Abaddon El Exterminador

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ABADDÓN

EL EXTERMI NADOR

2
ERNESTO SABATO

ABADDÓN
EL EXTERMI NADOR

BI BLI OTECA BREVE

EDI TORI AL SEI X BARRAL, S. A.


BARCELONA - CARACAS - MÉXI CO

3
Prim era edición: 1974
( Edit orial Sudam ericana, Buenos Aires)

Diseño cubiert a: TRI ANGLE


( Fot ografía original: Carlos Am eller)

Prim era edición definit iva en Bibliot eca Breve,


de la 3º edición argent ina, corregida
y revisada por el aut or: m arzo de 1978
Segunda edición: febrero de 1980
Tercera edición: febrero de 1981

© 1974 y 1981: Ernest o Sábat o

Derechos exclusivos de edición


reservados para t odos los países de habla española:
© 1978 y 1981: Edit orial Seix Barral, S. A.
Tam bor del Bruc, 10 - Sant Joan Despí ( Barcelona)
I SBN- . 84 322 0333 5
Depósit o legal: B. 2.273 - 1981

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Y t enían por rey al Ángel del Abism o, cuyo nom bre en
hebreo es Abaddón, que significa El Ext erm inador.

APOCALI PSI S SEGÚN EL APÓSTOL SAN JUAN

Es posible que m añana m uera, y en la t ierra no


quedará nadie que m e baya com prendido por com plet o.
Unos m e considerarán peor y ot ros m ej or de lo que
soy. Algunos dirán que era una buena persona; ot ros,
que era un canalla. Pero las dos opiniones serán
igualm ent e equivocadas.

Mij ail I urevit ch Lérm ont ov,


UN HÉROE DE NUESTRO TI EMPO

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ALGUN OS ACON TECI M I EN TOS PROD UCI D OS EN LA CI UD AD D E BUEN OS
AI RES EN LOS COM I EN ZOS D EL AÑ O 1 9 7 3

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EN LA TARD E D EL 5 D E EN ERO,

de pie en el um bral del café de Guido y Junín, Bruno 1 vio venir a Sabat o, y cuando
ya se disponía a hablarle sint ió que un hecho inexplicable se produciría: a pesar de
m ant ener la m irada en su dirección, Sabat o siguió de largo, com o si no lo hubiese
vist o. Era la prim era vez que ocurría algo así y, considerando el t ipo de relación que
los unía, debía excluir la idea de un act o deliberado, consecuencia de algún grave
m alent endido.
Lo siguió con oj os at ent os y vio cóm o cruzaba la peligrosa esquina sin cuidarse para
nada de los aut om óviles, sin esas m iradas a los cost ados y esas vacilaciones que
caract erizan a una persona despiert a y concient e de los peligros.
La t im idez de Bruno era t an acent uada que en rarísim as ocasiones se at revía a
t elefonear. Pero, después de un largo t iem po sin encont rarlo en La Biela ni en el
Roussillon, y cuando supo por los m ozos que en t odo ese período no había
reaparecido, se decidió a llam ar a su casa. " No se sient e bien" , le respondieron con
vaguedad. " No, no saldría por un t iem po." Bruno sabía que, en ocasiones durant e
m eses, caía en lo que él llam aba " un pozo" , pero nunca com o hast a ese m om ent o
sint ió que la expresión encerraba una t em ible verdad. Em pezó a recordar algunos
relat os que le había hecho sobre m aleficios, sobre un t al Schneider, sobre
desdoblam ient os. Un gran desasosiego com enzó a apoderarse de su espírit u, com o
si en m edio de un t errit orio desconocido cayera la noche y fuese necesario
orient arse con la ayuda de pequeñas luces en lej anas chozas de gent es ignoradas,
y por el resplandor de un incendio en rem ot os e inaccesibles lugares.

EN LA M AD RUGAD A D E ESA M I SM A N OCH E

se producían, ent re los innum erables hechos que suceden en una gigant esca
ciudad, t res dignos de ser señalados, porque guardaban ent re sí el vínculo que
t ienen siem pre los personaj es de un m ism o dram a, aunque a veces se desconozcan
ent re sí, y aunque uno de ellos sea un sim ple borracho.

1 Personaj e de SOBRE HÉROES Y TUMBAS. Para la cabal com prensión de ABADDÓN se recom ienda leer
previam ent e aquella nov ela. ( N. del Ed.)

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En el viej o Bar Chichín, de la calle Alm irant e Brown esquina Pinzón, su act ual
dueño, don Jesús Mourent e, m ient ras se disponía a cerrar el negocio, le dij o al
único parroquiano que quedaba en el m ost rador:
—Dale, Loco, que hay que cerrar.
Nat alicio Barragán apuró su copit a de caña quem ada y salió t am baleant e. Ya en la
calle, repit ió el cot idiano m ilagro de at ravesar con dist raída placidez la avenida
recorrida a esa hora de la noche por aut os y colect ivos enloquecidos. Y luego, com o
si cam inara sobre la insegura cubiert a de un barco en m ar gruesa, baj ó hacia la
Dársena Sur por la calle Brandsen.
Al llegar a Pedro de Mendoza, las aguas del Riachuelo, en los lugares en que
reflej aba la luz de los barcos, le parecieron t eñidas de sangre. Algo le im pulsó a
levant ar los oj os, hast a que vio por encim a de los m ást iles un m onst ruo roj izo que
abarcaba el cielo hast a la desem bocadura del Riachuelo, donde perdía su enorm e
cola escam ada.
Se apoyó en la pared de zinc, cerró los párpados y descansó, agit ado. Después de
unos m om ent os de t urbia reflexión, en que sus ideas t rat aban de abrirse paso en
un cerebro lleno de desperdicios y yuyos, volvió a abrirlos. Y de nuevo, ahora m ás
nít idam ent e, vio el dragón cubriendo el firm am ent o de la m adrugada com o una
furiosa serpient e que llam eaba en un abism o de t int a china.
Quedó at errado.
Alguien, felizm ent e, se acercaba. Un m arinero.
—Mire —le com ent ó con voz t rém ula.
—Qué —pregunt ó el hom bre con esa bonhom ía que la gent e de buen corazón
em plea con los borrachos.
- Allá.
El hom bre dirigió la m irada en la dirección que le indicaba.
—Qué —repit ió, observando con at ención.
- Eso!
Después de escrut ar un buen rat o aquella región del cielo, el m arinero se alej ó,
sonriendo con sim pat ía. El Loco lo siguió con sus oj os, luego volvió a apoyarse
cont ra la pared de zinc, cerró sus párpados y m edit ó con t em blorosa concent ración.
Cuando volvió a m irar, su t error se hizo m ás int enso: el m onst ruo ahora echaba
fuego por las fauces de sus siet e cabezas. Ent onces cayó desm ayado. Al despert ar,
t irado en la vereda, era de día. Los prim eros obreros se dirigían a sus t rabaj os.
Pesadam ent e, sin recordar en ese inst ant e la visión, se encam inó al cuart o de su
convent illo. 2 El segundo hecho se refiere al j oven Nacho I zaguirre. Desde la os-

2 En not as al pie consideram os út iles algunas aclaraciones para lect ores no argent inos. Al final de est a
novela, en un Glosar io, se ex plica el significado de palabras del argot de Buenos Aires. ( N. del Ed.)

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curidad que le favorecían los árboles de la Avenida del Libert ador, vio det enerse un
gran Chevy Sport , del que baj aron el señor Rubén Pérez Nassif, president e de
I NMOBI LI ARI A PERENÁS, y su herm ana Agust ina I zaguirre. Eran cerca de las dos de la
m añana. Ent raron en una de las casas de depart am ent os. Nacho perm aneció en su
puest o de observación hast a las cuat ro, aproxim adam ent e, y luego se ret iró hacia
el lado de Belgrano, con t oda probabilidad hacia su casa. Cam inaba con las m anos
en los bolsillos de sus raídos blue- j eans, encorvado y cabizbaj o.
Mient ras t ant o, en los sórdidos sót anos de una com isaría de suburbio, después de
sufrir t ort ura durant e varios días, revent ado finalm ent e a golpes dent ro de una
bolsa, ent re charcos de sangre y salivazos, m oría Marcelo Carranza, de veint it rés
años, acusado de form ar part e de un grupo de guerrilleros.

TESTI GO, TESTI GO I M POTEN TE,

se decía Bruno, det eniéndose en aquel lugar de la Cost anera Sur donde quince años
at rás Mart ín le dij o " aquí est uvim os con Alej andra" . Com o si el m ism o cielo cargado
de nubes t orm ent osas y el m ism o calor de verano lo hubieran conducido
inconcient e y sigilosam ent e hast a aquel sit io que nunca m ás había visit ado desde
ent onces. Com o si ciert os sent im ient os quisieran resurgir desde alguna part e de su
espírit u, en esa form a indirect a en que suelen hacerlo, a t ravés de lugares que uno
se sient e inclinado a recorrer sin exact a y clara conciencia de lo que est á en j uego.
Pero, cóm o nada en nosot ros puede resurgir com o ant es?, se condolía. Puest o que
no som os lo que éram os ent onces, porque nuevas m oradas se levant aron sobre los
escom bros de las que fueron dest ruidas por el fuego y el com bat e, o, ya solit arias,
sufrieron el paso del t iem po, y apenas si de los seres que las habit aron perduran el
recuerdo confuso o la leyenda, finalm ent e apagados u olvidados por nuevas
pasiones y desdichas: la t rágica desvent ura de chicos com o Nacho, el t orm ent o y
m uert e de inocent es com o Marcelo.
Apoyado en el parapet o, oyendo el rít m ico golpet eo del río a sus espaldas, volvió a
cont em plar Buenos Aires a t ravés de la brum a, la siluet a de los rascacielos cont ra el
cielo crepuscular.
Las gaviot as iban y venían, com o siem pre, con la at roz indiferencia de las fuerzas
nat urales. Y hast a era posible que en aquel t iem po en que Mart ín le hablaba allí de
su am or por Alej andra, aquel niño que con su niñera pasó a su lado, fuese el propio
Marcelo. Y ahora, m ient ras su cuerpo de m uchacho desvalido y t ím ido, los rest os de

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su cuerpo, form aban part e de algún bloque de cem ent o o eran sim ple ceniza en
algún horno eléct rico, idént icas gaviot as hacían en un cielo parecido las m ism as y
ancest rales evoluciones. Y así t odo pasaba y t odo era olvidado, m ient ras las aguas
seguían golpeando rít m icam ent e las cost as de la ciudad anónim a.
Escribir al m enos para et ernizar algo: un am or, un act o de heroísm o com o el de
Marcelo, un éxt asis. Acceder a lo absolut o. O quizá ( pensó con su caract eríst ica
duda, con aquel exceso de honradez que lo hacía vacilant e y en definit iva ineficaz) ,
quizá necesario para gent e com o él, incapaz de esos act os absolut os de la pasión y
el heroísm o. Porque ni aquel chico que un día se prendió fuego en una plaza de
Praga, ni Ernest o Guevara, ni Marcelo Carranza habían necesit ado escribir. Por un
m om ent o pensó que acaso era el recurso de los im pot ent es. No t endrían razón los
j óvenes que ahora repudiaban la lit erat ura? No lo sabía, t odo era m uy com plej o,
porque si no habría que repudiar, com o decía Sabat o, la m úsica y casi t oda la
poesía, ya que t am poco ayudaban a la revolución que esos j óvenes ansiaban.
Adem ás, ningún personaj e verdadero era un sim ulacro levant ado con palabras:
est aban const ruidos con sangre, con ilusiones y esperanzas y ansiedades
verdaderas, y de una oscura m anera parecían servir para que t odos, en m edio de
est a vida confusa, pudiésem os encont rar un sent ido a la exist encia, o por lo m enos
su rem ot a vislum bre.
Una vez m ás en su ya larga vida sent ía esa necesidad de escribir, aunque no le era
posible com prender por qué ahora le nacía de ese encuent ro con Sabat o en la
esquina de Junín y Guido. Pero al m ism o t iem po experim ent aba su crónica
im pot encia frent e a la inm ensidad. El universo era t an vast o. Cat ást rofes y
t ragedias, am ores y desencuent ros, esperanzas y m uert es, le daban la apariencia
de lo inconm ensurable. Sobre qué debería escribir? Cuáles de esos infinit os
acont ecim ient os eran esenciales? Alguna vez le había dicho a Mart ín que podía
haber cat aclism os en t ierras rem ot as y sin em bargo nada significar para alguien:
para ese chico, para Alej andra, para él m ism o. Y de pront o, el sim ple cant o de un
páj aro, la m irada de un hom bre que pasa, la llegada de una cart a son hechos que
exist en de verdad, que para ese ser t ienen una im port ancia que no t iene el cólera
en la I ndia. No, no era indiferencia ant e el m undo, no era egoísm o, al m enos de su
part e: era algo m ás sut il. Qué ext raña condición la del ser hum ano para que un
hecho t an espant oso fuera verdad. Ahora m ism o, se decía, niños inocent es m ueren
quem ados en Viet nam por bom bas de napalm : no era una infam e ligereza escribir
sobre algunos pocos seres de un rincón del m undo? Descorazonado, volvía a
observar las gaviot as en el cielo. Pero no, se rect ificaba. Cualquier hist oria de las
esperanzas y desdichas de un solo hom bre, de un sim ple m uchacho desconocido,
podía abarcar a la hum anidad ent era, y podía servir para encont rarle un sent ido a
la exist encia, y hast a para consolar de alguna m anera a esa m adre viet nam it a que

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clam a por su hij o quem ado. Claro, era lo bast ant e honest o para saber ( para t em er)
que lo que él pudiese escribir no sería capaz de alcanzar sem ej ant e valor. Pero ese
m ilagro era posible, y ot ros podían lograr lo que él no se sent ía capaz de conseguir.
O sí, quién nunca podía saberlo. Escribir sobre ciert os adolescent es, los seres que
m ás sufren en est e m undo im placable, los m ás m erecedores de algo que a la vez
describiera su dram a y el sent ido de sus sufrim ient os, si es que alguno t enían.
Nacho, Agust ina, Marcelo. Pero, qué sabía de ellos? Apenas si vislum braba en
m edio de las som bras algunos significat ivos episodios de su propia vida, sus propios
recuerdos de niño y adolescent e, la m elancólica rut a de sus afect os.
Pues, qué sabía realm ent e no ya de Marcelo Carranza o de Nacho I zaguirre sino del
propio Sabat o, uno de los seres que m ás cerca había est ado siem pre de su vida?
I nfinit am ent e m ucho pero infinit am ent e poco. En ocasiones, lo sent ía com o si
form ara part e de su propio espírit u, podía im aginar casi en det alle lo que habría
sent ido frent e a ciert os acont ecim ient os. Pero de repent e le result aba opaco, y
gracias si a t ravés de algún fugaz brillo de sus oj os le era dado sospechar lo que
est aba sucediendo en el fondo de su alm a; pero quedando en calidad de
suposiciones, de esas arriesgadas suposiciones que con t ant a suficiencia arroj am os
sobre el secret o universo de los ot ros. Qué conocía, por ej em plo, de su real relación
con aquel violent o Nacho I zaguirre y sobre t odo con su enigm át ica herm ana? En
cuant o a sus relaciones con Marcelo, sí, claro, sabía cóm o apareció en su vida, por
esa serie de episodios que parecen casuales pero que, com o siem pre repet ía el
propio Sabat o, sólo lo eran en apariencia. Hast a el punt o de poderse im aginar,
finalm ent e, que la m uert e de ese chico en la t ort ura, el feroz y rencoroso vóm it o
( por decirlo de alguna m anera) de Nacho sobre su herm ana, y esa caída de Sabat o
est aban no sólo vinculados sino vinculados por algo t an poderoso com o para
const it uir por sí m ism o el secret o m ot ivo de una de esas t ragedias que resum en o
son la m et áfora de lo que puede suceder con la hum anidad t oda en un t iem po com o
est e.
Una novela sobre esa búsqueda del absolut o, esa locura de adolescent es pero
t am bién de hom bres que no quieren o no pueden dej ar de serlo: seres que en
m edio del barro y el est iércol lanzan grit os de desesperación o m ueren arroj ando
bom bas en algún rincón del universo. Una hist oria sobre chicos com o Marcelo y
Nacho y sobre un art ist a que en recóndit os reduct os de su espírit u sient e agit arse
esas criat uras ( en part e vislum bradas fuera de sí m ism o, en part e agit adas en lo
m ás profundo de su corazón) que dem andan et ernidad y absolut o. Para que el
m art irio de algunos no se pierda en el t um ult o y en el caos sino que pueda alcanzar
el corazón de ot ros hom bres, para rem overlos y salvarlos. Alguien t al vez com o el
propio Sabat o frent e a esa clase de im placables adolescent es, dom inado no sólo por
su propia ansiedad de absolut o sino t am bién por los dem onios que desde sus ant ros

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siguen presionándolo, personaj es que alguna vez salieron en sus libros, pero que se
sient en t raicionados por las t orpezas o cobardías de su int erm ediario; y
avergonzado él m ism o, el propio Sabat o, por sobrevivir a esos seres capaces de
m orir o m at ar por odio o am or o por su em peño de desent rañar la clave de la
exist encia. Y avergonzado no sólo por sobrevivirlos sino por hacerlo con ruindad,
con t ibias com pensaciones. Con el asco y la t rist eza del éxit o.
Sí, si su am igo m uriera, y si él, Bruno, pudiese escribir esa hist oria. Si no fuera
com o desdichadam ent e era: un débil, un abúlico, un hom bre de puros y fracasados
int ent os.
Nuevam ent e volvió su m irada a las gaviot as sobre el cielo en decadencia. Las
oscuras siluet as de los rascacielos en m edio de cárdenos esplendores y cat edrales
de hum o, y poco a poco ent re los m elancólicos violáceos que preparan la funeraria
cort e de la noche. Agonizaba la ciudad ent era, alguien que en vida fue
groseram ent e ruidoso pero que ahora m oría en dram át ico silencio, solo, vuelt o
hacia sí m ism o, pensat ivo. El silencio se hacía m ás grave a m edida que avanzaba la
noche, com o se recibe siem pre a los heraldos de las t inieblas.
Y así t erm inó un día m ás en Buenos Aires, algo irrecuperable para siem pre, algo
que lo acercaba un poco m ás a su propia m uert e.

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CON FESI ON ES, D I ÁLOGOS Y ALGUN OS SUEÑ OS AN TERI ORES A LOS H ECH OS
REFERI D OS, PERO QUE PUED EN SER SUS AN TECED EN TES, AUN QUE N O
SI EM PRE CLAROS Y UN Í VOCOS. LA PARTE PRI N CI PAL TRAN SCURRE EN TRE
COM I EN ZOS Y FI N ES DE 1972. NO OBSTAN TE, TAM BI ÉN FI GURAN
EPI SOD I OS M ÁS AN TI GUOS, OCURRI D OS EN LA PLATA, EN EL PARÍ S D E
PREGUERRA, EN ROJAS Y EN CAPI TÁN OLM OS ( PUEBLOS, ESTOS D OS, D E LA
PROVI N CI A D E BUEN OS AI RES)

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ALGUN AS CON FI D EN CI AS H ECH AS A BRUN O

Publiqué la novela cont ra m i volunt ad. Los hechos ( no los hechos edit oriales sino
ot ros, m ás am biguos) m e confirm aron después aquel inst int ivo recelo. Durant e
años debí sufrir el m aleficio. Años de t ort ura. Qué fuerzas obraron sobre m í, no se
lo puedo explicar con exact it ud; pero sin duda provenient es de ese t errit orio que
gobiernan los Ciegos, y que durant e est os diez años convirt ieron m i exist encia en
un infierno, al que t uve que ent regarm e at ado de pies y m anos, cada día, al
despert ar, com o en una pesadilla al revés, sent ida y aguant ada con la lucidez del
que est á plenam ent e despiert o y con la desesperación del que sabe que nada
puede hacer para evit arlo. Y, para colm o, t eniendo que guardarse para sí m ism o los
horrores. Con razón, Madam e Norm and m e escribió con pánico desde París, apenas
leyó la t raducción: " Que vous avez t ouché un suj et dangereux! J'espére, pour vous,
que vous n'y t oucherez j am ais! "
Qué est úpido fui, qué débil.
En m ayo de 1961 vino hast a m i casa Jacobo Muchnik a arrancarm e ( el verbo no es
excesivo) el com prom iso de los originales. Yo m e aferraba a aquellas páginas, en
buena part e escrit as con t em or, com o si un inst int o m e est uviera advirt iendo los
peligros a que m e exponía con su publicación. Más aún, y eso ust ed lo sabe,
infinidad de veces consideré que debería dest ruir el I nform e sobre Ciegos, com o en
ot ras ocasiones quem é fragm ent os y hast a libros ent eros que lo prefiguraban. Por
qué? Nunca lo he sabido. Siem pre creí, y eso es lo que públicam ent e aduj e, en
ciert a propensión aut odest ruct iva, la m ism a que m e ha llevado a quem ar la m ayor
part e de t odo lo que escribí a lo largo de m i vida. Le est oy hablando de ficciones.
Sólo publiqué dos novelas, de las cuales únicam ent e EL TÚNEL lo fue con t oda
decisión, ya sea porque en aquel t iem po aún m ant enía bast ant e candor, o porque el
inst int o de conservación no era t odavía suficient em ent e int enso, o, en fin, porque
en ese libro no penet raba a fondo en el cont inent e prohibido: apenas si un
enigm át ico personaj e ( enigm át ico para m í, quiero decir) lo anunciaba de m odo casi
im percept ible, com o alguien que en un café dice palabras acaso fundam ent ales,
pero que se pierden en el ruido o ent re ot ras al parecer m ás im port ant es.
Con t odo, no le ent regué aquel m ism o día los originales. Día que recuerdo m uy bien
por lo que luego le diré sobre m i cum pleaños. Muchnik no logró llevarse la obra,
pero se llevó m i com prom iso, hecho delant e de am igos que lo apoyaron, de
ent regársela un m es m ás t arde, cuando hubiese rehecho ciert as páginas. Era una
m anera de darm e un respiro, una posibilidad de que la novela no ent rase en la
m áquina edit orial.

