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Relato donde toda la gente muere

Al principio, la gente solía detenerse brevemente en la calle, con un


sentimiento ingenuo, mezcla de admiración y envidia, para observar las
antenas que comenzaban a aparecer sobre los techos. Estaban formadas por
una simple varilla vertical cortada en el extremo por una horizontal más
corta. Quedaban bien, sustituyendo las antiguas veletas que marcaban el
camino del viento, los gallos rojos girando sobre los pivotes; incluso
sustituyeron a los gatos o perros de terracota en las casas de los suburbios. Al
ver a los gatos o a los perros, los niños muy pequeños preguntaban: «¿Son de
verdad?», y los tocaban con una suerte de repetida alegría.
Algunos vecinos admiraban sonrientes la aparición de las antenas en las
casas cercanas, otros censuraban el gasto, pero todos se prometían la
emulación con una determinación feliz. Y era un día de callado regocijo en
los adultos, de vocinglero en los niños (que habían olvidado gatos y perros de
terracota), cuando por fin aparecía un técnico, pedía una escalera y la antena
quedaba colocada en el punto más alto, triunfalmente, como la marca de una
montaña vencida.
Las antenas recogían algo del aire (así imaginaba la gente) y lo trasmitían
hacia el interior de las casas. Pero, por supuesto, no recogían polvo ni gotas
de lluvia sino personas en un estado que podría llamarse de gracia o ideal. Sí,
las antenas cosechaban personas del aire y las llevaban bajo los techos,
ubicándolas en sitios convenientes, no en el pasillo o en la puerta de calle
sino en el comedor o en el dormitorio; irrumpían desde la pantalla de un
brillante aparato y resultaba imposible rechazarlas, no prestarles atención.
Siempre contaban historias intrigantes o divertidas, y cuando se dirigían
directamente a quien los observaba, por lo general un ser anónimo, de poco
fuste hasta el momento, requerían complicidad con la sonrisa en los labios.
De este modo, la gente dejó de estar sola dentro de las casas, donde había
vivido peleándose, haciendo el amor, comiendo, sintiéndose molesta incluso
cuando algún vecino venía a pedir un favor a la hora de la comida o del sueño
y no se marchaba rápidamente. Pero con el aparato creció la tolerancia, no
fue necesario importunar a su vez, salir, hablarse, darse cuenta, justo en el
momento de la comprensión, de que los otros resultaban extraños. Así, antes
un hombre arrojaba una piedra al azar, y la piedra caía siempre en el ojo de
alguno, pero ahora podía arrojar todas las piedras que quisiese con absoluta
tranquilidad: nadie recibiría el impacto, esto si se le hubiera ocurrido lanzar
piedras en lugar de tener las manos mansamente plegadas sobre el regazo. La
gente se reunía en las habitaciones y observaba; sentía a los suyos cercanos y
el corazón conocía por fin el sosiego de saberse excluido de las desdichas del
mundo, despojado incluso de las propias desdichas. El aparato aportaba a ese
centro, a ese nudo cerrado de seres, la vida como debía ser, desalojaba la
nostalgia. Inmóviles —salvo el ávido parpadeo sobre las pupilas, el temblor
de los oídos recogiendo sonidos—, los niños jugaban a vigilantes y ladrones,
las parejas al amor, los pobres a los ricos y los ricos al desencuentro.
Todos se sentían mucho más felices que antes, a excepción de los que
trabajaban para que los otros recibieran imágenes e historias en sus casas;
esos experimentaban una decepción palpable. No bastaba actuar, se hallaban
demasiado conscientes porque debían cambiarse de ropa, maquillarse,
recordar la letra, los gestos. Solo esporádicamente podían sentarse a su turno
y desdoblarse (no importaba si en los mismos que habían sido), sustituirse,
olvidarse. En cierta forma, se sentían estafados porque ellos representaban a
