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8 Tocqueville - La Democracia en America (30p)
8 Tocqueville - La Democracia en America (30p)
LA DEMOCRACIA EN
AMERICA
LA COMUNA
Las trece colonias que sacudieron simultáneamente el yugo de Inglaterra a fines del
siglo último tenían, como ya he dicho, la misma religión, el mismo idioma, las mismas
costumbres, y casi las mismas leyes; luchaban contra un enemigo común; debían, pues,
tener poderosas razones para unirse íntimamente las unas a las otras, y absorberse en
una misma y sola nación.
Pero cada una de ellas, habiendo tenido siempre una existencia aparte y un gobierno a
su disposición se había creado intereses y usos particulares, y rechazaba una unión
sólida y completa que hubiera hecho desaparecer su importancia individual en una
importancia común. De ahí dos tendencias opuestas; la una que impedía a los anglo-
americanos unirse, la otra que les movía a dividirse.
Mientras duró la guerra con la madre patria, la necesidad hizo prevalecer el principio de
la unión. Y aunque las leyes que constituían está unión fuesen defectuosas, el lazo
común subsistió a despecho de ellas.
Pero desde que se firmó la paz los vicios de la legislación se pusieron de manifiesto; el
estado pareció disolverse de repente. Cada colonia, convertida en república
independiente, se apoderó de toda la soberanía. El gobierno federal, a quien su
constitución misma condenaba a la debilidad, y a quien el sentimiento del peligro
público no sostenía ya, vio su pabellón abandonado a los ultrajes de los grandes pueblos
de Europa, mientras que no podía encontrar recursos bastantes para resistir a las
naciones indias y pagar el interés de las deudas contraídas durante la guerra de la
independencia. Próximo a su ruina, declaró él mismo oficialmente su impotencia
apelando de ella al poder constituyente.
Cuando se llegó a conocer la insuficiencia de la primera constitución federal, la
efervescencia de las pasiones políticas que había hecho nacer la revolución, estaba en
parte calmada, y todos los grandes hombres que ella había producido existían aún; lo
cual fue una doble felicidad para la América. La asamblea poco numerosa que se
encargó de redactar la segunda constitución contenía en su seno los más bellos talentos
y los más nobles caracteres que hasta entonces habían aparecido en el Nuevo Mundo.
Jorge Washington la presidió.
Desde luego debió presentarse una dificultad al espíritu de los americanos. Tratábase de
dividir la soberanía de tal suerte que los diferentes estados que formaban la Unión
continuaran gobernándose por sí mismos en todo lo que no se refiriese más que a su
prosperidad interior, sin que la nación entera, representada por la Unión, dejase de
formar un cuerpo y de proveer a todas sus necesidades generales. Cuestión compleja y
difícil de resolver.
Era imposible fijar anticipadamente de una manera exacta y completa la parte de poder
que debía corresponder a cada uno de los dos gobiernos, entre los que la soberanía iba a
repartirse. ¿Quién podría prever con tiempo todos los detalles de la vida de un pueblo?.
Los deberes y los derechos del gobierno federal eran simples y bastantes fáciles de
definir, porque la unión se había formado con el fin de responder a algunas grandes
necesidades generales. Los deberes y los derechos del gobierno de los Estados eran, por
el contrario, múltiples y complicados, porque este gobierno penetraba en todos los
detalles de la vida social.
Definiéronse, pues, con cuidado las atribuciones del gobierno federal, y se declaró que
todo lo que no estaba comprendido en la definición era de las atribuciones de los
Estados. Así el gobierno de los Estados quedó como derecho común; el gobierno
federal fue la excepción.
Pero como se preveía que en la práctica podrían suscitarse algunas cuestiones
relativamente a los límites exactos de este gobierno excepcional, y que hubiera sido
peligroso abandonar la solución de estas cuestiones a los tribunales ordinarios
instituidos en los diferentes estados, por estos mismos estados se creó un alto tribunal
federal, único, siendo una de sus atribuciones mantener entre los dos gobierno rivales la
división de los poderes tal cual la había establecido la Constitución.
Atribuciones del gobierno federal.
Los pueblos no son otra cosa entre sí que individuos. Para presentarse con ventaja frente
a frente de los extranjeros, es para lo que, sobre todo, necesitan un gobierno único.
A la Unión se le concedió, pues, el derecho exclusivo de hacer la paz y la guerra,
de concluir los tratados de comercio, de armar ejércitos, de equipar flotas, etcétera.
La necesidad de un gobierno nacional no se hace sentir tan imperiosamente en la
dirección de los negocios interiores de la sociedad.
Sin embargo, hay ciertos intereses generales, a los que sólo una autoridad
general puede promover útilmente.
Abandonóse a la Unión el derecho de arreglar todo lo relativo al valor del
dinero; se le encargó el servicio postal, y se le concedió el derecho de abrir las grandes
comunicaciones que debían unir los diversos puntos del territorio.
En general, el gobierno de los diferentes Estados se consideró como libre en su
esfera; no obstante, podía abusar de esta independencia, y comprometer con
imprudentes medidas, la seguridad de la Unión entera; para estos casos raros y definidos
anteriormente, se permite al gobierno federal intervenir en los negocios interiores de los
estados.
Así es que, reconociendo a cada una de las repúblicas confederadas el poder de
modificar y de cambiar su legislación, se le prohibe, no obstante, hacer leyes
retroactivas, y en su seno crear un cuerpo de nobles.
En fin, como se necesitaba que el gobierno federal pudiese cumplir las obligaciones que
le habían impuesto, se le concedió el derecho ilimitado de crear impuestos.
Cuando se examina detenidamente la división de poderes tal cual la constitución federal
la ha establecido; cuando, por una parte se observa la porción de soberanía que se han
reservado los estados particulares, y por otra, la parte de poder que la Unión ha tomado,
se descubre fácilmente que los legisladores federales se habían formado ideas muy
claras y muy exactas de lo que anteriormente he llamado centralización gubernamental.
Los Estados Unidos no sólo forman una república, sino también una confederación. Sin
embargo, la autoridad nacional está allí bajo ciertos aspectos más centralizada que lo
que lo estaba en la misma época en muchas de las monarquías absolutas de Europa.
EL PODER JUDICIAL
Puesto elevado que ocupa el tribunal supremo entre los grandes poderes del Estado.
El tribunal supremo está colocado más alto que ningún tribunal conocido, ya por la
naturaleza de sus derechos, ya por la especie de sus justiciables.
En todas las naciones ilustradas de Europa, el gobierno han demostrado siempre una
gran repugnancia a dejar a la justicia ordinaria resolver cuestiones que le interesaban a
él mismo. Está repugnancia es naturalmente más grande cuando el gobierno es más
absoluto. Al contrario, a medida que la libertad aumenta, el círculo de las atribuciones
de los tribunales va siempre ensanchándose; pero ninguna de las naciones europeas ha
creído que toda cuestión judicial, cualquiera que fuese su origen, pudiera ser
abandonada a los jueces del derecho común.
En América se ha puesto en práctica esta teoría. El tribunal supremo de los Estados
Unidos es el único y exclusivo tribuna de la nación.
El está encargado de la interpretación de las leyes y de la de los tratados; las cuestiones
relativas al comercio marítimo, y en general todas las que se refieren al derecho de
gentes, son de su exclusiva competencia.
También se puede decir que sus atribuciones son casi políticas enteramente, aunque su
constitución sea enteramente judicial. Su único fin es hacer ejecutar las leyes de la
Unión y la Unión no arregla sino las relaciones del gobierno con los gobernados, y de la
nación con los extranjeros; las relaciones de los ciudadanos entre sí, están casi todas
regidas por la soberanía de los estados.