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El 24 de j unio Muchnik m e t elefoneó, recordándom e la prom esa. Me dio vergüenza
desdecirm e, o quizá m i conciencia luchaba cont ra m i inst int o, considerándolo
absurdo. Y acept ando la presión am ist osa com o un pret ext o ant e m í m ism o, com o
si dij era " vean ust edes ( ust edes? quiénes?) que yo no soy ent eram ent e responsa-
ble" , le respondí que iría ese m ism o día para hacerle ent rega de los originales.
Apenas lo supo, M. m e pregunt ó si había olvidado que era m i cum pleaños y que,
com o siem pre, vendrían algunos am igos. Mi cum pleaños! Era lo único que falt aba
para t erm inar de prevenirm e! Pero no le com ent é ni una palabra. Mi m adre est aba
enferm a cuando nací, y recién m e inscribieron un 3 de j ulio, com o si no se
decidieran. Nunca supe después con exact it ud si m i nacim ient o se había producido
el 23 o el 24 de j unio. Pero cuando un día en que yo la acosaba, m e confesó que
era el at ardecer y que se est aban encendiendo las fogat as de San Juan.
—Pero ent onces no hay duda: fue el 24, el día de San Juan —le decía.
Mam á m eneaba la cabeza:
—En algunas part es t am bién se encienden fogat as en la víspera.
Siem pre m e fast idió aquella incert eza, incert eza que m e había im pedido t ener un
horóscopo preciso. Y m ás de una vez volvía a int errogarla, porque t enía la sospecha
de que m e ocult aba algo. Cóm o era posible que una m adre no recuerde el día del
nacim ient o de su hij o?
La escrut aba en los oj os, pero ella se lim it aba a cont est ar de m odo dubit at ivo.
Pasaron algunos años después de su m uert e cuando leyendo uno de esos libros de
ocult ism o supe que el 24 de j unio era un día infaust o, porque es uno de los días del
año en que se reúnen las bruj as. Concient e o inconcient em ent e m i m adre t rat aba
de negar esa fecha, aunque no podía negar lo del crepúsculo: hora t em ible. No fue
el único hecho infaust o vinculado a m i nacim ient o. Acababa de m orir m i herm ano
inm ediat am ent e m ayor, de dos años de edad. Me pusieron el m ism o nom bre!
Durant e t oda la vida m e obsesionó la m uert e de ese chico que se llam aba com o yo
y que para colm o se recordaba con sagrado respet o, porque según m i m adre y
doña Eulogia Carranza, am iga de m i m adre y allegada a don Pancho Sierra, " ese
chico no podía vivir" . Por qué? Siem pre se m e respondió con vaguedades, se m e
hablaba de su m irada, de su port ent osa int eligencia. Al parecer, venía m arcado con
un signo aciago. Est aba bien, pero por qué ent onces habían com et ido la est upidez
de ponerm e el m ism o nom bre? Com o si no hubiese bast ado con el apellido,
derivado de Sat urno, Ángel de la soledad en la cábala, Espírit u del Mal para ciert os
ocult ist as, el Sabat h de los hechiceros.
—No —le m ent í a M.—, no olvidé el cum pleaños. Volveré t em prano.
Esa t arde sucedió algo que en ciert a m edida m e t ranquilizó. En el m om ent o en que
le ent regaba las carpet as a Muchnik le dij e que m e reservaría la últ im a para
corregir algunos fragm ent os. Se enoj ó, m e dij o que era una t ont ería, que así m e

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pasaría la vida ent era sin publicar nada, est erilizándom e. De t odos m odos le pedí
que m e dej ara corregir allí m ism o algunas páginas. Ent onces, en la m esa de uno de
los correct ores, abrí al azar la últ im a carpet a en la part e en que el com andant e
Danel se dispone a descarnar el cadáver de Lavalle. Em pecé a t achar adj et ivos y
adverbios. El adj et ivo m odifica al sust ant ivo y el adverbio m odifica al adj et ivo:
m odificación de una m odificación —pensé ent re m elancólico e irónico recordando
alguna rem ot a clase de gram át ica de Henríquez Ureña—. Tant o t rabaj o en dar
m at iz a un caballo, a un árbol, a un m uert o, para luego ir arrasando con esas
det erm inaciones, para dej ar esos caballos y árboles y m uert os t an desoladam ent e
desnudos, t an ásperos y duros, t an escuet os com o si aquellos adj et ivos y adverbios
fueran vergonzosos disfraces para alt erarlos o esconderlos. Hacía la t area con
descreim ient o, t ant o m e daba esa página com o cualquier ot ra: t odas eran
im perfect as y t orpes; en ciert a m edida porque cuando escribo ficciones operan
sobre m í fuerzas que m e obligan a hacerlo y ot ras que m e ret ienen o m e hacen
t ropezar. De donde esas arist as, esas desigualdades, esos cont rahechos fragm ent os
que cualquier lect or refinado puede advert ir.
Hart o, cerré con desalient o la carpet a y se le ent regué al correct or. Salí. Era un día
frío y t rist ísim o. Lloviznaba. Disponía aún de ciert o t iem po y se m e ocurrió ir por
Juan de Garay en dirección al Parque de los Pat ricios. No lo veía desde niño, cuando
en 1924 llegué por prim era vez a Buenos Aires desde m i pueblo. Y de repent e
recordé que aquella noche había dorm ido en una casa de la calle Pedro Echagüe,
ese m ism o Echagüe que aparecía en la Legión de Lavalle. No era port ent oso que lo
recordara en ese m om ent o, cuando acababa de corregir una página sobre la Le-
gión, cuando pasaba a pocos pasos de ese barrio que nunca m ás había visit ado
desde aquella rem ot a infancia? Llegué al parque y decidí baj arm e, para cam inar
ent re los árboles. Cuando la llovizna se convirt ió en una lluvia int ensa m e refugié
en un quiosco de diarios y cigarrillos, y m ient ras esperaba que parase de llover
observé al dueño, que t om aba m at e en un j arrit o enlozado. Era un hom bre que en
su j uvent ud debía de haber sido poderoso.
—Tiem po feo —m e dij o, señalando con el m at ecit o.
Sus anchas espaldas habían ido encorvándose con los años. Su pelo era blanco,
pero sus oj os eran infant iles. Sobre la vent anit a, escrit o con t orpes m anos caseras,
se leía:

QI OSQO DE C. SALERNO

Apret uj ados en su int erior había t am bién un chico de unos ocho o nueve años y uno
de esos perros callej eros color café con leche, con m anchas blancas. Por devolverle
de alguna m anera su m odest a observación am ist osa, le pregunt é si el chiquilín era

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hij o o niet o suyo. —No, señor —m e respondió—. Est e chico é un am igo. Se llam a
Nacho. Me da una m ano de vé en cuando. El niño parecía ser un hij o del Van Gogh
de la orej a cort ada, y m e m iraba con los m ism os oj os enigm át icos y verdosos. Un
niño que en ciert o m odo m e recordaba a Mart ín, pero a un Mart ín rebelde y
violent o, alguien que un día podía volar un banco o un prost íbulo. La som bría
gravedad de su expresión im presionaba aún m ás por t rat arse de una criat ura.
( Paralizar el t iem po en la infancia, pensaba Bruno. Los veía am ont onados en alguna
esquina, en esas conversaciones herm ét icas que para los grandes no t ienen ningún
sent ido. A qué j ugaban? No había m ás t rom pos, ni billarda, ni rescat e. Dónde
est aban las figurit as de cigarrillos Dólar? Y las de Bidoglio, Tesorieri o Mut is? En qué
secret o paraíso de t rom pos y barrilet es andaban ahora las figurit as del Genoa
Foot ball Club? Todo era dist int o, pero acaso t odo era igual en el fondo. Crecerían,
t endrían ilusiones, se enam orarían, disput arían la exist encia con ferocidad, sus
m uj eres engordarían y se volverían vulgares, ellos ret ornarían al café y a la ant igua
barra de am igos ( ahora canosos, gordos y calvos, escépt icos) y luego sus hij os
t am bién se casarían y por fin llegaría el m om ent o de la m uert e, el solit ario inst ant e
en que se abandona est a t ierra confusa: solos. Alguien ( Pavese, quizá?) había dicho
que era m uy t rist e envej ecer y conocer el m undo. Ent re ellos, los viej os, habría uno
quizá com o él, com o Bruno, y t odo volvería a em pezar: esa m ism a reflexión, esa
idént ica m elancolía, ese m irar a los niños que j uegan en una vereda,
candorosam ent e; a uno com o Nacho, que ya grave y m ist eriosam ent e observa al
ext raño desde el fondo de un pequeño quiosco, com o si una prem at ura y t errible
experiencia ya lo hubiese arrancado de ese m undo infant il para observar con rencor
el m undo de los grandes. Sí, sent ía necesidad de paralizar el curso del t iem po.
Det ent e! casi dij o con ingenuidad, t rat ando de inst aurar una disparat ada m agia.
Det ent e, oh t iem po! volvió casi a m urm urar, com o si la form a poét ica pudiera
lograr lo que las sim ples palabras no pueden. Dej a a esos niños para siem pre ahí,
en esa vereda, en ese universo hechizado! No perm it as que los hom bres y sus su-
ciedades los last im en, los quiebren. Paraliza aquí m ism o la vida. Dej a que para
siem pre subsist an las líneas punt eadas de la Expedición al Alt o Perú. Que j am ás
dej e de ser inm aculado, con su uniform e de parada, señalando con su índice
enérgico hacia Chile, el general José de San Mart ín. Que nunca sepan que en aquel
m om ent o m archaba enferm o sobre una m ula y no sobre un herm oso caballo
blanco, cubiert o con un sim ple poncho, encorvado y caviloso, enferm o. Perm anezca
para siem pre aquel pueblo de 1810 frent e al Cabildo, esperando baj o la llovizna la
Libert ad de los Pueblos. Sea aquella revolución pura y perfect a, sean et ernos y sin
m anchas sus j efes, no haya j am ás debilidades ni t raiciones, no m uera abandonado
e insult ado el general Belgrano, no fusile Lavalle a su ant iguo cam arada de arm as
ni reciba ayuda de ext ranj eros. No m uera pobre y desilusionado en una rem ot a

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ciudad de Europa, m irando hacia Am érica, apoyado en su bast ón de enferm o, el
general José de San Mart ín.)
Había am ainado la lluvia, y aunque algo inexplicable m e em puj aba a hablar con
aquel chiquilín, sin saber que un día reaparecería en m i vida ( y de qué m anera! ) ,
saludé y corrí hast a donde est aba m i coche. Me dirigí hacia el cent ro por la prim era
calle t ransversal. Manej aba t an dist raído por la ent rega del libro y por la im presión
de la m irada de aquel niño que, sin com prender cóm o, m e encont ré en una calle
cort ada. Ya era bast ant e oscuro y t uve que ilum inar con los faros para ver el
nom bre. Quedé sobrecogido: ALEJANDRO DANEL.
Durant e un rat o no at iné a hacer nada, j am ás podía haber im aginado, el
encont rarm e con aquella figura secundaria de nuest ro pasado, que exist iera una
pequeña calle con su nom bre. Y aunque lo hubiese sabido, cóm o at ribuir al azar
que m e la encont rase en una ciudad de 50 kilóm et ros de diám et ro y j ust am ent e
después de haber corregido la part e de la novela en que Alej andro Danel descarna
a Lavalle? Cuando m ás t arde relat é el episodio a M., con su invencible opt im ism o,
m e aseguró que debía t om arlo com o un port ent oso signo favorable. Sus
com ent arios m e t ranquilizaron, al m enos en aquel m om ent o. Porque m ucho m ás
t arde pensé que ese signo podía haberlo sido en un sent ido inverso al que ella
im aginaba. Pero en aquel m om ent o su int erpret ación m e t raj o sosiego, sosiego que
fue convirt iéndose en euforia durant e los m eses que siguieron a la aparición del
libro, prim ero en la Argent ina y luego en Europa. Esa euforia m e hizo olvidar las
int uiciones que durant e años m e habían aconsej ado el absolut o silencio. Lo m enos
que puede llam arse a est o es m iopía. Nunca vem os lo suficient em ent e lej os, eso es
t odo.
Después fueron produciéndose, poco a poco, con insidiosa persist encia, los
acont ecim ient os que habrían de pert urbar est os últ im os años de m i vida. Aunque a
veces, la m ayor part e, sería exagerado llam arlos así, pues apenas eran com o esos
casi im percept ibles pero inquiet ant es cruj idos que oím os de noche, cuando est am os
desvelados.
Nuevam ent e em pecé a recluirm e en m í m ism o, y durant e casi diez años no quise
saber nada de ficciones. Hast a que sucedieron dos o t res hechos que em pezaron a
darm e una débil esperanza, com o pequeñísim as y vacilant es luces que un aviador
solit ario, que ha luchado con form idables t em pest ades, y cuando la naft a se le
acaba, em pieza a ver ( o a creer que ve) a lo lej os, en m edio de las t inieblas, y que
pueden señalar la cost a en que por fin ha de poder at errizar.
Sí, pude at errizar, aunque el lugar era inhóspit o y desconocido, aunque las débiles
luces que m e conduj eron y despert aron en m í una t em blorosa esperanza podían
pert enecer a un t errit orio de caníbales.

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Así pude sent irm e de nuevo ent re los hom bres y cam inar, cuando ya creía que
j am ás podría volver a hacerlo.
Pero m e pregunt o por cuánt o t iem po, en qué m odo.

N O SABÍ A BI EN CÓM O APARECI Ó GI LBERTO,

quién lo t raj o o recom endó. Necesit aban a alguien que arreglara una puert a. Pero,
cóm o había llegado? En m om ent os de sospecha, quiso m ás t arde averiguarlo, y
result ó que nadie est aba seguro. Al principio no le gust ó m ucho a su m uj er: daba
vuelt as, parecía m uy lerdo, andaba por ahí. Su cara era enigm át ica, pero eso no
t enía dem asiada im port ancia, porque t odas las personas aindiadas son así. Después
em pezó a t rabaj ar, lent a pero eficazm ent e, con ese silencio socarrón de ciert os
criollos. Por él vinieron luego los ot ros. Ahora com prendía que nada fue casual, que
quién sabe por cuánt o t iem po lo habían t enido en observación. Poco a poco aquel
hom bre fue ent rando en su m undo. En conversaciones con su m uj er sugirió que
" ellos" sabían su sit uación y est aban dispuest os a prest arle ayuda, a com bat ir
cont ra las " ent idades" que lo m ant enían inm ovilizado. El señor Aronoff, explicó,
est aba em peñado con t oda su fuerza en que el señor Sabat o avanzara con su libro.
Quizá im aginaban que era una especie de obra m aest ra en favor del Bien, pensaba
Sabat o. Y ese pensam ient o com enzó a hacerlo sent irse com o un cuent ero, com o
alguien que com et e un fraude con provincianos. Pero, y si t enían razón? Después
de t odo eran vident es, le const aban algunas de sus pequeñas hazañas de barrio. Y
si, aun sin saberlo, él se proponía defender el bien, ponerse del lado de las
pot encias lum inosas? Se exam inaba a sí m ism o y no t erm inaba de com prender
cóm o eso era posible, desde qué punt o de vist a, en virt ud de qué consideraciones
su int erior podría m anifest arse en una obra beneficiosa. No obst ant e, o por eso
m ism o, le conm ovía la solicit ud de aquella gent e. Y cuando Gilbert o le pregunt aba,
con su caract eríst ica discreción, " cóm o andaba eso" , le respondía que m ej or, que
com enzaba a sent ir algo posit ivo, que con t oda seguridad pront o podría volver al
libro. Él asent ía en silencio, con expresión ent re m odest a y sut il, y le aseguraba que
ellos seguirían luchando, pero que " él debía ayudar" .
Un día baj ó al sót ano, debía revisar una cañería, dij o. S. baj ó con él, sin saber por
qué. Miraba t odo, parecía levant ar un suavísim o censo, det uvo sus oj os largo
t iem po en el piano abandonado y en el ret rat o de Jorge Federico. Cuando a los
pocos días volvió, le hizo algunas pregunt as a S., le pidió dat os sobre " algo

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sucedido en 1949" , sobre un individuo así, y así, ext ranj ero. Schneider, pensó
Sabat o.
—Ese ret rat o de su hij o —pregunt ó Gilbert o.
Qué pasaba con ese ret rat o? Nada, sim plem ent e quería saber quién lo había hecho.
El señor Aronoff había dicho algo de Holanda. " Bob Gesinus! " pensó Sabat o con
asom bro. Pero no, seguram ent e se equivocaban, Gesinus era el aut or del cuadro,
era holandés pero no podía ser " ese individuo así y así, ese ext ranj ero" que dirigía
aquellas pot encias. Se equivocaban porque la im agen no era clara, porque t ant o
Bob com o Schneider eran ext ranj eros, y de la m ism a época.
Sería sorprendent e, pensó ( sería pavoroso) , que Bob pudiera ser agent e de las
pot encias t enebrosas.
Pero por qué se em peñaron en hacer la sesión en el sót ano? Bueno, es ciert o que
Valle lo había convert ido casi en un depart am ent it o. Don Federico Valle! Por
prim era vez se le ocurría su nom bre en relación con t odo eso: ext ranj ero, hom bre
de edad. Pero no usaba j am ás som brero. O ést e era un det alle equivocado de esa
gent e, a causa de la t urbiedad que con frecuencia present an esas visiones? Y sin
em bargo pensaba que aunque Valle no pudo haber sido un agent e de las pot encias
negat ivas, result aba significat iva la inclinación que siem pre había t enido por las
cuevas y t úneles, desde que t rabaj ó con Méliés en un subsuelo de París, hast a que
en Córdoba se const ruyó ( se cavó) un refugio en la m ont aña que él m ism o calificó
de " cueva" . Y m ás t arde, cuando le alquiló la casa de Sant os Lugares, no se había
reservado el sót ano para vivir? De cualquier m odo, Aronoff insist ió en realizar la
sesión allí, en el subsuelo. En el m ism o lugar donde se guarda el piano que Jorge
Federico t ocaba cuando chico. Un piano cerrado, desde ent onces, arruinado por la
hum edad. Y encim a el ret rat o que Bob le hizo en 1949. Ahora advert ía que era la
fecha m encionada por Gilbert o! Pero era absurdo, nada había habido en aquel
t iem po que pudiera hacer pensar en Bob com o en un m iem bro de la Sect a, ni
siquiera indirect am ent e.
Lo m ás t rem endo fue cuando la rubia ent ró en t rance y Aronoff le ordenó, con voz
im periosa, que le hiciera llegar un signo de aquel t iem po. La m uchacha se resist ía,
lloriqueaba, se ret orcía las m anos, sudaba, con palabras ent recort adas m urm uraba
que le era im posible. Pero el señor Aronoff le repet ía la orden de m odo im perat ivo,
diciéndole que debía hacerle llegar un m ensaj e al señor Sabat o con el piano, una
prueba de que las fuerzas m alignas se veían obligadas a com enzar su ret roceso.
Mient ras la rubia seguía llorando y ret orciéndose las m anos, el hom bre, enorm e e
im ponent e con su pierna cort ada y su m ulet a, giró hacia las ot ras m uj eres que
seguían en dist int as et apas de su t rance, y t am bién hacia el chico Daniel, que sufría
convulsiones con los oj os ext raviados, m ient ras grit aba que algo horrible se m ovía
en su vient re. Sí, sí, le decía el señor Aronoff, ext endiendo su m ano derecha sobre

