el polvo de las rodillas mientras lo miraba, ofuscada.
—Vinimos a investigar. ¿Mamá sabe que estás acá?
—Ella piensa que estoy durmiendo. Ni se te ocurra contarle
nada —ahora Marisol se comenzó a ruborizar rápidamente.
—Bueno, bueno, no van a discutir ahora —intervino Iván—.
Ya que estamos todos en la casa, pasémoslo bien, ¿okey?

207
¿Qué hacía su hermana con el chico más popular de la
escuela? Él ni siquiera sabía que tenían trato.
—¿Qué estaban haciendo? —Ludmila los enfocaba con la
linterna.
—Alejá eso, pendeja —Marisol intentó quitársela.
Emiliano la escudó tras de sí.
—Pará, como dijo Iván, hagamos las paces. Digo, pasémoslo
bien. Así que no jodas.
—Bueno, pero que no me apunte.
—¿Ya vieron toda la casa? —quiso saber Ricardo.
—No —respondió Iván—. Solo la cocina y unas habitacio-
nes. Es inmensa.
—Faaa, miren esas telarañas —se sorprendió Juanma. En-
focaba hacia los ángulos más altos de la sala—. Las arañas
deben ser como ratas.
—Ratas hay muchas —arrugó la nariz Marisol.
—¿Las vieron? —la enfrentó su hermano.
—No. Pero las oímos —Marisol le sostuvo la mira-
da, desafiante.
—Bueno, calmémonos —volvió a interceder Iván. Emiliano
admiraba su aplomo. Quería actuar como él, pero su
hermana lo sacaba de quicio—. ¿Por qué no nos juntamos y
nos sentamos, más tranquilos? Vayamos acá al lado, que es
más grande.
No esperó respuesta y se perdió tras el umbral.
Cuando los demás llegaron a la habitación contigua vieron
un círculo de velas encendidas en el piso, y algunas dispersas
sobre una mesa y los estantes de una biblioteca.
—¿Estaban haciendo un rito? —susurró Juanma a Emiliano.
Este se encogió de hombros.

208
—Por supuesto que no —le dijo Ludmila en voz baja. Había
oído al chico y había decidido entrometerse en la conver-
sación—. Esto es más bien romántico.
Emiliano vio contra la pared una botella de sidra que,
evidentemente, era nueva, y no estaba en ese lugar desde
tiempos inmemoriales.
—Vamos, sentémonos en círculo. Acá —indicó Iván.
Todos le hicieron caso. Emiliano quería sentarse junto a
Ludmila; tal vez se podrían rozar de manera casual sus
manos, o rodillas. Pero para disimular su interés dejó que
Juanma se interpusiera entre ellos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —Marisol se dirigió hacia
Iván. La ofuscación inicial para con los intrusos se había
trastocado en dulzura hacia el muchacho mayor.
—Contar historias de aparecidos —dijo Iván ni bien se sen-
tó—. ¿Qué otra cosa podemos hacer de noche en una casa
abandonada? —sonrió confiado.
—Yo empiezo —dijo Ricardo—. ¿Conocen la historia de
Valentina Irina? Era una chica que vivió en un campo cerca.
Eso me dijo mi abuelo.
—Era de Dufaur —acotó Ludmila.
—Bueno, callate, estoy contando yo. Resulta que esta chica
(esto pasó hace muchos años) vivía encerrada en la casa. En el
campo no veía a nadie. El padre salía a trabajar la tierra desde
que asomaba el sol hasta que se ocultaba, y no había nadie con
quien relacionarse. La madre y ella encerradas en la casita, que
era apenas un cuadrado de piso de tierra. Solo tenían por
compañía a las vacas, los corderos y el perro de la casa.
»Una vez por semana la chica acompañaba al padre al
pueblo. Se bajaban en el almacén y hacían las compras. Era el

209
único contacto de ella con otras personas. En realidad ni
siquiera era contacto; cuando estaban en el comercio ella se
quedaba en silencio, cabizbaja, mientras los hombres habla-
ban. No decía nada, pero sí veía que en el mundo había más
personas que las que habitaban en su familia.
»Un muchacho la vio y se enamoró. No pudo resistir solo
verla cuando bajaba del sulky cada siete días y comenzó a
frecuentarla en su campo. Al principio ella no entendía, se
asustaba, lo rechazaba, pero ante la insistencia —un hombre
puede ser muy tozudo— lo aceptó y tuvieron un romance en
secreto. Se encontraban pocos minutos por día, cuando ella le
decía a la madre que iba al monte a buscar leña o algo así.
»Pero nada es para siempre. Él, quién sabe por qué, si se
cansó o tenía a otra, empezó a estar distante. Era poco cari-
ñoso, ya no le daba abrazos y besos como antes. Hasta que un
día le dijo que no podían estar más juntos. Ella lloró y le dijo
que había hecho de todo por él. Lo insultó y se le echó a los
pies. Le pidió que no la dejara. Y sacó de su bolsa tejida lo que,
según ella, era una prueba de amor.
»—¿Vos querías que mis viejos no molesten en nuestra re-
lación? Mirá, lo hice por vos. Los hice por nosotros.
»Le mostró la cabeza decapitada de su propia madre, con los
ojos abiertos, con la boca abierta en un grito eterno de dolor.
»Y dijo que el próximo era su padre. (Encontraron su cuerpo
flotando en un arroyo unos días después).
»El joven la rechazó, dejó Dufaur y vino a vivir al pueblo. La
chica lo maldijo, diciéndole que a donde él fuera ella lo iba a
encontrar, y que su cara se le iba a aparecer siempre, en todo
lugar. Él la había mancillado, había escupido en su amor.

210
Había penetrado en su vida, en su casa y su corazón. Entonces
ella estaría siempre con él. Vería su cara a donde fuera.
»Se cortó la piel de la cara y despellejó a un cordero. Quiso
coser la piel del animal a su rostro y murió de una infección. El
ojo salido del costado, los dientes que se notaban por no tener
piel: eso encontraron cuando fueron los del pueblo a la tapera.
»De ella no se supo nada más, pero dicen que su espíritu se
le aparecía al muchacho en donde vivía. Que cambiaba de
forma para engañarlo a él y a los incautos que se le cruzaran.
Y cuando la descubren, los mata a todos.
—Malísima la historia —dijo Marisol. Emiliano notó que en
realidad tenía miedo.
Iván le pasaba el brazo por los hombros. Su hermana apro-
vechó y se hizo un ovillo contra él.
—¿Alguien sabe otra? —dijo Emiliano.
—Bueno, yo conozco una —resopló Iván y soltó a su com-
pañera para poder narrar más cómodo—. Trata de una chica
que está caminando sola de noche por la ciudad. Va a su casa.
Estuvo en lo de una amiga y es tarde y fue a esperar el
colectivo pero ya no pasaba más. No había nadie. Solo la luz
anaranjada de los faroles que caía sobre las veredas y las calles
vacías. Encima se había quedado sin batería en el celular.
Estaba re sola. Así se dirigió a su casa, que estaba como a
sesenta cuadras.
»En un momento dado oyó pasos que la seguían. Se dio
vuelta, con el corazón desbocado. No había nadie. A poco de
andar de vuelta volvió a oír que alguien caminaba y cuando
mira sobre su hombro ve a una figura como a media cuadra,
en la vereda de enfrente, de pie y mirándola. Es un tipo pero
no le puede ver bien el rostro.

211
»Ella se da vuelta y sigue caminando. Avanza más rápido
pero no quiere que el extraño sepa que tiene miedo, por eso no
sale corriendo. Los fantasmas se alimentan del miedo.
»Al doblar la esquina se da vuelta de nuevo y lo ve al tipo
más cerca esta vez, acuclillado, mirándola. No tiene ojos y son-
ríe con una boca demasiado grande. Tiene un traje claro, y de
los colmillos como de tiburón, en varias filas, chorrea sangre.
Entonces el tipo se levanta de golpe y le salta encima. Nunca
más se supo de esta chica.
—Esa sí que no da miedo —acotó Juanma.
—No jodas, la historia es de verdad —dijo Iván—. La chica
era amiga de mi prima, trabajaba en un call center de Bahía.
Marisol le pegó un puñetazo en el hombro.
—¡Basta! No sigas. Me da miedo…
Juanma colocó la linterna bajo su pera, iluminándose la cara
desde abajo.
—Bueno, yo les voy a contar una historia que pasó en el
colegio de las monjas. Había antes un preceptor que nadie
quería. Era un tipo alto, de pelo largo y grasoso. Había em-
pezado como jardinero de las monjas pero luego se convirtió
en preceptor. Encerró en el sótano a dos hermanos, los torturó
y los mató.
—En el colegio de las monjas no hay sótano —interrum-
pió Ludmila.
—Vos qué sabés. Luego puso los cadáveres en la pared de
un aula, pasó cemento y pintó. Quedó todo bien, nadie se dio
cuenta de que estaban ahí los chicos. En esa pared no se
podían colgar afiches porque se caían. Cuando abrían la
puerta siempre sentían una ráfaga de aire helado, por más que
estuvieran los calefactores al máximo. Y al tiempo empezaron

212
a aparecer letras. La pintura estaba con grumos, como
quemada por detrás. Se cayó y en el revoque vieron letras: la
L… la O…
—¿Qué decía? —dijo Ludmila con un hilo de voz.
—¡LOS ESPERAMOS! —le gritó Juanma en la cara y la chica
chilló.
Todos los demás rieron.
—Bueno, esto está chotísimo —sentenció Iván y se puso de
pie—. Vamos a escondernos. No. Ustedes se esconden y yo los
busco. Les doy cinco minutos. Yo voy a estar en la siguiente
habitación.
Tomó su linterna y desapareció tras la puerta.
—Este se piensa que nos da órdenes —dijo Emiliano.
—Dale, vamos a escondernos —replicó Marisol. No quería
discutir con su hermano. Se tomó de la barandilla y comenzó a
subir a los saltos la escalera.
Los más pequeños no se atrevieron a seguirla.
—Ni en pedo subo —dijo Juanma.
—Yo tampoco —acotó Ricardo—. Vení, vamos hacia allá.
Los chicos desaparecieron y dejaron solos a Emiliano y
Ludmila.
Qué buena suerte, estamos solos.
Era una buena oportunidad para… ¿para qué? Ya con la sola
presencia de la chica a su lado Emiliano estaba contento.
—¿A dónde vamos? —preguntó la chica.
—No sé. Vamos hacia allá —señaló Emiliano una puerta que
parecía conectar con un pasillo.
Se dirigieron hacia ahí y vieron que el lugar era una sala de
esparcimiento. La sombra de una chimenea clausurada los fas-
cinó como si fuera el cuerpo de un mastodonte. Sobre la repisa

213
había fotos antiguas. En estas se veían mujeres en blanco y
negro, con vestidos largos. Algunas abrazaban a chivos o se
inclinaban sobre perros. En poses descansadas, sobre sillas al
aire libre, posaban con sus mascotas. La cornamenta pun-
tiaguda del chivo molestó a Emiliano. Un escalofrío le recorrió
la espalda. Esas imágenes tenían algo perturbador que no
lograba dilucidar.
—Mirá —le llegó la voz de Ludmila a su espalda.
Quitó el haz de luz de su linterna y se reunió con ella. Había
encontrado una argolla de metal en el piso, debajo de los
restos de un cajón astillado.
Era la puerta trampa de un sótano.
Emiliano ni lo pensó: estiró la mano y abrió la puerta. El
agujero en el piso era una boca sucia que los llamaba en
silencio.

Ricardo y Juanma descubrieron que no les gustaba el silencio


que los envolvía.
Descubrieron un matojo de pelos en un rincón. La oscuridad
era tal que al principio pensaron que era un perro muerto.
Luego se acercaron y comprobaron que era pelo humano, lar-
go, larguísimo. Iluminaron insectos caminando en la cabellera.
—Por Dios, qué asco —se echó atrás Juanma.
Fueron hasta otra habitación.
—¿Ya nos estará buscando Iván? —Juanma hablaba bajo. No
dejabadeiluminarlasparedesconmovimientosespasmódicos.
—No lo sé. Mirá lo que traje. —Ricardo apoyó la mochila en
el piso y su risita se escuchó en la oscuridad. Extrajo un pa-
quete de Pepitos.

214
Juanma se alegró. No puede ser tan goloso, pensó. Su amigo
sacaba la lengua y abría el paquete. Se llevó una galletita a la
boca y luego extendió la mano, convidándole. Juanma sabía
que esas galletitas nuevas salían un peso. Eran bastante caras
como para andar repartiéndolas así como así. Consideró que el
gesto de su amigo era doblemente admirable.
Estaban disfrutando cómo los trocitos de chocolate se di-
solvían en la boca cuando Ricardo dijo:
—Pará, pará… ¿Oíste eso?
Juanma no dijo nada, pero prestó atención.
Algo caminaba por las paredes. Se arrastraba. Muchas patas
corrían carreras detrás del empapelado.
—Deben ser las ratas que dijo Marisol —gruñó Juanma.
Ricardo suspiró, aliviado.

En el largo pasillo de la planta alta Marisol encontró puertas


abiertas. La habitación de un bebé. Una cortina antimosquitos
estaba derrumbada sobre la cuna. Había frazaditas y algo que
abultaba. Le dio asco y siguió curioseando por otro lado. En
los postigos de las ventanas cerradas vio unas marcas. Se acer-
có y leyó lo que alguien había rayado con un objeto punzante.
Dejame salir
Se estremeció.
—Locos de mierda —susurró.
Luego entró a otras habitaciones, pero le parecieron devas-
tadas. Apenas unas maderas (¿de las camas?), un zapato
tirado, hojas echas pulpa…
Hasta vio una cámara Kodak bastante nueva. Eso le dio la
pauta que alguien había ingresado a la vivienda no hacía
mucho. La abrió para sacar el rollo, pero estaba vacía.
—La concha de la lora —dijo.

215
Hablaba sola para darse valor. La verdad es que había
subido la escalera sin pensar, sola, sin fijarse si alguien la
seguía. Si oía su voz se sentía más acompañada. La oscuridad
parecía más densa.
Mejor bajo y me acerco a donde están los demás, se dijo.
Sí, ese sería un buen plan. Intentó regresar sobre sus pasos
pero al salir al pasillo no encontró la escalera. Había contado
las puertas: tres a la derecha, dos a la izquierda. Y ya había
pasado más de cuatro puertas y nada.
Tal vez la había pasado de largo. Eso, seguro. Con la os-
curidad que había no le extrañaría eso. Qué distraída. Es que
estaba nerviosa. Encima el silencio la empezaba a aturdir.
No encontró la escalera. Ahora sí se comenzó a preocupar.
Se quedó paralizada en el rellano. Advirtió una puerta más
ancha que las demás y se metió.
Era el baño. Donde debía estar el espejo no había nada. Lo
habían arrancado. El inodoro tampoco estaba. Cuando enfocó
haciaahíunasombraseescurrióhaciaunrincón.Unalauchita.
—¡Ay! La puta madre…
Advirtió la antigua bañera. Se acercó y pensó que ese baño
era demasiado grande. Las personas de antes hacían las cosas
de manera exagerada. Al llegar junto a la tina vio que estaba
repleta casi hasta el tope con una sustancia amarronada.
Le dio asco y se iba a volver, pero un grumo que estalló en la
superficie la hizo inclinarse para ver mejor.

Emiliano y Ludmila no se habían alejado demasiado. En-


contraron un espejo roto y lo iluminaron con la linterna.
Cuando el reflejo dio contra el objeto ella se sobresaltó y se
aferró al brazo del muchacho. Él no podía estar más feliz.

216
Tenía miedo, pero sabía disimularlo. En la oscuridad no
se podían ver sus rostros. Él lamentaba no ver los ojos de su
compañera, de bonitas pestañas, pero agradecía que ella no
pudiera advertir el rictus de espanto que sentía en su
propia cara.
—Qué idea, jugar a la escondida… —se quejó Ludmila, no
muy convencida.
—Está copado —le guiñó un ojo Emiliano, y se dio cuenta
del error. Ella no podía verlo. Continuaron avanzando en la
oscuridad.
—Quiero ver ese espejo.
Ella no respondió, pero apretó con fuerza los dedos en su
carne.
Cuando el haz de luz reflectó sobre el azogue notaron que el
borde estaba manchado. Eran fragmentos de un espejo, su-
ponían, gigantesco. Alguien lo había llevado hasta ese sitio y
destrozado a pedradas.
Emiliano lo inspeccionaba como si estuviera leyendo un
manuscrito difícil. Ludmila prefería cerrar los ojos y acercar su
cara al cuello de él. El muchacho sentía el aliento cálido de ella
en la piel y comenzó a tener una erección.
No era la primera vez que le ocurría, pero sí esta era distinta.
Anteriormente, se había despertado a mitad de la noche con
ganas de orinar y con el pito duro incomodándole.
Por suerte no puede verme cómo estoy.
Igual se enrojeció.
Ludmila por fin bajó la vista hasta el espejo y lo contempló.
¿Viste que no pasa nada? No hay nada raro. Es solo un estúpido
espejo, se decía.
Pero una cara apareció en el vidrio que los reflejaba.

217
Iván se quedó dando vueltas en la misma habitación un rato.
Quería dejar pasar unos minutos antes de salir a buscar a los
chicos. Repasó con la linterna las vitrinas y los cuadros de las
paredes.
Había un óleo de dos metros de altura en donde una mujer
vestida de reina despedía a un heraldo. Iluminó la obra para
ver bien de qué se trataba, mientras sostenía con la otra ma-
no la correa de la mochila contra su hombro. La imagen
mostraba el interior de un palacio, seguramente. Se veía una
pareja de bufones enanos, músicoscon sus instrumentos y
gente comiendo y bebiendo. ¿Quién tenía una pintura así en
un pueblo como ese? La obra parecía cara. Estaba plasmada
con grandes pinceladas (por momentos toscas) de un realis-
mo estremecedor.
Sintió que algo respiraba detrás suyo. Se dio vuelta pero
estaba completamente solo, rodeado de oscuridad.
Evadió la vajilla detrás de las puertas acristaladas del mo-
dular. No le interesaban las copas ni las estatuitas de angelitos.
Parecía haber una colección completa de esas cosas.
Una obra lo distrajo de su apatía: mostraba el perfil de una
mujer, de cuello largo y elegante, con fondo sombrío. Lle-
vaba un vestido morado con un cuello con volados; por la
época retratada debía ser contemporánea a la reina del otro
cuadro. Notaba que el lienzo había sido arrancado. ¿Era eso
posible? Algo pendía desgajado desde el cuadro, pero el
lienzo presentaba a la figura. Se acercó para examinar el
misterio. Lo incomodó que el ojo de la dama parecía fijo en
él. Esto ya lo había oído antes: decían que si caminabas sin
quitar la vista de la Gioconda ella te seguía con la mirada. Y

218
de varios cuadros más se decía lo mismo. Bah, que debía ser
una moda, o un recurso.
Entonces se paró más de cerca y comprobó que una capa
exterior del lienzo, o del barniz, estaba desprendido.
La cara de perfil le dio asco. Se le veían todos los dientes,
como si le hubieran arrancado a la modelo la piel de la cara.
¿Quién pintaría un cuadro tan enfermo? Seguro que no al-
guien muy normal.
El realismo en este caso era excelente, como en la obra
anterior.
Le parecía que el hueso descarnado, solo sostenido con
ligamentos, estaba al alcance de la mano. Casi le pare-
cía tridimensional.
Entonces levantó la vista a ese ojo que lo perturbaba, y vio el
párpado que caía súbitamente, escapando de la luz de su
linterna, y luego cómo se levantaba de nuevo y la pupila que
se clavaba en su ojo.

—Che, pará, estamos cerca de la cocina —dijo Ricardo—. Voy


al patio a mear.
—¿No viste el baño? —le preguntó Juanma.
—¿Vos lo viste? —le retrucó su amigo. Como iban juntos de
acá para allá ambos sabían que no se lo habían cruzado.
Juanma esperó en silencio.
La puerta que daba al patio se trababa contra el piso.
Ricardo tiró del picaporte y empujó con el pie para poder salir
de la casa.
El patio era una selva oscura con árboles raquíticos con
ramas como dedos de muerto. Los yuyos habían crecido tan
altos que sobrepasaban su propia estatura.

219
Pero él debía mear porque sentía que se le reventaba la
vejiga. ¿Por qué había cenado tantas papas fritas? Las había
rociado con abundante sal, y por eso había bebido tanto
jugo y ahora…
A la derecha vio un galponcito contra la pared medianera.
No. Por ahí no podría ir. ¿Y si había algún bicho entre los
pastos? Un gato montés, o un armadillo. Peligroso era el
primero, pero si veía el segundo se haría pis de la impresión.
Además una vez en lo de su tío había suelto un gato montés y
la municipalidad había enviado a la policía para que lo cap-
turara. No recordaba cómo había terminado esa historia, pero
le había quedado el recuerdo de las recomendaciones de los
adultos: son animales peligrosos. Okey, mejor por ahí no.
En el límite entre el embaldosado y la tierra había una
cubierta de auto. Podría orinar ahí. El pasto parecía más
achatado por ese lado.
Hacia la izquierda advirtió un lavadero con un techo de
chapa y la pileta casi al aire libre.
Ya fue. Meo ahí y vuelvo a entrar en la casa.
Pero entonces vio a Marisol más allá, contra la pared,
dándole la espalda. No sabía qué hacer. No podía hacer pis
porque la chica lo oiría y se moriría de vergüenza. Además él
no podía orinar si había alguien cerca. Los conductos que
transportaban el pis se cerraban instantáneamente.
Voy a ver qué le pasa.
Se acercó y le pareció que estaba llorando.
Ricardo advirtió el ventarrón que se había levantado. Rá-
fagas enormes sacudían yuyales y árboles. Cuando estuvo a
unos pasos de la chica la llamó por su nombre.
Marisol se dio vuelta.

220
Por suerte no estaba llorando. Estaba seria. Lo miró con ojos
oscuros, arrugó el ceño.
—¡No tenés que estar acá! —le gritó la chica.
—¡Pe-perdón! Yo no…
Se quedó sin palabras. ¿La había sorprendido haciendo algo
indebido? No parecía. Marisol le sostenía la mirada. Él dio un
paso atrás.

Ludmila dejó de tomarse del brazo de Emiliano cuando


descubrieron que el rostro en el espejo era Juanma. El chico se
les había acercado por detrás sin hacer ruido.
—Perdón. No quise asustarlos.
—No pasa nada —respondió Emiliano, que lamentaba no
sentir el contacto de la chica. Ahora deseaba que su amigo
desapareciera nuevamente y los dejara solos.
—¿Qué hacés acá, solo? —preguntó Ludmila. Emiliano cre-
yó oír cierto temperamento en la chica. Ojalá sus deseos no lo
traicionaran y en verdad ella quisiera estar con él. Aunque al
segundo siguiente se dijo que estaba exagerando. Ella no gus-
taba de él.
Siempre se ilusionaba y desilusionaba en un santiamén.
—Estuvimos con Ricardo, por allá —Juanma hizo un gesto
ambiguo con la mano.
—¿Dónde está él? —quiso saber la chica.
—Tranquila, fue a mear. Al patio. No encontramos el baño
por acá.
—Pero si está ahí —Emiliano apuntó la luz de su linterna
contra una pared—. Por acá nomás estaba. Hace un rato lo
vimos.
—Sí —confirmó Ludmila.

221
—Bueno, nosotros nos perdimos. No nos alejamos mu-
cho. ¿Qué es eso?
—El sótano —suspiró Emiliano—. No te acerques. Te po-
dés caer.
—¿Ustedes bajaron?
—¿Vos estás en pedo?
—Bueno… preguntaba. ¿Al menos iluminaron allá abajo a
ver qué hay?
—No, no. —Ludmila negó. No quería meterse en la conver-
sación de los varones. Al menos ahora no sentía tanto miedo al
haber encontrado a otro de ellos.
—Yo me animo —Juanma se acercó.
—No seas boludo —le advirtió su amigo.
Juanma estuvo unos momentos inspeccionando el espacio
que se abría bajo sus pies.
—¿Qué hay? —quiso saber Ludmila. Se moría de curiosidad
por saberlo.
—Nada. Agua, nomás. —Juanma se iluminó la cara desde
debajo como cuando había contado el cuento—. No sean tan
cagones.
—Estacasame…aburre.Cuandonosveamospodríamosirnos.
Emiliano casi había dicho «me asusta». Por suerte había
enmendado su error a tiempo. No quería pasar como un
cobarde frente a Ludmila.
—Sí, eso. Podríamos buscar a los demás e irnos —agregó ella.
—¿Oyeron eso? —Juanma se reunió con los demás y movió
la linterna hacia todos lados—. Alguien viene.

Ellos no lo vieron, no lo podían ver. Iván, solo, se arrastraba


por el piso embaldosado. La linterna que había llevado yacía

222
en un extremo alejado de la habitación. Había volado ahí hacía
un buen rato.
Si los chicos se lo hubieran cruzado, tal vez no lo habrían
reconocido. Tenía el cabello repleto de canas, los ojos resecos,
la boca lívida. La piel de la cara se le había arrugado y pendían
sus mejillas como colgajos.
Le dolían las articulaciones. Se arrastraba apoyando los co-
dos contra el suelo. Las piernas eran apéndices inservibles que
le pesaban y le impedían avanzar. Parecía huir de algo.
Los pedazos de vidrio y escombros se le clavaban en la piel
de los antebrazos. Quería gritar pero no le salía ningún soni-
do. Cada vez que intentaba hacerlo se ahogaba y tenía que
volver a normalizar la respiración.
Una arcada surgió de improviso y lo hizo temblar. Arqueó el
espinazo y apretó la mitad inferior del cuerpo, esa parte que
no le funcionaba, más fuerte contra el piso. Entonces abrió la
boca a un palmo del suelo y vomitó algo sólido. Temía que
fuera un pedazo de intestino. Era morado y vibraba.
Cuando eso terminó de salir de su boca se le llenaron los
ojos de lágrimas. No podía limpiársela. No tenía fuerza en los
brazos para hacerlo.
Solo podía avanzar. Dejar atrás lo que estaba en la oscuridad.
Nada había ya del chico lindo de la escuela. Parecía un
despojo, un esqueleto con piel moviéndose por una extra-
ña artimaña.
Tardó mucho tiempo en avanzar apenas un metro.
Volvió a sentir el retortijón y expulsó un tramo rojo de esa
cosa. Ahora le parecía una madeja de lana revuelta en sus
tripas. ¿Eso era de él? ¿O algo que pasaba a su través?

223
No lo sabía y poco le importaba. Ya no le quedaba mucho
más resuello.

Emiliano tomó a Ludmila de la mano. Fue algo que hizo sin


pensar. Si Juanma los veía, ya vería qué ocurría. Luego ha-
blaría con su amigo.
Y también había otra cuestión. ¿Cómo reaccionaría ella?
Ludmila le apretó la mano más fuerte cuando sintió los
dedos de él.
Tal vez es solo el miedo, se dijo. Seguro que si fuera de día no me
estaría dando la mano.
A veces Emiliano era bastante pesimista.
—Che, ustedes que me preguntaban —dijo Juanma mientras
apuntaba la linterna más allá de la puerta—. Desde acá veo a
tu hermano. Charla con alguien.
—¿Con quién?
—No alcanzo a ver.
—¿Ustedes vieron a Iván?
—No.
—Nosotros tampoco.
Las pisadas se acercaron y dirigieron la luz hacia las es-
caleras. Marisol bajaba con una mano apoyada en la baranda
mientras con la otra sacudía su linterna apagada.
—Esta porquería no tiene más pilas —dijo.
Justo en ese momento entró Ricardo del patio. Estaba pálido,
con las cejas y los labios resaltándole en la cara. Miró con un
gesto duro a sus amigos, y se puso más rígido cuando vio a
Marisol al pie de la escalera.
—¿Qué hacés acá? —casi le gritó.
—Estaba escondida arriba, como todos…

224
—Si vos estabas arriba —exclamó el chico, al tiempo que los
ojos parecían salírsele de las cuencas—, ¿con quién estaba
hablando yo?
Entonces todos se volvieron hacia el cuerpo que los miraba
desde la puerta.

225
226
Lo que muere mientras vivo

o que muere mientras vivo está desangrándose ahí, en


L medio de la sala. Yo sé que cada estertor, gorgoteo salido
de su garganta o suspiro son la última cifra de que lo que
ocurrió era lo que debía ser. Estoy sola acá, esperando que se
abra la puerta y esto de alguna manera termine.
Ya casi no se mueve. Solo respira cada vez más pausada-
mente. Y está bien que sea así.
En realidad esto empezó hace mucho tiempo atrás.
Si Martina hubiese tenido otra predisposición para conmigo.
Pero no. Ella siempre fue la mimada, la última, la maldita. Tal
vez algunos me digan que le tengo rabia, y puede ser cierto. Al
principio estábamos mi vieja y yo. No tuve padre, o en reali-
dad sí, pero se borró y nunca lo conocí. Así que mi madre me
tuvo y me crió sola.
Fueron tiempos difíciles, nunca nos sobró nada. Recuerdo
que íbamos de acá para allá, un tiempo en la casa de una
amiga y otro en la de mi abuela. Saltábamos, no teníamos
lugar fijo, nada.
Casi puedo ver la imagen: una mujer maciza de menos de
treinta años (pero a la que la vida le ha pasado por encima)
con una bebé cachetona envuelta en mantas de lana y escar-
pines comprados en el mercado de pulgas. Subiéndonos al
colectivo para los controles de la niña en el Hospital Penna, o
para terminar una temporada conviviendo en alguna conocida
de mi madre.