A esta primera causa de importancia, es necesario añadir otra más grande aún. En las
naciones de Europa, los tribunales no tiene sino particulares como justiciables; pero se
puede decir que el tribunal supremo de los Estados Unidos hace comparecer soberanos a
su barra. Cuando el ujier, adelantándose hacia las gradas del tribunal pronuncia estas
pocas palabra: “El Estado de Nueva York contra el del Ohio”, se comprende fácilmente
que no es aquél el recinto de un tribunal de justicia ordinaria. Y cuando se piense que
no de estos litigante representa a un millón de hombres, y el otro a dos, se admira uno
de la responsabilidad que pesa sobre los siete jueces, cuyo fallo va a satisfacer o a
entristecer a un número tan considerable de sus conciudadanos.
En la mano de los siete jueces federales descansa incesantemente la paz, la prosperidad,
la existencia misma de la Unión. Sin ellos, la constitución es una obra muerta; a ellos es
a quienes apela el poder ejecutivo para resistir a las usurpaciones del cuerpo legislativo;
la legislatura, para defenderse de las empresas del poder ejecutivo; la Unión para
hacerse obedecer de los Estados; los Estados para rechazar las pretensiones exageradas
de la Unión; el interés público contra el privado; el espíritu de conservación contra la
instabilidad democrática. Su poder es inmenso, pero es un poder de opinión. Son
omnipotentes en tanto que el pueblo quiere obedecer a la ley; no pueden nada cuando la
desprecia. Y el poder de opinión es el de más difícil uso, porque es imposible decir
exactamente dónde están sus límites. Muchas veces es tan peligroso quedar dentro de
ellos, como traspasarlos.
Los jueces federales no deben, pues, ser solamente buenos ciudadanos, hombres
instruidos y probos, cualidades necesarias a todo magistrado, sino también ser hombres
de Estado; es necesario que sepan distinguir el espíritu de su tiempo, hacer frente a los
obstáculos que se pueden vencer, separarse de la corriente cuando las olas amenazan
arrastrar consigo la soberanía de la Unión y la obediencia debida a sus leyes.
El presidente puede engañarse, sin que el Estado padezca; porque el presidente tiene su
poder limitado. El Congreso puede errar sin que la Unión perezca, porque sobre el
congreso reside un cuerpo electoral que puede modificar su espíritu cambiando sus
miembros.
Pero si el tribunal Supremo llegara a componerse en algún tiempo de hombres
imprudentes o corrompidos, la confederación tendría que temer la anarquía o la guerra
civil...
LIMITE DE LA SOBERANIA
La principal y más viva pasión que engendra la igualdad de condiciones sociales, como
resulta evidente, es el amor a esa misma igualdad. No extrañará, a nadie, pues, que trate
de ella antes que de las otras.
Todo el mundo ha observado que, en nuestros tiempos, y especialmente en Francia, esa
pasión por la igualdad ocupa cada vez un lugar más importante en el corazón humano.
Se ha repetido hasta la sociedad que nuestros contemporáneos experimentan un amor
mucha más ardiente y tenaz por la igualdad que por la libertad; pero en mi opinión
todavía no se han investigado suficientemente las causas de este hecho. Intentaré
hacerlo ahora.
Imaginemos un extremo en el que la libertad y la igualdad se abracen y confundan.
Supongamos que todos los ciudadanos intervengan en el gobierno y que cada uno tenga
el mismo derecho de participar.
No diferenciándose ninguno de sus semejante, nadie podrá ejercer un poder tiránico.
Los hombres serán perfectamente libre por que serán enteramente iguales; y serán
perfectamente iguales porque enteramente libres. Este es el ideal que buscan realizar
los pueblos democráticos.
Tal es la forma más completa que puede adoptar la igualdad en la tierra; pero hay otras
muchas que, sin ser tan perfectas, no son menos apreciadas por esos pueblos.
La igualdad puede darse en la sociedad civil y no darse en el mundo político. Los
hombres pueden gozar de los derechos de entregarse a los mismos placeres, de ingresar
en las mismas profesiones, de reunirse en los mismos lugares: en una palabra, de vivir
de la misma manera y de perseguir la riqueza por los mismos medios, sin participar en
la igual medida en el gobierno.
Incluso puede establecerse una especie de igualdad en el mundo político aunque la
libertad política no exista. Cada individuo es igual a sus semejantes, excepto a uno que
es el amo de todos indistintamente, y que así mismo elige, entre el pueblo, los agentes
de su poder.
Sería fácil hacer otras muchas hipótesis donde se combinasen sin repelerse una gran
igualdad con instituciones más o menos libres, e incluso con instituciones que no lo
fueran en absoluto.
Aunque los hombres no puedan llegar a ser absolutamente iguales sin ser enteramente
libres y, en consecuencia, llevada al último grado, la igualdad se confunda con la
libertad, pueden distinguirse una de otra.
El amor que los hombres sienten por la libertad y el que experimentan por la igualdad
son, en efecto, dos cosas distintas; y me atrevo a añadir que, en los pueblos
democráticos, son dos cosas desiguales.
Si se pone atención, observaremos que en cada siglo se da un hecho singular y
predominante del que dependen todos los demás; este hecho casi siempre origina un
pensamiento fundamentándose una pasión principal que acaba por atraer y arrastrar en
su curso a todos los sentimientos e ideas. Es como el gran río hacia el que parecen
correr los arroyos de los alrededores.
La libertad se ha manifestado entre los hombres en épocas diversas y bajo formas
diferentes; no está ligada de manera exclusiva con un determinado estado social, ni se
encuentra sólo en las democracias. Por tanto, no puede constituir el carácter distintivo
de los tiempos democráticos.
El hecho particular y predominante que los singulariza es la igualdad de condiciones
sociales; la pasión principal que agita a los hombres en tales tiempos es la de esta
igualdad.
No preguntéis qué encanto especial hallan los hombres de las épocas democráticas en
vivir en la igualdad, ni las razones particulares que pueden tener para apegarse tan
obstinadamente a ella con preferencia a los otros bienes que la sociedad les brinda; la
igualdad constituye el carácter distintivo de la época en que viven, y ello basta para
explicar que la antepongan a todo lo demás.
Pero aparte de esta razón, hay otras muchas que en cualquier tiempo inducirán
normalmente a los hombres a preferir la igualdad a la libertad.
Si un pueblo tratase de desbaratar o incluso solamente reducir por sí mismo la igualdad
que reina en su seno, no lo conseguiría sino después de largos y laboriosos esfuerzos.
Sería preciso que modificara su estado social, derogara sus leyes, renovara sus ideas,
cambiara sus hábitos y alterara sus costumbres. Por el contrario, para perder la libertad
política basta con no tenerla; se escapa por sí sola.
Así pues, los hombres se aferran a la igualdad no solamente por que les gusta, sino
porque piensan que debe durar para siempre.
Que la libertad política puede comprometer con sus excesos la tranquilidad, el
patrimonio y aun la vida de los individuos, no hay hombre que no lo comprenda por
muy simple y frívolo que sea. En cambio, tan sólo los dotados de sagacidad y
perspicacia son capaces de percibir los peligros con que nos amenaza la igualdad; pero,
por lo común, evitan señalarlos. Saben que los males que recelan son remotos, y están
persuadidos de que no alcanzarán sino a las generaciones venideras, por las que no se
preocupa la presente. Los males que acarrea la libertad son a veces inmediatos;
cualquiera puede verlos, y todos, en mayor o menor grado, los sufren. Los males que es
capaz de producir una extrema igualdad se manifiestan poco a poco; se insinúan
gradualmente en el cuerpo social; sólo se hacen notar de tarde en tarde, y cuando se
agravan violentamente, ya la costumbre ha hecho que no se les sienta.