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su cabeza, sí, sí, debes expulsarlo, debes expulsarlo. El chico se ret orcía, parecía
que de un m om ent o a ot ro iba a vom it ar, hast a que efect ivam ent e lo hizo, y hubo
que lim piarlo y pasar un t rapo por el piso. Mient ras t ant o, la rubia había abiert o el
piano y con los puños cerrados, t orpem ent e, golpeaba el t eclado, gim iendo que era
im posible, que no podía. Pero el señor Aronoff volvió su brazo ext endido sobre ella
y con su voz grave y poderosa le repit ió su orden de hacerle llegar un m ensaj e al
señor Sabat o. La señora Est her, ent ret ant o, respiraba cada vez m ás profunda y
ruidosam ent e, con su cara cubiert a de sudor. Hable, hable! le ordenaba Aronoff.
Ust ed est á t om ada por la Ent idad que lucha cont ra el señor Sabat o! Hable, diga lo
que t enga que decir! Pero ella seguía agit ándose y respirando en un ruidoso est er-
t or, hast a que finalm ent e cayó en una frenét ica hist eria y hubo que suj et arla ent re
dos para que no dest ruyera lo que est aba a su alcance. Apenas se calm ó un poco,
Aronoff volvió a repet ir su orden a la rubia: Debes t ocar el piano! le decía con su
voz aut orit aria, debes hacer llegar el m ensaj e que el señor Sabat o necesit a. Pero
aunque la chica t rat aba desesperadam ent e de desent um ecerlos, los dedos seguían
agarrot ados por una fuerza superior a su volunt ad. Golpeaba el t eclado, pero los
sonidos que arrancaba eran t orpes com o los que obt iene un chiquit o de cort a edad.
Hazlo! ordenaba Aronoff, quien ( Sabat o no pudo evit ar el sorprenderse) const ruía
sus frases com o un español. Puedes y debes hacerlo! Debes hacer el esfuerzo que
en nom bre de Dios t e pido y t e ordeno! Sabat o sent ía pena por la m uchacha,
porque la veía gem ir con sus oj os ext raviados, sacudir la cabeza de un lado para el
ot ro, e int ent ar abrir sus dedos agarrot ados. Pero ent onces vio cóm o Bet t y se ponía
de pie, con los brazos ext endidos en la form a de alguien que ha de ser crucificado.
Con el rost ro dirigido hacia el t echo y los oj os cerrados m ascullaba palabras
inint eligibles. Sí, sí, sí! exclam ó Aronoff, dirigiendo su gran cuerpo hacia ella,
reacom odando su m ulet a para colocar su m ano derecha ext endida hacia la frent e
de la m uj er. Sí, Bet t y, sí! Eso es! Dim e lo que t engas que decir! Haz saber al señor
Sabat o lo que necesit a conocer! Pero ella seguía m ascullando palabras in-
com prensibles.
Hast a que de pront o oyeron acordes en el piano y t ant o Sabat o com o Aronoff se
volvieron hacia la chica rubia, que, poco a poco, a m edida que sus dedos
com enzaban a solt arse, ej ecut aba I N DER NACHT, de Schum ann. Era una de las
piezas que en aquel t iem po t ocaba Jorge Federico! Sí, sí! grit ó excit adísim o Aronoff.
Toca, t oca! Que el señor Sabat o reciba ese m ensaj e de luz! E im ponía su m ano
derecha, cargada de fluido, hacia la cabeza de Silvia, que a cada inst ant e t ocaba
con m ayor precisión, hast a llegar a hacerlo en una form a que no podía esperarse en
un piano abandonado durant e veint e años en un sót ano húm edo.
Sabat o cerró involunt ariam ent e sus oj os y sint ió que algo est rem ecía su cuerpo y lo
hacía balancear. Tuvieron que sost enerlo para que no cayera.

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REAPARECE SCH N EI D ER?

Al ot ro día se levant ó com o si se hubiese bañado en un t ransparent e río de


m ont aña después de haber chapot eado durant e siglos en un pant ano plagado de
serpient es. Tuvo la seguridad de que saldría adelant e, escribió cart as que
perm anecían sin respuest a, le dij o a Forrest er que acept aría la invit ación de la
universidad nort eam ericana, cum plió con cit as y report aj es post ergados. Y sint ió
que apenas esas t areas secundarias fueran cum plidas podría acom et er de nuevo la
novela.
Salía de Radio Nacional y cam inaba con euforia por la calle Ayacucho cuando le
pareció que en la vereda de enfrent e est aba el doct or Schneider, casi en la ochava
de Las Heras. Pero ent ró rápidam ent e en el café que hay en esa esquina. Lo había
vist o? Lo había est ado esperando? Era realm ent e él o alguien parecido? A esa dis-
t ancia es fácil una equivocación, sobre t odo cuando se es propenso a superponer
im ágenes obsesivas sobre m aniquíes, com o t ant as veces le sucedió.
Se acercó lent am ent e a la esquina, vacilando ent re lo que quería y no quería hacer.
Pero al llegar a pocos pasos, se det uvo y, dándose vuelt a, se fue en sent ido
inverso. Casi huyó. Esa es la expresión. Si ese hom bre había vuelt o a Buenos Aires,
o, por lo m enos, si perm anecía durant e t em poradas, cualesquiera fuesen sus
viaj es, y siendo conocido de personas que t am bién él conocía, cóm o j am ás había
not icias de él, siquiera indirect as?
Era posible, ahora, que su reaparición est uviera vinculada a la sesión del señor
Aronoff y su gent e? Parecía dem asiado exagerado im aginarlo. Por ot ra part e, si
durant e t ant os años había perm anecido invisible, al m enos para él, y de pront o se
ponía a su alcance, quizá dej ándose ver o ent rever a propósit o, no era com o un
signo deliberado? Com o una advert encia?
Se hacía t odas est as reflexiones, pero luego, pensándolo m ás, se decía que de
ninguna m anera podía est ar seguro de que aquella persona corpulent a hubiese sido
realm ent e Schneider.
Había una sola form a de averiguarlo. Venciendo su t em or, volvió hacia el café, pero
cuando est aba a punt o de ent rar vaciló, se det uvo y luego, cruzando la avenida, se
quedó a observar am parado por un plát ano. Allí perm aneció cosa de una hora,
hast a que vio llegar al Nene Cost a, con su cuerpo cart ilaginoso, com o un bebé m a-
ligno que hubiera crecido com o los hongos hast a adquirir un corpachón enorm e y

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fofo sin que sus huesos se hubiesen desarrollado al m ism o t iem po, no t erm inando
de adquirir las dim ensiones adecuadas o, en caso posit ivo, com o si esos huesos se
hubieran m ant enido al est ado blando o cuasi cart ilaginoso: siem pre se t enía la
im presión ( no el t em or, porque nadie lo quería) de que si no se apoyaba en algo,
una pared o una silla, podía venirse abaj o, com o un flan dem asiado alt o para su
consist encia y peso. Aunque peso —había reflexionado m ás de una vez— lo que se
llam a peso, seguram ent e no podía ser m uy grande, por la calidad esponj osa de la
m at eria que lo com ponía, por una excesiva cant idad de elem ent o líquido o gaseoso,
t ant o en sus poros com o en sus int est inos, est óm ago, pulm ones y, en general, en
cada una de las cavidades o resquicios de que dispone el cuerpo hum ano. Esa
im presión de enorm idad gelat inosa se acent uaba por la cara de bebé. Com o si a
uno de esos chiquit os gordos y rubios, de piel blanquísim a y oj os de un celest e
acuoso, que se suele ver en las nat ividades de los pint ores flam encos, se lo vist iera
de hom bre, con gran dificult ad se lo pusiese de pie, y luego se lo observara a
t ravés de un colosal lent e de aum ent o. En su opinión, sólo un det alle revelaría el
grave error: la expresión de su cara. No era la de un bebé sino la de un perverso,
ingenioso, enciclopédico y cínico anciano que hubiese pasado de la cuna a la vej ez
espirit ual sin ant es conocer la fe y la j uvent ud, el ent usiasm o y el candor. A m enos
que hubiera nacido ya con esos at ribut os finales, en virt ud de vaya a saber qué
t erat ológica t ransm igración, de m odo que ya t om ando el pecho de su m adre la
pudiera haber observado con aquellos m ism os oj os de perverso y escépt ico
cinism o.
Lo vio llegar al café con su m anera de cam inar ligeram ent e de cost ado, con su
cabeza rubia m edio inclinada y m irando de soslayo, com o si para él la realidad no
est uviera nunca delant e sino a la izquierda y un poco abaj o. Cuando ent ró,
inst ant áneam ent e, Sabat o recordó su relación con Hedwig. Una de aquellas
relaciones de Cost a que, m ás o m enos que sexuales, est aban det erm inadas por su
infinit o snobism o, t an poderoso y fervient e ( quizá lo único fervient e en su espírit u)
que hast a podía capacit arlo para el act o sexual; porque no era posible im aginar una
m uj er en la cam a con aquella m asa de m at eria lechosa. Aunque, m edit aba, nunca
se sabe, porque el corazón de los seres hum anos es inagot ablem ent e desconocido y
el poder del espírit u sobre la carne, m ilagroso. Fuera com o fuera, en esas
relaciones con m uj eres, que siem pre concluían con la separación de los
m at rim onios, no podía ser el cuerpo lo que prevaleciese sino el espírit u; una
perversidad, un sadism o, un diabolism o que, de cualquier m odo, no podían
caract erizarse sino com o fenóm enos espirit uales. Pero si esos at ribut os podían
at raer a una m uj er sofist icada, era arduo concebir que pudieran at raer a Hedwig,
que no era ni sofist icada ni frívola, y que no est aba para problem as personales.
Quedaba una sola explicación: que fuese un sim ple recurso ( pero, por favor, era

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necesario poner est e adj et ivo ent re com illas) del doct or Schneider. El snobism o de
Cost a, su germ anofilia y su ant isem it ism o reforzaban o alent aban la enigm át ica
relación.

CAVI LACI ON ES, UN D I ÁLOGO

Volvió a su casa en un est ado de honda depresión. Pero no quiso dej arse vencer
t an rápidam ent e y se propuso llevar a cabo el proyect o con la novela. Pero apenas
abrió los caj ones y em pezó a hoj ear sus papeles se pregunt ó, con irónico
escept icism o, qué novela. Revolvió aquellos cent enares de páginas, bocet os,
variant es de bocet os, variant es de variant es: t odo cont radict orio e incoherent e
com o su propio espírit u. Decenas de personaj es esperaban en aquellos recint os
com o esos rept iles que duerm en cat at ónicam ent e durant e las est aciones frías, con
una im percept ible y sigilosa vida lat ent e, pront os para at acar con su veneno en
cuant o el calor los devuelve a la exist encia plena.
Y com o siem pre que hacía esa inspección, t erm inó en la carpet a de aquella banda
de Calsen Paz. Una vez m ás quedó absort o ant e su rost ro dost oievskiano. Qué le
prom ovía ese suj et o? Recordó m om ent os sim ilares, ent re sim ilares escrut inios y
desalient os, quince años at rás, cuando sint ió que esa m irada de int elect ual
delincuent e le despert aba am biguos m onst ruos, que gruñían en la oscuridad y en el
barro. Algo le m urm uró ent onces que era el negro heraldo de un m onarca de las
t inieblas. Y cuando llegó Fernando Vidal Olm os, aquel pequeño crim inal de
provincia, t erm inada al parecer su m isión anunciadora, había vuelt o a la carpet a de
la que un día salió.
Y ahora qué? Cont em pló su cara de heladas pasiones y t rat ó de com prender en qué
sent ido est aba vinculado con la novela que a t ropiezos int ent aba const ruir. A
t ropiezos, com o siem pre le sucedía: t odo era confuso en su int erior, se hacía y se
deshacía, no le era posible nunca com prender qué quería ni adónde se dirigía. Los
cont ornos de los personaj es se perfilaban poco a poco, a m edida que iban saliendo
de la penum bra, cobraban nit idez y luego t erm inaban por esfum arse, volviendo al
dom inio de las som bras de donde habían em ergido. Qué quería decir con sus
ficciones? Casi diez años después de haber publicado HÉROES Y TUMBAS lo seguían
int errogando est udiant es, señoras, em pleados de m inist erios, chicos que hacían
t esis en Michigan o Florencia, m ecanógrafas. Y oficiales de m arina que al ent rar al
Círculo Naval veían ahora con int rigado recelo a ese Ciego con aspect o de caballero

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inglés, cada vez m ás viej o y encorvado, vendiendo sus ballenit as, hast a
desaparecer para siem pre. Para siem pre? Muert o? En qué reduct o? Sí, t am bién
esos m arinos querían saber qué había querido decir con ese I nform e sobre Ciegos.
Y cuando les respondía que no le era posible agregar algo m ás a lo que había
escrit o allí, se quedaban desconform es y lo m iraban com o a un m ist ificador.
Porque, cóm o el propio aut or puede ignorar ciert as cosas? Era inút il que les
explicara que algunas realidades sólo pueden expresarse con sím bolos
inexplicables, com o el que sueña no com prende lo que sus pesadillas significan.
Exam inaba las carpet as y sent ía la ridiculez de su m inuciosidad: com o la de un
reloj ero loco que t rabaj ara con m et iculosa paciencia en un reloj que finalm ent e
m arcará las t res y doce m inut os al m ediodía. Est udiaba una vez m ás las not icias
am arillent as, las fot os, las t ort uosas declaraciones, las acusaciones m ut uas: si fue
el propio Calsen que clavó y revolvió la lezna en el corazón del chico am arrado, si
fue Godas baj o sus órdenes, si aquella Dora Fort e de 18 años era am ant e o no de
Calsen, si ést e era o no hom osexual. Sea com o fuere, Dora seducía al t urquit o Sale,
se lo llevaba a Calsen, lo hacía ingresar en la banda y finalm ent e sim ulaban el
secuest ro ( eso era lo que Sale creyó) para ext orsionar al viej o. Y cuando m ás t arde
lo at an y le m et en un t rapo en la boca, com prende recién que lo asesinarán de
verdad. Con oj os alucinados m ira la escena de pesadilla, m ient ras oye la seca orden
de Calsen de iniciar la fosa en el t erreno de at rás. Luego firm a la cart a que ya
t enían preparada. Sabat o se pregunt ó por qué esa cart a no est aba ya firm ada por
el t urquit o, puest o que él creía que era un secuest ro sim ulado; y por qué ahora la
firm aba, si veía que de cualquier m odo lo m at arían. Pero t al vez los crím enes reales
ofrecen siem pre esas burdas incoherencias. Dos det alles que describen el irónico
sadism o de Calsen: la cart a la m ant uvo ocult a hast a ese m om ent o det rás de una
reproducción del ÁNGELUS de Millet , y el dinero debía ser ent regado en el at rio de
la iglesia de la Piedad. Qué t ipo. Miró de nuevo su fot ografía y, aunque su rost ro
duro nada t enía en com ún, pensó en el Nene Cost a.
Mient ras releía las declaraciones, t odo em pezaba a derivar en su m ent e: las fot os
iban cam biando sus rasgos, lent a pero inevit ablem ent e com enzaban a configurar
ot ros rost ros que lo obsesionaban, y part icularm ent e el odiado rost ro de R., que
parecía j uzgar com o perverso perit o los errores de aquellos crim inales de pacot illa.
R., siem pre det rás, en la oscuridad. Y él siem pre obsesionado con la idea de
exorcizarlo, escribiendo una novela en que ese suj et o fuese el personaj e principal.
Ya en aquel París de 1938, cuando se le reapareció, cuando t rast ornó su vida. Con
aquel abort ado proyect o: MEMORI AS DE UN DESCONOCI DO. Nunca había t enido el
coraj e de hablarle de él a M., siem pre le habló de un personaj e así y así, una
especie de anarquist a reaccionario, alguien al que llam aría Pat ricio Duggan. Aquella
ficción part ía del crim en de Calsen, pero fue siendo alt erada poco a poco hast a

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llegar a ser irreconocible: ya Dora Fort e no era una pobrecit a belleza de barrio sino
una chica sofist icada. Y Pat ricio era j efe de la banda, prim ero am ant e de la chica y
después su herm ano, quizá t am bién su am ant e. Abort ó. Años después, siem pre
baj o el acosam ient o de R., escribió HÉROES Y TUMBAS, donde Pat ricio se convert ía
en Fernando Vidal Olm os, la chica prim ero en su herm ana y luego en su hij a
nat ural, ya sin nada que ver con los Calsen ni con aquel crim en am arillent o.
Y ahora, una vez m ás, com enzaba a int ernarse en el fét ido laberint o de incest os y
crím enes, laberint o que iba hundiéndose paulat inam ent e en el pant ano del que
creía haber salido por obra de los inocent es exorcism os de cost ureras y plom eros.
Desde las t inieblas, veía cóm o le hacían sarcást icas señas con sus garras, hast a que
una vez m ás se iba ahogando en la confusión y el desalient o, en las culpables
fant asías, en el secret o vicio de im aginar pasiones infernales.
Habían resurgido los conocidos m onst ruos, con la m ism a im precisión de las
pesadillas, pero t am bién con su m ism a pot encia, encabezados por la am bigua
figura de cost um bre, que desde la oscuridad lo observaba con sus oj os verdosos,
con su m irada de nict álope, la expresión de una noct urna ave de rapiña.
Hipnot izado por su reaparición, se fue adorm eciendo en el seno de aquella om inosa
fam ilia, com o baj o los efect os de una droga m aligna. Y cuando horas m ás t arde
volvió a la conciencia, ya no era m ás el hom bre que días ant es se había levant ado
con opt im ism o.
Com enzó a dar vuelt as, quiso dist raerse, hoj eó una revist a. Ahí est aba, para colm o,
la cara de aquel bicho, con esa sonrisa de hom bre franco que m ira con los oj os m uy
abiert os, dispuest o a com prender y ayudar; m ient ras debaj o, com o el t écnico en
claves descifra el aut ént ico m ensaj e en una cart a rosa, veía surgir los verdaderos
rasgos de innoble y viej a put a, de m ent irosa e hipócrit a put a. Qué est aba
declarando sobre el Prem io Municipal?
Qué asco, qué t rist eza. Se sint ió avergonzado: al fin y al cabo t am bién él
pert enecía a esa abom inable raza.
Se recost ó y una vez m ás se ent regó a la fant asía de siem pre: abandonar la
lit erat ura y poner un t allercit o en algún barrio desconocido de Buenos Aires. Barrio
desconocido de Buenos Aires? Qué risa, por favor, qué callej ón sin salida. Y para
colm o m alhum orado por haber hablado en la Alliance, por haber sufrido durant e
dos horas, y luego t oda la noche, com o si se hubiese desnudado en público para
m ost rar sus púst ulas, y para m ayor bochorno ant e m uchas personas frívolas.
De nuevo em pezó a ver t odo negro, y la novela, la fam osa novela, le parecía inút il
y deprim ent e. Qué sent ido t enía escribir una ficción m ás? Las había hecho en dos
m om ent os cruciales, o por lo m enos eran las dos únicas que se había decidido a
publicar, sin saber bien por qué. Pero ahora sent ía que necesit aba algo dist int o,
algo que era com o ficción a la segunda pot encia. Sí, algo lo presionaba. Pero qué

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era? Volvía ent onces con descont ent o a esas páginas cont radict orias, que no
conform aban, que parecían no ser lo que necesit aba.
Y luego, ese desgarram ient o ent re su m undo concept ual y su m undo subt erráneo.
Había abandonado la ciencia para escribir ficciones, com o una buena am a de casa
que repent inam ent e resuelve ent regarse a las drogas y la prost it ución. Qué lo había
llevado a im aginar esas hist orias? Y qué eran, verdaderam ent e?
Por lo general, las ficciones eran consideradas com o una suert e de m ist ificación,
com o una t area poco seria. El profesor Houssay, Prem io Nobel, le ret iró el saludo
cuando se ent eró de su decisión.
Sin haberlo advert ido, se encont ró bordeando el cem ent erio de la Recolet a. Lo
subyugaban esos convent illos de la calle Vicent e López, y sobre t odo la idea de que
R. pudiese vivir en algún cuart ucho por ahí, en ese alt illo m edio t apado por ropa
secándose.
Y Schneider, qué t enía que ver con la obra? Y quién era esa " Ent idad" que le
im pedía llevarla a cabo?
Sospechaba que Schneider era una de las fuerzas que act uaba desde alguna part e,
que seguía haciéndolo, a pesar de su desaparición durant e años, com o si hubiera
sido obligado a ret irarse por un t iem po. Pero acechando desde lej os, y ahora, al
parecer, de nuevo en Buenos Aires.
La ot ra presencia, ya lo sabía.
Y de pront o com prendió que su preocupación por Sart re no era product o del azar
sino de esas m ism as fuerzas que lo host igaban. No era el problem a de la m irada,
de los oj os? Los oj os. Víct or Brauner. Sus cuadros llenos de oj os. El oj o que
Dom ínguez le arrancó.
Mient ras seguía cam inando hacia cualquier part e, desconfiaba de t odo. Los espías
eran lanzados en algún lugar de I nglat erra, hablando el inglés a la perfección,
vist iendo y t art am udeando com o egresados de Oxford.
Cóm o dist inguir al enem igo? Ese m uchacho que vendía helados, por ej em plo: era
necesario observarlo cuidadosam ent e. Le com pró un helado de chocolat e, se fue, o
aparent ó que se iba, para volverse hacia él de pront o y observarlo en los oj os. El
chico se sorprendió. Pero esa sorpresa podía ser el result ado de su inocencia o de
un sut il aprendizaj e. Era una t area infinit a: ese suj et o con la escalera, aquella
m ecanógrafa o em pleadit a, ese chiquillo que j ugaba o sim ulaba j ugar. No em plean
niños los regím enes t ot alit arios?
Se encont ró frent e al depart am ent o de los Carranza, aunque no recordaba haberse
propuest o ir allí.
Se hundió en el sofá, oyó algo sobre Pipina. Cóm o, cóm o? La conferencia en la
Alianza. La Alianza y Pipina? Pero qué diablos era eso?
Beba se rió: pero no, idiot a, se refería a Sart re.

