Está en la página 1de 6

ASIR LAS EXPERIENCIAS SIGNIFICATIVAS

Por Luisa Fernanda Jaramillo Aguirre1

“¿La educación como una experiencia significativa? ¿Qué clase de utopía es esta?”, dice
un estudiante en una de las asignaturas que imparto. De inmediato me pregunto por qué
parece tan lejana la meta de alcanzarla y qué factores han sido los que han creado alrededor
de la idea de una educación como experiencia significativa, un halo de imposibilidad e
incredulidad. También pienso en Eduardo Galeano cuando rememora las palabras de
Fernando Birri (s.f) sobre la utopía como horizonte que nos sirve para caminar:
Ella está en el horizonte (…) Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino
diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine,
nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar (p. 18)
Y, aunque Birri nos presenta a la utopía como una herramienta potente para ir hacia
adelante y recorrer los caminos, también nos sugiere la idea de que no la alcanzamo, solo
nos alienta para ser caminantes de senderos que tal vez en algún momento nos conduzcan
hacia ella.
Entonces vuelvo a cuestionarme el por qué la idea de una educación con estas
características, pensada para que el aprendizaje no tenga paredes ni límites y para que el
mundo pueda ser traído al aula así como el aula se pueda desplazar al mundo, comúnmente
suele pensarse como horizonte que se aleja, que sirve para caminar, pero que no se puede
asir. Y luego pienso en las prácticas pedagógicas de antaño, aquellas que continúan
vigentes en muchas instituciones educativas bajo los estandartes de la repetición y la
memorización en donde “el modelo pedagógico sigue siendo rutinario, mecánico y
memorístico. Equivocadamente la escuela ha creído que su finalidad esencial es la de
transmitir múltiples informaciones específicas, impertinentes y desarticuladas” (De
Zubiría, 2019); recuerdo que muchas de ellas ni siquiera ven el horizonte de una educación
como experiencia significativa, ni empiezan a caminar para algún día alcanzarlo. Entonces
voy comprendiendo por qué es que se aleja el horizonte, por qué es que parece una utopía:
lo parece porque en el andar, la práctica educativa suele moverse en el estatismo, es un
oxímoron que se detiene en su estatus quo tradicionalista y rígido mientras camina la
transición de la modernidad a la posmodernidad y pasa de largo por formas emergentes de
representar y compartir el conocimiento, de pensar la educación en función de la demanda
de dicha transición.
Pienso en si quienes enseñamos nos movemos en la dinámica del oxímoron o si por el
contrario nos cuestionamos cotidianamente sobre qué y de qué manera enseñamos; si

1
Licenciada en Comunicación e Informática Educativa de la Universidad Tecnológica de Pereira; Candidata a
Magíster en Lingüística de la Universidad Tecnológica de Pereira; docente catedrática de la Facultad de
Ciencias de la Educación de la Universidad Tecnológica de Pereira; Perteneciente al Grupo de Investigación
“Lenguaje, Literatura y Política: Estudios Transversales” de la Universidad Tecnológica de Pereira; integrante
del Semillero de Investigación “Imparciales TEC” de la de la Universidad Tecnológica de Pereira.
Coordinadora del Observatorio de Egresados de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad
Tecnológica de Pereira.
reflexionamos sobre la utilidad que tiene el conocimiento que impartimos para quienes
aprenden y para el mundo de hoy; si este conocimiento realmente responde a los desafíos
del momento histórico del que somos testigos. Me cuestiono si también nos hacemos
conscientes de los impactos que tenemos cotidianamente en nuestros educandos y de cómo
apalabramos el saber, de cómo es la didáctica que construimos para compartirlo y de qué
emociones suscitamos y suscita el conocimiento en quienes aprenden.
¿Nos hemos preguntado qué es y para qué sirve la educación? ¿Por qué somos profesores y
profesoras? ¿Qué nos impulsa a estar en las aulas?: ¿el salario? ¿Lo que aprendemos? ¿El
demostrar cuántos conocimientos tenemos? ¿El recibir reconocimientos?...Nos hemos
cuestionado alguna vez ¿qué clase de docentes queremos ser? ¿Cómo queremos que
nuestros estudiantes nos recuerden? ¿Cómo deseamos que rememoren el conocimiento?
¿Qué memorias queremos ayudar a construir sobre su formación educativa? ¿Qué
incidencia tiene en la construcción de conocimientos la tenencia o ausencia del deseo por el
aprendizaje? Si empezamos por hacernos estas preguntas, quizá acortemos el camino para
asir el horizonte de las experiencias significativas, tal vez la utopía pueda empezar a
desdibujarse.
