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CIP – Democracia y Libertad

El octubre chileno : reflexiones sobre democracia y libertad / Benjamín


Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal [editores].
Incluye bibliografía.
1.- Chile – Política y Gobierno – Siglo 21. 2.- Problemas Sociales – Chile
– Siglo 21. I.- Ugalde Rother, Benjamín, ed. II.- Schwember Augier, Felipe, ed. III.-
Verbal Stockmeyer, Valentina, ed.

CDD 23
320.983 2020 RCA2

© Ediciones Democracia y Libertad


© Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (eds.)

http://www.democraciaylibertad.cl

Derechos reservados

Primera edición: junio de 2020


1.000 ejemplares

ISBN Tapa rústica 978-956-09494-0-0


ISBN Tapa dura 978-956-09494-1-7

Registro de Propiedad Intelectual N° 2020-A-4280

Diseño de portada: Elena Manríquez

Impreso en Andros Impresores


Hecho en Chile/Printed in Chile

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almacenada o transmitida en manera alguna por ningún medio sin permiso previo del editor.
El octubre chileno
Reflexiones sobre democracia y libertad

Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal


(editores)

Colección Actualidad

Santiago
2020
NO COUNTRY FOR LIBERALS? EL ESTALLIDO SOCIAL
CHILENO: UNA INTERPRETACIÓN RAWLSIANA

Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

1. Introducción

La protesta social que estalló en Chile en octubre de 2019 sorprendió


a todos por su virulencia y duración, así como por la extensión y pro-
fundidad del descontento expresado. La novedad de la protesta –su
aspecto más llamativo, y acaso perturbador– es que si bien fue gatillada
por una medida concreta del gobierno de Sebastián Piñera –un alza
en la tarifa del transporte público–, se transformó en un reclamo ge-
nérico que articuló distintos malestares teóricamente originados en el
“modelo” chileno de desarrollo, entendido en un sentido amplio como
la estructura de relaciones económicas y sociales que nos rigen. De ahí
que uno de sus lemas más representativo sea “no son 30 pesos, son 30
años”. En torno a esta idea se han repetido conceptos centrales como
“desigualdad”, “dignidad”, “justicia” y “abuso”, que si bien tienen már-
genes y sentidos difusos, entregan ciertas coordenadas respecto del tipo
de reclamo: estructural y de larga data.
Si el modelo chileno está en el banquillo, la conclusión parece
inevitable: la culpa la tienen los principios liberales que lo inspiran,
especialmente aquellos que refieren a la economía y a la justicia social.
Aunque se trata de un modelo socioeconómico que ha sufrido impor-
tantes variaciones desde su implementación original en dictadura –con
innovaciones en política social, comercio exterior y fortalecimiento
de la libre competencia llevadas a cabo por gobiernos que podríamos
asimilar a la socialdemocracia de la Tercera Vía– la premisa de la movi-
lización social es que estos cambios no han sido suficientes para alterar
la naturaleza esencial de su neoliberalismo. En cierta forma, podría
decirse que el modelo de desarrollo chileno fue animado en su génesis
por principios liberales clásicos y libertarios, que luego fueron mode-
radamente complementados por principios liberales igualitarios desde
1990 a la fecha. En este sentido, es legítimo preguntarse si este modelo
fundamentalmente liberal, y los principios que lo subyacen, son com-
patibles con la cultura pública chilena o si, por el contrario, lo que este

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Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

estallido muestra es que –para bien o para mal– los chilenos rechazan la
visión socioeconómica y de justicia que el liberalismo propone.1
Ahora bien, es evidente que hay distintas versiones del liberalismo,
que difieren principalmente en sus concepciones de justicia. Entre las
formulaciones canónicas de John Rawls y Robert Nozick, por ejemplo,
caben distintos modelos de sociedad, con arreglos socioeconómicos y
principios distributivos muy disímiles. Por ello, no es claro si acaso el
diagnóstico sobre el cual opera la protesta social manifiesta un rechazo
a una forma particular de liberalismo, o bien respecto a todas ellas, en
cuyo caso no cabría sino concluir que la cultura pública chilena –su con-
senso normativo sobre visiones básicas de justicia social–2 yace en otras
alternativas, como pueden serlo el socialismo, el populismo, el corpora-
tivismo, etcétera. En otras palabras, cabe preguntarse si la protesta social
debe interpretarse como intrínseca y fundamentalmente antiliberal en
sus demandas, o si, por el contrario, lo que la calle ha hecho es protestar
frente a “esta” versión del liberalismo, pero que –al menos en principio–
estaría de acuerdo con una versión que le pareciera más justa.
En este ensayo, sugerimos algunos elementos que respaldan esta
última hipótesis. Si bien el movimiento social –en la medida que uno
pueda atribuirle algún tipo de voluntad colectiva y establecer sus con-
tornos de pertenencia– podría terminar apoyando modelos alternativos
fundamentalmente distintos al liberal –como el modelo populista–,
aquí sostenemos que hay una versión del liberalismo que sigue siendo
compatible con la queja central y las demandas de la calle: el liberalis-
mo igualitario de corte rawlsiano. Por las razones que desarrollaremos,
creemos que la protesta social chilena, a pesar de haberse narrado como
un rechazo al modelo de “crecimiento con igualdad” que caracterizó
estos últimos treinta años, puede, no obstante, ser interpretada en clave
rawlsiana. En ese sentido, ella no implica per se un rechazo de la cultura
pública chilena a los principios del liberalismo igualitario.
El argumento, por ende, no es normativo. No diremos que el libe-
ralismo rawlsiano es filosóficamente superior a otras alternativas del
liberalismo. El argumento es, más bien, interpretativo: busca conectar

1 Para los efectos de este ensayo, no estamos considerando los cuestionamientos


que también se puedan estar realizando contra la dimensión estrictamente “po-
lítica” del liberalismo. Aunque, en un sentido amplio, ni la democracia ni las
libertades políticas y civiles básicas están bajo asedio frente a la actual protesta
social, hay ciertas versiones de esa democracia –liberal, pluralista y representati-
va– y del estado de derecho que posibilita el ejercicio de esas libertades, que sí
han sido objeto de distintos cuestionamientos tanto desde la teoría como desde la
práctica.
2 John Rawls, Political Liberalism (New York: Columbia University Press, 1993).

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No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

las demandas sociales tal cual son (correctas o no, justas o no) con diver-
sas versiones del liberalismo, para concluir que el liberalismo rawlsiano
–a pesar de lo que podría parecer en primera instancia– sí constituye un
horizonte normativo potencialmente compatible con las demandas por
mayor dignidad, igualdad y justicia que el movimiento ha expresado.
Para desarrollar este argumento, procedemos en tres pasos. Primero,
caracterizamos de manera muy sucinta los contornos principales de la
demanda social que se ha expresado desde el 18 de octubre de 2019
en las calles, y que cuenta –según todas las encuestas disponibles– con
un apoyo mayoritario en la población. A continuación, identificamos
cuatro versiones del liberalismo en términos de la justificación que cada
una de ellas emplea para admitir y legitimar desigualdades de resultados
en la esfera socioeconómica: una libertaria, una utilitarista, una clásica,
y una igualitaria. En el tercer paso, contrastamos las demandas sociales
con estos principios justificatorios de cada versión del liberalismo, y
evaluamos si hay oposición o compatibilidad entre estos y aquellas. Aquí
veremos en qué sentido las demandas sociales son reconciliables con el
liberalismo igualitario, pero no con las otras versiones del liberalismo
antes analizadas.