227
Fui a escuelas públicas, que quedaban más o menos cerca
del lugar de residencia temporal. Mi madre salía con tipos que
la atosigaban o la defenestraban. Ella se los permitía. Recuerdo
estar jugando con unos autitos en la cocina, sentada en el piso,
mientras de la sala llegaban los gritos y reclamos; el novio en
cuestión la abrazaba por detrás con fuerza y forcejeaban.
Había algunos golpes de puño de ambos. Yo me concentraba
en la línea que separaban las baldosas, las muñecas y los
autitos no debían pasar esa línea. Ponía tal atención para
abstraerme del griterío que a la larga me dolía la cabeza.
El paso del tiempo se medía por los novios que mi madre
tenía. Le costaba estar sola. A veces había remansos en los que
solo éramos nosotras dos, y esas temporadas mi humor cam-
biaba y me iba mejor en la escuela. Pero casi siempre reincidía.
Buscaba hombres que la maltrataban de varias maneras.
Raúl fue uno bastante bueno. Nunca le pegó estando yo
presente. El tema es que la embarazó y se fue. Un día, con
ocho años de edad, me desperté con el ataque de nervios de
mi madre, quien lloraba ruidosamente frente al pedazo de
papel en el que el tipo le comunicaba su deserción. Nos ve-
mos, hasta pronto.
Durante la gestación se volvió más huraña. Cuando re-
gresaba de la escuela prefería encerrarme en mi habitación
antes que estar en donde estaba ella; si me veía, me empezaba
a dar órdenes.
A veces irrumpía en mi habitación, la mirada perdida,
hediendo a alcohol, paseaba la vista por los muebles, me
descubría tirada en la cama, haciendo tarea, o peinando a una
de mis muñecas, se acercaba con pasos cortitos y me pegaba
con el cinto en todo el cuerpo.

228
«¡Portate bien! ¡Portate bien!», gritaba, eufórica. No sé a
quién le hablaba.
Yo no veía la hora de poder irme de casa. Soñaba con ser
grande, trabajar y poder mantenerme. Mi idea era estar lejos
de todos los que me hacían mal. Empezar de cero. No ne-
cesitaba a nadie junto a mí para ser feliz.
Salió con algunos más hasta que nació mi hermanita. Nahuel
se quedaba a dormir en casa, y cuando todos cenábamos
juntos, él controlaba qué se veía en la televisión. Yo miraba en
silencio a mi madre, que estaba extasiada, enternecida y
sonriente acariciando con sus ojos al desagradable que se
sentaba al extremo de la mesa y reclamaba su plato de comida.
Él se acomodaba en la silla, con varios botones de la camisa
desabrochados, flaco como un palo, tomaba el control remoto
y no quitaba la vista de la pantalla en ningún momento. Por
dentro me moría de bronca contra mi madre, que lo dejaba
hacer a sus anchas.
En fin, hasta que hasta que nació Martina estábamos las dos
solas. Y fuimos tres de ahí en adelante.
Yo me fugaba de casa cuando mamá se ponía insoportable y
la bebé se encargaba de soportarla. Fumaba en la plaza con
amigas o me rateaba. Solía llevarme dos o tres materias que
sacaba entre diciembre y marzo.
A partir de los quince sí que la hacía buena; salía de noche
con Mica, nos emborrachábamos en su casa e íbamos a bailar
al boliche. Nunca nos pedían documento y pasábamos con
otras mujeres más grandes.
En una fiesta de cumpleaños en la casa de una compañera
de trabajo lo conocí. Esa noche fue la primera vez que me
emborraché hasta el punto de perder el conocimiento. Nunca

229
antes había mezclado tantas bebidas: cerveza, ron, fernet y
tequila. Vomité, de costado, tirada en el piso, sobre el pelo que
tenía muy largo. Era consciente de lo que ocurría pero no
podía hacer otra cosa. Se festejaba que habíamos entrado a
trabajar a una fábrica de pelucas, otra chica y yo. Los
compañeros habían hecho la joda y así les agradecía. Desperté
unas horas después, me lavé y fui a mi casa.
Yo lo había visto a Enzo y me había gustado, pero no supe
que se había fijado en mí. Mal comienzo: le había gustado,
pero mi ímpetu no le agradó. Varios meses después, ya com-
pañeros en la fábrica, y viendo que no era tan desastrosa como
me había mostrado en esa fiesta, se animó a invitarme a cenar.
Seguía por ese entonces viviendo con mi madre. Martina
tenía doce años. Ella usaba la ropa que heredaba de mí. Cual-
quier accesorio, o el calzado mismo, que ahora le pertenecía,
antes había sido utilizado por mí. No sabía que me miraba con
ojos envidiosos.
Yo las dejé en la casa en que vivían y decidí irme a vivir con
Enzo. Si bien en el noviazgo habían existido señales, yo no las
había querido ver. Un pequeño pellizco en el brazo cuando
aparecía un cantante pop en la tele (bromeando me decía «Te
gusta, eh»), o una palmada en la cara cuando no le agradaba
algo que yo decía…
Lo amaba. No podía vivir sin él. Se generó una dependencia
que nunca antes había sentido. Con Enzo cerca sentía que
podía concretar mis planes. Vi en el horizonte la posibilidad
de conocer otros lugares, la vida se me presentaba abierta a la
aventura. Ambos vivíamos del sueldo que la fábrica nos pro-
porcionaba. Alquilábamos un departamento modesto y pulcro
lejos del centro de la ciudad.

230
La fábrica, tiempo después, cerró.
Se hicieron más pronunciadas las rencillas. Si antes un
pellizco o una palabra malintencionada ocurrían cada tanto,
entonces en esa época las trompadas aparecieron con fre-
cuencia. Al principio él golpeaba la pared, o el televisor, pero
cuando se hartaba de mis recriminaciones me encaraba y me
acostaba en el sillón o en la cama.
A veces me forzaba cuando estaba caída.
Yo no me quedaba atrás. Mi temperamento se oscurecía y
veía todo difícil. La relación seguía, aunque a los tumbos;
vislumbraba, y esperaba que esas esperanzas no fueran vanas,
que tarde o temprano saldríamos adelante.
Lo que no me imaginaba era que alguien miraba con ojos
envidiosos a mi vida.
Enzo había conseguido trabajo en un bar, como ayudante de
cocina. Llegaba tarde, bastante después del horario de cierre, y
a veces con notable olor a alcohol.
—¿Qué hay para cenar? —irrumpió una noche en el de-
partamento. Usualmente ni saludaba cuando entraba.
—Hice pollo relleno —saqué del horno la bandeja cubierta
con papel metálico.
Puso cara rara.
—¿Le pusiste manzana? —dijo luego de destapar la bandeja.
—Sí. Es agridulce. Pensé que te…
La trompada me calló al instante.
Subrepticiamente me tomó del pelo y me sumergió la cara
en la comida.
No podía respirar, más el shock de toda la situación hizo
que casi me desvaneciera. Me dejó resollando, sentada en una
silla. Fui al baño a limpiarme.

231
Cuando era más chica había aprendido a tejer. Llenaba las
horas vacías con esa actividad. Es ideal cuando una no quiere
pensar. El movimiento mecánico, repetitivo, hacía que me
concentrara en lo que mis manos hacían y me olvidaba de
todo. A veces me veía como una esposa devota esperando a
que mi marido regresara del trabajo. Yo seguía sin poder
encontrar alguna actividad que me ayudara a aportar al hogar,
pero al menos me entretenía. A veces me encargaban una
bufanda para el invierno, alguna conocida, pero no podía
hacer una diferencia real en nuestros ingresos.
Luego del incidente Enzo se mostró cariñoso como siempre.
Esa época la recuerdo en una imagen con colores cálidos: el
atardecer se abre la puerta de la cocina, entra él luego de la
jornada laboral, me abraza (yo estoy de espaldas a la puerta,
tejiendo), me aprieta fuerte entre sus brazos y me besa. Luego
continúo con la labor. En esos momentos sentía que todo
estaba marchando bien.
Pero los ingresos magros no nos permitían relajarnos. Yo
había deshecho algunos pulóveres viejos para tener con qué
tejer. Ya le había pedido plata para comprar lana y eso había
elevado algunas quejas o miradas fastidiadas que prefería
evitar. Entonces trataba de no generar más gastos.
Probé cocinar para afuera. Eso me dio algunos visos de
progreso. Después de todo, no me quería quedar con la idea
de resignarme. Éramos jóvenes, no había motivo para no in-
tentar salir adelante. La esperanza es lo último que se pierde,
¿no?
Hacía tortas que vendía a buen precio en una rotisería
cercana. Tuve un aceptable éxito. Poco a poco comenzó a

232
tornarse un emprendimiento interesante. Disponía de dinero
para mis gastos, ayudaba en la economía del hogar.
Mamá y Martina venían de vez en cuando a casa. Mi
hermana no solía acercarse mucho a casa, lo que supuse una
fase en su búsqueda adolescente. La verdad es que yo no
había sido la hermana mayor ideal; muchas veces la había
dejado de lado, concentrándome en mi propia historia.
Con mamá charlábamos y tomábamos mate. La atendía sin
dejar de prestarle atención al horno. Por ese entonces el trabajo
era constante y ya podía sentir que estaba gestionando mi
propia pyme.
La noté cansada. Limpiaba unas oficinas y Martina no ayu-
daba en mucho. Estaba en una etapa rebelde en que no hacía
caso. Ella temía un poco por su pequeña. Cada tanto nos
enterábamos que una mujer joven había sido asesinada y los
medios se convulsionaban un poco. La sociedad bullía un
tiempo por esos casos hasta que las aguas se aquietaban o
una nueva víctima llenaba las pantallas o las discusiones en
la calle.
Le dije que hablaría con mi hermana ni bien tuviera la
oportunidad.
Cuando Enzo llegó mi madre se estaba yendo. Intercam-
biaron un saludo escueto; lo noté raro. Ni bien estuvimos solos
se me abalanzó. Fue una vorágine que compartimos, una
premura que nos deshacía. Yo lo dejaba hacer y disfrutaba de
su impulso. Terminamos echados sobre el sillón, sin siquiera
terminar de quitarnos la ropa.
Al día siguiente desayunamos juntos. Hacía mucho que no
ocurría eso.
Esto se tendría que volver más frecuente, me dije.

233
Enzo no era muy comunicativo, pero disfrutar de ese rato
nos proporcionaba nuevas perspectivas. Algo afloraba en la
relación. De a poco se afianzaba una manera de estar con el
otro, un cariño que se traslucía en pequeños gestos: una
mirada, una palabra. Sentía como un nuevo despertar.
Martina comenzó a venir más seguido. Se había convertido en
una jovencita alta y petulante, demasiado charlatana para mi
gusto, y me acompañaba algunas tardes a hornear o decorar las
tortas. La mayoría del tiempo, ella prefería ver televisión o
contestar chats con el celular. Si le llamaba la atención, pe-
leándola en broma, ella bajaba la vista y se ponía colorada.
—Callate —decía y era una manera de zanjar la cuestión.
Nunca quería soltar prenda. No me quería decir con quiénes
se comunicaba (a esa altura era obvio que se escribía con más
de un muchacho). Solo una vez tiró un nombre, «Antonio»,
como para que yo dejara de importunarla.
Venía a la tarde y me cebaba mates mientras yo veía la tele.
A veces horneábamos juntas alguna torta y luego me acom-
pañaba a hacer compras. Luego ella hacía la tarea en la mesa
de la cocina.
Cuando Enzo regresaba del trabajo la acompañaba a su casa
o a tomar el colectivo y yo decoraba lo que entregaría al día
siguiente. Pocas veces se quedaba a cenar con nosotros. Él me
hacía caras cuando mi hermana pasaba demasiadas horas en
casa, y por eso tomé la determinación de sugerirle que se fuera
temprano.
Nuevos casos sacudían a la ciudad. El caso de la chica del
video, Micaela se llamaba, conmocionó a todo el mundo.
Al principio fue la desaparición. Sin cuerpo no se apaga la
memoria; se encienden las alertas por quien no se ve. La

234
madre en los medios, los discursos del intendente y el jefe de
seguridad de la comuna, el llanto del padre, el tío y las primas
marchando. Todo eso era el clima real, la ebullición de los
comentarios. Solo se hablaba del caso.
Luego alguien colgó el video en una página de la internet
profunda y fue borrado casi enseguida. Algunas personas se
jactaban de haberlo visto. Si se los enfrentaba, se desdecían;
era delito poseer o ver una película de esas características.
¿De qué trataba la filmación? Era un mediometraje de casi
media hora, según sostenían voces anónimas, en donde se
violaba, torturaba y asesinaba a la pequeña Micaela, una nena
de diez años. En la jerga de esos psicópatas ese tipo de films se
denominaban snuff. Lo que circuló, según otros, eran apenas
once segundos en donde se veía a la nena desnuda en una
cama, atada…
Los detractores decían que no era posible, que el snuff era
parte de las leyendas urbanas. Nadie nunca había visto eso.
Si se los enfrentaba, los testigos callaban.
Sea como fuere, había alguien que faltaba. Una chica que ya
no merendaba en su casa por las tardes. Una ausencia,alguien
a quien no se besaba por las noches. Un cuerpo que no se
abrazaba y cubría con las frazadas deseándole dulces sueños.
Para una familia ya no había dulces sueños posibles. No había
sueños. Se los habían arrancado.
El cadáver apareció cuarenta y dos días después. En un
solar, cerca de una cañería, a la intemperie, presentaba pico-
tazos. La ropa casi deshecha.
Los oficiales que trabajaron dijeron que el olor los des-
componía.

235
Yo me ponía nerviosa y le daba todo tipo de recomen-
daciones a mi hermana menor.
Por supuesto, adherí a la concientización de otras mujeres
acerca de la violencia de la que eran víctimas. Me costaba ver-
lo en mí. Cómo no hacerlo. Cómo no ver lo que Enzo operaba
en mí.
Al principio le molestaba que usara faldas. Que otros
podrían desearme. Que yo lo iba a dejar por alguno de esos
«otros». Que no me maquillara. Dejó de gustarle que yo
bebiera. Qué tonto, si me había conocido así.
Al menos me hacía sentir deseada. No sé si pensaba en mí
(ahora lo pienso así) pero teníamos sexo. Dos cuerpos cho-
cando ante la indiferencia del mundo. Me penetraba y yo
cerraba los ojos mientras apretaba los labios para no gritar y
me decía a mí misma que eso era amor. Alguna lágrima caía.
Me era indiferente. Solo era agua. Nada importante. En cual-
quier momento me descubría llorando.
El caso de Paulina Iurson fue muy conocido. La chica había
desaparecido y su imagen copó todas las pantallas. En los
celulares, los televisores, hasta en las boletas del agua aparecía
su cara. La encontraron en un bosque cercano a su casa. Los
rumores señalaban a políticos encumbrados, policías impor-
tantes. Se hablaba de venganza narco. Pero el crimen quedó
impune, como siempre sucede en este país.
Y Martina salía sola, de noche, rumbo a su casa.
Yo le decía que se cuidara. Ella se reía de mí y me ignoraba.
Pero ¿a dónde van estos desvaríos? Porque es raro lo que se
me viene a la mente mientas estoy acá, esperando, y lo que
dejé más allá respira suave sobre el piso manchado.

236
Una vida a veces es solo retazos de momentos, situaciones
que en el recuerdo no tienen hilación una con otra. Debo
seguir pensando. Es lo único que me permite seguir. Con-
tarme mi historia.
¿Qué podía esperar, entonces, de mi pareja? Una tarde
surgió en mí la certeza, y buscar el método solo confirmó lo
que ya sabía. Estaba embarazada.
Al principio Enzo lo tomó mal. Lo dejé helado con la noticia.
La andanada de golpes, en medio de las imprecaciones, me
fracturó la mano izquierda. Nos sobrepusimos. Nos sepa-
ramos unas semanas (yo me fui con mi madre pero él vino
todos los días a hablar) y al final regresé a casa. Era adonde
tenía que estar.
El nacimiento de Sofía no mejoró la relación que tenía con
Enzo. Solo nos tornamos más irascibles. Pelea tras pelea, fui-
mos volviéndonos más duros. El nivel de los insultos y las
recriminaciones fue elevándose.
Hasta que en un momento me lo dijo. Lo escupió con odio,
con rabia en los ojos.
—Martina está embarazada —dijo el maldito—. Vamos a
tener un bebé.
No entendí. ¿Por qué decía «vamos»? ¿Se refería a la fa-
milia? Y entonces recordé las salidas nocturnas juntos, cuando
él la acompañaba a tomar el colectivo o hasta su casa, las
miradas con sorna de mi hermana menor y el desprecio en el
trato de mi pareja. La excusa por la inseguridad reinante era el
discurso que me habían endilgado para que pudieran estar
juntos. Una chica sola no iba a salir de noche…
Sofía no tenía más que un par de semanas y yo estaba
transitando un período de estrés posparto.

237
Se me ocurrió una historia. Es muy extraño como la mente
enciende algo y luego lo apaga para siempre. Una chica está
planchando, y reniega porque tiene que cuidar a su hermana
pequeña, una bebé recién nacida. En realidad está caliente, se
masturba pensando en el compañero de curso que es una
larva total, un malviviente adolescente, sucio, pervertido,
contestatario, que no le daría bola nunca. Ella se masturba y
salpica los fluidos sobre la plancha caliente. La bebé llora y
ella imagina que la pequeña tiene la culpa de su deses-
peración. Entonces planea quemarla hasta dejarla sin vida. Un
bebé carbonizado es una buena venganza contra su propia
madre, que la dejó haciendo tareas domésticas en vez de darle
libertad para… para…
Nunca iba a escribir esa historia. Pero eso cruzó por mi
mente cuando Enzo me habló.
La vista se me nubló. Fui a la cocina. Él vino detrás mío.
Pensó que estaba decaída, que había venido a sacar una torta
del horno. Me tomó de los hombros. Pude sentir su aliento a
vino.
—Mi vida —dijo. Nunca le oí pronunciar nada más.
Yo estaba apoyada en la mesada. Tomé una cuchilla y me
volví. Se la clavé entre el hombro y el cuello. Luego se la
ensarté en el estómago, justo donde termina la caja torácica.
Se tambaleó. Me miraba con ojos sorprendidos mientras
daba pasos cortos, sin despegar los pies del suelo. Se inclinó
un poco y de su boca salió sangre.
Lo empujé hasta la sala. Cayó boca arriba.
Fui hasta la cuna y miré a mi hija. No la reconocí. ¿Qué hacía
esa personita ahí? ¿Yo la había traído a sufrir a este mundo?

238
Le corté el cuello. Casi se desprende la cabeza del resto del
cuerpo.
Regresé junto al cuerpo de Enzo. La hoja golpeó contra una
costilla y resbaló. Volví a clavar y a cortar. Abrí el abdomen
con esfuerzo. Quité varios órganos que no tenía ni idea qué
eran. Muchos metros de intestinos terminaron de manera
desordenada junto al cadáver. Yo estaba empapada en un
líquido rojo.
Busqué a mi hija y la deposité dentro del cuerpo abierto de
él. Si tanto le gustaba tener hijos, y por eso embarazaba a dos
mujeres al mismo tiempo, que tuviera en su vientre el fruto de
la desidia. Así sentiría lo que era llevar un cuerpo dentro.
Estoy cansada y confundida.
Lo que se retuerce buscando aire en medio de la sala, me
anoticia que no hice bien mi trabajo. Algo se mueve y lucha
por subsistir.
Yo no le hago caso.
Me pongo de pie y observo con humildad, lo que hice.

239
240
El pequeño dios ahogado

l primero que lo vio fue Pablo Celiano. Estaba des-


E cansando a la orilla del arroyo, en unas reposeras con su
familia, sus nenes se bañaban unos metros más allá y él por
algún motivo se internó entre los altos pastos de la orilla. El
cuerpo estaba flotando, henchido de agua, blanco azulino, sin
ojos ni labios.
Se echó hacia atrás y cayó de culo sobre la orilla pedregosa.
Su esposa lo miró preocupada.
—¡Pablo! —le chistó sorprendida. Las voces de sus hijos so-
naban más allá—. ¿Qué te pasa?
—Hay un nene muerto —dijo él.
Sacaron a sus hijos del agua. Alguien vio la conmoción y se
acercó. Al rato había varios veraneantes. Pronto se llenó de
curiosos.
Defensa civil y la policía llegaron varios minutos después.

Tamara era alta y solía vestir de negro. La gente murmuraba


acerca de ella. Se delineaba los ojos de negro, sus labios
oscuros se ensanchaban en una sonrisa cuando me veía.
Llevábamos dos años de novios.
Al principio no era una chica dark. En un pueblo pequeño
no está bien visto usar remeras de bandas de rock. La gente lo
asocia con la delincuencia. Como si los ladrones o abusadores
no fueran los que usan jeans y camisas, usan el pelo corto y
rezan a menudo. Clichés de pueblo. Gente ignorante. Tamara

241
se teñía de azul o rosa y los que la conocíamos la queríamos.
Escuchábamos Raimundos o Ramones, incluso Sepultura. El
rock que pasaba por nuestras vidas era bastante ecléctico.
Todo lo que llegaba a nuestras manos y sonaba a distorsión
era bienvenido. La chatura de la comunidad, las tardes en que
nos fastidiábamos como ostras sin nada para hacer nos
impulsaban hacia abajo, a no tener horizontes. Con el grupo
nos sentíamos contenidos, nos tildaban de «raros» pero no
pasaba de ahí. La gente solía ser respetuosa.
Cuando la conocí tenía quince años y el pelo verde. Al poco
tiempo se hizo el primer piercing. Fue una revolución. Ella
estaba en la onda. Las chicas que la envidiaban hablaban
pestes de ella porque no podían ser como Tamara. Decían que
era puta, que se encamaba con todos sus amigos. Eso era una
mentira rotunda.
Solo nos juntábamos a escuchar música y hablar de cosas de
adolescentes. Tenía una tía en Buenos Aires que le enviaba
lentes de contacto de colores. Se pintaba las uñas de violeta.
Para la comunidad, era una transgresora.
Siempre fue una chica de gustos sencillos y de buen cora-
zón. Tenía una hermanita que la adoraba, y el sentímiento
era mutuo.
Yo era un joven delgado, de pelo hasta los hombros, amable
y abstemio. Solo usaba remeras negras y brazaletes con tachas.
Nuestra amistad fue evolucionando hasta que la atracción
hizo que nos pusiéramos de novios. Teníamos veinte años.

La gente se congregó a la orilla del arroyo y las autoridades


tuvieron que abrir un corredor para que se pudiera extraer el
cuerpo.

242
Terminó en una sala del hospital municipal, que por
supuesto no contaba con morgue. Lo raro era que nadie sabía
quién era el pequeño occiso. En el pueblo no faltaba nadie, y
de los veraneantes no había salido ninguna denuncia ma-
nifestando la desaparición.
Sea como fuere, el cuerpo fue arrebatado del encierro oficial.
Alguien lo robó y apareció doce días después en una casucha
de cemento, al costado de la ruta, en la salida del pueblo. El
lugar estaba cubierto de tela verde. Diversas banderas o
pañuelos que la gente dejaba por ahí señalaban el lugar del
descanso. Cuando la policía fue a retirarlo fue corrida a
pedradas por los lugareños. Dentro, la tapera estaba llena de
velas. En una fuente de piedra con muy poca agua el cuerpo se
encontraba rígido, opaco. En el piso de tierra estaban impresas
innumerables huellas. La gente dejaba mensajes, frases, hasta
el punto que en las paredes había adheridos muchos pedazos
de papel doblado.
Todo el tiempo se veía gente rezando en silencio, las manos
apretadas con fuerza contra la frente. La mayoría eran viejas.

La primera vez para ambos fue un caos. Nos divertimos más


de lo que disfrutamos. Como era invierno yo tenía un pulóver
verde que me había tejido mi abuela. Cuando nos desnu-
damos Tamara me pidió que tapara el velador con algo, que
había mucha luz. Yo tiré el pulóver sobre la pantalla y nos
abocamos a amarnos. Luego, cansados y felices, sudorosos,
nos pusimos a charlar. Tan entretenidos estábamos que no
advertimos el humo que salía del velador. Cuando saqué el
pulóver la lana sintética se había adherido al foco. El peso de
la prenda había ladeado la pantalla de plástico, que se había

243
fundido rodeando la fuente de luz y calor. Tuve que tirar el
pulóver sin que mi familia se enterara. Solo mi hermano
mayor sospechaba que el destino de la prenda me ator-
mentaba, porque no paraba de preguntarme, ante mi evidente
incomodidad, en cada almuerzo familiar, «¿Dónde está el
pulóver verde que te tejió la abuela, eh? ¿Dónde?».
La penetración había abierto en mi mente (y en la conciencia
de mi novia) una nueva manera de entender el mundo. Fui-
mos muy cercanos, la dulzura y el placer eran nuestros.
La segunda vez que lo hicimos, una siesta en que mis padres
habían salido, ella se puso en cuatro patas y durante el clímax
se volvió apenas hacia mí y dijo:
—Mordeme.
No entendí y le pregunté qué había dicho.
—Que me muerdas. ¡Dale!
Mis dientes pellizcaron con suavidad el hombro y ella gimió.
Envalentonado, clavé con fuerza y tironeé. Tembló de una
manera tal, presa de la fascinación, que comprendí que ese era
el camino que a ella le gustaba.
Al poco tiempo comenzó a tatuarse.

Cada tres o cuatro días, decían, el ahogado se incorporaba.


Rodaba poco a poco, un vaivén apenas perceptible se apo-
deraba del cuerpo. Parecía como si manos invisibles lo
zarandearan. Los dedos ya no tenían huellas dactilares, estaban
emborronadas por el constante contacto con la humedad.
Las primeras veces quedaba de costado, la boca se le abría y
caía un chorro de agua breve del fondo del arroyo y se oía un
gorgoteo.
En el murmullo cada uno decía entender algo distinto.

244
La primera vez fue un zumbido, dicen. Y el cuerpo volvió a
la posición original, panza arriba.
Las velas de las paredes decoraban con su luz el ambiente.
Alguien dejó una imagen de porcelana de San Lamuerte en un
rincón y fue trompeado hasta que logró huir. La imagen
profana desapareció enseguida.
Pasaron varios días hasta que de vuelta esa convulsión,
venida desde quién sabía dónde, se manifestó en el santuario.
Los dedos se le crisparon como estimulados por una corriente
eléctrica. Se volvieron a relajar. Luego volvieron a cerrarse. Así
varias veces. Esto se tornó más frecuente. Luego el vaivén
referido por los testigos, como si lo empujaran de uno y otro
lado. Los escépticos decían que seguro había tanzas en el
lugar, y movían el cuerpo buscando espectacularidad. Pero un
rápido vistazo permitía ver que ahí no había poleas ni nada.
No había tramoya posible.

La tinta penetra en la piel y se esparce. Un manchón que ya


no es un manchón. Algo negro coagula bajo la superficie y se
afianza. Luego aparece algo similar al lado. La materia se
toca. Forma una soga, una unidad de eslabones que se co-
nectan. Pienso en el hielo de un lago congelado. Bajo ese
vidrio helado un pulpo tiende sus tentáculos hacia el que
está a su lado. Y este hacia el que está junto a él. Así puede
replicarse esta imagen cuantas veces sea necesario. Si nos
paramos sobre el hielo y miramos bajo nuestros pies, vemos
la forma oscura. Una trama se forma. Necesitamos alejar la
mirada y vemos el dibujo.
Acompañé a Tamara al tatuador. Viajamos en micro hasta
Bahía Blanca; en Tornquist no había artistas de ese tipo. Pase-

245
amos por el centro, comimos hamburguesas en McDonald´s
y a las cuatro de la tarde nos presentamos en el local del tipo.
Quedaba en la Galería Americana; se llamaba Osco. Había
que bajar unos cuantos peldaños hasta encontrar el local.
Ella le había llevado el diseño en una hoja.
Era un dragón alado que se enroscaba sobre sí mismo. No
era una gran dibujante y el tatuador miró la hoja, asintiendo.
—Está bueno. O tal vez podríamos hacer algo así.
En pocos minutos él le presentó una variante a su diseño: dos
serpientes entrelazadas. A ella le encantó y aplaudió la idea.
—Me re gusta. Acá, en el antebrazo.
Esa fue la primera marca. El mojón que indicaba el inicio de
una travesía que no tenía derrotero visible.
Las serpientes fueron plasmadas en violeta y verde. Al
principio hubo que aprender los cuidados: lavar con jabón
neutro, aplicar crema.
Las escamas me estremecían. Se las besaba suavemente
cuando hacíamos el amor.

Rolando Esteban tenía la imprenta del pueblo. Él se encargaba


de los diseños, de tratar con los proveedores y cerrar trato con
los comerciantes de la localidad. Todos los talonarios de
facturación se hacían en su local. Tenía a su cargo a dos emple-
ados: Miguel Castañeda, un hombre cuarentón, padre de dos
criaturas, y María Alexandrovna, una veinteañera dispuesta a
aprender las artes del oficio.
Rolando fue una de las primeras personas en ver la veta. ¿El
ojo encuentra el resquicio y ve, o es el resquicio que llama con
un lenguaje particular al ojo curioso? Sea como fuere, el olfato
para los negocios que él tenía era insuperable.

