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TELARAÑAS
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TELARAÑAS
(Comedia en dos actos divididos en seis momentos)
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REPARTO
Dirección
MANUEL RUIZ-CASTILLO
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Personajes
HOMBRE
AVELINO
DAMIÁN
ENGRACIA
SUSI
CABALLERO
LUCIANA
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ACTO PRIMERO
PRIMER MOMENTO
HOMBRE.– Yo soy un hombre extraño, al menos eso dice la gente... Soy amante
de la limpieza y curioso hasta el límite de sentirme inquieto cuando no
consigo descubrir lo que hay detrás de las cosas, si bien, cuando lo
hago, suelo llevarme muchos disgustos... Me entristece contemplar esa
pasividad de la gente que vive indiferente a la mugre que le rodea. A
veces me alegra ver cómo esa gente saca un poquito la cabeza y se eleva
sobre todas esas cosas manifestándose higiénica, buena... ¡pero son tan
pocas...!
Quizás sea mejor cerrar los ojos, no saber, ignorar, huir del conoci-
miento real de las cosas: pero ése es el problema, saber qué es mejor,
porque, por otra parte, a la larga –se lo aseguro– nadie sabe dónde está
lo conveniente, y el desenlace llega fatalmente y nos sorprende, sea
cual fuere. Somos tan tontos que nos dejamos engañar por todo lo apa-
rente sin detenernos a pensar que lo aparente es una parte, nada más que
una parte; sin acordarnos de que la vida no es farsa completa aunque
tenga mucho de ella y haya momentos en que lo parezca totalmente.
Es curioso ver cómo se asusta todo el mundo cuando llega el final
de sus asuntos, si ese final es triste o desagradable y cómo vocifera y ríe
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y está calzado con dos o tres libros. Por el suelo hay mu-
chos papeles, hechos unas pelotas o rasgados. En el te-
cho izquierda, un tragaluz. Por todos los rincones hay
telarañas, muchas telarañas. Sobre la mesa hay un foco
cenital de color caliente que estará encendido durante
las escenas que se desarrollan entre AVELINO y los diver-
sos personajes que a ella se sientan.
Acostado en la cama está AVELINO. Lleva chaqueta de ante
con una abertura atrás, pantalón de paño azul eléctrico
con un remiendo morado en la rodilla derecha, zapatos de
suela de tocino, barba y bigote muy cuidados. Tiene unos
35 años. De aspecto asténico, introvertido. Al alzarse el
telón hay un corto silencio, después del cual AVELINO da
un brinco, se pone de rodillas en el suelo y empieza a re-
volver unos libros que hay debajo de la cama. Saca uno,
empuja los demás hacia dentro, va a la estantería del va-
sar, coge otro y deja los dos sobre la mesa. Va al montón
de leña, toma un tronco y lo echa en el chubesqui que sólo
se ve arder a través de una rendija roja intermitente. Por
fin va a la cama, se sienta al borde y empieza a frotarse
briosamente la espalda y el pecho. Se abre la puerta de la
calle y entra DAMIÁN. Viste traje marrón de pana, muy
bien cortado; de su chaleco pende una enorme leontina de
oro. Es grueso. Tiene unos 40 años.)
(Breve silencio.)
AVELINO.– No, ahora, con esto del gato... Viene todos los días a verme. Le
doy de comer. Debe ser un golfo, pero nos queremos mucho... y nos
necesitamos.
DAMIÁN.– Lo comprendo.
AVELINO.– No sabes qué buenos ratos me paso con él. Cuando viene parece
que está un amigo conmigo. Tú... Sí es como si estuvieras tú.
DAMIÁN.– Viviendo como vives... estás demasiado apartado de todo... (Un
silencio, AVELINO se encoge de hombros.) Y esa chica ¿cómo es?
AVELINO.– ¡Joven!
DAMIÁN.– Tienes suerte, granuja, a lo mejor... ¿eh?
(Gesto confidencial.)
(Sale.)