2. La protesta social chilena

La protesta y movilización social desde octubre a la fecha ha tenido dis-


tintas expresiones y cualquier intento de simplificarla corre los peligros
del reduccionismo. Desde el punto de vista de la composición, en ella
han confluido –como no se veía hace mucho tiempo en Chile– clases
medias y sectores tradicionalmente marginados del mercado formal y
la participación política. Desde el punto de vista del contenido, distin-
tos grupos han acentuado problemas y prioridades de diversa índole,
desde las carencias duras de la precariedad económica –expresadas en
la demanda de aumento de salario mínimo y pensión básica– a dolores
interseccionales donde confluyen variadas formas de opresión –de aquí,
por ejemplo, la poderosa reivindicación feminista que inyectó nuevos
bríos a la movilización social. Desde el punto de vista de las causas, aún
se discute si estamos en presencia de un movimiento eminentemente
generacional, acaso animado por aquella otra generación que vio sus
anhelos revolucionarios abruptamente truncados por la experiencia
autoritaria.3 Desde el punto de vista histórico, algunos han desdrama-

3 La tesis de la “pulsión generacional” tras el estallido social ha sido promovida


principalmente por Carlos Peña, “El malestar en la cultura”, El Mercurio, 20 de
octubre de 2019.

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Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

tizado observando que se trata de los ajustes propios –entre la realidad


social y las instituciones, o entre el hecho y la norma– que se producen
cada cierto tiempo en Chile, y que conllevan siempre una dosis de vio-
lencia.4 Desde el punto de vista comparado, mientras algunos subrayan
las particularidades del proceso neoliberal chileno y la consiguiente
inevitabilidad del estallido, otros sugieren que atendamos al panorama
global, donde fenómenos similares de malestar e impugnación de las
elites dirigentes se han reportado en prácticamente todas las regiones
del orbe, iniciando algo así como una “nueva normalidad” del siglo
XXI.5 Otros añaden que el desarrollo de la movilización no se puede
entender a cabalidad sin una reflexión sobre la horizontalidad de las
nuevas formas de comunicación, la pérdida de autoridad de los medios
tradicionalmente unidireccionales, y la formación de cámaras de reso-
nancia en redes sociales que facilitan la polarización política.6
Sin perjuicio de estos debates en curso, para los efectos de este
trabajo, consideramos que en casi todas las lecturas está presente,
como componente central, una demanda por “dignidad”. Se trata,
por supuesto, de un concepto disputado que permite distintos enten-
dimientos. Aquí lo entendemos como una demanda que incluye una
dimensión material y una dimensión relacional. Ambas dimensiones son
analíticamente independientes, pero están empíricamente imbricadas.
La dimensión material refiere, como lo sugiere el nombre, a las condi-
ciones materiales de vida. En el caso chileno, incluye, entre otras cosas,
el alto costo del transporte y los servicios básicos, el monto ínfimo de las
pensiones, las esperas y escasez de especialistas en salud, el abandono

4 Sobre la relación y ajuste entre el hecho y la norma a la luz del estallido social, ver
Fernando Atria, “Sobre el acuerdo y el momento constituyente actual: ¿podrá ser
reconocido?” Palabra Pública, n.° 16 (2019): 57-59. Sobre la violencia del mismo
estallido, como síntoma de crisis de la normatividad liberal, ver Cristóbal Bellolio,
“Sobre la violencia”, Revista Capital, 8 de noviembre de 2019; Daniel Mansuy, “El
Estado y la violencia”, El Mercurio, 25 de noviembre de 2019.
5 Sobre las protestas chilenas como parte de un fenómeno mundial en 2019, ver
Robin Wright, “The Story of 2019: Protests in Every Corner of the Globe”, The New
Yorker, 30 de diciembre de 2019. Sobre si acaso forman parte de un “momento po-
pulista” global, ver Cristóbal Bellolio, “Del fin de la historia de Fukuyama al fin de
la excepción chilena”, La Nación (Argentina), 2 de noviembre de 2019, y Daniel
Matamala, “La hora del populismo”, La Tercera, 18 de enero de 2020.
6 Sobre el efecto de las redes sociales en la polarización del debate político, ver
Alina Sîrbu, Dino Pedreschi, Fosca Giannotti, y János Kertész, “Algorithmic Bias
Amplifies Opinion Fragmentation and Polarization: A Bounded Confidence
Model”, PLoS ONE 14 (3) (2019). Sobre nuevas formas de comunicación y erosión
democrática, ver Yascha Mounk, The People Vs. Democracy. Why Our Freedom Is in
Danger and How to Save It (Cambridge: Harvard University Press, 2018).

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No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

de la educación pública, y así sucesivamente. La demanda por dignidad


implica aquí condiciones materiales de vida suficientes como para vivir
sin menoscabo al autorrespeto. En segundo lugar, la dignidad refiere a
cierta manera de concebir las relaciones sociales: el abuso, el maltrato
y el clasismo son su negación. La dimensión relacional de la dignidad
refiere entonces a que las relaciones sociales no se basen en el poder
relativo de cada cual, ni en jerarquías estatutarias de clase, raza o sexo.
En esta dimensión, la dignidad exige la constitución de relaciones
sociales horizontales basadas en el reconocimiento del otro como un
igual ciudadano.7
Si bien una fundamentación acabada de esta interpretación del re-
clamo por dignidad va más allá de las posibilidades de este ensayo, bien
vale recordar algunos de los abundantes y consistentes datos que las en-
cuestas muestran respecto a estos temas. En lo referente a la dimensión
material, todas las encuestas muestran sistemáticamente, y hace muchos
años, que la salud, la educación y las pensiones son (junto con la delin-
cuencia) las principales preocupaciones de los chilenos. En la encuesta
CEP de diciembre 2019 –después del estallido social– es notable cómo
suben estas tres demandas aún más, mientras que la delincuencia baja
muy significativamente.8 Ello sugiere que el “corazón” de la demanda
social está justamente en la provisión de condiciones materiales suficien-
tes para una vida digna, particularmente en ámbitos que son percibidos
como derechos sociales, es decir, vistos como constitutivos de la idea
de ciudadanía.
Respecto a la dimensión relacional, los estudios de la socióloga
Kathya Araujo observan que nuestra convivencia exhibe un proble-
ma serio. En sus palabras, “la igualdad se traduce hoy en un reclamo

7 Esta doble dimensión material y relacional explica incluso que demandas que
parecían contrarias al espíritu de la protesta hayan encontrado finalmente una
forma de presentarse como parte de ella. La satisfacción de la demanda “No+Tag”,
por ejemplo, implicaría una medida regresiva desde el punto de vista tributario
y negativa desde el punto de vista de las externalidades medioambientales. Sin
embargo, visto desde otra perspectiva, se construye desde un dolor económico
objetivo –una tarifa alta o que sube frecuentemente– y una percepción de abuso
por parte de una elite económica: los dueños de las autopistas.
8 Según dicha encuesta, dentro de los tres problemas más importantes a los que
el gobierno debería dedicarle mayor esfuerzo, las principales demandas eran en
pensiones (64%), salud (46%), educación (38%) y sueldos (27%). La delincuen-
cia (26%) bajó así hasta el quinto lugar, desde el primer lugar que había ocupado
en la encuesta anterior (mayo 2019), cuando obtuvo un 51%. Por su parte,
pensiones subió 18 puntos entre ambas encuestas, mientras salud, educación y
sueldos subieron en 12, 8 y 6 puntos, respectivamente. CEP, “Estudio nacional de
opinión pública”, 84 (diciembre de 2019).

