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Deletreando el Necronomicon

(Sergio Fritz Roa)

No sé cómo llegué a aquella laberíntica zona de Valparaíso. Y en verdad, espero que el


recuerdo no retorne, pues no deseo volver más.

Solo sé que era una de aquellas tardes apacibles de primavera, cuando el viento se
mece cargado de amabilidad hacia los hombres. No había calor; tampoco frío, por lo que
decidí aprovechar tal ambiente benigno y adentrarme en las callejuelas empinadas, perdidas
en el tumulto de cerros, y repletas de casas que amenazan caer en cualquier momento, que
son característica ineludible del puerto.

La última vez que vi el reloj pulsera eran las 18:00.

Vivo en Viña del Mar, la ciudad vecina de Valparaíso, y soy -o era- un asiduo
buscador de "librerías de viejo". Como llevaba cinco años habitando la región, no existía
ninguna librería que desconociera. Por eso me sorprendió hallar una nueva, la que sin
embargo por su fachada tanto como por el aspecto del dueño debía llevar muchos años allí.

Mi curiosidad -como puede entenderse- se vio avivada con tal desafío, y no dudé en
ingresar a la vieja construcción.

Un anciano de rostro oriental se encontraba sentado en una silla mecedora, con la


mirada fija en mí, como si hubiese adivinado que aparecería en tal lugar. Los ojos eran de
un negro tan intenso y penetrante que sentí cierta incomodidad.

Sin embargo, no tardó en saludarme y hacerme la invitación de rigor.

Las tablas del piso crujían mientras yo caminaba, lo que creaba un clima algo
desagradable, aumentado con la mirada del librero que no cesaba de seguirme.

Ya frente a las estanterías, pude percibir que me hallaba ante un tesoro de grandes
proporciones, pues allí abundaban los libros antiguos (incluso había algunos del siglo XVII,
lo que no es usual encontrar siquiera en los negocios de anticuarios de Santiago); los
manuscritos en lenguas forasteras; y las acuarelas maravillosas que representaban los áridos
paisajes de Marruecos, esbozados hace casi dos siglos por un viajero francés desconocido.
La mayor cantidad de los libros versaban sobre temas herméticos, y mi débil
recuerdo retiene a la "Opus Mago-Cabalisticum et Theosophicum" del teósofo Georg von
Welling, en su tercera edición de 1784; el "Mutus Liber" de Altus, en su segunda edición; y
las "Œuvres Posthumes" del espagirista M. de Grimaldy. Tres obras que durante mucho
tiempo perseguí en Europa, con vanos resultados. (Sólo encontré varios “Mutus Liber”,
pero en su versión moderna, comentada ya sea por E. Canseliet u otros alquimistas). Pero
también se alzaban de las sucias estanterías manuscritos que sólo conocía por sus títulos, y
que no pensé existían ya. Estos se referían más bien a magia negra y satanismo. Allí estaba
el "De Vermis Misteriis", los "Fragmentos de R´lyeh", y "Ritos y normas para la
invocación correcta de Aquel-que-no-debe-ser-nombrado". Sin embargo, el que cautivó mi
atención de manera autoritaria, fue otro, uno mucho más vedado, del que había escuchado
en nocturnas reuniones las cosas más horrendas. El nombre: “Necronomicon”.

No sé qué fue lo que me llevó a hacer la pregunta sobre su precio... Si se permite,


podría decir que algo que emanaba del mismo volumen capturaba mi voluntad... Algo, por
cierto, que nunca había sentido, y que si no me hubiese ocurrido, pensaría que se trataba de
un imposible. Pues bien, allí estaba yo en un lugar imposible, frente a un librero imposible
solicitando un texto imposible.

El anciano sonrió, como si hubiese estado esperando mi interés por un tal libro. Sus
ojos delataron cierta malignidad que me es difícil describir. Entonces indicó un precio
realmente bajo, absurdo para un manuscrito tan valioso. No lo dudé. Compré el
“Necronomicon” y los tres libros alquímicos que ya indiqué, y salí con gran rapidez del
lugar.

Si mi mente no me falla, cuando salí del lugar una risotada proveniente de la librería
se escuchó, y unas personas que estaban en la esquina de la cuadra me miraron
sombríamente para hacer entre ellos un signo con las manos, que parecía un mudra oriental.
La lectura del “Necronomicon” me enseñaría qué signo había sido aquél, y quienes eran los
furtivos espías que acechaban la librería.

Llegué a mi casa cerca de cuarenta minutos después. Preparé un vaso con bebida y
me dispuse a revisar mi nuevo material bibliográfico.

Fue el último libro, el maldito “Necronomicon”, el que me atraía más. Y aunque los
demás eran de valor incalculable, algo me llamaba e incitaba a leer a aquél.

Finalmente, dejé de lado los tres libros herméticos. Tal era la presión que ejercía en
mí el volumen de Abdul Alhazred, el árabe demente que lo había escrito hace siglos.
Pero... Hay algo que no he comentado aun, pues no lo memorizaba sino hasta este
preciso instante. Tal vez sea solo un detalle; tal vez no. Juzgue el lector.

