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FAVOLE III

GÉLIDA LUZ
VICTORIA FRANCÉS

1. INTRODUCCIÓN
Pierrot

Después de la función, los hilos de Casimir pendían del techo como todas las
noches, mientras su cuerpo de madera tallada se balanceaba en la oscuridad de aquella
fría habitación.
Habían pasado muchos años desde que su amo comenzó a crearle las piernas, a
tallar sus facciones risueñas y a confeccionar el traje de arlequín que lucía en cada una
de las funciones del gran teatro de marionetas.
Tanto tiempo había pasado desde su nacimiento que comenzaba a sentir como la
carcoma le perforaba lentamente el corazón y la pintura esmaltada de sus lagrimones se
escamaba poco a poco hasta caer al suelo. Pero su dueño titiritero volvería a pintarle una
nueva lágrima a la mañana siguiente, a repasar su sonrisa de rojo carmín y a remendar
sus ropas descoloridas para que siguiera revoloteando en la tragicomedia de los teatros
infantiles.
Y es que todas las noches el antiguo arlequín lucía como ningún otro títere entre las
candilejas. Su éxito era tal que las risas y los aplausos de los niños le ensordecían sus
oídos cada vez que bajaba el telón… pero aquella efímera alegría se tornaba tristeza
cuando, al final de cada función, su cuerpo era abandonado y colgado en la oscuridad de
los sótanos. Sólo las ratas oían sus lamentos.

Una noche, mientras los títeres danzaban en grupo en plena obra, una de las velas
que adornaba el escenario prendió los inmensos cortinajes del teatro de marionetas. El
fuego envolvió a cada uno de los titiriteros y todos los presentes en el espectáculo
corrieron enloquecidos intentando encontrar la salida.
Pero aquella noche nadie consiguió salir del teatro, pues el techo cedió al ser
devorado por las llamas y cayó sobre el público, aplastando sus cuerpos entre las brasas.
Todo desapareció en aquel incendio, junto a los cuerpos calcinados de las
marionetas que se consumieron hasta convertirse en polvo….

Bajo la luna, el viento comenzó a soplar dulcemente y se llevó a Casimir lejos de


los restos de su antigua cárcel. Sus cenizas se elevaron en un vuelo que soñó desde el
mismo momento en que las manos que apresaron su vida le tallaban el corazón y le
pintaban una falsa sonrisa.

Más allá de un teatro devorado por las llamas, las cenizas de los muertos volaron en
libertad, tocaron las estrellas y descendieron hacia el mar.
.
2.PRÓLOGO

En la orfandad de los pantanos se oye de nuevo la poesía de los espectros…


Cuenta el viento que las damas de rostros pálidos continúan sonriendo a la eternidad
y sueñas con la esperanza de encontrar un atisbo de luz en sus noches sin fin.
Venecia se hundía para siempre bajo las aguas del recuerdo, y los espectros que
acompañaron a Favole en cada noche de condena despidieron su imagen cuando decidió
marchar de la urbe flotante persiguiendo una esperanza. Sin embargo, un pequeño
espectro, llamado Sacha, nunca la dejó marchar sola…
El espectro vampiro viajó en busca del camino hacia la paz eterna y, atravesando
países gobernados por la inquisición cristiana, conoció a Ebony, la bruja de los bosques.
En un pacto entre poderes oscuros, la hechicera le mostró el camino que debía
seguir hasta la salvación de su alma y, lejos de los gatos negros y de hogueras ardientes,
los paisajes oníricos de Rumania esperaban su llegada.

En el interior de un castillo fantasmagórico, Abel, un vampiro de rostro angelical, le


mostró una antigua reliquia: un amuleto que una vez perteneció a una princesa rumana,
cuyos sueños se vieron truncados al morir bajo la estaca de los aldeanos.
Después de relatar a Favole la leyenda gestada en torno a dicho legado, el vampiro
de porte majestuoso le concedió el Necross, medallón cuya luz era la misma llave de la
muerte.

Desde entonces, aquel misterioso amuleto guió a Favole por el camino de la


esperanza, y el olor a muerte se hizo cada vez más intenso…

Al final del otoño, Favole seguirá un sendero de violetas a través de un paraíso


helado y dejará que la hiedra de su sepultura trepe por muros imposibles, deseando
cubrir el añorado castillo del país de los vampiros.

La Gélida luz está cerca…

La dolorosa dulce epidemia

Las últimas luces del atardecer brillaban en toda la extensión de los pantanos
profundos; una luz dorada que llegaba a su fin, pues la placenta lunar ya se divisaba a lo
lejos y los sonidos nocturnos comenzaban a susurrar sus melodías en la intemperie del
pantano acuoso.
Esmaltada de luto, Favole, el espectro nómada, se hizo presente entre los últimos
suspiros del otoño. El lagrimeo constante de su mrada se tornaba escarcha lentamente…
y casi podía advertir la inminente llegara del invierno en el gélido silbo del viento.