Los bienes que la libertad procura no se perciben sino a la larga, y no siempre es fácil
descubrir la causa que los origina.
Las ventajas de la igualdad se dejan sentir de inmediato, y puede verse como cada día
brotan de esa fuente.
La libertad política procura de vez en cuando sublimes placeres a cierto número de
ciudadanos.
La igualdad proporciona multitud de pequeños goces cotidianos a cada hombre. Sus
gracias se perciben en todo memento y quedan al alcance de todos, seducen a los
corazones más nobles, y las almas más vulgares encuentran en ella verdaderas delicias.
La pasión que engendra la igualdad será, pues, a la vez enérgica y general.
Los hombres pagan necesariamente con alguna renuncia el disfrute de la libertad
política y nunca la logran sin costosos esfuerzos. Pero los placeres de la igualdad se
ofrecen por sí solos. Los más mínimos pormenores de la vida privada parece
engendrarlos, y para regalarse con ellos no se requiere más que vivir.
Los pueblos democráticos aprecian en todo tiempo la igualdad, pero hay ciertas épocas
en que llevan al delirio la pasión que experimentan por ella. Así sucede cuando la
antigua jerarquía social, por largo tiempo amenazada, es derrocada por fin después de
una lucha civil y se derriban las barreras que separaban a los ciudadanos. Los hombres
se precipitan entonces sobre la igualdad como sobre una presa conquistada, y se aferran
a ella como a un bien precioso que se les pretendiera arrebatar. La pasión por la
igualdad penetra por todos lados en el corazón humano, se desarrolla en él, lo ocupa por
entero. No os molestéis en decir a los hombres que, al entregarse tan ciegamente a una
pasión exclusiva, comprometen sus más preciados intereses; no os escucharán. No
tratéis de hacerles ver que la libertad se les escapa mientras atienden a las otras cosas;
están ciegos, y no perciben en todo el universo más que un solo bien digno de ser
enviado.
Lo que precede puede decirse de todas las naciones democráticas. Lo que sigue sólo a
nosotros nos afecta.
En la mayor parte de las naciones modernas, y en particular en los pueblos del
continente europeo, el gusto y la idea de la libertad no nacieron ni se desarrollaron hasta
el momento en que las condiciones sociales comenzaron a igualarse, y como
consecuencia de esa misma nivelación. Los reyes absolutos son los que más han
trabado por nivelar las clases entre sus súbditos. En esos pueblos la igualdad precedió a
la libertad; la igualdad era, pues, un hecho ya antiguo cuando la libertad todavía
representaba una novedad; la primera ya había engendrado creencias, usos y leyes
propias, mientras que la segunda salía sola, y por primera vez, a la luz. Así la libertad
sólo se daba en las ideas y en los gustos cuando ya la igualdad había penetrado en los
hábitos, adueñado de las costumbres y otorgado un carácter particular hasta a los
menores actos de la vida. ¿Qué tiene, pues, de extraño, que los hombres de nuestros días
prefieran la una a la otra?
Creo que los pueblos democráticos tienden naturalmente a la libertad; entregados a sí
mismos, la buscan, la aprecian, y les duele grandemente que se les aparte de ella. Pero,
por la igualdad, sienten una pasión insaciable, ardiente, eterna, invencible; quieren
igualdad en libertad, y no pueden obtenerla así, la quieren incluso en esclavitud.
Soportarán la pobreza, la servidumbre, la barbarie, pero no soportarán a la aristocracia.
Es éste un hecho incontrovertible en todos los tiempos, pero especialmente en el
nuestro. Los hombres y los poderes que luchen contra esa fuerza irresistible, serán
derribados y destruidos por ella. En nuestros días, la libertad no puede implantarse sin
su apoyo, y el despotismo mismo precisará de ella para reinar.
Es sobre todo en el momento en que una sociedad democrática se forma sobre las ruinas
de una aristocracia, cuando más se acentúa ese aislamiento entre los hombres, y el
egoísmo que es su consecuencia.
Esas sociedades no sólo contienen gran número de ciudadanos independientes; hay
además una masa de hombres que, recién llegados a la independencia, se embriagan con
su nuevo poder, confían presuntuosamente en sus propias fuerzas y, convencidos de que
en adelante ya no tendrán que solicitar la ayuda de sus semejantes, muestran claramente
que no se ocupan sino de sí mismos.
Por lo común, una aristocracia no sucumbe sino después de prolongada lucha, durante la
cual surgen odios implacables entre las diferentes clases. Estas pasiones sobreviven a la
victoria y pueden rastrearse en la confusión democrática que le sucede.
Los ciudadanos que ocupaban puestos elevados en la jerarquía destruida no olvidan
fácilmente su antigua grandeza, y durante mucho tiempo se consideran asimismo como
extranjeros en el seno de la nueva sociedad. No ven, sino opresores en aquellos que se
han convertido en sus iguales, cuyo destino no puede excitar su simpatía; han perdido
de vista a sus antiguos iguales y ya no los sienten unidos a su suerte por un interés
común; cada cual se retira por su lado y se reduce a no ocuparse sino de sí mismo. Por
el contrario, aquellos en otro tiempo situados en lo más bajo de la escala social y hoy
elevados por una súbita revolución al nivel común, no gozan de la independencia recién
adquirida sino con una como secreta inquietud si se encuentran con algunos de sus
antiguos superiores, se apartan de ellos con miradas de triunfo y de temor.
Así pues, suele ser en los comienzos de las sociedades democráticas cuando los
ciudadanos muestran más tendencias al retraimiento.
La democracia lleva a los hombres a no juntarse con sus semejantes, pero las
revoluciones democráticas les inducen además a huir unos de otros, y perpetúan en el
seno de la igualdad los odios que engendrara la desigualdad.
La gran ventaja de los americanos radica en que llegaron a la democracia sin sufrir sus
revoluciones, y en que han nacido iguales sin necesidad de llegar a serlo.
No pretendo hablar de las asociaciones políticas con cuya ayuda los hombres tratan de
defenderse contra la acción despótica de una mayoría o contra los abusos del poder real.
Ya me ocupé en otro lugar de dicho asunto. Resulta evidente que si cada ciudadano, a
medida que se va haciendo individualmente más débil y, por consiguiente, más incapaz
de preservar por sí solo su libertad, no aprende el arte de unirse a sus semejantes para
defenderla, la tiranía crecerá necesariamente con la igualdad. Tratamos aquí las
asociaciones que se forman en la vida civil y cuya finalidad no tiene nada de política.
Las asociaciones políticas que existen en los Estados Unidos no constituyen más que un
elemento en el inmenso conjunto que presenta la totalidad de las asociaciones.
Los americanos de todas las edades, de todas las condiciones, de todas las mentalidades,
se unen constantemente. No sólo tienen asociaciones comerciales e industriales de las
que todos forman parte, sino de otras mil clases: religiosas, morales, serias, fútiles, muy
generales y muy particulares, inmensas y pequeñísimas. Los americanos se asocian
para dar fiestas, fundar seminarios construir albergues, edificar iglesias, distribuir libros,
misiones a las antípodas; de esta manera crean hospitales, prisiones y escuelas. En fin,
se asocian si se trata de revelar una verdad, o de desarrollar un sentimiento con la ayuda
de un gran ejemplo. Si en Francia veis al gobierno y en Inglaterra a un gran señor a la
cabeza de las nuevas empresas, contad con que en los Estados Unidos hallaréis una
asociación.
He conocido en América algunas clases de asociaciones de las que confieso que no tenía
la menor idea, y he admirado a menudo el infinito arte con que, los habitantes de los
Estados Unidos lograban proponer un fin común a los esfuerzos de un gran número de
hombres, que se encaminaban libremente hacia él.
