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En los sueños, las sirenas nadan como en el agua primordial, antes del surgimiento de la vida,
cuando efectivamente no había nada más que los sueños: los peces abisales no las amenazan
desde abajo, las gaviotas no defecan en ellas cuando salen a la superficie, los barcos no les
huyen (ni tampoco, de estar gobernados por marinos jariosos, van a su encuentro a toda
máquina) y los simples delfines –que en esto son como los tiburones– no cuentan
maledicencias sobre sus cabellos verdes ni sus colas brillantes.
Esta situación, tan placentera para las sirenas, es lo que las vuelve tan difíciles de
extraer de la mente del soñador que las acoge. En 2004, la psique de la ingeniera Alejandra
B., de la ciudad de Morosa, resultó contener 4,703 sirenas distintas; tenían sus nidos en
miedos y aspiraciones, salían a jugar en los recuerdos de la infancia y se alimentaban,
voraces, de los conocimientos profesionales que la ingeniera se había metido en la cabeza, a
muy alto precio, a lo largo de cinco años en el Tecnológico Integrado de su ciudad. Fue
imposible persuadir a las sirenas de cambiar su dieta: la ingeniera debió dejar su empleo y
buscar un trabajo no calificado (terminó ateniendo una tortería, donde se le reportó dichosa
y serena por varios años). Luego las sirenas empezaron a comerse otros de sus recuerdos.
Actualmente, recluida en un hospital, la pobre mujer cree ser una niña y está perpetuamente
fascinada por las sirenitas, de cabellitos verdes y colitas brillantes, que ya se le aparecen
incluso cuando está despierta, flotando ante sus ojos.
Realismo
Ciencia ficción
El doctor Kreseepurson, desde luego científico loco, inventó un «Rayo Sirenizador» y quiso
probarlo. Pero le fue peor que al famoso Krackelgruber y su aparato para transformar a las
personas en ángeles: algo no salió bien y las ciudades se llenaron de pobres diablos con colas
de pez en lugar de manos, colas de pez en lugar de ojos, colas de pez en lugar de narices,
espaldas, dientes, cerebros, cabellos, órganos de la generación pero nunca en lugar de las
dos piernas, de tal suerte que ninguno parecía realmente una sirena y nadie creyó que el
tiempo de la razón hubiera pasado y estuviera cerca, destrucción, cataclismo, una nueva edad
de mitos eternos.
Cuando Miguelín tenía tres años, un demonio lo poseyó, pero nadie se dio cuenta porque la
inmunda criatura no forzó al pequeño a hacer maldades, hablar con voz de bajo ni vomitar
de modo no natural. Por el contrario, Miguelín se volvió, bajo el mando férreo que le anulaba
la voluntad y la conciencia, el niño más amable y avispado que la familia hubiese conocido,
luego el estudiante más ingenioso y aplicado, luego el graduado de más mérito en la carrera
que se le escogió, luego el novio más cariñoso, el esposo más fiel y preocupado, el mejor
padre. Además dedicó su tiempo libre a ayudar a los pobres y a apoyar numerosas causas
justas, fue bueno con sus vecinos, nunca fue avaricioso ni toleró la corrupción, acudió a misa
y santificó las fiestas…
Esta vida ejemplar terminó hace dos minutos, con una muerte relativamente veloz,
indolora y nada amarga porque coronaba (al menos, desde el punto de vista de los deudos)
muchos años de plenitud.
Alberto Chimal