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Pero no le había est ado hablando de Pipina?
No, hom bre, de Sart re le hablaba.
Bueno, qué.
Que si había hablado m al.
Desalent ado, se quit ó los ant eoj os, se pasó la m ano por la frent e, se frot ó los oj os.
Después indagó defect os en el parquet , m ient ras Beba lo consideraba con sus oj it os
inquisit oriales. Su m adre, con ese aspect o que siem pre t enía de haber salido un
m om ent o ant es de la cam a, con el pelo revuelt o, m edit aba sobre afluent es del
Ganges, cefalópodos y pronom bres.
Schneider, pensaba, m irando el piso.
—Cuándo llegó a Buenos Aires?
—Quién? —pregunt ó, sorprendida, Beba.
—Schneider.
—Schneider? Qué diablos t e puede int eresar ese charlat án después de t ant os años?
—Pero cuándo llegó?
—En el m om ent o de t erm inar la guerra. No sé.
—Y Hedwig?
—Tam bién.
—Pero m e pregunt o si se habrán conocido allá, en Hungría.
—Parece que se conocieron en un bar de Zürich.
Se irrit ó: parece, parece, siem pre las m ism as am bigüedades. Beba lo observaba
con perplej idad. Aquel payaso, le decía Beba. Sólo le falt aba la víbora y uno de esos
art efact os en la m ano que sirven a la vez para enhebrar aguj as, pelar papas y
cort ar vidrios. Y esas viej uchas que lo seguían.
Sí, era ciert o, parecía un charlat án de feria. Y qué.
—Cóm o y qué.
La rabia de la Beba era para Sabat o el subproduct o de su m ent alidad cart esiana. Se
peleaba con el Dr. Arram bide, pero en el fondo los dos t enían la m ism a m ent alidad.
No t enía ganas de explicar nada.
—Cóm o, y qué —insist ió la Beba.
Sabat o la consideró con fat iga. Baudelaire, lo del diablo.
— Baudelaire?
Pero no explicó nada, sent ía que era inút il. La peor fechoría: hacer creer que no
exist e. Schneider, era grot esco pero som brío, ruidoso pero t enebrosam ent e
secret o. Sus carcaj adas ocult aban un espírit u sigiloso, com o una caricat uresca y
risible m áscara un sem blant e duro, esquem át ico y reservado rost ro del infierno.
Com o alguien que m ient ras prepara un calculado y frígido crim en cuent a chist es
verdes a su fut ura víct im a. Maruj a pregunt aba algo sobre celent erados de cinco
let ras. Lo im aginaba dirigiendo desde la oscuridad los hilos de aquella banda. Pero

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qué est aba pensando? Pat ricio y los Christ ensen eran im aginarios; cóm o ese
hom bre real podría dirigir o dom inar algunas de sus fant asías? Gust avo
Christ ensen. Volvía a pensar que el Nene Cost a podía perfect am ent e ser Gust avo
Christ ensen. Por qué no? Lo había im aginado flaco y el Nene era gordo y fofo. Por
qué no?
—El Nene Cost a —dij o.
Beba lo m iró con oj os llam eant es. Qué había con ese individuo?
—Lo vi. Ent raba en un café de Las Heras y Ayacucho.
Y a ella qué le im port aba? Bien sabía que ese suj et o no le int eresaba lo m ás
m ínim o. Hacía años que le había hecho la cruz.
—Te digo.
—Lo m ás m ínim o, ya sabés.
—Te digo porque m e parece que ent ró a verlo a Schneider.
—Qué est ás diciendo? Schneider est á en el Brasil. No sé cuánt o t iem po.
—A m í m e pareció que ent raba en ese café. Adem ás, eran m uy am igos.
—Quién.
—Con el Nene Cost a, no?
Beba se rió: el Nene am igo de alguien!
—Quiero decirt e que se veían m ucho en aquel t iem po.
—Me pregunt o quién habrá j odido a quién.
—No t ienen por qué ser am igos. Pueden ser cóm plices.
Beba lo m iró con ext rañeza, pero Sabat o no agregó nada m ás sobre esas palabras.
Después de un t iem po, m irando el vaso, pregunt ó:
—Así que en t u opinión Schneider se fue al Brasil.
—Eso es lo que dij o Mabel. Todo el m undo lo supo. Se fue con Hedwig.
Siem pre observando el vaso, Sabat o le pregunt ó si Quique seguía viendo al Nene
Cost a.
—Me im agino. No veo cóm o podría privarse de ese gust o. Una especie de t esoro.
—Y últ im am ent e no t e dij o nada sobre Schneider? Si ha vuelt o del Brasil y lo ve al
Nene, seguro que Quique lo sabría.
No, nunca le había dicho nada. Adem ás, Quique sabía perfect am ent e que no le
gust aba que le recordaran al Nene. Sabat o quedó m ás angust iado que ant es,
porque t odo eso le probaba que si aquel hom bre había vuelt o de Brasil o de donde
fuese, ese ret orno no era público sino reservado. Est aban ent onces sus cont act os
con Cost a vinculados al problem a que lo ensom brecía? Parecía a prim era vist a
absurdo im aginar al frívolo de Cost a en una com binación de ese género, pero no
result aba descabellado en cuant o se pensaba en su vert ient e dem oníaca. Pero por
qué se veían en un bar cént rico, en ese caso? Bien, él, Sabat o, no iba nunca por
ese café. Podía haber sido una casualidad. Una casualidad sem ej ant e? No, era

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necesario descart arlo. Por el cont rario, m ás bien debía pensar que Schneider de
alguna m anera sabía que él iría a Radio Nacional, esperó en la calle hast a que lo
viese ( o ent reviese) y luego ent ró. Pero para qué? Para at em orizarlo? De nuevo
com enzaba su gran duda: quién perseguía a quién?
Trat ó de hacer m em oria, pero t odo le result aba confuso. Sí, Mabel se lo había
present ado a André Téleki, y Téleki le había present ado a Schneider. Acababa de
salir EL TÚNEL, de m odo que debía de ser por el 48. En aquel m om ent o no le dio
im port ancia a la pregunt a que le hizo sobre Allende: por qué ciego? Parecía una
cuest ión inocent e.
—Cornudo y ciego —había com ent ado con aquella risa grosera.
Qué pudo hacer en t odos aquellos años, ent re el 48 y el 62? No era significat ivo
que reapareciese en el 62, en el m om ent o de aparecer HÉROES Y TUMBAS? En una
ciudad infinit a pueden pasar años sin ver a un conocido. Por qué lo volvió a
encont rar apenas publicada su nueva novela?
Trat aba de recordar las palabras del reencuent ro: sobre Fernando Vidal Olm os.
Qué, no respondía nada?
—Cóm o?
Si había hablado m al de Sart re. Sí o no.
Beba, con su m anía disyunt iva y su et erno whisky en la m ano, con sus oj it os
inquisit oriales y llam eant es.
Mal de Sart re? Y quién le había venido con esa idiot ez? No recordaba. Alguien.
Alguien, alguien! Siem pre esos enem igos sin cara. Se pregunt a por qué t odavía
hablaba en público.
Hablaba porque quería.
Por qué no se dej aba de decir m acanas? Hablaba por debilidad, porque se lo pedía
un am igo, porque no le gust aba parecer arrogant e, porque son pobres m uchachos
de un at eneo José I ngenieros de Villa Soldat i o de Mat aderos, que no se puede
hum illar: esos m uchachos que de día t rabaj an de elect ricist as y de noche descifran
a Marx.
Vam os! La Alliance no est aba en Villa Soldat i e iban m iles de señoras gordas.
—Est á bien. Hablé para señoras gordas, adivinast e. No he hecho ot ra cosa en m i
vida. Ahora dej am e t om ar t ranquilo el whisky, que para eso vine.
—No grit en, dej en pensar. Río del Asia, cuat ro let ras.
—Así que lo único que t e com ent aron es que hablé m al de Sart re.
Se levant ó, cam inó por la sala, se acercó a la bibliot eca, exam inó los viej os sables
de caballería, leyó dist raído algunos t ít ulos. Est aba furioso con t odos y consigo
m ism o. Pensam ient os acres o irónicos sobre m esas redondas, conferencias, canast a
uruguaya, Punt a del Est e, Alliance Francaise, recuerdos de infancia, qué flaca
est aba Beba últ im am ent e, t ít ulos de novela ( A la som bra de las m uchachas en flor!

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cóm o era posible?) , ideas sobre el polvo y la encuadernación. Finalm ent e volvió a
su sofá, donde se hundió com o si pesara el doble o el t riple.
Algo en el lím it e ent re Kenya y Et iopía que pareciese un cebú pero que no era un
cebú: siet e let ras.
— Hablast e m al, sí o no?
S. est alló. Beba, con severidad, le dij o que podía dar det alles, en lugar de grit ar. No
parecía un int elect ual, parecía un loco.
—Pero quién es el cret ino que t e vino con ese cuent o?
—No es ningún cret ino.
—Recién m e dij ist e que no recordabas quién era.
—Sí, pero ahora m e acordé.
—Y quién era?
—No t engo por qué decirlo. Después haces cuest iones.
—Claro, claro, para qué.
Volvió a sum irse en un silencio am argo. Sart re. Siem pre lo había defendido,
exact am ent e lo cont rario. Qué significat ivo que siem pre hubiera que defender a los
t ipos aut ént icos. Cuando la rebelión en Hungría, cuando los st alinist as lo acusaban
de ser un pequeño burgués cont rarrevolucionario al serviciodelim perialism oyanqui.
Después, cont ra los m accart ist as, que lo acusaban de idiot aút ilalserviciodel-
com unism oint ernacional. Y, por supuest o, t am bién hom osexual, ya se sabe, puest o
que no pudieron descubrirle parent ela j udía.
—Pero decim e, no t e parece que en lugar de perder t ant o t iem po en t us rabiet as
habría sido m ej or que m e explicaras lo que dij ist e?
—Con qué obj et o.
—Ah, t e parece que no m erezco saberlo.
—Si hubieras t enido t ant o int erés podías haber ido a la conferencia.
—Tengo a Pipina con diarrea.
—Bueno, bast a.
—Cóm o, bast a? Me im port a m ucho ese problem a.
—Ahora pret endés que t e explique en cuat ro palabras lo que allí analicé en dos
horas. Y después hablás de frivolidad.
—No pret endo que m e expliqués t odo. Una idea. La idea fundam ent al. Y, adem ás,
deberías adm it ir que en m i cabeza t engo algo m ás que esas señoras gordas que
puj aron por escuchart e.
—Dale, est aba lleno de est udiant es.
—Si no recuerdo m al, un día m e dij ist e que t oda filosofía es el desarrollo de una
int uición cent ral, hast a de una m et áfora: pant a rei, el río de Heráclit o, la esfera de
Parm énides. Sí o no?
—Sí.

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—Y ahora m e salís con el cuent o que t u t eoría sobre Sart re necesit a dos horas.
Qué, es m ás im port ant e que la filosofía de Parm énides?
—Pucha digo.
—Eh?
—Ese report aj e de Sart re sobre LA NÁUSEA —explicó con cansancio.
—Report aj e? Qué report aj e?
Algo que había salido hacía t iem po at rás. Seguram ent e el result ado de su
sent im ient o de culpa.
—Sent im ient o de culpa?
—Claro, hay chicos que se m ueren de ham bre por ahí. Y escribir esa novela,
m ient ras t ant o...
—Qué chico se est á m uriendo de ham bre?
—Pero no, m am á. Bueno, y?
—Part í de esa idea.
—Y esa idea t e parece m al.
—No em pecés de nuevo.
—Ent onces.
—Ent onces, qué? Me podes decir cuándo una novela, no ya LA NÁUSEA, una novela
cualquiera, la m ej or novela del m undo, el QUI JOTE, el ULYSSES, el PROCESO, ha
servido para evit ar la m uert e de un solo niño? Si no est uviera seguro de la
honradez de Sart re, t endría que pensar que es la frase de un dem agogo. Te digo
m ás: de qué m odo, cuándo, en qué form a una coral de Bach o un cuadro de Van
Gogh sirvieron para que un chico no se m uera de ham bre. Tendrem os que renegar
de t oda la lit erat ura, de t oda la m úsica, de t oda la pint ura?
—Hace un t iem po, en una vist a sobre la I ndia, unos chiquilines se m orían de
ham bre en la calle.
—Sí, m am á.
—La vist e vos t am bién?
—No, m am á.
—Tam bién leí un libro de un escrit or francés, Jules Rom ains... no, esperá... Rom ain
Rolland, puede ser? siem pre confundo los apellidos, soy un caso... en fin algo sobre
eso.
—Sobre qué, m am á.
—Sobre una criat ura que se m oría de ham bre. Cóm o se llam a?
—Quién.
—Ese escrit or.
—No lo sé, m am á. Son dos escrit ores. Y no leo a ninguno de los dos.
—Podrías leer un poco m ás, en lugar de discut ir t ant o y t om ar t ant o whisky. Y vos,
Ernest o, t am poco lo sabés?

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—No, Maruj a.
—Ent onces, t e parece que Sart re est á equivocado. Ya ves cóm o el que m e t raj o el
dat o decía la verdad. Sí o no?
—Eso no es hablar m al, est úpida. Es casi defenderlo cont ra una debilidad. Defender
al m ej or Sart re, quiero decir.
—Así que el Sart re a quien le duele la m uert e de un niño es un m al Sart re.
—Ése es un sofism a t am año guardarropa. Con ese crit erio, Beet hoven era una m ala
persona porque en plena época de la Revolución Francesa hacía sonat as en lugar de
m archas m ilit ares. No baj em os el nivel de la conversación.
—Bueno, volvam os a t u argum ent o. Querés decir que Sart re razona m al. Que no es
capaz de rigor m ent al.
—No dij e eso. No es que razone m al, es que se sient e culpable.
—Culpable de qué.
—Esa m ezcla de endem oniado y prot est ant e.
—Y qué.
—Nada, quizá un indicio el apellido, ese Schweit zer. El ot ro indicio es la fealdad.
—La fealdad. Qué t iene que ver eso con el report aj e.
—Un chico feo, un sapo. Leíst e LES MOTS?
—Sí, y qué.
—Se at errorizaba cuando lo m iraban.
—Y.
—Qué es lo que t e pueden ver? El cuerpo. El infierno es la m irada de los ot ros.
Mirarnos es pet rificarnos, esclavizarnos. No son los t em as de su filosofía y de su
lit erat ura?
—Qué arbit rario que sos. Me vas a reducir a esas cuat ro palabras t odo el
pensam ient o de Sart re.
—Hace un m om ent o, si m al no recuerdo, m e exigist e que lo hiciera.
Pant a rei.
—Bueno, ahora m e vas a hacer de un com plej o psicológico la base de una filosofía.
Si t e agarran los bolches.
—La vergüenza no es una t rivialidad, y sobre t odo la vergüenza de un niño. Puede
llegar a t ener t rem endo alcance exist encial. Tengo vergüenza, por lo t ant o exist o.
De ahí sale t odo.
—Todo? Me parece que se t e va la m ano.
—Por qué? Lo esencial en la obra de un creador sale de alguna obsesión de su
infancia. Pensá en su lit erat ura. Alguno se dej a ver desnudo?
—Suponés que no hago ot ra cosa que recordar personaj es de Sart re, cóm o se
vist en o desvist en. Hace un siglo que no lo leo.

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—Te digo porque m e has est ado t ort urando. Uno quiere ver a los hom bres desde
arriba, así se sient e om nipot ent e. Ot ra quiere observar a su am iga sin que ella
pueda verla. Un t ipo se regodea im aginándose invisible y uno de sus placeres es
espiar por el oj o de una cerradura. Ot ro im agina el infierno com o una m irada que lo
penet ra t odo. En una obra, el infierno es la m irada de una m uj er, una m irada que
para colm o deben sufrir t oda la et ernidad.
—Bueno, bast a. Adónde vam os a ir a parar. Pero la filosofía...
—Me parece que leés los libros a la ligera. O no leíst e EL SER Y LA NADA.
—Cóm o no, pero fue en el siglo XI X.
—Por eso t e digo.
—Te digo qué.
—Que leés t odo a la ligera. Si no recordarías la invisibilidad, el sobrevuelo, a cada
rat o. Páginas sobre el cuerpo, la m irada, la vergüenza.
Mom ent o en que ent ró Quique y dij o Maruj a cada día est ás m ás m ona, et t out et
t out . Y luego, dirigiéndose a S. dij o " Buenas t ardes, Maest ro" . Así que S. aduj o que
est aba en ret ardo y se fue.
Apenas salió, Beba se dirigió indignada cont ra Quique:
—Te advert í que no t e m et ieras con él, por lo m enos en m i presencia!
—No lo puedo evit ar, m i am or. Desde que m e hizo t rabaj ar en esa novela, t ant o
para aliviar esa pesadez. Un plom o. Un repedant e, un m am arracho. Un día que
t enga t iem po t e voy a cont ar unas hist orias que bueno bueno. Y t odo ese pot inage,
t e aclaro, es superdocum ent ado.
—No veo por qué en lugar de hacer cosas desagradables no cont ast e algunos de t us
chism es.
—En su presencia, decís?
—Claro.
—Sí, eh? Para que después aparezcan m is frases en su novela? En esa novela que
hace cient o veint e años dice que est á t rabaj ando?

QUI QUE ESTABA SOM BRÍ O

Prohibirle hablar m al de la gent e era, en opinión de Beba, com o prohibirle a Galileo


em it ir su célebre aforism o. Pero la llegada de Silvina con sus com pañeras de la
academ ia lo reanim ó inst ant áneam ent e, cuando le dij eron que habían vist o al chico
Molina con m ot o y cam pera de cuero.