(Telón.)
TELARAÑAS 71
SEGUNDO MOMENTO
DAMIÁN.– Y qué me dice con eso... El polvo es lo más natural del mundo;
tan natural como el aire.
CABALLERO.– ¿Ah sí? ¿Y esas telarañas? ¿Qué dice de ellas? Son el colmo
de la suciedad.
DAMIÁN.– Es posible que sean el colmo de abandono, pero nada más. Si me
hubiera dicho usted eso hace unos años, cuando no conocía a Avelino, a
lo mejor hubiera dado por buenas sus palabras... pero conociendo a
Avelino, sabiendo cómo es, no puedo pensar que haya nada sucio en su
casa... Él es buena persona y si a él no le importan nadie tiene derecho a
meterse en sus cosas íntimas.
CABALLERO.– Mucho le defiende usted...
DAMIÁN.– Le defiendo porque es mi amigo, porque es un hombre admirable
hasta cierto punto, al cual me gustaría parecerme en muchas cosas...
CABALLERO.– Y usted ¿quién es?
DAMIÁN.– Damián, el comerciante. Según dice Avelino, su mejor amigo...
Yo creo que su único amigo, aparte un gato...
CABALLERO.– Y una señorita de buena familia a la que está tratando de sedu-
cir...
DAMIÁN.– Ja, ja, ja... (Ríe desaforadamente.) ¿No será usted por casualidad
banquero?
CABALLERO.– En efecto, lo soy, y no precisamente por casualidad. (Un silen-
cio embarazoso.) De esta casa, de ese profesor y de todo lo que le rodea,
tengo muy desgraciadas referencias...
DAMIÁN.– ¿Y siendo banquero se fía de las simples referencias? Yo sólo soy
comerciante y no caigo en tal estupidez...
CABALLERO.– Estas referencias son muy otras.
DAMIÁN.– ¿No será lo diferente el negocio?
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(Un silencio.)
(Señala el cuarto.)
DAMIÁN.– ¿Y qué?
AVELINO.– (Interesado.) Continúe.
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¿Cuánto necesita?
AVELINO.– Cuánto ¿qué?
CABALLERO.– Dinero.
AVELINO.– Nada.
CABALLERO.– ¡Hipócrita!
AVELINO.– ¿Quiere comportarse?
CABALLERO.– Sí, sí, sí, sí. (Está como enloquecido. Empieza a sacar fajos de
billetes de los bolsillos y los va arrojando sobre la mesa.) Tenga, tenga,
tenga. ¡No necesita casarse con mi hija para hacerse rico! ¿Tiene bas-
tante? ¿Quiere más? (Saca otro fajo.) Ande, cójalos, cójalos…
HOMBRE.– Soy el hombre que limpia las telarañas... Supuse que tendría al-
guna y he subido por si quiere que las quite. Está todo muy difícil... No
hay más remedio que trabajar...
AVELINO.– Sí señor, tiene razón... Hay que trabajar... ¿Usted tiene mucha
prisa?
HOMBRE.– No señor... Estoy acostumbrado a esperar...
AVELINO.– Tengo que terminar un asunto... En seguida le atiendo. (Enca-
rándose con el CABALLERO.) Hablábamos de su hija.
CABALLERO.– Ya termino. Sólo me resta decirle que la he desheredado.
AVELINO.– Y ella ¿qué opina?
CABALLERO.– Sigue en sus trece.
AVELINO.– ¡Magnífico! ¿Has oído Damián?
DAMIÁN.– (Mirando el dinero que está ordenando sobre la mesa el CABA-
LLERO.) Piénsalo bien, Avelino. Creo que debo advertirte... Aquí tienes
la solución de tu vida…
(Señala el dinero.)
SUSI.– (Yendo hacia él.) Cuánta gente hay aquí, ¿qué pasa? (Abraza a AVELINO
y luego da la mano a DAMIÁN. Por fin llega frente al CABALLERO y se
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más cada vez, ha decidido provocar una nueva devaluación con objeto
de que...
