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Dorsoduro, en Venecia, a las seis en punto, con la garganta seca y el corazon palpitante, tratando con todas mis fuerzas de guardar la compostura. Me vino de nuevo a la mente, como ocurrié va- rias veces en el avion, que todavia no tenia ni idea de qué significaba eso de no preguntar por Mozart, excepto que no debia hacerlo. Hacia frio, ese cruel frio que al instante se te cuela hasta los huesos, hasta los rifiones, y te da dolor de orejas. Pero no parecia molestar a los actores calle- jeros de la plaza que estaba a mis espaldas: varias figuras con grotescas mascaras y zancos que se pa- voneaban por la plaza y un hombre-estatua platea- do que posaba inmévil afuera de un café, ante un punado de turistas que lo miraban asombrados. Se abrio la puerta; ahi estaba Paolo Levi, frente a mi, pulcro, bien arreglado, con su famoso cabello negrisimo que le llegaba hasta los hombros. —Soy Lesley McInley —me presenté—. Vengo de Londres. —Del periddico, supongo —no hubo sonrisa de bienvenida—. Aprestirese a entrar y cierre la puer- ta. Odio el frio —su inglés era perfecto, sin el menor acento. Parecia que me adivinaba el pensamiento—. Hablo inglés bastante bien —dijo mientras subia las escaleras—. Un idioma es como la musica: se apren- de mejor escuchandolo. 14 Me condujo por un pasillo hacia una amplia ha- bitaci6n casi vacia, de no ser por un sofa, junto a la ventana, con muchos cojines en un extremo, un piano de cola en el centro y, cerca, un atril con par- tituras. En el otro extremo sdlo habia dos sillones y una mesa. Nada mas. —Me gusta que la habitacion esté vacia —me ex- plicé. Era espeluznante: en efecto, estaba leyendo mis pensamientos. Ahora estaba mas nerviosa. —Fl sonido necesita espacio para respirar, tal como nosotros necesitamos del aire —dijo. Con la mano me indicé un sillén y se sento. —¢Quiere usted té de menta? —dijo, mientras me servia una taza. Su chaqueta azul oscuro y sus pan- talones grises de pana eran, a la vez, gastados y ele- gantes. Calzaba unas pantuflas cémodas, aunque incongruentes con el resto de su apariencia. —Mis pies detestan el frio mas que el resto de mi —me escrutaba con ojos brillantes de lince—. Es us- ted mas joven de lo que pensaba. 7Tiene 23 anos? —no esper6 a que lo confirmara: sabia que estaba en lo correcto, y asi era—. ¢Me ha oido tocar? —Si, el Concierto para violin de Beethoven. En el Royal Festival Hall de Londres, hace unos aiios. En- tonces yo era estudiante —en ese momento vi su violin, con el arco, en la repisa de la ventana. —Me gusta practicar junto a la ventana —dijo— para ver como transcurre la vida en el canal. Eso hace que el tiempo pase. Desde que era nifo nunca me gust6 mucho practicar. Y me encanta estar cer- ca del agua para poder verla. Cuando voy a Londres siempre busco una habitacion cerca del Tamesis. En Paris tengo que estar cerca del Sena. Me encan- ta la luz que hace el agua —le dio un sorbo a su té de menta, sin apartar sus ojos de mi—. ¢No debe- ria estar haciéndome preguntas? —Y prosiguié—: Estoy hablando mucho. Los periodistas siempre me ponen nervioso. Hablo mucho cuando estoy nervio- so. Hablo cuando voy al dentista. Hablo antes de un 16 concierto. Asi que acabemos con esto, ¢si? Y no me haga demasiadas preguntas, por favor. Por qué no lo simplificamos? Usted me hace una pregunta y me deja divagar. :Podemos intentarlo? —ni por un mo- mento senti que fuera desdefoso ni condescendien- te, sino solo directo. Aunque eso, sin embargo, no facilitaba las cosas. Habia investigado, preparado docenas de pregun- tas, y tenia paginas y paginas de notas, pero en ese momento, bajo aquella mirada expectante, no podia poner mis pensamientos en orden. —Bien. Sé que no puedo preguntarle por Mozart, signor Levi —empecé—, porque me dijeron que no lo hiciera. Ni siquiera sé bien por qué, de modo que no podria preguntarle por Mozart, aunque quisiera. De cualquier modo, sé que no le gusta que lo hagan, asi que no lo haré. Con cada palabra, fui metiendo la pata y hun- diéndome en un hoyo cada vez mas profundo. En mi desesperaciOn, solté la primera pregunta que me vino a la cabeza. —Signor Levi —dije—, me pregunto si podria contarme cémo empez6. Quiero decir, ¢qué lo llevé a tomar un violin y a tocar por primera vez? —la pregunta era muy obvia y personal, la clase de pre- gunta que no debi hacer. Su reaccién lo confirm6: se recargé en el sillon y cerré los ojos. Durante dos interminables minu- tos no dijo nada. Estaba segura de que intentaba controlar su impaciencia, su ira, quizd, y de que, cuando abriera los ojos, me pediria que me fuera de inmediato. Cuando los abrié, se limit6 a mirar hacia el techo por unos momentos. Por su seriedad, pude notar que estaba tomando una decisién, y temi lo peor. Pero en lugar de echarme, se puso de pie y camino despacio hacia el sofa cercano a la ventana. Tom6 su violin y se recargé en los cojines, con el violin sobre las rodillas flexionadas. Pellizc6 una o dos cuerdas y lo afino. —te contaré una historia. Cuando termine, no necesitaré hacer mas preguntas. Una vez, alguien me dijo que todos los secretos son mentiras. Creo que ha llegado el momento de dejar de mentir. 