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CUANDO LA DISCAPACIDAD GOLPEA

POR RENEE BONDI


Al entrar al salón de baile del Hotel Hyatt Regency en Irvine, California en mi silla de
ruedas, no podía evitar pensar en la ironía. En esa misma habitación, 11 años atrás,
había bailado por última vez con mi prometido, Mike. Esa noche yo era la mujer más feliz
del mundo. No había forma de imaginar que en 36 horas mi vida estaría al revés. Nunca
volvería a ser igual. Esperando que anunciaran mi nombre para aceptar el premio de
Goodwill Industries Walter Knott Service para la Superación de Discapacidades, miré a mi
alrededor y reflexioné cuán diferente era mi vida ahora de lo que soñé esa noche hace
tanto tiempo.
A veces nuestras vidas dan giros que no elegimos, la mía lo hizo. Años antes, ese salón
de baile había sido decorado para el Baile de la Secundaria San Clemente. Yo era una
maestra de canto de 29 años. Nuestro programa de música vocal había crecido de tan
sólo 18 alumnos durante mi primer año a 150 unos años más tarde.
Siempre me habían apasionado las artes y era una bendición poder mezclar mi pasión
con mi carrera. Además, estaba a punto de casarme con mi mejor amigo, el amor de mi
vida. La boda sería en solo dos meses.
Ese sábado 15 de mayo de 1988, Mike tomó un vuelo a la ciudad por asuntos de
negocios y para ser mi acompañante al baile. Mike vivía en Denver, trabajando para
Lockheed Martin. Éramos chaperones del baile y yo estaba tan emocionada como las
chicas de secundaria. Como no había visto a Mike en cuatro semanas, me sentía
emocionada anticipando esa noche. Fuimos a cenar a Velvet Turtle, uno de nuestros
restaurantes preferidos.
Desde el inicio de la cena Mike me miraba de forma picaresca, metió su mano en su
bolsillo y me dio un anillo de compromiso; me lo colocó en el dedo y me quedó
perfectamente.
Cuando no estábamos ocupados con nuestras labores de chaperones, Mike y yo
bailábamos abrazados.
Bailar para mí era casi tan importante como cantar. Era como un cuento de hadas; una
noche romántica. Pero nunca más volvimos a bailar juntos.
Una gran caída
A la mañana siguiente, Mike regresó a Denver, yo fui a buscar los vestidos y regalos de
mis damas de honor. El musical de primavera era esa tarde y yo dirigí la orquesta ante un
auditorio repleto. La función estuvo maravillosa, el público entusiasmado y los actores y
músicos fenomenales, fue un día excepcional. Llegué a la casa, al condominio que
compartía con mi amiga Dorothy y su hija alrededor de las 19hs. Después de la cena
trabajé planificando algunas clases y me acosté a las 23hs. Me desperté de un sueño
profundo, al ponerme en pie sentí que estaba en el aire, a punto de caer, pensé: “¿Qué
está sucediendo?” De inmediato me percaté de que me estaba cayendo de la cama, que
daría vueltas y caería de cabeza. ¡Pum! De repente, mis pies estaban en el armario y mi
cabeza en el suelo tal y como lo anticipé.
Todavía medio dormida, no se me ocurrió preguntarme por qué me había levantado de la
cama tan adormilada o si estaba en realidad lastimada. Lo único que tenía en mente era
querer volver a la cama. Mientras me arrastraba sobre el hombro izquierdo con la
intención de levantarme mi nuca hizo… ¡Crack!... “¡Oh, no!” Un dolor me acalambró.
Ahora quise arrastrarme sobre mi hombro derecho para levantarme, pero mi nuca volvió a
hacer… ¡Crack!... “¿Qué paso?’’, pensé. Nuevamente un dolor intenso me volvió a tirar al
suelo. Entendí que necesitaba ayuda para levantarme. El dormitorio de mi compañera
estaba en el segundo piso, así que sabía que tendría gritar para despertarla. Respirando
profundamente grité: “¡¡¡Dorothy!!!” Pero solo fue un susurro. “Vamos”, pensé. “¡Eres
cantante, enseñas respiración!” Así que volví a respirar hondo e intenté de nuevo:
“¡¡¡Dorothy!!!”