CABALLERO.– Pero si es cierto, será una monstruosidad financiera... Imagí-
nese que yo poseo dinero mejicano en cantidades respetables y...
HOMBRE.– Tiene usted una solución...
CABALLERO.– ¿Cuál?
HOMBRE.– Verá...
CABALLERO.– Venga, venga aquí, cuénteme...
(Sale.)
(Sale.)
SUSI.– Nos han dejado solos. (Él asiente. Está triste.) ¿Qué te pasa?
AVELINO.– Nada.
SUSI.– ¿De verdad?
AVELINO.– De verdad.
SUSI.– Te encuentro triste...
AVELINO.– Quizá lo esté.
SUSI.– ¿Por qué?
AVELINO.– Tengo miedo.
SUSI.– ¿A qué?
AVELINO.– Al desenlace.
SUSI.– ¿De lo nuestro?
AVELINO.– Sí.
SUSI.– Lo nuestro no puede acabarse... A menos que tú...
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(Le besa.)
(Entra LUCIANA. Es de parecida figura y aproximada edad
y condición que SUSI, pero hay algo antipático en ella.)
LUCIANA.– ¿Estorbo?
SUSI.– ¡Hola Luci! (Señalando a AVELINO.) ¡Es él!
LUCIANA.– Exacto. Tal como dijiste... Quizás un poco más viejo. O... más
triste... ¡No sé!
SUSI.– (A AVELINO.) Es Luciana.
AVELINO.– Mucho gusto.
(La da la mano)
SUSI.– Nos casamos, por fin. Mi padre está enfadado, pero ya se le pasará.
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(Él asiente.)
LUCIANA.– ¿Dónde?
AVELINO.– Ya veremos...
SUSI.– En un sitio pequeño, donde no quepa gente. Oye, Luci, ¿qué me vas
a regalar?
LUCIANA.– Chica, no lo había pensado. Dime tú que te gustaría.
SUSI.– Pues... (Piensa un momento. Mira la ventana.) Sí, un tiesto, un tiesto
grande con muchas flores para ponerlo en la ventana y que lo vea Tartu-
fo cuando venga a comer y nosotros siempre, siempre.
LUCIANA.– Pues te lo regalaré. A lo mejor se anima tu novio.
AVELINO.– No lo creo.
LUCIANA.– Qué contestaciones más parcas... Bueno, ya me voy. Vine porque
te lo había prometido.
SUSI.– Quédate un poco más.
LUCIANA.– Tengo que ir a cine.
AVELINO.– No la entretengas, Susi.
SUSI.– Quédate mujer.
LUCIANA.– De buena gana, pero de verdad, tengo que ir al cine.
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DAMIÁN.– ¿Has pensado que va a vivir una vida miserable en esta casa?
AVELINO.– Sí. A ella le agrada.
DAMIÁN.– ¿Has pensado que con lo que ganas...?
AVELINO.– ¡Sí, sí, lo he pensado todo, Damián! Pero he decidido dejarme
llevar por las circunstancias
DAMIÁN.– Es eso lo corriente en ti. Eres un egoísta.
AVELINO.– No más que todo el mundo.
DAMIÁN.– En tus manos está evitar que sea una desgraciada. Si le contagias
tu amargura, tu pesimismo, sufrirá mucho... Y no se merece, es joven,
bonita... Es alegre...
AVELINO.– A veces la alegría es un mal producto.
DAMIÁN.– Quiá. Es hermosa.
AVELINO.– No, no es buena. Es una manifiesta inconsciencia. Ciega, tapa
más que estas telarañas. Estas telarañas puede que parezcan sucias, pero
su presencia me hace sentirme exactamente situado en mi puesto social.
DAMIÁN.– Pero tienes otras, peores, las que llevas dentro, las que no se ven.
AVELINO.– Esas las quita siempre el tiempo.
DAMIÁN.– Adelántate al tiempo, tú has previsto el final...
