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29 Jon Elster, Rendición de cuentas: La justicia transicional en perspectiva histórica. Trad. de Ezequiel Zai-
denwerg. Buenos Aires, Katz Editores, 2006, pp. 169, 170, 172 y 174.
30 “Introducción a la justicia transicional”, conferencia magistral en la Cátedra Latinoamericana “Julio Cor-
tázar” de la Universidad de Guadalajara, México, 26 de octubre de 2007.
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Sí, más allá de los juicios de Nuremberg y Tokio (que cerraron el ciclo abierto por
la II Guerra), y de los procesos depuradores seguidos en varios países contra los co-
laboracionistas de la ocupación alemana en Europa,32el inicio de la justicia transi-
cional podemos situarlo en los juicios a los coroneles golpistas griegos, a mediados
de los setenta, y en América Latina en los procesos de dos países pioneros: Uruguay
y Argentina. Las versiones que intentan situar el origen de la justicia transicional
en la antigua Grecia descansan básicamente en analogías ahistóricas o suprahis-
tóricas.33
Nadie pensaba en 1976, dice Kathryn Sikkink, que los militares y civiles res-
ponsables de violaciones graves a derechos humanos en América Latina, pudieran
ser llevados a juicio. En el mejor de los casos, su castigo sería el exilio, esos eran los
usos y costumbres. Pero la eventualidad de la sanción sólo se empezó a vislumbrar
alrededor de 1983, cuando el movimiento argentino por los derechos humanos
empezó a demandar públicamente juicio por las violaciones del pasado reciente
en ese país.34
Los represores confiaban en las garantías de impunidad que –a todos– les ha-
bía prometido el presidente uruguayo José Ma. Bordaberry en diciembre de 1974:
“Las fuerzas armadas deben estar plenamente tranquilas, sabiendo que su
decisión de acompañar y apoyar al gobierno en los históricos eventos de junio de
1973 no puede ser juzgada por la ciudadanía… Sería como asumir que se puede
juzgar a un hombre que quebranta la ley formal por defender a su madre, en este
caso, a su patria. Y esta actitud no puede ser objeto de juicio”.35
Parecía que sus palabras serían proféticas, pero en 2010, el mismo Bordaberry
fue sentenciado a 30 años de prisión por la muerte de los legisladores de oposición
Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini. Tenía 81 años. Antes vinieron los pro-
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Las sentencias a cadena perpetua a los generales Roberto Viola y Jorge Videla
(1985-86) fueron la primera ocasión en la que un tribunal en América Latina de-
claró culpables a jefes de Estado por violaciones a derechos humanos. A partir de
este momento, fueron juzgados y condenados, el expresidente del Perú Alberto Fu-
jimori, los expresidentes de Uruguay Gregorio Álvarez y José María Bordaberry, el
expresidente y general Ríos Montt de Guatemala, entre otros. En México el expre-
sidente Luis Echeverría fue encausado, pero al final resultó absuelto.
Un parteaguas en este proceso vino en septiembre de 1998, cuando el general
Augusto Pinochet fue arrestado en Londres por la policía inglesa, ejecutando una
solicitud de extradición de la justicia española. Otro momento clave fue el juicio a
Slobodan Milosevic, presidente de Yugoeslavia, primer jefe de Estado en activo en
ser acusado de crímenes de guerra.
Para Kathryn Sikkink, académica y activista norteamericana, estos procesos
judiciales pueden agruparse en tres tipos:
36 Ibid., p. 10.
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37 Los golpistas fueron juzgados más tarde y condenados por la justicia. https://es.wikipedia.org/wiki/Dicta-
dura_de_los_Coroneles
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derechos humanos en ninguna parte había estado cerca de ser internalizada o to-
mada por garantizada.38
32
43 Ibid., p. 15.
44 Citado por S. Moyn, op. cit., p. 129.
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Este nuevo modelo, también llamado de justicia transicional, no aplica para todo
el rango de derechos civiles y políticos, sino sólo para aquellos conocidos como
“derechos a la integridad física”, los “derechos de la persona” o, cuando son viola-
dos, la comisión de “crímenes graves”. Esto incluye prohibiciones a la tortura, a la
ejecución sumaria o extrajudicial y al genocidio, así como los crímenes de guerra y
los crímenes de lesa humanidad.