246
Bajó de internet fotos del pequeño Aydan Kurdi, un niño
sirio ahogado en las playas de Turquía. Por fortuna había
buen material en la red. Tomó esa imagen pero luego de
varios minutos se dijo que no le servía. Luego tomó una foto
de un Buda acostado, sacada de algunos templos de Tailandia.
Ese podría servir. ¿Por qué mostrar la imagen heroica de pie?
Borró la cabeza y la puso de perfil, como enfrentado al techo.
Puso varios filtros a la imagen y le agregó algunos detalles
preestablecidos del programa: agua, unos juncos que vecto-
rizó. Ahora necesitaba unabuen aura. Listo. Delineó rayos
como los que aparecían detrás de la Virgen de Fátima. Coloreó
la boca y los ojos: pozos negros con unos retoques de brillo
profundo, misterioso. Puso la frase «Nene ahogado» en un
friso sostenido por columnas dóricas. Le agregó un mate del
lado izquierdo y una tranquera del derecho. Y una pequeña,
casi imperceptible herradura en el piso. Quedaba desor-
denada: un poco de agua, como si el niño descansara sobre un
charco… Pero así estaba bien. A la gente le encantaría.
Multiplicó la imagen en una hoja A3 y se dirigió a María,
que estaba en el taller.
—Mari, fijate en esa compu. Mandalo a imprimir.
Se sumergió en su oficina. Se echó hacia atrás en la silla
contento, con una sonrisa esperanzada y las manos en la nuca.
Con las ventas podría invitar a Fernanda, su vecina, a hacerse
una escapada a las termas de Carhué. Si la muy zorra cediera
un poquito…
Al rato entró María.
—Roli, te olvidaste algo.
—¿Qué? —preguntó, desesperanzado.
—Las estampitas. Les faltaría una oración atrás.

247
—No importa —dijo Rolando, y la sonrisa apareció más an-
cha y confiada que antes—. La gente la va a llevar igual. La
historia del pibe se va a ir para arriba como pedo de buzo.

Cuando el cuerpo se movió por segunda vez no los tomó por


sorpresa. Entre dos hombres, Chicho Cisterna y Pedrito
Alvarado, lo tomaron de los hombros y lo colocaron de costado.
Temían que se cayera de la fuente y diera contra el piso, aunque
los movimientos eran en el mismo lugar y el riesgo de
desbarrancarse era nulo.
Cuando comenzó el temblor una mosca que curioseaba en la
cuenca vacía del ojo izquierdo levantó vuelo. Chicho se paró
adelante y llamó a Pedro para que se colocara detrás.
Contuvieron al nene y lo pusieron de costado. De su boca
rezumó una baba amarillenta y sintieron el hedor de pescado
podrido. Los dientes sin labios se separaron una única vez.
—Jjjjsssiiinnaaaa.
Algunos oyeron otra cosa. Matilde Cruz, una anciana de la
localidad, dijo que el muchachito había pronunciado «enfer-
mería» en un vagido, y que debían llevarlo urgente al hospital.
Los demás protestaron y no tuvieron en cuenta el pedido.
Luego volvieron a colocarlo en la posición anterior, la cara
enfrentando al techo, el estómago hinchado como una bolsa.
Hugo Querellar admitió que a él le parecía que había dicho
«bocina». Debatieron a qué bocina se podría haber referido, y
por ahí alguien dijo:
—Tal vez habla de los bomberos.
Cuando ocurría un incendio o cualquier otro siniestro, la
sirena de la estación de los bomberos de Tornquist sonaba y
los voluntarios debían acudir. Se dijeron que tal vez Hugo

248
tuviera razón: en vez de «sirena» había dicho «bocina»… Eso
solo podía significar una cosa: el nene predecía catástrofes. Se
aprestaron para lo peor. Esperaron que la sirena sonara pero
nada ocurrió.
Tres días más tarde falleció una mujer del pueblo, Josefina
Fernández. Mató a su esposo de un escopetazo luego de una
discusión y se ahorcó de una viga de madera en el comedor de
su domicilio. Ya no había dudas. El pequeño ahogado mu-
sitaba hechos desgraciados.

A veces a la hora de la siesta salíamos al patio y charlábamos


bajo la sombra del alero. Mi abuela nos invitaba a comer
ñoquis o sorrentinos, y los tres nos llevábamos sillas plegables
y descansábamos mientras oíamos zumbar a las moscas.
Tamara adoraba a mi abuela, y entre ellas la conexión era
muy buena. Para ese entonces ella tenía los brazos com-
pletamente entintados: rosas que surgían desde el centro de sí
mismas como un big bang epidérmico, o arabescos infinitos,
hojas de vegetaciones exuberantes que se entretejían por todos
lados.
Recuerdo que a veces se levantaba de la silla, en mitad de la
charla, se acercaba hasta un rosal y arrancaba una flor; luego
se la colocaba sobre la oreja y nos sonreía. Tanto mi abuela
como yo le devolvíamos la sonrisa, extasiados. No había ma-
nera de no caer presos de esos ojos delineados a lo Amy
Winehouse, con furiosos trazos de maquillaje.
Luego se acercaba, girando la flor en su mano, se volvía a
sentar y continuábamos la charla, contenidos con la dulzura
de su gesto y el calor feroz de la tarde.

249
El intendente intentó sacar provecho de la situación. Se acercó
al lugar apadrinado por el comisario local. Cuando el auto
frenó en la banquina se elevó una nube de polvo reseco. Era
una oportunidad impagable. Era conveniente que muchos
votantes vieran a su representante conmovido por los mi-
lagros vernáculos.
Un nene vendía estampitas en la puerta. El intendente le
sonrió y le sacó una sin pagar. Solo le palmeó la cabeza.
El comisario bamboleaba su gigantesco abdomen y se aco-
modaba el cinto. Detrás de los anteojos oscuros, cuando
ingresaron al lugar, sus ojos curiosearon con desesperación.
El olor a cera de velas era muy fuerte. Algunas personas
rezaban suavemente.
Chicho y Pedrito se sintieron incómodos. No sabían si echar
al ventajero o quedarse en el molde. El arma del oficial, bien
guardada en su funda, los decidió por esto último.
Una señora reconoció al intendente y se le sentó al lado.
—Es un chico santo —dijo—. Es nuestro.
Esa palabra retintineaba en la cabeza del intendente. Nues-
tro significaba que la localidad lo podría explotar. Tal vez
hacer un santuario más grande, con paredes de ladrillos, piso
de baldosas, luz eléctrica. Un cartel luminoso en el cruce con la
ruta 33, en el ingreso al pueblo, en donde se leyera: «Hogar del
niño ahogado».
El intendente dedicó un gesto aquiescente a la señora y
decidió hablar con quien estaba a cargo. Ni Chicho ni Pedrito
supieron decirle. Ellos estaban. Nadie los había puesto ahí.
—Es el pueblo el que elige —manifestó la anciana, desde su
sitio, con profundo tenor encíclico.

250
El intendente no comprendió si la vieja lo estaba amena-
zando frente a las próximas elecciones, o si se refería al lugar
que ocupaban los actuantes en esa farsa pueblerina. Se dedicó
a inspeccionar el lugar (sin que nadie lo notara) buscando la
trampa. No la encontró. Al rato se cansó y le hizo una seña al
comisario desde el umbral. Antes de irse le dedicó una sonrisa
ancha a los presentes.
—Hasta pronto —dijo.

Llegaron de Saavedra, Colonia San Martín, Pigüé, Dufaur,


Paso Landei, Cacique Otchén, Sierra y Villa de la Ventana,
Bahía Blanca, hasta de Guatraché y Villa Iris. Las combis
paraban en la plaza del pueblo, hacían un recorrido turístico
por el lago de los patos y los llevaban a almorzar. La siguiente
parada era el santuario propiamente dicho. La gente compraba
estampitas, pañuelos, hasta carnada para la pesca.
A diferencia del Gauchito Gil, otro santo popular, que se
caracterizaba por el color rojo de sus santuarios, el tono del
nene ahogado era el verde oliva. Pañuelos, lazos y banderas
ondeaban a la vera de la ruta y señalaban el final de la
peregrinación.
La gente rezaba y tomaba alcohol. Eran infaltables los pues-
tos de choripanes y papas fritas.
Llegaron canales de televisión de Buenos Aires para filmar
un documental, pero los lugareños se complotaron para no
hablar. Era su orgullo, su propio ahogado. Si contaban su
historia lo podrían perder. La tele vulgariza, tergiversa todo.
Si los porteños querían un ahogado propio, podían echar
mano de algún pibe caído al riachuelo o que hubiera sido
víctima de gatillo fácil.

251
El pibe nunca tuvo nombre. Se buscaron imponer algunos:
«Ariel», o «Francisquito», pero no prendieron entre la gente. El
pueblo es sabio. Era el nene ahogado, a secas.

El tornado llegó de manera inesperada. Avanzó desde el oeste,


una minúscula nube gris en lontananza que se hacía más
grande a medida que pasaban los minutos. Tardó dos horas en
llegar al pueblo.
Arrancó chapas de los galpones del ferrocarril, árboles de la
plaza. Hasta apareció un perro muerto sobre el techo de la
iglesia, supuestamente depositado ahí por el viento.
La gente se encerró en sus casas y contemplaron el azote gris
de la tierra y las ramas y las piedras contra sus viviendas.
En el límite norte del pueblo el viento amainó y la tierra del
cielo se abrió. El santuario del chico ahogado quedó eximido
de la violenta naturaleza.
Lo tomaron como un nuevo milagro.
En el periódico del pueblo lo titularon «Demostración del
poder del Señor».

Por las tardes merendábamos mirando tele. Yo me iba a la


cocina a hacer café con leche y Tamara se ponía al lado mío a
cortar pan. Lo preparaba en una bandeja, buscaba mermelada
de ciruela y un cuchillo para untar. Dos servilletas de papel.
Yo llevaba las tazas y ella acarreaba la bandeja. Luego ad-
vertíamos que nos habíamos olvidado del azúcar, reíamos, y
uno u otro se levantaba a buscarla.
Nos tomábamos de la mano, distraídos, al tiempo que le
prestábamos atención a la tele. El noticiero siempre procla-
maba noticias funestas.

252
Ella pasaba las uñas por el vello de mi antebrazo.
Luego analizábamos las noticias, o contábamos cosas que se
nos ocurrían en el momento.
—Podría tatuarme un alacrán —me miró, risueña—. Digo, se
me ocurre…
En la pantalla habían comentado acerca de una plaga de
alacranes en La Plata.
—¿Y dónde te lo harías?
—Acá, debajo de la teta. Pero más hacia el costado del cuerpo.
Yo asentí. Todo lo que salía de ella me parecía fantástico.
Luego íbamos a su habitación, si no había nadie, a escuchar
música. Como la madre trabajaba en una rotisería hasta la
noche y el padre debía estar en la fábrica, nos echábamos
confiados en la cama a remolonear.
Casi siempre nos excitábamos enseguida. Recuerdo el
movimiento torpe, los besos mordiéndonos los labios, la ca-
lentura que subía por el vientre y nos quemaba la cara y las
manos.
Ella me apretaba el glande mientras yo buscaba un pre-
servativo. Si se impacientaba, se comenzaba a tocar sola.
—Esperá —bromeaba yo—. Ya voy.
Tamara rodaba de lado a lado sobre las sábanas y chillaba.
Luego se quedaba extática, se pasaba la lengua por los labios y
me recibía con un gemido.
La cama crujía con cada embestida. A veces ella mojaba
exageradamente el colchón. Si estaba de humor me arañaba
la espalda. Por las noches, en el baño de casa, me descubría
un ardiente trazado. Solía descubrir gotitas de sangre en mi
remera.

253
Al finalizar nos echábamos exhaustos, jadeando. Ella casi
nunca quería hablar.
Si descubría que mi erección seguía firme, me la apretaba
con la mano y, sin decir palabra, se subía y me cabalgaba
ahora ella a mí. Era una diosa. El pelo le ocultaba la cara
cuando se inclinaba a besarme.

Esa vez se movió como anteriormente lo había hecho: primero


los dedos, luego los brazos, hasta que todo el cuerpo se
sacudía de lado a lado. Pedrito lo sentó y la boca del nene
expelió un vaho.
—Las vacas —dijo.
Todos se miraron, sorprendidos. Hacía varias semanas que
se notaba con claridad lo que pronunciaba. Antes había dicho:
«Ernesto González», a quien lo encontraron atado de pies y
manos en su casa, y «Claraboya, claraboyita». Este último
mensaje no fue entendido nunca. Cuando escucharon que
decía «La torre» nadie se imaginó lo que ocurriría dos días
después: la torre de la municipalidad, el edificio más alto del
pueblo, se vino abajo con sus oficinas y todo. Por suerte, fue
un sábado y no había nadie en ella. Solo quedaron los
escombros en la calle. No se sabía cómo se había venido abajo.
Parecía que una mano gigante e invisible hubiera chocado
contra la construcción.
Pasaron seis días hasta que de los campos cercanos llegaron
noticias de los ganaderos: toda la hacienda había amanecido
muerta. En algunos casos los cuerpos estaban eviscerados, con
cortes que las autoridades no podían entender. Pero casi todos
parecían dormidos, sin violencia aparente.

254
Si uno viajaba a cien kilómetros a la redonda podía ver los
animales caídos tras los alambrados.
Rolando fue en su camioneta a Bahía y compró centenares
de rosarios verdes, consiguió unos chicos para que lo ven-
dieran afuera del santuario.
—Hay que rezar más así el santito no se enoja —pregonaban
los pibes, elevando las cuentas centelleantes al cielo.
La gente se arrimaba a comprar.

Estábamos echados boca arriba, mirando el cielo estrellado. La


temperatura de la noche era agradable y Tamara me había
sugerido que saliéramos del pueblo y nos dirigiéramos al
cerro Calvario. Distaba dos kilómetros apenas, y podíamos
acceder fácil por un camino de tierra.
Cuando nos acercábamos apagué las luces del auto y esperé
a que mi vista se acostumbrara. No quería que desde la casa
del sereno se viera que alguien ingresaba al predio. Los perros
ladraban como locos, pero no me importó.
Estacionamos al pie del cerro y nos tiramos sobre la roca
plana de la base. Esquivamos piedras y nos pusimos a fumar.
Luego ella apoyó la cabeza en mi regazo y comencé a
acariciarle el pelo. Nos abrazamos y quedamos tendidos uno
al lado del otro. El cielo nocturno era una mancha de tinta con
pecas amarillas.
—¿No te preguntaste qué hay más allá?
—¿Qué? No te entendí, Tami.
—Debe haber un mundo enorme…enorme—continuó,
ignorándome.
Yo hice silencio y cerré los ojos. La voz de ella no tardó en
llegar a mis oídos.

255
—¿Qué harías si algún día te falto?
—¿Tenés pensado irte?
—Jaja, no, pero… ¿y si me secuestran los extraterrestres?
—Te devolverían enseguida.
—¿No te gustaría ver un ovni?
—Sería genial —abrí los ojos. Pero ningún objeto pasó
volando por el cielo.
—Vos reíte, pero dicen que en las sierras hay ovnis. La veci-
na mía, bah, vive a la vuelta, ¿la conocés?, la vieja cubana esa,
Alcira se llama, dice que vio luces cuando iba con su marido
de noche… y hay muchas historias más.
—Mi abuela dice que hay una estación escondida en el cerro
Ventana —admití—. Pero no sé.
Oí que prendía un cigarrillo.
—Vamos a bañarnos. Vení.
—¿Qué, estás loca? ¿A dónde nos vamos a meter?
—Seguime.
Atravesamos un bosque de pinos hasta que dimos con una
explanada en donde una hoya natural nos recibió con sus
aguas quietas. El líquido oscuro me dio miedo.
Habíamos caminado más de media hora y me encontraba
perdido. ¿Cómo sabía Tamara de la existencia de ese lugar?
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad de la noche,
que solo era iluminada por las estrellas. Vi que Tamara
comenzaba a desnudarse.
No alcancé a decirle nada que ya se había zambullido.
—Dale. ¡No me dejes acá sola!
Sentí remilgos mientras me quitaba la ropa. Pero enseguida
tomé coraje y me metí en el agua.
Hacía frío. Busqué su cuerpo desnudo y nos abrazamos.

256
Me empujó y se rió. Yo nadé para atraparla.
Al salir de la lagunita vio algo. Se inclinó y revisó entre su
ropa. Así, mojada y desnuda, utilizó la luz del encendedor
para encontrar lo que creía haber vislumbrado. Cuando lo
halló lo levantó del suelo.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una víbora. Me la voy a llevar.
El bicharraco muerto no medía ni treinta centímetros. Lo
llevó sobre su regazo, acariciándolo, durante todo el trayecto
de vuelta.

Cuando se incorporó, cundió una auténtica ola de espanto y


estupefacción. El inicio fue diferente: los dedos se crisparon de
golpe y de un salto quedó sentado como lo habían acomodado
otras veces. La cabeza no estaba sostenida con firmeza por el
cuello, por lo que viraba de acá para allá.
—Aonikén.
La palabra fue clara, pero nadie pareció entenderla.
Pronto se corrió la voz y para la tarde ya se sabía que era
una antigua tribu pobladora de la Patagonia. Pero nada pasó.
Ningún malón invadió la zona venido desde el sur ni desde
el siglo XIX. Estas profecías eran desechadas por la mayoría
ni bien pasaban siete días. Otras personas consideraban que,
por más que no se vieran las repercusiones de sus oráculos,
los resultados se podrían dar en sitios distantes. Los ortodo-
xos —que eran mayoría— decían que no. El resto proponía
que había que «interpretar» los dichos del nene. «¿Y la re-
presión de los indígenas en el sur?», sostenían esas voces.
«Siempre fueron reprimidos los aborígenes en el país», pero-
raban los contrarios.

257
Muchas hipótesis se tejieron en torno a la vez que se había
sentado por sus propios medios. Se especulaba con que estaba
aprendiendo a sentarse; que en algún momento caminaría. El
chico estaba aprendiendo a vivir de vuelta. Esto estremeció a
la comunidad, y la llenó de una morbosa expectativa.
Lo cierto es que el chico hallado en el balneario Parque
Norte no volvió a moverse por casi dos semanas, lo cual era
un nuevo récord de quietud. Nunca se había quedado duro
tanto tiempo. Los siguientes movimientos fueron como los
anteriores, zarandeado por manos invisibles se revolvía en la
fuente y manos solidarias lo sostenían de costado o sentado.
Algo ocurrió, apenas perceptible al principio: el estómago
hinchado comenzó a desinflarse. Primero se arrugó, y en poco
tiempo se puso como una pasa de uva.

Como no la quise acompañar, salió sola o con una amiga a


conseguir más serpientes. Creo que habló con algún paisano
para que le trajeran del campo.
De cualquier modo, logró recolectar cuatro ofidios delgados,
de alrededor de veinte centímetros, que iban del color marrón
al negro. Todo esto lo hizo sin que se enteraran los padres.
Una vez en la intimidad de la habitación me abrazó y me
dijo que la ayudara. Se quitó la ropa y se sentó en una butaca.
Tomó uno de los reptiles y perforó el labio mayor con los
colmillos. Estuvo un rato manipulándolo hasta que quedó
enganchado. Ella se retorcía como por un escalofrío o por
placer. Luego continuó con los siguientes. Cuando finalizó
tenía dos serpientes colgadas de cada labio mayor, sostenidas
por la perforación que los colmillos le habían hecho.
—Haceme un favor —suspiró—. Acariciame mis «tentáculos».

258
Siempre me pedía que le pellizcara los pezones o le mor-
diera el cuello, e incluso le gustaba una palmada fuerte en las
nalgas. Estiré la mano y toqué la piel fría de la serpiente más
pequeña.
—No. Contra la pierna.
Ella se sostuvo los cuerpitos alargados contra la piel y yo
pasaba la palma sobre ellos.
Tamara seguía echada sobre la butaca, resoplando con los
ojos cerrados. No llegaba al orgasmo, pero en verdad se no-
taba que le encantaban mis caricias y la suave presión de los
animales contra el interior de sus muslos.
No siempre llevaba las serpientes puestas. Se las quitaba de
noche, para dormir, pero cada tantos días le divertía pren-
dérselas, y andar de acá para allá con su extraño juguete. Yo
era el único que sabía de su fetiche. Era una intimidad de la
pareja. A veces durante el día yo advertía que bajo su pantalón
las tenía colocadas. Entonces elevaba la vista hasta su cara y la
sorprendía mirándome, sonriente. Yo le devolvía la sonrisa.
Era nuestro secreto.

No era exactamente un proceso de descomposición, pero poco


a poco la piel se fue resecando. Los voluntarios le echaban
agua todo el tiempo, pero el avance de la piel ajada continuó.
Se comenzaron a desesperar. Hasta que alguien dijo:
—Va a surgir de una manera nueva.
Eso aquietó las aguas. Muchos seguían nerviosos porque no
podían concebir que le ocurriera nada a su santo local (ya
había micros que venían de otras provincias para rezarle), el
intendente y su séquito enloquecían de solo pensar en que se
pudiera acabar con el negocio del turismo.

259
Lo cierto es que la piel se ajó, una materia blanca emergió y
poco a poco el cuerpo se fue consumiendo. Se convirtió en una
ceniza negruzca que pusieron en un jarrón.
Las visitas se hicieron más espaciadas. Ya no había nadie
que pregonara calamidades.
Una vez revisaron el jarrón y descubrieron que no había
nada. Se armó un gran revuelo. Hubo una pelea a golpes de
puño entre los adeptos. El nerviosismo corrió entre los que
estaban, y a los pocos minutos se calmaron.
El santuario quedó de pie, a veces alguien iba a rezar.
Tuvieron que admitir que el chico había desaparecido.
Como alguna vez había llegado, ahora era polvo que flotaba
vaya a saber quién por dónde.
—Tiene que resurgir —dijo alguien.
Los lugareños miraron a esa persona, desconfiados.
—Va a renacer en otro lado —murmuró otra persona.
Los negocios de comida y de venta de recuerdos aban-
donaron el predio, en busca de lugares más propicios para las
demostraciones de fe.

A veces se ponía las serpientes y me pedía que la penetre.


Tamara sabía que eso no me gustaba; no habían dejado de
darme impresión desde la primera vez. Pero cada tanto
accedía porque notaba que a ella le encantaba.
Para convencerme me daba latigazos con alguna serpiente
sobre la erección, lo que lograba ponérmela más dura.
Esa tarde estábamos en su casa, charlando en la cocina. Ella
dijo algo y se levantó rumbo a su pieza. Yo estaba viendo la
tele pero cuando vi que tardaba la fui a buscar.

260
La encontré sentada en la cama, tiesa, un temblor im-
perceptible le dominaba los brazos. Los ojos en blanco me
impresionaron. Estaban tan vueltos sobre sí mismos que solo
se veía alguna venita roja.
Mi novia abrió la boca y un chorro de agua sucia salió. Pero
no era un chorro solo; el agua salía como si se hubiera abierto
alguna canilla o la represa de un dique. En pocos segundos el
piso de la pieza quedó cubierto.
Tamara estaba quieta, parecía un maniquí sin vida, un objeto
inútil que era medio de otra cosa. Ella era un umbral.
Me retiré corriendo, intentando buscar ayuda. Revisé de-
sesperado la casa pero estábamos solos. No atiné a agarrar mi
celular y llamar a nadie. Se me ocurrió salir a la calle y
empezar a gritar. Alguien debería concurrir.
Me detuve a pensar que tal vez habría sido mi imaginación.
Algo de esa locura no podía ser cierto. Seguro había tenido
una alucinación o algo por el estilo.
Regresé a la habitación y me encontré con una mojarrita que
se retorcía frente a mis pies. Tamara estaba sentada en la cama
con la boca abierta.
Mientras tanto, el agua seguía saliendo.

261
262
El idiota enamorado

i frente aún está roja del beso de la reina. Ese fue el


M momento en que comprendí que me daba el visto
bueno, me convertía en el mensajero para que bajara por estas
escaleras. Con ese gesto selló frente a todos el sino de vol-
verme el elegido.
Me había mandado a llamar en mitad de la celebración. Yo
sabía que me despreciaba, por eso me había escabullido hacia
las porquerizas, parloteando y bebiendo cerveza con mis
buenos amigos de ese lugar.
Me presento; soy Rodrigo de Terrastán, primo hermano de la
reina Isabella. Me dicen el idiota, me conocen como el
retardado. No llegué a ser el bufón de nadie, pero sé que en los
cotilleos de palacio me defenestran hasta los más bajos es-
píritus. No me importa. Yo me doy la gran vida con los
carniceros y los hijos bastardos. Las prostitutas son mis amigas.
En todo reino hay un cabeza de turco. Si se mofan de
alguien, ese soy yo. Lo tengo asumido desde pequeño. Desde
que la joven princesa me hostigaba y me pegaba en el culo y
la cabeza con un palo, cuando compartíamos juegos in-
fantiles. Yo notaba su maldad pero no hacía nada. Sabía que
al hablar, ella endulzaría el oído de su padre el rey y mi
castigo sería peor. Desde mi más temprana edad supe qué
lugar debía guardar. La vida me golpeaba y yo debía recibir
los golpes, estoico.

263
Cuando la reina retiró sus labios de mi frente el silencio se
hizo profundo en la sala. Todo el mundo miraba. No volaba
una mosca. Los bufones, la parentela, los amigos, el popu-
lacho, los condes recientes, los caballeros y mujerzuelas de
esta corte de farsantes se detuvieron en sus atracones, friegas
indecorosas y clavaron sus ojos en mí.
La reina Isabella es preciosa. Sus ojos negros resaltanbajo la
corona de fiesta, con rubíes, perlas y plumas teñidas, más
liviana que la diadema que usa para presidir la corte, esa
diadema de hierro que heredó de su padre, Ricardo III, quien
asumió cuando el difamador de su propio padre cayó al suelo
en un lupanar de las afueras envenenado por un enemigo,
según dicen, pero lo que yo creo es que se intoxicó de tanto
pescado crudo y toneles de vino. Ricardo IIIhabía perecido
consumido en su trono de una enfermedad que le revelaba
tumores en el rostro y las manos. La hechicera del reino no
pudo contrarrestar las pústulas, y le endilgó la desgracia a un
mago contrario.
Isabella me penetra con sus ojos y le obedezco. Son un mar
de tormentas. Hay algo que me retiene junto a ella y me hace
obedecerle; no puedo desdeñar sus encantos. Pero mi corazón
está con su hermana menor, Endrina. Solo a ella amo.
Endrina me desprecia y yo la amo. Amalia me ama y la des-
precio. ¿Por qué en esto del amor, al quererla tanto, me está
dado el sufrir, y no el buen llanto? Porque ha de ser muy necio
quien no vea que hay llantos buenos y malos. A saber: si me
corresponde la ingrata, mis lágrimas son de felicidad; y si no
se fija en mí, son de tristeza.
La amo, mas nunca la vi.

264
La conozco de mentas, de oídas de otros señores que co-
mentaron en un banquete de su hermosura.
En ese momento supe que solo de ella sería mi corazón.
Endrina está encerrada en una torre, en una minúscula ha-
bitación alejada de todo el mundo. No sale desde hace años.
También se dice que es deforme, que tiene la apariencia final
del padre. Pero eso deben ser supersticiones producto de la
envidia. Se lo he oído comentar a mujeres vulgares que
trabajan en la cocina.
Sigo bajando las escaleras con la marca roja sobre mi frente.
Ese es mi salvoconducto, el sello que me abre las puertas
mientras avanzo. En mi mente está la otra clave, las palabras
que debo pronunciar para que el carcelero libere a la bestia de
las profundidades.
Me costó salir de la sala. Todos me miraban en silencio, pero
ninguno se dignaba a hacerse a un lado. Me entremetí entre las
gentes, demasiado cerca de sus ropas y sus olores, pasé frente al
perro gigante de Isabella, encadenado en un rincón, que me
miró con desolación. Es un ser enfermo y viejo, cansado, pero
que la reina prefiere tener en la sala para que todos admiren al
fenómeno. Caminé por delante de él y apenas levantó la cabeza
para curiosear. Medio cordero mordido se encontraba entre sus
patas.
Nadie se hizo a un lado ni me ayudó a abrir la puerta de
hierro. Me despreciaron siempre, y lo demostraban ahora aún
más, porque yo había sido elegido delante de todos por el beso
de la reina.
La pareja de bufones daba cabriolas y todo el mundo reía.
Los músicos dejaban el alma en sus dedos, que se atropellaban
sobre las cítaras y bandurrias. La lira acompañaba a las an-

265
teriores, mientras la dulzaina punteaba el ambiente con su
volumen. No había niños en el lugar, dejados de lado porque
no era para ellos el convite. Cada tanto volaba una presa de
pollo desde un rincón hacia el vestido de una cortesana, que
miraba con mala cara al muchacho que buscaba llamar su
atención y al que solo se le ocurría mancharla. Esta cambiaba
de parecer y se sonrojaba cuando veía a los hombretones reír
fuerte y hacía un gesto galante, arreboladas las mejillas, es-
perando que el hombre en cuestión se animara y coordinaran
para verse en los jardines, entre la glorieta y el boscaje.
Ese jolgorio se vio interrumpido por la mano alzada de la
reina.
Los músicos detuvieron su efusividad, las parejas dejaron de
danzar o hablar y las mandíbulas se quedaron quietas a medio
camino entre engullir y masticar. La enana coja, con la cara
pintada como si fuera un tigre, se acercó con su andar simiesco
y le dio un coscorrón a su compañero, que dejó de hacer
malabares con cuatro bolas de vidrio.
La reina hizo un gesto con la mano y me acerqué.
—Andá a buscarlo —me dijo—. Liberalo.
Luego apoyó sus labios en mi frente.
La contemplé en silencio, preso del silencio ominoso que se
propagó por el lugar. La reina festejaba su natalicio y por
algún motivo le pareció apropiado darle a sus convidados un
espectáculo nunca visto.
Me dirigí presuroso hacia la puerta de hierro. Junto a ella
había un tapiz de más de tres metros que parecía una ventana
a otro mundo.
En el tejido suspendido contra la piedra un muchacho
miraba hacia el trono. Llevaba en una mano un artefacto como

266
si fuera un candelabro, pero no se veía vela alguna. Y, sin
embargo, alumbraba. El joven vestía ropas excéntricas, como
de otro tiempo. Supuse que se trataría de un tapiz muy
antiguo. Sobre su hombro se veía la correa de un morral o
carcaj, y los dedos que apresaban el cuero tenso. Su mirada era
una doble incógnita porque estaba dirigida hacia el trono. No
había modo de que quien estuviera sentado en la silla de
hierro y piedras preciosas no se sintiera examinado por el
extraño desde el otro extremo de la sala. La otra punta de esa
incógnita eran los demonios que tenía detrás. ¿Cómo no los
veía? La representación del lugar en que se hallaba el mu-
chacho era de una oscuridad total, y varios diablos de cuernos
retorcidos y lenguas bífidas, con más de tres ojos unos,
cíclopes otros, pululaban alrededor del pobre muchacho que
miraba hacia el frente. Yo había contado ocho seres cerca del
curioso joven retratado. ¿De dónde había salido esa obra de
arte colgada en la pared del recinto? No se sabía. Se decía que
estaba desde hacía generaciones en la familia real, y había sido
regalo de un maharajá al tatarabuelo de Isabella.
Estaba por alcanzar la ansiada puerta (las miradas en mí me
quemaban y se retorcían como puñales en la piel) cuando
alguien casi me topa. Era una mujer con una nariz de cerdo. Se
la habían cortado al plato principal y ella se la había sujetado
con una cinta. Se reía y unas gotas rojas le corrían por la
barbilla. Estaba montada en otra mujer, gordísima esta, que
auspiciaba de rocín. La gorda fingió un empellón hacia mí y la
flaca rió. Fue el único sonido que quebró la quietud del
momento. Las esquivé con un salto y empujé la puerta.