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—Muy bien! Qué t ant o cura con sot ana! Curas con short s, m onj as en bikini. Y nada
de m isa en lat ín, habiendo una lengua t an popular com o el m ej icano de la
t elevisión. Les prom et o que el cat olicism o va a ser t an popular com o la quiniela,
m ism o en las clases desposeídas. Con est os curas leninist as, que en lugar de cit art e
a Sant o Tom ás se m andan unas frases fenóm enas de Marx y Engels. Aprés t out ,
siem pre el crist ianism o buscó lo popular. Y si no, chicas, piensen en el baut ism o
con agua, que es lo m ás barat o. A m enos que se les dé por cat equizar en el
Sahara. Acuérdense de aquellos ret arados que invent aron el baut ism o con la sangre
de un t oro. Qué clase de cult o podes propagar con sem ej ant e despilfarro, si t enés
que liquidar un t oro cada vez que hay que crist ianar un chico. Un cult o para
superoligarcas rom anos. Y aquí para bebés de los Anchorena, o por lo m enos para
t anit os enriquecidos com o Bevilacqua.
—Qué pasa con Bevilacqua —pregunt ó Maruj a, levant ando la cabeza de las palabras
cruzadas—. Com pró un t oro?
—Pero a un t irado com o uno, qué ot ra t anga le queda que la Sant a I glesia
Apost ólica Rom ana? Al m enos es una religión de superm arket , che.
—Bueno, pero cont á de una vez eso del Losuar.
Quique abrió sus enorm es brazos com o aspas y los levant ó al cielo, y elevando
t am bién sus oj os com o en una invocación.
—Muj eres! —exclam ó.
- Dale.
—Ust edes saben que com o cronist a de una publicación especializada ( porque
sabrán que ahora t am bién soy uno de los pilares de RADI OLANDI A, uno de los
cerebros elect rónicos de esa int eresant e publicación hebdom adaria) m e veo
obligado a seguir el m ovim ient o cinem at ográfico. Aunque, felizm ent e, no t engo que
ir al Lorraine y t oda la serie de biógrafos que ese vivanco ordeña con el cuent o de
la cult ura, propagando una calam idad m ás en est a ciudad ya de por sí det eriorada
por baches, cañerías rot as y veredas levant adas. Así que, luego del Lorraine se
invent ó el Loire, previo concurso ent re los in de Buenos Aires. Concurso, dicho sea
de paso, lleno de sut ilezas, porque el nom bre t enía que ser francés, falt aría m ás, y
em pezar con Lo. Qué delicadeza, no? En realidad, porque de ese m odo est án al
lado en la cart elera de los diarios y el punt o que no cae en la t ram pa del Lorraine,
cae en la del Loire, ant es de perderse en las t aquillas enem igas, qué les parece. Así
que t odos los chicos habit ués, sobre t odo los que van a l'Alliance se rom pieron el
bocho repasando la hist oria, la geografía y la num ism át ica de la Douce France,
hast a que de t ant o escarbar encont raron el brillant e y curioso apelat ivo de Loire,
verdadero t our de force aun para ent endidos com o yo, que j am ás de los j am ases
habría dado con sem ej ant e hallazgo. Porque, quién va a ir a pensar j ust am ent e en
algo t an a la vist a? Com o si dij éram os el Sena. Porque no hay becado que no haya

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hecho los cast illos de la Loire. Así que, com o les decía, em pezó la serie de los
biógrafos con Lo, prim ero el Lorraine, luego el Loire y ahora, com o si se les
hubiesen quem ado los papeles hist óricos y geográficos, con el Losuar, especie de
cent auro hecho con la cabeza del Lorraine y el cuerpo del Loire. Pero con ríos o
cent auros, lo ciert o es que el vivo los t iene siem pre superllenos, pasando por
cuat rom illonésim a vez EL ACORAZADO POTEMKI M, ese acorazado m arxist a t an
virt uoso, com o dice el m aldit o de Charlie, que t ira cañonazos que dest ruyen las
guaridas de los chanchos burgueses pero que no m at an ni un solo niñit o inocent e. Y
com o el snobism o de los m uchachos es infinit o, hay cuerda para rat o. Qué digo!
Hay cuerda para siem pre, porque cada día aparece una nueva onda. Prim ero, el
neorrealism o it aliano, donde los t anos grit an com o en la feria franca y eso les
parece el colm o del art e, hast a que com ienzan a cansar los cort es de m anga que en
prim erísim o plano hacen Sordi o de Sica, y ent onces se vuelve de nuevo al cine
francés, que siem pre, hay que confesarlo, est á en el fondo de nuest ros corazones,
y ent onces nos volvem os a t ragar t odas esas cursilerías de Duvivier, que los
ent endidos de est os cines creen el colm o de la finura. Y cuando nos hart am os de
los franchut es, ya que nadie se baña dos veces en el m ism o río, ent onces le
m et em os al cine sueco, que siem pre es un éxit o, porque a quién m ás a quién
m enos a t odos nos gust a ver cóm o en la pant alla se pirovan a una doncella, sobre
t odo si lo hace un bandolero, o un bandolero herm ano de la doncella m ej or que
m ej or, con los consabidos com plej os y dram as m et afísicos, com o diría el m aest ro
Sabat o, que ese pirove nat uralm ent e acarrea, de m odo que los chicos creen que en
Suecia est án t odo el sant o día redándole a lo que t e dij e, y ent re incest o y
superabort o de j oven solt era, cuando el fait accom pli obliga com o quien dice a
echar m ano a recursos heroicos, los chocham us sueñan con irse a esa pat ria de la
j oda y del viva la pepa, sin saber, pauvres enfant s, que allá no hay sol ni para
rem edio, y que se pasa el año t irit ando de frío al lado o encim a o m ej or dent ro de
una est ufa, y que precisam ent e por eso, cuando sale el sol, que es el 27 de agost o
por reloj , es fiest a nacional y everybody sale a la vereda a t om ar un poco de
solcit o, el sim pát ico y dem ocrát ico rey incluso aprovechándose la j ornada para ir al
cam po y Bergm an film a un verano con Mónica, y se super- com et en t oda clase de
t ropelías sexuales en la cam piña, m ont añas, prados y hast a en los propios j ardines
del palacio real. Pero, claro, en ese único día de sol. Así que si el aborigen llega el
28 de agost o, ya est á liquidado, y se congela propio en Pam pa y la vía.
Silvina pidió un descanso. Cuando se hubo calm ado, Quique prosiguió:
—Bueno, un día se m e da por ir a uno de esos ant ros de la cult ura, que ya desde la
puert a t e encaj an m úsica de Albinoni y en los int ervalos los t ipos leen a Marcuse,
cosa de no perder ni un m inut o, algo así com o si t e pasaras la vida com iendo
vit am inas y respirando oxígeno puro, vist e? Y al ent rar, a quién no podía dej ar de

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encont rar ya que era una vist a t rist ísim a? A Coca Rivero. Para colm o hacía poco
t iem po que la había ido a visit ar. Y ust edes saben cóm o es Coca, con esa bibliot eca
que t iene: algo com o EL I NFI ERNO de Barbusse, LAS DESENCANTADAS de no sé
quién, MUNDO SI N DI OS de vaya a saber qué anabapt ist a de Minneapolis, y com o
si t oda esa funebrería fuese poco, en plus, LA MUJER FRÍ GI DA de St eckel, que ves
t odo eso y salís raj ando a t om ar un poco de aire y sol. Y yo que m e rem oría por
cont arle algunos pot ins de su herm ana, con esa librería m e puse t an caído que
est aba list o para Lázaro Cost a. Así que, noblesse oblige, en lugar de m andarm e los
chim ent os que llevaba sobre el nuevo affaire de Panucha, em pecé, dale que dale, a
hablar de ent ierros, divorcios, t um ores, hepat it is y de lo cara que est á la vida con
las nuevas norm as cam biarias. Cosa de ponerse a t ono con el am bient e y alegrarle
un poco el alm a a Coca, para quien el único sol que exist e es el sol negro de Nerval.
Flagelant e!
—Y qué hicist e cuant o t e la encont rast e en el Lorraine?
—Qué iba a hacer? Fuim os a t om ar un café a La Paz, nos est ablecim os ent re dos
barbudos y t res chirusas del Di Tella, y em pecé a desarrollar m i t eodicea.
—Teodicea? —pregunt ó Silvina, dej ando de reír para hacer la pregunt a—. Una
em perat riz rom ana?
—Callat e, repavot a. Lim it at e a escuchar y a pint ar, que para eso t enés un t alent o
fenóm eno. Le expliqué que el m undo es una sinfonía, pero que Dios t oca de oído.
Pero, por qué ser m onist a? No, Silvina, especialist a en m onos no: ot ra cosa. Quién
les dice, vist e? que no hay varias explicaciones posibles. El Tipo es un j odón ( at ent i,
linot ipist a, Tipo con m ayúscula, que nunca se sabe, y por las dudas m ét ale
m ayúscula, com o aquel am igo de Baudelaire que iba a apagar el pucho sobre un
ídolo africano y Baude le grit ó cuidado! que a lo m ej or es el verdadero) . Bueno,
com o les decía, el Tipo es un chacot ón y el m undo es com o quien dice un m ot pour
rire, una j oda de t am año sideral, de un cuat rillón de años luz de largo por dos
billones y m edio de ancho. O t am bién podría ser la obra de un m al m úsico, o que
com pone después de com er dem asiado, com o Rossini, que así le salían las cosas
con los canelones que se m andaba después de haberlos invent ado, y el t ipo m edio
se duerm e una siest it a, una duerm evela, com o diría Guillerm o de Torre. Hom ero a
veces duerm e, qué em brom ar. O t am bién podría ser que el universo que
conocem os sea apenas una fracción de t odo lo creado, y que nos haya t ocado lo
peor, algo así com o las sociales de un diario, y en ot ros lados les t ocó la sección
deport es o al m enos la polít ica, en lugar de est as cagadas, si se m e perm it e el gros
m ot , que nos t ocó en el repart o. O t am bién podría ser que el Tipo durm iera y que
sus pesadillas fuesen nuest ra realidad, después de m orfarse una t allarinada con
m ucho t uco casero: se t e m uere t u sant a m adre, que no ha hecho nunca el m enor
m al, t odo el m undo se quej a de cóm o Dios puede perm it ir sem ej ant e barrabasada,

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y result a que el Tipo no es responsable porque en ese m om ent o dorm ía, y la
m uert e de t u sant a m adre es una pesadilla subproduct o de la com ilona. En fin,
bast a la salú y ahora m e voy porque t engo que ir a cum plir m is deberes
profesionales.
—No, Quique, no! Cont á m ás de Coca!
—Qué m ás quieren que les cuent e de esa pobre querida? Así com o los profesores
de física nos sacaban la m áquina elect rost át ica para enseñarnos elect ricidad, el
profesor Heidegger la t enía cont rat ada a Coca para m ost rarla cuando hablaba de la
Angust ia. Y Aquí si t e la agarra Raskovsky se superm anda una obra de doce
volúm enes con los t raum as y com plej os de Coquit a. Y dicho sea de paso, siem pre
m e he pregunt ado por qué t enem os t ant os psicoanalist as, segundos en el ranking
de USA. Flagelant e! Debe de haber alguna raison d'ét re, com o decía Leibniz. El
m edio m illón de j udíos del gran Buenos Aires? Sin em bargo, aquí hay algo que no
funca, vist e? algo psicoanalít ico ant es de la llegada de los rusos de Odesa. Bast a
pensar en el asado criollo, un m orfi genit ourinario: t ripa gorda, chinchulines, ubre,
criadillas.
—Pero criadillas no son insect os?
—Ya t e dij e que t e dediques a pint ar. Un m at erial com o un t rabaj o práct ico en la
cát edra del Dr. Goldenberg. Para no hablaros del t ango. Escuchadlo a Rivero
cant ando vivir con m am a ot ra vez! Qué m aravilla! Esa cruza de Freud con
Sciam m arella, de com plej o con bandoneón! Edipo en dos por cuat ro. Y t an
verdadero! Y por eso t an bello, porque rien n'est beau que le vrai. De ahí la
poderosa indust ria que se m andaron esos vivancos. Por eso soy part idario del
com unism o, che. Toda esa plusvalía a m anos de est os explot adores de la
hum anidad! Porque no m e van a decir que en Rusia no hay re- angust iados. Pero
allá el psicoanálisis est á nacionalizado, hay un Minist erio de la Angust ia, con un
com isariado para el Edipo. Y aunque la cent ralización t raiga la inevit able burocracia,
com o m ant iene Álvaro, al m enos, no t e explot an. Y ya m e im agino al ent rar a la
colim ba al cabo grit ando los que t engan com plej o de Edipo paso al frent e! ! Y
apenas los pelópidas dan el paso, m archen a hacer labort erapia en Siberia! !
Silvina volvió a descom ponerse. Pido, dij o, no j uego m ás. Así que Quique decidió
irse, agregando que sobre ese t em a pensaba m andar una com unicación a la
Sociedad Psicoanalít ica Argent ina, que, según afirm ó, era t an grande com o la
Sociedad Hebraica. Y casi con los m ism os socios.

POCAS SOLED AD ES COM O LA D EL ASCEN SOR Y SU ESPEJO

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( pensaba Bruno) , ese silencioso, pero im placable confesor, ese fugaz confesionario
del m undo desacralizado, el m undo del Plást ico y la Com put adora. Lo im aginaba a
S. observando su cara con despiedad. Sobre ella —lent a pero inexorablem ent e—
habían ido dej ando su huella los sent im ient os y las pasiones, los afect os y los
rencores, la fe, la ilusión y los desencant os, las m uert es que había vivido o
present ido, los ot oños que lo ent rist ecieron o desalent aron, los am ores que lo
habían hechizado, los fant asm as que en sus sueños o en sus ficciones lo visit aron o
acosaron. En esos oj os que lloraron por dolor, en esos oj os que se cerraron por el
sueño pero t am bién por el pudor o la ast ucia, en esos labios que se apret aban por
em pecinam ient o pero t am bién por crueldad, en esas cej as que se cont raían por
inquiet ud o ext rañeza o que se levant aban en la int errogación y la duda, en esas
venas que se hinchaban por rabia o sensualidad, se había ido delineando la m óvil
geografía que el alm a t erm ina por const ruir sobre la sut il y m aleable carne del
rost ro. Revelándose así, según la fat alidad que le es propia ( porque sólo puede
exist ir encarnada) a t ravés de esa m at eria que a la vez es su prisión y su única
posibilidad de exist encia.
Sí, ahí lo t enían: el rost ro con que el alm a de S. observaba ( y sufría) el Universo,
com o un condenado a m uert e por ent re las rej as.

CAM I N ABA H ACI A LA RECOLETA

para qué las discusiones y conferencias


t odo era un form idable m alent endido
ese im bécil, cóm o se llam aba, explicando la religión con la plusvalía
a ver cóm o explicaba que los obreros de New York apoyaran a Nixon cont ra los
est udiant es rebeldes
Sart re desgarrado por las pasiones y los vicios
pero defendiendo la j ust icia social
Roquent in y sus chist es cont ra el Aut odidact o y el hum anism o socialist a!
Se sent ó en un banco.
Lo m iraban. Un m uchacho m urm uró algo a su parej a, señalándolo con un gest o,
que él creyó im percept ible, pero que S. percibió com o los páj aros dist inguen ent re
alguien que sim plem ent e cam ina y ot ro que anda en su caza. Recordó con

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m elancolía el t iem po en que era com o ese chico, en que podía ir a un parque a leer
un libro, anónim am ent e, sin que nadie lo cont rolara o m anoseara.
Sócrat es y Sart re. Los dos feos, los dos odiando su cuerpo, sint iendo repugnancia
por su carne, ansiando un m undo t ransparent e y et erno. Quién puede invent ar el
plat onism o sino alguien con t ripas rellenas de m ierda?
Cream os lo que no t enem os, lo que ansiosam ent e necesit am os. Bien, no t odas eran
señoras gordas, y no t odas las señoras eran gordas, qué t ant o em brom ar. Había
est udiant es, m uchos est udiant es, gent e de verdad int eresada.
Gent e de verdad int eresada? Vam os!
Había que decidirse, encerrarse en el fam oso t allercit o.
Pero no, pero no! Eso era una cobardía, una deserción ant e los hij os de put a.
El negro de LA NÁUSEA, en aquel cuart it o sucio, en el verano de New York. Para
siem pre salvado por la m elodía et erna de su blues. La et ernidad a t ravés de la
basura. Cam inó hacia el cem ent erio. Una vez m ás leyó REQUI ESCANT I N PACE,
com o se vuelve a m irar en una vidriera el obj et o que nos fascina y que, a pesar de
su precio, sabem os que un día t endrem os que com prar. Bordeó el paredón por la
calle Vicent e López y se det uvo a at isbar el int erior de un inquilinat o: la ropa
colgada, los perros de calle, los chiquilines roñosos. Muy t ípico de R., pensó. Vivir
en un cuart ucho de esos, allá arriba.
Los sueños de M.
Encerrado en un frasco de vidrio y buscando con sus m anos un punt o débil en
aquella superficie t ransparent e pero inexorable, se agit aba un hom únculo de unos
veint e cent ím et ros de alt ura, la reducción de un inglés de film nort eam ericano:
flaco, con su saco de t weed y una de esas galerit as que sólo se siguen viendo en
I nglat erra. Sus m ovim ient os eran com o de am enaza. Se m ovía de un lado a ot ro,
con violencia, con rabia, pero de pront o perm anecía quiet o m irando hacia arriba,
donde M. lo observaba. Y de pront o grit ó algo, que nat uralm ent e ella no pudo oír,
porque t odo se desenvolvía com o en una película m uda. Pero quedó at errada por
aquel t errible grit o inaudible y por su expresión. Una expresión " pavorosa" , explicó.
Qué quería decir con esa palabra? Le hizo est a pregunt a com o quit ándole
im port ancia al sueño, con inquiet ud que t rat ó de disim ular.
No lo sabía, no se lo podía explicar. Lo único de que est aba segura era de su
expresión pavorosa.
—Era ese personaj e de que m e hablast e. Pat ricio. Est oy convencida —agregó. Lo
siguió m irando, com o si esperase algo.
—Sí, sí, ya m e ocuparé.
Pero dij o est as palabras sin convicción, porque no le era posible explicarle las
fuerzas que lo m aniat aban. Ella conocía lo m ás ext erno: calum nias, chism es,

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rum ores equívocos, et c. I gnoraba que t odo eso era prom ovido por una pot encia
sut ilísim a y por eso m ism o m ás t em ible.
Así pasaban los m eses. Hast a que M. le cont ó ot ro sueño: Ricardo debía operar a
alguien. Se lo veía ext endido en una cam illa e ilum inado por los proyect ores del
quirófano. Ricardo le quit ó la m ant a y ent onces se vio que est aba envuelt o en un
vendaj e de m om ia. Hizo un cort e en la polvorient a y ant iquísim a t ela, y luego en la
piel apergam inada, a lo largo del pecho y del vient re, sin que saliera una sola got a
de sangre. En lugar de las ent rañas, apareció un enorm e gusano negro del t am año
de la cavidad abiert a, m ás o m enos de unos t reint a cent ím et ros de largo, que
com enzó a m overse y a em it ir seudopodios que en seguida se t ransform aron en
nerviosísim as ext rem idades. En pocos segundos, el gusano se m et am orfoseó en un
diablo negro en m iniat ura que salt ó sobre la cara de M.
M. com ent ó que en su opinión eso t enía que ver con Pat ricio.
Sabat o se quedó m irándola, perplej o, porque conocía sus condiciones de vident e.
Quedó oscuram ent e alt erado.
Est aba frent e a LA BI ELA.
Se sent ó en un rincón apart ado y em pezó a hacer un censo, m ient ras im aginaba
que lo observaban, que pret endían conocerlo ( qué verbo t an arrogant e y falaz) , que
seguían sus vicisit udes a t ravés de report aj es ( según esa fant asía del m undo
m oderno por la que se cree que un hom bre puede ser revelado a t ravés de una
hora de conversación m al t ranscript a) . Y t odo eso no significaba nada. Debaj o,
com o t odos, vivía la vida de los sueños, los vicios secret os que pocos o nadie
sospechaban. En el subsuelo, el grot esco t um ult o, el facineroso hacinam ient o.
Arriba, se iba a la Em baj ada de Francia, donde cort ésm ent e se em it ían y recibían
las m ent iras y los lugares com unes que pueden y deben decirse en una em baj ada:
con m aneras afables, con com prensión y cortesía. Y gracias si adem ás no se est aba
ingenioso y brillant e. Porque ent onces, m ient ras al acost arse uno se quit aba los
pant alones era inevit able recordar a Kierkegaard haciendo lo m ism o y diciendo
" subyugué a la concurrencia y al encont rarm e solo, en m i cuart o, t uve ganas de
pegarm e un t iro" .
Hast a que vio a los chicos.