AVELINO.– (Furioso dentro de un tono suave.) En este caso, no me da la gana
pensar, Damián (Transición.) Será mejor que dejemos este asunto. Nunca
nos habíamos acalorado tanto.
DAMIÁN.– Me indigna tu postura.
AVELINO.– (Enigmático.) ¡Tú que sabes!
DAMIÁN.– Sólo sé, y me basta, que hay que ir a las cosas, no esperar que
ellas vengan a nosotros. Luchar y conseguir, ahí está el éxito. Al menos
puedes imponerte y conseguir que ella se olvide de todo.
AVELINO.– No podré. Además, también es posible que al final te des cuenta
de que no lo has conseguido. Y entones, ¿qué?
DAMIÁN.– Nada. Al final siempre sucede que te mueres y te pudres. Para
entonces no importa comprobar el fracaso. Y entretanto hay que impo-
nerse, imponerse...
AVELINO.– No sabría. Yo vivo así, como muerto, pero espero que después...
DAMIÁN.– Después te pudres, Avelino.
AVELINO.– No, hombre. Sobre ti crecen flores... y sonrisas y recuerdos...
Todo lo que hayas sido capaz de engendrar.
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TERCER MOMENTO.
DAMIÁN.– Ya...
LUCIANA.– Creí que ya estarían aquí.
DAMIÁN.– Yo también. Se habrán entretenido por ahí.
ENGRACIA.– (Entrando. Trae una bandeja de dulces y unas botellas que de-
jará sobre la mesa.) Creí que no llegaba a tiempo. Qué guapa estaba la
señorita ¿verdad? Toda de blanco, tan bonita... Como yo no me casé de
blanco, siento una cosa rara cuando veo una novia así... Todas las muje-
res debíamos casarnos de blanco. Es el buen principio para luego ser
feliz.
LUCIANA.– No sea inocente, mujer, con ellos no se puede ser feliz aunque se
case una de blanco...
ENGRACIA.– Ya suben, señorita, les oigo. (Empieza a sonar la melodía.) ¿Qué
hacemos?
LUCIANA.– Esperar.
DAMIÁN.– (Como un eco.) Esperar...
(Un silencio.)
(Entran los novios. Ambos de blanco. Ella con vestido y
velo. El con jersey, pantalón y zapatos.)
AVELINO.– Toma.
SUSI.– Acérquese, Engracia... (Se acerca la portera. Cada cual tiene su copa
en la mano. SUSI toma del brazo a AVELINO y le dice.) Tú y yo vamos a
brindar aparte. (A los otros.) ¿No os molesta?
LUCIANA.– No, no.
DAMIÁN.– ¡Que va!
SUSI.– ¿Eh?
AVELINO.– Que si quieres que quiten las telarañas...
SUSI.– Ah, no, no, no, no, que no las quiten. Son algo propio de la casa...
Algo tan nuestro…
TELARAÑAS 89
AVELINO.– (La mira y asiente.) Ya lo oyes... (El HOMBRE pone una grotesca,
casi divertida cara de tristeza.) ¡Vamos, no se apure! Ya las quitará
otro día... Tome una copita con nosotros. ¿Queréis dar un dulce a este
señor? (Le da una copa y luego se va a la ventana. A SUSI.) ¿No quieres
tomar nada?
SUSI.– No tengo ganas. Estoy tan contenta que no me apetece nada, nada.
Tengo por dentro una alegría extraña, como agridulce... ¡pero estupenda!
AVELINO.– A mí me pasa igual.
(Un silencio)
SUSI.– Estoy muy contenta. Tengo mi casita, nuestra casita, que es casi de
sueño, y nuestra cama, con la colcha de cretona, y la mesilla y la alfom-
bra... y los libros debajo de la cama. Tenemos nuestros dos sillones para
pasar tranquilamente el tiempo, nuestras sillas, nuestras paredes y nuestro
techo. Aquí estamos tú y yo y estaremos siempre. ¿Verdad?