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Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

ampliamente generalizado de horizontalidad en el lazo social”.9 La


dignidad, aquí, se relaciona entonces con un igual trato, con la idea de
igual ciudadanía. Existe, según Araujo,

“una aguda sensibilidad a las formas de tratamiento recibidas por los


otros (por ejemplo, las formas en que se es atendido en los servicios de
salud según sector social, la distribución de oportunidades laborales
en función de las redes de influencia, las actitudes paternalistas de los
políticos o las formas de intervención del espacio público del Estado).
El contenido implícito: somos todos iguales en la medida en que
recibimos el mismo trato en las interacciones cotidianas independien-
temente de la posición social, los signos de distinción que podamos
movilizar o las relaciones de poder que podamos ostentar”.10

Paradójicamente, ha sido la presente modernidad capitalista la que


ha contribuido a revolucionar las expectativas de trato, respecto de una
sociedad históricamente dividida entre estamentos de distinto prestigio
social. Lo que se exige, sostiene Araujo, es “una modificación generaliza-
da del trato estatutario entre todos los individuos”.11 La desigualdad de
trato “no desplaza en importancia a la desigualdad económica y jurídica,
pero se convierte en el barómetro principal desde el cual, particular-
mente en los sectores populares, las otras desigualdades son leídas”.12
Es decir, la justicia social en su conjunto tiende a ser evaluada por la
ciudadanía desde el prisma de las desigualdades de trato.13
Ahora bien, es interesante notar que son justamente las des-
igualdades de trato, junto con aquellas en educación y salud, las que
más molestan a los chilenos. Como mostró el estudio Desiguales, estas
son objetadas por el 66%, 67% y 68% de la población, respectivamente,
quedando así en los tres primeros lugares del ranking de desigualda-
des más molestas. Además, sabemos que en las últimas dos décadas ha
crecido la objeción a las desigualdades en educación y salud. 14 En

9 Kathya Araujo, “La igualdad en el lazo social: procesos sociohistóricos y nuevas


percepciones de la desigualdad en la sociedad chilena”, Dados, vol. 56, n.° 1
(2013): 120.
10 Kathya Araujo, “Desigualdades interaccionales e irritaciones relacionales: sobre
la contenciosa recomposición del lazo social en la sociedad chilena”, Documento
de Trabajo n.° 3, Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES)
(2016): 4-5.
11 Araujo, “La igualdad en el lazo social”, 120.
12 Araujo, “La igualdad en el lazo social”, 123.
13 Al respecto, ver también Andrés Velasco y Daniel Brieba, Liberalismo en tiempos de
cólera (Santiago: Debate, 2019), 150-152.
14 Las preguntas refieren al porcentaje de población que está en desacuerdo con
la expresión “es justo que aquellos que pueden pagar más tengan acceso a una

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No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

cambio, las desigualdades de ingreso molestan a un significativo, pero


menor, 53%.15
Juntando ambas dimensiones del reclamo por dignidad, podemos
advertir en qué sentido ciertas desigualdades son percibidas como lesi-
vas. Abuso, desigualdad, justicia, dignidad: la semántica de la protesta
social refiere íntimamente a un estado de cosas en que ciertas condicio-
nes materiales de vida (particularmente en ámbitos considerados como
derechos sociales) son vistas como abiertamente insuficientes para una
vida digna, y esa insuficiencia es atribuida a la indiferencia, acapara-
miento de oportunidades y tratos abusivos de una élite social, política y
económica que vive una realidad paralela y privilegiada, lo que a su vez
lesiona la dimensión relacional de la dignidad, al sentirse las personas
tratadas como poco importantes o inferiores.16
Sostenemos que este es, a grandes rasgos, el contenido fundamental
de la protesta ciudadana, más allá de las múltiples otras demandas que
esta sin duda también abarca. Para nuestros fines, esta caracterización es
suficiente para contrastarla con distintas versiones del liberalismo con el
fin de ver si estas son o no compatibles con dicha protesta.

3. Cuatro versiones del liberalismo

En esta sección, distinguimos entre cuatro versiones del liberalismo, a


partir de la manera en que justifican o legitiman la desigualdad de re-
sultados. Partimos haciendo una distinción entre la filosofía libertaria,
por un lado, y los liberales utilitarios, clásicos e igualitaristas, por otro.
Mientras los libertarios son indiferentes al tipo de distribución final en
la medida que sea producto de interacciones voluntarias, los segundos
hacen descansar la legitimidad de la desigualdad de resultados en la
existencia de un beneficio colectivo. En otras palabras, el libertaria-
nismo justifica un orden de mercado por sus cualidades intrínsecas,

mejor salud/educación para sus hijos”. El desacuerdo subió de 52% en 2000 a


64% en 2016 para el caso de la educación, y, para el mismo período, de 52% a
68% en el caso de la salud. Ver PNUD, Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la
brecha social en Chile (Santiago: Uqbar, 2017), 29.
15 PNUD, Desiguales, 28.
16 Sobre este último punto, las encuestas del PNUD muestran que “siete de cada
diez personas consideran que los empresarios tienen mucha o bastante influencia
en las decisiones que toma el Congreso. Por el contrario, menos de un tercio
opina lo mismo respecto de los movimientos sociales, los trabajadores o los
pueblos indígenas”. PNUD, Diez años de auditoría a la democracia: Antes del estallido
(Santiago: 2019), 11.

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Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

poniendo en el centro de su visión normativa el respeto irrestricto a los


derechos de propiedad de cada cual. En los otros casos, se incorpora
una arista de evaluación consecuencialista.
Las teorías libertarias han emergido de autores liberales canónicos,
como es el caso de la teoría de Robert Nozick,17 que a su vez se desarro-
lla a partir de las ideas de John Locke18 sobre la propiedad. A grandes
rasgos, pensaba Locke, la propiedad se genera al mezclar nuestro traba-
jo con la tierra que trabajamos, como si fuera una extensión de nuestro
cuerpo. Si sobre nuestros cuerpos somos legítimos amos y señores,
entonces también lo somos respecto de nuestra propiedad.19 Podemos
hacer con ella lo que dicte nuestra conciencia. La legitimidad de nues-
tras posesiones, y por ende la justicia de la desigualdad de resultados, no
depende entonces del cumplimiento de ningún patrón de distribución
predeterminado, ni de que se haya producido un beneficio agregado.
La justicia de una distribución final solo depende de que hayamos ad-
quirido y transferido nuestros bienes en regla, es decir, sin fraude. Los
libertarios a-la-Nozick son genuinamente indiferentes al tipo de distri-
bución final. Si resulta ser igualitaria, bien. Si resulta ser fuertemente
desigual, bien también. Como lo describe Amartya Sen, los derechos
económicos de los individuos en la teoría libertaria “no pueden quedar
oscurecidos por sus resultados, por muy horrible que sean estos”.20
Si bien suele observarse que Rawls elaboró su teoría de justicia preci-
samente para oponerse al utilitarismo filosófico en boga, no se puede
decir que su teoría sea indiferente a los resultados como sí lo es la teoría
de Nozick. Los libertarios son los únicos de la familia liberal, en un sen-
tido amplio, genuinamente indiferentes a los resultados. Ello se debe a
que, para esta visión, la inviolabilidad de los derechos de propiedad en
su sentido más amplio tiene primacía sobre cualquier consideración de
beneficio social agregado.
Esta visión contrasta con las otras tres versiones del liberalismo
que identificamos, todas las cuales descansan en la idea de que
las desigualdades de resultados se justifican en función del
beneficio agregado o colectivo que dichas desigualdades producen.
Históricamente, al liberalismo no le ha sido indiferente el resultado
final de la distribución. La preferencia de liberales clásicos y liberales
utilitaristas por economías libres, abiertas y descentralizadas se basa