Esta “norma de justicia” toma cuerpo en algunos grandes movimientos globa-
les. Para empezar, es parte de la “revolución de los derechos humanos”, que inclu-
ye la aceptación de estándares globales y la expansión de la litigación de derechos
humanos y civiles en tribunales de todo el mundo. Este movimiento global es parte
45 Ibid., p. 130.
46 Ibid., p. 16.
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47 Samuel P. Huntington, La tercera ola: La democratización a finales del siglo XX. Comienza en 1974 con
La revolución de los Claveles y continua en Grecia y después en España. La expansión democrática llegó
desde el Mediterráneo hasta América Latina y Asia Oriental para llegar a la Europa del este a finales de los
ochenta, con la desintegración soviética. Proceso interrumpido por el fracaso chino o las guerras balcáni-
cas.
48 K. Sikkink, op. cit., p. 16.
49
Ibid., p. 20.
50 Ibid., p. 17
51 Como señala Zaffaroni, “A partir de la última post guerra se desarrolló una nueva rama de derecho inter-
nacional público, que cobró importancia vital; el derecho internacional de los derechos humanos. La inter-
nacionalización de los derechos humanos no fue un fenómeno secundario, sino un cambio de paradigma
que importó la más importante de las transformaciones jurídicas del siglo XX” (2000: 194).
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ejemplo las ventajas de formar parte de tratados de libre comercio, en los que nor-
malmente se antepone una “cláusula democrática”.52
A veces entran en juego otros factores, algunos inesperados, como la confu-
sión. Así, dice Kathryn Sikkink:
Del mismo modo, añade, “las consecuencias posibles de la ratificación del Es-
tatuto de Roma no fueron claras sino hasta el 2007 o 2008, cuando la CPI comen-
zó a procesar a distintos individuos y a emitir órdenes de arresto a sospechosos de
haber participado en crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad”.54
El hecho es que:
los distintos países redactaron y ratificaron los principales acuerdos que sentaron
las bases legales de la responsabilidad penal por crímenes de lesa humanidad. De
los tres tratados principales, ciento cuarenta y seis países ratificaron la Conven-
ción contra la Tortura; ciento treinta y seis, La Convención para la Prevención y
Sanción del Delito de Genocidio; y ciento diez, el Estatuto de la Corte Penal Inter-
nacional, que no fue posible ratificar sino hasta 1998.
52 Tal podría ser el caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte o de los tratados de libre co-
mercio de México con la Unión Europea.
53 K. Sikkink, op. cit, p. 240.
54 Ibid.
55 Ibid., p. 241.
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Pero también hay quien critica estos procesos punitivos desde la izquierda teórica
y filosófica, argumentando que “lo que significan efectivamente los derechos hu-
manos de las víctimas sufrientes del Tercer Mundo en el discurso que predomina en
Occidente es el derecho de las potencias occidentales a intervenir política, econó-
mica, cultural y –militarmente– en los países del Tercer Mundo que elijan en nom-
bre de la defensa de los derechos humanos”.57
No se puede negar que en algunos casos (Yugoslavia)58 se haya dado efecti-
vamente esta intervención interesada, sesgada, de algunos países centrales; pero
decir que toda política de derechos humanos esconde, alberga u obedece a este in-
tervencionismo extranjero es reduccionista, pues además oculta que, en muchos
casos, la intervención externa apoyó a y se apoyó en las fuerzas internas que aban-
deraban derechos humanos, y contra gobiernos que los vulneraban. Es, de algún
modo, tender una cortina de humo (o de cinismo) para ocultar el hecho que, en
efecto, habían ocurrido violaciones graves y múltiples a derechos humanos, y ha-
bía que intervenir (pienso en numerosos países africanos, pero también en la mis-
ma Europa –Balcanes–, Asia, o Centroamérica) sobre la base de los tratados y las
leyes internacionales.
56 Ibid, p. 238.
57 Slavoj Zizek, La suspensión política de la ética. México, FCE, 2005, p. 197.
58 “Sin ir más lejos, el bombardeo de Yugoeslavia por parte de la OTAN en 1999 se calificó de ‘intervención
humanitaria’, pese a que muchas de sus consecuencias sorprendieron a la gente por su profunda falta de
humanidad”. Edward W. Said, Humanismo y crítica democrática. La responsabilidad pública de escritores
e intelectuales. Trad. de Ricardo García Pérez. México, Debate, 2009, p. 227.
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