18 Cuando afeitaba era igual de fascinante para mi, igual de ritmico: la rapida pasada y el toque de la brocha, el chasquido y el golpe de la navaja cuando papa le sacaba filo en la cinta y luego, el milagro de retirar la mascara de espuma cuando pasaba la na- vaja para revelar un rostro reconocible. Terminado el proceso, se ponia a hablar con los clientes. Gastaban bromas acerca del futbol, en espe- cial del inter de Milan, y otras, acerca de las maqui- naciones de los politicos y las mujeres. No recuerdo exactamente qué decian, tal vez porque no entendia ni la mitad, pero si sé que se reian mucho. Eso si lo recuerdo, Luego, el cliente en turno tomaba asiento y se hacia un nuevo silencio antes de que empezara la funcién e iniciara la misica de las tijeras. Estoy seguro de que fue en aquella barberia donde aprendi primero sobre el ritmo y la concentracién. También aprendi a escuchar. Papa no sdlo era el mejor barbero de Venecia —todo el mundo lo decia—, también era misico, violinista. Pero, por extrafio que parezca, no tocaba el violin. Nunca lo oi tocar, ni siquiera una vez. Sa- bia que era violinista s6lo porque mama me lo habia dicho. Los ojos se le llenaban de lagrimas cuando me lo platicaba. Me sorprendia, porque no era una mujer que llorara. Decia que papa habia sido un vio- linista muy brillante, el mejor de la orquesta. 23 oes. A —Papa era muy diestro con los dedos; sus tijeras tocaban una melodia que variaba constantemen- te. Parecia que con cada cliente hacia una nueva improvisacion; sus tijeretazos eran tan habiles y decididos, tan rapidos, que embelesaban. Siempre trabajaba en completo silencio, dirigiendo la musica de sus tijeras con su peine. Sus clientes sabian, al igual que yo, que no de- bian interrumpir la ejecucion. Supongo que llegué a conocerlos casi tan bien como papa. Creci con ellos. Todos eran clientes habituales. Algunos acos- tumbraban cerrar los ojos mientras papa realizaba su acto de magia; otros me miraban por el espejo y me hacian guinos. 22 Cuando afeitaba era igual de fascinante para mi, igual de ritmico: la rapida pasada y el toque de la brocha, el chasquido y el golpe de la navaja cuando papa le sacaba filo en la cinta y luego, el milagro de retirar la mascara de espuma cuando pasaba la na- vaja para revelar un rostro reconocible. Terminado el proceso, se ponia a hablar con los clientes. Gastaban bromas acerca del futbol, en espe- cial del Inter de Milan, y otras, acerca de las maqui- naciones de los politicos y las mujeres. No recuerdo exactamente qué decian, tal vez porque no entendia ni la mitad, pero si sé que se refian mucho. Eso si lo recuerdo. Luego, el cliente en turno tomaba asiento y se hacia un nuevo silencio antes de que empezara la funcion e iniciara la misica de las tijeras. Estoy seguro de que fue en aquella barberia donde aprendi primero sobre el ritmo y la concentracion. También aprendi a escuchar. Papa no solo era el mejor barbero de Venecia —todo el mundo lo decia—, también era miusico, violinista. Pero, por extrafio que parezca, no tocaba el violin. Nunca lo oi tocar, ni siquiera una vez. Sa- bia que era violinista s6lo porque mama me lo habia dicho. Los ojos se le llenaban de lagrimas cuando me lo platicaba. Me sorprendia, porque no era una mujer que llorara. Decia que papa habia sido un vio- linista muy brillante, el mejor de la orquesta. 23 Lo prometi con fidelidad, y luego fui a su habi- tacién y la miré mientras se subia a una silla para bajar el violin de su escondite, arriba del armario, envuelto en una vieja cobija gris. Me arrodillé en la cama junto a ella mientras quitaba la cobija y abria el estuche del violin. Recuerdo que olia a humedad. El forro color granate estaba descolorido y hecho ji- rones. Mama tom6 el violin con cuidado infinito, casi con reverencia. Luego me lo puso en las manos. Acaricié el grano pulido de la madera, que era co- lor miel oscura en el frente y miel dorada mas abajo. Con los dedos recorri las clavijas negras, el puente moteado, la voluta exquisitamente tallada. Recuer- do que era muy liviano. Su fragil belleza me dej6 maravillado. Supe de inmediato que toda la musica del’mundo se hallaba oculta dentro de este violin y que ansiaba salir de él. Yo anhelaba ser quien la deja- ra salir, colocarlo bajo mi menton, tocar las cuerdas, probar el arco, Queria dar- le vida ahi mismo, hacerlo cantar para mi, escuchar toda la musica que pudié- ramos hacer juntos. 