17 Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia (New York: Basic Books: 1974).
18 John Locke, Segundo tratado del gobierno civil (Madrid: Alianza Editorial, 2004).
Esta obra fue originalmente publicada en 1689.
19 Locke, Segundo tratado.
20 Amartya Sen, Desarrollo y Libertad (Barcelona: Planeta, 1999), 89.

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No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

en el entendido que dichas economías son mejores para todos. El


liberalismo igualitario también descansa en esta promesa de win-win. No
obstante, cada una de estas corrientes liberales entiende ese beneficio
colectivo de una manera algo distinta.
Para referirnos al liberalismo clásico, echaremos mano a Adam
Smith. Según el filósofo escocés, cada individuo participa en el inter-
cambio de bienes y servicios persiguiendo su propio interés. El resultado
agregado de la actividad de una multitud de agentes buscando su propio
beneficio es el beneficio de la sociedad entera. De ahí la conocida alu-
sión a la mano invisible. En su Teoría de los sentimientos morales, Smith
sostiene que, a pesar del egoísmo y rapacidad de los ricos, orientado a
su exclusiva conveniencia, “una mano invisible los conduce a realizar
casi la misma distribución de las cosas necesarias para la vida, que habría
tenido lugar si la tierra hubiese sido dividida en porciones iguales entre
todos sus habitantes, y así sin pretenderlo, sin saberlo, promueven el
interés de la sociedad y aportan medios para la multiplicación de la
especie”.21 Más tarde, en La riqueza de las naciones, Smith reconoce
que los individuos no buscan el interés público ni están conscientes de
cuánto lo promueven cuando buscan su propia ganancia. Sin embargo,
en estos casos, los individuos “son conducidos, como por una mano in-
visible, a promover un fin que nunca tuvo parte en su intención”.22 Es
decir, Smith entendía el liberalismo económico como un juego donde
todos ganan. En cambio, Smith no habría promovido con el mismo en-
tusiasmo un sistema donde cada individuo persigue su interés propio y
el resultado es el beneficio de unos pocos y el empobrecimiento de la
mayoría. Smith estaba consciente de que el atractivo normativo de su
propuesta es el win-win.
Cuando hablamos de liberalismo utilitarista, en cambio, estamos
pensando en términos generales en la filosofía benthamita que señala
que los principios de la moral y la legislación deben juzgarse en la
medida que se acerquen o se alejen de la mayor utilidad del mayor
número. En general, la economía neoclásica (y los economistas neo-
clásicos) se han orientado por este principio para determinar cuáles
políticas públicas son deseables. Un exponente moderno de esta filoso-
fía es el economista Milton Friedman, que aboga por un sistema de libre
mercado justamente por su capacidad de crear riqueza y así agrandar
la torta del producto nacional. Desde esta perspectiva, “el utilitarismo

21 Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales (Madrid: Alianza Editorial, 1997),
333. La primera edición de esta obra es de 1759.
22 Adam Smith, La riqueza de las naciones (Madrid: Alianza Editorial, 1994), 554. La
primera edición de esta obra es de 1776.

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Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

neoliberal argumenta que […] el Estado mínimo puede ser justifica-


do en base a sus resultados”;23 es decir, la preferencia por un Estado
mínimo descansa en la afirmación empírica que las economías abiertas
y con mínima interferencia estatal fomentan tanto la prosperidad como
la libertad política.24 Es, como se advierte, una justificación de corte
consecuencial. La libertades económicas son fundamentales en tanto
son responsables de la inédita prosperidad que ha experimentado casi
todo el planeta en los últimos siglos. En términos de bienestar material,
sostiene Friedman, todos estamos mejor gracias al capitalismo.
En este sentido, la escuela de Chicago con la cual identificamos a
Friedman se separa de la escuela austríaca con la cual identificamos a
Ludwig von Mises: mientras los austríacos siempre tuvieron una objeción
moral con el estado (algunos fueron derechamente anarcocapitalistas),
los de Chicago apuntaban a eliminar ciertas regulaciones por su po-
tencial ralentizador de la economía. Lo interesante, reiteramos, es que
incluso la visión de Friedman no es indiferente al beneficio agregado
del sistema. Si la justicia del sistema descansa en la comprobación empí-
rica de dicho beneficio agregado, el sistema deja de ser justo cuando se
comprueba que solo ganan unos pocos. Como todas las justificaciones
de corte consecuencialista, hay que atender al resultado. Si el resultado
no cumple con lo esperado, entonces hay que evaluar modelos alternati-
vos. En este sentido, Friedman es explícito en afirmar que el capitalismo
beneficia a todos, y no solamente a los ricos:

“In the only cases in which the masses have escaped from the kind of
grinding poverty you’re talking about, the only cases in recorded his-
tory, are where they have had capitalism and largely free trade. If you
want to know where the masses are worse off, worst off, it’s exactly in
the kinds of societies that depart from that. So that the record of history
is absolutely crystal clear, that there is no alternative way so far discove-
red of improving the lot of the ordinary people that can hold a candle
to the productive activities that are unleashed by the free-enterprise
system”.25

23 Teppo Eskelinen, “Neoliberalism”, en Deen K. Chatterjee, ed., Encyclopedia of


Global Justice (New York: Springer, 2011), 751.
24 Milton Friedman, Capitalism and Freedom (Chicago/London: University of
Chicago Press, 2002).
25 Milton Friedman, Entrevista televisada con Phil Donahue (1979): “En los únicos casos
en que las masas han escapado de la pobreza extrema de la que estás hablando
–los únicos casos en la historia registrada– son aquellos en donde ellas han tenido
capitalismo y un extendido libre comercio. Si tú quieres saber en dónde las masas
se encuentran peor –pésimo–, ello sucede precisamente en el tipo de sociedades
que se apartan de aquello. Así, el registro de la historia es claro como el agua:

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No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