Pero para responder a estas preguntas y tratar de asir las experiencias significativas y
ponerlas en práctica, no basta con la tenencia en cuenta de aquellas reflexionas que puedan
surgir en la dialéctica consigo mismo, pues los monólogos suprimen la otra cara de la
moneda, convierten los octágonos en líneas rectas y solitarias; es decir, eliminan la
posibilidad de la diversidad de posturas y miradas e invisibilizan la contrariedad y el
conflicto, tan importantes para comprender los objetos, conocimientos o realidades que se
nos presentan. Por eso, es imperativo escuchar las voces de los demás actores del proceso
educativo: los educandos, las directivas, la familia, la comunidad, los entes
gubernamentales, el contexto y la sociedad, ya que son estas discusiones, de la mano con
estos actores, las que se pueden constituir en insumos para la construcción de prácticas
educativas conscientes, útiles y significativas que partan de la construcción conjunta de las
filosofías educativas.
Por consiguiente, cuando nos preguntamos por las experiencias significativas también se
nos hace necesaria la problematización de la educación, la búsqueda de la comprensión de
su ser y su hacer. Un primer acercamiento podría estar situado en la idea de que esta es un
proceso que jamás acaba y que tiene la extensión de nuestra vida, pero también, que es un
proceso en permanente mutación en función de nuestro propio cambio y el del mundo.
También podríamos decir que ella puede darse en cualquier contexto, ya sea formal – desde
las Instituciones educativas oficiales o privadas-, no formal o informal -involucrando
espacios comunitarios, familiares, de ocio y académicos-; pero una definición más precisa
sobre el ser de la educación nos llevaría a postularla como la acción de educar, es decir,
como el establecimiento de las posibilidades necesarias para que “el educando despliegue
todas las cualidades cognoscitivas de construcción conceptual, metodológica, estética,
actitudinal y axiológica de que es capaz. Hacer que crezca intelectual, social y éticamente”
(Gallego y Pérez, 1998, p. 108), acción que podemos impulsar desde la formalidad o
informalidad.
Gallego y Pérez (1998) emparentan a la educación artificial con las Instituciones
educativas formales y oficiales en las que el saber está orientado desde la epistemología, las
teorías pedagógicas, didácticas y curriculares que adquieren su legitimidad en proyectos de
orden social, económico y cultural, mientras que señalan a la educación natural como un
proceso constituido por la trama de relaciones que el ser humano establece a lo largo y
ancho de su existencia en la que caben costumbres, creencias, suposiciones, conjeturas,
mitos etc. a los que podemos acceder a través de la otredad, por medio de la construcción
de relaciones de sentido mediadas por el lenguaje, posibilitando la constante edificación y
reedificación de significados sobre el mundo y sobre sí mismos. En este sentido, una
educación natural es aquella que otorga un saber común, popular o cotidiano que involucra
dimensiones cognoscitivas, pero también éticas y axiológicas que complementan la
educación artificial.
La horizontalidad existente entre la educación artificial y natural, por mucho tiempo ha sido
obviada en los procesos educativos, ya que al situar a los conocimientos previos como una
parte más de las secuencias didácticas y como un elemento que dura, lo que tarda el inicio
de un encuentro educativo, ha hecho que se subestime y desvalorice su valor. Se ha omitido
pues, que estos corresponden precisamente a esa educación natural que quien aprende lleva
consigo, constituyéndole identitariamente, así como ética, axiológica, cultural y
cognoscitivamente.
De otro lado, el factor de la emocionalidad es otro motor que nos da más velocidad para
alcanzar el horizonte de las experiencias significativas, uno que también ha estado relegado
en las prácticas educativas. Y es que por muchísimo tiempo el saber, desde la
epistemología, ha estado en un primer lugar y, las emociones, han estado en un segundo
plano: la educación del deseo se ha encontrado relegada y el querer recibir e impartir
conocimientos no es un elemento muy relevante en los entramados de la educación de
nuestros tiempos. Hemos enterrado en las profundidades de la ciencia y la epistemología, el
tesoro de la inteligencia emocional y del disfrute del aprendizaje. Hemos obviado que
Si estudiar no fuese (…) casi siempre una carga, si leer no fuese una obligación
amarga que hay que cumplir, si por el contrario estudiar y leer fuesen fuente de
alegría y placer... tendríamos índices que revelarían una mejor calidad de educación.