He recorrido después Inglaterra, de donde los americanos han tomado algunas de sus
leyes y muchas de sus costumbres, y me ha parecido que allí aún no se hacía un uso tan
hábil y constante de la asociación.
Los ingleses realizan con frecuencia aisladamente grandes cosas, mientras que no hay
empresa, por pequeña que sea, para la que no se unan los americanos. Es evidente que
si los primeros consideran la asociación como un poderoso instrumento, los otros
parecen ver en él el único medio de acción.
Así, el país más democrático de la tierra es aquel en el que los hombres más han
perfeccionado el arte de perseguir conjuntamente el objeto de sus comunes deseos y han
aplicado al mayor número de objetos esa nueva ciencia. ¿Se trata de un hecho
accidental, o existe, en efecto, una relación forzosa entre las asociaciones y la igualdad?.
Siempre se encuentran en las sociedades aristocráticas, entre una multitud de individuos
que nada pueden por sí mismos, un pequeño número de ciudadanos poderosos y ricos,
cada uno de los cuales puede llevar a cabo grandes empresas por sí solo.
En las sociedades aristocráticas, los hombres no necesitan unirse para obrar, puesto que
se mantienen fuertemente ligados unos a otros.
Cada ciudadano rico y poderoso representa algo así como la cabeza de una asociación
permanente y forzosa, compuesta por todos aquellos que de él dependen, a quienes
compromete en la ejecución de sus designios.
Por el contrario, en los pueblos democráticos todos los ciudadanos son independientes y
faltos de poder, no tienen fuerza propia y ninguno de ellos puede exigir el concurso de
sus semejantes. Así pues, nada pueden si no aprenden a ayudarse mutuamente.
Si los hombres que viven en los países democráticos no tuvieran ni el derecho ni la
inclinación de unirse con fines políticos, su independencia correría graves riesgos, pero
podrían conservar por largo tiempo sus riquezas y sus capacidades; mientras que si no
adquiriesen la práctica de asociarse en la vida ordinaria, sería la civilización misma la
que se hallaría en peligro. Un pueblo en el que los individuos perdieran la posibilidad
de hacer aisladamente cosas grandes, sin adquirir la facultad de producirlas en común,
no tardaría en volver a la barbarie.
Desgraciadamente, el mismo estado social que tan necesarias hace las asociaciones en
los pueblos democráticos, las hace más difíciles que en ningún otro.
Cuando varios miembros de una aristocracia desean asociarse, lo consiguen fácilmente.
Como quiera que cada uno de ellos aporta una gran fuerza a la sociedad, el número
puede ser muy pequeño, y cuando los socios son pocos les resulte fácil conocerse,
comprenderse y establecer reglas fijas para su acción.
No se encuentra la misma facilidad en las naciones democráticas, donde siempre es
preciso que los asociados sean numerosos para que la asociación posea cierta potencia.
Sé que muchos de mis contemporáneos encuentran este hecho irrelevante. Pretenden
que a medida que los ciudadanos se hacen insignificantes, se necesita un gobierno más
hábil y activo, a fin de que la sociedad pueda realizar lo que está fuera del alcance de los
individuos. Así creen haber respondido a todo. Pero a mi juicio están equivocados.
Un gobierno puede sustituir a algunas de las más importantes asociaciones americanas,
y ya lo han intentado, en el seno de la Unión, varios Estados particulares. Pero ¿qué
poder político podrían llevar a cabo las innumerables pequeñas empresas que los
ciudadanos americanos ejecutan a diario con ayuda de las asociaciones?
Es fácil prever que se aproxima una época en que el hombre será cada vez menos capaz
de producir por sí solo las cosas más comunes y necesarias para la vida. La tarea del
poder social se acrecentará, pues, sin cesar, y sus mismos esfuerzos la harán cada día
más vasta. Cuando más sustituya a las asociaciones, más necesitarán los particulares, al
perder la idea de asociación, que acuda en su socorro; son causas y efectos que se
engendran sin descanso. ¿Acabará la administración pública por dirigir todas aquellas
empresas para las que aisladamente no puede bastarse el ciudadano? Y si por último
llega un momento en que, a consecuencia de la extrema división de los bienes raíces, la
tierra se encuentra repartida hasta el punto en que ya no pueda ser cultivada sino por
asociaciones de labradores ¿será necesario que el jefe del gobierno abandone el timón
del Estado para sostener el arado?
La moral y la inteligencia de un pueblo democrático no correrían menores riesgos que
su negocio y su industria si el gobierno reemplazara enteramente a las asociaciones.
Los sentimientos y las ideas no se renuevan, el corazón no se engrandece, ni el espíritu
humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres obre oros.
He demostrado que esta acción es casi nula en los países democráticos; por lo tanto, es
preciso originarla artificialmente. Y esto sólo las asociaciones pueden lograrlo.
Cuando los miembros de una aristocracia adoptan una idea nueva o experimentan un
nuevo sentimiento, los representan, en cierto modo, en el gran teatro donde ellos
mismos actúan de forma que, al exponerlos a las miradas de la masa, se extienden
fácilmente en las mentes y los corazones de cuantos les rodean.
En los países democráticos únicamente el poder social está facultado para obrar así,
pero no resulta difícil ver que su acción siempre es insuficiente, y a menudo peligrosa.
Un gobierno no puede por sí solo mantener y renovar la circulación de los sentimientos
y de las ideas de un gran pueblo, como tampoco puede dirigir todas las empresas
industriales. Tan pronto como intentara salirse de la esfera política para lanzarse por la
nueva vía, ejercería, aun sin quererlo, una tiranía insoportable; pues un gobierno sólo
sabe dictar reglas precisas; impone los sentimientos y las ideas que favorece, y resulta
difícil distinguir sus consejos de sus órdenes.
Aún sería mucho peor si se creyera realmente interesado en que nada se alterase. En tal
caso se mantendrá inmóvil y se sumiría en un letargo involuntario.
Es necesario, pues, que no obre solo.
En los pueblos democráticos, las asociaciones deben reemplazar a los individuos
poderosos que la igualdad de condiciones ha hecho desaparecer.
Tan pronto como unos cuantos habitantes de los Estados Unidos conciben un
sentimiento o una idea que quieren dar a conocer al mundo, se buscan, y cuando se han
encontrado, se unen. A partir de ese momento ya no son unos cuantos hombres
aislados, sino un poder visible cuyas acciones sirven de ejemplo; un poder que habla y
al que se escucha.
La primera vez que oí decir en los Estados Unidos que cien mil hombres se habían
comprometido públicamente a no consumir bebida alcohólicas, me pareció una cosa
más chusca que sería, ya que al principio no podía ver por qué razón aquellos
ciudadanos tan sobrios no se contentaban con beber agua en sus casas.
Por fin comprendí que esos cien mil americanos, asustados por los progresos de la
embriaguez, habían acordado favorecer la sobriedad. Su modo de obrar había sido
semejante en todo al de un gran señor que se vistiera con sencillez por inspirar a los
simples ciudadanos el desdén por el lujo. Seguro que esos cien mil hombres hubiesen
vivido en Francia, cada uno de ellos hubiera pedido individualmente al gobierno que
controlase las tabernas del reino.
A mi juicio, o hay nada que merezca tanto nuestra atención como las asociaciones
intelectuales y morales de América. Las asociaciones políticas e industriales de los
americanos se entienden con facilidad; pero las otras escapan a nuestra comprensión, y
si las estudiamos las interpretamos mal, ya que nunca hemos visto nada semejante. Hay
que reconocer, sin embargo, que para el pueblo americano, son tan necesarias como las
primeras, y quizá más.
En los pueblos democráticos, la ciencia de la asociación es la fundamental; el progreso
de todas las demás depende del suyo.