Friedman creía que el capitalismo con Estado mínimo traía todas


las cosas buenas juntas: libertad política, menor pobreza, e incluso,
mayor igualdad.26 Por ello, no confrontó los posibles trade-offs entre
estas dimensiones, y, en particular, la posibilidad de que un capita-
lismo con Estado mínimo produjera a la vez más crecimiento y más
desigualdad.
El liberalismo utilitarista y el clásico tienen fuertes semejanzas. No
obstante, creemos que hay una diferencia crucial entre ellos. El liberalis-
mo utilitarista cifra la legitimidad del orden social en que todos estemos
mejor en promedio. Por ello, los economistas que recomiendan políticas
de mínima intervención estatal en la economía “con frecuencia recono-
cen que dichas políticas resultan en mayores grados de desigualdades
en la distribución del ingreso”, pero argumentan que “las ganancias
totales en bienestar son suficientemente grandes como para justificar
dichas desigualdades”.27 En otras palabras, el crecimiento de la torta
es tal que bien vale aceptar mayores desigualdades en la forma en como
esta se reparte; incluso, posiblemente, si algunos quedan peor en un
sentido absoluto, pues, al menos en teoría, se les podría compensar su
pérdida gracias al tamaño más grande de la nueva torta. A diferencia de
este razonamiento utilitario, el énfasis de Smith en el bienestar de los
más pobres como evidencia directa de las bondades del sistema de libre
intercambio sugiere que, para el liberalismo clásico, una distribución
justa es aquella que deja a todos –es decir, a cada uno– en una mejor
situación.28

hasta ahora no se ha descubierto un camino alternativo para mejorar la suerte de


la gente común y que pueda estar a la altura de las actividades productivas que son
desencadenadas por el sistema de libre empresa” (traducción de los editores).
26 En sus términos: “A society that puts equality–in the sense of equality of out-
come–ahead of freedom will end up with neither equality nor freedom. […] On
the other hand, a society that puts freedom first will, as a happy by-product, end
up with both greater freedom and greater equality”. Milton Friedman y Rose
Friedman, Free to Choose A Personal Statement (New York: A Harvest Book/Harcourt
Brace & Company, 1980), 148. “Una sociedad que ponga la igualdad –en el sen-
tido de igualdad de resultados– delante de la libertad terminará sin igualdad ni
libertad […] por el contrario, una sociedad que ponga la libertad primero termi-
nará –como un feliz subproducto– con ambas, mayor libertad y mayor igualdad”
(traducción de los editores).
27 Eskelinen, “Neoliberalism”, 751.
28 En apoyo a esta diferenciación entre liberalismo utilitario y clásico, notamos que
el mismo Sen ha rechazado la caracterización de Smith como un utilitario, pues
Smith explícitamente rechaza que el razonamiento moral se pueda reducir a una
métrica única de bienestar como placer/dolor. Amartya Sen, The Idea of Justice
(London: Allen Lane, 2009).

269
Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

Finalmente, tenemos el liberalismo igualitario. En su formulación


canónica, Rawls (1971) establece un doble principio de justicia que
tiene por función regular la desigualdad admisible en una sociedad bien
ordenada. Especialmente a través del llamado principio de la diferencia,
Rawls refleja la importancia de mejorar la situación de los menos aven-
tajados en la distribución de las recompensas sociales. Es cierto, como
se le ha criticado desde la izquierda, que el principio de diferencia rawl-
siano puede coexistir con altos niveles de desigualdad, en la medida que
los menos aventajados estén siempre mejorando su situación. Pero el
propio Rawls establece una serie de mecanismos y condiciones que man-
tienen esa desigualdad a raya. Lo relevante, para los propósitos de este
ensayo, es que Rawls confiesa que preferiría una distribución igualitaria
salvo que una distribución desigual sea mejor para todos.29 Rawls piensa
que lo segundo es más probable porque entiende el rol que cumplen
los incentivos en una economía. Parafraseando a Adam Smith, Rawls
entiende que no es por la benevolencia del panadero, ni del cervecero
ni del carnicero que tendremos nuestra cena esta noche. El bienestar
de la sociedad, en especial de los menos aventajados, diría Rawls, se ob-
tiene en cierto modo porque se les permite a las personas que traten de
mejorar su propia situación socioeconómica. En resumen, el liberalismo
rawlsiano acepta la desigualdad solo a cambio de un arreglo beneficioso
para todas las partes. Es por ello también un liberalismo win-win. La le-
gitimidad de la desigualdad, y del orden social que la admite, depende
de que se cumpla la promesa de beneficio mutuo.
De lo anterior, se advierte que, al igual que Smith pero a diferencia
del liberalismo utilitarista, la legitimidad del orden social rawlsiano
depende de que cada persona esté mejor, y no solo que en promedio la
gente lo esté. No es el mero crecimiento del ingreso per cápita lo que
importa, sino que los más pobres se hayan de hecho beneficiado del
orden social instaurado. Pero hay también una diferencia importante
con el liberalismo clásico a-la-Smith, que guarda relación con la res-
puesta a la pregunta: ¿cuál es la línea de base o punto de comparación
respecto al cual se mide si un grupo está mejor? En otras palabras,

29 “The difference principle permits diverging from strict equality so long as the
inequalities in question would make the least advantaged in society materially
better off than they would be under strict equality”. Julian Lamont y Christi Favor,
“Distributive Justice”,  in The Stanford Encyclopedia of Philosophy, Edward N. Zalta,
ed. (Stanford: Winter, 2017). “El principio de diferencia permite divergir de la
igualdad estricta en tanto las desigualdades en cuestión hagan mejor material-
mente a los menos aventajados de la sociedad de lo que estarían bajo una estricta
igualdad” (traducción de los editores). Es decir, el principio establece que solo
son permisibles las desigualdades económicas que favorecen (en un sentido abso-
luto) a los que están peor en la distribución de ingresos.

270
No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

¿se estaría mejor respecto a qué? La respuesta clásica y utilitarista más


evidente es utilizar un criterio empírico, ya sea histórico y/o comparativo:
comparamos los resultados de un sistema liberal con los obtenidos en
el pasado con otros modelos, y/o los comparamos con los obtenidos
por otros países con modelos distintos al propio. El argumento liberal
tradicional es que el mercado produce, justamente, mejores resultados
que los obtenidos en el pasado, y mejores que los países que usan siste-
mas alternativos. Smith, sin ir más lejos, destacaba las bondades de una
sociedad comercial con división del trabajo porque en ella, aunque hay
desigualdad, el aumento de la riqueza posibilita que hasta el campesino
más humilde, si es industrioso, viva mejor que un rey africano dueño de
la vida de diez mil salvajes desnudos. En cambio, el punto de compara-
ción rawlsiano no es empírico, sino contrafactual: lo relevante es si el
sistema adoptado maximiza la posición de los que están peor, es decir, si de
todos los modelos institucionales posibles, este es el mejor posible para
estos. Que un modelo sea mejor que los implementados por el propio
país en el pasado, o que los de otros países en la actualidad, no basta
para declarar la victoria: se necesita, además, llegar al convencimiento
de que no hay una alternativa aún no implementada que deje todavía
mejor a los que ocupan los puestos más bajos del orden socioeconómi-
co. El umbral justificatorio es, pues, significativamente más elevado.

4. Las protestas sociales y el liberalismo: ¿alguna


posibilidad de reencuentro?

