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El político

2.223 Para conocer si la figura es


verdadera o falsa debemos compararla
con la realidad.
2.224 No se puede conocer sólo por la
figura si es verdadera o falsa.
2.225 No hay figura verdadera a priori.

Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-


Philosophicus.

Me citaron en un bar poco concurrido. Un contacto me dijo que alguien quería


hablarme para proponerme algo. Todo muy vago. Que se me acercaría un tipo de
lentes y se daría a conocer. Así ocurrió: un sujeto de edad madura a quien nunca
había visto, que usaba con descuido ropas caras que estuvieron de moda en los
años ochenta, se bajó de un taxi. El chofer se quedó en la ventanilla agitando un
montón de cambio chico, pero el sujeto de lentes no se dio vuelta. Sin mirarlo,
levantó un brazo flexionando el codo en una letra “L”, la mano extendida, y así lo
despidió.

Se dio a conocer con las palabras convenidas, como en una película de


espías, y se sentó a la mesa.

- Soy Rigodón. Es un gusto conocerlo, Zonzini. Sigo de cerca su trabajo.

Fue al grano. Me contó que era un influencer que se dedicaba a las finanzas
y que en los albores de la democracia había militado en política en un grupo de
jóvenes que conformaron una unión para producir una apertura universitaria
hacia perspectivas políticas de derecha, que tanto por entonces como ahora se les
llamaba “centro”, por eso de que en la política argentina el eje está corrido hacia
la izquierda, de modo tal que la derecha es, como decía, el centro, el centro pasa
por ser izquierda, y la auténtica izquierda está caída del mapa. Contó también
que en esos tiempos lejanos su nombre salía mucho en los diarios, pero que luego
de largar todo se dedicó a viajar, hacer dinero y leer. Que le gustaba hacer dinero,
pero que no quería explotar a nadie y por eso (“como liberal que soy”) no le
quería quitar la plusvalía a ningún obrero, sino que hacía trabajar al propio
dinero, su capital, multiplicándose por sí mismo. Inversiones bursátiles,
criptomonedas, títulos de deuda pública de países emergentes (“no me gusta eso
de subdesarrollados”), apuestas conservadoras y otras arriesgadas. Nunca ir a todo
o nada. Marchar sobre seguro, aunque en el mercado él pasara por ser un tipo
jugado y de ahí su prestigio entre un nicho selecto que se mueve mejor en las
sombras.

- Espero no haberlo cansado, Zonzini. Esto es para que sepa quién soy. Y
que va a cobrar por su trabajo. Va a cobrar bien. Ahora quiero que me escuche:
esto es lo que quiero.

Me dijo que el propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí


sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e
imponerlo a la realidad. Que ese hombre que soñaba tenía que ser versado en
economía, porque la economía lo era todo, o era la base (“no hubo mejor lector
de Adam Smith que el mismo Marx”); que tenía que distinguirse de cualquier
otro que anduviese rondando por la clase política; que tenía que saber atraer a los
desencantados; que debía hacerlo en un lenguaje que a la vez que llegara a todos,
también fuera hermético (“a la gente le fascina concordar con ideas que no puede
explicar con sus propias palabras”); que hacía falta crear una cofradía y hallar una
palabra que definiera al amigo y al enemigo; que necesitaba que esa persona
soñada tuviera una presencia permanente en los medios; y había que hacer de esa
persona un presidenciable.

- Tengo a esa persona.

No lo dije yo: lo dijo él. Me mostró en su celular una foto, me hizo leer de
la pantalla un nombre y un apellido. El encargo era concreto, las instrucciones
eran claras, estaba el sujeto soñado con integridad minuciosa y prefijado su
destino: yo debía construir la figura que lo impusiera a la realidad. Un desafío, no
parecía difícil, aunque fuera un desafío arduo, de esos que prometen emociones y
mucho trabajo. Me dio un plazo y me dijo una cifra que superaba lo que pensaba
pedir. Iba a darle la mano para acordar –porque el Manager no firma contratos-
cuando recogió la suya que me había extendido, y me dejo pagando:

- Hay una condición, Zonzini: el hombre no debe saber ni de su existencia


ni de mi encargo. Proceda.

Y ahí sí estrechó mi mano que había quedado extendida, suspensa en la


sorpresiva condición, y de ese modo terminé acordando realizar una tarea que no
se me ocurría cómo podría desempeñar. No con esas limitaciones. Antes de que
me diera cuenta, había parado un taxi y se había ido.