Entre las leyes que rigen las sociedades humanas, hay una que parece la más precisa y
clara. Para que los hombres conserven su civilización, o la adquieran, es preciso que la
práctica asociativa se desarrolle y se perfeccione en la misma proporción en que
aumenta la igualdad en las condiciones sociales.
No hay más que una nación en la tierra donde se haga uso diariamente de una
libertad ilimitada para asociarse confines políticos. Esta misma nación es la única del
mundo en la que los ciudadanos utilizan continuamente el derecho de asociación en la
vida civil, habiéndose procurado por ese medio todos los bienes que la civilización
puede ofrecer.
En todos los pueblos donde está prohibida la asociación política, resulta rara la
asociación civil.
No es probable que esto constituya el resultado de un hecho accidental; más bien debe
deducirse que existe una relación natural, y tal vez necesaria, entre estos dos géneros de
asociaciones.
Supongamos que algunos individuos tienen un interés común en cierto asunto, una
empresa comercial que dirigir, o una operación industrial que concertar. Entonces se
encuentran y se unen, familiarizándose así poco a poco con la asociación.
Cuanto más aumenta el número de esto pequeños asuntos comunes, más adquieren los
hombres, sin darse cuenta, la facultad de llevar a cabo en común otros más grandes.
Las asociaciones civiles facilitan, pues, las asociaciones política, y por otra parte la
asociación política desarrolla y perfecciona singularmente la asociación civil.
En rigor, en la vida civil, cada hombre puede figurarse que es capaz de bastarse a sí
mismo. En política, resulta inimaginable tal idea. Cuando un pueblo tiene una vida
pública, la idea de la asociación y el deseo de asociarse nace cotidianamente en el
espíritu de todos los ciudadanos; por mucha que sea la repugnancia natural que sientan
los hombres a obrar en común, siempre están dispuestos a hacerlo en interés de un
partido.
Así la política generaliza la inclinación, y el hábito de la asociación, produce el deseo de
la unión y enseña cómo lograrla a una multitud de individuos que, de otro modo,
hubiesen vivido solos.
La política no sólo origina muchas asociaciones, sino que también las hace crecer.
Es raro que en la vida civil un mismo interés atraiga naturalmente hacia la acción
común a un gran número de personas. Se precisa mucha habilidad para dar con un
interés capaz de lograrlo.
En política, la ocasión se presenta por sí sola a cada instante. Ahora bien, el valor
general de la asociación sólo se manifiesta en las grandes asociaciones. Los ciudadanos,
individualmente poco poderosos, no se forman de antemano una idea clara de la fuerza
que pueden adquirir al unirse; es preciso que se les demuestre para que lo comprendan.
De ahí que a veces sea más fácil agrupar con un fin común a una gran masa que a unos
cuantos hombres; mil ciudadanos no ven el interés que para ellos tendrá el unirse; diez
mil sí lo ven. En política, los hombres se unen para lleva a cabo grandes empresas, y el
partido que sacan de la asociación en los asuntos importantes, les hace ver de un modo
práctico el interés de ayudarse en los pequeños.
Una asociación política saca a la ve, fuera de sí mismos, a un gran número de
individuos; por separados que estén por la edad, el talento o la fortuna, los acerca y los
pone en contacto; una vez que se encuentran y conocen, aprenden para siempre a
reunirse.
No se puede ingresar en la mayor parte de las asociaciones civiles sin exponer una parte
del patrimonio; así sucede en todas las compañías industriales y comerciales. Cuando
los hombres están aún poco versados en el arte de asociarse e ignoran las principales
reglas, temen, al hacerlo por primera vez, pagar cara su experiencia. Así pues, prefieren
privarse de un poderoso medio de éxito, a correr los riesgos que le acompañan. Pero
vacilan menos en tomar parte en las asociaciones políticas, que consideran sin peligro,
ya que en ellas no arriesgan su dinero. Ahora bien, no forman parte largo tiempo de
estas asociaciones sin descubrir cómo se mantiene el orden entre un gran número de
individuos, y por qué procedimientos se consigue impulsarlos, concertada y
metódicamente, hacia el mismo fin. Aprenden en ellas a someter su voluntad a la de los
demás, y a subordinar sus esfuerzos particulares a la acción común; cosas, todas ellas,
que es indispensable conocer, tanto en las asociaciones civiles como en las asociaciones
políticas.
Las asociaciones políticas pueden considerarse, pues, como grandes escuelas gratuitas,
donde todos los ciudadanos acuden a aprender la teoría general de las asociaciones.
Aun cuando la asociación política no sirviese directamente al progreso de la asociación
civil, acabar con la primera perjudicaría a la segunda.
Cuando los ciudadanos no pueden asociarse más que en casos determinados, conceptúan
la asociación como un procedimiento raro y singular, por lo que apenas piensan en ella.
Cuando se les deja asociarse libremente para todo, acaban por ver en la asociación el
medio universal, y por así decirlo, único, del que los hombres pueden servirse para
alcanzar los diversos fines propuestos. Cada nueva necesidad se la trae a la memora.
La práctica de la asociación se convierte entonces, como he dicho más arriba, en la
ciencia fundamental que todos estudian y aplican.
Cuando ciertas asociaciones están prohibidas y otras permitidas, resulta difícil distinguir
con anticipación las primeras de las segundas. En la duda, se renuncia a todas,
estableciéndose una especie de opinión pública que tiende a considerar cualquier clase
de asociación como una empresa atrevida y casi ilícita.
Constituye, pues, una ilusión creer que, aunque se reprima el espíritu de asociación en
un punto, no dejará de desarrollarse con el mismo vigor en todos los demás, y que
bastará con permitir a los hombres ejecutar en común ciertas empresas para que se
apresuren a intentarlo. Cuando los ciudadanos tengan la facultad y el hábito de
asociarse para todas las cosas, lo harán con tanto gusto en la pequeñas como en las
grandes. Pero si no pueden asociarse más que en las pequeñas, pierden tanto el ánimo
como la capacidad de hacerlo. En vano se les dejará entera libertad para ocuparse en
común de sus negocios, pues usarán negligentemente de los derechos que se les
concedan. Y después del esfuerzo para adaptarlos de las asociaciones prohibidas, se
verá con sorpresa que es imposible persuadirles para que formen las permitidas.
No digo que no pueda hacer asociaciones civiles en un país donde la asociación política
esté prohibida, pues los hombres no pueden vivir en sociedad sin entregarse a alguna
empresa común. Pero sostengo que en un país semejante las asociaciones civiles serán
siempre muy escasas, estarán concebidas débilmente, dirigidas con torpeza, y nunca
perseguirán grandes designios, o fracasarán al intentarlos.
Esto me lleva de manera natural a pensar que la libertad de asociación en materia
política no es tan peligrosa como se supone para la tranquilidad pública, y que es
posible, incluso, que, tras haber conmocionado al Estado durante algún tiempo, llegue
finalmente a consolidarlo.
En los países democráticos, las asociaciones, políticas constituyen, por así decirlo, los
únicos particulares poderosos que aspiran a dirigir el Estado. Por esta razón los
gobiernos de nuestros días miran a esta clase de asociaciones con los mismos ojos con
que los reyes de la edad Media contemplaban a los grandes vasallos de la corona;
sienten por ellas una especie de horror instintivo y las combaten en toda ocasión.