267
Los guardias apostados del otro lado se sobresaltaron al
verme. Cerré las hojas y los miré. Notaron la marca en mi
frente y se hicieron a un lado.
Detrás de mí oí que volvía la agitación de la tertulia: las
cuerdas comenzaron a tañer, las conversaciones a poblar el
aire y las risas y murmuraciones a ahogar el aburrimiento.
Bajé a trompicones los primeros peldaños.
La piedra anciana había sido trabajada por los obreros
traídos esclavizados desde las planicies del sur. Miles de
hombres habían muerto bajo el yugo de la corona para erigir
en tiempos de Ildefonso el apostador, cinco generaciones atrás,
las torres de este castillo.
La familia real siempre había tenido una mala entraña que
venía en la sangre: los apodos los delataban. Marianela la trai-
dora, Ildefonso el apostador, Alejandro el hastiador, Ricardo I
el hereje, Ricardo IIel maledicente, Ricardo IIIel testarudo. De
Isabella no sabía los nombres con que se la conocía, porque
por mi consanguinidad todo el mundo esquivaba mencionarla
en mi presencia. Estos epítetos de sus parientes, de todos
modos, no eran oficiales, y solo se afianzaban en la lengua del
pueblo cuando estaban enterrados.
Giro a mi derecha casi tropezándome con el faldón de mi
atuendo. Los pies se mueven con voluntad propia, impa-
cientes por llegar a las catacumbas y cumplir la voluntad de la
reina.
Me enfrento a la puerta de madera que me veda el paso
hacia el segundo nivel. Los guardias saltan en su lugar y me
enrostran las alabardas.
—¡Alto! No se puede bajar hoy más allá de este piso por
orden de la reina —dice uno.

268
—Nadie debe entrar o salir sin su consentimiento. Eso nos
ha sido ordenado —agrega el otro.
Les señalo mi frente roja.
—Es voluntad de ella que baje y vuelva a ascender —les
digo—. Este es su consentimiento.
Se hacen a un lado, reverenciándome. Debe ser que me han
reconocido como pariente de la monarca.
Cuando la puerta se cierra a mis espaldas no detengo mi
ritmo, y me atropello y dudo. ¿Hacia dónde seguir? ¿Hacia la
derecha, el centro o la izquierda? En todos lados la oscuridad
me da la bienvenida: los corredores son cuevas excavadas a
partir de mi desesperación. Continúo por el centro. Las
antorchas son escasas, apenas un resplandor pálido ilumina a
donde mis pies se posan. Los pasillos del palacio se imbrican
hacia arriba y hacia abajo. A veces no sé si subo o desciendo
de nivel. A su modo esta torre es un laberinto, y tiene la forma
del mundo.
Yo había ingresado, indudablemente, por otra escalera,
conducido por los hombres de la reina cuando me llamaron
para cumplir su encargo.
Me encontraba cerca de las porquerizas, en una sala que los
cuidadores utilizaban para despostar los animales que se
preparaban en el castillo, junto a una puerta que conectaba con
la cocina. Hablábamos con Alonso y Héctor de las trampas
que las mujeres tienden a los hombres en las cuestiones del
amor. Un sirviente había entrado, intempestivo, y me había
mirado con mala cara.
—Rodrigo, ¡apurate! La reina solicita tu presencia.
Yo me esperaba el pedido y aun así me quedé contem-
plándolo. Solo fue un segundo, pero eso bastó para que el

269
sirviente me propinara un golpe en la nuca que, a decir
verdad, dolió bastante.
Como estaba acostumbrado a los malos tratos de todo el
mundo, hice silencio. Sabía que si protestaba tal vez el golpe
se reiterara. Detrás de la puerta había un par de guardias que
nos escoltaron. Supongo que tendrían la orden de persua-
dirme si me negaba ante el pedido real.
Me había escapado del convite porque la pasaba mejor con
mis amigos que con los personajes de la corte. Y que la
mismísima reina Isabella requiriera mi presencia era un hecho
curioso en sí mismo, que no terminaba de cuajarle a nadie en
la cabeza (menos a mí). Solo vejaciones por su parte puedo
recordar, desde que éramos pequeños. Siempre tuvo un ca-
rácter difícil y caprichoso. Una vez, tendría yo unos cinco años
y ella siete u ocho, me encontraba inclinado y de rodillas,
jugando con unas figuras de animales talladas en miniatura.
Aún puedo sentir el dolor un poco más arriba del culo, justo
donde termina la espalda, ocasionado por la patada que
Isabella me dio, y oigo la risa desafiante con que coronó el
momento, disfrutando mi rostro en la tierra. Ver sufrir a los
demás la llena de placer.
Mientras avanzo me cruzo con dos doncellas que van a
servir al banquete.
Una de ellas me mira de soslayo. ¿Será Amalia?
Siguen hacia el nivel contrario al que voy yo. Los peldaños
frente a mí parecen infinitos. Continúo mi descenso y sé que
no puedo corresponder a Amalia su desatino. Mi corazón ya
tiene dueña. Es Endrina, a quien nunca vi. Me pareció que una
de las sirvientas amagó a hablarme, pero siguieron de largo.
¿Sería Amalia? ¿O sería la pura que me sorprendió una

270
mañana soleada, mientras yo contemplaba el sol y olía las
perfumadas flores, folgaba entre las fuentes y disfrutaba del
canto de los pájaros? No se acercó ella, sino que, conve-
nientemente a su posición, me mandó un recado con una
amiga suya, Betiana es su nombre, en el que decía que quería
conocerme. Pero yo estaba ya obsesionado con la princesa. Soy
su vasallo desde el día en que oí hablar de ella.
¡Ah, que desplantes se sufren por amor! Quise acceder a
verla en la torre en la que está confinada, pero los guardias no
me lo permitieron. No he tenido trato con ella, ya que ni bien
nació quedó apartada lejos de las miradas de la corte. Se ha
dicho que murió de pequeña. Se ha dicho que es deforme. Solo
le doy crédito a las versiones que hablan de su hermosura, de
personas que han penetrado en sus habitaciones.
¿Por qué estará encerrada? Esto es algo que me obsesiona
mientras desciendo. Me entretengo pensando porque el viaje
hacia abajo es largo.
Alonso me preguntaba cómo me sentía con respecto a
Endrina. Y traté de explicarle que me sentía encerrado. Que
cuatro paredes delimitaban mi encierro. Hay cuatro pilares
altos sobre el cimiento: uno de ellos es el entendimiento, que
consiente el sufrimiento del encarcelamiento. Entiendo que
sufro, mas no puedo dejar de amarla. Otro pilar es la memoria;
prometo no olvidarla ni cuando yo sea pasto de las aves. La
razón es el tercer pilar, que ordena mi muerte, porque esta es
la única salida a esta vida de sufrimiento. La llave de mi
prisión es la voluntad, el cuarto pilar.
Héctor entonces se ha adelantado y me desafió preguntán-
dome que por qué no puedo huir de esa cárcel. ¡Qué ingenuo!
Le contesté que porque hay dos centinelas que vigilan

271
constantemente: el desamor y la desdicha, que se encargan de
no dejar pasar ninguna esperanza que pueda resultar prove-
chosa para mí.
Y el portero de la puerta de la torre es el deseo. No se puede
hablar con él. No razona. Y es el tormento quien me ha guiado
al interior de esta celda de la que no puedo salir.
Me consumo pensando en Endrina, en sus dorados cabellos,
que flotan rizados en lo alto de otra torre, cercana de donde
estoy ahora bajando, con sus claros ojos de un azul casi trans-
parente mirando hacia el oeste y el sol que se esconde más
allá. Sufro al pensar en su desazón.
¿Quién la liberará de su cautiverio? «¡Yo, yo!», quiero gritar.
Pero por ahora solo obedezco a la reina.
¿Qué crueldad puede tener una persona que mande a
confinar a su propia hermana?
La oscuridad alrededor mío se ha hecho profunda. No veo
nada. ¿Cómo seguir? Ya no puedo distraerme con ningún
pen-samiento o puedo caer y romperme la cabeza. Mi cráneo
horadado por el canto filoso de una piedra con que están
construidos estos muros y la materia oscura que mancha los
escalones. No quiero eso. Avanzo con miedo. Mido los pasos,
recorro con mis botas el borde de cada nuevo nivel que des-
ciendo, un peldaño me acerca cada vez más hacia donde voy.
Hay un resplandor más allá. Creo. Entonces bajo haciendo
sonar mis pasos, mis pies caen con fuerza sobre la escalera.
Tras un recodo me encuentro con dos hombres y una mujer
que sostienen un burro.
—¿Qué hacen con ese animal? —pregunto. La sorpresa me
congela en un sitio. Es el primer momento en que me detengo
en mi descenso.

272
Me miran con desagrado. Luego intercambian miradas entre
ellos y un hombre, el más gordo, calvo y que viste una roñosa
casaca gris, es el que habla primero.
—Es para la celebración de la reina. Nos ordenó que lo lle-
vásemos cuanto antes.
—Lo pretende desde hace una hora —agrega el otro tipejo.
Tira de un bozal pero el animal, empacado, no se mueve.
—Es una doncella —dice la que los acompaña, agrandando
los ojos como una loca—. Una bruja la convirtió en burro.
—Por lo que veo la convirtió en un animal macho.
El miembro de la bestia es notorio.
Se miran y ríen a carcajadas.
—Ayudanos a empujarlo. O a deshacer el hechizo —la mu-
jer le guiña el ojo a sus compañeros.
Yo no debía evadirme del pedido de Isabella. Pero si me
negara, sería objeto de burlas de esas personas. Aunque me di
cuenta de que ya era irrespetado por ellos. La historia de mi
vida: todo el mundo me faltaba el respeto y yo accedía. Hice
como siempre había hecho: fingí ser un simple que no se daba
cuenta de nada.
—A ver, ¿cómo lo empujamos? —me acerco a sus ancas.
Todos estallan de risas nuevamente.
—Mi buen amigo Rodrigo, no es provechoso acercarse a
un burro por detrás, o la coz podría hacerte pasar un mal
momento.
La depresión que siento por mi amor no correspondido es
más fuerte que lo que una patada de burro puede repre-
sentarme, pero no les digo nada. Palmeo al animal y este se
muestra imperturbable.

273
La mujer se pone a sobarle los testículos. El miembro del
animal gana tamaño lentamente.
—Tenemos que llevárselo preparado —gruñe el flaco.
—Seremos bien recompensados —se relame el gordo.
—¿Y cómo podríamos revocar el hechizo? —quiero saber,
solícito. Quiero ver a dónde llegan con su juego. Aunque una
duda me asalta de repente: ¿y si en verdad es una mujer
presa de un maleficio, y yo bromeo con ello? Por eso les sigo
la corriente. Si no es una mujer, se reirían por mi aparente
simpleza. Si es una mujer transmutada, entonces convendría
preocuparme por el caso, o si no se reirán por mi tontería al
rechazar la verdad.
—Tocale las verijas —dice la mujer y se hace a un lado.
—No puedo. Estoy apurado. La reina me encomendó algo.
Los tres abren los ojos como platos y se ponen serios por
primera vez. Dan un paso atrás y me contemplan. Creo que
ahí recuerdan que, pese a ser el bufón no oficial de la corte,
soy primo hermano de la reina.
—Si me disculpan —me inclino y me pongo a descender a
la carrera.
Recuerdo entonces las murmuraciones que hablan de la
locura de la reina por los animales. Las historias refieren una
adoración no santa.
Creo entrever que la fiesta de celebración se iría a tornar en
una orgía, pero rechazo la idea. No me imagino a la reina
copulando delante de todos con el burro. ¿O sí…? Tal vez lo
haga llevar a su alcoba.
O, si en verdad es una mujer convertida en burro, por ahí lo
que quiere es que todos vean cómo vuelve a su antigua forma.
De qué manera recobra la apariencia humana. Si un hecho así

274
sucede durante su reinado, más aún, en su celebración de
cumpleaños, pedido por ella, entonces será una monarca
jamás olvidada.
Sí, debe ser eso. La hechicera Golondrina debe estar en la
sala de banquete. Ella tiene suficiente poder, según dicen.
Me estremezco ante la visión de la mujer de hábito rojo y
negro. Las mangas de su vestimenta, el vuelo de su falda
que arrastra por el piso parecen la lava de un volcán que la
rodea siempre.
Yo sigo descendiendo.
Si quiere una fiesta memorable, la tendrá. Pero no en los
términos que ella se imagina.
Son años de golpes, insultos, denigraciones, humillaciones
en público y en privado. Soporté lonjazos y varazos en la
espalda por su designio. Desde la más temprana infancia he
padecido sus caprichos.
Parece casual pero no lo es. Logré que me designara heraldo
del prisionero que habita bajo esta torre. Soy yo quien debe
buscarlo para que huelguen las gentes y se diviertan con su
presencia. Una fiesta exótica busca su alteza. Y la tendrá.
En el siguiente nivel hay una pléyade de guerreros conte-
niendo las puertas que dan contra el patio interior. Algunos
insurgentes se rebelan y luchan. Desde el ventanal veo la pila
de cuerpos carbonizados afuera, las flechas y sus colas
emplumadas sobresaliendo del montón.
Sorteo cuerpos caídos contra el refilón de los peldaños. Uno
de los guardias me ve al bajar y amaga con herirme con su
mandoble, pero se frena al ver mi frente. Se vuelve y continúa
luchando con los plebeyos.

275
Se habló acerca de los desmanes que iban a cometer los
marginados cuando se acercara la fiesta de la reina. Tanto
lujo, tanto exceso y opulencia solo podía contrariar a las
almas egoístas que habitan en el pueblo. Las hordas de
miserables embistieron la muralla y arrasaron con lo que
encontraron a su paso cuando la celebración comenzó. Desde
el grupo surgían improperios delatando que, mientras ellos
se mueren de hambre, la corona gasta la plata de sus im-
puestos en derroches extremos.
Todo eso vi y oí cuando me llamaron desde las porquerizas.
Que la reina me mandaba a llamar. Que un recado me iba a
dar.
Ahora la situación parece controlada por los guardias pero
no deben aflojar el cuidado. La reyerta parece trasladarse al
patio embarrado y la cocina. Llegan los gritos de la refriega.
Por suerte ningún plebeyo me ve, o podría enardecerse al
reconocerme como pariente de la realeza.
Empujo la puerta y caigo a los peldaños de las catacumbas.
Los guardianes acá son más sórdidos y benévolos. Casi me
decapitan por mi irrupción, pero se calman cuando ven que no
es un rebelde quien ha ingresado al palacio.
—¿De dónde venís? ¿Qué querés? —musita uno de ellos, de
pecho desnudo y barba de sátiro.
—La reina me envía a buscar a Eukáhypo —me inclino para
que vean mi frente y sepan que mi pedido está avalado.
Los ojos de los cuatro guardias se abren en demasía.
—Si la reina lo dice, así se hará —musita uno que está
arrumbado en un rincón, el anciano cubierto con su capa.
El mastodonte que habló primero hace un gesto contrariado
y se dirige a una puerta de madera. Lo sigo y descendemos

276
una nueva escalera, más angosta que la que recorrí antes. El
fragor de la batalla intramuros no se oye desde acá. Me de-
tengo a pensar que la fiesta se debe haber reanudado mientras
yo me hundo en las entrañas de este castillo.
¿Cuánto tiempo tiene este palacio? Las mazmorras parecen
horadadas en la piedra desde hace miles de años. Toda mi
vida permanecí en el castillo, y no recuerdo mucho más que
haber estado en algún patio interno de niño, cuando soportaba
las vejaciones de mi prima.
La espalda del carcelero se detiene delante de mí y tomo la
antorcha y la llave que me ofrece. Entonces sigo por un largo
pasillo que se vuelve cada vez más ancho.
Me paro frente a una pesada puerta de madera. Quito la
viga cruzada sobre la puerta y con la llave destrabo el me-
canismo de la cerradura. Un olor a cloaca me da de pleno en el
rostro cuando ingreso en el establo.
El hombre levanta la vista desde el fondo del lugar. Está
tirado en un rincón, cubierto apenas por la paja que recubre el
piso. Se ve cansado y avejentado. Se pone de pie y trota hacia
mí. Un terror profundo me conmueve. Supongo que me va a
atropellar y que con sus dientes me va a desgarrar los
miembros. Pero cuando llega a pocos metros se detiene y me
observa con odio. Entonces me reconoce.
—Vengo a buscarte. La reina está reunida —le digo.
El hombre con patas de caballo me mira. Tiene los ojos
inyectados de sangre y el cuerpo flaco y musculoso. El hedor
lo envuelve por completo. Ha tenido que evacuar durante dos
lustros en esta pequeña celda. Hace mucho que no corre en
libertad.

277
—Tenemos un trato —le recuerdo. Temo que se haya ol-
vidado. Su silencio me intriga.
—Por supuesto. Solo quiero que me lleves frente a la reina
—dice por fin. Entonces me relajo por primera vez en días.
Con la llave le quito los grilletes de las patas. Me dice que le
afloje el del cuello, pero que no se lo quite. Él sostendrá la
cadena alrededor de su cuello y me la entregará en el mo-
mento indicado.
—Así pensarán que me podrás dominar —sugiere.
Le digo que me parece un buen plan, y salimos.
No es necesario pasar frente a los guardias, me advierte.
Hay un camino diferente.
—Esta torre es un mundo —murmura. Sus cascos retumban
contra la piedra de los pasadizos oscuros.
Bajamos mucho más buscando a la otra.
Los pasadizos se hacen incontables, el limo gana las paredes.
—Ya no necesitaremos eso —dice, señalando la antorcha que
aún sostengo.
Es verdad que hay un resplandor que llega desde más
adelante.
—¿Estás seguro? ¿Y cómo vamos a ascender entre los pa-
sillos oscuros?
—Bajar es como subir —dice. Aprieta el trote y me deja
atrás.
Salimos a la gruta. El agua del mar gana cada centímetro de
la pileta natural. Una luz verdosa clarea las paredes.
Eukáhypo, el centauro, me espera en la orilla como un sol
negro.
Se vuelve hacia mí cuando aparezco por la última puerta y
me dirige una mirada que no sé interpretar. ¿De agrade-

278
cimiento? ¿De conmiseración? ¿O es algo más profundo?
¿Estará pensando en matarme? No aún; nos somos útiles, el
uno al otro.
No sé cuánto tiempo estamos ahí, esperando.
Hasta que oímos el grito. Y el horror me transforma la cara.
Más miedo que tener un monstruo al lado, es tener dos.
No la vemos al principio. El agua ondea y salpica. El grito y
los chapoteos se oyen más claros ahora.
Una forma oscura avanza por la gruta. Se apoya en las ma-
nos varios metros más allá.
No logro verla bien. Mi compañero toma aire pero no
pronuncia nada.
El grito esta vez es más fuerte que los anteriores y la figura
se echa contra las piedras, medio cuerpo afuera del agua.
Onda, la hermana mayor de la reina, de negros cabellos,
yace inerte. Se sacude cuando nos acercamos con pavor. El
olor a musgo nos llena las fosas nasales.
Cuando mis ojos se adecuan a la luz imperante noto su ojo
mirándome. Echada en el suelo, con el larguísimo pelo como
una capucha, un ojo blanco se escapa de entre la telaraña
pegajosa de su cabellera.
La contemplamos desde nuestra altura, pero no nos
atrevemos a acercarnos demasiado.
La madre de Isabella falleció en su cama de manera natural
cuando la actual monarca tenía diez años. Ni bien eso ocurrió,
ella complotó con Golondrina para quitar a su hermana mayor
de en medio.
Fueron necesarias oscuras artes para maldecir a Onda y
convertirla en un monstruo marino.

279
Ocurrió en un día de campo. (Todo estuvo planeado por
la pequeña traidora). La envidia la corroía de siempre, y
quería la corona solo para ella. Solo las dos hermanas
mayores, porque Endrina era apenas un bebé cuidado por
la nana, llegaron con su séquito a disfrutar un almuerzo
junto al arroyo. A la sombra de los árboles se dispusieron a
comer las torrejas de albahaca, los tomates y los bocadillos
de carne de cerdo. Las sirvientas depositaron todo sobre la
grama y se retiraron hacia un lugar en donde no molestaran
con su presencia.
En el pastel de frambuesa estaba el licor maldito. Cuando
Onda saboreó el mejunje no notó nada extraño, salvo un gusto
amargo disfrazado en el relleno. Al rato las venas del an-
tebrazo se le pusieron en relieve y la piel se cuarteó. Los ojos
se le poblaron de lagañas y sintió las piernas debilitadas. Entre
los dedos le surgió una membrana fina.
—¡Rápido, echate al agua! —susurró Isabella aparentemente
desesperada, para que su hermana no advirtiera el engaño,
pero no pudo dejar de reír a carcajadas cuando en su deses-
peración Onda rodó hacia el arroyo y chapoteó como posesa.
Ya nunca podría prescindir del agua.
Le llevó mucho adaptarse a esa forma de vida. Salía del agua
por cortos períodos de tiempo. Comprendió la traición y gestó
un fuego perenne en su pecho. Esa llama alimentó el deseo de
subsistencia ante cada situación que la desmoralizaba. Debía
salir del arroyo y caminar temblorosamente hasta alguna
posada para mendigar pan. Caminar le dolía. Comprendió
que ya no tenía huesos en los pies, sino que habían sido
remplazados por cartílagos. Más de un día afuera del agua le
hacía escocer la piel. Salvo que la noche la abrazara. La luna en

280
el firmamento y la capa de estrellas la cobijaban y traían
sosiego para su cuerpo, que se sentía herido ante los rayos de
sol.
Vagó por ciudades costeras, evadiendo los barcos y las
leyendas que se podrían tejer si alguien la veía. Si eso ocurría
irían en pos de ella. Los pejerreyes y los calamares fueron su
alimento predilecto. Luchó por comida con las gaviotas coste-
ras y los perros de los portuarios. Con estos últimos aprendió
a hacerse entender. Hasta que se hizo un amigo en una
taberna y le relató su historia. Ese hombre era conocido mío y
me contó de su encuentro con la desaparecida hermana mayor
de la reina. Ahí comencé a imaginar esta venganza.
Siempre agaché la cabeza ante las faltas de respeto de
Isabella. Ahora yo tenía un horizonte nuevo en mi vida. La
reina debía morir. Y esa sería la liberación también para
Endrina, a quien yo amaba, encerrada en este palacio en
alguna torre. Podría buscarla. La encontraría cuando el
reinado de Isabella llegara a su fin, y su cabeza estuviese sobre
una pica en la plaza.
¡Ah, mi querida Endrina! ¿Cómo será? Las telas del cora-
zón se me conmueven con el añorado cabello que presumo
rubio y ondulado, y con los labios ignotos que adivino rojos
y abundantes.
¿Me estará esperando? ¿Soñará con quien la libere de su
encierro?
Isabella fue inteligente y soberbia, y por eso despejó su
camino hacia la corona.
Y ahora sus deseos se verán trastocados por su ceguera. Al
creer dominar todo, se olvida de cuidarse de las traiciones más
dolorosas. Esas son las que vienen de los seres más cercanos.

281
Lo inesperado de todo es que nunca pensó que su primo el
idiota prepararía su fin. Tanto deshonor, por fin llegará hoy a
su cota máxima. La gota rebalsa el vaso.
Isabella solo quiere vanagloriarse y que la adoren. Su placer
es humillar a todo el mundo.
Quiere demostrarles que ella puede tener relaciones con un
burro en plena fiesta de cumpleaños. Que tiene un centauro
encerrado y que quien quiera puede arrojarle comida o darle
palazos si le apetece. ¿O pretende algo más con el centauro?
Un hombre, si se hace el tonto, puede conseguir lo que quiera.
Yo tengo mis informantes. A veces soy el espía que nadie ve.
Puedo estar en una habitación mientras dos condes o triviales
conspiran y no me echarán de la estancia porque ni siquiera se
fijan en mí. En mi forma de ser radica mi fuerza.
En el caso de Eukáhypo, necesité de la argucia de varios
mensajeros para contactarme con él. Mi paso por las maz-
morras no sería inadvertido para los guardas.
Entonces forjé un vínculo con el monstruo. Los dichos fue-
ron y vinieron, y una sola vez me entrevisté con el engendro.
Ahí perfeccionamos el plan.
Yo le abriría las puertas hacia la reina. Luego él llevaría a
cabo la matanza de quien lo había condenado al ostracismo.
Tuve que influir sobre sus seres más cercanos, coaccionarlos
y rezar para que se cumpliera lo que pretendía: que me desig-
ne mensajero. Que fuera yo el elegido para buscar al centauro.
Las trampas, las argucias, y el trabajo desde las sombras
dieron el resultado esperado.
Cuando pude juntar en mi mente a los dos heridos por la
soberbia de Isabella, concebí la argucia.

282
No es necesario explicar el poder que ambos tienen para
masacrar a una horda infame de idiotas ebrios.
Ahora Onda levanta la cabeza y abre la boca. La triple fila de
dientes pequeños y filosos deja pasar el aire en un vagido. Nos
acercamos con el centauro y la ayudamos a incorporarse. Toco
su piel escamosa y la siento muy fría. Qué corazón increíble
debe tener un ser humano para condenar a su propia sangre a
tan aberrante transformación. El contacto con Onda me da
asco pero no puedo echarme hacia atrás. Si alguno de mis
compañeros viera el gesto de repulsión en mi rostro se darían
cuenta a raíz de qué afloró.
—Ayudame a colocarla sobre mí. No puede pararse —dice
Eukáhypo.
Ella niega con la cabeza y nos rechaza con sus manos. Bufa y
me muestra los dientes.
Doy dos pasos hacia atrás y casi me despeño en el agua.
Pero me sobrepongo y la subimos al lomo del equino.
La mujer desnuda se afirma contra la piel cobriza del animal
yapoyalacabezaconpesadumbre.ResuellaOndayEukáhypo me
mira. Le hago un gesto de asentimiento.
Cuando me propongo volver por donde vinimos, él me
detiene.
—No. Hay que bajar más.
No alcanzo a decirle nada que ya echa a correr con
prestancia entre las piedras puntiagudas de la gruta, dobla
rápido en una cueva negra y lo pierdo. Echo a correr detrás.
Me veo sumergido en las más profundas tinieblas, ya que la
antorcha la dejé olvidada junto a la orilla en donde Onda
había saltado.

283
Al rato oigo el chasquido de los cascos a lo lejos y, tan-
teando, salgo a una nueva sala en donde nueve cavernas se
abren frente a mí. El centauro me está esperando ahí; ha
tomado ventaja para no darme la oportunidad de opinar. Él
quiere bajar y no pretende perder el tiempo. Yo quiero subir y
me urge lo mismo que a él.
Se mete en un pozo profundo y lo sigo. No se ve nada, pero
entonces Onda empieza a cantar, o a emitir un sonido que
suena a gorgoteo cavernoso, y un suave resplandor surge
frente a nosotros. La magia de la mujer es eficaz, debo reco-
nocer. Caemos y caemos hacia el centro mismo del mundo.
No sé cuánto tiempo bajamos pero la espera se hace inter-
minable. Una pared de zafiros nos dio la bienvenida y se fue,
apareció un nido de murciélagos y su infecto vuelo nos detuvo
por un segundo.
Correteos, chillidos y susurros nos acompañan mientras
descendemos. No puedo ver a las alimañas, a veces son ojos
en las paredes que se esconden.
Cuando pasamos un cubil de linces me percato de la peli-
grosidad que atesoran en sus garras. Casi no pienso y sigo a la
carrera detrás de mis cómplices. Pasamos puertas y lianas,
hasta que detrás de una hendidura en la piedra noto que
conozco dónde estamos.
Es la sala previa al banquete. Acá deberían estar los
guardias, pero no se los ve. La torre, al fin, demuestra su
forma final.
Eukáhypo se encuentra rígido mirando al rincón.
—Huyeron —me dice, y demuestra así que sabe por dónde
va mi pensamiento.