Nada mejoró.
Casi al mismo tiempo en que estaba cayéndome, Dorothy se despertó. Se sentó en su
cama rápidamente sin tener motivo alguno. Ella creyó oír una voz. Al bajarse de la cama
caminó hacia las gradas para ver si era yo¿ quien hablaba por teléfono. Escuché la voz
de Dorothy llamándome: “Renee…”, sus pasos en las gradas y luego su mano sobre la
manija de la puerta. Cuando ella abrió di un suspiro de alivio. Viendo que estaba acostada
en el suelo, preguntó: “¿Por qué estas acostada en el suelo? ¡Son las dos de la mañana!”
“No lo sé”, susurré. “Mi nuca está matándome. No sé qué fue lo que hice. No me puedo
levantar. Ve a llamar a los paramédicos”.
Dorothy me miró por un momento, fue por el teléfono y marcó el 911. De repente, sentí la
sensación más rara sobre mi cuerpo. La única manera de describirla sería como una ola,
quizá una ola de silencio que iniciaba desde mi nuca… “Whooossshhh”, una ola de
calambres que lentamente bajaba desde mi nuca hasta mis pies.
“¿Qué será eso?” Pensé. “¡No puedo estar paralizada! ¡Todo lo que hice fue intentar
volver a la cama! ¡No puede ser!”
Aunque se me cruzó el pensamiento, no podía creer que estuviera paralizada. Al pensar
en ese momento creo firmemente que esa ola que sentí fue el inicio de la parálisis porque
nunca más me volví a mover.
Hasta este día, no sabemos qué fue lo que me impulsó a levantarme de la cama esa
media noche. Quizá soñé que estaba tirándome de clavado en una piscina. Una mujer
que escuchó mi historia durante un concierto en Wisconsin, me comentó que hace
algunos años algo similar le sucedió a una amiga, investigando la causa llegaron hasta un
químico: el metacrilato de metilo. Éste se usaba para las uñas acrílicas en los ochenta. En
algunos casos, el químico entraba por la cutícula hasta la sangre causando alucinaciones.
La semana antes de mi accidente me habían puesto uñas acrílicas por primera vez en mi
vida. Desafortunadamente conocí a esta mujer 15 años después de mi lesión y para ese
momento el químico ya no estaba en mi sistema. Muy dentro de mi corazón creo que ese
químico fue lo que causó mi parálisis.
Negación inicial
Después de que el Dr. Palmer, el neurocirujano, me diera la noticia tan repugnante de que
no volvería a caminar, me dijo: “Dejaré que tu familia entre ahora”. Él se fue y me quedé
sola por unos minutos tratando de asimilar lo que había escuchado. Dicho en otras
palabras, no le creí. Estaba en total negación. Fue como si una niebla estuviera sobre mí
y todo era inconcebible, imposible. ¿Cómo es que estuve bailando con Mike hace dos
noches y ahora estaba paralizada para siempre? No tenía sentido.
Papá y mamá entraron a verme primero. Cuando percibí la profundidad de su tristeza y la
seriedad en sus rostros, era lógico notar que habían creído lo que les dijo el Dr. Palmer.
No podían reunir fuerzas para alegrarme o asegurarme de que todo estaría bien. Mamá
me tocó y me preguntó cómo me sentía. Fue bien incómodo.
Mis hermanas y mi hermano tenían la misma expresión de desastre.
El papá de Mike lo llamó e inmediatamente tomó un vuelo a casa. Cuando entró a la sala
de cuidados intensivos, caminó hacia mí, puso su mejilla contra la mía y dijo: “Hola, amor.
Estoy aquí”. Miré su amplia sonrisa.
Traté de sonreírle y susurré: “Bueno, la buena noticia es que ahora obtendremos los
mejores estacionamientos”.