(Freire, 1994, p. 41)
Lo anterior ha ocasionado que quienes aprenden sean sujetos de estudio para probar teorías
y avanzar en investigaciones; estadísticas en las pruebas de mediciones nacionales e
internacionales y puestos en los rankings de periodos y semestres académicos; hemos
posicionado al saber como una competencia más que se añade a la caja de herramientas de
los sujetos globalizados que demuestran el poder científico de las sociedades “avanzadas”.
No obstante, esto no sugiere que la ciencia y la epistemología no sean relevantes o que
deban ser también arrojadas al saco roto del olvido, más bien, sugiere que es menester el
establecimiento de un equilibrio entre la emoción y el saber, entre el deseo y la
epistemología, entre el cerebro límbico y el neocórtex.
El cerebro límbico tiene razones que el Neocortex no comprende y viceversa, decía Robert
Rosler (2009). Para él,
el conflicto entre racionalidad y emotividad expresa la disociación escuela–
alumnado. Las dificultades que tienen las instituciones educativas para sintonizar
con las nuevas generaciones deben buscarse, entre otros factores, en su dificultad
para manejar las emociones y otorgarles un peso específico en el proceso enseñanza
– aprendizaje (Rosler, 2009)
lo que sugiere pues, una reforma arquitectónica de la fortaleza de la razón, que permita su
reestructuración a partir de una educación racionalmente emocional.
Esta nueva fortaleza educativa debe ser una que utilice las bondades del diálogo y la
conversación, del deseo, el disfrute y el placer; en suma, las bondades de la emoción.
Quienes enseñamos debemos recordar que los espacios de enseñanza están conformados
no solo por mentes y razonamientos, sino también por corazones y saberes comunes que
determinan en gran medida cómo se adquieren y acomodan los nuevos conocimientos en
las estructuras mentales, como bien lo decía Ausubel con su teoría del aprendizaje
significativo; los profesores debemos comprender que las personas se mueven por las
emociones: la etimología de la palabra emoción – e-movere- indica ya esa capacidad
movilizadora y, el cerebro límbico, no es otra cosa que un gran cajonero de recuerdos y
memorias ancladas y suscitadas por asociaciones. Por eso, bien decía Antoni Gramsci que
el gran error está situado en creer y sostener que se puede adquirir el saber sin estar
apasionado por el objeto del saber, de ahí que lo que se aprenda en un espacio impregnado
por la emoción, sea inolvidable.
Y es que aprender significativamente, implica la construcción de sentido; la sensación de
pertenencia; la voluntad de adhesión. Implica, la construcción de significados que no son
meramente conceptuales y técnicos, sino también objetos de deseo. Quien aprende, desde la
perspectiva de la emoción, es un espectador ávido de motivación y, quienes enseñamos,
además de ofrecer epistemológicamente lo necesario para una educación integral de
calidad, somos actores que cotidianamente configuramos escenas que deberían despertar
sensaciones como la curiosidad, la expectación, la felicidad y por supuesto, la motivación.
En último lugar, en nuestro intento de asir las experiencias significativas se nos hace
necesaria la toma de conciencia frente a ciertas percepciones y comportamientos que
ligados a los prejuicios, nos pueden impulsar a realizar juicios incorrectos o poco
pertinentes frente a toma de decisiones. A estas percepciones o prejuicios, Kanheman
(2002) los ha denominado Sesgos Cognitivos y, Berson (2019), ha realizado una
agrupación basada en el problema que estos tratan de resolver: (1) demasiada información;
(2) información insuficiente; (3) Necesidad de actuar rápido y (4) qué es lo que debemos
recordar.
Bajo esta agrupación, podemos encontrar que en ocasiones pensamos que sabemos lo que
los demás piensan; notamos las fallas de los demás, pero no las nuestras; privilegiamos
opciones que se manifiestan simples y completas y descartamos aquellas que consideramos
complejas; preferimos las cosas, opiniones o situaciones divertidas, extrañas y extra
cotidianas, a aquellas que no lo son… ¿Por ser los profesores… no nos equivocamos? ¿Las
síntesis son más válidas que las opiniones o análisis extensos o complejos? ¿Lo divertido,
extraño y extra cotidiano es más valioso o completo que aquello que no se manifiesta de
esta forma? Si juzgamos con esta lupa a nuestros estudiantes, podríamos pasar de largo por
sus destrezas y habilidades, por sus inteligencias múltiples.