AVELINO.– Claro, claro que sí, pequeña…
SUSI.– Y cuando tengamos nuestro hijo, todo será más hermoso aún... y en-
tonces, ya verás cómo entonces sí que vienen mis padres y se olvidan de
todas las tonterías que les obliga a hacer su condición. Y tendrán que
perdonarte lo que no necesita perdón y te estarán eternamente agradeci-
dos por haberles dado un nieto y seremos más felices y nada, nada po-
drá separarnos, ¿verdad?
92 CARLOS MUÑIZ
AVELINO.– Ciertamente...
SUSI.– Y entonces veremos las cosas con más serenidad y podremos hablar
sin reservas, sin añoranzas, gozando por completo nuestro presente. Y
tú le enseñarás al niño la Historia de España, la Historia del Mundo, la
Historia de los Hombres. Y a tu lado aprenderá a ver la vida y sus cosas
con ternura y con amor. Y él jugará con Tartufo, cogiéndole por el rabo
y amará las telarañas como las amamos tú y yo y también querrá a sus
abuelos, como tú y yo, porque yo quiero a mis padres a pesar de todo, y
tú un poco también ¿verdad?
AVELINO.– Sí, sí.
SUSI.– Ya ves... yo quiero a tu madre, aunque no la he conocido nada más
que por ese retrato. (Durante este diálogo AVELINO se ha sentado al
borde de la cama con la mirada fijada en el suelo y los brazos caídos
sobre las rodillas. SUSI, que estaba apoyada en el chubesqui, se acerca
en este momento a él.) Y la quiero, porque te quiero a ti, sí, te quiero, te
quiero, te quiero mucho. (Se sienta y le acaricia el pelo.) Y tú lo sabes.
AVELINO.– Sí, sí, claro que lo sé.
SUSI.– Y jamás dejaré de quererte porque eres el hombre más bueno del
mundo; siempre procuras comprender a la gente. Quisiera darte todo lo
que te mereces... (Un breve silencio.) Si ellos comprendieran las cosas
todo sería más fácil; podríamos irnos a vivir a mi casa, que es enorme.
Allí tú te dedicarías a estudiar…
AVELINO.– Eso no, Susi. Cuando decidiste casarte conmigo ya sabías quién
era yo dónde y cómo vivía ¿verdad? Sabías la opinión de tus padres... y
la mía Ya voy para viejo, Susi... Yo quisiera...
SUSI.– No te preocupes, ha sido una tontería mía.
ACTO SEGUNDO
CUARTO MOMENTO
(Un silencio.)
DAMIÁN.– Desde luego, mujer… Pero al principio las cosas parecen más
bonitas.
SUSI.– (Encarándose con él.) Mira, eso pertenece al secreto del sumario, es
algo así como los resultados que obtienes a diario en la registradora de
tu tienda.
DAMIÁN.– No es una comparación muy digna de este escenario. (Señala con
el ademán el cuarto.) Tu marido no es partidario de esas comparacio-
nes, es amigo de otras cosas.
SUSI.– Precisamente. Y lo que me extraña es que haya sido amigo tuyo du-
rante tanto tiempo. No lo entiendo, Damián, tú...
DAMIÁN.– Es bien sencillo. Él a mi lado, en mi compañía, encontraba el
contrapunto que necesitaba... Yo... también. Le escuchaba y pasaba muy
bueno ratos, te aseguro que he conseguido muchas veces liberarme de
las preocupaciones del negocio... Los dos estábamos satisfechos...
SUSI.– ¿Y ahora no?
DAMIÁN.– Ahora no es posible.
SUSI.– ¿Por qué?
DAMIÁN.– Ya lo sabes tú. (Mirándola con ansiedad.) Lo sabes muy bien.
SUSI.– Desgraciadamente, sí. Cuando vienes a vernos cada noche me miras
de una manera sucia... Estaría ciega si no lo hubiera notado.
DAMIÁN.– Y si lo sabes...