En ocasiones, ese mismo gemido de la brisa parecía pronunciar su nombre, cual


sinfonía de hadas y ondinas tristes.
Lentamente, la luz del atardecer comenzaba a morir en las ciénagas de agua turbia
y, a los pies de un arroyo, la pestilencia inundaba el ambiente al tiempo que muchachas
de largos cabellos emergían de las aguas infestadas de carencias. Liberándose de las
ciénagas donde el vacío y el olor a muerte asfixiaba el canto de los sapos, aparecieron
ante Favole las esperpénticas hadas del desamparo.

Una de ellas se adelantó ante Favole y pronunció su nombre: Anna…


Su cabello dorado caia lánguido y mugriento, y sus ojos azules como zafiros
estudiaron detenidamente a la dama espectral.
—La Dolorosa, reina de estos páramos, me advirtió de tu llegada, Favole—susurró
con voz tímida la hermosa ninfa—. Hace años que su imagen albina no aparece ante
nosotras, sus hijas, pero ha sido esta noche cuando hemos vuelto a oír su voz… que te
llama a su lado… no sin antes provocar su despertar, para que su imagen se libere de
siglos pasados y para que su piel se torne joven y nívea como antaño.
El séquito de sílfides melancólicas continuó con su invocación mientras Anna se
abría las venas de la muñeca con un corte limpio para derramar su sangre en la tierra
humedecida.
Seguidamente, besó con dulzura a las ratas que corrían entre las crujientes hojas y,
mordisqueando sus pequeños cuerpos, volvió a esparcir un reguero de rubíes para que
Lavernne, madre de todas ellas, brotase cual flor naciente.

Un esplendor gélido como el hielo iluminó la intemperie de la ciénaga y un ente


albino se materializó ante Favole, mientras el resto de las ninfas corrían asustadas hacia
la frondosa oscuridad del bosque.
Su cuerpo desprendía un halo tan brillante como las alas transparentes que dotaban
de majestuosidad a la llamada Virgen Dolorosa. La reina feérica, que durante siglos
había permanecido en continua metamorfosis, ahora lucía como nunca tras despertar del
letargo en su blanca crisálida.
Impulsada por la presencia de la diva alada, Favole dijo:
—Deseo conocer el camino, el sentido real de mi existencia y la salvación de mi
alma…
—Favole, la clave es la muerte. No existe más salvación que la que te otorga el
verdadero ángel oscuro—sentenció el hada albina con voz portentosa.
—Pero mi cuerpo se asfixió hace muchas eternidades, y su beso revivió mi alma,
para vagar en soledad—contestó Favole—. Estoy muerta; mi corazón jamás volvió a
palpitar.
—La muerte no te besó jamás, ni tan siquiera yo la he conocido—continuó
Lavernne—. Tu corazón dejó de latir bajo las aguas del mar, pero su tempestad nunca te
sumió en la muerte verdadera.

Escucha el silencio… En mi reino la vida no existe, pero algo nos une a ella…
Pequeños sapos han muerto en mis manos y, después de enterrarlos bajo el lodo, he
vuelto a oír su croar agónico perdido en la distancia. La coral de voces muertas continúa
con sus melodías, ésa es la música de mi reino, el último hálito de vida terrenal… El
sufrimiento congela nuestra existencia en un estado entre la vida y la muerte. Hay quien
busca la luz para liberarse de él, pero la mayoría de las almas que no hallan descanso y
quedan estancadas para siempre, como las aguas de mi reino.
La muerte es el fin, el silencio eterno, la nada… Busca la muerte y limpia tu
sufrimiento. El Necross que pende de tu cuello lucirá cuando sientas su llegada…

El hada desapareció lentamente y dejó al espectro errante ante la superficie


escarchada del pantano. El silencio era inmenso…
Favole continuó su camino y dejó atrás la pestilencia de las ciénagas oscuras. En las
profundidades del pantano, la dulce epidemia continuaba y cientos de vírgenes
sollozantes morían como todas las noches, dejando sus cuerpos extendidos cual Ofelias
en las aguas putrefactas del pantano.
En el Reino de la Virgen Dolorosa el frío era cada vez más intenso… Y unos cantos
melodiosos anunciaron la muerte del otoño.

Amgelique. Violetas entre el hielo.