¡Mike se rió a carcajadas! Más tarde me dijo que a partir de ese momento supo que
estaríamos bien porque aunque mi cuerpo estaba quebrado, mi personalidad y mi humor
estaban intactos.
Después de pasar casi dos semanas completamente boca abajo, era hora de la silla
cardíaca. Una enfermera y una fisioterapeuta me pasaban a la silla cardíaca, en posición
plana, como una camilla. Me sentía como una muñeca de trapo, dejando que me
movieran de izquierda a derecha o hacia el frente en un abrir y cerrar de ojos.
Tenían que amarrarme al pecho, a la cintura o a las piernas para que yo no me cayera.
Odiaba moverme porque cualquier movimiento ocasionaba que el dolor de mi nuca
volviera de nuevo.
Me maniobraban a unos 45 grados de ángulo y luego nos sentábamos a esperar a ver si
mi presión sanguínea se ajustaba a la nueva posición. Si eso funcionaba, bajaban mis
piernas y mis pies a unos 45 grados, y de nuevo, me sentaba a esperar. Cuando elevaban
mi cabeza y bajaban mis pies, la sangre solía bajar en mis piernas porque mi cuerpo no
era lo suficientemente fuerte como para bombearla de nuevo. Cuando eso sucedía
normalmente me desmayaba o vomitaba, así que al primer síntoma de incomodidad me
llevaban de nuevo a la posición boca abajo para iniciar de nuevo. Era increíblemente
desalentador ver lo difícil que era lograr que me sentaran, algo que la gente hace sin
pensar.
Empezar a trabajar
Estuve cinco meses en el Hospital Memorial de Long Beach para una larga terapia física.
Un día normal se iniciaba con el desayuno a las 8:00, seguido de la preparación de
vestirme y estar en mi silla de ruedas a las 9:00, lo cual no era fácil de lograr. Salía por el
pasillo en mi silla de ruedas hasta el gimnasio de terapia física.
Considerando el estado en el que me encontraba, en realidad necesitaba a alguien que
me hiciera reír, y mi fisioterapeuta lo hacía. Pero también me hacía trabajar. En un
ejercicio él ponía mis pies sobre el piso y luego me sostenía en posición sentada, ponía
sus brazos detrás de mí y me colocaba como si yo fuera un marco para que aprendiera a
mantener el equilibrio. Era raro sentarme y sentir toda mi parte trasera adormecida, y
alzar mis brazos cuando los sentía dormidos. También tenía que buscar el centro de mi
cabeza. La cabeza es pesada, y si mi cabeza estaba de lado, me caía. El único lugar en
mi torso donde tenía movimiento eran mis hombros, así que hacía miles y miles de
movimientos con mis hombros con la fisioterapeuta aplicando resistencia.
Luego pasaba a la terapia ocupacional. Había un artefacto que colocaban sobre mi
cabeza y que tenía hilos que bajaban y se ajustaban a canales en ambos lados. Ponían
mis brazos en los canales, tratando de entrenar los músculos de mis hombros para que
dirigieran mis brazos. Yo encogía los hombros para hacer que mis brazos se movieran,
pero mis esfuerzos fracasaban y perdía el control. El terapeuta amarraba una tableta para
escribir sobre mi muñeca, insertaba un lápiz y ponía un papel delante de mí. “Ahora
Renee, solo mira si puedes hacer cualquier marca, una línea o un garabato, solo lleva el
lápiz hasta el papel”. Fue una confirmación de la realidad. No tenía control. Ni un músculo
me permitía agarrar el lápiz y no podía crear suficiente presión para realizar una marca.
Lágrimas me rodaban de los ojos. “No puedo escribir. ¡Ni siquiera puedo escribir mi
nombre!” Pero después de unos minutos de tristeza, me sacudía y le decía a la terapeuta:
“Muy bien, sigamos. ¡Sólo sigamos!”.