UN PED I D O D E CUEN TAS

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Se había sent ado en un rincón, com o siem pre, y desde allí observaba a los dos
ocupant es de esa m esit a que da sobre la avenida Quint ana. Le era posible ver bien
a la chica, porque est aba de frent e y porque la luz de la t arde le daba sobre la cara.
Pero al m uchacho lo veía de espaldas, aunque por los m ovim ient os de su cabeza
dist inguía, fugazm ent e, su perfil.
Era la prim era vez que los encont raba. De eso est aba seguro, porque la expresión
de ella era inolvidable. Por qué? Al com ienzo no acert aba a com prenderlo.
Su pelo era m uy cort o, de color bronce oscuro, de bronce sin lust rar. Los oj os a
prim era vist a t am bién parecían oscuros, pero luego se advert ía que eran verdosos.
La cara era huesuda, fuert e, con una m andíbula m uy apret ada y una de esas bocas
que result an salient es com o consecuencia, seguram ent e, de una dent adura que
avanza hacia adelant e. En esa boca se sent ía la obst inación de alguien que es capaz
de guardar un secret o hast a en m edio de la t ort ura. Tendría diecinueve años. No:
veint e años. Casi no hablaba, lim it ándose a escuchar al chico, con una m irada
profunda y rem ot a, un poco com o abst raída, que la hacía m em orable. Qué había en
su m irada? Pensó que quizá t uviera una ligera desviación en los oj os.
No, no la había vist o nunca. Y no obst ant e t enía la sensación de est ar viendo algo
ya conocido. Habría encont rado alguna vez a una herm ana? A la m adre? La
sensación del " ya vist o" , com o siem pre le sucedía, le provocaba desazón, una
desazón acent uada por la cert eza de que hablaban de él. Ese t rist e sent im ient o que
sólo los escrit ores pueden sufrir y que únicam ent e ellos pueden com prender,
pensaba con am argura. Porque no bast a ser conocido ( com o un act or o un polít ico)
para experim ent ar ese m at iz de desazón: es im prescindible ser aut or de ficciones,
alguien que es enj uiciado no sólo por lo que son j uzgadas las personas públicas sino
por lo que los personaj es de novela son o sugieren.
Sí, hablaban de él. O, m ej or dicho, era evident e que el m uchacho lo hacía. Hast a
había llegado a m irarlo de reoj o, m om ent o en que pudo est udiar m ej or el perfil de
su cara: la m ism a boca de ella ( abult ada hacia delant e) , idént ico pelo de bronce sin
lim piar, la m ism a nariz huesuda y un poco aguileña, idént ica boca grande de labios
m uy carnosos.
Eran herm anos, sin ninguna clase de duda. Y él t endría un año o dos m enos que
ella. Su expresión le había result ado sarcást ica, y sus m anos, m uy huesudas y
largas, se cont raían con una fuerza desproporcionada: había algo inarm ónico en
t odo él, sus m ovim ient os eran abrupt os, repent inos y t orpes.
A m edida que pasaba el t iem po aum ent aba su desasosiego. Y est aba poniéndose de
m al hum or cuando al m enos se le aclaró uno de los enigm as: Van Gogh con la orej a
cort ada. Se habían int erpuest o la diferencia de sexo, edad, la venda, el gorro de
pieles, la pipa. El m ism o ext ravío en la m irada, la m ism a m anera abst raídam ent e

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som bría de observar la realidad. Ahora se explicaba aquella prim era sensación de
oj os negros, que en realidad eran verdosos.
El hallazgo lo sobresalt ó redoblándose su ansiedad por lo que est aban discut iendo.
Sent irían ot ros escrit ores lo que él experim ent aba ant e un desconocido que ha leído
sus libros? Una m ezcla de vergüenza, curiosidad y t em or. A veces, com o en ese
m om ent o, era un chico, un est udiant e que lleva las insignias de sus t ribulaciones y
am arguras, y ent onces t rat aba de im aginarse por qué leía sus libros, qué páginas
podrían ayudarlo en sus ansiedades, y cuáles, por el cont rario, sólo servirían para
int ensificarlas; qué fragm ent os m arcaría con ferocidad o alegría, com o prueba de
su rencor cont ra el universo, o com o confirm ación de una sospecha sobre el am or o
la soledad. Pero ot ras veces era un hom bre, una dueña de casa, una m uj er de
m undo. Lo que m ás le asom braba era esa variedad de seres que pueden leer el
m ism o libro, com o si fueran m uchos y hast a infinit os libros diferent es; un único
t ext o que no obst ant e perm it e innum erables int erpret aciones, dist int as y hast a
opuest as, sobre la vida y la m uert e, sobre el sent ido de la exist encia. Porque de
ot ro m odo result aba incom prensible que apasionase a un m uchacho que piensa en
la posibilidad de asalt ar un banco y a un em presario que ha t riunfado en los
negocios. " Bot ella al m ar" , se ha dicho. Pero con un m ensaj e equívoco, que puede
ser int erpret ado de t ant as m aneras que difícilm ent e el náufrago sea localizado. Más
bien una vast a posesión, con su cast illo bien visible, pero t am bién com plicadas
dependencias para sirvient es y súbdit os ( en algunas de las cuales t al vez est é lo
m ás im port ant e) , cuidados parques pero t am bién enm arañados bosques con
lagunas y pant anos, con t em ibles grut as. De m odo que cada visit ant e se sient e
at raído por part es diferent es del vast o y com plej o dom inio, fascinado por las
oscuras grut as y disgust ado por los cuidados parques, o recorriendo con t em eroso
furor las grandes ciénagas pobladas de serpient es m ient ras ot ros escuchan
frivolidades en los salones est ucados.
En ciert o m om ent o, las cosas que decía el m uchacho parecieron inquiet ar a su
herm ana, que en voz baj a pareció recom endarle algo. Él, ent onces, m edio se
incorporó, pero ella, agarrándolo de un brazo, lo forzó a sent arse de nuevo.
Observó en ese gest o que ella t am bién t enía m anos fuert es y huesudas, y
dem ost raba una not able fuerza en sus m úsculos. La discusión prosiguió, o m ej or
dicho él siguió argum ent ando y ella oponiéndose a algo que est aba en j uego. Hast a
que por fin el chico se levant ó bruscam ent e y ant es de que ella pudiera det enerlo
se dirigió hacia donde est aba Sabat o.
A m enudo había asist ido a las vacilaciones de un est udiant e en un café que por fin
se decidía a acercársele. Por esa larga experiencia, calculó que se produciría algo
m uy desagradable.

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El chico era alt o para su edad, m ás que lo norm al, y sus m ovim ient os le
confirm aron la im presión producida m ient ras perm anecía sent ado: era áspero y
violent o, en t oda su act it ud se adivinaba el rencor. No sólo cont ra Sabat o: cont ra la
realidad ent era.
Cuando est uvo frent e a él, con una voz excesiva para su com ent ario, casi grit ando,
le dij o:
—Vim os una fot o suya en esa revist a GENTE.
La cara que puso al decir " esa revist a" es la que ciert as personas ponen cuando
t ienen que pasar cerca de excrem ent os. Sabat o lo m iró com o pregunt ándole qué
significaba su observación.
—Y hace poco salió un report aj e —agregó com o si lo acusara.
Aparent ando no advert ir el t ono, Sabat o adm it ió:
—Sí, efect ivam ent e.
—Y ahora, en el últ im o núm ero, lo vi asist iendo a la inauguración de una bout ique
en el pasaj e Alvear.
Sabat o est aba al borde del est allido. No obst ant e, respondió haciendo un últ im o
esfuerzo para cont enerse:
—Sí, la bout ique de una pint ora am iga.
—Am igas que t ienen bout ique —agregó con sorna el chico.
Ent onces, Sabat o explot ó, levant ándose:
—Y quién sos vos para j uzgarm e y para j uzgar a m is am igos? - grit ó.
—Yo? Tengo m ucho m ás derecho de lo que una persona com o ust ed puede
im aginar.
Sin darse cuent a, Sabat o se encont ró dándole una bofet ada que casi lo hace caer.
—Mocoso insolent e! —grit ó, m ient ras t odo el m undo se int erponía y alguien
arrast raba de un brazo al chico hacia su m esa. Tam bién la herm ana se había
levant ado, corriendo hacia el lugar del incident e. Y luego, ya en su m esa, Sabat o
advirt ió que le hablaba a su herm ano en voz baj a pero severam ent e. Ent onces, con
aquella brusquedad que lo caract erizaba, el m uchacho se levant ó y salió del café
corriendo. Sabat o quedó deprim ido y avergonzado. Todo el m undo lo observaba y
algunas m uj eres cuchicheaban por ahí. Pagó y se fue sin m irar a los cost ados.
Com enzó a cam inar por la Recolet a, t rat ando de serenarse. Sent ía una rabia
infinit a, pero lo curioso es que no se t rat aba t ant o de una rabia cont ra aquel chico
sino cont ra sí m ism o y cont ra la realidad t oda. La " realidad" ! Qué realidad? Cuál de
las m uchas que hay? Quizá la peor, la m ás superficialm ent e hum ana: la de las
bout iques y las revist as populares. Sint ió asco cont ra él m ism o, pero t am bién
indignación por aquella espect acular y fácil act it ud del m uchacho: el asco cont ra su
propia persona parecía llegar hast a el m ism o chico, ent rar en él, ensuciarlo de

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alguna m anera que en ese m om ent o no alcanzaba a com prender, para luego
rebot ar para golpearlo nuevam ent e a él, en plena cara, violent a y hum illant em ent e.
Se sent ó en el banco circular que rodea las raíces del gran gom ero.
El parque iba apagándose con las som bras del at ardecer. Cerró los oj os y
com enzaba a m edit ar sobre su vida ent era cuando sint ió una voz de m uj er que lo
llam aba con t im idez. Al abrir los oj os la vio delant e, en act it ud vacilant e y quizá
culpable. Se levant ó.
La chica lo m iró unos inst ant es con aquella expresión del ret rat o de Van Gogh y por
fin se anim ó a decirle:
—La act it ud de Nacho no expresa t oda la verdad.
Sabat o se quedó m irándola y luego com ent ó con sorna:
—Caram ba, m enos m al.
Ella apret ó la boca y por un segundo int uyó que su frase había sido desafort unada.
Trat ó de at enuarla:
—Bueno, realm ent e, no quise decir t am poco eso. Ya ve, t odos nos equivocam os,
decim os palabras que no nos represent an con exact it ud... Quiero decir...
S. se sint ió m uy t orpe, sobre t odo porque ella seguía m irándolo con aquella
expresión inescrut able. Se produj o una sit uación un poco ridícula, hast a que ella
dij o:
—Bien, lam ent o m ucho... yo... Nacho... Adiós!
Y se fue.
Pero de pront o se det uvo, vaciló y finalm ent e volvió para agregar:
—Señor Sabat o —su voz era t rém ula—, quiero decir... m i herm ano y yo... sus
personaj es... digo, Cast el, Alej andra... Se det uvo y se quedaron m irándose un
m om ent o. Luego ella agregó, de m odo siem pre vacilant e:
—No vaya a sacar una idea equivocada... Esos personaj es absolut os... ust ed
com prende... ust ed... esos report aj es... esa clase de revist as...
Se calló.
Y casi sin t ransición, com o con seguridad habría hecho t am bién su herm ano, grit ó
" Es horrible! " y salió casi corriendo. Sabat o quedó paralizado por su act it ud, por sus
palabras, por su som bría y áspera belleza. Luego, m ecánicam ent e, em pezó a
cam inar por el parque, t om ando el sendero que bordea el paredón del Asilo.

EN EL CREPÚSCULO

45
—pensaba Bruno—, las est at uas lo cont em plaban desde allá arriba con su
int olerable m elancolía, y con seguridad em pezaba a dom inarlo el m ism o
sent im ient o de desam paro y de incom prensión que alguna vez había sent ido Cast el
cam inando por ese m ism o sendero. Y, sin em bargo, esos m uchachos, que
com prendían ese desam paro en aquel desdichado, no eran capaces de sospecharlo
en él m ism o; no t erm inaban de com prender que aquella soledad y aquel sent ido del
absolut o de alguna m anera seguían refugiados en algún rincón de su propio ser,
ocult ándose o luchando cont ra ot ros seres, horribles o canallescos, que allí t am bién
vivían, pugnando por hacerse lugar, dem andando piedad o com prensión, cualquiera
hubiese sido su suert e en las novelas, m ient ras el corazón de S. seguía aguant ando
en est a t urbia y superficial exist encia que los t orpes llam an " la realidad" .

N ACH O EN TRÓ EN SU CUARTO,

buscó la fot ografía de Sabat o en la em baj ada francesa, la recort ó y la fij ó con
chinches en la pared, al lado de ot ras dos: una de Anouilh ent rando en la iglesia de
j acquet , del brazo de su hij a con t r aj e blanco de novia, con un cart elit o escrit o con
un m arcador colorado, com o en las hist oriet as, que decía EL HI JO DE PUTA DE
CREÓN; ot ra de Flaubert , con un Nacho chiquit it o al lado que le grit aba: PERO ELLA
SE SUI CI DÓ, ASQUEROSO!
Con el m ism o m arcador colorado, de uno de los espect adores que aparecía cerca de
Sabat o, dibuj ó un globit o y dent ro una sola palabra: CANALLI TA! Una sola palabra,
pero que le parecía doblem ent e significat iva porque pert enecía al arsenal de ese
caballero. Luego se ret iró u n poco, com o para j uzgar un cuadro en una exposición.
Su boca apret ada, con las com isuras hacia abaj o, m anifest aba a la vez desdén y
am arga repugnancia. Finalm ent e escupió, se lim pió la boca con el dorso de la
m ano, y t irándose en la cam a se quedó pensat ivo, m irando el t echo.
Cerca de la m edianoche oyó los pasos de Agust ina en el corredor y en seguida el
ruido de la llave. Ent onces se levant ó y prendió la luz del t echo.
—Apagá esa luz —dij o ella, ent rando—. Sabés que m e hace m al.
Le alarm ó el t ono, ent re im perat ivo y angust iado. A la luz del velador no podía
dist inguir bien su expresión, aunque conocía aquella cara y le era posible recorrerla
com o una m ula en la noche bordea precipicios sin caer al abism o. Vest ida, Agust ina
se t iró en la cam a, m irando a la pared. Nacho salió.

46
Mient ras cam inaba t rat ó de t ranquilizarse, diciéndose que aquella escena de LA
BI ELA la habría irrit ado, que j uzgaría grot esca y espect acular su act it ud con ese
t ipo, que se había cubiert o de ridículo y que t al vez ella se sint ió abochornada.
Pero, se pregunt ó de pront o ( y ese fugaz pensam ient o fue com o la sospecha de un
peligro en la oscuridad) si se habría sent ido t an abochornada e irrit ada de haberse
t rat ado de ot ro individuo. Cam inó m ucho t iem po por las calles apenas ilum inadas
que bordean la vía y luego volvió. Lej os de haberlo t ranquilizado, el análisis de
algunos det alles había t erm inado por desasosegarlo, sobre t odo una palabra que
ella dij o ( que ella exclam ó! ) en aquel t iem po en que leían j unt os su novela.
Cuando ent ró en el depart am ent o, advirt ió que Agust ina se había dorm ido sin
apagar la luz del velador, y vest ida t al com o est aba al llegar. Pero ahora est aba
vuelt a hacia la lám para. Se sent ó en el suelo, cerca de ella, y la observó. Su sueño
era inquiet o y de pront o m urm uró algo frunciendo el ceño, m ient ras parecía t ener
dificult ades para respirar. Con cuidado, con fervor y con m iedo a lo desconocido,
Nacho acercó su m ano a la cara y con la punt a de sus dedos acarició sus grandes
labios carnosos. Ella t uvo un ligero est rem ecim ient o, volvió a m urm urar algo, luego
se dio vuelt a hacia la pared y prosiguió su solit ario viaj e noct urno.
Quería besarla. Pero a quién besaría? Su cuerpo est aba en esos m om ent os
abandonado por su alm a. Hacia qué rem ot os t errit orios?

Oh, Elect ra! —dij o—. No t e olvida ni Apolo,


rey de Crisia, fért il en rebaños,
ni el negro m onarca del oscuro Aqueront e!

EL D OCTOR LUD W I G SCH N EI D ER

Creo haberle cont ado cóm o m e encont ré por prim era vez con est e suj et o, al poco
t iem po de publicado EL TÚNEL, hacia 1948. Sabe lo único que m e pregunt ó? Sobre
la ceguera de Allende. No habría dado ninguna im port ancia a esa pregunt a si
después de t ant os años de no verlo, m ás o m enos en el año 1962, im agínese, no se
m e hubiera cruzado de nuevo en el cam ino. Cruzado... Est e lenguaj e dist raído que
usam os en la vida corrient e, ust ed sabe. Porque no creo que se cruzase en el
sent ido casual que se le da de ordinario a esa expresión. Ese individuo m e buscaba.
Com prende? Más, t odavía: m e seguía desde lej os, quién sabe desde cuánt o t iem po.
Cóm o sé que m e seguía? Es cosa de olfat o, es un inst int o que no m e engaña j am ás.
Y me seguía desde que leyó mi prim era novela, probablem ent e. Y sin

47
probablem ent e. Medit e un poco en lo que m e com ent ó en aquel ent onces, a
propósit o de la descripción que Cast el hace de los ciegos:
—Conque la piel fría, eh?
Lo dij o riéndose, claro. Pero después, con los años, esa risa cobraba un sent ido
siniest ro. Le adviert o que ese t ipo se reía com o podría bailar un lisiado.
Doce años después se m e cruzaba de nuevo en el cam ino para com ent arm e algo.
Para com ent arm e qué? Algo sobre Fernando Vidal Olm os. Se da cuent a? Pero ant es
quiero explicarle cóm o lo conocí.
Los seres hum anos que m ás lo quieren a uno pueden ser ut ilizados por las fuerzas
m alignas para em brom arnos. Y si lo piensa un inst ant e, result a com prensible. Fue
por Mabel, la herm ana de Beba, que conocí al doct or Schneider. Y digo doct or
porque así m e lo present aron, aunque j am ás nadie pudo saber qué clase de
doct orado det ent aba ni dónde lo había obt enido. En realidad, no fue Mabel de
m anera direct a, sino a t ravés de uno de aquellos int egrant es de lo que
denom inábam os la Legión Ext ranj era de Mabel: un conj unt o de húngaros, checos,
polacos, alem anes y servios ( o croat as: qué cosa, aquí uno no los puede dist inguir
y allá se degüellan por sus diferencias) . En fin, t oda esa clase de gent e que fue
cayendo sobre Buenos Aires com o paracaidist as durant e o en seguida de la
segunda guerra. Avent ureros, condes reales y apócrifos, act rices y baronesas que
hacían espionaj e ( volunt aria o forzadam ent e) , profesores rum anos,
colaboracionist as o nazis, et c. Ent re ellos había t am bién excelent es personas,
arrast radas por la vorágine. Pero esa m ism a m ezcla de buena gent e con
avent ureros era lo que hacía m ás peligrosa la sit uación.
Uno de aquellos t ipos de la Legión Ext ranj era, que m ás t arde desapareció, dicen, en
las selvas del Mat t o Grosso, fue el que se em peñó ( ésa es la palabra) en que yo
conociera al Dr. Schneider. Com o le dij e, m i novela acababa de salir, de m odo que
habrá sido por el 48. Y uno de los hechos que años m ás t arde, cuando salió
HÉROES Y TUMBAS, m e volvió inquiet am ent e a la m em oria, era que un ext ranj ero
sin preocupación por la lit erat ura argent ina le hubiese dicho al am igo de Mabel que
" t enía sum o int erés" en conocer al aut or de EL TÚNEL.
Nos encont ram os en el ZUR POST. Me pareció uno de esos individuos del Medio
Orient e, que t ant o pueden ser sefardit as com o arm enios o sirios. Era m uy
corpulent o, cargado de hom bros, hast a el punt o de parecer m edio j orobado. De
anchísim as espaldas, con brazos poderosos y m anos velludas, con pelos m uy
negros en el dorso. En rigor, con excepción de la cara afeit ada, pero con una barba
que em pezaba a brot arle apenas pasada la m áquina, de t odos lados le salían pelos
negros, gruesos y rizados. De las orej as, por ej em plo. Sus cej as eran enorm es y
casi j unt as, cubriendo com o un balcón lleno de yuyos sucios y oscuros grandes oj os
avellanados. Sus labios eran lo que podía esperarse de ese conj unt o: si no hubiesen