¿Hay alguna posibilidad de reconciliar el contenido concreto de las


demandas sociales por mayor dignidad –según las desarrollamos en
la segunda sección– con al menos algunas visiones normativas sobre
desigualdad de resultados recién discutidas? Veamos si ello es posible,
caso a caso:
a) Libertarianismo: Para el libertarianismo, como vimos, la justicia
del orden social no se funda en el grado de desigualdad distributiva
que pueda existir en una sociedad, sino en que las transacciones que
hayan llevado a dicha distribución hayan sido voluntarias y sin fraude.
Es la historia del proceso, y no el patrón de distribución resultante, lo
que legitima el orden económico-social existente. Dado ello, es difícil
advertir algún punto de conexión entre la protesta social y esta vertiente
filosófica.
En primer lugar, vimos que la demanda por dignidad, en su aspecto
material, reclama condiciones de vida suficientes –en pensiones, edu-
cación y salud, por ejemplo– y resiente que el acceso a bienes como la
salud estén condicionados por el ingreso de cada cual. El libertarianismo

271
Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

ortodoxo rechaza de plano que exista algo así como un nivel mínimo
material que deba ser provisto a cada persona, así como la idea de que
la falta de acceso a ciertos bienes por parte de algunas personas cons-
tituya una afrenta a su dignidad. Y si no existe una obligación política
de proveer mínimos suficientes, menos la hay de reducir desigualdades
de ingresos o de acceso a bienes. Al fin y al cabo, como los derechos de
propiedad de cada cual son tan robustos, cualquier impuesto con fines
redistributivos es ilegítimo. En palabras de Nozick, “tan fuertes y exten-
sivos son estos derechos que hacen surgir la pregunta respecto a qué, si
algo, el Estado y sus funcionarios tienen permitido hacer”.30
Por su parte, la dimensión relacional de la demanda por dignidad
tampoco es acogida por el pensamiento libertario. La idea de que la
dignidad requiere relaciones estatutariamente horizontales le es ajena;
la dignidad está, más bien, en tratar a todos como iguales agentes
morales, evitando el fraude y el engaño en el trato. Pero ni el clasismo
ni ciertas formas sociales de abuso son, en sí mismos, problemáticos. El
clasismo, el nepotismo o el trato preferencial de algunos sobre otros es
parte del ámbito de la libertad de cada cual. Si quiero contratar a una
amiga o un primo, es mi problema; no hay requerimiento de igualdad
de oportunidades ni nada que se le parezca. Si quiero discriminar a
una pareja del mismo sexo en mi negocio, también es mi problema; la
libertad de contratar no se somete al principio de no-discriminación.
Por su parte, el libertarianismo se opone a las agencias antimonopolio
y su activa “regulación” del mercado. Por lo tanto, el uso del poder
económico para cobrarle más a los consumidores o para coordinarse
con otros oferentes no es en sí problemático, pues prohibirlo implicaría
una intromisión ilegítima del Estado en la manera en que cada uno usa
su propiedad.
Por todo esto, concluimos que no hay reconciliación posible entre el
libertarianismo y las demandas de la protesta social chilena.
b) Liberalismo utilitarista y clásico: Es un lugar común señalar que el
“modelo” chileno se funda en el liberalismo económico, en general,
y en su versión Chicago, en particular. Para este liberalismo, vimos,
lo esencial del libre mercado es que aumenta el bienestar agregado,
aumentando así el bienestar promedio más que el socialismo u otras
formas económicas alternativas. La aseveración de que es el crecimiento
el que permite financiar prestaciones sociales y el gradual aumento de
los salarios, ha proveído por décadas la justificación central para la man-
tención de este modelo y le ha dado su sustento normativo: la promesa
de un win-win.

30 Nozick, Anarchy, State and Utopia, xix.

272
No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

Si aquí está el corazón del modelo chileno, la protesta social chile-


na puede verse, entonces, como una protesta contra este liberalismo
y contra el crecimiento como idea legitimadora de un orden social
justo. ¿Podrían, no obstante, encontrarse recursos desde dentro del
liberalismo económico –ya sea en su versión utilitarista o clásica– para
responder a ella?
No debe menospreciarse que, al ser un liberalismo consecuencia-
lista, todo lo que contribuya a aumentar la eficiencia y la productividad
le es funcional. Si eso se consigue combatiendo duramente la concen-
tración económica y la colusión, y así crear reales condiciones de libre
competencia, así debe ser. También habría que combatir el clasismo, en
tanto se opone a la meritocracia y bloquea el reclutamiento a posiciones
de importancia de individuos talentosos y capacitados, pero de origen
social ajeno a la élite. Es cierto que estos asuntos no han sido así en la
práctica. Lo que advertimos es su compatibilidad normativa; en sí mismo,
el liberalismo económico no favorece ni la colusión ni el clasismo.
Quizás, una formulación exigente y actualizada de este liberalismo, que
se hiciera cargo de estos puntos, podría todavía alcanzar importantes
grados de aceptación.
Con todo, nos parece que –para bien o para mal– en la protesta
social chilena hay demandas cruciales que no pueden acomodarse
dentro de este paradigma. Desde el punto de vista de la dignidad, el
problema refiere fundamentalmente a que no cualquier nivel de
desigualdad es consistente con esta. El no sentir vergüenza de mis condi-
ciones materiales, por ejemplo, como bien ha señalado Sen, depende de
las condiciones relativas. Por ello, la dimensión material de la dignidad
no se puede satisfacer simplemente aumentando el nivel absoluto de
prestaciones. Las desigualdades agudas en educación y salud, en fun-
ción del ingreso de cada cual, son experimentadas como indignidades.
Análogamente, la dimensión relacional de la dignidad tampoco es in-
diferente a la desigualdad. Como enfáticamente ha señalado Elizabeth
Anderson,31 lograr establecer relaciones sociales horizontales, ausencia
de dominación e igual ciudadanía requiere imponer cierto límite a las
desigualdades materiales.32 El liberalismo económico poco tiene que
decir respecto a la desigualdad, salvo esperar que el mismo progreso

31 Elisabeth Anderson, “What is the Point of Equality?”, Ethics 109, n.° 2 (1999):
287-337.
32 El punto se puede hacer al revés: cuando las desigualdades materiales son dema-
siado altas, se abren las posibilidades para la dominación de facto de unos sobres
otros, y ya no es posible sostener las condiciones para la igual ciudadanía. Por
cierto, y como también señala Anderson, en la medida en que haya cortapisas más
eficaces para separar el poder económico del político (entre otras condiciones),

273
Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

económico que favorece la vaya morigerando gradualmente –la tesis,


como vimos, de Milton Friedman. No obstante, y como muestran las
actuales tendencias sobre desigualdad de ingresos en los países desarro-
llados, no hay ninguna garantía de que ello sea así.
Ahora bien, el liberalismo económico tiene como gran punto a su
favor que ha cumplido su promesa principal: en estos últimos treinta y
cinco años, las condiciones materiales de vida de los chilenos se altera-
ron para bien, en forma bastante radical. Una frustración que muchos
liberales sienten respecto a las protestas sociales es que estas parecen
desconocer de raíz esta fundamental mejora en las condiciones de vida
de los chilenos. Según indicadores de ingresos, de educación, de salud,
de reducción de la pobreza, de vivienda, etcétera, los últimos treinta
años fueron los mejores de Chile, situándolo por primera vez en la his-
toria a la cabeza de América Latina (en primera o segunda posición)
en casi todas estas materias. Es decir, ya sea respecto a la propia historia
patria o respecto al progreso relativo o absoluto de los otros países de la
región, el modelo chileno aparece como singularmente exitoso. Y, sin
embargo, la protesta parece ignorar este hecho.
No tenemos elementos para saber a ciencia cierta si las personas
simplemente desconocen esta evidencia; es decir, si el problema se
vincula a la ignorancia respecto a la realidad fáctica, a hechos y datos.
Es una posibilidad.33 Sin embargo, nos parece más plausible suponer
que las personas saben que viven en mejores condiciones que sus padres
y que sus abuelos, a pesar de que puedan, al mismo tiempo, idealizar
ciertos aspectos no materiales de la vida en épocas pretéritas.34 Si
esta segunda suposición es cierta, el problema no es de ignorancia o
“cognición cultural”, sino de indiferencia: el hecho de que las cosas
estén mejor que antes simplemente no es suficiente como discurso
justificatorio de la justicia del modelo. Por ello, las encuestas de