Muestran en cambio una benevolencia natural respecto a las asociaciones civiles, por
haber descubierto que éstas, en lugar de dirigir el espíritu de los ciudadanos hacia los
asuntos públicos, sirven para separar de ellos su atención, y, al comprometerlos cada
vez más en proyectos que no pueden realizarse sin el auxilio de la paz pública, les
apartan de las revoluciones. Pero no se dan cuenta de que las asociaciones políticas
multiplican y facilitan prodigiosamente las asociaciones civiles, y que por evitar un mal
peligroso se privan de un remedio eficaz. Cuando se ve a los americanos asociarse
libremente cada día con el fin de hacer prevalecer una opinión política, elevar a un
hombre de Estado al gobierno o arrebatarle el poder a otro, cuesta trabajo comprender
que hombres tan independientes no caigan a cada instante en la licencia.
Si, por otro lado, se considera el número infinito de empresas industriales que se
realizan en común en los Estados nidos y cómo los americanos trabajan por doquiera sin
descanso en la ejecución de algún proyecto importante difícil que la menor revolución
puede perturbar, se comprende fácilmente por qué estas gentes tan atareadas no intentan
trastornar al Estado ni destruir una tranquilidad pública que le beneficia.
¿Acaso basta con percibir estas cosas por separado, sin necesidad de descubrir el lazo
oculto que las une?. Es en el seno de las asociaciones políticas donde los americanos de
todos los Estados, de todas las mentalidades y de todas las edades, adquieren
cotidianamente una afición general por la asociación y se familiarizan con su empleo.
En ellas es donde grandes grupos de hombres se ven unos a otros, se hablan, se
escuchan y se dan ideas comunes para toda clase de empresas, llevando seguidamente a
la vida civil las nociones de este modo adquiridas y aplicándolas a mil usos distintos.
Así pues, los americanos, al gozar de una libertad peligrosa, aprenden cómo hacer
menores los peligros de la libertad.
Si escogemos un momento determinado de la existencia de una nación, resulta fácil
probar que las asociaciones políticas perturban al Estado y paralizan la industria; pero
tomando la vida entera de un pueblo, no sería difícil demostrar que la libertad de
asociación en materia política resulta favorable al bienestar e incluso a la tranquilidad
de los ciudadanos.
En la primera parte de esta obra he dicho: “La completa libertad de asociación no debe
confundirse con la libertad de prensa; la una es a la vez menos necesaria y más peligrosa
que la otra. Una nación puede ponerle limites sin dejar de ser dueña de sí misma, y a
veces ha de hacerlo para seguir siéndolo”. Y más adelante añadía: “No se puede negar
que de todas las libertades, la libertad total de asociación en materia política es la más
difícil de soportar para un pueblo. Si no le lleva a la anarquía, hace que la roce a cada
instante”.
Por tanto, no creo que una nación sea siempre capaz de otorgar a los ciudadanos el
derecho absoluto de asociarse en materia política, y dudo incluso de que sea prudente en
ningún país ni en ninguna época dejar de poner límites a la libertad de asociación.
Tal pueblo, se dice, no puede mantener la paz en su seno, inspirar el resto a las leyes ni
darse gobiernos estables, si no limita estrechamente el derecho de asociación. Estos
fines son precisos, indudablemente, y concibo que una nación consienta en imponerse
momentáneamente grandes sacrificios para lograrlos o conservarlos; pero no deja de ser
conveniente que también separa con precisión los que le cuestan.
Comprendo que para salvar la vida de un hombre, se le corte un brazo; pero no me diga
nadie que ese hombre mostrará la misma destreza que antes de ser manco.
Cuando el mundo era regido por un pequeño número de individuos poderosos y ricos,
éstos gustaban de formarse una idea sublime de los deberes del hombre; se complacían
en afirmar que es glorioso olvidarse de sí mismo y que conviene hacer el bien
desinteresadamente, como Dios mismo. Tal era la doctrina oficial de aquella época en
cuestión de moral.
Dudo que los hombres fueran más virtuosos en los siglos aristocráticos, pero es cierto
que en ellos se hablaba incesantemente de la belleza de la virtud; sólo en secreto se
estudiaba por qué era útil. Pero, a medida que la imaginación vuela más bajo y cada
uno se concentra en sí mismo, los moralistas se asustan ante la idea del sacrificio y no se
atreven a aconsejarle al espíritu humano; se limitan, pues, a averiguar si la ventaja
individual de los ciudadanos no consistirá en trabajar por el bien de todos, y, cuando
han descubierto uno de esos puntos en que el interés particular viene a coincidir con el
interés general y a confundirse con él, se apresuran a sacarlo a la luz; poco a poco se
van multiplicando otras observaciones semejantes. Lo que no era más que una
observación aislada se convierte en doctrina general, y al final se cree percibir que el
hombre, al servir a sus semejantes se sirve a sí mismo, y que su propio interés consiste
en hacer el bien.
Ya hice ver en distintos pasajes de esta obra que los habitantes de los Estados Unidos
sabían casi siempre ligar su propio bienestar al de sus conciudadanos. Lo que ahora
quiero destacar es la teoría general con cuya ayuda lo consiguen.
En los Estados Unidos no se suele decir que la virtud es bella. Se afirma que es útil, y
se demuestra cada día. Los moralistas americanos no pretenden que haya que
sacrificarse a los semejantes porque se hermoso hacerlo; pero dicen sin ambages que
esos sacrificios son tan necesarios al que se los impone como a quien aprovechan.
Han adquirido conciencia de que en su país y en su época el hombre es llevado hacia si
mismo por una fuerza irresistible, y, al perder la esperanza de contenerla, no se ocupan
ya sino de guiarla.
No niegan, pues, que cada hombre tenga derecho a buscar su interés, pero se esfuerzan
en demostrar que el interés de todos en particular consiste en ser honrados,
No voy a entrar ahora en el detalle de sus razones, pues ello me apartaría de mi tema.
me limitaré a decir cuáles han convencido más a sus conciudadanos.
Hace tiempo dijo Montaigne: “Aun cuando yo no siguiera el camino recto por su
rectitud, lo seguiría por haberme demostrado la experiencia que a fin de cuentas es
comúnmente el más acertado y el más útil”.
La doctrina del interés bien entendido no es nueva, por lo tanto; pero ha sido admitida
de manera general por todos los americanos de nuestros días. Se ha hecho popular, se
encuentra en el fondo de todas las acciones y de todos los discursos; y tanto en los
labios del pobre como en los del rico.
La doctrina del interés es mucho más burda en Europa que en América; pero al mismo
tiempo está menos extendida, y, sobre todo, ofrece menos ejemplos, fingiéndose por ella
una devoción que no se siente.
Por el contrario, los americanos, se complacen en explicar, mediante el interés bien
entendido, casi todos los actos de su vida. Se complacen en demostrar que un sensato
egoísmo les lleva sin cesar a ayudarse unos a otros y les predispone a sacrificar en bien
del estado una parte de su tiempo y de sus riquezas. Creo que a menudo no se hace
justicia en esto, pues en los Estados Unidos, como en cualquier otra parte, es frecuente
ver a los ciudadanos abandonarse a impulsos desinteresados e irreflexivos naturales al
hombre; pero a los americanos no les gusta reconocer que ceden a esa clase de
movimientos, y prefieren ensalzar a su filosofía antes que a ellos mismos.
Podría detenerme aquí sin intentar juzgar lo que acabo de exponer, sirviéndome de
excusa la gran dificultad del asunto. Pero no quiero aprovecharme de ella y prefiero que
mis lectores rehusen seguirme viendo claramente mi propósito, antes que dejarles en
suspenso.
El interés bien entendido es una doctrina poco elevada, pero clara y segura. No
persigue grandes fines, pero logra alcanzar sin excesivo esfuerzo los que pretende.
Comoquiera que está al alcance de todas las inteligencias, todo el mundo la comprende
fácilmente y la retiene sin trabajo. Adaptándose a maravilla a las flaquezas de los
hombres, obtiene fácilmente sobre ellos un gran imperio que no le es difícil conservar,
ya que vuelve el interés personal contra sí mismo y se sirve, para guiar las pasiones, del
aguijón que las excita.