284
No digo nada y acepto lo que me ofrece. Es el extremo de la
cadena que lleva en el cuello.
Onda baja con prestancia de su lomo. Se la ve firme y ágil.
Un rictus de repulsión le desordena los rasgos.
—Van a sufrir —gime. Me mira con sus ojos blancos y
sonríe, y esta es una de las imágenes más perturbadoras que
he visto en mi vida. Sé que hasta mi último día en este mundo
ese recuerdo me gritará a donde vaya.
Tomo aire y empujo la puerta. Entramos así: primero yo,
sosteniendo la cadena de Eukáhypo, que camina con pasos
cortos detrás de mí. Luego Onda avanza como enferma,
chapoteando entre los restos de algas que caen de su cuerpo.
Esta vez el silencio es mayor que la última vez que estuve en
esta sala. A medida que entienden la clase de fenómenos que
están viendo la expectativa crece. Me detengo antes de llegar a
la mitad del recinto.
El trono está desocupado. Isabella bajó los escalones y está a
un costado. Tiene una teta afuera y un joven le está mordiendo
el cuello. Ella lo aparta con un golpe y se relame frente a lo
que ve. Me imagino sus pensamientos triunfantes. Será la
monarca más recordada en eones.
Tal vez se le dedique más de un mester de juglaría a esta
corrupta mujer. Eso sería injusto. Creo que debería ser objeto
de inspiración mi adorada Endrina. No importa. Que el
destino juegue su mazo.
Todos nos observan con deleite. No vuela ni una mosca.
—Su majestad, acá está su pedido. Espero que sepa apro-
vecharlo al máximo.

285
Con un gesto ampuloso me retiro. Cierro las puertas del
salón y siguen sin moverse. Parecen estatuas contemplando al
centauro y la muchacha.
Me siento en los escalones a pensar. Decido que finalmente
cuando caiga el reinado de Isabella no buscaré a Endrina. La
palabra de amor no dicha es la más sincera. La serviré lejos de
acá. Ella encontrará en mi sumisión caballeresca el reflejo de
mi inconmensurable devoción. Sé que no puedo escapar de mi
cárcel de amor. El portero de mi prisión es el deseo, como dije
antes, y es imposible evadirlo.
Me llegan unos gritos. A mis espaldas todo es caos. Las
gargantas farfullan antes de ser calladas para siempre, comien-
zan las corridas y los empujones. Aúlla el perro viejo de la
reina, se cortan las cuerdas de la bandurria y la cítara, se
estrellan las maderas de los instrumentos contra el suelo. El
cristal y los metales restallan entre las paredes.
Se abre intempestivamente una hoja de la puerta y
aparece medio burro, rengueando, y cae en los escalones,
junto a mí. Lleva arrancada la mitad del cuerpo. El líquido
oscuro que sale a borbotones de su interior mancha rápi-
damente la piedra.
El griterío y los destrozos continúan a mis espaldas, aunque
ahora tienen menos fuerza.
Me pongo de pie y comienzo a bajar la torre, dirigiéndome
hacia mi propio destierro.

286
Tesis de un ángel cruel

ilagros se alisó el flequillo con el secador y el cepillo. El


M rímel fue el toque final. Luego comprobó el labial, si la
sombra en los párpados le había quedado bien, que el rubor
no fuera excesivo, tomó el celular y se sacó una selfie. No. No
le gustaba. Volvió a elevar su brazo. Sonrió y volvió a sacarse
una fotografía. Esta vez estaba mejor. Continuó sacándose tres
o cuatro más. Así tendría para elegir.
Luego fue a la galería y eligió. La de la sonrisa no se veía tan
forzada. Bien. Ahora un filtro: Stars, Serafina, Clouds in the
sky, Verano fragante, Romance, Yuki, Atardecer, Luna men-
guante… Iba pasando cada uno con el dedo, sin poder de-
cidirse. Volvió a los anteriores. Clouds in the sky estaba bien,
se veía como nublado pero no era nublado. Aplicó el filtro y
bajó la intensidad del brillo. Así, más oscura, se vería más
sexy. Los labios rojos resaltaban. Y los ojos delineados. A
Carmina le encantaría.
Esa tarde su amiga le había enviado una foto desde la pe-
luquería. Sentada en la silla, con la bata azul horrible que le
ocultaba todo, Carmina había liberado sus manos y se había
sacado una foto mirando al espejo, compartiendo con ella su
nuevo corte de pelo. ¡Qué cambio drástico! Se había cortado
muy corto, casi no la reconoció.
Milagros le había enviado un mensaje al instante.

287
Milii
Car qué te hiciste? Te queda re bien!!!<3

Car~♥
Gracias Mili, quería un cambio importante

Milii
Boluda pareces otra persona. Te juro que no te re-
conoci☺

Car~♥
jajajajaaaa como te quiero ☺

Luego Carmina le había contado que el corte se llamaba


«Pixie» y lo usaban famosas como Rihanna o Miley Cyrus.
Milagros sabía que con esa cara tan bonita a su amiga el look
le quedaba perfecto. Era de esas chicas que podían hacerse lo
que quisieran en el pelo: todo les quedaba bien.
Siempre se compartían fotos de libros que estaban leyendo o
de la pantalla del televisor o de la compu cuando veían alguna
película. Tenían tal intimidad entre ellas que les gustaba
contarse todo. Se conocían desde el primer año de primaria.
En segundo grado habían hecho un grupo juntas y terminaron
sentándose una al lado de otra. Desde ese momento se
volvieron inseparables.
Volvió más opaca la foto. Eso le daría, a su entender, «mis-
terio». Le encantaba sacarse fotos y subirlas a Instagram o
Twitter. Antes se las enviaba a su amiga para saber qué le
parecían. Le divertía agregar filtros y retocar las fotos. No
demasiado, sino sentiría que estaba faltando a la verdad. La

288
realidad se tornaba distinta en las fotos. Qué era lo real y qué
no, esa era una cuestión que ella prefería no pensar. Las
imágenes que subía conformaban un poco su propia realidad.
La que quería que todos viesen.
Cuando consideró que ya estaba bien con eso de jugar con la
imagen, la guardó y se la envió a Carmina.
Se estaba cepillando los dientes cuando sonó su celular.

Car~♥
Mili, ¿estás con Martín?

Milii
No, estoy sola en casa

Se había arreglado porque estaba aburrida. No tenía pensado


salir a ningún lado. Sus padres se habían ido al Bingo con
unos amigos, y no volverían hasta muy tarde en la noche.
Disfrutaba maquillarse, tener la casa para ella sola. Había
puesto un video de música house en la computadora con el
volumen bastante alto, y el acompañamiento le llegaba desde
varias habitaciones más allá.
El siguiente mensaje de su amiga la desconcertó e hizo que
un frío glacial ascendiera por su espalda.

Car~♥
boluda, hay alguien atrás tuyo

Abrió la foto y vio el rostro. ¿Cómo no lo había visto antes? El


filtro agregaba imágenes vaporosas, por eso se llamaba Clouds
in the sky (‘Nubes en el cielo’), y se le había pasado por alto

289
ese rostro. Porque era una cara, de eso no había dudas. Desde
la oscuridad a sus espaldas, más allá de la puerta del baño,
había surgido una cara.
Pensó en sacarse otra foto y fijarse si era el filtro.
Obvio que es el filtro, pensó,si cuando elegí la foto no había nada
raro.
Pero no quería pasar por el trance de ver de nuevo esa cara.
¿Qué era? Se había pegado un buen susto. ¿Clouds in the sky
agregaba cosas a la imagen real? Eso sería más apropiado para
un filtro que se llamase Zombies o Spectre. ¿Existían esos?
Seguramente habría alguna de esas cosas.
Ella ni siquiera veía películas de terror. Odiaba los so-
bresaltos. Prefería las románticas o las comedias, mirarlas
abrazada a Martín, apoyada en su pecho, aunque a él úl-
timamente solo parecían gustarle las de explosiones, disparos
y persecuciones. Ya habían visto todas las de Rápido y furioso.
Lo había acompañado al cine a ver algunas de El juego del
miedo. Esas eran horripilantes. Milagros se había tapado la cara
la mayor parte de la proyección. Era un sinsentido cruel y
morboso. Martín reía ante cada nueva atrocidad. No podía
entender cómo él disfrutaba eso. Y no podía dejar de tener una
duda: ¿si tanto le gustaban esas películas de horror, por qué él
insistía en que ella lo acompañe? ¿No podía ir solo? ¿Le
gustaba verla sufrir?
Se estremeció y sintió que necesitaba su abrazo. Le escribiría
y le pediría que se quede con ella. Podrían dormir en su cama,
y a la mañana bien temprano lo despacharía antes de que sus
padres se enteraran que no había pasado la noche sola. Sí,
tenerlo cerca la tranquilizaría.

290
—Hola, hermosa —dijo Martín cuando media hora después
un taxi lo dejó en la puerta de la casa de ella—. Qué lindo
recibir tu mensaje…
—Pasá, pasá. —Milagros no quería que ningún vecino viera
que alguien entraba. Eran rechusmas y le llevarían el co-
mentario a su madre.
—Tenía ganas de verte —dijo ella y lo abrazó. Le dio un
beso y se refugió de nuevo en sus brazos.
—A veces estos encuentros improvisados salen bien —son-
rió él. Le estampó un beso en la frente.
Milagros sintió que todo marchaba bien.
Había encendido todas las luces de la casa. No tenía ganas
de más sobresaltos por esa noche.
—¿Cenaste? —le preguntó Milagros, soltándose de su abra-
zo. Ya se sentía tranquila. Era suficiente con que Martín
estuviera en la casa.No necesitaba estar en contacto con él todo
el tiempo. Con su presencia bastaba para poder relajarse.
—Estaba ocupado mientras mi familia cenaba…
—Vení. Te voy a preparar algo.
—¿Vos no vas a comer?
—No quiero comer.
No quería entrar en discusiones acerca de si había cenado o
no. Tampoco sentía deseos de alimentarse delante de él. Por lo
general, los varones no prestaban atención a nada —a nada
que no fueran películas de explosiones, fútbol y chicas—, pero
no quería que le hiciera una escena si advertía que ella se
guardaba una presa de pollo en la manga para simular haberla
comido.
Mientras iba hacia la cocina recordó la toalla del baño de su
pieza.

291
Tengo que cambiarla. La otra vez él sintió olor a vómito cuando se
secó la cara, se dijo. Por suerte no relaciona las cosas… todavía.
Se daba cuenta de que convivir con alguien era algo compli-
cado. Por suerte ambos eran adolescentes y se veían de vez en
cuando y solo un par de horas, nada más. Pero los adultos sí
que se las veían difíciles. Las manías, los miedos, los caprichos
y los delirios quedaban expuestos de manera atroz cuando te
veías todos los días de la semana, los 365 días del año. Ahí no
había manera de mentir. El pushup no mentía por tanto
tiempo. Y la celulitis no se podía esconder en la oscuridad con
la excusa de que te gustaba más así. Que era más romántico.
Las penumbras, en algún momento, se corrían, y lo que que-
daba expuesto a la luz era la realidad.
Fueron a la cocina de la mano. Ella le dijo que se sentara y
abrió la heladera.
—¿Te parece bien un sándwich de pollo?
—Dale, lo que quieras.
Lo contempló mientras comía sentado a la mesa de la cocina.
Ella estaba en el patio. Dejó la puerta abierta así podían char-
lar mientras fumaba. La incomodaba pensar que sus padres se
percataran de que había fumado. No tenía ganas de discutir
con ellos. Su madre una vez la había enfrentado porque había
sentido olor en su habitación, y días después había encontrado
una colilla en el inodoro. Ahora ella era más cuidadosa. No
fumaba dentro de la casa y desechaba los restos de los ci-
garrillos en una bolsa de basura que escondía en su cuarto.
—¿Vemos algo en la tele? —dijo él cuando terminó de comer.
—No tengo ganas. Prefiero acostarme.
Se sentía nerviosa por lo que había visto en la imagen. No se
animaba a decirle nada a su novio porque la miraría como a

292
una tonta. Ella misma empezaba a dudar acerca de lo que
había visto.
Cuando se acostaron en la oscuridad él quiso ponerse
cariñoso pero ella lo rechazó. Solo quería descansar. Seguía
con los nervios a flor de piel. Martín se levantó y fue al baño.
Estuvo un rato largo y cuando salió estaba cansado y relajado,
sin ganas de nada. La besó en la mejilla y se durmió.

—¿Borraste la foto? —preguntó Carmina.


—No. Ni siquiera tengo ganas de verla de nuevo —Milagros
se pasó la uña del meñique por los dientes. Siempre que estaba
nerviosa se comportaba así.
—Yo la borré del chat. Dejame de joder.
Milagros se estremeció. Se apretó los codos.
Estaban en el recreo. Realmente había poco tiempo para
charlar solas, y a Milagros ya le estaba molestando eso de
comunicarse solo por celular. Carmina en esos momentos
miraba concentrada la pantalla de su teléfono.
—¿Me vas a prestar atención? —inquirió Milagros.
—Bueno, qué mala onda. Solo estaba… ¡Mirá la foto que
sube esta piba, por favor…!
Milagros le sacó el celular.
—Car, tenemos que hablar solas. Cuando salimos deacá
vayamos…
—Lo veo a Lisandro después.
—Después cuándo.
—Como a las siete y media.
—Boluda, salimos a las cinco y media.
—Yo voy para mi casa.
—Te acompaño.

293
Carmina resopló.
—Mirá, Mili, hay cosas de las que no quiero hablar. No se
puede solucionar nada.
—No me podés decir eso. A la salida nos vamos juntas.
Caminando. Nada de colectivo. Así hablamos como siem-
pre, comoantes.Tomá,acá tenés el telefonito, así seguís
pelotudeando.

Milagros tenía un blog clandestino. Nadie conocía el link. No


estaba oculto pero no le contaba a nadie a dónde subía sus
textos (nadie sabía que, cada tanto, escribía). Por lo general
eran reflexiones y comentarios de situaciones que la con-
movían. El nombre del blog era «Labios como pétalos». En
esos días subió una entrada que decía:

15 de marzo
¿Cómo advertir que el tiempo pasa? Si el perro del vecino
sigue con su cántico imprescindible. La de enfrente se mudó y
se le secaron las flores. Ayer me acordaba de cómo te reías.
¿Cómo advertir que el tiempo pasa? En la tienda no hay ya
nada que me recuerde nuestras correrías, cuando te man-
chaste con el helado ese vestido precioso que te habían traído
los Reyes.
¿Cómo advertir que el tiempo pasa? Las sandalias que me
prestaste ya no las uso. Y ahora miro tu perfil y veo las cosas
que escriben los demás. ¡Qué hipócritas! Ellos no te conocían.
Daría todo por charlar una vez más toda la noche, sentadas en
el balcón de tu departamento.
Ellos no te conocían.

294
El sol entraba por la ventana en un perfecto atardecer de
marzo. El otoño se desenvolvía cálido más allá de las per-
sianas levantadas: las hojas de los árboles parecían gotas de
lluvia suspendidas en las canaletas, en un fuego rojo que
tardaría en apagarse. La postal era como de una publicidad.
Milagros se encontraba de pie, en medio de su habitación,
mirando su reflejo en el espejo de cuerpo entero que tenía ahí.
Llevaba puesta una blusa crema con amplias mangas. Estaba
simplemente ahí, con sus zapatillas más añoradas, las Topper
verdes, el jean celeste arremangado, y la prenda que no usaba
desde hacía cinco años. ¿Qué hacía desempolvando esa pren-
da que ya ni sabía dónde estaba?
Entonces un dolor detrás del ombligo la hizo estremecer. Se
llevó una mano al vientre y sintió algo que presionaba des-
de dentro.
Se levantó la blusa con la mano y pudo ver algo definido
que estiraba la piel desde dentro.
Sus ojos se abrieron. No podía creer lo que veía. En la
desesperación se llevó la otra mano a la cabeza y al sentir que
algo se desprendía se llevó la palma ante los ojos. Un mechón
de pelo se le había salido. Aun estaba la piel ensangrentada
adherida a un extremo. Movió la mano con asco y la sacudió,
como para limpiarse de la visión.
Otra vez sintió la presión allá abajo y al enfocar la vista no
tuvo dudas: algo quería salir de dentro suyo. Esta vez sintió
uñas escarbando. Y mordidas. El dolor se hizo insoportable,
ahora la cosa que estaba dentro de su cuerpo empezó a
excavar un túnel a través de los músculos y los órganos, hasta
que solo la piel fue lo que le impedía disfrutar de la libertad. Y
finalmente esta última resistencia cedió ante las dentelladas:

295
apareció el hocico negro y delgado, los ojos enfermizos, la
cabeza bigotuda y las patas que se desesperaban para des-
trozar su vientre.
La rata cayó al piso. No era la única. Empezaron a salir dos,
tres, cuatro roedores asquerosos del cuerpo de Milagros,
mientras ella estaba ahí, incrédula, sosteniéndose la blusa aún.

Se despertó de manera violenta, sentándose en la cama. El


sacudón que la dejó en esa posición la mareó. ¿Qué era eso?
Una imagen grotesca y ridícula. Sintió deseos de vomitar. Por
suerte en la pesadilla ninguna había transitado por su gar-
ganta. Eso la habría llenado de una repulsión rayana con la
locura. Sentir el pelaje correoso contra la glotis… puaajjj.
En la oscuridad de la habitación giró la vista hacia todos
lados. Contempló el piso y no vio ningún movimiento. Per-
fecto. Las ratas habían sido parte de la fantasía de la
pesadilla. Bien.
Se llevó la mano a la cabeza. Estaba segura de que eso sí
había sido real. El pelo cayéndosele. Había sentido la textura
del mechón en sus dedos, había percibido el brillo de la sangre
cuando giró la piel con los coágulos juntitos a un lado… Pero
el pelo estaba en su sitio, comprobó, aliviada. Todo había sido
un sueño. Un estúpido y desubicado mal sueño.
No entendía cómo la mente podía tener ese tipo de ima-
ginaciones tan fuera de lugar. Siempre había relacionado ese
tipo de proyecciones como propio de mentes perversas. Como
las películas que Martín la obligaba a ver.
En algún lugar, seguramente, algún cortocircuito mezclaba
hechos y objetos pasados con angustias recientes y daba como
resultado pinturas surrealistas que mejor ni hablar…

296
Respiró profundo y se dijo que tenía que descansar. Todo se
le precipitaba desde el día en que se había sacado esa foto.
Antes, los recuerdos estaban bien enterrados. Debía impedir
que lo que estaba enterrado, simplemente, saliera a la superficie.

Se sentó frente a la computadora y contempló la pantalla. Sus


dedos se deslizaron por el teclado

Foto editor beautyglam2

No era de las aplicaciones más utilizadas pero a ella le con-


vencía lo que podía hacer con las imágenes. Por ejemplo… los
filtros. Desvió la vista hacia un lado. Su teléfono estaba
apagado desde hacía días. Ni siquiera se atrevía a prenderlo.
¿Y qué te puede pasar, eh? ¿Una cara horrorosa puede saltar desde
la pantalla y morderte la nariz?
Era un pensamiento estúpido, eso lo sabía. Pero por el
momento no tenía ganas de encender el aparato.
El buscador le mostró diferentes links. Abrió el primero
que aparecía en la pantalla. Tecleó en buscador interno
«filtros». Ahí vio los que conocía: Stars, Serafina, Atardecer…
No había ninguno que se llamara «Clouds in the sky». Eso
era raro. Los nombres se agolpaban desordenados, ni
siquiera estaban puestos de manera alfabética. Incluso cada
filtro tenía un nombre en un idioma diferente al de al lado…
¿Qué empresa había hecho eso? Sabía que a mucha gente
(Carmina incluída) no le gustaba ese programa porque
justamente el desorden parecía ser la norma. A Milagros le
gustaba el sentido ecléctico de la aplicación. Quizá porque en
su vida normal era muy ordenada y cuidadosa, entrar al caos

297
que proponía Beautyglam2 la reconfortaba. Era como entrar
a un país surrealista.
Recorrió los índices y no dio con ningún filtro que se llamase
como el que ella había usado la última vez.
Qué tonta. Ya sé.
Fue hacia atrás y en el buscador agregó «LG g4».
La búsqueda no dio muchos avances. La página a la que
entró solo mostraba una mejora en los colores y en el nivel de
brillo que se podía hacer a las imágenes.
Entró en un foro. Nadie parecía demasiado entusiasmado
con ese editor de fotos. ¿Sería ella la única que utilizaba esa
aplicación?
Entró a la página de LG. Ahí no mencionaba nada de las
aplicaciones oficiales para sus celulares.
En otro foro encontró el dato: la empresa de software se
llamaba Malgreem. Pero no pudo dar con ninguna página que
la oriente al respecto.
Tal vez si prendo el celular… Solo una llamadita. O un mensaje. Y
que Car me diga.
Tomó el aparato y tocó el botón de encendido. Luego envió
un mensaje a su amiga.

Milii
Car, vos tenes el filtro clouds in the sky en
beautyglam2? Decimeee

Al rato le llegó la contestación.

Car~♥
Hola Mili! yo no uso esa aplicación

298
Milii
Ya se, pero fijate por favor

Aunque Carmina no usaba ese programa, Milagros había


visto que sí contaba con él en el escritorio de su celular. De
fondo había puesto una foto, ambas sonriendo a la cáma-
ra, abrazadas.
Esta vez tardó varios minutos en contestar. Se imaginó que
Carmina estaba buscando concienzudamente lo que le pedía.
Al rato se impacientó y comenzó a caminar por la habitación.
El celular le generaba una ansiedad difícil de controlar. Esos
últimos días sin utilizar el teléfono había notado cómo la vida
transcurría a otro ritmo, en un decurso plácido y alejado de la
autopista desenfrenada por la que todo el mundo iba.
Fue a buscar el aparato, segura de que habían pasado más
de veinte minutos desde que se había comunicado con su ami-
ga. Pero comprobó que apenas habían sido tres minutos.
El celular vibró. Abrió el mensaje.

Car~♥
Mili, no encuentro ese filtro. Estas segura que se llama
asi? :/

Milii
Sí, gracias.

Car~♥
Xq estabas tan desaparecida?¡¡¡Hablame!!!

¿Ahora querés hablar?, pensó Milagros.

299
Milii
amiga, despues te escribo. Besos

Necesitaba pensar. ¿Era posible que solo ella tuviera ese


filtro en la aplicación? No, eso era una idiotez. ¿Qué clase de
fantasía era esa? Tal vez el celular de Carmina no se hubiera
actualizado…
No era posible eso. Ellas tenían el mismo aparato. Lo habían
comprado con un mes de diferencia.
Entonces, ¿cómo se explicaba el misterio?
No sabía hacia dónde dirigirse ni a quién recurrir.

Decidió ducharse. Abrió la canilla de agua caliente y fue a su


habitación a disponer la ropa. Con el chorro de agua sobre ella
se podría relajar y pensar.
Se desnudó. Dejó una bombacha limpia sobre el inodoro y
colgó un toallón del dispositivo que había en la pared.
Se enjabonó las manos, se acarició los brazos y distribuyó la
espuma por la panza y los pechos. Se apretó los hombros.
Quedó mirando el desagote de la ducha.
El baño se había caldeado y el vapor había ganado cada
centímetro. Se enjuagó el cuerpo y buscó champú. Se lo aplicó
y sintió un escozor en el cuero cabelludo. Al retirar la mano
vio un mechón de pelo. Era común perder cabello de vez en
cuando. A veces uno o dos pelos se enredaban en un chuflín y
se los arrancaba. Incluso cuando se duchaba podía caérsele al-
guno. Producto del estrés, según su madre. Pero esta vez fue
diferente. Eran más que dos o tres cabellos. Y en el extremo
había piel ensangrentada. Soltó eso al piso.
—Ajjj.

300
Ante su propia sorpresa, no gritó. En su cabeza algo avanzó
con ritmo arrollador.
Es la pesadilla que se manifiesta en la realidad.
Se miró la panza esperando ver algo que sobresaliera bajo la
superficie de la piel. Nada ocurrió.
Entonces otro pensamiento afloró a su mente como una
burbuja que asciende desde el fondo de un estanque.
Esto es la pesadilla. Estoy durmiendo. Estoy tirada en mi cama,
inconsciente, abrazando la almohada, y en cualquier momento me
voy a incorporar.
Miró el mechón de pelo, cómo la sangre se desprendía y se
iba por el desagote.
Se llevó los dedos a la cabeza y los puso frente a sus ojos.
Estaban manchados de rojo. Tenía sangre en la punta de los
dedos. Eso era real. Se le había caído el pelo.
Cerró la canilla y se quedó un par de minutos de pie,
temblando.
¿Qué debía hacer ahora? Cuando pudo moverse corrió la
cortina y salió de la bañera. Miró el pelo en el piso. Buscó
papel higiénico y tomó el mechón. Lo iba a arrojar al inodoro
pero recordó cómo su madre había encontrado la colilla
aquella vez, y el regaño posterior. Entonces lo podría tirar en
el cesto de basura del baño. No. Ahí lo vería con facilidad.
En su habitación tenía una bolsa de basura oculta bajo la
cama. La buscó y se detuvo un segundo mirando la piel
sangrienta. Una delectación morbosa le hizo hacer eso. Le dio
asco. Luego desechó los pelos en ella.
Se quedó, húmeda aún por la ducha, de pie junto a su cama.
Qué desastre. Estoy mojando todo.

301
Regresó al baño y comenzó a secarse con el toallón. Se lo
colocó sobre los hombros y pasó la palma de la mano por el
espejo empañado del botiquín.
Ahora sí no cabía dudas: la cara rígida, seria, la miraba
desde detrás suyo.
A Milagros se le escapó un grito.

—Mili, ¿estás bien? ¿Qué te pasó?


—Nada, ma. Me… me resbalé y me pegué la rodilla contra el
bidet.
—¿Estás bien? ¿Te duele? Dejame ver…
—No, dejá, fue un susto. No me pasó nada. Ni siquiera sa-
lió moretón.
Su madre murmuró algo más y se fue. La imaginó dudando,
dando vueltas por su habitación. Eso la intranquilizó.
Tengo que relajarme. Esto me está haciendo mal.
Noleagradabalaideadequesumamáestuvieracurioseando qué
tenía en la pieza. Al cabo de unos segundos el silencio reinó
detrás de la puerta y supo que la había dejado sola.
Se secó con cuidado la cabeza. Por fortuna la zona que se
había desprendido del cuero cabelludo no era muy grande; la
había visto enorme porque la impresión la había chocado.
Para ocultarla se haría un rodete o una cola alta. Ya vería.
El contacto con la toalla le hacía arder. Prefirió dejar el pelo
mojado y secarse el resto del cuerpo.
Luego se vistió y se echó en la cama. No quería cenar ni ver
a nadie. Solo relajarse y que el tiempo aclarase las cosas. Aun-
que parecía que esta vez el tiempo solo avanzaba y se llevaba
puesto lo que no le servía. ¿Qué otras cosas ocurrirían en los
próximos días? Milagros no quería ni siquiera imaginar.

302
Tomó el celular para llamar a Carmina.

Estaba manejando cuando sonó el celular.


—Mili, ¿qué tal?
—Car, ¿qué estás haciendo?
—Estoy llevando a mamá al shopping. Pensábamos comprar
para la fiesta de Héctor…
—¿Podés hablar?
—Tengo el altavoz puesto —Carmina se preocupó e inter-
cambió una mirada con su madre—. ¿Estás bien, Mili? ¿Qué
te pasa?
Frenó bruscamente cuando el auto delante de ella quedó
detenido en el semáforo en rojo. Automáticamente un joven
con rastas se paró en la senda peatonal y comenzó a hacer
malabares con tres clavas.
—No tengo una sola moneda para darle a estos vagos.
—¡Mamá! —la retó Carmina. Opinaban igual, pero no quería
que su amiga oyera a su madre hablar despectivamente de na-
die. Entonces recordó que tenía a su amiga en la llamada.
¿Habría oído algo? Tal vez. Pero se tranquilizó, Milagros no
podía saber a qué hacía referencia su mamá con esas palabras.
Eso si había oído algo.
Le extrañó el silencio de su amiga. Tal vez se había callado al
oír la voz de su madre. O quizá hubiera cortado.
—Mili, ¿estás ahí? ¿Cortaste?
—Acá estoy —dijo Milagros. No agregó nada más. Era como
si quisiera decir algo, pero no pudiera pronunciarlo.
—Me preocupás, Mili. Al menos decime qué anda pasando.
—Es Cande. Quiero hablar de ella. Llamame cuando puedas.

303
Carmina tomó aire. El semáforo se puso en verde y avanzó
por la calle. El muchacho ya se retiraba a la vereda luego de
recolectar el aporte de algunos choferes.
—Ok, yo te aviso cuando…
Pero Milagros ya había cortado.

—Mili, estás distante. ¿Qué te pasa?


Martín había estacionado frente a la casa de su novia. Ella lo
mensajeó con apremio. Él había pensado en no contestarle o
en hacerlo dentro de un par de horas (estaba viendo la tele con
su hermano menor, relajado, sin ninguna preocupación más
que el menú que su madre estaría haciendo dentro de un rato),
pero algo en él le dijo que debía contestarle. Había pedido el
auto a su madre y había atravesado la ciudad para hablar con
Milagros. La chica se mostraba parca para hablar por teléfono.
Eso era algo que lo molestaba. Pensaba decírselo, pero cuando
la vio, y comprobó las ojeras que le marcaban el rostro pensó
en no ser muy exigente con ella.
—¿Podemos caminar, por favor? Quiero tomar aire.
—Vamos en el auto a la parte alta de Palihue, si querés.
—No. Caminemos. Y dejá el celular.
—Lo tengo en silencio —mintió él. La notaba nerviosa, y
comenzó a preocuparse por su salud mental.
Estaba muy linda con el pelo atado en esa cola alta, un poco
desordenada, era verdad, pero eso le daba un aire informal
que le sentaba muy bien. Era una chica muy bonita, tanto que
lo había enamorado desde que la había cruzado en el boliche
en esa fiesta de la primavera.
Le tomó la mano. Ella se encontraba distraída y no
percibió su contacto. Martín notó el frío en sus dedos. Le

304
apretó el brazo porque tenía ganas de estar en contacto con
ella. Le preocupó sentirlo flaca que estaba. ¿Cuándo se ha-
bía puesto así?
—Yo… —empezó ella, pero hizo silencio. No sabía có-
mo empezar.
—Contame, mi amor. Algo te está pasando. Hablá con
confianza.
Se detuvieron y él le puso una mano en la barbilla, obli-
gándola a enfrentarlo.
Las lágrimas surcaban su cara.
—Por favor, decime qué te pasa.
—Me parece ver a Candela —tragó saliva ella—. No me la
puedo sacar de la mente.
—¿Qué decís? —preguntó él.
Ante los ojos de Milagros Martín se volvió distante.
Debe pensar que estoy loca. No lo culpo.
—Aparece cada tanto… No sé bien. Creo que se quiere con-
tactar conmigo.
Martín la tomó de ambos brazos y la sacudió.
—¡No digas idioteces! Candela está muerta. Ella no querría
que inventes…
Milagros se sorprendió por la reacción. Los dedos de él le
lastimaban.
—Me hacés mal. Soltame —pidió con clemencia.
Martín estaba nervioso. Relajó su gesto y la soltó cuando
entendió que su reacción no era muy civilizada.
—Perdón… Mili, no digas pavadas. Candela no está más.
Que ella no esté acá no es culpa tuya.