25 Cuando le pregunté por qué ya no tocaba, me dio la espalda, se quedo callada y luego me dijo que yo mismo tendria que preguntarle a papa. Asi lo hice. Le pregunté una y otra vez, y en cada ocasion se li- mitaba a encogerse de hombros y a decir algo tan insustancial como: “La gente cambia, Paolo. Los tiempos cambian”. Y no habia mas que hablar. Papa nunca fue muy platicador, ni en la mejor de las ocasiones, ni siquiera en casa, pero yo sabia que, en este caso, estaba ocultando algo, que mis pregun- tas le parecian irritantes e impertinentes. Eso no me detuvo. Segui acosandolo. Cada vez que se negabaa platicarme, yo me volvia mas suspicaz, estaba mas seguro de que escondia algo. Era mi intuicion de nino, supongo. Detectaba un oscuro secreto, pero, después de un tiempo, senti que papa no cederia, que si habria de descubrir el secreto, mami seria la Unica persona que me lo diria. Con el tiempo, comprobé que mi intuicion era co- rrecta. A la larga, molestarlos continuamente resul- t6 fructifero, y mama se dio por vencida, pero no de la manera que yo esperaba. —£sta bien, Paolo —dijo después de que la estuve fastidiando sin piedad una mafana—. Si te muestro el violin, :prometes dejar de hacer tus horribles pre- guntas? Y nunca le digas a papa que te lo ensenié. Se enojaria muchisimo. Promételo ahora mismo. 24 Lo prometi con fidelidad, y luego fui a su habi- taci6n y la miré mientras se subia a una silla para bajar el violin de su escondite, arriba del armario, envuelto en una vieja cobija gris. Me arrodillé en la cama junto a ella mientras quitaba la cobija y abria el estuche del violin. Recuerdo que olia a humedad. El forro color granate estaba descolorido y hecho ji- rones. Mama tom6 el violin con cuidado infinito, casi con reverencia. Luego me lo puso en las manos. Acaricié el grano pulido de la madera, que era co- lor miel oscura en el frente y miel dorada mas abajo. Con los dedos recorri las clavijas negras, el puente moteado, la voluta exquisitamente tallada. Recuer- do que era muy liviano. Su fragil belleza me dejé maravillado. Supe de inmediato que toda la musica del‘mundo se hallaba oculta dentro de este violin y que ansiaba salir de él. Yo anhelaba ser quien la deja- ra salir, colocarlo bajo mi menton, tocar las cuerdas, probar el arco. Queria dar- le vida ahi mismo, hacerlo cantar para mi, escuchar toda la musica que pudié- ramos hacer juntos. 25 Cuando pregunté si podia tocarlo, mama se asus- to de repente y dijo que papa podria oirlo abajo en la barberia y se pondria furioso con ella por mos- trarmelo; que él no queria que volvieran a tocarlo nunca. Durante afios, no lo habia mirado siquie- ra. Cuando pregunté a mama por qué, me record6 mi promesa de no hacerle mas preguntas. Casi me arrebaté el violin, lo puso de nuevo en su estuche, que volvié a cubrir con la cobija, y lo regres6 a su sitio, arriba del armario. —No sabes que existe, Paolo. Nunca lo has visto zentendiste? Y de ahora en adelante, no quiero vol- ver a oir una palabra mas sobre el violin, ¢de acuer- do? Me lo prometiste, Paolo. Supongo que ver el viejo violin de papa, tenerlo entre mis manos, haberme maravillado con él, sa- tisfizo mi curiosidad por un tiempo, porque cumpli mi promesa. Luego, una noche de invierno, acosta- do en mi cama y medio dormido, escuché un violin. Pensé que papa habia cambiado de opinion y por fin estaba tocando de nuevo. Pero oi a papa y mama platicando en la cocina, y me di cuenta de que la miuisica venia de mucho mas lejos. Me quedé escuchando en la ventana. La ofa in- termitentemente por encima de las voces y los pasos de la gente, y por encima de los motores de los trans- portes acuaticos. Ahora estaba casi seguro de que la 26 musica procedia de algun lugar mas alla del puen- te. Tenia que averiguar. En piyama, pasé, con sigilo, frente a la puerta de la cocina, bajé las es- caleras y sali a la calle. La noche era calida, y bastante oscura. Crucé el puente corriendo y ahi, completamente solo, de pie junto a un farol de la plaza, estaba un anciano tocando el violin, con el estuche abierto a sus pies. No habia nadie mas. Nadie se habia detenido a escuchar. Me puse en cuclillas lo mas cerca que me atrevi. El estaba tan absorto en su musica, que al principio no se dio cuenta de que yo estaba ahi. Noté que era mucho mayor que papa. Luego me vio ahi inclinado, mirandolo. Dejé de tocar y me dijo: —jHola! Andas fuera muy tarde. ¢Como te lla- mas? —sus ojos eran afables, lo noté de inmediato. —Paolo —le dije—, Paolo Levi. Mi papa toca el violin. Antes tocaba en una orquesta. —Yo también —dijo el anciano—, toda mi vida. Pero ahora soy lo que siempre quise ser: solista. To- caré algo de Mozart para ti. ‘Te gusta Mozart? 27 —No lo sé —respondi. Conocia el nombre de Mo- zart, por supuesto, pero creo que nunca habia escu- chado su musica. —Escribié esta pieza cuando era mas pequeno que tu. Supongo que tienes unos siete anos. —Nueve —respondi. —Bueno, Mozart escribi6 esta pieza cuando tenia slo seis anos. La escribié para el piano, pero yo pue- do tocarla en el violin. Se puso a tocar a Mozart y yo escuché. Se acer- caron otras personas y lo rodearon un rato antes de poner una o dos monedas en el estuche del violin y seguir su camino. Yo no me fui. Me quedé ahi. La musica que interpret6 para mi aquella noche me tocé el alma. Esa fue la noche que cambié mi vida para siempre. A partir de entonces, siempre que cruzaba el puente de la Academia, lo buscaba. Siempre que lo ofa tocar, iba a escucharlo. Nunca le dije a mama ni a papa. Creo