48
sido t an gruesos y sensuales se podría haber pensado en un fraude. Cuando se reía
se descubrían unos dient es de color verdoso, seguram ent e com o result ado de su
perm anent e cigarro. La nariz era aguileña pero m uy ancha. En fin, sólo le falt aba el
t oro alado. Un sát rapa orient al de aquellos de la hist oria de Malet . O un m iem bro
del equipo de Karadagián, 3 el Barón Arm enio, o el Pirat a Sirio, o el Judío
Enm ascarado.
Tom aba cerveza con avidez y con un placer proporcionado a sus labios, su enorm e
nariz y sus oj os de t erciopelo luj urioso. Después de pasarse por los labios el dorso
peludo de una de sus m anazas, para lim piarse el rest o de espum a del m edio lit ro
que acababa de t om arse de un t rago, m e hizo pregunt as sobre EL TÚNEL. Por qué
había hecho ciego al m arido de María? Tenía eso algún significado especial? Sus
m ist eriosos oj os negros m e est udiaban desde m ás allá de la hirsut a pelam bre de
sus cej as, com o acechant es fieras ent re las lianas de la selva. Y eso de la piel fría?
En aquel m om ent o no le di im port ancia a las pregunt as. Est aba t an lej os de la
realidad! Después, con aquella risa que a una risa de alegría era com o al am or el
placer con una prost it ut a, com ent ó:
—Cornudo y ciego!
Debieron pasar m uchos años para que yo volviese sobre esa aparent e brom a de
m al gust o y para inferir que de esa m anera quiso borrar cualquier inquiet ud que en
m í pudiesen haber suscit ado sus pregunt as.
Olvidaba decirle que esa últ im a exclam ación m e la hizo delant e de la m uj er que
acababa de llegar: Hedwig Rosenberg. Observé con int rigada curiosidad sus rasgos,
bellos pero gast ados, com o si cont em plando la figura est am pada en una m oneda de
oro que ha circulado durant e una cent uria t uviese la sensación, sin em bargo, de lo
que podía haber sido su prim it ivo esplendor. Y cuando Schneider, con su risot ada
grosera, dij o lo del cornudo ciego, pude advert ir que ella se t urbaba. Apenas se
produj o ese desagradable incident e, el t ipo m e pidió que lo excusara por un
m om ent o, porque debía hablar con el húngaro por un asunt o pendient e. Se fueron
los dos a ot ra m esa, dej ándom e a solas con la m uj er. Más t arde pensé que esa
m aniobra no había sido casual.
Le pregunt é si hacía m ucho t iem po que est aba en el país.
—Llegué en 1944. Me fugué de Hungría cuando la ent rada de las t ropas rusas.
Me sorprendí, aunque pensé que m uchos j udíos ricos huyeron por t em or al
com unism o, después de haber logrado ocult arse de los nazis.
—Le ext raña? —m e pregunt ó.
—Cuando la ent rada de las t ropas soviét icas?
—Sí.

3 Fam osa t roupe de cat ch en Buenos Aires. ( N. del Ed.)

49
Me quedé m irándola.
—Creí que habría escapado ant es —agregué.
—Cuándo?
—Al ent rar el ej ércit o hit lerist a.
Fij ó su m irada en la copa y después de un inst ant e dij o:
—Nunca fuim os nazis, pero nos dej aron t ranquilos.
Volví a expresar asom bro.
—Qué, le parece ext raño? No fuim os el único caso. Quizá pensó en ut ilizarnos.
—Ut ilizarlos? Quién?
—Hit ler. Siem pre buscó el apoyo de ciert as fam ilias. Ust ed sabe.
—Apoyo en una fam ilia j udía?
Se puso colorada.
—Perdón, no quise ofenderla, para m í eso no es m ot ivo de vergüenza —m e
apresuré a decir.
—Para m í t am poco. Pero no es eso.
Después de un m om ent o de duda, agregó:
—Yo no soy j udía.
En est e m om ent o volvió Schneider con el húngaro, que se despidió y se fue.
Schneider había oído las últ im as palabras de la m uj er, y con su risa vulgar m e
explicó que ella era la condesa Hedwig von Rosenberg.
Me quedé bast ant e m olest o. A pesar de m i t urbación pude observar un curioso
fenóm eno, que en encuent ros post eriores fui rat ificando: la cercanía de aquel
individuo convert ía a esa m uj er en ot ra persona. Y aunque no llegaba a los
ext rem os del hipnet a en el escenario con el m ago que la m anej a, sent í que algo
sem ej ant e sucedía en su espírit u. Después, en ot ras ocasiones, confirm é esa
im presión, que no sólo result aba desagradable sino que t enía algo de repugnant e,
quizá porque se asist ía al subyugam ient o de un ser de ext rem a delicadeza por un
hom bre vulgar hast a la punt a de sus dedos. Cuál era el secret o de ese vínculo?
En m uchos años m ás t arde, cuando en 1962 aquel hom bre volvió a aparecer en m i
cam ino, t uve oport unidad de confirm ar y ahondar el fenóm eno y hube de llegar a la
conclusión de que ent re ellos sólo podía haber la relación de m ago a m édium .
Bast aba un signo silencioso de Schneider para que ella ej ecut ara lo que él quería.
Lo curioso es que no present aba ninguno de esos prest igiosos at ribut os que se
suponen en los que t ienen poderes m ent ales: oj os penet rant e s , ceño fruncido,
boca apret ada. Mant enía invariablem ent e su grosera ironía, con sus gruesos labios
ent reabiert os. De am or, ni hablem os. Cualesquiera fuesen las relaciones ent re ellos,
era evident e que Schneider no quería a nadie. La palabra inst rum ent o era la que
m ej or parecía caract erizar a Hedwig. Pero un inst rum ent o lo e s para algo, y yo m e
pregunt é ( a part ir de aquel reencuent ro en 1962) para qué em pleaba Schneider a

50
la condesa. Me era im posible al com ienzo im aginarlo. Obt ener dinero de ciert a
gent e? Más bien m e inclinaba a pensar en el vínculo que puede haber ent re el j efe
de un servicio de espionaj e y uno de esos agent es. Pero, qué clase de espionaj e? A
favor de qué país? No era concebible que en e s e caso el j efe perm it iese una t al
pérdida de t iem po con una persona que, com o yo, no podía en absolut o int eresar
desde el punt o de vist a de la guerra. Y era evident e que no sólo lo perm it ía sino
que fom ent aba sus relaciones conm igo. En aquel prim er t iem po pensé m ucho sobre
el problem a y m e pareció que sólo había dos alt ernat ivas: o no había t al t area de
espionaj e, sino algún ret orcido vicio; o exist ía el espionaj e, pero no era sobre la
guerra sino a propósit o de algo diferent e, en cuyo caso era probable que yo
est uviese siendo envuelt o en una red sut il pero poderosa.
El segundo encuent ro con Schneider se produj o en 1962, a los pocos m eses de
haber aparecido en las librerías HÉROES Y TUMBAS. Y fue a t ravés de Hedwig. Tuve
una enorm e sorpresa, porque no la había vuelt o a ver y suponía que, com o m uchos
ot ros em igrados, habría vuelt o a Europa. Sí, en efect o, m e dij o, había est ado unos
años en New York, donde t enía prim os. El encuent ro se produj o en un café al que
nunca voy, de m odo que a prim era vist a debía considerarse obra de una
casualidad. Pero m ás t arde reflexioné que esa casualidad era dem asiado grande
para que fuese posible: era evident e que m e seguían. Al poco rat o llegó Schneider,
quien, com o ya dij e, m e habló de m i novela. No m e habló de ent rada del I nform e
sobre Ciegos, sino después de haber com ent ado cosas diversas: lo de Lavalle, por
ej em plo. Y luego, com o si fuera algo curioso, m e pregunt ó sobre Vidal Olm os.
—Parece que ust ed t iene una obsesión con los Ciegos —dij o riéndose groseram ent e.
—Vidal Olm os es un paranoico —le respondí—. No com ent ará la ingenuidad de
at ribuirm e a m í t odo lo que ese hom bre piensa y hace.
Volvió a reírse. La cara de Hedwig era la de un sonám bulo.
—Vam os, am igo Sabat o —m e reconvino—. Habrá leído ust ed t am bién a Chest ov,
no?
—A Chest ov?
Me quedé m aravillado de que conociera a un aut or t an poco leído.
—Sí, claro —adm it í, avergonzado.
Tom ó un largo t rago de cerveza y luego se secó la boca con el dorso de la m ano.
Al levant ar de nuevo sus oj os hacia m í m e pareció que brillaban de m odo que hast a
ese m om ent o nunca había vist o. Pero fue un décim o de segundo, quizá, porque en
seguida volvieron a ser risueños, brom ist as, vulgares.
—Claro, claro —agregó, enigm át icam ent e.
Yo m e sent í m al, aduj e un com prom iso, después de pregunt arle la hora m e levant é,
con la prom esa ( que no pensaba cum plir) de volverm e a encont rar con ellos. Al
despedirm e de Hedwig m e pareció advert ir en su expresión un dej o de súplica. Qué

51
podía suplicarm e? Quizá com et í un error, pero fue por esa fugit iva expresión que
volví a verla. Le pedí el t eléfono.
—Eso, eso —com ent ó Schneider con un t ono que m e pareció sarcást ico—, dale t u
t eléfono.
Apenas m e separé corrí a una librería a consult ar un Got ha: si m e habían m ent ido
sobre la real personalidad de Hedwig t endría que ponerm e en guardia con m ayor
razón. En la segunda part e figuraba la fam ilia: cat ólicos, descendient es de Conrad
ab dem Rosenberg, 1 3 2 2 . Seguía la list a de barones, condes, señoras de la Baj a
Aust ria, príncipes del Sant o I m perio, et c. Ent re los últ im os descendient es, la
condesa Hedwig- Marie- Henriet t e- Gabrielle von Rosenberg, nacida en Budapest en
1922.
Est as referencias m e t ranquilizaron pero sólo por un m om ent o. Pues casi en
seguida reflexioné que Schneider no podía ser t an t ont o com o para engañarm e con
algo fácilm ent e verificable. Sí, ella era de verdad la condesa Hedwig von
Rosenberg. Pero qué probaba eso? De t odos m odos, cuando la encont ré de nuevo
lo prim ero que hice fue reprocharle que de ent rada no m e hubiese dado su
ident idad.
—Para qué? Qué im port ancia t enía? —argum ent ó.
Claro, no le podía confesar lo que para m í im plicaba t ener la seguridad absolut a
sobre las personas que ent raban en cont act o conm igo.
—En cuant o a los j udíos —agregó sonriendo—, es ciert o que Rosenberg suele ser un
apellido j udío. Pero, adem ás de eso, uno de m is parient es, el conde Erwin, a
com ienzos de siglo se casó con una nort eam ericana, Cat hleen Wolff, separada de
un señor Spot swood, los dos j udíos.
Durant e m eses viví obsesionado con las hipót esis que m e había form ulado. Era
t em ible saberm e vigilado por un hom bre com o Schneider, y de alguna m anera m e
parecía preferible la posibilidad del vicio. Drogas? Podía ser el j efe de una
organización de ese género y la condesa un inst rum ent o. Est a posibilidad era
preferible. Pero el alivio era relat ivo, porque si se t rat aba de eso, para qué m e
buscaban? Schneider m e inquiet aba por lo que podía hacer conm igo durant e el
sueño o en sueños provocados. Creo en el desdoblam ient o del cuerpo y del alm a,
porque de ot ro m odo es im posible explicar las prem oniciones ( he escrit o un ensayo
sobre eso, ust ed lo conoce) . Tam bién la rem iniscencia. Hace unos años, en Belén,
cuando se acercaba un anciano de barba blanca y albornoz, t uve la sensación
confusa pero firm e de que esa escena la había vivido alguna ot ra vez; y sin
em bargo nunca ant es había est ado allá. Durant e la infancia he sent ido de pront o
que hablaba y m e m ovía com o si fuera ot ro. Hay individuos que t ienen el poder de
provocar el desdoblam ient o, sobre t odo en los que, com o yo, som os propensos a
sufrirlo de m odo espont áneo. Al verlo a Schneider t uve la cert eza de que t enía ese

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poder. Es ciert o que para un desprevenido parecía un charlat án de feria. Para m í,
en cam bio, eso era un m ot ivo m ás de prevención.
Qué m e llevó a pensar que t enía poderes de t al nat uraleza? O que form aba part e
de una peligrosa sect a? Algunas palabras en apariencia inocuas, y, sobre t odo, lo
que callaba. Tam bién m iradas, gest os fugit ivos. Un día le pregunt é repent inam ent e
si conocía a Haushofer. Me m iró ext rañado, m iró a Hedwig.
—Haushofer?
Pareció hacer m em oria. Luego la int errogó a ella:
—No era aquel profesor de filosofía en Zürich? Hedwig t am bién había puest o cara
de sorpresa. Porque no lo conocían o porque los había t om ado desprevenidos con
algo fundam ent al?
Schneider m e pregunt ó si se t rat aba de un profesor de filosofía.
—No —respondí—. Ot ra persona. Me pareció que ust ed o Hedwig lo m encionaron
una vez.
Se m iraron com o com pañeros de baraj a y luego él agregó:
—Pues no lo creo. Ni siquiera m e parece que aquel profesor de Zürich se llam aba
Haushofer.
Le dij e que no t enía im port ancia. Era por un t em a que m e int eresaba sobre un
general con ese nom bre.
Se dio vuelt a para llam ar al m ozo y pedir ot ra cerveza, m ient ras su am iga buscó
algo en la cart era. Ninguno de los dos gest os m e parecieron nat urales.
El Dr. Arram bide pert enece al conj unt o de personas que t om an a Schneider en
brom a. Se propone llevarlo a una de las sesiones de espirit ism o que organiza Mem é
Varela y sé que a m is espaldas se ríe de m í. Ese Descart es de bolsillo nunca
com prenderá que para desenm ascarar a esos agent es hay que ser un creyent e
com o yo, no un escépt ico com o él ( acabo de decir Descart es, pero debería haber
dicho Anat ole France de bolsillo: seguro que es uno de sus escrit ores favorit os) . No
para desenm ascararlo com o él acost um bra, claro, sino para desenm ascararlo en
sent ido inverso, en el único y t em ible sent ido: para probar que no es un
m ist ificador de feria sino que verdaderam ent e est á vinculado con las pot encias
t enebrosas.
El apellido podía ser falso, qué duda cabe. Adem ás, y aunque fuera aut ént ico, no
t enía por qué ser j udío, por m ás aspect o que t uviese. Hay m iles de suizos y
alsacianos con ese nom bre. Pero en el caso de que lo fuera, podía ext rañar que un
j udío est uviera est recham ent e relacionado con una condesa, hij a de un general de
los ej ércit os hit lerist as. No veo el inconvenient e. Hay j udíos m ás ant isem it as que
los propios alem anes puros, y en alguna form a es psicológicam ent e explicable. No
se dice que Torquem ada era j udío? El propio Hit ler t uvo un abuelo o abuela sem it a.
Todo en Schneider era am biguo, em pezando porque nunca pude saber dónde vivía.

53
Cada vez que lo seguí t erm iné por perder su pist a. En un t iem po pensé que vivía en
Belgrano R. Ot ras veces inferí que debía ser por el lado de Olivos, com o parecía
indicarlo el colect ivo 60 que t om aba en ocasiones.
Desde que com encé a sospechar de él, m e puse a est udiar lo que pudiera
encont rarse sobre logias y sect as secret as baj o el régim en nazi, sobre t odo desde
que advert í la reacción ant e el nom bre Haushofer. Los gest os de am bos, la m irada
que se cruzaron, t odo m e hizo sospechar que no ignoraban de ningún m odo quién
había sido. Creo que ahí se pisó Schneider. Porque lo realm ent e ast ut o habría sido
t om ar el t oro por las a s t a s , responder que, por supuest o, conocía de nom bre al
general Haushofer, pero que nunca había t enido oport unidad de conocerlo. Porque,
en qué cabeza cabe que un individuo com o él pudiese ignorar por com plet o un
personaj e de sem ej ant e im port ancia? Fue ese t raspié el que m e alarm ó m ás que
nada y lo que m e induj o a ahondar en esa dirección.
Haushofer pasó t em poradas en el Asia, seguram ent e en cont act o con sociedades
secret as. Durant e la guerra del 14 llam ó por prim era vez la at ención con algunas
predicciones que se cum plieron. Luego se dedicó a la geopolít ica y al est udio de
Schopenhauer e I gnacio de Loyola. Se sabe que por ese t iem po fundó una logia en
Alem ania, que int roduj o el ant iguo sím bolo de la cruz gam ada. Sea com o sea, es
curioso y llam a la at ención que varios de los que durant e el régim en nazi se
agruparon en logias ocult ist as, em pezando por el propio Hit ler, m ant uvieran
cont act o con gent e que, com o el general Haushofer, pert enecía a la Sect a de la
Mano I zquierda. Hit ler fue vinculado a él, cuando t odavía era un insignificant e
cabit o, por un ex asist ent e de Haushofer llam ado Rudolf Hess. Recuerde que Hess
es uno de los personaj es m ás herm ét icos del hit lerism o, que durant e décadas de
cárcel m ant uvo el m ás férreo secret o sobre sus ideas, sus int enciones y su dest ino.
Es, quizás, el hom bre que m ás m e im pone de ent re t odos los j erarcas nazis, pues,
m ient ras Goering pert enece al género payasesco de est e Schneider, Hess pert enece
a la especie t rágica y est oica. Haushofer es ot ra de las piezas enigm át icas de aquel
proceso dem oníaco, y no he logrado sobre él sino algunos dat os fragm ent arios. Uno
es el poem a encont rado en un bolsillo de la chaquet a de Albrecht , su hij o, cuando
fue ej ecut ado com o consecuencia de su part icipación en el com plot de los generales
cont ra Hit ler. Est aba escrit o en m om ent os que seguram ent e precedieron a su
ej ecución, com o lo m anifest aba la let ra agit ada y desigual:

El Dest ino había hablado por m i padre.


De él dependía una vez m ás
encerrar al Dem onio en su m azm orra.
Mi padre rom pió el Sello.
No sint ió el alient o del Maligno

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y lo dej ó libre por el m undo.