La encuadernación del tratado era bastante inusual: Una piel que tenía la cualidad de
sudar y despedir un agradable, pero somnífero, incienso. Las leyendas decían que la piel era
de carne humana... Pero, Dios santo, ¿cómo podía sudar después de tantos años? No quise
analizar tan macabro asunto, y abrí la primera página.

Aunque mi erudición no era comparable a la de un Dumézil o un Corbin, sí me


permitía leer -aunque de manera lenta- el longevo árabe en que estaba escrito el libro.

Las primeras frases eran suficientes para un católico como yo. ¡Jamás había
imaginado tanta herejía y malignidad en un hombre!

Pronto descubrí que no sólo estaba compuesto de extraños pensamientos más o


menos filosóficos y una cosmogonía infernal, sino que había capítulos enteros de lo que los
nigromantes del Medioevo llamaban magia práctica o ritual.

Con el avanzar de la lectura, mi mente fue ingresando a pabellones de horror, y supe


de palabras abominables y una sabiduría que seca el alma.

Yog Shothoth, Baal-Kamel, Cthulhu, los Profundos... Nombres de lugares como R


´lyeh, Leng, Thantaros-Booll, Daaztarán, y otros que no son del caso indicar.

Y mientras leía, algo se iba apoderando de mí. Sé que esto no es fácil de creer, mas
es cierto. Mi ser en la medida que yo pronunciaba esas letanías siniestras, iba
transmutándose, pero en un sentido negativo. Algunos sabios nos hablan de la contra-
tradición y la contra-iniciación. Si ello es verídico, no hay duda que me estaba sometiendo
al influjo nefasto y devastador de tales poderes.

Un párrafo del libro decía:

"Los Antiguos saben que el Mal debe alimentarse de algo. Ese algo es el cuerpo
celestial del hombre, la Monada divina. En su lugar (en el lugar de lo que antes era la
Monada) algo debe quedar. Lo que queda es el cuerpo siniestro, las sombras que todo lo
devoran. El caos primigenio que es ser-para-el-demonio-Azathoth".

Leí durante lo poco que quedaba de tarde y la noche entera.


Al despertar, me encontraba flotando en un lugar de color rojo. Sí, enteramente rojo.
Sin forma. Sin vida.

El miedo llegó. ¿Qué clase de lógica era la que regía en ese instante? Solitario. En
un lugar que no debía existir...

No sé cuánto tiempo duró el silencio. Sin embargo, no debe haber sido mucho, y un
ruido de tambor llegó a mis oídos.

No supe qué hacer. No podía moverme. Algo me presionaba.

Entonces, ¡Dios mío!, el terror llegó. Un ser espantoso e inmenso, alado y con
extrañas prolongaciones en forma de garras, se aproximaba con rapidez prodigiosa hacia
mí.
Intento gritar. Pero la voz no sale.

Al estar muy cerca, aprecio sus garras: Tentáculos y serpientes que mutuamente se
comían, surgiendo otras en su lugar.

Grito nuevamente, y la voz se hace audible.

La figura demoníaca desaparece.

Más tarde me veo en otro rincón del macrocosmo firmando un libro negro, muy
semejante al “Necronomicon”. Mi firma la hago con sangre. Entonces cientos de voces
estallan en risas. Crueles y siniestras risotadas.

Todo el universo ríe.

Comprendo que desde este momento todo cambiará, pues yo ya no seré el mismo.

Veo luego al viejo librero, quien me observa y ríe.

Y después de aquello me encuentro otra vez en la habitación.

El libro ya no está. Y en la mesa de lectura donde debía haber estado, una mancha
roja ocupa su lugar. Miro mi brazo izquierdo y aprecio una herida... ¡Sangre! Una pequeña
huella carmesí que proviene de dos leves fisuras.

Tiemblo. Y me desmayo.
*

Después del día que compré el fatídico “Necronomicon”, hubo un tiempo en que intenté
encontrar la librería y hablar con el anciano. Pero mi intención no tuvo resultados positivos.
He hablado con mucha gente a quienes les he preguntado por la existencia y ubicación de la
librería. Todos me han mirado extrañados, y algunos derechamente han dicho o sugerido
que estoy loco.

Hoy, sin embargo, no me atrevería a volver a Valparaíso y sus cerros donde habita
el misterio. Vivo lejos de allí, lejos del mar y las casas de múltiples colores. No he entrado
más a una librería, ni he leído nada sobre ciencias ocultas.

Quisiera olvidar lo acaecido. Pero no puedo. Mi brazo tiene una huella indeleble que
me acompaña todo el tiempo. Las heridas provocadas por algún extraño animal siguen allí,
e incluso cada noche aumentan... Pues, cuando el sueño me rinde, veo otra vez el demonio
alado que se acerca con sus garras y tentáculos; con sus serpientes que se reaniman, y
desaparecen... una y otra vez.

Noche tras noche mi sangre es expelida en adoración de innominables cultos, de los


que, no obstante no tener mi asentimiento, soy acólito.

Mientras ello ocurre, deletreo el libro, que no está en ninguna parte y está en todas.
Y a mí vienen demonios del pasado que son, empero, tan presentes como nuestras más
prosaicas preocupaciones.

© Sergio Fritz Roa.

VISITA: www.bajoloshielos.cl/sergio.htm
CONTACTO: sergio_fritz@yahoo.com

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