* * *

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No fue la primera vez que recibí encargos vinculados a la política. En
realidad recibí bastantes. No quiero decir que recibí más de la farándula que de la
política, porque ¿cuál es el límite entre la farándula y la política? Pero no tomé
siempre todo lo que se me ofreció: el Manager es selectivo. Una vez me llamó un
empresario de la obra pública vial ligado a la política y en conflicto con la ley
penal. Lo mandó un abogado mediático que no quiso tomar su caso pero le hizo
esta oferta “en combo” al empresario: que lo defendiera otro abogado mediático y
que yo me ocupara del control de daños en los medios. Se empezaron a hablar de
cifras de siete dígitos en dólares, la codicia ganó al segundo abogado mediático,
que exigió triplicar esa cifra para tomar el caso. A mí de entrada no me interesó el
asunto ni el representado: hice mutis por el foro. El empresario cayó preso y el
segundo abogado mediático se quedó sin el caso. Hasta llegó a tentarme para que
operara en los medios contra el empresario, para apretarlo a que lo contratara
como defensor. Ni le contesté y lo tuve bloqueado un tiempo para que no pudiera
hacerme más propuestas indecorosas.

“Pueden ustedes llamarme Ismael”. Así comienza la célebre novela Moby


Dick. A este economista que tenía que imponer a la realidad como político,
pueden ustedes llamarlo Miguel.

No les voy a contar cómo fue que hice invitar a Miguel a dos o tres
programas aburridos de temas de actualidad y económicos en unas FM que nadie
escucha, pero cuyos podcasts quedan subidos a la web para siempre. El Manager
no cuenta sus secretos de cocina. Lo hice invitar siempre junto con otro perejil
ante el cual se pudiera lucir. Una vez que tuve ese material para mostrar, hice
interesar en este sujeto a otros periodistas especializados en economía y finanzas,
pero de medios nacionales. Claro que, para disimular, lo metía en una bolsa junto
con otros aspirantes a economistas mediáticos. Pero hice una jugada de pinzas:
aprovechando que contaba con todos los recursos que pedía, me propuse fijarle
algún signo especial a su imagen física, anticipándome a que en algún momento
saltaría de las radios y los diarios a la televisión. Entonces, arreglé que se le
aproximaran, en el curso de algunos meses, varias chicas que so pretexto de ser
estudiantes de Económicas, lo entrevistaran y le coquetearan, pero con el
cometido de conseguir que modificara su peinado achatado con gel y raya al
costado, por otro diseñado por los más avanzados estilistas experimentales de
París y Milán. Creo que a esta altura saben que la obsesión por el peinado es una
característica del Sello del Manager. Conseguido esto, Miguel estuvo listo para
llegar a la pantalla. Acá vale decirles que, para ocultar mejor mi tarea, había
tomado con honorarios irrisorios la instalación de varios opinólogos mediocres
entre los cuales introducía a Miguel al momento de suministrar invitados a las

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productoras ávidas de contenidos y que siempre me preguntan si tengo a mano
gente para invitar. Con lo que me pagaba Rigodón, la cuenta estaba saldada con
creces. Y así llegó a los estudios de televisión: primero los de streaming, luego a
los canales de cable y de inmediato a los de aire.

Yo contaba con algo que era parte intrínseca del sujeto: Miguel tenía las
mismas ideas que Rigodón quería difundir y mi tarea era darle espacio para que
se explayara. Pero ¿cómo intervenir en las líneas de su discurso, las extrínsecas,
sin poder darme a conocer, sin participar directamente de su construcción
mediática? Él debía creer, todo el tiempo, que se estaba armando solo: no tenía
que notar los tirones de la tanza invisible que lo conducía. Le hice saber esto a
Rigodón –a través del contacto que me lo había presentado- y por la misma vía
me llegó otra cita en un bar de Puerto Madero.

- Va bien Zonzini, no tengo queja.

- Se me hace difícil algo: tengo el punto, se está conformando un contorno,


pero necesito dominar el trazo. Y no puedo si no le hago llegar algunas pautas.

- ¿Qué necesita, Zonzini?

- Mire: yo no tengo idea si el tipo dice sandeces o es un genio en lo suyo.


Pero es árido y aburrido. Latoso. Necesito que lo escuche otro segmento de
público, y eso no se puede lograr si yo no puedo intervenir.

- ¿Qué necesita, Zonzini?

- Necesito algún escándalo. Que la gente lo recuerde por cómo se


comporta o cómo dice las cosas más que por lo que dice. Porque lo que dice no lo
entiende nadie.

- ¿Algo más?