Las terapias físicas y ocupacionales eran mi estilo de vida. Hacía terapia cinco días a la
semana y los fines de semana eran libres. Odiaba los fines de semana porque sentía que
perdíamos el tiempo. En realidad los fines de semana me daban miedo porque no estaba
progresando. Quería trabajar los siete días de la semana porque cada día que trabajara
significaba que estaba más cerca de caminar y de regresar a una vida normal. Durante
esos meses tuve una compañera de cuarto que a veces se rehusaba ir a la terapia. Yo no
podía entender. Después de todo, estar acostada en la cama no mejoraba la situación.
Luego me di cuenta de que ella no podía imaginarse viviendo una vida tan
dramáticamente diferente y difícil. Para ella, la montaña parecía estar demasiado
empinada para escalar. En el primer año, los pasos hacia adelante parecen ser tan, pero
tan pequeños, que el paciente siente que nunca llegará a la cima. ¿Así que para qué
intentarlo?
Recuerdo a una amiga que me visitó en el hospital casi al final del día. Yo estaba afuera,
en el patio del hospital respirando aire fresco luego de haber terminado una terapia.
Cuando me vio afuera sentada, exclamó: “¡Increíble!
¡Qué bueno que estás afuera!” Al oírla todo lo que pude pensar fue: “¡Oh! ¡Qué gran cosa!
¡Estoy afuera!” Nunca me emocioné por los pasitos de bebé como lo hacían mis familiares
y amigos. Más tarde, reconocí lo importante que eran esos pequeños logros, aunque en
ese momento parecían insignificantes.
¿Quién soy yo?
La otra gran preocupación que tenía era mi sentido de identidad. Pensaba sobre mí
misma: “¿Quién soy yo?
Antes sabía quién era, cuando andaba corriendo, ¿pero ahora?” Un día me llevaban de
terapia hacia mi habitación y vi un espejo. “¡Alto!” Le dije al enfermero. “¿Me puedes
poner frente al espejo?” Era la primera vez que me veía desde el accidente. Tenía un
artefacto como aureola. El metal sostenía mi cabeza y mi pecho de manera que mi nuca
quedara perfectamente quieta para que pudiese sanar. Me miré en el espejo e hice
muecas. “Esos son mis ojos. Esa es mi nariz. He perdido peso. Me gusta, se ve bien. ¡Oh,
mi pelo! Odio la manera en que me lo han peinado. ¿De manera que esto es lo que ven
mis visitas cuando vienen? Tienen que ver más allá de todo este metal”. Me sonreí a mí
misma frente al espejo, me estudié, me analicé. “Muy bien, sigo siendo yo”. Luego le dije
al enfermero: “Estoy lista. Vamos”. Escurioso, a veces es bueno detenernos, tomarnos el
tiempo y considerar no sólo lo que ha cambiado, sino lo que sigue estable. Cuando la vida
parece desmoronarse, puede ser estimulante reconocer que no todo está perdido.
Libertad de la prisión
El día que dejé el hospital fue uno de los más tristes de nuestra vida. Mike y yo habíamos
pensado, esperado y deseado, que yo saldría caminando del hospital. En vez de eso, salí
rodando en mi veloz silla de ruedas. Ya no podía seguir negándolo, esta era la realidad.
Yo sabía que sólo con un milagro volvería a caminar. Entendí que sería siempre
dependiente de alguien más para que cuidase de mis necesidades. Nunca manejaría un
auto, montaría a caballo, cantaría o enseñaría de nuevo. Con la mano de Mike sobre mi
hombro, lloré todo el camino a casa.
Temor. ¿Realmente estábamos listos para esto? ¿Podríamos realmente lograrlo? El
hospital había sido seguro.