La doctrina del interés bien entendido no provoca devociones extremadas; pero cada día
sugiere pequeños sacrificios. Por sí sola no es capaz de hacer virtuoso a un hombre,
pero sí de formar gran número de ciudadanos ordenados, sobrios, moderados,
previsores, dueños de sí mismos; de modo que, si no conduce directamente a la virtud
por la voluntad, sí le acerca imperceptiblemente a través de los hábitos que inculca.
Si la doctrina del interés bien entendido llegara a dominar enteramente el mundo moral,
las virtudes extraordinarias serían indudablemente más raras. Pero creo también que
serían menos comunes las depravaciones más groseras. La doctrina del interés bien
entendido quizá impida a ciertos hombres elevarse sobre el nivel ordinario de la
humanidad; pero sólo consideramos algunos individuos, los rebaja; pero si
contemplamos la especie, la eleva.
No tengo inconveniente en afirmar que la doctrina del interés bien entendido me parece,
de todas las teorías filosóficas, la más adecuada a las necesidades de los hombres de
nuestra época, y que la veo como la más firme garantía existente contra ellos mismo.
Hacia allí, pues, debe dirigirse principalmente el espíritu de los moralistas de hoy. Aun
cuando la juzguen imperfecta, deben adoptarla como necesaria.
A fin de cuentas, no creo que haya más egoísmo entre nosotros que en América; la
única diferencia es que hay allí un egoísmo cultivado, y aquí no. Todo americano
sacrifica una parte de sus intereses particulares para salvar el reto. Nosotros queremos
conservarlo todo, y con frecuencia todo se nos escapa.
Sólo veo a mi alrededor gentes que parecen querer enseñar cada día a sus
contemporáneos, con su palabra y su ejemplo, que lo útil jamás es deshonesto. ¿Será
posible que no encuentre a nadie que pretenda hacerles ver cómo puede ser útil lo
honrado?.
No hay poder en la tierra capaz de impedir que la creciente igualdad en las condiciones
sociales lleve al espíritu humano hacia la búsqueda de lo útil, y que no predisponga a
cada ciudadano a encerrarse en sí mismo.
Es de prever, pues, que el interés individual se irá convirtiendo cada más en el principal,
si no en el único móvil de las acciones de los hombres; pero falta saber cómo entenderá
cada hombre su interés individual.
Si los ciudadanos, al hacerse iguales, permanecieran ignorantes y toscos, resultaría
difícil prever hasta qué exceso de estupidez podrá conducirles su egoísmo, y no sería
fácil anticipar en qué vergonzosas miserias se sumergirían ellos mismos por miedo a
sacrificar algo de su bienestar a la prosperidad de sus semejantes.
No creo que la doctrina del interés, tal como se predica en América, resulte evidente en
todos sus puntos; pero al menos encierra numerosas verdades, y tan evidentes que basta
con educar a los hombres para que las vean. Educadlos, pues, a toda costa; porque el
tiempo de las creencias ciegas y de las virtudes instintivas huye ya de nosotros, y veo
aproximarse aquel en que la libertad, la paz pública y el orden social mismo no podrán
existir sin la cultura.
Si la doctrina del interés bien entendido sólo se aplicase en este mundo, no resultaría ni
con mucho suficiente; pues, hay un gran número de sacrificios que no pueden
recompensarse más que en el otro; y por muchos esfuerzos que se hicieran para probar
la utilidad de la virtud, siempre sería difícil que se comportara moralmente un hombre
que no quiere morir.
Es necesario, por tanto, averiguar si la doctrina del interés bien entendido se concilia
fácilmente con las creencias religiosas.
Los filósofos que enseñan esta doctrina dicen a los hombres que para ser feliz en la vida
han de vigilar las pasiones y reprimir cuidadosamente sus excesos; que sólo se puede
alcanzar una felicidad duradera renunciando a mil goces pasajeros, y que es preciso, en
fin, triunfar constantemente de sí mismo para tener éxito.
Casi todos los fundadores de religiones han utilizado poco más o menos el mismo
lenguaje; sin indicar a los hombres un camino distinto, no han hecho más que alejar el
fin; en lugar de situar en este mundo el premio a los sacrificios impuestos, lo han
situado en el otro.
Sin embargo, no puedo creer que obren por la esperanza de una recompensa todos
aquellos que practican la virtud con espíritu religioso.
He conocido cristianos celosos que se olvidaban constantemente de sí mismos a fin de
trabajar con más ardor por la felicidad de todos, y les he oído afirmar que obraban así
para merecer los bienes del otro mundo; pero, a pesar de todo, creo que se engañan a sí
mismos. Les respeto demasiado para creerles.
Es cierto que el cristianismo nos ha dicho que hay que preferir al prójimo a uno mismo
para ganar el cielo; pero también que debemos hacer el bien a nuestros semejantes por
amor de Dios. He aquí una expresión magnífica: el hombre penetra por su inteligencia
en el pensamiento divino; ve que el objeto de Dios es el orden, se liga libremente a ese
gran designio, y, aunque sacrifica sus intereses particulares a ese orden admirable de
todas las cosas, no espera más recompensa que el placer de contemplarlo.
No creo, pues, que el único móvil de los hombres religiosos sea el interés; pero sí creo
que el interés es el medio principal de que las mismas religiones se valen para guiar a
los hombres, y estoy seguro de que es ése el lado por el que entran en las masas y se
hacen populares.
Así pues, no veo por qué la doctrina del interés bien entendido tendría que apartar al
hobre de las creencias religiosas y, por el contrario, me parece claro que le acerca a
ellas.
Supongamos que, para alcanzar la felicidad en este mundo, un hombre resista en todas
las ocasiones al instinto y someta fríamente a la razón todos los actos de su vida; que en
lugar de ser ciegamente al ímpetu de sus primeros deseos, haya aprendido el arte de
combatirlos, y que esté habituado a sacrificar sin esfuerzo el placer del momento al
interés permanente de toda su vida
Si ese hombre tiene fe en la religión que profesa, no le costará mucho someterse a las
mortificaciones que le impone. La razón misma le aconseja hacerlo, y la costumbre le
ha preparado con anticipación para sufrirlas.
Si tiene dudas sobre el objeto de sus esperanzas, éstas no le detendrán fácilmente, y
juzgará prudente arriesgar algunos de los bienes de este mundo para conservar sus
derechos a la inmensa herencia que se le promete en el otro.
“No hay mucho que perder creyendo verdadera la religión cristiana”, dijo Pascal; “pero
¡qué desgracia sería equivocarse creyéndola falsa!”.
Los americanos no afectan una grosera indiferencia por la otra vida, ni desprecian con
pueril orgullo peligros a los que esperan sustraerse.
Practican su religión, pues, sin vergüenza y sin debilidad; pero se suele ver, en medio de
su celo, un no sé qué de reposo, de método y de cálculo, que hace parecer que es la
razón, más que el corazón, la que les conduce al pie del altar.
Los americanos, no sólo practican su religión por interés, sin que a menudo sitúan en
este mundo el interés que encuentran en seguirla. En la Edad Media, los sacerdotes no
hablaban más que de la otra vida, sin preocuparse, por demostrar que un cristiano
sincero puede ser un hombre feliz aquí en la tierra.
Pero los predicadores americanos se refieren sin cesar a las cosas de este mundo, del
que a duras penas pueden apartar sus miradas. Para llegar mejor al corazón de sus
oyentes, les hace ver cada día cómo las creencias religiosas favorecen la libertad y el
orden público, y a veces resulta difícil decidir, al escucharles, el objeto principal de la
religión consiste en procurar la felicidad en el otro mundo, o el bienestar en éste.