305
—¿Culpa mía? —Milagros se puso a la defensiva—. ¿Eso
pensás? ¿Qué me siento así porque siento culpa? Ahora solo
falta que me quieras mandar al psicólogo, como mis viejos.
—Estás alterada. No me levantes la voz.
Se miraron en silencio unos segundos. Se evaluaron a ver
quién cedía primero. La añoranza de estar entre sus brazos
hizo que Milagros se precipitara en el pecho de Martín, que la
apretó con fuerza.
—Ya lo vas a superar —dijo él—. Ya lo vas a superar.
Eso le molestó. En sus palabras estaba implícito que la
cuestión era un problema de ella sola. Como si Candela no
fuera parte del grupo. Le daba rabia que la hubieran dejado de
lado para seguir adelante. Como si nunca hubiera existido.
Borrarla era la opción que todos parecían manejar.
Entonces yo tengo que mantener su memoria viva, se dijo.
Lo miró a los ojos. Una lágrima de impotencia rodó por su
mejilla. Él creyó que era por la tristeza de su amiga ausente. Lo
que en realidad Milagros quería era darle una buena ca-
chetada. O una patada en los huevos, así reaccionaba. Porque
su egoísmo era como el de todos. No soportaba ver en lo que
la gente se convertía. Cuando alguien muere las personas
demuestran ser como en realidad son. Y la miseria humana,
comprendía Milagros, era atroz.
Ahora me siento sola. Tengo que seguir adelante. Por mi amiga. Y
por mí.
No le dijo nada a Martín. Caminaron un poco más, pero solo
hablaron de trivialidades.

Esa misma noche sonó el teléfono fijo y su madre atendió. Fue


un poco después de la cena. Milagros vio que ella agarraba el
aparato con fuerza y escuchaba atenta.

306
Cuando volvió a la mesa miró a su hija.
—Mili, hubo un accidente. Ezequiel, Mario, Franco y Facundo
iban en auto cuando perdieron el control y se estrellaron contra
un árbol del Parque de Mayo. Me llamó la madre de Camila.
Dice que ella te estuvo llamando.
Milagros miró su celular sobre el modular. Lo tenía apa-
gado. No se levantó a buscarlo.
—Debería ir al hospital —dijo, sin moverse ni apartar la
vista del teléfono.
—Escuchame, Mili. No sé cómo decirte. Los chicos murie-
ron. Fue una muerte instantánea. Se prendió fuego el auto.

En la casa velatoria las caras compungidas se multiplicaban


como flores grises regadas con espanto.
Milagros llevaba blusa, falda y medias negras, y había to-
mado prestada (sin permiso) una cartera de la habitación de la
madre.
Notaba que pocas compañeras se le acercaban. Algunas la
miraban raro, murmuraban. Solo Camila la había saludado
con un beso. Los varones del curso, muchos de ellos distraí-
dos, la saludaron sin mirarla a los ojos. Vio a Carmina entre
los parientes de los muertos, o con Lisandro. No le había
dirigdo ni una mirada desde que había llegado.
Qué le pasa. Es como si me quisiera culpar de algo.
Decidió que no se iba a hacer problemas por cosas tan
banales. Al ver el dolor de los padres de los chicos muertos, de
los hermanitos y de los parientes más cercanos, se dio cuenta
de que había cosas más importantes en la vida que el saludo o
los cambios de humor impredecibles de los demás.

307
Estaba sirviéndose café en la mesita cuando oyó a unas
chicas susurrando en los sillones contiguos.
—Candela se les apareció y los llevó a la muerte.
Al principio no supo si había escuchado bien. Se incorporó y
miró a las que estaban reunidas.
Stephanie, Irene, Evangelina, Camila y Evelyn la miraban.
La que había hablado era Evangelina. No se había dado cuenta
de que Milagros estaba cerca y su voz se había elevado dema-
siado en ese ambiente de susurros y palabras huecas dichas
con voz quebrada.
—¿Qué dijiste? —se acercó Milagros. Quería que Evangelina
repitiera lo que había dicho—. Estabas hablando de Candela.
Camila intercedió.
—Mili, son cosas que dicen. No hagas caso.
—¿Qué dicen? —preguntó en voz alta y notó que varias
personas de más allá miraron a su grupo con el ceño fruncido.
—Que Candela se les aparece a los que van a morir —escu-
pió Evelyn, insidiosa—. Eso dicen.
Milagros entendió por qué nadie se le acercaba. Era porque
murmuraban de su amiga muerta. Y con ella presente no po-
dían hablar abiertamente. Puros chusmeríos. Cómo le gustaba
a la gente inventar historias. Le dieron asco sus compañeras.
No tenían respeto por su amiga fallecida.
Evelyn la miró con fijeza y volvió a hablar.
—Ellos —miró hacia donde estaban los cajones— eran justo
los que le habían hecho eso. Qué casualidad, ¿no? Y ahora
murieron todos.
—No todos —afirmó Stephanie—. Había más.
Milagros no entendía. Había bloqueado de su mente varias
cosas de los últimos tiempos. ¿En eso se había convertido su

308
amiga? ¿En una leyenda urbana? ¿Y a qué situación se referían
sus compañeras? ¿A la famosa fiesta que había ocurrido en la
casa de Marta?
Las chicas le dijeron algo más, que no quiso creer, y ella
decidió buscar a Carmina.
Milagros se volvió con los ojos llenos de lágrimas. Le con-
movía más la rememoración de su amiga muerta que los
cuerpos de sus compañeros en esa sala. Al fin y al cabo, eran
unos imbéciles.
Encontró a Carmina en la vereda, junto a Lisandro y otros
muchachos, fumando.
—Car, tenemos que hablar.
Su amiga miró a su novio como pidiendo ayuda y enfrentó a
Milagros. Sus ojos se debatían entre la súplica y la resignación.
—¿De qué querés hablar?

Fueron a dar unavuelta a la manzana. Así podrían conversar a


solas.
—¿Vos sabés por qué Candela se mató? —A Milagros se le
hacía un nudo en la garganta cuando pronunciaba esas pa-
labras. Aún no podía creer que eso hubiera ocurrido.
—Mili, dejá de dar vueltas al asunto. Es al pedo.
—¿Al pedo por qué? ¿No era nuestra amiga?
—Era más tu amiga que mía.
Esas palabras le cayeron como una cachetada. ¿Cómo podía
decir eso? Era verdad que con Candela se habían tratado los
últimos años, pero eso no quitaba el amor y la amistad que
sentían. ¿En qué se había convertido Carmina? ¿Podía ser tan
fría la gente?

309
—Las chicas, Evelyn y las otras, me dijeron que esa noche de
la fiesta pasó algo. Que los chicos del curso la manosearon.
¿Vos sabés algo? ¿Lisandro te dijo?
La cara de Carmina se transformó. Era como el bajorrelieve
de una antigua ciudad recién descubierta (pero que siempre
había estado cerca) que fluctuaba delante de sus ojos.
—Qué decís. Por qué no te dejás de inventar pelotudeces…
—Carmina, ¡necesito saber! Además la gente murmura. Son
unos irrespetuosos. —Milagros comenzó a llorar—. Ya inven-
tan historias de ella.
—¿Historias?
—Cuentos de fantasmas. Que se les aparece para vengarse.
—No podés creer en esas boludeces. No les des bola.
Carmina se acercó a su amiga para abrazarla.
—No me toques, Car. Estoy mal.
—Yo también. ¿Te pensás que es fácil esto para mí? Yo le
creo a Lisandro cuando me dice que no pasó nada en la
fiesta. Tuvimos una pelea hace poco. Yo también oí las
murmuraciones…
Milagros no dijo nada. En su cabeza veía la cara de Candela
en el espejo, detrás suyo. Ahí sí había notado quién se
aparecía. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Que su amiga muer-
ta le estaba avisando que iba a morir?
—Volvamos, Car.
—Pará, secate los ojos. Acá tenés un pañuelo.
Milagros lo aceptó. Carmina la tomó de brazo y regresaron
así, como una pareja de viudas adolescentes, vestidas de negro
como los pensamientos que las atormentaban.

310
22 de marzo
China, quiero ser imán en tu heladera. ¿Te acordás cómo
reíamos? A vos te daba hipo y mostrabas los dientes. Yo me
apretaba la panza y decía que teníamos que detenernos o me
iba a hacer pis encima.
Esas tardes son inolvidables. Dijimos que íbamos a ser ami-
gas por siempre. Que no estés no es un límite. La palabra se
mantiene.
Y hay que defender lo que se quiso.
Bombón, corazón de dulce de leche. Pero sin baño de
chocolate, gracias.
Nos tomábamos un helado mientras nos cocinábamos en la
plaza Rivadavia, en enero a las 3 de la tarde el centro parecía
en suspenso. Yo no me olvido. No me dejes. No te dejo.

¿Qué me quiso decir Camila? No entiendo. ¿Por qué dicen que


Candela se le aparece a los que van a morir? Son estupideces.
«Dicen» repiten las idiotas de toda la ciudad. No puedo pensar en
qué injusto es que se te recuerde así. Dicen, dicen, dicen.
Qué son esas pendejas para hablar así.
Me doy cuenta de que una no puede controlar cómo se la re-
cordará. Vos podés llevar una vida de lo más correcta pero cuando no
estás inventan lo que sea. LO QUE SEA. Nadie merece convertirse en
una leyenda urbana.
Tengo sueño. La noche está tranquila. Suena la sirena de un auto a
lo lejos. Un perro ladra y otro le contesta. ¿Siempre es así? Creo que
sí. No hay silencio nunca en la ciudad. Esto no es el campo. Extraño
la casa de mis abuelos en Tornquist.
Ahora todas las minitas y los chabones del Nacional deben pensar
que sos como la llorona. O como Samara. Una leyenda urbana para

311
contar las noches de previa o cuando se juntan a chupar en el
estacionamiento de la universidad. Una historia que se repite hasta el
hartazgo y se deforma. Pronto tu nombre va a ser cambiado por otro.
Pero van a seguir inventando en tu memoria.
Qué bronca. No doy más del sueño. Te extraño. Yo estoy acá. Para
limpiar tu nombre. No puedo. No puedo. Te quiero.

—Estás desaparecida, Mili.


—¿Por qué decís eso? Si acá estoy.
Martín miró hacia el cielo, contrariado.
—No subís nada más a Twitter.
—Me estás cargando. Esto es lo que importa.
Deseó tomarle la mano para que viera que ella era real, pero
se contuvo.
Estaban en el auto de él, detenidos frente a la casa de la chica.
Hacía rato que notaban que la relación andaba tensa. Él no
pasaba tan seguido por su casa, ni pasaban el fin de semana
juntos. Milagros tenía el celular apagado casi todo el tiempo.
Una vez había ido caminando hasta la casa de él, pero al no
encontrarlo, se dio media vuelta y caminó de regreso a su
hogar. La había recibido el padre de Martín, pero parecía
como si no le hubiera avisado a su hijo que su novia había
pasado a verlo, porque luego él no hizo mención de su visita.
Y ella no tenía ganas de hablarle.
De seguro el padre le habría dicho algo. Entonces era Martín
el que se mostraba distante y no quería tener mucho trato con
ella.
Así es como se enfría una relación, pensó Milagros. Este no-
viazgo era su primera relación seria, y comprobaba que a
veces, simplemente, las personas se distanciaban.

312
Martín miraba al frente. Parecía que algo más allá del
parabrisas cautivara su atención. Milagros siguió la línea de su
mirada y vio que no había nada, las luces de la calle
comenzaban a encenderse.
Advirtió la línea de la mandíbula, el pómulo viril. La
barba apenas aparecía como una sombra en el mentón y la
patilla. Se dio cuenta de que nunca había reparado en su
cara de esa manera.
—¿Hace mucho que no ves a Car? —preguntó él sin mirarla.
—¿Eh? ¿A qué te referís?
—¿Sabías que te estás distanciando de todos? Porque no te
conectás más. Y ni siquiera vas a la casa a verla, o interesarte
por tu amiga.
Fui a tu casa y nunca me dijiste nada, pensó en decirle, pero se
lo guardó.
—Lisandro y Carmina se van el fin de semana. Ella lo
acompaña a cazar.
—A ella no le gusta cazar.
—A veces uno hace cosas por el otro que no le gustan.
Milagros no supo qué responder a eso. ¿Sería un comentario
sexual? Ya habían hablado de ciertos temas que la ponían
incómoda. Por ahora no quería volver sobre esas cuestiones.
—Quiero decir: la vida sigue, y nos enfrentamos a cosas que
no nos gustan. Seguimos para adelante.
Menos mal. No hablaba de sexo. Milagros casi sonrió, pero
se contuvo. Martín estaba demasiado serio y no quería que la
viera y se ofendiera.
¿Qué decía su novio? Las palabras se le confundían y se
enredaban en su mente. No tenía ganas de discutir.

313
—¿Sabés qué? Estoy cansada. Nos vemos mañana. Dale, por
favor.
Se inclinó y lo besó en los labios. Él tenía gusto a cigarrillos y
pastillas de menta. A ella le encantaba esa combinación en su
boca. Volvió a besarlo, más largamente. Martín desvió la
cabeza.
—Está bien. Hasta mañana.
Ella se bajó del auto y él arrancó. Vio cómo las luces traseras
del vehículo doblaban a la izquierda y se perdían de su vista al
doblar la esquina.

Milagros no podía comprender cómo podía alguien tener


tanta mala suerte. Otra vez en la sala velatoria en menos de
dos meses.
Lisandro se había disparado sin querer. Había sido un
accidente, en la primera noche en carpa. Él había salido a
orinar, según decía Carmina confusamente, o vaya a saber
qué, y al rato se escuchó un disparo. Al principio, luego del
sobresalto inicial, había llamado en voz baja a su novio, para
luego dar rienda suelta a los gritos que matizaron esa noche
oscura en la total desolación. Tomó una linterna y salió fuera
de la carpa. Su novio tenía un disparo en la mandíbula y los
sesos desperdigados entre las piedras y las plantas.
Dijeron que se había tropezado y se había disparado sin
querer.
Pero otra versión comenzó a circular en los pasillos de la
escuela. Decía que Lisandro había visto a la chica de la fiesta,
Candela, se llamaba. Que había recibido un mensaje en su
celular, o una llamada, y que luego el muchacho había muerto.
Puras bobadas.

314
Otra charlatanería que incomodó a Milagros fue enterarse
que Candela no había sido manoseada. Esta nueva versión
profundizaba el horror: sostenía que la habían violado entre
varios de los presentes.
Estas dos historias se cruzaban en algún punto dentro de su
cabeza y le sugerían varias hipótesis. ¿Candela se le aparecía a
los que la habían agredido y los ajusticiaba? Eso tendría
sentido. Pero… ¿por qué a ella se la había aparecido? Ella no le
había hecho nada malo, al contrario, la había amado con
lealtad. Ella daba todo por su amiga. ¿Había un mensaje
oculto en sus apariciones? Y en ese caso, ¿qué significaba?
En medio de la sala en donde se velaba a Lisandro, Milagros
vio una rata. Al principio no dio crédito a lo que se presentaba
delante de sus ojos. Pero luego era evidente: un roedor
asqueroso había apresado el ruedo del pantalón de la madre
de Lisandro y masticaba el dobladillo. La mujer parecía no
notar nada, ni ningún presente advertía el comportamiento
extraño del gordo animal.
Milagros salió a tomar aire a la vereda. Eso era una locura.
Ella estaba enloqueciendo, solo podía ser eso. Nada más.
Demasiadas muertes repentinas y cercanas en poco tiempo.
Le extrañó no ver a Carmina por ningún lado. Le dijeron que
tenía un ataque de nervios tal que estaba dopada en su casa,
atendida por una prima.

Invitó a Martín a cenar una noche en que sus padres habían


salido. Él se mostró reticente al principio, pero ella insistió y
dejó entrever que tal vez podría darle algo de lo que Martín
hacía rato pretendía. Finalmente, el muchacho aceptó.

315
Esa vez Milagros lo recibió encantada, feliz. Lo condujo a la
cocina, en donde había preparado la mesa para dos, con velas
y todo. Ella se excusó a último momento.
—No voy a comer. Estoy medio descompuesta.
Él se sirvió vino.
Milagros había hecho carne al horno y una ensalada de
palta, zanahoria y tomates, todo regado con aceite de oliva.
El muchacho cenó y su novia estuvo a su lado, dándole
charla. Ella solo bebió agua.
—Es increíble la cantidad de blogs que hay: encontré uno de
cuentos de Cortázar. Me gustaron. En YouTube también podés
encontrar infinidad de ideas para hacer…
—¿Te referís a comidas? —Martín tomó un trago de vino.
—Me refiero a muchas cosas. Si googleás podés encontrar la
manera de hacer lo que quieras. Todo el mundo tiene su
propia versión. No solo para cocinar, sino hasta para reparar
un mueble viejo, no sé. O para preparar trampas.
Martín sonrió. Le apoyó una mano en la pierna, pero ella se
la quitó.
—Esperá, escuchame. Te estoy contando algo. Hay muchí-
sima información en la red. Y eso que no entro en mis redes
sociales desde hace varias semanas. Me imagino el escarnio
que se arma cuando alguien falta, ¿eh? ¿Es divertido burlarse
de alguien que ya no está, que no se puede defender? Siempre
hay un embajador del desastre. Pero pará, ahora te explico eso.
»En un blog encontré los datos. ¿Sabés qué pasa si intentás
matarte con veneno para ratas y está vencido? Se te cae el pelo.
¿Tenés idea lo que duele, la agonía que tiene que soportar una
persona mientras siente que la vida la abandona?
—Mili, me estás dando miedo.

316
—Pero escuchá qué interesante: yo supongo que dolía más
estar viva. Te estoy hablando de Cande, Martín. Ella no pudo
soportar por lo que le habían hecho esos hijos de puta. Yo no
me enteré de nada, siempre en la pavada, viviendo men-
talmente en Disneylandia. Y ella no me pudo decir. No me
pudo pedir ayuda. Ahora escuchame bien. Ya que terminaste
de cenar, ponete de pie. Quiero que vayamos a mi habitación.
El discurso lo perturbaba un poco.
—Bueno, vamos, pero antes dame un beso.
—En mi habitación —le sonrió.
Milagros se adelantó y subió a su cuarto. Cuando Martín
ingresó, ella cerró la puerta con llave.
—¿Qué hacés? —vibró su voz.
Tenía miedo. Estaba bien que fuera así. Se llevó la mano al
estómago y se agachó.
—¿Cómo se siente el veneno en tu panza? —preguntó ella,
sin dejar de apuntarle—. No te preocupes, no soy tan mala. No
te voy a dejar sufrir mucho. Sos un tarado. Me hacés elegir
entre mi amiga y vos. Y vos no valés tanto.
Él no podía hablar. Se echó en el piso y comenzó a gemir del
dolor.
Milagros tomaba aire a bocanadas. Comenzó a llorar.
Buscó cinta de embalar en un cajón del escritorio. Le
inmovilizó las muñecas con varias vueltas. Luego ató los pies.
Por último cortó un pedazo grande y se lo colocó en la boca.
—Quiero ver cómo agoniza alguien luego de ingerir veneno
para ratas. ¿Te parece justo, eh? Ya no podés ni hablar. Mejor
así. Leí en internet que el corazón se te va a parar. ¡Mirá vos,
otra parte de tu cuerpo que también se puede parar! —Milagros
dijo esto último como una broma, pero continuaba llorando.

317
Martín estaba en el piso y se movía poco. Tenía los ojos
abiertos. Por unos minutos se quedó inmóvil, gimiendo. Lue-
go se sacudió. Milagros estuvo a punto de intentar ayudarlo.
Se contuvo. Debía ser fuerte por su amiga. Tenía que actuar en
nombre de Candela, aunque ella ya no estuviera. La palabra
empeñada tenía valor y debía hacerle honor. De esa manera
concebía a la amistad.
Cuando Martín se volvió a sacudir ella flaqueó y se
horrorizó, pero continuó en sus trece, apretándose las manos
para no liberarlo.
Buscó su celular y lo colocó en la silla. Digitó la aplicación
adecuada y lo dejó filmando.
—Tardá lo que quieras, yo no tengo apuro.
Su novio seguía retorciéndose en el piso.
Pensó enviar el archivo de la filmación al celular de Candela.
No sabía quién lo tendría ahora, pero creía en algún rincón de
su mente que así su amiga lo podría ver. Quizá de esa manera
lo filmado llegase a la destinataria.
Se sentó en el piso, la espalda contra la puerta del baño, y
prendió un cigarrillo.
—Dale, pibita, convertite en leyenda —dijo para sí, para dar-
se fuerzas, y se dispuso a esperar.

318
La destrucción de Micaela

a primera chica en desaparecer fue Melany Rodríguez.


L En su casa avisó que iba a patín —el club Estrella del
Norte queda a dos cuadras—pero a eso de las nueve de la
noche todavía no había vuelto.Cuando estaban a punto de
cenar, la madre le mandó un mensaje, que no contestó. Envió
al hermano a buscarla por el barrio, ya que a veces se quedaba
en la casa de alguna de sus amigas, o charlando en la calle,
pero al rato Ezequiel regresó y le informó a sus padres que
Melany no había ido a entrenar.
Fueron a la casa de los vecinos pero nadie la había visto las
últimas horas. El celular de Melany no estaba. Hicieron la de-
nuncia en la comisaría y para la medianoche los portales de
información de la ciudad ya habían subido la noticia.
Se hizo un rastrillaje por una zona cercana a la casa, agentes
se infiltraron en los prostíbulos de Bahía y White. Se hicieron
allanamientos a domicilios de personajes sospechados pero
ninguno dio resultado positivo con respecto al caso. (En un
domicilio de Villa Mitre la policía se encontró con una plan-
tación de marihuana y una balanza para fraccionarla, además
de armas de fuego y fajos de billetes que los dueños de casa no
supieron explicar).
Se instituyó una línea para aportar datos a la causa, y miles
de personas compartieron en redes sociales la foto de la chica.
Se recibieron dos llamadas con pistas falsas. En la primera se
mencionaba un auto blanco en que la joven iba secuestrada

319
rumbo a Santa Rosa. En la otra las voces que se escuchaban
eran juveniles, y de manera un tanto torpe pedían rescate.
El caso continuó siendo un misterio y nunca se supo qué fue
de la adolescente que, al poco tiempo de cumplir dieciséis
años, había desaparecido. Se había evaporado, evadido, desin-
tegrado, no estaba más, ni una huella quedó de su paso por la
vida de su familia, salvo la ropa desordenada en su habitación
y algunas pocas pertenencias. El caso quedó archivado y cada
tanto algún periódico sensacionalista desempolvaba los he-
chos e inventaba estrafalarias hipótesis: abducción extra-
terrestre, red de trata internacional, organizaciones mafiosas
que se escondían bajo tierra.

Todo el mundo recuerda dónde se encontraba cuando ocurrió


un acontecimiento importante. Cuando desapareció Micaela,
yo estaba con mi compañero Marcos en la comisaría. Había-
mos regresado, al final de nuestro turno, en lo que parecía la
jornada más apacible que recordara, cuando un llamado alertó
a todos en el lugar. De inmediato se empezaron a entreverar
nuevas historias.
—Esta noche va a ser larga —suspiró Marcos.
—No protestes. José nos puede escuchar —le dije.
José Giardino era nuestro jefe. Solía estar de mal humor y
nos miraba colérico tras su frondoso bigote cuando ocurría
algo que se escapaba a su control.
Marcos asintió.
Esa noche hicimos horas extras. Se movilizó a la totalidad de
los efectivos con que contaba la comuna para actuar en el
momento mismo en que la desaparición aconteció. Sabíamos
que las primeras horas eran las más importantes.

320
Micaela había salido de su casa hacia lo de una amiga que
vivía a la vuelta. Nunca había llegado hasta lo de Solange.
No había testigo alguno de la desaparición. Se barajó la
hipótesis de que la chica se hubiera marchado por motivos
propios. La familia descartó esto. Algunos vecinos mencio-
naron una camioneta gris que merodeaba el barrio desde la
semana anterior.
Cerca de la casa de Micaela estaba la escuela 65, en pleno
barrio San Martín. En la intersección de las calles Undiano y
Tierra del Fuego hay cámaras de seguridad. En las filma-
ciones de esa tarde, a las 20.35 se puede ver una camioneta
gris que cruza Tierra del Fuegohacia el centro sin detenerse en
el semáforo, que estaba en rojo. La hora era en la que se
estimaba que Micaela había desaparecido. En el video del
SEPROVIM no se puede advertir la chapa patente del vehículo.
Está tapada.
Esa primera noche patrullamos por Villa Rosas. No había
que circunscribirse a un radio pequeño alrededor de la casa de
la chica, y nos enviaron a ese otro barrio. Solo dimos unas
vueltas y hablamos con algunos vecinos. El que se acercó al
auto fue el Chiro. Se encontraba tomando algo con unos
amigos, en la vereda, y cuando lo vimos se me ocurrió enviarle
un mensaje de texto. A los diez minutos estacionamos a unas
cuadras, frente a una plaza, y el Chiro abrió la puerta trasera y
se sentó con pesadumbre.
—Qué onda —saludó.
—Qué hacés —lo saludé.
—Hola, pibe —inclinó la cabeza Marcos.
Ambos lo mirábamos por el retrovisor.

321
Él sonrió. Tenía unas sempiternas ojeras que decoraban su
rostro y lo hacían ver, extrañamente, de un modo juvenil.
—Se está armando un jaleo tremendo, ¿eh?
Sentí deseos de trompearlo. Parecía que nada le importaba.
Una nenita faltaba de su hogar y a él le resbalaba todo. Me dije
que sentía envidia. Ojalá yo pudiera ser así.
—Mirá, no jodas, Chiro. No estamos de humor —dijo Marcos.
Chiro arrugó la frente. Mal comienzo. Para lidiar con ese
tipo de escoria no había que tratarlo así o se podía retobar. Yo
levanté una mano antes de que el muchacho se marchara del
auto. Y también era una advertencia para mi compañero:
hablaría yo. Si Marcos se sulfuraba, echaría a perder la
oportunidad de informarnos.
Yo entendía a mi compañero, Chiro no nos agradaba. Pero
hay que saber cómo llevarse con distintas clases de personas.
Eso era algo que me había enseñado el oficio; algo que Marcos,
por su juventud, aún no había adquirido.
—No te hagas el vivo, Marquitos. Acordate de lo que le pasó
a Aquiles —Chiro rió con fuerza en el asiento trasero.
Marcos se puso tenso. Noté cómo los bíceps se le marcaban
en el saco y los tendones del cuello parecieron salírsele.
—¿Me van a pagar o no? Tengo que comprar birra…
Le tendí unos billetes, mirándolo por el retrovisor.
Él los contó, tomándose su tiempo, y los hizo desaparecer en
algún bolsillo de la mugrienta campera que vestía.
—Hay unos gitanos en avenida Arias. ¿Por qué no los inves-
tigan? ¿Son tontos los policías?
—¿Ellos la tienen? —preguntó estúpidamente Marcos.
—Yo qué sé. Pero pregunten por Néstor. Es un gordo.

322
Luego hizo silencio. Asintió mirando el suelo, sonriendo a
algo que no estaba ahí.
—Perfecto. Gracias, Chiro —le dije.
—Ahora bajate. Nos llenás el auto con tu baranda a cloaca —
agregó Marcos.
—Fue un placer —sonrió el muchacho e hizo una reverencia.
Acto seguido salió del auto.
Esa noche al regresar a casa, mi esposa e hijas ya estaban
durmiendo. Me descalcé y fui a la habitación de Eugenia.
Tenía catorce años y era la mayor. Buena en educación física y
en matemáticas, nunca había tenido problemas en la escuela ni
en danza. Era la chica que cualquier padre desearía tener. De
buen corazón, correcta, amable y sencilla con los ancianos y
los más pequeños. Me incliné y la besé en la frente.
Luego fui a la habitación de María Victoria. La más pequeña
estaba en primer grado de primaria y era la antítesis de su
hermana. El desorden poblaba su cuarto —tanto es así que
pisé un juguete de goma que chilló pero por suerte no la
despertó—. Era la bohemia de la casa: le gustaba pintar y
armar cosas con madera y cartón. «Nuestra pequeña ar-
quitecta», decía mi señora con un brillo dulzón en los ojos. Le
subí las sábanas hasta el mentón y le acaricié la carita de luna.
¿Qué clase de monstruo se llevaría a una chica? ¿Quién le
podría hacer daño a una criatura? El solo pensar que alguna
de mis hijas pudiera sufrir un secuestro me desgarraba el
corazón. Cerré la puerta de su habitación.
Me eché junto a Cecilia. Puse el despertador cuatro horas
más tarde. Ella se despertó y me tomó la mano, acercándome a
su cuerpo.