No divertido, seguro. Yo sabía cuál era mi itinerario diario y tenía profesionales
entrenados atentos a mis necesidades, era trabajo de ellos anticipar los problemas y
prevenirlos. Si había una emergencia, sabía que en segundos estaría rodeada de
personal del hospital que sabrían qué hacer. Además, en el hospital no tenía que
enfrentar al mundo “normal”. Durante ese primer año, no podían dejarme sola. Tenían que
colocarme y sacarme de la cama físicamente. Tenían que bañarme y cambiarme. Mis
dientes tenían que ser cepillados y mi pelo desenredado. Alguien tenía que prepararme la
comida y ayudarme a comer. Si necesitaba algo, alguien me lo traía. No podía ir a ningún
lado a menos que alguien me llevase y tenía fisioterapia tres veces por semana. ¡Era
como si cuidaran a una bebé de 30 años! Era una obligación y una consumidora de
tiempo. Aunque mi familia¿ quería estar ahí para mí, tenían vidas, familias y trabajos
propios.
Y ahora ¿qué?
En los lugares donde había caminado y corrido, ahora tenía que rodar, y mientras lo
hacía, naturalmente, la gente me miraba. Sentía que estaba en una vitrina. Era una
rareza, ya no era parte del panorama normal. Algunos observadores bien intencionados
me observaban con esa mirada de “¡Pobrecita!”, la cual detestaba. Sin embargo, la
mayoría de los adultos generalmente me miraban y luego mudaban la vista hacia otro
lado. Los niñosno lo hacían. A ellos verdaderamente les intrigaba la mujer con el horrible
artefacto y se preguntaban cómo funcionaba. Yo no me sentía muy cómoda conmigo
misma, pero trataba de hacer que los demás se sintieran bien al responder sus preguntas
y demostrar lo que podía hacer con mi arnés.
Como resultado, me pasaba casi todo el tiempo en el condominio. Ocasionalmente
salíamos a comer o al centro comercial. En esos viajes me sentía muy cohibida, de modo
que solo miraba hacia el frente. No quería ver las miradas de otros mientras pasaba. Me
fascinaba cuando mi hermana traía a Brent, su lindo hijo de tres añitos. Siempre me
gustaba cuando se subía sobre mis piernas. Sentía como que su cuerpo me protegía y
era maravilloso notar que la gente lo miraba a él en vez de a mí.
Nuevas emociones comenzaron a formar parte de mi personalidad. Por ejemplo, un
sábado, no mucho después de llegar a casa, Mike me llevó a dar una vuelta en su
pequeño Acura Legend rojo. “Mike”, le dije. “No he comido helado en mucho tiempo.
¿Podemos parar en Baskin Robbins?”
“¡Seguro!” De manera que se estacionó frente a la heladería de “31 Sabores”.
Obviamente, no valía la pena meterme a la silla sólo por un pequeño viaje a la tienda de
helados. “Ya regreso”, me dijo, y desapareció.
Esta era la primera vez desde el accidente que me dejaban sola en el auto en un lugar
público. De repente, mi imaginación comenzó a volar. Viendo lo indefensa que estaba
empecé a imaginarme todo tipo de agresiones hacia mi persona. “¿Y si algún hombre
trata de abrir la puerta del auto y secuestrarme o asaltarme? ¿O, qué si alguien entra al
auto y se lleva el auto conmigo adentro? ¿Qué sucedería si alguien sólo introduce la
mano, me empuja del auto, me tira al pavimento y se roba el auto?” Cada persona que
pasaba se convertía en un agresor potencial. Repentinamente, tomé conciencia de mi
completa vulnerabilidad y me sumergí en un pánico descontrolado. Para el momento en
que Mike regresó, yo estaba temblando y mis ojos llenos de temor. Su fuerte abrazo y
palabras de consuelo calmaron mi corazón, haciéndome sentir segura otra vez.
Efectos de la dependencia
Creo que lo más difícil de ser cuadripléjico es depender de otros para las actividades
cotidianas. Si yo tenía alguna negación acerca de mi parálisis, recibir ayuda de algún
asistente para mis necesidades básicas, como bañarme, vestirme y comer, me obligaron
a enfrentar la realidad. Esto provocaba varias sensaciones:
Me sentía desvalorizada. Completamente indigna de ser la esposa de Mike. ¿Qué podría
hacer por él?
