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¿Colombia racista?

CÉSAR A. RODRÍGUEZ GARAVITO

OCTUBRE 21 DE 2005

Probablemente a usted también le haya llamado la atención un artículo que apareció


hace poco en la versión impresa de la revista Semana. En él se contaba con lujo de
detalles la increíble historia de un joven costeño de extracción humilde, con una
habilidad extraordinaria para imitar voces y estafar así a lo más granado de la élite
colombiana. Incautos ex presidentes y primeras damas lo atendieron a cuerpo de rey
creyendo que se trataba de un sobrino del magnate venezolano Gustavo Cisneros.
Avezados abogados penalistas aceptaron llevar su caso tras una supuesta llamada de la
esposa de Julio Mario Santo Domingo, que en realidad fue hecha por el mismo
embaucador desde la cárcel. La misma suerte corrieron conocidos empresarios,
periodistas y artistas que todavía hoy se preguntan cómo pudieron caer en la trampa.
En fin, los giros cinematográficos de la historia serían dignos de una versión criolla de
Atrápame si puedes, la película sobre el jovencito estafador que puso en jaque a medio
Estados Unidos en los años 60.

Pero, aun más llamativo que la seguidilla de estafas es la seguidilla de términos


chocantes con la que el artículo mencionado se refiere a su protagonista: "¿Cómo ha
logrado tener el mundo a sus pies este morenito costeño de Pivijay, Magdalena, feo,
amanerado, de pelo ensortijado y que a duras penas logró terminar bachillerato?" Por si
quedara alguna duda sobre la conexión entre lo "morenito," lo "feo," lo "amanerado,"
lo del "pelo ensortijado" y la falta de educación, nos dice el artículo que, después de
todo, "no parecía muy lógico que un negrito carretudo fuera el sobrino de una de las
familias más prominentes de toda Latinoamérica". Para ahondar en el punto, el texto al
pie de la foto del impostor nos cuenta que nuestro personaje "tiene 24 años, es
homosexual, cínico, celebra sus hazañas y se ríe de todo el mundo." Lo que da a
entender, claro, que al defecto de mentir y engañar se sumaría el supuesto defecto de
ser homosexual. Para rematar esta serie de perlas, y como para ayudarnos a entender
las causas de semejantes patologías, el artículo nos informa que a los 13 años el
estafador "se escapó de la casa disfrazado de niña" y en Cartagena "fue violado por un
negro." ¿Y qué diablos importa que el violador haya sido "un negro"? ¿Acaso el hecho
relevante no es la violación de un menor de 13 años?

El asunto podría dar apenas para una carta indignada del lector de la revista Semana en
protesta por el lenguaje prejuiciado del reportaje. Pero el problema no es tan sencillo.
Porque lo realmente importante, más allá del artículo específico o la corrección política
del lenguaje periodístico, es lo que éste sugiere sobre problemas más profundos de
racismo y homofobia que los colombianos nos empeñamos en negar. Para centrarnos
en el punto del racismo contra los afrocolombianos, usted y yo probablemente hemos
dicho alguna vez que en Colombia la discriminación no es grave, y que aquí hace rato el
mestizaje creó una democracia racial en la que los todos -negros, indígenas y blancos-
nos fusionamos en una unión feliz de colores y culturas que contrasta con la
segregación evidente en países como Estados Unidos o Sudáfrica.

Cuando se miran los estudios históricos y las cifras actuales, sin embargo, la idea
popular del paraíso multirracial colombiano queda reducida a lo que es: un mito. De
hecho, se trata de uno de los mitos fundadores de la identidad nacional. Así lo muestra,
entre otros, el reciente libro de Alfonso Múnera, Fronteras imaginadas, en el que el
conocido historiador cartagenero deja sin piso lo que llama "el viejo y exitoso mito de la
nación mestiza, según el cual Colombia ha sido siempre, desde finales del siglo XVIII, un
país de mestizos, cuya historia está exenta de conflictos y tensiones raciales". En
realidad, como lo muestra Múnera con tanto rigor como elocuencia, las poblaciones
afrodescendientes e indígenas eran muy numerosas bien entrado el siglo XIX. De allí
que el discurso y el proyecto histórico del mestizaje fueran impulsados por los
gobernantes e intelectuales de la época precisamente para "mejorar la raza" mediante
la mezcla con los blancos y diluir la influencia de grupos indígenas y afros que podrían
amenazar el poder de las elites blancas andinas. Por tanto, la idea de unidad racial
mestiza sobre la que se fundó la identidad nacional contenía desde el siglo XIX la misma
contradicción evidente hoy día. Mientras afirmamos (con la ayuda de algunas
tendencias académicas de moda) que Colombia es una sociedad híbrida, las cifras y la
experiencia cotidiana revelan una sociedad fragmentada y atravesada por el racismo.

Para pasar del mito a la realidad, basta darle una ojeada al informe del año pasado de la
misión de Naciones Unidas sobre el racismo en el país. La primera cifra que contradice
la imagen de la Colombia mestiza es que más de una cuarta parte de la población (27%)
es afrodescendiente. Y los datos sobre la discriminación socioeconómica contra estos
ciudadanos, entregados por el propio gobierno a la ONU, terminan de bajarnos de la
nube. Las tasas de analfabetismo y de mortalidad infantil entre los afrocolombianos
son tres veces mayores a las del resto de la población. Nada menos que el 76% vive en
condiciones de pobreza extrema, y el 42% está desempleado. No sorprende, entonces,
que Chocó, donde el 85% de la población es afrodescendiente, tenga un índice de
desarrollo humano igual al de los países más pobres de América Latina, como Haití. Y el
sistema educativo se encarga de reproducir semejantes desigualdades. Según el mismo
informe, de cada 100 jóvenes afrocolombianos, sólo dos tienen acceso a estudios
superiores. Así que me quedaré esperando en vano el día en que por fin haya un
estudiante afrodescendiente en mis clases de la Universidad de Los Andes.

Enlace: https://www.dejusticia.org/colombia-racista/

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