- Usted me dijo que necesitaba que este sujeto creara una cofradía, un
espacio de pertenencia, y que tenía que hallar una palabra que definiera al amigo
y al enemigo. Me gustaría generar algo que fuera como “civilización o barbarie”.

- Resultó sarmientino, me gusta. ¿Qué necesita, Zonzini?

- Que definamos a los que están con él con alguna palabra. Si la vida en la
sociedad es una jungla, como se dice en la calle, y él es el “humano”, la
civilización, entonces, los que no estén con él (la barbarie) tienen que ser… la
fauna. Y así confrontamos al hombre, lo civilizado, con los bárbaros salvajes de la
jungla, los que se comerían al hombre si este no se impusiera.

- Me gusta: el Estado es un elefante, solemos decir.

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- Por ahora, esto es todo lo que necesito. ¿Pero cómo consigo que Miguel
llegue a hacerlo?

- Déjemelo a mí. Usted esté atento a los contenidos que van a generar con
Miguel estos dos portales de noticias.

Me mostró dos direcciones web en la pantalla de su celular.

- Ocúpese de que estos contenidos se repliquen y siga haciendo lo que


viene haciendo: ahora va a tener en Miguel los trazos que necesita. Proceda.

El mozo trajo una cuenta escandalosa (unos cincuenta dólares por dos
cortados con cuatro medialunas) que Rigodón pagó en efectivo antes de
escabullirse en un taxi, saludándome desde lejos con su brazo haciendo una L.

* * *

Tras unos días vi que uno de esos portales prometía un vivo por Instagram
entre Miguel y uno de esos economistas que vienen errando todos los pronósticos
económicos desde la convertibilidad hasta el presente, porque no hacen
periodismo sino que militan a sueldo para el establishment, imponiendo
ministros, debilitando gobiernos, haciendo lobby empresario. Y bueno: el
Manager a veces la troskea…

Ante 57 espectadores, este economista que está en la joda, o parece hecho


en joda, comenzó a rebatirle con datos algunas afirmaciones a Miguel. Este le
contestó bien, con otros datos (imposible saber si alguno esgrimía datos
verdaderos, porque la manipulación de datos forma parte de la trama), cuando el
Economista en Joda le dijo a Miguel: “No te podés hacer el pelotudo con lo que te
estoy diciendo.” Hubo un instante de perplejidad en Miguel, tuvo una expresión
de sorpresa, pero contraatacó pronto: “Mirá, no te confundas, lo mío fue cortesía:
me hice el pelotudo ante una pelotudez que escuché de tu parte...” Estallaron los
corazoncitos rojos en pantalla (significan “Me gusta”) y en menos de 15 segundos
los espectadores habían trepado de 57 a 85. “Lo tuyo Miguel, es típico de la clase
dirigente: escapan como rata por tirante cuando alguno les muestra un dato.
¿Para quién jugás? Me habían dicho que eras mercenario pero no quise creerlo…”
Miguel no comprendía por qué este tipo con el cual había coincidido un montón
de veces lo venía a cruzar así. Pero le subió la apuesta: “Yo juego para el bolsillo
del pobre laburante que se levanta a las 5 de la mañana, se sube a un bondi para ir
al laburo y ve como la inflación le come el sueldo como si fuera un impuesto más.
Si eso es ser mercenario, entonces vos sos un tipo honesto.” El moderador pidió

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un poco de mesura, pero otra lluvia de corazoncitos inundó la pantalla. Los
espectadores subieron a 231: el portal recogía en simultáneo en Twitter las
afirmaciones de los dos expertos, e hizo tendencia de esa hora al hashtag
#Miguelselabanca. Ya habían llegado a 451 cuando el Economista en Joda le tiró
otro estoque: “Soy honesto y además tengo los huevos así de grandes para
hacerme cargo de las afirmaciones que hice en veinticinco años de carrera. No sé
cuántos podrán decir lo mismo. No veo a ninguno por acá.” Los comentarios
reprobatorios al Economista en Joda no dejaban ver los rostros de los dos
panelistas, pero ante 722 espectadores, Miguel no se contuvo: “Detrás de una
pantallita somos todos gladiadores: ¿por qué no nos encontramos cara a cara en
un estudio, en vivo, y tenemos este mismo debate y vemos quién tiene los huevos
más grandes?” “Cuando quieras, donde quieras”, le dijo el Economista en Joda.
“Viejo pelotudo poné la fecha y te agarro con una mano atada atrás, forro.” Fue la
apoteosis de corazoncitos y aplausos a Miguel. Los 855 espectadores con que
concluyó bruscamente el vivo se multiplicaron, en sólo 24 horas, en 10.687
reproducciones, y en otras 24 horas más habían sobrepasado las 30.000 una vez
que algunos medios de buena audiencia comentaron el debate como un hecho
pintoresco.