323
—Me enteré lo de esa chica, Micaela… Apagué la tele y les
dije que no la prendieran. Qué terrible, ¿no?
—Sí —farfullé y caí rendido a su lado.

Lo primero que hicimos con Marcos fue ir al campamen-


to gitano.
Algunas personas ya estaban levantadas cuando nos apro-
ximamos con el auto. Recién eran las ocho de la mañana.
Cuando descendimos del vehículo una mujer se nos quedó
viendo pero no se acercó a hablar. Esperamos un momento
hasta que un hombre salió de detrás de una carpa.
—Linda camioneta —dijo Marcos en voz baja—. Estos no
andan a pata. ¿De dónde sacan tanta guita?
Se refería a la Dodge Ram estacionada bajo unos árboles.
El campamento constaba de una gran carpa en el centro del
predio y dos más a ambos lados. Una flota de autos de alta
gama, que incluía dos camionetas como las antes menciona-
das, un Honda Civic, un Chevrolet Cruze y seis motocicletas
que parecían caras. El hombre que se acercó tenía la camisa
abierta y un sombrero de cowboy.
—¿Qué andan haciendo aquí? —dijo ni bien estuvo lo
suficientemente cerca como para ser oído.
—Buen día. Quisiéramos hablar con Néstor —saludé—. Nos
dijeron que nos puede ayudar.
—¿Y quién le dijo eso? —el hombre se mostraba a la
defensiva.
—Tranquilo. Nadie nos dijo. Es algo que se sabe —mani-
festé, aunque no sabía qué estaba diciendo.
El hombre pareció relajarse y lo pensó mejor. Entonces
desapareció detrás de la misma carpa por la que había venido.

324
Al rato un muchacho de no más de veinte años se apersonó
frente a nosotros y nos condujo hacia la carpa que estaba a la
derecha. Ahí vimos a Néstor.
Era un descomunal gordo, muy afable, que se mostró in-
teresado en ayudarnos.
—Ustedes quieren mis servicios —dijo.
—Sí —se apresuró a responder Marcos. Ninguno de los dos
sabíamos quién era el tipo.
—Es por lo de la nena, ¿no?
—Sí, señor —agregué. El caso ya tenía convulsionada a toda
la sociedad bahiense.
Néstor cerró los ojos y descansó la cabeza sobre su pecho.
Estaba tirado sobre una silla de plástico que parecía soportarlo
a duras penas.
Al rato parpadeó como si despertara de un sueño profundo.
—Ya no está más —terció, hiperventilándose—. Solo queda
el testimonio.
—¿Qué quiere decir con eso? —manifestó Marcos. Se puso
tenso. Una corriente de violencia afluía desde mi compañero.
No quise tocarlo o esa locura se podría derramar.
—Quiero decir que está muerta. Perdón… no puedo ver más.
Eso concluyó con la intervención del gitano.

—Qué prejuiciosos, la puta madre. Cuando el Chiro nos avisó


que fuéramos a lo de los gitanos pensé que nos estaba
diciendo que ellos la tenían secuestrada.
—Yo también pensé lo mismo —reconocí mientras manio-
braba con el auto para salir del campamento.
No se había hecho un allanamiento en el lugar, pero no era
necesario. Mi experiencia me había permitido percibir –a veces

325
la intuición es lo más importante en este trabajo- que Micaela
no estaba ni había estado ahí.
—No podemos ir a la comisaría con el testimonio de un
médium —reflexionó Marcos en voz alta.
—No. No podemos.
Pero esa misma tarde nos sorprendimos de las ocurrencias
de nuestro jefe.

José había pedido la colaboración de una médium. Que el rey


del raciocinio, que el baluarte de lo empírico se fiara en una
bruja era algo que no nos habríamos atrevido a imaginar.
Carmen Baltasiari era una mujer alta, delgada, que rondaba
los cuarenta años. El pelo cuidado y sus maneras delicadas
eran más aptas para el horario estelar de las noticias que el
propio Néstor. En canal 9 la entrevistaron varias veces.
Ella dijo que había que profundizar la búsqueda, que la
chica estaba viva y mantenida en cautiverio en contra de su
voluntad. Agregó que aún se encontraba en la ciudad.
Eso hizo que tuviera a la policía, y a la comunidad toda,
alerta, en estado de total crispación.
Lo que sorprendió fue que sostenía que Micaela estaba junto
a Melany, la chica desaparecida varios años atrás.

Tengo en el fondo del patio un galpón en donde guardo


diferentes herramientas: pinzas, serrucho, escofina, taladro.
No soy muy ducho para los arreglos caseros, pero me las
ingenio. Mi mayor orgullo es la biblioteca que armé en la
habitación de Viki, en donde los volúmenes de la colección
Billiken se juntaban con los tomos rojos que venían con la
revista Anteojito. Mi hija nunca ojeó esos libros, pero el

326
armatoste de tablas blancas, que corté, enganché y pinté,
preside un lado de su cuarto. Cuando se rompe un caño
debajo de la pileta de la cocina, o el lavarropas decide no
funcionar, mi esposa llama al plomero.
Es un espacio de piso de cemento, donde en una pared las
mechas de la agujereadora y las latas con tuercas y tornillos se
amontonan. Ahí se agolpan también cosas en desuso: una
cucha de plástico, unos fascículos que venían con el diario,
una aspiradora que no funciona.
En una caja de madera guardo las armas. Por ese motivo el
galpón cuenta con un candado en la puerta. Cecilia no soporta
las armas de fuego, pero como está casada con un policía,
llegamos a un trato. Mi arma está descargada cuando ingreso
a la casa.
Es solo una escopeta y una pistola con algunas cajas de
municiones. Nada demasiado espectacular. Pero me horro-
rizaría ver a una de mis hijas manipulándolas.
Detrás de los frascos con arandelas y tornillos guardo al-
gunos de mis tesoros. Son piedras de las minas de Wanda, en
Misiones, o un trozo del «oro de los tontos», como un amigo
que es ingeniero civil me contó cuando me regaló el metal
inservible. Junto a ellos, que están resguardados de la vista,
también tengo mi colección de arañas disecadas. Apenas son
tres, pero espero en el futuro agrandar mi familia arácnida.
También desearía formar un bastidor con mariposas
pinchadas en él. Todas deberían ser capturadas por mí. Dios,
eso sería hermoso.

La siguiente pista nos llevó al bosque. A unos kilómetros de la


ciudad, un camino vecinal nos dejó frente a un grupo de per-
sonas muy peculiar.

327
La llamada anónima nos dirigió hacia allí. El resto de los
efectivos y la opinión pública se rebullían de acá para allá
gracias a las visiones de Baltasiari. Con Marcos ya dábamos
por descontada la aparición con vida de Micaela. Le creíamos
a Néstor.
Cuando llegamos al claro que ocupaban varios vehículos
nos bajamos presurosos. Esa vez teníamos las armas cargadas.
—Somos el Grupo de la Resurrección —nos habló un hom-
bre joven, barbudo, vestido con camisa y pantalón caqui—. Yo
soy Andrés Altavista.
El resto de la comitiva lo conformaban seis mujeres con
vestidos blancos y coronas de flores.
La charla con el grupo fue amable y recelosa. No pudieron
aportar nada. Salvo que fue la primera vez que oímos men-
cionar el video.
Todos tenían celulares, que por norma debían apagar en
cada retiro a orar.
—Así estamos más cerca de la naturaleza —dijo una de las
mujeres. Se había acercado a nuestro auto para despedirnos. El
resto se aprestaba a arrodillarse para continuar «conectán-
dose» con la Pachamama, o algo así—. Pobre chica —agregó y
bajó los ojos.
—¿Sabés lo que le pasó? —inquirió Marcos.
—Se sabe que está muerta, ¿no? —susurró la mujer, cla-
vándonos sus ojos verdes. Parecía que no quería que sus
compañeros oyeran lo que nos decía.
—Hasta que no haya evidencia no podemos… —empecé yo.
—¿No vieron el video?

328
Volvimos preocupados por la ruta. Ninguno hablaba. La
mujer del grupo fue quien primero mencionó el video. Más
adelante nos fuimos enterando detalles del caso. Una banda
de pedófilos había secuestrado a la pequeña Micaela. La
habían encerrado, maniatado, torturado, violado, y luego
asesinado. Todo este acto salvaje había sido filmado y puesto
en internet.
No podíamos creerlo. Algo se propagaba por la ciudad y
nosotros seguíamos persiguiendo quimeras.

—¿Qué es un video snuff? —le pregunté a Marcos.


—¿No viste la película de Nicolas Cage, 8mm? Es un video
en el que se viola a una mujer y se la mata. Dicen que es una
leyenda, que no existen videos tales. No hay evidencia de
alguno así.
Me preocupaba más cómo mi compañero sabía de esas cosas
que la existencia de esa pornografía extrema.
—Tenían una camioneta gris… por eso fue la llamada.
—Sí, pero era una Kangoo. La del video luego de la de-
saparición de Micaela es una Partner.
—¿A dónde podríamos ir a continuación? Quiero decir: si lo
que queda es un video, no podemos rastrear el origen.
—Se me ocurre algo. —Marcos pareció contento con su idea.

Estábamos en una feria de artesanías en un galpón aban-


donado del ferrocarril. El hombre con el puesto de películas
nos miraba con recelo.
—Soy amigo del Cabeza —dijo Marcos. Suponía que eso era
una señal, pero el muchacho no paraba de sentir desconfianza.
No se equivocaba: éramos policías. Por más que trabajásemos

329
encubiertos todo el tiempo, la gente se daba cuenta. «Es por la
manera de caminar», se burlaba Cecilia. Yo había practicado
frente al espejo, en casa, pero no me salía hacerlo de otra
manera. Se me ocurría que, más que la forma de caminar, lo
que nos distinguía era la forma de mirar. Ahí residía el meollo.
Sea como fuere, el muchacho no paraba de evaluarnos. Un
olor a marihuana penetrante lo envolvía todo alrededor de él.
Para hacer algo comencé a ver los plásticos que contenían las
películas pirateadas. El muchacho casi salta y me dice algo,
pero se contuvo.
—¿Van a llevar algo? —dijo sin dejar de mirarme. Yo me
hacía el distraído.
—El Cabeza me dijo que tenés algo para mí —insistió Marcos.
—¿Cómo sé que son ustedes?
—Me llamo Marcos. Dale, largá el rollo.
—¿Y cómo sé que no me mentís? ¿De dónde conocés al
Cabeza?
—Soy amigo del hermano.
—¿Cómo se llama el hermano?
—Le dicen el Toro.
Eso pareció conformar al muchacho. Junto a él salía humo.
Debía haber escondido el porro ni bien nos vio al acercarnos.
—Este es para ustedes. No me vieron. Ya saben cómo es
esto.
Marcos tomó lo que le daba y regresamos al auto. Era un
DVD cubierto por un plástico. Alguien había escrito en birome
sobre él:

La.destruccion.de.mica.mp4

330
El video duraba hora y media y detallaba horrores. Un
hombre de grandes bigotes y lentes pellizcaba el cuerpo
desnudo de la nena. Una mujer, fuera de escena, le gritaba que
lo hiciera. Luego la mujer se acercaba con un encendedor, le
apretaba la boca y le quemaba los labios. Los gritos de la chica
eran escalofriantes. Luego se veía la violación (todo acom-
pañado con el llanto de la chica y los gritos triunfantes de la
mujer), y finalmente a la mujer cortándola con un machete en
la parte del codo.

Cuando regresé a casa encontré a Eugenia mirando su celular.


Su madre la llamaba desde la cocina y ella no reaccionaba.
—Euge, poné la mesa.
Tan concentrada estaba con el aparato en su mano que no se
dio cuenta que yo había ingresado y cerrado la puerta. Me
acerqué por el pasillo y ella apartó la vista.
Pude ver sus ojos con lágrimas a punto de desbordar.
Parpadeó un par de veces y giró la cabeza para esconderlas.
—Dame tu celular.
—¿Qué?
—¿Qué estabas viendo?
—Nada, papá, estaba hablando con Maite.
—Mirame cuando te hablo.
Ella me miró de reojo y noté que me mentía. No podía en-
gañarme a mí. Mi trabajo era desenmascarar a gente que
actuaba mal.
La bofetada que le di sonó clara en la tranquila noche.
Desde la cocina se oía cómo las hamburguesas se cocinaban
a la plancha.

331
Eugenia viró la cabeza rápidamente. El pómulo izquierdo
estaba enrojeciendo.
—¡Idiota! —me gritó. Se largó a llorar y corrió hacia su cuarto.
Cecilia apareció en el pasillo.
—¿Qué pasó? —Sostenía un cuchillo en la mano. Debía estar
cortando tomates para la comida—. ¿Le pegaste a Eugenia?
No supe qué contestarle y ella refunfuñó.
Se dio vuelta y regresó a la cocina. Oí cómo chocaba las
ollas, el ruido de la plancha contra la hornalla.
Me quedé quieto, solo, mirando la pared. Ni siquiera atiné a
sacarme la campera.

Esa noche fui al galponcito del fondo.


Prendí la luz y el foco, bamboleante, proyectó una
pantalla luminosa de color amarillo que tornó todo de una
materia irreal.
¿Qué eran esos bloques de cemento gris que me rodeaban?
¿Había algo ahí? Sentí que si apoyaba mis manos en la pared
podía atravesarla.
Los estantes repletos de cosas, la mesa de trabajo que nunca
utilizaba. Tenía ganas de romper todo. Quería gritar, vomitar,
sacarme las entrañas y pisotearlas.
Me apoyé en la mesa y dejé que las lágrimas afloraran.

Cuando caminé por el patio el lugar se veía más nítido, como


cuando los relieves del mundo toman mayor consistencia
frente a nuestra mirada luego de la lluvia.
Los grillos y cigarras sonaban en algún lugar oculto. Se
levantó una ráfaga de viento que hizo chicotear las sábanas
que Cecilia había tendido a la tarde. Me acerqué y las toqué.

332
Aún estaban húmedas. Apoyé la nariz en ellas y aspiré.
Desenganché los broches e hice un bollo con las sábanas. Las
dejé en el lavadero y fui a la cocina.
Sentía hambre. Pensé en hacerme un café con leche, pero
cuando el café estuvo listo descubrí que no podría pasar nada
por mi garganta.
En el pasillo me crucé con Viki que se había levantado para
ir al baño.
—Esperame acá, papi. Tengo sed.
Una vez hubo salido fuimos a la cocina y le serví jugo de
naranja. Ella bebió con el vaso ocultándole la cara. Le acaricié
el pelo.
Tenés que ser fuerte, me dije.
—Me enredás el pelo.
Sonreí, pero la mía era una sonrisa amarga.
Se me ocurrió entrar en la habitación de Eugenia y pedirle
perdón, pero descubrí que no podía hacerlo. ¿En qué mo-
mento mi pequeña había crecido? ¿Qué muro se había erigido
entre nosotros?
Llevé a Viki a su cuarto y la acosté en su cama.
Me acosté junto a Cecilia pero, si estaba despierta, no me
enteré.

Luego de la viralización del video la médium Carmen


Baltasiari no apareció más en los medios. El video al que me
refiero era de un minuto y medio, en donde la pequeña
Micaela lloraba mientras la mujer se le acercaba con un
machete en la mano. La chica estaba atada de pies y manos a
los barrotes de la cama, gimoteando. La mujer le tiraba de los

333
pelos y comenzaba a mutilarla sin contemplación.La fil-
mación finalizaba cuando le desprendía un antebrazo.
Era solo un fragmento del video más extenso, el que ha-
bíamos visto con Marcos. Quisimos hablar con el Cabeza, el
amigo de Marcos, pero solo contestó un par de mails. En ellos
nos manifestó que un amigo hacker había conseguido el
material en la internet profunda.
En la internet que conocemos y utilizamos todos, uno accede
a la información que el buscador le pueda proporcionar. Pero
no es todo lo que hay. Existe un ducto bajo la superficie que
lleva información de bancos y naciones. En donde las agencias
de inteligencia trafican sus datos. Se pueden comprar armas,
drogas y hasta personas. En las capas más lejanas de la
superficie, todo lo ilegal es posible. Ahí circulan los videos de
la pornografía más extrema, y nada es más extremo que el
snuff. La filmación de un asesinato luego de una relación
sexual. Y en este caso, en el video conocido como La
destrucción de Micaela, el condimento más enfermo era la edad
de la víctima.
A medida que nos íbamos instruyendo en este tipo de
perversiones, nuestra capacidad de asombro se veía resentida.
No podíamos dar crédito a lo que el Cabeza nos manifestaba
desde donde estuviera.
En mi mundo las cosas eran organizadas. Los malos debían
ser separados de los buenos, si estudiabas te iba a ir bien, el
fútbol del domingo era un remanso en la locura de la semana.
En la puerta de la heladera con Cecilia separábamos la
cantidad de ravioles que nos íbamos a comer. Había cuatro
tápers con el nombre de cada uno de los integrantes de nues-

334
tra familia: «Papá», «Mamá», «Euge» y «Viki». Las porciones
eran las necesarias. Todo estaba reglado.
No pudimos obtener más datos de parte de Cabeza. Eso fue
todo. Estábamos pensando qué pasos seguir a continuación,
pero la realidad nos cayó de improviso.

Un día nos enteramos que unos compañeros habían dado con


los nefastos participantes del video.
EranlosdetectivesFernandoMarianiyAquilesAntonópulos.
Habían investigado una secta muy extraña que se reunía a
kilómetros de la ciudad, en un campo cercano. Cuando nos
enteramos no lo podíamos creer.
Se trataba del Grupo de la Resurrección, presidido por su
gurú, Andrés Altavista, un ingeniero agrónomo que había
decidido dejar todo para vivir en la espiritualidad.
Los detectives habían insistido en una pista que los llevaba a
los rituales del grupo. Supuestamente se dedicaban a «orar»,
pero Mariani y Antonópulos descubrieron que se abocaban a
prácticas sexuales extremas como la bestialidad. Filmaban las
sesiones y las enviaban a un servidor en Escandinavia. Desde
allá se replicaban en foros y páginas de difícil acceso a la
mayoría de las personas.
Cuando descubrieron eso los detectives no actuaron ense-
guida, esperaron a que los ritualistas siguieran con sus
prácticas. Tenían el pálpito (y se sospechaba que una pista
fuerte) de que quienes habían secuestrado a la chica era ese
grupo, y los que aparecían en el video eran miembros de la
secta.
Luego de un encuentro Altavista y algunos seguidores se
dirigieron a una cabaña en lo más profundo del campo, en

335
donde Héctor Tiziano y Marina Rostova vivían a salvo de la
búsqueda que se estaba llevando a cabo. La camioneta Partner
gris estaba dentro de un garaje, disimulada bajo varios lienzos.

En el procedimiento colaboramos con Marcos para recolectar


pruebas. El campo estaba ralo, amarillento, y altos pastos
circundaban la zona. El rastrillaje no dio resultados, y hubo
que ampliar la zona.
El Grupo de la Resurrección se dio a la fuga. Solo cayeron
los protagonistas del video, Tiziano y Rostova. De la pequeña
Micaela no aparecía nada. ¿Cómo condenarlos sin el cuerpo?
El video conocido (el de apenas un minuto) era solo una
muestra del horror. Nosotros no podíamos relatar lo que
habíamos visto. Las pruebas que habíamos recolectado por
nuestra cuenta solo nos podrían traer problemas. Era ilegal
poseer este material y expondríamos a nuestras fuentes.
Además, José Giardino nos habría dado un verdadero reto si
hubiera sabido que habíamos estado tan cerca de la secta
desde el principio. Habíamos actuado como estúpidos con mi
compañero. Era cierto que la visión de esas mujeres en batas
blancas, con pequeños círculos pintados sobre sus cejas y en la
frente nos habían parecido inocentes. El prejuicio había actua-
do en contra de nuestros principios y a favor de las mujeres.
En la primera noche del rastrillaje yo fui quien encontró el
cuerpo. Había pasado más de un mes desde la desaparición de
la chica.
Contra unas cañerías, a más de trescientos metros de la casa,
sentí el olor a podrido en un pajonal. Me arrimé y vine a dar
con el cuerpo, o parte de él. Era básicamente el torso y una
pierna. La cabeza estaba desprendida, boca abajo en el barro.

336
No quise ver el juicio por la televisión. Aunque esa misma
noche busqué los videos en internet y me puse a verlos.

FISCAL: ¿Y qué hicieron luego de haberla asfixiado?

TIZIANO: No la había asfixiado. Seguía con vida. Respiraba.

FISCAL: ¿Pero no dijo que la mató?

TIZIANO: Marina la comenzó a cortar. Usó el machete acá (se


señala el brazo), acá y acá. Le cortó las manos y los brazos
hasta que por fin se calló.
(Conmoción en la sala).
FISCAL: Entonces supone que la muerte fue a raíz de las
mutilaciones…
TIZIANO: Sí, supongo que fue así.

ROSTOVA: No está bien que nos tengan acá. Solo hicimos lo


que teníamos que hacer.
FISCAL: ¿Puede especificar lo que está diciendo? ¿Puede
ampliar o, mejor aún, explicar qué quiere decir?
ROSTOVA: Nos alimentamos.

FISCAL: ¿Por qué no encontramos los brazos y la pierna que


faltan de Micaela? ¿Dónde están?
ROSTOVA: Ya le dije. Los comimos (se palmea la panza).

El caso fue un escándalo a nivel internacional. La opinión


pública se conmocionó ante los dichos de los asesinos. Se pidió
la pena de muerte, y pronto el clamor se evaporó como
siempre ocurría. Nuevas atrocidades en el país desviaron la
atención hacia otras latitudes.

337
En TN, el famoso canal de televisión capitalino, se le dedicó
un programa especial a la pareja vampírica de Bahía Blanca.
Pero pese a los titulares espectaculares el interés en los de-
lirantes decayó pronto.
Salió un libro escrito por el oportunista de turno, y hasta se
rumoreó con que se iba a filmar una película, pero todo quedó
en la nada.
Entre los adolescentes, según me contó Cecilia (que le
había comentado Eugenia), se rumoreaba con que si estabas
solo de noche, en un lugar lleno de árboles como el Parque
de Mayo o cualquier plaza, se te aparecía el fantasma de
Micaela y te engatusaba para subirte a una camioneta gris.
Estos cuentos se fueron tergiversando hasta que se conformó
una historia más, de esas de miedo que se cuentan cuando
van los jóvenes de campamento.
El trabajo de policía es muy complicado, y lidiar con locos a
veces parece ser la norma. Pero no me puedo olvidar de las
imágenes del video que vimos con Marcos esa vez, cuando
investigábamos el caso de Micaela. Perseguir rateros, esta-
fadores y abusadores a veces parece ser una tranquilidad. Al
menos siento que estoy tratando con personas reales. Nunca
más he visto a gente tan trastornada y morbosa como Marina
Rostova y Héctor Tiziano. Y ojalá nunca me cruce con
engendros así.
Solo espero ver crecer a mis hijas en un mundo en donde esa
clase de seres esté lejos de las personas correctas.

A veces voy al galpón del fondo y me encierro un rato. Sobre


todo de noche, cuando mi familia duerme.

338
Esa noche, como fui quien descubrió el cadáver, pude
quedarme con un recuerdo del caso. Está detrás de las latas de
tornillos y las cajas de bujías para el auto. Junto a mi colección
de arañas, en un frasco de vidrio, repleto de formol, la lengua
de la chica muerta yace en su sueño de carne. Las vetas
rugosas, qué hermosas son ante la luz anaranjada del techo. Y
la delicada curvatura del extremo, Dios mío, qué perfecta
parece en las noches más silenciosas.

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340
Nerina

M i frente aún está roja del beso de la reina, pensó Lucas.


Estaba frente al espejo en la pared. La fiesta se
desarrollaba a su alrededor. El encuentro se había comenzado
a promocionar dos semanas atrás en las redes sociales y ahora
veía él que no había sido en vano la agitación producida: era
muy concurrida. En el equipo de música sonaba ahora mismo
una canción pop que él no podía distinguir. Para todos lados
iban y venían de acá para allá chicos y chicas con vasos de
plástico con cerveza o fernet. Se pasó la mano para quitarse el
rouge de la frente.
Había bebido con el Topo, Mauro y Rafa, en una previa en la
casa de este último. Cerveza. Más un traguito del whisky que
el viejo de Rafa guarda en el living. Bueno, más de un traguito.
Y desde que estaba en la fiesta no había parado de beber lo
que le pasaban, sin discriminar nada. Había una sandía con un
mejunje raro que se iban pasando. Ahora no la podía ver,
seguro estaba en algún sitio, con varias bombillas de plásticos.
De ahí también había tomado un trago cuando llegó.
Su idea era, envalentonado como estaba por el estado etílico,
encarar a Julieta. Decirle lo que le gustaba, lo que sufría y
pensaba y se tocaba pensando en ella. En fin, que la amaba.
Se había acercado con el estruendo de la música a tope, en
un momento en que la vio sola. Era difícil no encontrarla
rodeada de gente. Las chicas lindas siempre están acom-
pañadas por otras chicas o por muchachos. Las demás mujeres

341
tal vez quieren que algunas miradas se fijen en ellas, por
proximidad. Los varones pretenden estar al tanto de la
oportunidad para ganárselas. Hay un radio en el que uno debe
estar situado cuando la víctima demuestra signos de debilidad
(porque por más hermosa que sea una mujer en algún
momento se sentirá fea). Y ahí hay que aprovechar el mo-
mento para encararlas. También están los amiguitos gay, pero
esos no cuentan. Solo molestan.
Con todas estas teorías en su cabeza, Lucas no se acercó
nunca ni intentó estar en ese círculo de confianza para caer
como un buitre a su presa cuando advirtiera que Julieta estaba
buscando compañía. O sea, por jugársela de manera inde-
pendiente, confió en su estado valeroso, proporcionado por el
alcohol, y se dirigió hacia la chica, con todas las probabi-
lidades en contra.
Julieta estaba sentada en la escalerita que separaba la sala
del televisor con el estudio —era la primera vez que Lucas
ingresaba a esa casa, y se preguntaba de qué trabajarían sus
padres; nunca había visto una pantalla tan grande—. Toda la
vivienda estaba construida en niveles. Contaba con tres plan-
tas, como pudo ver cuando Mauro estacionó en la cuadra de
enfrente. Tres plantas y un altillo. Era una mansión inmensa.
Cuando iba caminando hacia la chica sintió un tirón en el
pantalón. Bajó la vista y vio un zombie que le apretaba el
zapato y sacaba la lengua, mirándolo.
—Cerebro —dijo el monstruo.
Lucas puso los ojos en blanco.
—Mejor buscá birra.

342
Se desenganchó al zombie con una patada. ¿Quién estaba
debajo de ese maquillaje? ¿Valeria? Creía que sí. Debía re-
conocer que se había disfrazado muy bien.
Había hecho esos pocos metros hasta Julieta y le había
comenzado a hablar de algo. Él no se acordaba. Solo veía las
tetas de silicona de ella. Se las habían regalado cuando
cumplió quince. Eran famosísimas en la escuela. Ahora ella
tenía dieciocho, porque había repetido un año. Él le miraba las
tetas enormes. Se imaginaba lo que sería tomarla de la cintura,
esa cintura tan finita que tenía ella, y apoyar la cara en esa
blandura. Sería la gloria.
Dudaba de si ella lo estaría oyendo, pero Julieta se reía y
asentía. La música estaba muy fuerte. Entonces ella había
inclinado la cabeza y lo había tomado de la cara. Él esperó el
beso en los labios.
Pero el contacto llegó en la frente. Fue un gesto como
diciendo «Circulá, pibe. Me divertiste, pero no hay nada para
vos acá». Al menos así lo interpretó él.
Se alejó un poco y buscó otro vaso de cerveza. Le costaba
concentrarse en nada. Al volverse vio a un muchacho junto a
Julieta. Ella le sonreía como lo había hecho con él, y le pal-
meaba el brazo. Qué puta. Trataba así a todos los hombres.
La fiesta de Halloween en casa de Julieta Thomas era todo
un acontecimiento. El evento había corrido como pólvora en
las redes sociales en las últimas dos semanas, pero era algo
que se estaba gestando desde dos meses atrás como mínimo.
Era una fiesta de disfraces, como correspondía. La dueña de
casa se había decidido por un atuendo de reina, a lo Cersei
Lannister, con una diadema plateada, un escote prominente,
un corset negro y faldas amplias. Unos toques de purpurina

343
embellecían su rostro estratégicamente. Parecía una modelo en
un comercial de televisión.
Lucas miró alrededor.
Gatúbela y un vikingo charlaban animadamente en el otro
extremo del salón. La zombie (aún no estaba seguro de que
fuera Valeria) bebía de su vaso, animada por dos chicas que le
pedían que hiciera fondo blanco. La zombie estaba notoria-
mente borracha. Había una chica disfrazada de Ariel, la
sirenita de Disney, besándose con un joven robusto carac-
terizado como la Bestia.
Eso no solo es infidelidad, sino también zoofilia, pensó Lucas. ¿A
dónde está Bella?
Una momia bailaba con un asesino de película, que vestía un
delantal ensangrentado y un barbijo marrón. El asesino en una
mano portaba una hoz de cotillón. Kurt Cobain (o alguien
parecido) se sacudía en la pista de baile demasiado excitado
con un cangrejo y un tehuelche. Por los altoparlantes comenzó
a sonar una canción de Los Redonditos de Ricota y varios
aplaudieron. El sentido musical de quien estuviera a cargo era
bastante estrafalario. Luego de «Vencedores vencidos» podría
continuar Marama o Tan Biónica.
Decidió salir y tomar aire. Un rato en el patio le vendría
bien. Tal vez se quitara el pedo que sentía.
No sabía bien por cuál puerta salir. Apuntó hacia la que
estaba a su derecha. Una chica con nariz de cerdo se le acercó
y le sonrió. Le dijo algo. Lucas no entendió. Ella se inclinó y le
dio un beso en la mejilla. Al mirar al suelo él notó que la chica
estaba vestida muy sexy: un top rosa y pantalones grises
ajustados. El cabello lo llevaba suelto. Solo tenía una nariz de
chancho, de esas de cotillón, con un elástico que le ajustaba

344
detrás de la nuca, y una vincha que al usarla parecía tener
orejas de puerco. Y también notó otra cosa: la chica no estaba
de pie, sino montada sobre otra. Esta era una gorda dis-
frazada de caballo. La que estaba en cuatro patas relinchó e
intentó torear a Lucas. Él dio un salto y avanzó hacia la puerta,
sin haber podido reconocer a las chicas.