los magos y quedaban fuera de la magia. Sin embargo, contra toda lógica
pero con entera certidumbre, esperaban un aparato autónomo donde ya no
serían necesarios porque repetiría eternamente los episodios de todo lo que
forma la vida después del nacimiento, es decir, el canto, la pena, la muerte del
primer hijo y el nacimiento del primer hijo…; una vida increíblemente rica y
completa, sin que contara para nada el mismo y penoso orden del tiempo
exterior que conduce a la muerte. No, el tiempo solo correría allí, dentro del
aparato, libre de las cronologías como en la poesía más pura.
Largas y complicadas antenas dibujaron redes de pescadores sobre los
techos, tocándose, entremezclándose sin dejar filtrar el sol, apenas la lluvia.
La gente concluyó por alegrarse de que afuera reinara también una penumbra
descansada. Comprendía que llovía arriba, por encima de las antenas, debido
a cierta atmósfera húmeda que invadía los cuartos, por los resfríos más
frecuentes que se curaban solos, como si ni siquiera la enfermedad pudiera
hacer presa de nadie. Debajo de los asientos creció un poco el musgo, suave
al tacto como un terciopelo, y luego cayó dejando inadvertidas zonas opacas
en la madera. Desapareció el musgo y no fue sustituido por nada porque
incluso la lluvia dejó de caer. Todo tiene un sentido o aparenta tenerlo, ¿y
para qué la lluvia o para quién? El hambre se transformó lentamente en una
felicidad o una pesadilla de otros tiempos. Los campos se reencontraron en
un sabor áspero y salvaje que pertenecía, más que ningún otro, a la tierra.
Los hombres y las mujeres seguían inmóviles. El cuerpo no es más fuerte
que el alma, el alma estaba sentada, absorta, y el cuerpo no hacía más que
acceder a todo, como siempre. Las mujeres comprendieron que eran mejores
de lo que ellas mismas habían supuesto, porque dejaron de preocuparse por
minucias, de comentar la vida de los otros e incluso de alegrarse
discretamente por las desgracias ajenas como solían hacer mientras se
compadecían. Y los hombres, de intereses más amplios y ambiciosos,
renunciaron a ellos apáticamente, concentrados tan solo en la vida contada.
Los niños se movían a veces mientras las madres los chistaban sin volver
el rostro. Se agitaban al compás de la música: «¡Ooooh!, ¡oaaay! ¡aaaaoyh!»,
demasiado inquietos aún, con la energía de la infancia, provocando en el
ánimo de los padres uno de los últimos sentimientos, el fastidio por ese
movimiento que los distraía. Algunos, los que tenían a los niños sentados a
sus pies, se inclinaban, sin desviar el rostro del aparato, y les tanteaban los
cabellos, que se habían vuelto largos y frágiles, con la mano ya sin forma
procuraban sujetarlos por los hombros. Luego, por algún motivo, los niños se
fueron quedando quietos, cada vez más quietos en la semioscuridad, mientras
los padres se concentraban en los huéspedes hasta olvidarlos. Hubo
excepciones: algunos quisieron preguntar como antes: «¿comiste?»,
«¿tomaste la leche?», pero temieron la respuesta y callaron. Los niños podían
decir: «no», o «quiero la leche», con esa cansadora cantilena que les fue
propia en un tiempo, recordada súbitamente. No querían enfrentar ninguna
penosa disyuntiva, por eso, aun los padres mejores o más desaprensivos con
los huéspedes, se contuvieron y callaron, sorprendidos y felices por ese
estado de paz absoluta que reinaba en la habitación. Sin levantarse, se
inclinaron y trataron de tantear nuevamente para saber si los niños seguían
allí, pero las manos servían de poco y el gesto, realizado como en sueños,
ciego, no les aclaró nada. Los niños desaparecieron o crecieron, imposible
conocer lo sucedido porque en ese momento una de las personas sonreía a
todos y decía: «Usted, querido, que nos está mirando…».

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