Rigodón, que desde siempre venía siendo un activo tuitero, reprodujo el


hilo y enlazó al streaming de Instagram. Así provocó su primer encuentro oficial
con Miguel. El Creador y la Creatura. Mientras tanto yo me seguí ocupando de
que fuera invitado a programas de mayor audiencia o a medios escritos de
alcance nacional, donde seguían apareciendo contendientes que, ahora, eran de
signo opuesto a sus ideas. Como Miguel no era tonto, notó que ese estilo franco le
había granjeado muchas simpatías en el vivo de Instagram y persistió en esa línea,
que era parte de mi trazo. Persistió en difundir escuelas económicas exóticas –
como su peinado, otro de mis trazos- y autores aburridos, pero tomó como estilo
mezclar algunas guarangadas que remedaban el habla popular. Mandé hacer un
análisis de sus seguidores en redes: de predominar inicialmente en nivel ABC1
pasó a fidelizar muchos seguidores en la clase media baja (C3) y el segmento
superior de la clase baja (D1). En pocas semanas, todas las palabras asociadas a
“libertad” iban de la mano de Miguel en los hashtags: #liberacion, #liberismo,
#liberrimo, y hasta instaló la aspiración de establecer una “liberadura de los
cansados” como alternativa a la clase política, a la que llamó “la fauna”, a los que
calificó como parásitos de un Estado enorme, lento y fofo como un elefante.
Advirtió: “les hago una libertencia: vamos a poner un tope para que se vayan solos
y dejen de presentarse a elecciones o los vamos a echar a patadas en el culo.”

Las poco concurridas protestas y caceroleos de “indignados” contra toda


clase dirigente política se volvían más animadas si asistía Miguel, y como es de
suponer, proliferaron estas movidas “espontáneas” mediante convocatorias de

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Twitter, Instagram y Facebook luego subidas al canal Youtube de Miguel. En
estas convocatorias se realizaban instalaciones artísticas con horcas, ataúdes,
bolsas de residuos simulando contener cuerpos humanos, guantes de goma
rellenos (pues proponían cortarle la mano a los ladrones), elefantes inflables,
jaulas encerrando siluetas con los nombres de diputados y ministros y varios
etcétera. Los asistentes eran rockeros que habían virado del punk al RAC (Rock
Against Communism), lúmpenes de barrios populares que cultivaban el Cosplay,
confundidos varios, desencantados a granel, inventores obsesos que reclamaban
patentes por genialidades no reconocidas, adolescentes en conflicto con la
autoridad parental y adultos mayores solos y solas que, cansados de martirizar a
los vecinos del consorcio, decidían salir a la arena pública gritando en una plaza
contra vacunas y tecnologías chinas. Una de esas reuniones fue amenizada por
una banda de rockeros de garaje que hacía covers de bandas europeas como
Batallón de Castigo y Hauptkampflinie. Un partido provincial vio la oportunidad
y lo invitó a dar una charla, y luego otro lo subió al escenario en un acto, y luego
otro le ofreció una precandidatura. Las giras se hicieron nacionales. Para más
fulgor, consiguió ponerse de novio con una cantante de música tropical, y el
romance generó todas las expectativas en las clases menesterosas: demostraba la
concreta existencia de la movilidad social ascendente, del príncipe de ojos
celestes que venía a rescatar a una cenicienta popular.

Siguió asistiendo a debates televisivos donde despotricaba contra los


invitados de los partidos de izquierda, aunque no siempre quedara bien parado.
Pero definiéndose como “anticomunista” y agitando las sábanas del fantasma que
recorre al mundo, no importaba lo que dijera: fidelizaba cada vez más a sus
adeptos, que le copiaban citas, insultos y peinado. Todos querían una selfie con
él. Cuando no hizo falta que yo hiciera nada para que lo convocaran de más
programas –recibía más invitaciones de las que podía asistir- me llegó otra cita.

- Es suficiente, Zonzini. Sigo yo.

Rigodón dejó sobre la mesa un sobre con muchos billetes bien usados, sin
numeración corrida.

- Antes de gastarlos, fíjese que hay uno con su numeración subrayada con
fibrón: es la clave de acceso a una fracción de un Bitcoin. Atención de la casa.

- Gracias.

- Si lo he visto no me acuerdo.

Y desde entonces solamente lo vi en las pantallas.