“La muerte es un ángel”, cantaba Perséfone, la niña enfermiza que soñaba con ser
mujer, bailar en salones con cientos de pretendientes y vivir en un cuento de brujas y
fantasmas.
Su mirada lánguida de muñeca triste cruzaba constantemente el ventanal de su
cabaña, donde la nieve caía dulcemente y cubría el camino hacia el bosque.
Perséfone estaba acostumbrada a la enfermedad desde su nacimiento, y aunque el
frío de la nieve fuese mortal para ella, decidió salir aquella mañana, dar un pequeño
paseo por el bosque y sentir el frío que su madrastra le prohibía constantemente… no
sin antes espolvorearse el rostro blanco como la nieve, pintar de carmín un corazón en
sus labios y peinarse los bucles de ébano.
“Rojos como la sangre son tus labios, Angelique, negras tus alas de muerte cuando
vengas a por mí…”, cantaba la niña y, sin motivo, comenzó a sangrar debajo de la falda
morada y corrompió la pureza de la nieve… Su primero menstruación había llegado y,
con ella, el fin de su infancia.
De repente, un cortejo de mariposas violáceas le cruzó por delante del rostro y, a
causa del sobresalto, un bocado de la manzana obstruyó la garganta de la niña.
El frío de la nieve y la roja manzana se inyectaron como un veneno letal en la
muchacha, que falleció de asfixia en plena pubertad.

En el camino entre la vida y la muerte, abrió los ojos por unos instantes al mundo de
los espectros. Sorprendida, observó como una doncella fantasmal de cabellos cárdenos
abrazaba su cuerpo sin vida y lamía la sangre de su falda.
—¿Eres tú la muerte? —preguntó el alma de la niña a la misteriosa vampira.
—No, tu sangre es mi alimento; éste es el mundo de los espectros. La muerte es un
ángel, ¿recuerdas? —respondió Favole.

“Angelique…”, susurraban las ráfagas de viento y nieve a su llegada.


Y ante ellas apareció un hermoso ángel de alas negras que sonreía dulcemente
mientras iba dejando a su paso una senda de violetas deshojadas… Perséfone sonrió al
ángel de sus canciones, al tiempo que su alma desaparecía en la más absoluta felicidad.
Jamás volvería a estar enferma…
Pero Favole continuaba en el mundo de los espectros mientras degustaba la sangre
de un cuerpo recién fallecido y miraba de nuevo a la bella dama de alas negras. Su
cabello era largo y oscuro, sus ropas permanecían extendidas en la nieve y cientos de
mariposas violáceas revoloteaban a su rededor.
Como si de un sueño se tratase, la hermosa dama se agachó ante Favole y le
acarició el rostro. Volvió a sonreír y desapareció, llevándose consigo el alma de la niña.
Un sendero interminable de violetas comenzó a formarse en la nieve y Favole,
impulsada por una fuerza superior, se alzó siguiendo aquel rumbo. A lo lejos, un castillo
imponente se alzaba sobre el país de los espectros… y el Necross comenzó a lucir en su
pecho.

Teatro de marionetas

La densa nocturnidad pesaba en aquellos aposentos, rezumando siglos de añoranzas,