que fue el primer secreto que les ocul- té. Pero no me sentia culpable, ni siquiera un poco. Después de todo, gacaso no guardaban un secreto que no me habian revelado? Entonces, una noche, el anciano —ya sabia que se llamaba Benjamin Horowitz y que tenia 62 anos— me dejé tomar su violin, me ensend a soste- nerlo como se debe, a pasar el arco por las cuerdas 29. y hacerlo cantar. En ese momento lo supe: tendria que ser violinista. Desde entonces, nunca quise ser ni hacer algo diferente. De ese modo, Benjamin —signor Horowitz, como le decia yo entonces— se convirtié en mi primer profesor. Cada vez que cruzaba corriendo el puente para verlo, me ensefiaba un poquito mas: a tensar el arco lo justo, a aplicar la resina, a sostener el violin debajo de la barbilla sin meter para nada las manos y también el nombre de cada cuerda. Fue entonces cuando le conté acerca del violin de papa que estaba en casa, y que ya no lo tocaba. —De todos modos no podria —dije—, porque esta un poquito roto. Creo que necesita algunas re- paraciones. Le faltan dos cuerdas, la de la y la de mi, y el arco apenas tiene crin. Pero podria practicar en él si lo compusieran, :no? —Traelo algun dia a mi casa y déjamelo —dijo Benjamin—. Veré qué puedo hacer. No era dificil escapar sin que se dieran cuenta. Es- peré a salir de la escuela. Mama todavia estaba en la lavanderia donde trabajaba, a la vuelta de la esqui- na, en Rio de le Romite. Papa estaba abajo con sus clientes. Para alcanzar el violin arriba del armario tuve que poner una maleta en la silla y luego trepar- me. No fue facil, pero me las arreglé. Abrazandolo contra mi, corri varias calles, desde el Dorsoduro 32 hasta el Arsenale, donde vivia Benjamin. No esta lejos si conoces el camino (nada esta lejos en Venecia), y yo conocia muy bien el camino porque mi tia Sofia vivia ahi y la visitabamos a menudo, S6lo debia dar con la calle de Benja- min. Tuve que pregun- tar un poco aqui y alla, pero por fin la encontré. Benjamin vivia al final de un angosto tramo de | escaleras, en un cuarto pequeno con una cama en un rincén y un lavabo en el otro. En la pared habia pegado muchos carteles de conciertos. —Son algunos de los conciertos en los que toqué —dijo—: Milan, Londres, Nueva York. Sitios mara- villosos, personas maravillosas, musica maravillosa. El mundo de afuera es maravilloso. A veces resulta dificil de creer. Pero siempre créelo, Paolo, porque es cierto. Y la musica ayuda a que asi sea. A ver, mués- trame tu violin. Lo estudio de cerca, lo puso a contraluz y le dio un par de golpecitos. 33 —Un instrumento muy fino —dijo—. ¢Dices que es de tu padre? —Y ahora yo quiero tocarlo —le dije. —Le queda un poco grande a un chico como tt —dijo Benjamin, al tiempo que me lo ponia deba- jo de la barbilla y me jalaba el brazo para ver hasta dénde llegaba—. Pero tener un violin grande es me- jor que no tenerlo. Te las arreglaras. Creceras a su tamano. —Y cuando esté reparado, ¢usted me ensenara? —pregunté—. He ahorrado mucho de lo que gano barriendo. Son tantos billetes que los extiendo y cu- bren mi cama, desde los pies hasta la almohada. Se rio y dijo que me ensefiaria sin cobrarme porque yo era su mejor oyente, su mascota de la suerte. —Cuando no estas, la gente pasa de largo y el estuche del violin permanece vacio. Cuando lle- gas y te quedas ahi sentado, se detienen a escu- char y dejan dinero. Asi que puedo pagarte con 34 una o dos lecciones, Paolo. Tendré el violin listo lo mas pronto posible y entonces podremos empezar las clases. Pasaron un par de semanas antes de que repara- ran el violin. Me daba pavor que mama 0 papa des- cubrieran que no estaba en su lugar. Pero mi buena suerte no me abandono: no se dieron cuenta y mis clases empezaron. Cuando no tomaba clases, el vio- lin de papa, restaurado y con todas sus cuerdas, ya- cia en su estuche envuelto en la cobija gris, arriba del armario de su habitacion. Pensé que mi secreto estaba a salvo. Pero los secretos nunca estan a sal- vo, por mas que los ocultemos. Tarde o temprano, la verdad sale a la luz, y en este caso, fue mas bien temprano. Me aferré al violin como si se tratara de un miembro que me hu- biera faltado toda la vida. Yo parecia capaz de captar todo lo que Benjamin me ensena- ba, instintivamente y sin esfuerzo. Gracias a su amable tutela, mi confianza broto de 35 modo natural y mi interpretaci6n se abria como el capullo de una flor. Descubri que podia hacer a mi violin —al de papa, mas bien— cantar con la voz de un angel. Benjamin y yo experimentabamos la emo- cion y el deleite de mis progresos con tanta compe- netracion como la que sentiamos entre nosotros. —Creo que este instrumento fue creado para ti, Paolo —me dijo un dia—. O quiza tt fuiste hecho para él. Como quiera que sea, los dos hacen una pa- reja perfecta. Yo adoraba cada momento precioso de mis leccio- nes y detestaba que acabaran. Termindbamos cada clase con una taza de té de menta fresca. Me encan- taba. Desde entonces, siempre tomo una taza de té de menta después de practicar. Siempre lo espero con ansia. Recuerdo