SUSI.– Prefiero seguir ignorándolo. No quiero que se entere Avelino... ¡ni yo
quiero enterarme! (Breve silencio.) Se llevaría un chasco si se enterase
que su amigo comerciante, su mejor amigo es otro Tartufo que anda
acechando a ver si puede robarle las pescadillas..
DAMIÁN.– (Acechándola.) Puede que tengas razón, pero... ¡tú no eres una
mujer tonta! Creo que contigo se puede hablar sin tonterías... ¿podemos?
SUSI.– Por probar...
DAMIÁN.– Sé que estás acostumbrada a una vida distinta y que por nada del
mundo puedes olvidarla. Esos pequeños, casi microscópicos placeres
que nos rodean mientras crecemos, crean hábito, terminan por conver-
tirse en necesidades. Su falta nos hace sentirnos desgraciados. Y esto en
vosotras, las mujeres, es más acentuado. Sois... más apasionadas, más
temperamentales... y caprichosas, muy caprichosas... procuráis satisfa-
cer vuestro capricho sin pensar que podéis ocasionar un daño a otras
personas... sin reparar en nada. Tú, ahora, te encuentras entre la espada y
la pared. El capricho ya le has satisfecho y estás cansada... Ya no quie-
res esta vida, te harta; te sientes desgraciada y deseas escaparte, volver
a tu vida de antes. Él es desgraciado, aunque, eso sí, el menos desgra-
ciado, porque ya presumía esta reacción tuya y sin embargo cometió la
tontería de casarse. (Un silencio.) Yo, también soy desgraciado... Tam-
bién yo quisiera casarme con una mujer bonita y tengo suficiente para
mantenerla, hasta para costearle caprichos superfluos. Sí... si vosotros
dos queréis vivir ahogados entre telarañas, tratando de esconderos, yo
no. Soy comerciante. No me gusta perder el tiempo. Voy a ser bastante
claro. Tú has hecho ya el daño. No tiene arreglo. Tú no puedes volver a
tu casa, por que estás enfadada con tu familia... Aún puedes cometer
otra tontería, una nada más, de la que, te lo aseguro, no tendrías que
arrepentirte nunca. Respondo yo de ello.
SUSI.– ¿Te das cuenta de que estás hablando como un canalla?
DAMIÁN.– Mejor, diría yo, como un comerciante.
SUSI.– Estás pisoteando la amistad.
DAMIÁN.– ¿Acaso no has pisoteado tú el... (Con sorna.) amor?
SUSI.– Es distinto.
DAMIÁN.– Desde luego, yo pisoteo la amistad porque te quiero, tú pisoteas la
cosas por capricho. (Como reprochándola.) Tú no quieres a nadie.
SUSI.– ¡Mentira! Sí quiero, quiero a Avelino. Quiero a mis padres.
DAMIÁN.– Los quieres ahora que recuerdas la calefacción de tu casa, los cria-
dos, la buena vida…
SUSI.– (Chillando.) ¡Cállate, Damián, no te aguanto, eres insoportable, vete!
DAMIÁN.– Enseguida me voy. (La mira. Un silencio.) Sabía lo que iba a
suceder...
SUSI.– Haberte callado tus sentimientos. ¿Para qué se te ha ocurrido decirme
todo esto?
100 CARLOS MUÑIZ
QUINTO MOMENTO.
AVELINO.– (Se pone de pie). Hola, Luciana. (Ve al HOMBRE.) ¿Qué tal, buen
hombre?
HOMBRE.– Yo venía...
AVELINO.– Ya sé, ya sé. A limpiar. Es el día que le dijo mi mujer.
HOMBRE.– Sí, señor.
AVELINO.– No sé qué hacer. (A LUCIANA.) Susi ha salido a hacer unas visitas
y...
LUCIANA.– Le gustará ver esto limpio. Yo también creo que es mejor.
AVELINO.– Bueno. Entonces... (Al HOMBRE.) puede empezar cuando quiera.