¿Cómo podría ir de compras y prepararle la cena? ¿Cómo podría darle hijos? ¿Cómo
podría demostrarle mi amor? ¿Cómo podría criar a un niño? Ya que no podría regresarle
el amor de forma tangible, me sentía indigna de su amor. No sólo me sentía así respecto
a Mike, sino también con mis padres y mis hermanos. Yo sabía que Mike había tomado la
decisión de quedarse a mi lado, tenía miedo de enfrentar a mis suegros por lo difícil que
se había convertido nuestra vida. Sentía que era una carga para ellos, mis padres,
hermanos, vecinos y amigos. Al final me sentía indigna del amor de alguien. Después de
todo, si siempre eres quien recibe en la relación y nunca das, te sientes indigno de su
amistad.
Vergüenza. Era humillante tener que dejar que alguien me viera desnuda, sentada en una
silla de baño.
Una de mis alumnas de secundaria se convirtió en mi asistente los fines de semana.
Imaginen lo vergonzoso que era tener que dejar que me viera desnuda y que lavara mis
partes íntimas.
Humillación. Yo ya no tenía control de mi propio cuerpo. Un día sentada en la mesa de la
cocina con mi ahijada, Marne Andersen, empecé a sentir un olor fuerte, penetrante. Traté
de ignorarlo por un momento, pero era demasiado obvio para pasarlo por alto.
Discretamente moví un poco mi silla de ruedas para ver si tenía un problema intestinal.
Para mi horror, había un pequeño charquito café debajo de mi silla.
Tuve un problema de contención. Nadie más estaba ahí más que mí ahijada adolescente.
Humildemente le conté mi situación y acortamos nuestro tiempo para llamar a mi hermana
para que nos auxiliara.
Frustración. Depender totalmente de los demás es extenuante. Desde tratar de elegir una
blusa que te gustaría usar, qué libro prefieres de los 200 que están en el librero, qué
documento fiscal buscas, hasta encontrar las palabras adecuadas para transmitir lo que
piensas. ¡Todo es un desafío! Muchas veces, la persona con una discapacidad parece
que está frustrada porque quien la cuida (o su cónyuge) no puede hacer lo adecuado,
cuando en realidad, están irritados por su incapacidad de explicar su necesidad.
Otro ejemplo es llegar hasta el estacionamiento para notar que alguien se ha estacionado
sobre las líneas, reduciendo el espacio de la rampa para personas con alguna
discapacidad, lo cual hace imposible entrar a tu vehículo, requiriendo que la persona en
silla de ruedas tenga que esperar, ¡a veces por horas!, hasta que el conductor regrese.
También, previo a mi accidente, nunca me percaté del privilegio que es conducir un auto
sin nadie al lado. El tiempo que se usa para pensar mientras conduces, digamos en las
reuniones a las que asistirás, las compras del supermercado que efectuarás, las palabras
que dirás a un amigo enfermo, todo lo daba por sentado. Cuando uno depende de otros
para transportarse, es difícil decirle a quien conduce: “Por favor deje de hablar para que
yo pueda concentrarme”. Algunos dirían: “¡Pero sólo díselo!” Pero en realidad es difícil de
hacer.
Enojo. La frustración se puede multiplicar mil veces. Un joven con una discapacidad
puede sentir el enojo de no poder participar en la escuela o en las actividades deportivas
como lo hacen otros jóvenes.
Tener resentimientos hacia un hermano que puede ir a la playa con sus amigos o montar
bicicleta en el parque. De adulto, me sentía molesta por el hecho de que tenía que tener a
mi madre cerca para ayudarme.
Después de todo, era un adulto. No era mi madre la que me enfadaba, sino lo que ella
simbolizaba.
No quería necesitar a mi madre a los 30, 40 ó 50 años de edad. Cuando ella venía a
ayudarme con la cena o con la ropa sucia, me enfadaba porque su presencia era un
recordatorio de mi dependencia y la realidad de que no había podido experimentar la
transición natural de un niño a un adulto. Trataba mucho de no mostrar mi enojo. A veces
lo lograba, y en otras ocasiones fracasaba de forma miserable.