que un dia, después de la clase, estaba- mos tomando té cuando volvié la mirada hacia mi y, de repente, se puso muy serio. —Es extrafio, Paolo —dijo—, pero cuando te mi- raba tocar hace rato, tuve la sensacion de que ya te conocia de antes, de hace mucho. Y ahora pienso en tu apellido, Levi. Ya sé que es un apellido bastan- te comun, pero su apellido también era Levi. Es él a quien me recuerdas. Estoy seguro. Era el musico mas joven de nuestra orquesta, apenas un mucha- cho. Se llamaba Gino. 36 —iAsise llama mi papa! —le dije—. Quizas era él. Quiza tocé usted con papa. Quiza lo conoce. —No puede ser —Benjamin respiré hondo, y me miraba como si fuera un fantasma—. No, no es po- sible. El Gino Levi que conoci debe de estar muer- to, estoy seguro. No he vuelto a saber nada de él en mucho, mucho tiempo. Pero uno nunca sabe. Tal vez deberia conocer también a tu papa y atumama. De todos modos, ya es tiempo de que lo haga. Vie- nes a tomar clases conmigo desde hace mas de seis meses. Necesitan saber que su hijo es un violinista maravilloso. —iNo, no puede decirle! —grité—. jE] se entera- ria! No puede decirle. jNo lo haga! Y le conté, entre lagrimas, mi secreto: que mama me habia mostrado el violin de papa y me habia hecho prometer que nunca diria una palabra, que nunca le contaria a papa, y que este tiempo habia 37 guardado en secreto la reparacion del violin, las lec- ciones, todo. —Paolo —dijo Benjamin—, los secretos son mentiras con otro nombre. No se miente a las per- sonas que uno ama. Un hijo no debe ocultar nada a su papa ni a su mama. Debes contarles tu secreto, Paolo. Si quieres seguir tocando el violin, tendras que decirles. Si quieres que te siga ensenando, debes decirles. Y éste es el mejor momento para hacer lo correcto, en especial, si no quieres hacerlo. —/Puede venir conmigo? —supliqué—. Solo po- dré hacerlo si viene conmigo. —Si quieres —dijo sonriendo. Benjamin cargé el violin por mi ese dia, y me llevé de la mano durante el regreso a Dorsoduro, Me daba pavor tener que confesar. Sabia cuanto les doleria. Durante todo el camino fui ensayando una y otra vez lo que iba a decir. Cuando entramos, mama y papa estaban arriba, en la cocina. Les presenté a Benjamin y, antes de que dijeran algo, antes de perder el valor por completo, lancé de sopetén la confesién que habia prepara- do: que no me habia robado el violin de papa, que lo habia tomado prestado para que lo repararan y para practicar con él. Pero no pasé de ahi. Para mi sorpresa, no parecian estar enojados. En realidad, ni siquiera me estaban mirando. Veian a Benjamin 40 como si se hubieran quedado mudos. Benjamin ha- bl6 primero. —Creo que tu mama, tu papa y yo nos conoce- mos —dijo—. Una vez tocamos juntos, 2no es asi? ¢No me recuerdas, Gino? —¢Benjamin? —cuando papa se paré de un sal- to, tiré la silla. —Y si no me equivoco, signora —prosiguié Ben- jamin, mirando a mama—, usted debe de ser la pe- quena Laura Adler: todos fuimos violinistas, todos estuvimos ahi y ahora todos estamos aqui. Es como un milagro. Es un milagro. Ain recuerdo lo que ocurrié después como si hubiera sido ayer. De repente, fue como si yo no estuviera en la ha- bitacion. Ellos tres parecian lle- nar la cocina, abrazados entre si, llorando abiertamente y en- tre risas. Parado ahi, perplejo, yo intentaba armar las piezas de todo lo que habia oido, de todo lo que estaba pasando ante de mis ojos. ;|Mama tam- bién tocaba el violin! jNunca me lo habia dicho! —iLo ves, Paolo? —dijo Benjamin sonriendo—. zNo 41 te dije una vez que éste es un mundo maravilloso? Son 20 afios. Han pasado 20 o mas aiios desde que vi a tu mama y a tu papa por tiltima vez. No sabia que atin siguieran con vida. Siempre tuve la espe- ranza de que hubieran sobrevivido, de que estos dos jOvenes tortolitos estuvieran juntos, pero en reali- dad nunca tuve la seguridad. Mama se secaba los ojos con el delantal. Papa estaba tan aturdido que no podia hablar. Luego se sentaron alrededor de la mesa tomados de las ma- nos, como si no quisieran soltarse por temor a que esa reunion fuera sélo un sueno. 42 Benjamin fue el primero en recuperarse. —Paolo iba a decirles algo, verdad, Paolo? Entonces les conté todo: que habia estado toman- do mis clases de violin y que Benjamin habia sido el mejor maestro del mundo. Slo me atrevi a mirarlos cuando terminé. En lugar de las caras de desapro- bacién y decepcién que esperaba ver, tanto mama como papa simplemente se mostraron Ilenos de ale- gria y orgullo. —No te dije que Paolo nos contaria, papa? —dijo mama—. ¢No te dije que debiamos confiar en él? Lo que pasa, Paolo, es que suelo bajar mi vio- lin solo para tocarlo y para mirarlo. A tu papa no le gusta, pero lo hago porque el violin es mi amigo mas viejo. Papa me perdona pues sabe que amo este vio- lin, que es parte de mi. :Recuerdas el dia en que te lo mostré, Paolo? Poco después desaparecié. Supe que tenfas que ser tu. Luego regres6 reparado como por milagro. Y a la salida de la escuela, nunca estabas en casa, y cuando no estabas en casa, tampoco esta- ba el