Tenga.
(Le da un billete)
LUCIANA.– Hay muchas mujeres que tienen todas esas condiciones, muchas,
que, además, son más constantes...
AVELINO.– Quizás, pero yo no las conozco.
LUCIANA.– A todas, no. A algunas, sí
AVELINO.– ¿Sí?
LUCIANA.– Sí
AVELINO.– No sé...
LUCIANA.– Yo. Yo... quiero aprender historia. Soy constante. No como tu
mujer, que ha sido una estúpida que, teniendo la facilidad de aprender
contigo, se ha dejado ganar por la facilidad de una vida estúpida. Yo no
soy así. Quiero aprender historia contigo porque quiero que me la ense-
ñes tú. Estudiaré, pasaré, si es preciso, horas y hora documentándome
en las bibliotecas para que puedas sentirte orgulloso de tu nueva alum-
na. Te pagaré lo que sea, sin necesidad de que mi padre se entere, sin
posibilidad de que se oponga. Me darás clases siempre, en invierno y en
verano, aunque se hiele la respiración…
AVELINO.– Tú también eres una niña caprichosa. (Levantándose.) Termina-
rías por cansarte de las clases de historia y sentirías el frío de este cuar-
to al cabo del tiempo. (Transición.) Además, no debes olvidar en nin-
gún momento que eres la amiga, la mejor amiga de mi mujer.
HOMBRE.– Esto ya está listo. Con el permiso de ustedes me voy a trabajar a
otro sitio.
AVELINO.– (Preocupado.) Perfectamente. (El HOMBRE sale, sacudiendo el
polvo de la chistera que se ha quitado ahora, para limpiarla por prime-
ra vez.) Ya está limpia mi buhardilla. (Pasea. Mira todos los rinco-
nes.) Sí, ya está todo limpio. (Mira los libros colocados en el vasar.)
Mañana le diré a Engracia que limpie el polvo de los libros. (Vuelve a
sentarse. Casi se ha desplomado.) ¿De qué hablábamos?
LUCIANA.– De la clase…
AVELINO.– Ah, sí... Ya te digo... no debes dar clase conmigo... Además, ya
no quiero ganar más dinero... y... a ti no sabría explicarte nada. Com-
préndelo... Me fastidian las clases. Los alumnos... todos. Damián ape-
nas viene a verme... Susi se va por las tardes de visita... Tú quieres que
te dé clases... El único que sigue viniendo todas las noches a verme,
como siempre, a tomar su leche, es Tartufo y para alimentarle ya gano
bastante. Creo que debo enfadarme contigo por haberme propuesto eso
TELARAÑAS 103
SUSI.– (A AVELINO.) ¿Qué ha sucedido con Luciana? ¿Por qué está tan agita-
da, Avelino?
AVELINO.– Debe ser porque ha descubierto que soy tonto.
LUCIANA.– Te digo, Susi, que no tengo nada que hacer en tu casa. Me voy.
SUSI.– No, no te vas. Tú vas a quedarte hasta que nos enteremos de lo que ha
sucedido.
LUCIANA.– Habrás querido decir hasta que te enteres tú.
SUSI.– Sí.
AVELINO.– Opino, pequeña, que cuando una cosa carece de interés, no mere-
ce la pena que tratemos de profundizar en ella. Tu amiga y yo hemos
hablado un rato. No estábamos de acuerdo y se ha disgustado. En todas
partes, entre todo el mundo, pasa igual. Nadie se pone de acuerdo. To-
dos van, van y en el camino tropiezan una y mil veces. Pero siguen, casi
siempre sin mirar dónde tropezaron. ¿Qué más da el motivo de la discu-
sión? Lo fundamental es que no estábamos de acuerdo.
TELARAÑAS 105
LUCIANA.– Yo me voy.
AVELINO.– Ve con Dios, Luciana.
SUSI.– Puedes irte.
AVELINO.– (Alzando la vista apenas del libro.) Esta tarde me encontré con
Damián. Ha estado muy seco.