CAPITULO X.- DE CÓMO EL BIENESTAR MATERIAL GUSTA A LOS
AMERICANOS
Podría creerse, por lo que precede, que el gusto por los goces materiales arrastrará
continuamente a los americanos al desorden en las costumbres, perturbará a las familias
y comprometerá, en fin, la suerte de la sociedad misma.
Pero no ocurre así; la pasión por los goces materiales produce en el seno de las
democracias efectos distintos a los que origina en los pueblos aristocráticos.
Sucede a veces que la relajación en los negocios, el exceso de riquezas, la pérdida de la
fe religiosa o la decadencia del Estado, desvían el ánimo de una aristocracia poco a poco
y de manera exclusiva hacia los goces materiales. Otras veces, el poderío del príncipe o
la debilidad del pueblo, aun sin arrebatar a los nobles su fortuna les apartan del poder, y
cerrándoles el camino de las grandes empresas les abandonan a la inquietud de sus
deseos; se vuelven entonces pesadamente sobre sí mismos y buscan en los placeres del
cuerpo el olvido de su pasada grandeza.
Cuando los miembros de un cuerpo aristocrático se inclinan así exclusivamente por la
búsqueda del placer material; concentran por lo general en ella toda la energía que les
diera el prolongado hábito del poder.
A tales hombres no les basta la búsqueda del bienestar; necesitan una depravación
suntuosa y una corrupción brillante. Rinden un culto magnifico a la materia y parecen
luchar porfiadamente por la preeminencia en el arte de embrutecerse.
Cuanto más fuerte haya sido una aristocracia, cuando más gloriosa y libre, más
depravada se mostrará, y por muy grande que fuera el esplendor de sus virtudes, me
atrevo a predecir que siempre se verá superado por el escándalo de sus vicios.
El amor por los goces materiales no arrastra a los pueblos democráticos a tales excesos.
En ellos, el amor por el bienestar demuestra ser una pasión tenaz, exclusiva y universal,
pero moderada. No se trata de edificar vastos palacios, de vencer o de burlar a la
naturaleza, de agotar al universo para saciar las pasiones de un hombre; se trata de
añadir algunas toesas a sus campos, de plantar un huerto, de agrandar una vivienda, de
hacer a cada instante la vida más desahogada y cómoda, de evitar los disgustos y de
satisfacer los menores deseos sin esfuerzo y casi gratuitamente. Estos fines son
pequeños, pero el alma se apega a ellos porque los contempla de cerca y
cotidianamente; finalmente acaban por ocultar el resto del mundo, llegando a veces a
situarse entre ella y Dios.
Se dirá que esto sólo puede aplicarse a aquellos ciudadanos de fortuna intermedia, y que
los ricos demostrarán gustos análogos a los que se revelaban en los tiempos
aristocráticos. No estoy conforme.
En materia de goces materiales, los más opulentos ciudadanos de una democracia no
abrigarán gustos muy distintos de los del pueblo, bien porque habiendo salido de su
seno los compartan realmente, bien porque crean que deben someterse a ellos. En las
sociedades democráticas, la sensualidad de las gentes ha adquirido un carácter
moderado y tranquilo al que todas las almas deben conformarse. Resulta tan difícil
escapar a la regla común en los vicios como en las virtudes.
Los ricos que viven en las naciones democráticas aspiran más a satisfacer sus mas
mínimas necesidades que a gozar de placeres extraordinarios; satisfacen un gran número
de pequeños deseos y no se entregan a ninguna pasión desordenada. Así caen en la
molicie más que en el desenfreno.
Esa afición particular que los hombres de tiempos democráticos conciben por los goces
materiales no se opone por naturaleza al orden; por el contrario, a menudo necesita del
orden para satisfacerse. Tampoco es contraria a la regularidad de las costumbres, pues
las buenas costumbres favorecen la tranquilidad pública y la industria. A menudo,
incluso viene a combinarse con una especie de moralidad religiosa; se quiere lograr lo
mejor en este mundo, sin renunciar a las posibilidades del otro.
Entre los bienes materiales, los hay cuya posesión es inmoral, y la gente se cuida de
abstenerse de ellos. Hay otros cuyo uso permiten la religión y la moral, y a ellos se
entrega sin reserva el corazón, la imaginación y la vida, y se pierden de vista, en el
esfuerzo por lograrlos, otros bienes más preciosos que constituyen la gloria y la
grandeza de la especie humana. Lo que yo reprocho a la igualdad no es que arrastre a
los hombres a la persecución de goces prohibidos, sin que los entregue enteramente a la
búsqueda de los placeres permitidos.
Así, no resultaría difícil que se implantase en el mundo una especie de materialismo
honesto que, sin corromper a las almas, las ablande, y acabe por debilitar,
imperceptiblemente, todas sus fuerzas.
Aunque el deseo de adquirir los bienes de este mundo constituya la pasión dominante de
los americanos, hay momentos de descanso en que el alma parece romper de golpe los
lazos materiales que la sujetan para volar impetuosamente al cielo.
Se encuentran a veces en todos los Estados de la Unión, pero principalmente en las
comarcas semidesiertas del Oeste, predicadores ambulantes que lleva de lugar en lugar
la palabra divina.
Familias enteras, ancianos, mujeres y niños, atraviesan parajes peligrosos y cruzan
bosques despoblados y lejanos para escucharlos. Cuando los encuentran, se olvidan
durante muchos días y horas, oyéndolos hablar del cuidado de sus negocios y hasta de
las más urgentes necesidades corporales.
Por todas partes, en el seno de la sociedad americana, se encuentran gentes llenas de un
espiritualismo exaltado y casi feroz, prácticamente desconocido en Europa. De vez en
cuando surgen sectas extrañas que se esfuerzan por abrirse caminos extraordinarios
hacia la dicha eterna. Las locuras religiosas son muy comunes.
Esto no debe sorprendernos.
No ha sido el hombre quien se ha dado a sí mismo el afán de infinito y el amor por lo
inmortal. Estos sublimes instintos no nacen de un capricho de su voluntad, sino que se
fundan en su propia naturaleza y existen a pesar de sus esfuerzos.
El alma tiene necesidades que es preciso satisfacer, y por mucho cuidado que se ponga
en ocuparla consigo misma, pronto se hastía, se inquieta y se agita en medio de los
goces de los sentidos.
Si el espíritu de la inmensa mayoría del género humano se llegara a concentrar
únicamente en la búsqueda de los bienes materiales, puede asegurarse que se operaría
una prodigiosa reacción en el alma de algunos hombres, quienes se arrojarían
ciegamente al mundo espiritual por miedo a quedar aprisionados en las estrechas trabas
que el cuerpo quisiera imponerles.
No debemos, pues, extrañarnos, si en el seno de una sociedad que no piensa más que en
las cosas terrenales se encuentra un corto número de individuos que sólo ansían
ocuparse del cielo. Me sorprendería que en un pueblo exclusivamente preocupado por
su bienestar el misticismo no hiciera rápidos progresos.
Se dice que fueron las persecuciones de los emperadores y los suplicios del circo los
que poblaron los desiertos de la Tebaida; pero yo creo que fueron más bien las delicias
de Roma y la filosofía epicúrea de Grecia.
Si el estado social, las circunstancias y las leyes no retuvieran tan estrechamente al
espíritu americano en la búsqueda del bienestar, es de creer que cuando pasara a
ocuparse de las cosas inmateriales, mostraría más reserva y experiencia y se moderaría
sin esfuerzo. Pero se siente aprisionado dentro de unos límites de los que al parecer no
se le deja salir, y tan pronto como traspasa esos limites no sabe ya dónde posarse, ya
menudo corre, sin detenerse hasta rebasar las fronteras del sentido común.