violin. Le conté a papa, ¢verdad, papa? Le dije que nos contarias cuando estuvieras listo. Atamos cabos y pensamos que practicabas en algun sitio, pero nunca se nos ocurrié que estuvieras tomando clases, ni que tuvieras un maestro, y menos todavia que tu maestro fuera Benjamin Horowitz, quien nos enseno a nosotros y nos cuidé, como un padre, hace 43 tantos anos —y volvié a llorar, recargando la cabeza en el hombro de papa. —Pero tu me dijiste que era el violin de papa, que lo habia desechado y que nunca quiso volver a to- carlo —dije. En este momento, los tres se miraron. Supe que compartian el mismo secreto, y que, sin cruzar pala- bra entre ellos, estaban decidiendo si debian revelarlo © no, si era el momento adecuado para contarmelo. Muchas veces me he preguntado si alguna vez me lo habrian contado de no haber ido Benjamin ese dfa. En ese momento, volvieron a mirar a papa para la de- cision final, y él fue quien me invité a sentarme a la mesa con ellos. Creo que entonces supe, antes de que papa comenzara, que en cierto modo, yo era parte de su secreto, —Mama y yo —comenz6 papéa— tratamos de no hablar nunca de esto, porque nuestros recuerdos son como pesadillas y queremos olvidar. Pero tti nos contaste tu secreto. Parece que hay un momento para la verdad, y ese momento ha llegado. Una ver- dad por otra, quizas. Asi empez6 la historia mas triste y mas feliz que yo habia escuchado hasta entonces. Cuando se volvia demasiado dolorosa, como sucedié a menudo, se la pasaban uno a otro, de modo que los tres la compar- tieron. Yo la escuché horrorizado y al mismo tiempo 44 honrado de que tuvieran la confianza de contarme su historia, la historia de sus vidas. Cada quien con- to su parte con mucho cuidado, explicando con todo detalle para que pudiera entender, porque yo era un chico de nueve afios que sabia muy poco de la mal- dad del mundo, Me gustaria poder recordar sus palabras exactas, pero no puedo, asi que ni siquiera intentaré hacerlo. Me limitaré a contarle su historia a mi manera, de como vivieron juntos, de cémo estuvieron a punto de morir juntos y de como los salvé la mitsica. A los tres los Ilevaron en tren de varias partes de Huropa a un campo de concentracién: a Benjamin desde Paris, a mama desde Varsovia y a papa desde Venecia. Todos eran miisicos, todos eran judios y to- dos estaban condenados a la camara de gas y al ex- terminio, como tantos millones de personas. Sobrevivieron sélo porque pudieron contestar “si” a una pregunta que les hizo un oficial de la SS cuan- do llegaron al campo: “Alguno de ustedes puede tocar un instrumento de orquesta y es musico profe- sional?”, Cuando dieron un paso adelante, no sabian que serian separados de sus familias de inmediato, y tendrian que presenciar como se las Ilevaban en tropel hacia aquellas chimeneas infernales para no volver a verlas nunca. Naturalmente, hubo audiciones y, para entonces, ya sabian que tocaban para salvar la vida. Luego hubo ensayos, y durante éstos, los tres se conocie- ron. Benjamin era, por lo menos, 20 afios mayor que mama y papa, que eran los bebés de la orquesta, pues apenas tenian 20 anos. No sabian para qué en- sayaba la orquesta ni para quién iban a tocar, pero 48 tampoco preguntaron. Preguntar significaba llamar la atencion. Esa no era la forma de sobrevivir, y en el campo sobrevivir era todo. Tocaban Mozart, mucho Mozart. Casi todo el re- pertorio era ligero y alegre: Eine Kleine Nachtmusik (Pequeria serenata nocturna), el Concierto para clarine- te enla mayor, minuetos, danzas, marchas. También Strauss era popular: los valses, siempre los valses. 49 Era muy dificil tocar. Tenian tanto frio en los dedos que, en ocasiones, apenas los sentian, pues estaban débiles por el hambre y, con frecuencia, enfermos. Habia que ocultar la enfermedad, porque si se des- cubria, significaba la muerte. Los de la SS siempre estaban ahi, observando, y todos sabian qué les es- peraba si no tocaban bien. Al principio, solamente daban conciertos para los oficiales de la SS. Papa dijo que tenfas que hacer como si no estuvieras ahi; simplemente perderte en la musica. Era la Gnica forma. Aun cuando aplau- dieran no alzabas los ojos. Nunca los mirabas a los ojos. Tocabas con entrega total. Cada ejecucién era tu mejor ejecucion, no para agradarlos, sino para mostrarles lo bueno que eras a pesar de todo lo que 50 estaban haciendo para humillarte, para destruirte en cuerpo y alma. —tLes dabamos la batalla con nuestra musica —dijo papa—. Era nuestra unica arma. Papa no hablaba polaco ni mama italiano, pero mientras tocaban, sus miradas se encontraban, mama dijo que tanto como fuera posible. Al princi- pio, sdlo era la alegria compartida de hacer musica juntos, pero muy pronto supieron que se amaban. La orquesta entera lo supo antes que ellos, me dijo Benjamin. —“Nuestros tortolitos”, les deciamos. Para los demas miembros de la orquesta —dijo—, simboli- zaban una esperanza en el futuro; y por eso los que- rian y los protegian tanto. Para mama y papa, su mutuo amor adormecia el dolor y era un refugio bendito del