SUSI.– (Sin mirarle.) Irá mal su negocio.
AVELINO.– Vino el hombre de la limpieza.
SUSI.– (Dándose cuenta de que todo está limpio.) ¡Es verdad! Ha limpiado
todo... (Él vuelve a leer. Ella va al fogón y mientras trajina en los ca-
charros habla.) Esta tarde me encontré a mamá en casa de la marquesa.
Me ha dicho que van a hacer una viaje a Italia. Como quien no quiere la
cosa, ha dejado caer la posibilidad de que yo les acompañe. Van a pasar
un mes en Roma y otro recorriendo las principales ciudades de la pe-
nínsula. Será un viaje extraordinario.
AVELINO.– ¿Cuándo se van?
SUSI.– Dentro de diez días.
AVELINO.– (Pensativo) Dos meses es mucho tiempo.
SUSI.– ¡Qué va! ¡Pasan en un vuelo!
AVELINO.– Bien mirado, puede que tengas razón... Y no dos meses, sino todo
el tiempo.
SUSI.– ¿Crees que es posible...?
AVELINO.– ¿Qué?
SUSI.– ¿Que pudiera acompañarlos?
AVELINO.– (Sin dejar de leer.) ¿Por qué no?
SUSI.– Qué estupendo. (Loca de alegría, corre a abrazarle.) Te traeré una
reproducción de la torre de Pisa.
AVELINO.– Ahí tengo un libro con varias fotografías.
SUSI.– Es que una reproducción es mejor que una foto.
AVELINO.– Sí, seguramente…
SUSI.– (Yendo al fogón.) ¿Cómo quieres la tortilla, de patatas o a la francesa?
AVELINO.– Como te apetezca... Me da igual.
106 CARLOS MUÑIZ
SUSI.– Hijo, eres un pelma para esto de las comidas. Te da todo igual. Nunca
te apetece algo concreto.
AVELINO.– Me tiene que dar igual.
SUSI.– Podías haber cambiado con el tiempo.
AVELINO.– Tienes razón.
(Breve silencio.)
(Se va ENGRACIA.)
SUSI.– ¿A qué santo estará llorando ese hombre? No entiendo una palabra,
todo es absurdo. Me parece una solemne tontería... No entiendo nada.
AVELINO.– Es lógico que no lo entiendas. Son cosas de hombres, de los hom-
bres que trabajan. A veces se arrepienten de haber hecho su labor y
quisieran deshacerla, pero no pueden. (Suspira.) ¿Cenamos?
SUSI.– Me falta hacer la tortilla. Puedes ir tomando la sopa. No me esperes.
Yo no tengo apetito.
SEXTO MOMENTO
(Breve silencio.)
(Un silencio.)
AVELINO.– ¡Ya está! Bueno, Susi, que tengas buen viaje. (Con voz ronca.)
Que lo pases muy bien.
SUSI.– ¿Te importa que me vaya? Si quieres no me voy. Todavía estamos a
tiempo.
AVELINO.– No, no, tienes que irte y te irás.
SUSI.– Bueno, Damián, cuídame mucho al profesor de Historia. ¿Me lo pro-
metes? (DAMIÁN la da la mano sin contestar.) Que seáis buenecitos y
tú... ¡acuérdate de mí!
AVELINO.– Sí, sí.
SUSI.– Te escribiré contándote todo lo que haga.
110 CARLOS MUÑIZ
(Se abrazan.)
(Mutis.)
(Pausa)
(Silencio prolongado.)
ENGRACIA.– Señorito...
AVELINO.– (Sin volverse.) ¿Qué hay, Engracia?
ENGRACIA.– (Señalando el gato.) Me lo encontré en el patio. Se ha debido
caer. Creo que es el suyo.
AVELINO.– Mi ¿qué?
ENGRACIA.– Su gato.
TELARAÑAS 113
AVELINO.– ¿Tartufo?
ENGRACIA.– Sí.