Una vez en la vereda vio que no había tanta gente como


pensaba. Apenas dos o tres fumando (un cacique sioux con
Batman y el Cuervo), y dos chicas muy menores que espera-
ban un taxi. Se tomaban los codos y no paraban de insultarse.
Mejor que se vayan pronto. A ver si hay quilombo por estas
pendejas.
La música le llegaba de la casa. Miró las estrellas y tomó
aire. Esa acción le hizo un efecto distinto al que él esperaba: en
vez de aclararle la mente, se sintió mareado, con ganas de
devolver.
—Mirá, va a vomitar.
La voz le llegó desde lejos, y al abrir los ojos vio la cara de
una de las chicas. La otra tenía un poco más de pudor y lo
miraba de soslayo. Cada tanto apuntaba la vista hacia la calle,
esperando el taxi que no aparecía.
Lucas se dio cuenta de que estaba inclinado, con la cabeza
apuntando al piso, las manos en las rodillas.

La siguiente vez que abrió los ojos se encontraba en el patio.


¿Cómo había llegado ahí? Se acercó a la piscina y miró aden-
tro. Estaba vacía, con una costra de hojas secas adheridas
contra una punta. Había un árbol enorme en el medio del
terreno.

345
Le extrañaba que nadie se hubiera dirigido hacia ahí a
continuar con la fiesta. Ninguna pareja besuqueándose, ni nin-
gún grupo fumando.
Es que la casa es tan grande que uno no puede recorrerla toda, se
dijo. Además la bebida está en la casa.
Buen punto ese, aunque eso se solucionaría llevando una de
las heladeritas al lavadero. Desde ahí también veía el garaje.
En una vivienda como esa, en el garaje debían contar con
habitación, baño, cocina. Así que hacia ahí también se podría
extender la fiesta.
Sabía que los padres de Julieta no estarían esa noche. Había
escuchado dos versiones contradictorias: que estarían de viaje
en San Juan, visitando parientes, y que les dejaban la casa a
sus hijas por esa noche para que pudieran festejar con sus
amigos la noche de brujas, mientras ellos se iban por ahí.
Eso le hizo pensar en que se decía que Julieta tenía una
hermana. Era casi una leyenda. No conocía a nadie que la
hubiera visto.
Se decía de todo: que estaba recluida en la casa, alejada de
todas las miradas porque era deforme. Otras versiones ase-
guraban que la chica (Nerina, se llamaba), había tenido
relaciones sexuales con un muchacho mayor de edad (en ese
tiempo ella tendría 13 y él 21), y el desgraciado la había
grabado con una cámara oculta. El video se había viralizado y
lo había visto toda la ciudad. Era algo que estaba colgado en
internet. Los que describían las proezas de la jovencita, en
cambio, cuando Lucas los apuraba, reconocían que nunca
habían visto esas imágenes. Pero que les habían dicho. El
amigo de un amigo sí lo había visto. O un primo lejano. A
partir de ese episodio se quedó encerrada, alejada de la mirada

346
del mundo. También se decía que el padre la violaba, y como
era muy celoso no la dejaba salir a ningún lado. Encerrada en
la casa, la chica era el juguete del hombre.
Lucas no sabía si había algo de cierto en todas esas locas
versiones, pero de a poco algo se fue afianzando en su
conciencia. Y es que absolutamente todos los relatos coinci-
dían en la inconmensurable belleza de Nerina.

Lo primero que notó cuando volvió a ingresar a la casa es


que la música seguía altísima. Un espadachín se le cruzó y lo
apuntó con un dedo. Era como el Zorro del subdesarrollo.
Todo en su vestimenta estaba caído, manchado, venido a
menos.
—¿No viste a Katya? —le preguntó el enmascarado.
—No. Debe estar en el living.
—No. Ahí no está.
Un detective encubierto pasó por detrás del Zorro y le tocó
el culo. Este se dio vuelta riendo y le tiró un puñetazo.
—¿Qué hacés, boludo? Vení, vamos a tomar algo allá.
Luego dirigió su vista hacia el frente. Inspeccionó a Lucas
como si fuera un insecto muy peculiar.
—Es copado. Pero le da a la falopa. Seguro viene de meterse
una rayita.
—Ajá.
Lucas seguía perdido. Le parecía que todos eran extraños.
No lograba reconocer a nadie bajo su disfraz.
Entonces recordó que él estaba disfrazado de escritor fra-
casado. ¿Dónde había dejado la petaca? ¿Y el cuervo de cartón
que se había enganchado en el hombro? Ahora estaba

347
desaparecido. Caído en combate. Decidió tomarse un trago en
honor de su fiel amigo.
El Zorro ahora estaba siendo abrazado por atrás por una
odalisca que lo retenía en sus brazos y le susurraba algo al
oído. El aspecto del muchacho era lamentable.
No me puedo quejar acerca de qué aspecto tiene. Tal vez yo estoy
igual de patético.
Se le ocurrió buscar el baño. Ahí podía recomponer su
personaje e intentar buscar a Mauro y los chicos. A ellos
también los había perdido hacía rato.
Pasó por la cocina. Ahí varios chicos y chicas se pasaban una
«jarra loca», compuesta de varias bebidas… y pastillas de vaya
a saber qué cosas más. Sobre la mesada había algunos blisters.
Se distrajo en el escote de una Caperucita apoyada contra el
horno, que miraba aburrida hacia el grupo más grande y se
reía como una tonta cuando un muchacho que iba a buscar
cervezas a la heladera se le ponía a hablar.
Junto al bajomesada había un perrito diminuto, blanco y
esponjoso. Era Verito, la perrita de raza maltesa de Julieta.
Estaba echada en su cucha, con unos trocitos de alimento
balanceado entre sus patas.
Se dio cuenta de que por ahí no se llegaba al baño. Desandó
el camino y encontró una escalera. Creía haber visto a un elfo
bajar las escaleras hacía rato. Seguro que ahí se encontraban
los sanitarios.
Cuando subió a la planta alta notó que en una habitación
oscura había dos cuerpos abrazándose sobre la cama. Eso lo
puso nervioso y lo hizo avanzar presuroso hacia el baño.
Manoteó la puerta, entró y la cerró rápido. Aún sostenía el
picaporte en la mano cuando oyó una voz a sus espaldas.

348
—¿Qué hacés?
Se dio vuelta y vio a una chica sentada en una cama.
Se había confundido. Sin querer se había metido en la
habitación de la chica en lugar de en el baño.
Se quedó sin poder hablar. La chica era preciosa. No había
palabras para describir lo que generaba tenerla enfrente.
Era rubia y de pelo lacio, con volumen. Sus ojos, verdes o
celestes (no podía decirlo con exactitud porque la habitación
estaba iluminada tan solo por un velador y el resplandor de
una computadora), eran misteriosos y divertidos. La tersura
de su piel, las muecas cuando hablaba y el profundo carisma
que la envolvía le hizo sentir que estaba ante un hecho de
rara manifestación.
—Perdón. Buscaba el baño.
—Me llamo Nerina.
La chica se había presentado. Entonces no estaba enojada, se
dijo.
—Ya…
Casi dijo «Ya lo suponía», pero se atajó y cerró la boca. Eso
habría sido un error grande. ¿Y si la chica le preguntaba que
cómo lo había supuesto? ¿Y si lo tomaba como un acosador o
un pesado?
Tomó aire de nuevo. No era bueno para hablar con las
mujeres.
—Ya me iba.
Tanteó la puerta buscando el picaporte.
—¿No tenés nombre? —preguntó Nerina y le dedicó una
sonrisa.
Uau, parece de una publicidad.

349
Ella apartó el esmalte con el que jugaba entre sus dedos y lo
miró fijo. Esperaba una respuesta.
Se sintió cómodo. Decidió relajarse.
—Me llamo Lucas. Voy al mismo curso que Julieta…
—Ah, sí. Yo no salgo nunca. Este es mi mundo. —Movió la
cabezacontemplandolahabitación—.Bienvenidoamimundo.
Lucas notó la cama en el centro, la mesa con la com-
putadora, el ropero. En una pared había afiches de películas.
No conocía ninguna.
No sabía qué decir.
—¿No salís nunca? —preguntó.
Genial. Repetís lo que dice ella, se reprochó.
—Vení; acercate, Lucas. Yo estoy aburrida de no ver nunca a
nadie.
Él recordó lo que se rumoreaba de la chica. El padre la
sometía sexualmente y por eso la mantenía encerrada para que
nadie se la robe. Todo esto lo llevaba a cabo con la connivencia
de la madre. Se estremeció al pensar eso.
La chica llevaba puesto un short negro y una remera blanca
sin mangas con un estampado que decía Si te importan las
apariencias ¡no me interesás!
Nerina se apoyó en las manos y saltó hacia la silla de la
computadora. Lucas se sentó en la cama, junto al espacio que
había dejado ella.
—¿Te gustan los juegos de rol?
—Sí. Ahora hace rato que no juego.
—¿A cuál jugabas?
—Al WOW…
—Ah, sí, sí… ¿No conocés El Muro de la Extremaunción? Yo
soy refanática.

350
Lucas creyó advertir unas pequeñas ojeras en el rostro de
ella. Incluso ese detalle la hacía más humana, más hermosa.
Pasó la vista por el ambiente y notó los papeles de ham-
burguesas hechos un bollo junto a la pantalla. Había muchos
vasos también. Algunos parecían estar ahí desde hacía tiempo.
Vio un pegote junto al mouse y a una mosca atrapada en él.
Parecía momificada. Le recordó el mosquito en ámbar de la
película Parque Jurásico.
Nerina le mostraba en la pantalla la intro del juego y los
personajes.
—Soy Guerrera de Fuego nivel 638.
—Eso es imposible. El nivel más alto lo tenía un chico de
Estados Unidos, y era nivel 400, más o menos.
Nerina se giró hacia él.
—Eso es el pasado. ¿No me creés?
—Para tener un nivel tan alto tendrías que estar cons-
tantemente conectada…
Ni bien lo dijo se dio cuenta de lo estúpido que sonaba. ¿Era
posible que la chica estuviera todo el tiempo jugando online?
Para desarrollar una evolución tal en su personaje, eso
significaba que durante los últimos tres años debía haber…
Era imposible eso. Aunque ya no se sentía mareado por el
alcohol, sacar cuentas le costaba.
Él no había jugado más que a una versión antigua de El
Muro de la Extremaunción. Si las actualizaciones hubieran
sido constantes la chica habría llegado al nivel 400, como
máximo. Calculó que su Guerrera de Fuego sería como una
diosa. No habría nadie más poderoso que ella. Podría hacer lo
que quisiera.
—Puedo hacer lo que quiero —remarcó Nerina.

351
—¿Estás todo el tiempo acá? —preguntó él.
—Ya te dije que sí. —Nerina dejó la computadora y lo mi-
ró—. Hace años que no salgo.
«¿Por qué?», quería preguntar Lucas pero no se atrevía.
Hacía muy poco que se conocían.
—¿Te puedo mostrar algo para que leas? —preguntó Nerina.
—Mostrame.
Ella tomó el mouse y buscó un blog. Lucas se inclinó y
comenzó a leer. Era el relato de un personaje medieval, que
descendía una torre imposible mientras imaginaba una ven-
ganza cruel. El texto era largo y Lucas comenzó a fastidiarse.
—Me estoy mareando —se sinceró él.
—Es algo que escribí. No sigas leyendo. Quería saber qué
opinabas, nada más…
—¿Te la pasás conectada todo el día? —quiso saber.
—Sí. Y también leo mucho. Tengo libros en cajas por allá
—hizo un gesto hacia la oscuridad.
Lucas había leído en algunos foros acerca de esos casos. Se
llamaban hikikomori. En Japón les habían puesto el nombre.
Eran jóvenes deprimidos que no salían en años de sus
habitaciones. Se la pasaban jugando a juegos online o nave-
gando por internet. No tenían contacto con nadie del mundo
exterior. No querían hablar con nadie. La familia les dejaba la
comida afuera de su habitación y ellos solo abrían la puerta
para ingresarla. En los casos más extremos hacían sus
deposiciones en la habitación. Ahí mismo no había olor a
limpio, se dijo Lucas, pero tampoco ningún efluvio fuerte le
hizo entrecerrar los ojos. Tal vez Nerina fuese de los casos en
que salían de su reclusión una vez al día para ir al baño.

352
También se conocían algunos testimonios no tan extremos en
que salían de su cuarto cuando su familia estaba durmiendo.
¿Cómo una chica tan hermosa podía tener problemas? De
autoestima seguro que no eran. ¿Qué drama la llevaba a
autoboicotearse y recluirse del mundo exterior? Lucas admiró
sus hombros blancos. Hacía mucho que el sol no los bron-
ceaba. Le parecieron cincelados por una artista. Recordó la
fuente de Lola Mora frente a la Universidad. Nerina era una
obra de arte. Se dijo que tendría que estar en la televisión, no
encerrada en esa casa. La imaginó en los programas de la
tarde, rodeada de modelos, conductores y panelistas. En su
imagen mental, ella no desentonaba.
—A mí también me gusta leer. —Se sentía tímido hablando
con Nerina. Ella era más chica, tendría 15, a lo sumo, y se
mostraba más charlatana. Intentó desinhibirse—. Soy fanático
de Stephen King.
—No lo puedo creer. ¡Es mi escritor favorito! —rió la chica.
Palmeó dos veces, contenta.
Él deseó tomarla de las manos. Le parecieron la suma de la
perfección. Esos dedos, que conformaban las manos, subían
por esos brazos flacos hacia ese torso que sostenía esa cabeza
en donde se veían esa cara y esos ojos y ese pelo.
Sonrió, embobado.
—También me encanta Peter Straub…
—Lo amo —asintió ella.
—A veces me pregunto cuál es mejor.
—¿Leíste El talismán?
—Si no hubiera leído esa novela, no habría tenido infancia.
Nerina rió nuevamente con el chiste.
—Si no leés El talismán no existís —bromeó.

353
—Por supuesto —Lucas le guiñó un ojo.
La chica tomó un vaso de plástico que estaba sobre el
escritorio y sorbió de la bombilla.
—Está vacío —refunfuñó—. No puedo creer haber conocido
a alguien que lea los mismos autores que yo…
—¿Querés que te busque algo para tomar? —se ofreció él.
—Lo que son las casualidades…—estaba diciendo la chica—
Dale, buscame algo para tomar. Cualquier cosa está bien.
—¿Qué decías? De las casualidades.
—Que mirá vos qué justo. Yo había ido al baño, que está
acá nomás, y cuando regresé a mi cuarto me olvidé de trabar
la puerta. Debe ser la primera vez que me pasa. Y justo lle-
gaste vos.
Lucas estaba enamorado. No necesitaba nada más para
saberlo. Estaba absorto, perdido en el color claro de esos iris.
Nerina hizo un mohín y Lucas se quedó sin aire.
Debo tener una cara de idiota bárbaro, se dijo. Pero no podía
dejar de sonreír. Sentía la cara tensa. Estaba contento de hablar
con la chica.
Los comentarios que había escuchado durante tanto tiempo
acerca de la chica le parecieron desmedidos. Nerina era una
chica común y corriente, simpática y demasiado bonita para
ser real. Por algún motivo que él no alcanzaba a entender,
vivía recluida en su propia habitación.
—Me caés bien, Lucas. Hagamos así: te veo en la casa del
árbol en media hora.
Lucas abrió la boca para responder pero se detuvo. ¿Casa
del árbol? No había visto ninguna casa del árbol. La verdad
que no había prestado atención a nada cuando estuvo en el
jardín, pero tal vez su estado de embotamiento le había hecho

354
pasar por alto la construcción. Recordaba un árbol, muy
grande, era verdad, pero ninguna casa.
—Dale.
—Llevame algo para tomar. Vos te vas a salvar.
—Listo, en treinta minutos nos vemos ahí —volvió a
guiñarle el ojo y se puso de pie.
Mientras se dirigía hacia la puerta miraba todo con atención.
Cuando les dijera a Mauro y los chicos que había conocido a la
famosa Nerina, y que nada de lo que decían de ella era real, se
iban a volver locos. ¡Cuando Rafa supiera lo hermosa que era
la chica! Lo envidiaría sanamente.
El piso de madera, la penumbra que proporcionaba el ve-
lador, las paredes lilas, la butaca con las revistas encima. Todo
le parecía perfecto.
Cuando tomó el picaporte se volvió hacia su nueva amiga.
—En la casa del árbol —sonrió Lucas.
—En media hora. Yo tengo mi propio atajo. ¡No me dejes
plantada! —le devolvió la sonrisa Nerina, y el corazón de él
pareció estallar de felicidad.

Una vez que estuvo fuera del cuarto, el sonido de la fiesta lo


envolvió de nuevo.
Las personas que veía le parecían insulsas, falsas. Todos
ellos inventaban historias acerca de los demás. Lo que había
escuchado de Nerina le daba vueltas por la cabeza. ¿Cómo
podía ser tan mala la gente? La sociedad se alimentaba con el
chusmerío y la descalificación. Eso era algo que Lucas veía
todo el tiempo y de una manera descarada en las redes
sociales. Por ahora la gente se mostraba más contenida en la
vida real. Temía que algún día los idiotas, que eran los que se

355
indignaban siempre por todo, que creían tener la verdad
absoluta en todos los temas, y defendían lo indefendible,
gobernaran el mundo. Ese día sería el fin de la raza humana
como especie. Ese tipo de pensamiento cínico lo divertía y lo
entristecía. En su intercambio con la chica enclaustrada creyó
que ella tenía el mismo humor ácido.
Desde lo alto del descanso miró la fiesta allá abajo. Una
vampiresa se besuqueaba con Messi. La mujer maravilla es-
taba sentada, tomándose la cabeza, como si necesitara una caja
extra de antidepresivos. Olivia estaba sentada sobre el regazo
de Jaime Lannister mientras Popeye brillaba por su ausencia.
Seguro está fumando marihuana con el Ratón Mickey y el Che
Guevara, pensó Lucas.
Julieta estaba apretando con Gollum. ¿O era un zombie?
Parecía un esmirriado muerto viviente. Un muchacho gordo,
que estaba bastante excedido de peso para dárselas de gla-
diador, como su atuendo lo mostraba, se acercaba por atrás y
le acariciaba las tetas y el pelo.
Lucas bajó la escalera evadiendo una telaraña falsa.
Una bruja lo cruzó en medio de los peldaños. Cuando pasó
junto a ella se miraron. Tenía la nariz larga y arrugada, llena
de pústulas, pero debajo del maquillaje advirtió unos ojos
preciosos. ¿Quién sería? ¿Denise? La chica le encantaba, pero
estaba tan embobado con Nerina que no quería distraerse
con otra.
Cuando llegó a la planta baja recordó que no había ido al
baño. No deseaba orinar, pero sí ver su aspecto. Ya de por sí
debía ser desastroso, pero ahora lo urgía estar presentable
para cuando volviera a ver a Nerina.

356
Encontró un baño de servicio bajo las escaleras. Se encerró y
se lavó la cara. Estaba desastroso. Se parecía a Edgar Allan Poe
poco antes del delirium tremens. Luego inspeccionó su traje.
La camisa hacía rato que había dejado de ser blanca, sobre
todo por las aureolas bajo las axilas, aunque el chaleco estaba
bien. En su hombro izquierdo solo quedaban las grampas con
que se había sujetado el cuervo de cartón. La frente la tenía
morada. No se había quitado el rouge que Julieta le había
depositado sobre la piel, sino que lo había distribuido. Junto al
ojo le quedó un brillo. Se esmeró en quitárselo. Quería dar una
buena impresión a Nerina. Al pensar en ella el corazón le
bailaba de felicidad.
Descubrió que sí tenía deseos de orinar. Luego apretó el
botón y se volvió a lavar las manos. Se acomodó el pelo. Salió
del baño.
Casi se chocó con el Topo. Él se había disfrazado de
Maradona, con una peluca ondulada de color negro y la
camiseta de la selección. Ni bien habían llegado a la fiesta se
había ofendido al encontrar a Messi, y se había escondido a
beber en soledad. En algún momento había ocurrido algo de
conmoción —Lucas creía recordar que los astros del fútbol se
habían ido a las manos— pero los separaron a tiempo.
—¡Luquitas! ¿Dónde estabas? Te buscábamos con los chicos.
—Topo, ¿qué hacés? Nos perdimos.
No quería contarle de su encuentro con Nerina. Lo que
había ocurrido entre ellos era una intimidad de los dos. Quería
forjar algo con la chica antes de que cualquier otro pudiera
saber. Antes de que nadie se entrometiera.

357
—¿Viste lo trola que está Julieta? —lo miró el Topo. La cabe-
za delgada y sus grandes orejas lo hacían verse más parecido a
Di María que a Maradona.
—Sí, regalada.
—Re-ga-la-dísima. Tenemos que intentar algo hoy, que está
en pedo. Si no la volteamos hoy, no lo hacemos más.
Lucas sonrió pero no dijo nada. Si no había testigos, y
dudaba que Julieta recordara que él se le había acercado a
flirtear, él nunca iba a develar su intento fallido con la chica.
—Bueno, venite que estamos acá con los chicos en el
comedor.

Mauro se había vestido como Manu Ginóbili, pero no quería


reconocer que con un metro setenta no podía parecerse al
famoso basquetbolista. Tal solo tenía un ligero aire cuando se
ponía de perfil; en cuanto al tamaño del apéndice nasal, la
similitud era asombrosa.
Rafa era una especie de Luke Skywalker con sable de luz y
todo. Llevaba tanta cerveza encima que no podía estarse mu-
cho tiempo de pie si no se sostenía contra algo.
—Lucas, estábamos hablando de la cantidad de perras que
hay acá —dijo Mauro.
—Son impresionantes. Algunas están tan camufladas que no
me puedo dar cuenta de quiénes son —agregó Rafa.
—Eso es por el pedo que tenés —dijo Lucas y todos rieron.
—Chupame la pija, pelotudo —Rafa simuló que iba a trom-
pear a su amigo, pero se quedó en su lugar.
—Calmate, campeón —el Topo lo palmeó en el hombro.
Tomó un globo negro que estaba encintado contra un mueble

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y lo reventó entre sus manos. Luego estiró el látex y se lo
colocó sobre la frente.
—Rafa, yo soy tu padre —dijo. El chiste era tan malo que
todos estallaron en carcajadas.
—Andate a cagar.
—En serio, fijate —insistía Mauro—. Señaló con la barbilla a
una diablita y a una mucama—. Yo no sé cómo acá no hay
harenes.
—Habría que traer un camión —dijo Rafa—. ¿Vieron? ¿Lo
pensaron alguna vez? El mejor plan es juntar en un mismo
lugar a las personas que quieras para vos.
—¿Y después qué? —dijo Lucas riendo.
—Y después las secuestrás, qué sé yo —reconoció Rafa.
Tomó un trago del vaso que le ofrecía el Topo.
—Imaginate vivir rodeado de modelos —reflexionó Maradona.
El hijo de puta de Pancho Dotto sí que la hizo bien. Después se
culeaba a las que quería. Salió con Dolores Barreiro…
—Con Pampita —acotó Lucas.
—¡Con Pampita! No me digan que no es un buen negocio.
Lucas cayó en la cuenta de que se estaba distrayendo.
¿Cuántos minutos habrían pasado desde que se había
despedido de Nerina? La chica tal vez estuviera esperándolo
en la casa del árbol.
Musitó una excusa cualquiera y los dejó debatiendo. En el
camino recolectó dos vasos de cerveza. Le iba a llevar gaseosa
a la chica, pero después lo pensó mejor y se dijo que no quería
pasar como un blando frente a ella. Después de todo, ¿qué
chica de 15 años no tomaba alcohol?
Luego salió al patio.

359
Cuando se acercó al árbol notó la escalera que estaba aferrada
al tronco. ¿Cómo no la había visto antes? Estaba muy en pedo,
por lo visto.
Una vez arriba se encendió una luz. Nerina había llevado
una linterna y la apuntaba al piso.
—Tomá. Te traje cerveza. Se me volcó un poco.
—Gracias.
Ella estaba sentada en un rincón, sobre unos almohadones.
Le señaló un lugar para que se sentara a su lado.
—Hay una cantidad enorme de gente —dijo Lucas, por
decir algo.
—Eso me recuerda a una táctica en El Muro de la Extre-
maunción. Si querés matar a muchos oponentes de una, tenés
que planear un aquelarre. ¿Qué es eso? Es cuando juntás en el
mismo sitio a los enemigos. La idea es que ellos crean que
están ahí por un motivo diferente al que vos planeaste.
—Y ahí los limpiás.
—Exacto. Los hacés cagar fuego.
Los ojos de Nerina estaban perdidos en la oscuridad. Bebió
del vaso que le ocultaba el rostro.
—Tendría que hacerme una cuenta en ese juego —dijo
Lucas. Quería caerle en gracia a su nueva amiga.
—Te va a encantar. Además no es solo la diversión el único
beneficio que te da el juego. Chateás con personas de todos
lados. Cuando es tu único contacto con el mundo, hacés
amigos de verdad.
La voz de la chica se tornó más grave. A Lucas le corrió un
escalofrío. Había algo que no comprendía que estaba suce-
diendo. Él solo pensaba en abrazarla y echarse sobre los

360
almohadones. Pero sabía que él no era así. Nunca se com-
portaría de esa manera con una chica.
Ella se llevó las manos a la pierna izquierda y comenzó a
estirar la tela del pantalón. En realidad eran fajas. Cuando
terminó de hacer lo que estaba haciendo, arrojó la pierna
ortopédica al otro lado de la casa.
Lucas la observó. Era como un perro muerto abandonado en
un baldío.
No se había dado cuenta de que a la chica le faltaba una
pierna. ¿Tan distraído podía ser? Encima ella había tenido
pantalones cortos todo el tiempo.
Ahora Nerina lloraba mirando al frente. Le buscó la mano y
le apretó los dedos.
Lucas sintió el contacto como algo glorioso. Desde esa altura
se veía el cielo de la ciudad. Las nubes oscuras de la noche
brillaban. Había una tormenta eléctrica que todavía estaba
bien lejos.
—¿Sabés qué es lo mejor de tener muchos amigos, y muy
fieles? Que hacen cosas por vos. Lo que sea. —La voz de
Nerina quebró el silencio que envolvía la casa del árbol. Ella
apagó la linterna y el resplandor que daba contra el piso se
esfumó. Solo la luz de la casa llegaba hasta ahí. Seguían
tomados de la mano. El corazón de Lucas martillaba dentro de
su pecho con la fuerza de las Cataratas del Iguazú.
—Supongo… supongo que es así —concedió.
—Es así —remarcó la chica y le apretó la mano. Continuaba
mirando la pierna inútil sobre el piso de madera—. ¿Sabés qué
es lo mejor de reunir a tus enemigos en un mismo lugar, eh?
¿Y que no sepan que están en la boca del lobo? Lo mejor es
saber. El placer que da el conocimiento es indescriptible.

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Cuando uno sabe qué es lo que va a pasar siente una energía
acá en el pecho. Y no hay nada como un buen plan. Por algo
estoy en un nivel tan alto.
Las lágrimas habían dejado de salir, pero ella no se secó los
rastros en sus mejillas.
Unas luces aparecieron en el costado de la casa y desa-
parecieron. Eran unos vehículos que llegaban.
Estacionaron en la vereda y el jardín delantero. Lucas y
Nerina se habían asomado a la ventana cortada en la madera.
De las camionetas bajaron cinco encapuchados, todos de
negro. A Lucas le parecieron ninjas, y se volvió hacia Nerina,
sonriendo, pero cuando vio su gesto impaciente se puso serio.
Los ninjas llevaban algo en sus brazos. ¿Espadas, tal vez?
Lucas no alcanzaba a ver bien.
Nerina se sentó con la espalda erguida y miró al frente.
Lucas la miraba embobado, disfrutando el poder intuir en la
oscuridad sus rasgos delicados, cuando oyó que en la casa
comenzaban a estallar los primeros disparos de las ame-
tralladoras y los gritosque evidenciaban la masacre.

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Agradecimientos

Ignacio Román González, Alexis Chaija, Daiana Valerio y


Sofía Mosquera Jáuregui han sido quienes me ayudaron a
tener una correcta visión del libro. Sus apreciaciones, correc-
ciones, sugerencias, y a veces bibliografía prestada nutrieron
los textos y dieron la impronta final que los cuentos hoy
tienen. Si algo bueno hay en estas páginas, se lo debo a ellos.
Quiero también mencionar a Ezequiel Martiarena, Damián
Espinosa Segovia, Pablo Tear y Jonatan Davis por su apoyo.
Estos buenos amigos míos, en una cena, manifestaron su entu-
siasmo cuando les conté que estaba escribiendo este libro. Y
esas palabras fueron el mejor acicate a la inventiva.

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