y una vocanada de viento consumió la escasa luz oscilante de los candelabros…
Durante siglos, vivió con el recuerdo de sus dos hijas, perdidas entre los
polvorientos versículos de las leyendas… pero era en esos instantes cuando la efímera
fragancia de unos cabellos color caoba inundaba la pequeña y oscura estancia.
El vampiro se apartó del ventanal y, agazapado sobre un ensombrecido lecho
adoselado, comenzó a evocar la fascinación por aquel rostro que marcó el resto de su
existencia.
“…Favole…”, y su nombre resuena en cada rincón del castillo, martilleando el
corazón helado del monarca afligido. Ataviado de luto, se dejó llevar hasta los abismos
más recónditos de su nostalgia, y en su memoria encomendó el lastimoso recuerdo de
aquella dama, traduciendo sus lágrimas de sangre en la pérdida de su más preciada
joya…
Concibió su imagen siglos atrás, en la soledad de aquel paisaje lechoso, donde por
primera vez vislumbró su cuerpo, tiritando en el sopor de la ventisca invernal.
Y todavía hoy la recuerda, helada entre las nieves y sumida en las caricias de
hermosos licántropos blancos.
Fue él quien preservó su inocencia de la muerte helada, el que la condujo en brazos
al interior del carruaje y la llevó hasta su castillo, salvaguardando así la belleza de su
tedioso letargo. En la tranquilidad de una apacible estancia le fue fácil descubrir su
procedencia, mientras contemplaba absorto su rostro dormido y trazaba imágenes de
una ciudad italiana, en la que las góndolas pasean en calma, en suave discurrir por los
canales oscuros.
Y fue su corazón latiente el que expresó la pasión por el teatro, en Venecia, donde
solía remendar las pequeñas ropas de sus risueños títeres y en cuyas callejuelas
interpretaba su teatro de marionetas, ataviada entre los colores de un bufón risueño.
Tras el crepúsculo, el vampiro enamorado le ofreció como hogar su castillo y
celebró a medianoche una tétrica mascarada, cuyas melodías despertaron el fatigado
sueño a la joven de cabellos cobrizos. Ezequiel nunca olvidará su expresión viva y
exaltada en la madrugada de espectros ondulantes…
A pesar del apuesto caballero, enfundado en galas nocturnas, bailaron en la infinitud
de la noche, rodeados por la curiosa expectación de todos aquellos bailarines de la
siniestra corte.
Jamás un ente nocturno sintió algo parecido a otro ser vivo. Ella, que debió ser
banquete de inmortales, durmió aquella noche junto al cuerpo helado de Ezequiel,
sumergida en las gélidas caricias de la mortandad.
Pasaron cientos de años en lunas, y Favole supo entonces de la condena eterna del
ser que salvó su vida. Cautivada por el espectro inmortal, quiso ser partícipe de su
desdicha, para beber eternamente de la funesta condenación…
De aquella última madrugada relampagueante recordó, ofuscado, la ingenuidad de
sus anhelos y contuvo el deseo de destruir todo aquello que, en aquella misma alcoba,
rodeaba su inmundicia. Tras un sollozo impotente, el príncipe siniestro continuó
evocando su desgracia, rememorando arrepentido su cólera, después de rechazar sus
súplicas para no condenar su cuerpo a tan pútrida existencia.
No permitió que la tentación amorosa calmase su ira, y expulsó entonces a la joven
de su castillo, intentar alejar así su inminente e instintivo deseo de darle muerte eterna…
Lejos de aquel ser oscuro y su corte esperpéntica huyó Favole, en llanto tortuoso
por mil ciudades distintas, siempre con el recuerdo del blasfemo amor que sintió entre
los vastos muros del alcázar nebuloso.
Jamás imaginó que su barco atracaría en Génova, ciudad en la que trazó eslabones
con sus recuerdos, y soñó con volver a cruzar el mar algún día, para reencontrarse con el
fúnebre país de los espectros sin reposo.
Pero fueron los años de ausencia y locura los que afligieron el rostro de la Reina de
los proscritos.
“Favole…”, suspiran al unísono los fantasmas de sus tétricas marionetas.
Y sin más dilación se arrojó al mar de Génova, para asfixiar su vida en oleajes
tempestuosos…

¿Y quién no la recuerda sonriendo a su mustia existencia y sucumbiendo bajo las


aguas, enclaustrada como un jorobado en oscuros campanarios? Favole, confidente de
los desdichados y deformes expulsados de este mundo. Hija de Quasimodo. Una
bellísima comitiva de sirenas ambiguas acompañó a la joven en su infortunio y
enterraron su cuerpo ahogado bajo las húmedas tierras del valle de Neptuno. En el
último sueño de la difunta, el soberano de los mares obligó a Favole a errar eternamente
en el sopor de los condenados y trazó un muro infranqueable que separó para siempre a
los dos amantes en diversas realidades.
Lejos de su tumba acuosa viaja ahora en carrozas guarnecidas de diamantes y
resplandece hialina cuando recorre las cimas heladas de las montañas, ataviada en
suntuosas vestimentas flotantes y zapatos de cristal recamados de zafiros.

No hay noche en que el vampiro legendario no evoque en sus sueños el regreso de


Favole a sus salones barrocos, para hilar bailes al son de la música. Mas ya no se
esconde entre las perlas de cientos de máscaras de alargadas narices. Ahora corre
valiente entre la maleza de los bosques veroneses y juega a enterrarse bajo las hojas
para soñar con cuentos de hadas. Le cuenta a su amante lejano que, cuando era niña,
jugaba con las ratas de las calles, y ellas le acariciaban dulcemente, porque fueron ellas
las únicas que aprendieron a amarla.
Desde entonces, un teatro de marionetas terminó su función, para dar paso a un
baile de música y color. Siempre volverán a su memoria las miradas misteriosas de los
bailarines enmascarados, los que se enamoraron de Cenicienta en un palacio veneciano.
Bajo las bóvedas de infinitos corredores seguirá su camino ahora…
“Te esperaré en Génova, amante imaginado…”
Y mientras repite esas palabras, volverá a recorrer el puerto antiguo más bello del
mundo, y bordeará el acantilado de Nervi… cuando la Luna esté casi llena y las luces de
un paisaje marítimo proyecten melancólicas luciérnagas sobre las calmadas aguas. En el
océano de sus recuerdos, permanecerá eternamente el oscuro galán que quiso bailar con
ella, siempre vivo en la estación de los príncipes.
Y cuando la medianoche se haga presente en la mágica nocturnidad, marchará de
Génova sin olvidarlo jamás, para retornar a la ciudad de los canales oscuros.
Allí, en el umbral del Puente de los Suspiros, nos contará esta historia, acompañada
por la música de un violín iluminado.

Allí, en su palacio dorado,


descubrirá su rostro, bello…
añorado.

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