aumenta el grado de desigualdad que sigue siendo consistente con la igual ciuda-
danía. Ver Anderson, “What is the Point of Equality?”.
33 Estudios en psicología cognitiva y políticas públicas sugieren que las personas
aceptan o rechazan la evidencia que se les presenta dependiendo de sus visiones
previamente concebidas, lo que se ha identificado como el fenómeno de cog-
nición cultural. Ver Dan M. Kahan y Donald Braman, “Cultural cognition and
public policy”, Yale Law & Policy Review 24 (2006): 149-172. O bien dependiendo
de la posibilidad de aceptación social en la tribu o círculo social de pertenen-
cia, revisar Hugo Mercier y Dan Sperber, The Enigma of Reason (Cambridge:
Harvard University Press, 2019). Asimismo, Steven Sloman y Philip Fernbach, The
Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone (New York: Riverhead Books, 2017).
34 Lo que puede ir desde la noción concreta de “vida de barrio”, hasta otras más
abstractas respecto de la densidad del tejido social y solidaridad comunitaria de
otros tiempos.

274
No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

opinión, hace ya varios años y de manera consistente, muestran que


una amplia mayoría de chilenos desea priorizar la igualdad por sobre
el crecimiento económico. El discurso del crecimiento económico
como gran financiador del aumento del gasto en política social, si bien
empíricamente sensato, ha demostrado una y otra vez su incapacidad
normativa de legitimar el orden existente.
Si esto es correcto, representa un desafío crucial tanto para el li-
beralismo utilitarista como para el liberalismo clásico. Si el estándar
para la legitimidad es la mejora en promedio de las condiciones de vida
(resumido en el aumento del PIB per cápita), o bien se le agregue el
requerimiento específico que los pobres estén mejor (a-la-Smith) que
en otras sociedades, el modelo chileno ha cumplido con creces. Y, sin
embargo, a la protesta social no parece importarle mucho este punto. El
reclamo por la dignidad, entonces, tiene un aspecto distribucional que
lo hace, en buena medida, incompatible con estos liberalismos.
c) Liberalismo igualitario: A primera vista, es plausible sostener que
los gobiernos de la Concertación fueron, al menos en parte, liberales
igualitarios en inspiración. El eslogan “crecer con igualdad” –que usó
en campaña Ricardo Lagos Escobar– resume la manera en que dicha
coalición política intentó legitimar el modelo económico heredado de
la dictadura. Avances importantes en materias como el AUGE, la pen-
sión básica universal, ingreso ético, y varias otras, permiten sostener que
el modelo chileno de los últimos treinta años no fue indiferente a las
condiciones materiales de los más pobres (y, en el caso del AUGE, no
solo de ellos).35 Esto parece ser un intento rawlsiano por distribuir los
frutos del crecimiento de forma tal que beneficien a todos, es decir, un
win-win. No obstante, la protesta social reclama: “no son 30 pesos, son
30 años”. No parece haber espacio, siquiera, para acomodar la protesta
social chilena dentro de un marco liberal igualitario.
Nosotros sostenemos que ello sí es posible, al menos desde un
punto de vista teórico (y entendiendo, por lo tanto, que el modelo de la
Concertación fue más bien una tímida aproximación empírica al ideal
rawlsiano, y no un modelo diseñado “desde cero” a tal efecto). Desde
el punto de vista de la demanda por dignidad, creemos, el liberalismo
igualitario –a diferencia del libertarianismo y del liberalismo económico
estrictamente utilitarista– recoge teóricamente sin ambages dicha de-
manda, tanto en su aspecto material como relacional.

35 Fue justamente en el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006) que la desigual-


dad, medida de acuerdo con el índice Gini, disminuyó sostenidamente, en tanto
el ingreso per cápita también aumentó de manera relevante, una situación de
crecimiento con disminución de la desigualdad que también ocurrió durante el
primer gobierno de Piñera (2010-2014).

275
Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

Materialmente, vimos que Rawls exige que el sistema económico sea


tal que maximice la posición de los que están en peor situación; por lo
tanto, las únicas desigualdades materiales permitidas son aquellas que
cumplen dicho fin. Esto le pone, por así decirlo, un límite interno a la
desigualdad, constriñéndola fuertemente: el nivel de los más pobres
depende, necesaria y casi mecánicamente, del que tienen los más ricos.
Esto provee un acceso suficiente a ingresos y bienes como educación,
pensiones y salud que sea consistente con la idea de igual ciudadanía.
Por su parte, en términos de dignidad relacional, uno de los bienes
primarios que Rawls considera esencial en una distribución justa –junto
con la libertad, las oportunidades y la riqueza material– son las bases
sociales del autorrespeto. En concreto, estas refieren a las condiciones
sociales que permiten a cada ciudadano desarrollar un cierto grado de
autoestima o percepción del valor propio. Por ejemplo, una sociedad
donde algunos se ven a sí mismos como dignos de especial considera-
ción y trato, mientras otros son socializados desde la infancia acerca de
su escasa valía, no está proveyendo las bases sociales del autorrespeto
a los segundos. El clasismo y el racismo, por ejemplo, se sostienen en
la creencia de que hay cierto grupo de personas que es inherente-
mente superior a otros grupos. De manera complementaria, Elizabeth
Anderson ha desarrollado la idea de la igualdad relacional: esta se con-
solida cuando las personas se relacionan unas con otras en un pie de
igualdad.36 Lo contrario a la igualdad relacional son las jerarquías de
estatus dictadas por la raza, la clase, el género u otras semejantes, donde
un grupo puede dominar o imponer sus términos sobre otro.
Estas consideraciones son relevantes para el caso chileno, pues se
trata de una sociedad con fuertes resabios estamentales, e informalmen-
te estructurada en torno a jerarquías de clase y raza. Ejemplos abundan:
la diferencia entre tener un apellido de origen castellano-vasco o an-
glosajón versus uno de origen mapuche se traduce con frecuencia en
oportunidades diferenciales y/o discriminación; la gente percibe que,
con frecuencia, es maltratada debido a su clase social, y esto ocurre
tanto en los lugares de trabajo como en los propios servicios públicos;37
en Chile, la sociedad y los profesores asumen que los niños de tez más
blanca tendrán mejor rendimiento académico, y los alumnos de tez
más oscura comparten esa apreciación y reportan una menor confianza
en sus propias competencias.38 Por tanto, sugerimos, la demanda por

36 Anderson, “What is the Point of Equality?”.


37 PNUD, Desiguales.
38 Joke Meeus, Roberto González y Jorge Manzi, “Ser ‘blanco’ o ‘moreno’ en Chile:
el impacto de la apariencia en las expectativas educativas y las calificaciones es-