Tensión financiera
Más allá de los ajustes de actitud, el costo de la parálisis es substancial e interminable.
Uno se ve obligado a preguntarse de dónde saldrá el dinero para pagar a quienes
contrates para cuidarte. Si la persona con una discapacidad es un candidato para recibir
dinero del estado, recibirá un asistente diferente de forma cotidiana. Es extremadamente
difícil tener a alguien nuevo cada día cuando necesitas explicar cómo debe ser el cuidado
de trasladarme de la cama hasta la silla de ruedas o cómo prefiero usar mi cabello. O
hasta explicar en dónde se encuentran las bolsas de basura.
A menudo la persona con una discapacidad no recibe ayuda del estado. Por ejemplo, si
uno tiene un trabajo de medio tiempo, los empleadores probablemente no pagarán lo
suficiente como para recibir los beneficios del estado. Una pregunta recurrente es:
“¿Cuánto voy a pagar para salir de la cama?” El salario de mi esposo paga la hipoteca, la
comida, la ropa y los servicios públicos. ¿Dónde vamos a conseguir $40 mil extras al año
para el cuidado asistencial? ¿Qué sucedería si fuera soltera y no pudiera trabajar?
En mi caso, mi pastor vino y me ofreció el trabajo de directora coral de jóvenes de nuestra
iglesia. Yo tomé el trabajo, con el entendimiento de que tendría padres voluntarios para
ayudar a pasar las partituras, darle vuelta a mis páginas y otras tareas simples. El salario,
sin embargo, no eran $40 mil. Trabajar con los niños y proyectar mi voz hasta la última fila
ayudó a fortalecer mi voz para cantar. Cuatro años después de mi lesión, de una
tremenda cantidad de oración y del consistente uso de mi voz, la había recuperado. Feliz
de oír que estaba cantando de nuevo, un maravilloso hombre de nuestra iglesia sugirió
que grabase unas canciones que me dieron fuerza y esperanza en el Señor. Nunca soñé
que las grabaciones saldrían de los muros de nuestra iglesia, pero ahora, años después,
miles de copias se han vendido. ¡Esas ganancias pagan el cuidado que necesito! Parte de
mi sanidad emocional ha venido del hecho de que aunque no puedo caminar, mi voz para
cantar ha sido restaurada y puedo ayudar a otros en sus momentos de dificultad.
Lamentaciones 3:22-23 dice: “El gran amor del Señor nunca se acaba, y su compasión
jamás se agota. Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡muy grande es su fidelidad!”.
La discapacidad y Dios
¿Cómo se logra recuperar la salud mental e integral después de que tu mundo cambió?
Decide qué tipo de persona quieres ser, positiva o negativa, buscando el bien o haciendo
el mal. Invita a las personas en tu vida a que te ayuden, haz a un lado tu orgullo o tu
perfeccionismo y permite que otros hagan las cosas por ti, como conducirte a tus citas y
ayudarte en tu hogar. Sé generoso. Ofrécete para ayudar a alguien que esté pasando por
un momento difícil, esto quita el enfoque de nosotros mismos y nos da la satisfacción de
servir a otros. Y lo más importante, entras en comunión con Cristo, aceptando la paz,
gracia y fuerza que vienen de someter todas las áreas de nuestras vidas a Él. Cuando la
tentación de sumergirse en la depresión viene, detente y recuerda; decide, invita; sé
generoso y entra en comunión con nuestro Señor, el gran consolador y sanador.
Sentirme desvalorizada, avergonzada, humillada, frustrada y enojada: todas son
emociones dolorosas, pero a través de mi silla de ruedas he aprendido que debo confiar
en Dios para mi provisión y para mi paz. Después de años de rendición diaria, estoy
confiada que Aquél que inició la buena obra en mí, será fiel en completarla
(Filipenses 1:6). Aunque no estoy bien físicamente, el Señor continuará utilizando mi
discapacidad, mis lágrimas y mi todo, para traerme más cerca de Él y para servir a otros.

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