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* * *

El capítulo termina acá en lo que tiene que ver con mi trabajo como
Manager. Pero me gusta contar lo que pasó después, porque uno trabaja para
imponer seres a la realidad y cobran vuelo propio. Los medios recogían cada una
de las declaraciones virulentas de Miguel, como si fuera una estrella de rock en
conflicto con la generación de sus padres. Atacó a un gobernador diciéndole que
era un parásito, y que no pararía hasta verlo “arrastrándose como chancho por el
lodo”; a una periodista que en una entrevista colectiva lo retrucó le recomendó
que se fuera “a lavar los platos con la lengua, que es lo único para lo que servís.”
Organizó una fogata con boletas de impuestos en una plaza, y pronosticó que “en
hogueras como esta quemaremos a los políticos chupasangre que esquilman a la
gente emprendedora.” En un almuerzo de Mirtha Legrand dijo que la aprobación
de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo “le va a costar al país un
nuevo hospital por año en abortos gratuitos y pastillas del día después” para
luego agregar, sin despeinarse, que “cada cual tiene derecho a hacer con su
cuerpo lo que se le canta el culo pero sin hacerle gastar guita al Estado.” Por
idénticos motivos propuso un mercado libre y desregulado de sangre, semen,
médula ósea y óvulos. “¿Acaso con el pelo ya no se hace lo mismo?”

Finalmente los medios lo instalaron como candidato presidenciable, y


comencé a verlo a Rigodón a un costado en los escenarios de los actos, y más de
una vez como orador de apertura, a modo de vieja leyenda urbana del
librepensamiento (otro modo de denominarse que popularizó Miguel, aunque ese
pensamiento no tuviera contenidos cabales).

Después de mucho tiempo, este reivindicador de las políticas económicas


que llevaron a la Argentina hacia todas sus crisis, rodeado de defensores y
vindicadores de genocidas presos, sacó una interesante cantidad de votos para las
ideas neoliberales, sobre todo en los grandes centros urbanos. Se lo asociaba al
fascismo y no parecía molestarle ni lo desmentía.

No fue elegido Presidente, pero sí diputado y quedó como un candidato en


ascenso que amenazaba entrar en un futuro ballotage. A través de su figura se
había reinstalado una marca (las ideas de derecha) y ganado para la misma una
cierta base social de sustento.

Cuando Rigodón comenzó a enfrentarlo en las redes sociales, comprendí


todo el juego del que había sido el noveno peón del tablero.

Todo comenzó con ligeras discrepancias, con posturas ante situaciones


concretas de la política cotidiana que representaban una sensata aplicación de

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sentido común. Mejor que las virulentas sentencias cotidianas de Miguel. Luego,
propuestas económicas explicadas con la claridad de Rigodón, sin insultos, y
tomas de posición que contradecían cada una de las que iba adoptando Miguel:
de ese modo, las aguas internas del espacio político compartido se fueron
caldeando y, también, dividiendo. Los alfiles de cada uno se cruzaron, las redes
sociales se poblaron de guapos detrás de las pantallitas. Cada faltazo de Miguel a
una sesión del Congreso era aprovechada por Rigodón para explicar cómo
hubiera debido votarse en cada proyecto para mejor defender al liberalismo. Esto
lo hacía en intensos streamings en vivo, en los cuales aparecía acariciando a su
gato Alberdi sentado sobre la falda. En poco tiempo las posturas eran tan
irreconciliables que no se podía entender que pertenecieran a la misma alianza.
Súbitamente le estallaron los escándalos a Miguel: empleo de prebendas estatales,
violencia de género, reivindicación de los genocidas presos por delitos de lesa
humanidad, plagio de un libro entero, fondos de campaña de origen difuso. Cayó
en las encuestas vertiginosamente. Rigodón hizo leña del árbol caído. Tras ello, se
postuló como precandidato presidencial en el mismo espacio y exigió internas
abiertas, picando en punta en las encuestas. Mientras Miguel se defendía de
acusaciones y atajaba las defecciones de seguidores, Rigodón recogía a estos
desencantados y comenzaba a caminar el país, fotografiándose en las redes
sociales con exponentes la juventud de las oligarquías provinciales extraídos de
las universidades privadas confesionales y los campos de polo. No descuidó,
tampoco, las fotos debatiendo amablemente con oficialistas y opositores, desde el
peronismo hasta la extrema izquierda. Como un estadista.

Así está a la fecha de entrada de este libro a la imprenta: disputando con


ventaja la propiedad de una marca que se reinstaló sin ningún riesgo ni desgaste
de su parte. Mientras las penas son de Miguel, Rigodón tiene todo el futuro por
delante.

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