276
No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

dignidad se puede pensar, en un sentido filosófico y desde una pers-


pectiva liberal igualitaria, como una demanda por una sociedad donde
cada persona pueda contar con las condiciones sociales que le permitan
desarrollar su autorrespeto, y se pueda relacionar con otras desde un pie
de igualdad, es decir, como iguales ciudadanos.
Finalmente, nótese que vimos que el liberalismo igualitario, a di-
ferencia de los otros liberalismos discutidos previamente, justifica su
promesa de win-win no en comparación al pasado del país, o en com-
paración a modelos implementados en otros lugares, sino frente al
contrafactual de si acaso estamos en presencia del modelo que maximi-
zaría la posición de los que están peor. Es interesante evaluar el modelo
chileno a la luz de este criterio, en lugar de evaluarlo frente a los crite-
rios empíricos discutidos en la sección anterior. Frente a estos últimos,
como vimos, el modelo chileno ha sido plenamente exitoso. Frente al
criterio rawlsiano, mucho más demandante, cuesta pensar que estemos
actualmente en el modelo que maximiza la posición de los que están
peor. Discutir exactamente cuál sería ese modelo requiere profundas
y complejas consideraciones empíricas que no podemos elaborar aquí.
Por ahora, nos basta rescatar el punto normativo. En el siguiente gráfico
desarrollamos dicha idea.

Ingreso

B
D

Percentil de la
distribución

El eje Y mide el ingreso de las personas; el eje X, su percentil de in-


greso, es decir, en él ordenamos a las personas desde la más pobre a la
más rica. Supongamos que en 1970 la distribución del ingreso era como
en la línea A, es decir, con alta desigualdad y un bajo ingreso promedio.
La línea B es paralela a la línea A, pero desplazada hacia arriba, y la

colares”, en Jorge Manzi y María Rosa García (eds.), Abriendo las puertas del aula.
Transformación de las prácticas docentes (Santiago: Ediciones UC, 2016), 515-542.

277
Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

usamos para imaginar la distribución actual del ingreso; es decir, una


donde todos han ganado, pero la distribución es aproximadamente tan
desigual como en 1970. Sin duda, B representa una mejora respecto de
A. Ello refleja que el modelo actual ha generado mucha riqueza, aun
si no ha cambiado mucho la distribución del ingreso. La superioridad
de B por sobre A refleja la justificación política del liberalismo econó-
mico que subyace al modelo actual: es, innegablemente, una situación
de win-win respecto al modelo anterior (1970). Por su parte, la línea C
representa el primer contrafactual rawlsiano: la plena igualdad. Todos
ganan lo mismo, pero todos ganan menos que en B, debido a la enorme
pérdida de productividad que implicaría un modelo donde el mayor
esfuerzo no se traduce en mayores recompensas. En ese sentido, B
representa una mejora no solo smithiana, sino también rawlsiana, res-
pecto a C. Sin embargo, el contrafactual clave para Rawls es D. Dicha
línea representa una economía similarmente rica que B, pero con
menos desigualdad de ingresos, de forma tal que los ricos están peor en
D que en B, pero donde los pobres –y esto es lo decisivo– están mejor
en D que en B.
Según nuestra interpretación, si el núcleo central de la protesta
social es la idea de dignidad, entonces D es un competidor idóneo.
Nuestra percepción es que mucha gente no está comparando B con A;
está comparando B con la posibilidad de D. En una situación D, son
menos los incentivos para combatir el sistema porque se concibe como
más justo. La pregunta obvia, desde luego, es si algo como D es factible.
Responder esa pregunta empírica no es el propósito de este capítulo,
que solo pretende examinar la demanda social en clave liberal. No
obstante, si uno compara a Chile con Uruguay, se encuentra con líneas
gruesamente semejantes a B y D, respectivamente, lo cual sugiere –a lo
menos– que un estado de cosas como D no cae enteramente en el rango
de la utopía.39
En suma, si esta interpretación es correcta, la protesta que tiene en
su centro una demanda por dignidad no rechaza un liberalismo del
win-win, en la medida que no rechaza (al menos, no necesariamente)
todo tipo de desigualdad, en cuyo caso, ningún liberalismo la podría
acomodar. La mayor parte de la sociedad chilena percibe que estamos
mejor que antes, pero, crucialmente, le parece normativamente insu-
ficiente: exige que los frutos del crecimiento se distribuyan mejor, es
decir, que realmente maximicen la posición de los que están peor. Bajo

39 Esto no significa que pasar de B a D sea cosa fácil. Cada país tiene su propia his-
toria y el path-dependence distributivo suele ser muy fuerte. El propósito del gráfico
no es proyectar una política sino describir una diferencia.

278
No Country for Liberals? / Daniel Brieba y Cristóbal Bellolio

esta interpretación, el problema del modelo chileno es que su win-win


es demasiado débil.

5. Conclusión

El estallido social chileno de octubre de 2019 ha sido interpretado


como una rebelión popular contra una distribución material injusta,
contra un aumento objetivo del costo de la vida, y/o contra una elite di-
rigente abusadora. Estas –y otras– demandas confluyen en un grito por
dignidad. En este ensayo, entendemos que la dignidad políticamente
relevante comprehende una dimensión material, respecto a lo que tene-
mos, y una dimensión relacional, respecto a cómo nos tratamos.
Varias de estas demandas han sido también interpretadas como reac-
ciones a principios liberales, al menos en lo que respecta a su propuesta
socioeconómica. Este ensayo recuerda que la tradición liberal ofrece
distintas versiones respecto de la justicia de la desigualdad. Así, distin-
gue entre libertarianismo, liberalismo clásico, liberalismo utilitarista y
liberalismo igualitario, para luego interrogar si acaso alguna de estas
versiones resulta teóricamente compatible con la aparente demanda
social.
En el caso del libertarianismo, se hizo difícil encontrar puntos de
conexión. Por el contrario, en el caso de los liberalismos clásico y uti-
litarista, ciertos aspectos parecían coincidir. Por ejemplo, la condena a
la colusión, el nepotismo y los otros males de un capitalismo provincial
que resultan, finalmente, ineficientes. No tanto así respecto de otras
variantes de la desigualdad. Es, sin embargo, el liberalismo igualitario
de corte rawlsiano el que mejor responde, desde su repertorio teórico,
a la demanda por dignidad que emerge como común denominador de
la protesta social.
El ensayo concluye, por ende, que a pesar de que la protesta ha su-
puesto una crítica transversal al modelo socioeconómico de los últimos
treinta años, es posible interpretarla como una demanda por dignidad
material y relacional plenamente compatible con las coordenadas
teóricas del liberalismo rawlsiano. Si bien otras interpretaciones de la
protesta –socialistas, populistas u otras– también son posibles, cree-
mos que rescatar la idea de que las desigualdades se vuelven legítimas
cuando se percibe que ellas van en beneficio de todos, puede ser un
camino político de salida para la crisis. En ese sentido, no es solo “el
modelo”, sino el mismo liberalismo, el que debe relegitimarse si quiere
sobrevivir en el nuevo Chile; y para ello, echar mano a los recursos con-
ceptuales de su rica y variada tradición parece una estrategia necesaria.

279
Benjamín Ugalde, Felipe Schwember y Valentina Verbal (editores) El octubre chileno

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