Así, nos encontramos que el sesgo de la maldición del conocimiento puede manifestarse
cuando estamos explicando un concepto o tema y partimos de la suposición de que nuestros
estudiantes poseen los antecedentes necesarios para comprender aquello de lo que
hablamos y, aunque nuestros estudiantes poseen conocimientos previos, no necesariamente
los poseen sobre todos los temas que se discuten. Esto podría ocasionar que el estudiante no
comprenda el concepto o tema en su totalidad.
El sesgo del resultado es quizá uno de los más importantes para nuestro quehacer, dado que
se emparenta íntimamente con la evaluación: se caracteriza por poseer una tendencia hacia
la toma de decisiones basada en el resultado y no en el proceso. Si todo el tiempo
incurriéramos en este sesgo, dejaríamos de lado la evaluación diagnóstica y formativa al
tiempo que estaríamos desvirtuando la idea de la evaluación como un proceso constante y
sistemático que no solo se evidencia al final de los procesos educativos.
Gracias al sesgo de anclaje, por ejemplo, podríamos vernos envueltos en situaciones en
donde la primera impresión, negativa o positiva de un estudiante, nos impulse hacia la toma
de decisiones posteriores. En este caso, podríamos estereotiparlo o juzgarlo a razón de sus
intervenciones concienzudas o la ausencia de ellas en la primera clase.
Y, el sesgo del status quo, nos convertiría es ese oxímoron que avanza mientras se queda en
el pasado, en ese que se detiene en un tipo de educación desanclada de las necesidades del
hoy, memorística y rutinaria como bien lo decía Zubiría unos párrafos atrás. Nos haría
reacios a nuevas metodologías de enseñanza, a nuevas tecnologías, a nuevos espacios y a
nuevos conocimientos, pues este sesgo está basado en el estatismo y en la zona de confort,
no concibe el cambio.
Por este motivo, es importante que en nuestro quehacer docente podamos detectar si
implementamos algún tipo de sesgo, no para suprimirlos, pero sí para hacerlos conscientes
y actuar de la mejor manera cuando los detectemos, pues, en palabras de Benson (2019),
estos no son susceptibles de ser superados.
Así las cosas, asir las experiencias significativas depende de la concienciación de la
práctica educativa, de quienes aprenden, de quienes enseñan, del contexto y de nosotros
mismos. Llevarlas a cabo nos arroja a empaparnos en diferentes ríos; supone arrojar al bote
de lo prescindible, aquellas prescripciones que fijan la mirada en “el método” con artículo
definido y no en “un método” con artículo indefinido. Requiere, además, que los profesores
sigamos aprendiendo cosas nuevas y útiles a lo largo de nuestro ejercicio; que no solo
caminemos el sendero hacia el horizonte, si no que alcancemos libres del halo de la
imposibilidad e incredulidad frente a las experiencias significativas.

Referencias
Berson, B. (2019). Códice sesgo cognitivo – visualización de datos | Categorización por
Buster Benson, Diseño algorítmico por John Manoogian III.
De Zubiría, J. “Un país en busca de esperanza que todavía no ha aprendido dialogar”.
Consultado el 07 de marzo de 2022. https://www.semana.com/opinion/articulo/un-
pais-en-busca-de-esperanza-que-todavia-no-ha-aprendido-dialogar-julian-de-
zubiria/642445/
Freire, P. (1994). Cartas a quien pretende enseñar. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Tomado de: chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/viewer.html?
pdfurl=https%3A%2F%2Faprendizaje.mec.edu.py%2Faprendizaje%2Fsystem
%2Fcontent%2Fc171493%2F300%2520-%2520Ciencias%2520sociales
%2F370%2520-%2520Educacion%2Fpablo%2520Freire%2FFreire%2520Cartas
%2520a%2520quien.pdf&clen=598627&chunk=true
Galeano, E. (s.f). Eduardo Galeano. Madrid: Siglo XX Editores. Tomado de: chrome-
extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/viewer.html?pdfurl=http%3A%2F
%2Fsigloxxieditores.com%2Fmedia%2Fimagenes
%2FHomenaje_a_Galeano.pdf&clen=3470534&chunk=true
Gallego R. Y Pérez, R. (1998). Aprendibilidad, ensenabilidad y educabilidad en las ciencias
experimentales. Revista Educación y Pedagogía XI(25), 89-117.
file:///D:/Luisa/Desktop/5861-Texto%20del%20art_culo-16274-1-10-20100615.pdf
Rosler, R. (2009, 22 de marzo). La cuadratura del círculo. Neurobiología y su impacto en la
Didáctica. http://filipides42-robi.blogspot.com/2009/03/la-cuadratura-del-circulo-
neurobiologia.html

También podría gustarte