temor constan- te en el que vivian, del horror de todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Pero también compartian algo que los apenaba. A ellos les daban de comer y a los otros prisioneros no. A ellos los mantenian con vida mientras que otros iban a la camara de gas. A muchos los con- sumia la culpa, y esta culpa se multiplicé mil veces cuando descubrieron el verdadero motivo de la for- macidn de esta orquesta y de los ensayos. Los con- ciertos para los oficiales de la SS en realidad habian 51 sido los siniestros ensayos generales para algo mu- chisimo peor. Una fria manana, con el suelo cubierto de nieve, los hicieron reunirse al aire libre con sus instrumen- tos y les ordenaron tocar cerca de las puertas del campo. Luego lego el tren, con los vagones repletos de nuevos prisioneros. Cuando bajaron, los forma- ron en filas y luego los dividieron. Frente a la orquesta, condujeron en tropel a los viejos, los nifos y los débiles hacia el bloque de re- gaderas, segun les dijeron. A quienes tenian bue- na condici6n fisica para trabajar, se los llevaron a las barracas. Y mientras todo esto ocurria, mama, papa, Benjamin y los demas misicos interpretaban su Mozart. No tardaron en comprender con qué proposito: para apaciguar el terror, para infundir 54 a cada nueva carga del tren un falso sentimiento de seguridad. Formaban parte de un engano mor- tal, Sabian muy bien que el bloque de regaderas era una camara de gas. Tocaron una semana tras otra, un mes tras otro, un tren tras otro. Y 24 horas al dia, las chimeneas del crematorio escupian su fuego y su humo y su mal olor. Hasta el dia en que ya no hubo mas trenes, hasta el dia en que los campos fueron liberados. Ese fue el ultimo dia que Benjamin recordaba haber vis- to a mama y a papa. Para entonces ya estaban terriblemente flacos y parecia poco probable que sobrevivieran. Pero lo consiguieron. Se pusieron a interpretar duetos a cambio de pan y techo por toda Europa. Y siguieron tocando para sobrevivir. 55 Cuando por fin llegaron a casa, a Venecia, papa destroz6 su violin y lo quemé, jurando que nunca mis volveria a tocar musica. Pero mama si guard6 el suyo. Lo consideraba su talisman, su salvador, su ami- go, y no queria venderlo ni abandonarlo. Dijo que le habia ayudado a superar los horrores del cam- po y a atravesar toda Europa a salvo hasta llegar al hogar de papa, en Venecia. Les habia salvado la vida. Papa cumplié su promesa. Nunca volvi6 a tocar una sola nota. Después de todo lo ocurrido, no po- dia soportar ni oirla, por eso mama tampoco habia vuelto a tocar su violin durante todos esos anos. Pero no queria deshacerse de él y lo habia guardado arriba del armario de su habitacién esperando, contra toda esperanza, que algtin dia papa cam- biara de opinién y fuera capaz de volver a amar la musica e incluso * _ de interpretarla. Nunca lo habia hecho. Pero habian sobrevivido y con el tiempo recibieron la ben- dicién de un hijo, un nino a quien Ilamaron Paolo. Dijo Benjamin que habia sido un final feliz. Y fui yo quien los habia reunido de nuevo, agrego. Asi que fueron dos finales felices. En cuanto a Benjamin, él finalmente logr6é volver a Paris y después de un tiempo regres6 a tocar en su antigua orquesta. Se casé con una joven francesa, Francoise, una violonchelista que habia muerto ha- cia poco. Vino a Venecia porque siempre le habia gustado visitar la ciudad y anhelaba vivir mirando el agua, y porque Vivaldi nacié aqui. Benjamin siempre habia amado a Vivaldi mas que a cualquier otro composi- tor. Tocaba en las calles no sélo por dinero, que le era de ayuda, sino porque no soportaba dejar de tocar su violin. Y amaba hacerlo por fin como solista. En eso se parecia mas a mama. La musica lo mantuvo con vida en el campo y, desde entonces, habia sido su companera constante. No podia imaginarse estar un solo dia sin ella, raz6n por la cual deseaba mu- cho seguir ensehandome, siempre y cuando mama y papa lo permitieran. —/Toca bien Benjamin? —pregunté mama—. Papa, ¢podemos escucharlo, por favor? Pude ver la lucha interna de papa. —AMientras no toque Mozart —dijo al fin. Asi que toqué la pieza favorita de Benjamin: “In- vierno”, de las Cuatro estaciones de Vivaldi. Papa per- maneci6 sentado y con los ojos cerrados. 59 Cuando acabé, Benjamin dijo: —Y bien, Gino, qué piensas? Tu hijo tiene un grande y maravilloso talento, un raro don que uste- des dos le transmitieron. —Entonces no debe desperdiciarlo —dijo papa con discrecion. Asi que, después de eso, acudi todos los dias, sin falta, a tomar mis clases de violin con Benjamin, en su pequeno departamento del Arsenale. Papa no se decidia a oirme tocar, pero a veces mama me acompafiaba y se sentaba a escuchar. Luego me abrazaba tan fuerte, que me lastimaba; pero no me importaba ni tantito. Empecé a tocar en las calles con Benjamin, y cuando lo hacia, cada vez se reunia mas gente. Un dia, papa estaba observando y escuchando entre el ptiblico de la plaza. Después me acompano caminando a casa, sin pronunciar palabra hasta que cruzamos el puente de la Academia. —Por lo visto, Paolo, prefieres tocar el violin que barrer la barberia, ¢eh? —Si, papa, me temo que si —contesté. —Bueno, pues tendré que barrer yo solo —en ese momento se detuvo y puso sus manos sobre mis hombros—. Paolo, voy a decirte algo y no quiero que lo olvides. Cuando tocas, puedo escuchar la musica de nuevo. Has hecho que la musica parezca otra vez ol alegre, y con eso me has dado un gran regalo. Ve y conviértete en el gran violinista que debes ser. ‘Te ayudaré cuanto pueda. Tocaras musica celestial y la gente te amara. Mama y yo iremos a todos tus conciertos, 0 a todos los que podamos. Pero debes prometerme una cosa: hasta el dia que yo muera, no toques Mozart en publico, ni cerca de donde yo pueda escucharlo, Casi siempre tocaébamos Mozart en el campo. Nunca Mozart. Promételo. Lo prometi y durante todos estos afios he cumpli- do la promesa que le hice a papa. Murié hace dos se- manas, fue el tiltimo de los tres en partir. Cuando dé el concierto de mis 50 aos en Londres, voy a tocar Mozart. Lo haré con el violin de mama, y lo tocaré tan bien, que a papa le encantara, a los tres les en- cantara, dondequiera que estén. Estaba terminando de escribir mis notas en taqui- grafia cuando alcé los ojos y lo vi venir hacia mi: me ofrecia su violin. —Aqui tiene —dijo—, el violin de mama. Mi vio- lin. Si quiere, puede sostenerlo mientras tomamos mas té de menta. Bebera otra taza, :verdad? Hago el mejor té de menta de toda Venecia. Durante minutos preciosos, sostuve entre las manos el violin de Paolo Levi, mientras seguiamos sentados, conversando calmadamente y bebiendo 65 la Ultima taza de té. No le hice mas preguntas. No habia nada mas que preguntar. Hablo desu amor por Venecia, y de como siempre que estaba en algtin otro sitio, anhelaba regresar a casa. Los sonidos eran lo que mas extrafaba: las campanas de las iglesias, los pasos y las charlas, el sonido quejumbroso de los barcos y la mtisica en las calles. —La musica pertenece a las calles, donde Benja- min la tocaba —dijo—, no a las salas de concierto. Cuando ya me iba, me miré a los ojos y dijo, toda- via sosteniendo mi mano: —Me alegro de que usted haya sido la persona a quien le conté mi historia. —¢Por qué lo hizo? —le pregunté—. :Por qué me la conté a mi? —Porque ya era tiempo de contar la verdad. Por- que los secretos son mentiras y porque usted tiene ojos afables, como los de Benjamin. Pero, sobre todo, porque no me pregunto por Mozart. 66 67 N, resulta facil imaginar los terribles sufrimien- tos que se vivieron en los campos de concentra- cién nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La magnitud de los crimenes cometidos por los nazis es demasiado abrumadora como para que todavia podamos comprenderla. En su intento de aniquilar toda una raza, dieron muerte a seis millones de per- sonas, la mayoria judios. Cuando escuchamos las historias de quienes vivieron la persecucién (Ana Frank) o sobrevivieron a los campos (Primo Levi), empezamos a entender el horror y la maldad que lo ocasion6, Para mi, la imagen mas obsesionante no procede de la literatura ni del cine, sino de la musica. Hace poco me enteré de que en muchos campos, los nazis 70 ———— elegian a algunos prisioneros judios y los obligaban a tocar en orquestas. Para los musicos solamente era una forma de sobrevivir. Para tranquilizar a los re- cién llegados a los campos, los musicos eran obliga- dos a tocar serenatas mientras los hacian formarse y avanzar hacia las camaras de gas. Solian interpre- tar musica de Mozart. Me pregunté como se habria sentido un musico tocando en esas circunstancias infernales. Un miti- sico que, como yo, adoraba a Mozart. Me pregunté qué pensamientos le habrian cruzado por la cabeza si hubiera vuelto a tocar a Mozart en una etapa pos- terior de su vida. Este es uno de los origenes de mi historia. El otro es haber presenciado, una noche, en una plaza cerca- na al puente de la Academia en Venecia, a un chico en piyama que, montado en su triciclo, escuchaba a un musico callejero. Estaba completamente absorto en la musica que le parecia tan celestial como a mi. Michael Morpurgo 71 Impreso en los talleresde Ingramex. S. A. de C.V. Litografica Centeno 162-1, Granjas Esmeralda, Iatapalapa, C.P. 09810, Ciudad de México, México, Marzo de 2020. ' CASTILLO [EM DE LA LECTURA No preguntes por Mozart MICHAEL MORPURGO llustraciones de Michael Foreman Lesley. una joven periodista. es env CAMA VatCMC mol asics PUM RCU MRT ER RCI Min ol ec ams ee ee ucts Perens tiem me crn menor On on ayes ttt te por Mozart. Sin embargo. el mismo artista decide abordar el tema probibido. Asi, Lesley es la primera en escuchar la escalofriante his eye G te itekUcn Ohm RUD Une an Prins emer eel tte rante Ja‘guerra more en cee AMOUR ice Re miisica en tiempos de guerra. Michael Morpurgo (Hertfordshire, Inglaterra) ha eu eer em iE de noventa libros, los cuales han sido traducidos a 26 idiomas Michael Foreman (Sussex, Inglaterra) ha ilustrado mas de cien Ter EOC RO RTeO OR See LUC

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