Cuando el general supo la m uert e de su hij o se hizo el harakiri, después de m at ar a


su m uj er. Todos est os son hechos. Las int erpret aciones posibles son varias y
cont radict orias. Las he exam inado y creo poder resum irlas de est e m odo:
1. " De él dependía una vez m ás encerrar al Dem onio en su m azm orra." Est e verso
es m uy equívoco. Si Haushofer era un sim ple agent e de las fuerzas del Mal no podía
t ener el poder de rechazar al Dem onio, ni de encerrarlo: debía obedecerlo. El verso
revela, sin em bargo, que lo rechazó una o varias veces ( " de él dependía una vez
m ás" ) , lo que prueba que Haushofer poseía grandes poderes. Pero rechazar a
quién? Pienso que el hij o no habla del verdadero Dem onio sino de Hit ler, que era
uno de sus agent es.
2. Si se t rat aba del verdadero Dem onio y Haushofer det ent aba poderes com o para
rechazarlo y aun encerrarlo, result aría evident e que no podía pert enecer a la Sect a
de la Mano I zquierda, sino a la de la Mano Derecha, o Cam ino del Bien. Est a
hipót esis se viene abaj o si pensam os que Haushofer t enía un agent e com o Hit ler.
3. Sí es probable que haya sufrido un dram a int erior en sus últ im os t iem pos, que
culm inó con la ej ecución de su hij o. Lo que significaría que no fue un puro agent e
del Mal sino un hom bre de carne y hueso, falible, vacilant e.
4. La ot ra posibilidad, que parece desprenderse del m ism o verso ( rechazo del
Dem onio) y de los versos siguient es ( " No sint ió el alient o del Maligno y dej ó al
Dem onio libre por el m undo" ) podría ser la siguient e: Haushofer realm ent e
pert enecía al Cam ino de la Derecha, descendía de los arios que lograron escapar de
la explosión at óm ica perpet rada por los sect arios de las cavernas. Avisados a
t iem po por alguna pot encia posit iva, escaparon hacia las regiones del nort e
europeo, m ucho ant es de la explosión o provist os de t raj es de am iant o y t anques
de oxígeno. Los hom bres de la Mano I zquierda, sin em bargo, se vengan
perversam ent e de ést os acercándolos a Hit ler y haciéndoles ver desde la
perspect iva no del t odo desagradable de la raza y la t radición. Los act os post eriores
de Hit ler les m uest ran el espant oso error y ent onces sect arios com o el hij o de
Haushofer int ent an m at ar a ese agent e del Dem onio, que el padre " había dej ado
libre por el m undo" .
Es lícit o pregunt arse, sin em bargo, por qué un iniciado y vident e com o Haushofer,
pudo ser infant ilm ent e engañado en el m om ent o en que Hess le t rae a aquel cabit o
desconocido. Y cóm o fue incapaz de ver la rut a que haría en su sangrient o fut uro.
Me inclino pues a creer que Haushofer era de verdad un inst rum ent o del Dem onio y
que Hit ler era su m édium , sim ple pero horrorosam ent e su m édium . El ocult ism o
nos enseña que luego de haberse at raído m ediant e un pact o las fuerzas del Mal, los

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m iem bros del grupo pueden act uar m ediant e un Mago, que a su vez lo hace a
t ravés de un m édium . Fue Hit ler el m édium de esa sect a t enebrosa?
Si el general Haushofer no era un Mago Negro, por qué valerse de sem ej ant e
personaj e com o m édium ? No es creíble que no haya vist o o previst o su caráct er
dem oníaco. O que, una vez det ect ado, no haya podido cont rolarlo.
Una vez el poder hit lerist a en colapso, los m iem bros de est a sociedad secret a se
dispersaron por el m undo. No sólo la sect a de Haushofer sino ot ras com o la que
encabezaba el Coronel Sieves. Órdenes vinculadas ent re sí por alguna
superj erarquía secret a, aunque t am bién es posible que hayan librado luchas ent re
sí. Por qué el poder m aligno ha de ser m onist a? Dispersados después de la guerra,
m uchos de ellos llegaron en subm arinos a las cost as pat agónicas, com o en el caso
de Eichm ann y de Mengele; pero no conocem os el de personas m ás m ist eriosas.
Bien puede ser, pues, que Schneider sea uno de ést os, en cuyo caso la condesa
podría ser su m édium . Aunque su padre t am bién fue ej ecut ado por los nazis, no
olvidem os que el propio hij o de Haushofer lo fue. Com o acabo de decirle, no hay
que buscar coherencia en el poder diabólico, pues la coherencia es propia del
conocim ient o lum inoso, y en part icular de su m áxim o exponent e, las m at em át icas.
El poder dem oníaco es, a m i j uicio, pluralist a y am biguo. Eso es lo m ás t errible,
Bruno.

D E AQUEL AFFI CH E

Marcelo sólo veía el nom bre de su padre, que sin em bargo no est aba con los
resalt ant es caract eres con que eran denunciados Krieger Vasena y los ot ros
abogados del t rust ; apenas aparecía perdido ent re m uchos. Pero él sólo veía DR.

JUAN BAUTI STA CARRANZA PAZ .

Se encam inó hacia su casa, pero le era dificult oso: t enía que avanzar sobre una
ciénaga, con una carga de plom o y est iércol, con fot ografías de prim era com unión y
j irones de bandera argent ina. Pensaba, m ient ras t ant o, pero t am bién com o
t ant eando en la oscuridad, ent re desperdicios y t achos de basura. Logró sin
em bargo form ar una idea: quizá esa t area dificilísim a era nada m ás que la t area de
vivir. ( Más t arde se pregunt aría " nada m ás?" ) Hizo un descanso al llegar cerca de la
plaza Grand Bourg. Se recost ó sobre el césped, m iró la casa del general San Mart ín,
y volvió a ver aquella lám ina escolar: sent ado, viej o, pensat ivo, allá en Francia; de
su cabeza salía un hum it o en que est aba el cruce de los Andes, las bat allas.

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Det rás del Aut om óvil Club y arriba había una at m ósfera desfallecient e, algo que
est aba por m orir de un m om ent o a ot ro. El día com enzaba a declinar, y era com o la
espera del fin del m undo, no cat ast rófico sino apacible. Pero t ot al y planet ario. Un
conj unt o de inm inent es cadáveres, gent e ansiosa en la clínica de un fam oso
cancerólogo, en receloso silencio recíproco, sin m ayores esperanzas pero t odavía
vivos, aún con un soplo de exist encia. Luego volvió a la difícil m archa. Cuando llegó
a la casa, subió por el ascensor de servicio y ent ró a su cuart o por at rás. Sent ado
en el borde de su cam a, oía el ruido de la reunión. Cuánt o cum plía su m adre? De
pront o, sin saber por qué, pensó con t ernura en ella, en sus palabras cruzadas, en
aquella cabecit a rellena de ríos del Asia Menor, celent erados de cuat ro let ras y
am or por sus hij os, aunque fuera desat inado y dist raído: acariciando a Beba com o
si fuera Silvina y a Silvina com o si fuera Mabel. O esas confusiones de nom bres y
apellidos, de oficios.
Por qué pensaba en su m adre y no en su padre? El cuart o est aba ya casi oscuro. En
la pared apenas podía dist inguirse la fot ografía de Miguel Hernández en el frent e, la
m ascarilla de Rilke, Trakl con su disparat ado uniform e m ilit ar, el ret rat o de
Machado, Guevara, m edio desnudo, la cabeza caída hacia abaj o, los oj os abiert os
m irando a la hum anidad, la Piedad de Miguel Ángel con el cuerpo de Crist o sobre el
regazo de la Madre, su cabeza t am bién caída hacia at rás.
Su m irada volvió a la m ascarilla de Rilke, ese reaccionario, decía Arauj o con
desprecio. Era así? Su espírit u est aba siem pre confuso, o al m enos eso es lo que le
increpaba Arauj o. Era posible adm irar a la vez a Miguel Hernández y a Rilke?
Miró dist raídam ent e su bibliot eca de chico: Julio Verne, Viaj e al cent ro de la t ierra,
La casa de vapor, Veint e m il leguas de viaj e subm arino. Sint ió un fuert e dolor en su
pecho y t uvo que recost arse.

UN COCKTAI L

El Dr. Carranza m iraba hacia la puert a, esperaba a Marcelo, con una m ezcla de
ansiedad y t rist eza. Mient ras Beba insist ía en el diam ant e Hope:
—Dos m illones.
—Y cóm o se llam aba la m uj er esa?
—McLean, Evelyn McLean. Son sordos?
—Así que la encont raron podrida en el baño.
—Sí, vecinos. Preocupados porque no salía en su aut o.

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—Muy nort eam ericano, eso de m orirse en el baño.
—Ningún signo de violencia ni píldoras de dorm ir ni m art inis. Con una vida
rigurosam ent e t ranquila hast a t ener el brillant e. Y eso que al llegar a los Est ados
Unidos lo hizo bendecir.
—Bendecir qué, Beba? —pregunt ó el Dr. Arram bide, con su escept icism o a priori,
m ient ras se servía un t riple de j am ón y lechuga.
—El brillant e, hom bre.
—Bendecir un brillant e? Pero est aban t odos locos?
—Cóm o, locos? No sabía que era fam oso por su m ala suert e?
—Pero por qué, ent onces, esa t arada lo había com prado?
—Vaya a saber, locura t exana.
—Pero cóm o? No habían quedado que era de la m ej or sociedad de Washingt on?
—Sí, y qué. Una persona de Washingt on puede t ener un ranch en Texas. Sí o no? O
hay que repet irt e siem pre dos veces com o en los program as de TV?
—Bueno, est aba bien, bendecir al brillant e. Esos curas, t am bién!
—Ah, m e olvidaba: lo había com prado porque según ella, la McLean, las cosas que
a los ot ros t raían m ala suert e a ella la favorecían. Vieron esos que viven en el piso
13, adrede?
—Pero ent onces —obj et ó el im placable Arram bide, sin dej ar de com er sándwiches—
por qué ese em peño en bendecirlo?
Qué t ipo t an desagradable.
Se habló de bendiciones y m aldiciones, de exorcism os.
—Est á bien —insist ió el Dr. Arram bide, con su est ereot ipada expresión de sorpresa,
que parecía com o si siem pre est uviese asist iendo a fenóm enos asom brosos—, pero
qué le pasó a esa nort eam ericana hist érica?
—Cóm o, t e parece poco m orirse así?
—Bueno, bueno, t odos nos m orim os, sin necesidad de brillant es m aldit os.
—Pero, no, idiot a. Ella se m urió m ist eriosam ent e.
—Mist eriosam ent e? —pregunt ó el Dr. Arram bide, t om ando ot ro sándwich.
—No t e acabo de decir que la encont raron desnuda en el baño? Y sin m uest ras de
envenenam ient o?
—Así que según vos la gent e se m uere vest ida y con veneno.
—Vam os, dej at e de una vez de hacer chist es fáciles, que el asunt o es fam oso y
ext rañísim o. No es t odo ext rañísim o?
—Todo? Qué es t odo?
—No había veneno, no había rast ros de alcohol, ni de píldoras t ranquilizant es, ni
signos de violencia. Te parece poco? Adem ás, el prim er hij o, m uert o en un
accident e de aut o, después de la com pra del brillant e.
—Cuánt o t iem po después —pregunt ó fríam ent e el doct or.

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—Cuánt o? Ocho años después.
—Caram ba, al parecer el m aleficio act uaba con bast ant e dej adez. Y por qué at ribuir
ese accident e a la piedra? Aquí, en Buenos Aires, cada año m ueren m iles en
accident es de aut os que no t ienen el brillant e Hope. Para no hablar de los pobres
que ni siquiera t ienen aut o. Los que m odest am ent e son at ropellados por los aut os
de los dem ás.
Beba irradiaba furia. Eso no era t odo!
—Qué m ás había?
—El m arido fue int ernado en un sanat orio para enferm os m ent ales.
—Mir a, Beba. Si m i m uj er es capaz de gast ar 2 m illones de dólares en un brillant e,
que para colm o est á enyet ado, t am bién a m í m e llevan al m anicom io. Adem ás, si t e
venís a Vieyt es un día verás siet e m il suj et os que nunca t uvieron ese brillant e
Hope. Y dicho sea de paso: un nom bre bast ant e curioso para una piedra que sólo
produce choques y at aques de esquizofrenia.
—Te sigo cont ando. La ot ra hij a m urió con past illas para dorm ir.
—Pero si esa clase de m uert e es casi la m uert e nat ural en los Est ados Unidos. Tan
difundido com o el baseball.
Beba echaba chispas com o las bot ellas de Leyden que han llegado al lím it e de su
carga. Enum eró las calam idades, acarreadas ant es por la piedra: el príncipe
Kanit ovit sky fue asesinado, el sult án Abdul Ham id perdió el t rono y la favorit a...
—Abdul cuánt o? —Pregunt ó com o si el nom bre com plet o fuera decisivo: uno de sus
chist es.
Ham id. Abdul Ham id.
—Perdió qué?
—El t rono y la favorit a.
—Vam os, no agregues calam idades com o si fueran dem ost rat ivas. Con perder el
t rono bast aba. La t urca lo dej ó por eso.
Seguía la list a: la Zubayaba m urió asesinada, Sim ón Mont harides m urió j unt o a la
m uj er y el hij o cuando se le desbocaron los caballos...
—Dónde has leído eso? Cóm o t e const a que era verdad?
—Había gent e m uy conocida en j uego. Y adem ás est aba lo de Tavernier.
—Tavernier? Quién era ese caballero?
—Todo el m undo lo sabe. El hom bre que había sacado la piedra en 1612 del oj o de
un ídolo indio. Todo el m undo lo sabe. Sí o no?
Él, Arram bide, form aba part e de t odo el m undo y no t enía la m enor idea. Ya podían
ver cóm o se fabricaban esas hist orias. En cuant o a Tavernier, j am ás lo había oído
m encionar. Cóm o est aba t an segura de la exist encia de ese caballero?
—Era un avent urero francés que conocían hast a las m ucam as.
Lo que pasaba es que vos sólo leés libros de gast roent erología.

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Y lo que pasó luego con Tavernier. Bárbaro.
- Qué.
—Devorado por una m anada de perros ham brient os en las est epas rusas.
El Dr. Arram bide se quedó suspendido, con un pedazo de sándwich en la m ano y la
boca ent reabiert a, com o una de esas inst ant áneas que publican las revist as
sem anales. No, eso era dem asiado, perros ham brient os, est epas rusas, t roikas,
ídolos de la I ndia.

M ARCELO, D I JO SI LVI N A, Y SU CARA ERA UN RUEGO

Sí, sí, claro.


Ent ró en la sala t orpem ent e. Se llevaba siem pre cosas por delant e, ese t ipo de
inhabilidad. Besó a su m adre y después perm aneció en un rincón de aquel t um ult o
sin saber qué hacer, con los oj os m irando hacia el suelo. Poco a poco, t rat ando de
no llam ar la at ención se fue.
El Dr. Carranza sint ió deseos de ir t ras él, de alcanzarlo. Pero sólo pudo
cont em plarlo en silencio, con la gargant a dolorida, a t ravés del ruido y la gent e. Y
recordó el t iem po en que se levant aba de m adrugada para est udiar con él las
m at erias de su ingreso en la facult ad.
Ent onces t am bién él se fue y se encerró en el dorm it orio.

SI M PLEM EN TE POR D EBI LI D AD , PEN SABA S.

irrit ado de ant em ano, deprim ido, sint iéndose una vez m ás culpable de casi t odo: de
hacer cosas y de no hacerlas. Claro, le diría la Beba, hacerse el int eresant e, no ir a
reuniones, m andarse la part e del t ipo inaccesible. Así que de t iem po en t iem po
había que ir. Y adem ás, la pobre Maruj a.
Miraba esos grupos, reunidos por Maruj a de t an ingenua: reunir la gent e que m ás
se det est aba, por su perfect o y ecuánim e candor.
—Es que no lo conocés —argüía.

60
Era inút il explicarle que se det est aba a ese individuo precisam ent e porque se lo
conocía. Pero ella seguía creyendo que hay guerras a causa del desconocim ient o, y
era inút il m ost rarle la insuperable ferocidad de las guerras civiles, las suegras, los
herm anos Karam azov, así que t om aba su whisky en uno de los rincones, m ient ras
el Dr. Arram bide m iraba con su cara de invariable sorpresa ( oj os m uy abiert os,
cej as levant adas, frent e arrugada por grandes líneas horizont ales) , com o si en ese
m ism o m om ent o acabaran de anunciarle la ent rega de un Prem io Nobel a un
enano. Y de pront o, sin saber por qué, se encont ró en m edio de una discusión,
porque alguien dij o que la vida era una gran cosa y Margot , con su aire de m uj er
siem pre apenada y sus cej as circunflej as, m encionaba en cam bio el cáncer y los
asalt os, las drogas, la leucem ia y la m uert e de Parodi.
—Pero la ciencia progresa siem pre —obj et ó Arram bide—. Ant es se m orían
cent enares de m iles en una pest e, com o la fiebre am arilla.
S. est aba esperando un m om ent o propicio para irse sin herir a Maruj a, pero no
pudo con su t em peram ent o y se encont ró haciendo lo que había j urado j am ás
hacer: discut iendo con Arram bide. Claro, dij o, felizm ent e t odo eso ya pasó y ahora
en lugar del cólera se prefería la gripe asiát ica, el cáncer y los infart os. A lo cual el
Dr. Arram bide iba a responder con una sonrisa irónica, cuando alguien com enzó un
invent ario de calam idades en cam pos de concent ración. Se cit aron ej em plos.
Una señora recordó que en EL TÚNEL se cit aba el caso de un pianist a que había sido
obligado a com er una rat a viva.
—Qué asquerosidad —exclam ó una señora.
—Será asqueroso, pero es lo único bueno de esa novela —agregó la que había
t raído la cit a, suponiendo que el aut or est aba en ot ra part e. O suponiendo que
est aba allí m ism o.
Ent onces int ervino el individuo. A S. le pareció que lo habían present ado ant es
com o profesor de algo en la facult ad de filosofía.
—Leyeron un art ículo de Gollancz en SUR?

—No m e hable de Vict oria —dij o la señora que había elogiado el único m érit o de la
novela.
—Pero si no hablo de Vict oria —aclaró el profesor—. Est oy hablando de un art ículo
de Víct or Gollancz.
—Bueno, y qué hay con ese señor.
—Cuent a lo que pasaba en Corea con las bom bas de Napalm .
—Bom bas de qué?
—De Napalm .
—Las bom bas de Napalm —com ent ó el Dr. Arram bide— no se han usado solam ent e
en Corea. Ya se usan en t odas part es.

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—Bueno, y qué es lo que pasa? —pregunt ó la señora de la rat a. Su t ono no era
nada alent ador, y seguram ent e no est aba dispuest a a encont rar nada int eresant e
en un art ículo que de alguna m anera est aba vinculado con Vict oria.
—Cuent a que frent e a ellos había una ext raña figura, de pie, algo inclinada hacia
delant e, con las piernas abiert as y los brazos ext endidos, para no t ocarse los
flancos. Algo así com o cuando se em pieza una de las clásicas figuras de la gim nasia
sueca. No t enía oj os. Est aba a m edio cubrir por harapos quem ados. El cuerpo, que
se veía en gran part e, est aba recubiert o por una gruesa cost ra negra, salpicada de
m anchas am arillas. De pus.
—Qué horror! Qué desagradable! —exclam ó la m uj er de la rat a.
—Y por qué est aba así, con los brazos abiert os y parados? —pregunt ó la dam a que
no t enía sim pat ía por Vict oria Ocam po.
—Porque no podía t ocar ninguna part e de su cuerpo. Se rom pería en cualquier
m om ent o, por cualquier cont act o.
—Qué es lo que se rom pería? —pregunt ó incrédula.
—La piel. No com prende? Se form a una cost ra cruj ient e y m uy frágil. La víct im a no
puede acost arse, ni sent arse. Tiene que perm anecer siem pre de pie y con los
brazos cruzados.
—Pero qué espant o! —com ent ó la señora que siem pre m anifest aba horror.
Pero la de Vict oria Ocam po com ent ó:
—Ni acost arse? Ni sent arse? Y se puede saber cóm o hace cuando se cansa?
—Señora —respondió el profesor—, m e parece que en est e caso lo peor no es el
cansancio.
Y luego prosiguió:
—La bom ba est á com puest a de pet róleo gelat inoso. Al est allar, el pet róleo se
adhiere t an fuert em ent e al cuerpo, a la piel, que hom bre y pet róleo arden com o
algo indivisible. Bueno. Com o les decía, Gollancz cit a ot ro caso: vio dos enorm es
lagart os, horribles, que se arrast raban lent am ent e, lanzando gruñidos y quej as.
Ot ros los seguían det rás. Durant e unos inst ant es, Gollancz quedó paralizado por el
asco y el t error. De dónde podían venir esos inm undos rept iles? Al aum ent ar un
poco la luz, se aclaró el enigm a: eran seres hum anos desollados por el fuego y el
calor, con los cuerpos m agullados en las part es en que habían chocado con algo
duro. Después de algunos inst ant es vio que por el cam ino, bordeando el río, se
acercaba algo que parecía un desfile de pavos asados. Algunos pedían agua, con
una voz apenas percept ible y ronca. Est aban desnudos y despellej ados. La piel de
las m anos, arrancada desde las m uñecas les colgaba de la punt a de los dedos,
det rás de las uñas, dada vuelt a com o un guant e. En la penum bra le pareció ver,
adem ás, m uchos niños en el pat io, en la m ism a condición.

62
Se em it ieron varias exclam aciones de horror. Algunas señoras se fueron a ot ra
part e, visiblem ent e disgust adas por aquella dem ost ración de m al gust o de ese
individuo que, para colm o, parecía sat isfecho de la im presión producida por su
relat o. Su sat isfacción era apenas percept ible, pero ciert a. S. lo observó con
cuidado: había algo desagradable en él. Le int rigó su aspect o, y le pregunt ó a uno
de los que t enía cerca, en voz baj a, por el nom bre de aquel suj et o.
—Creo que es un ingeniero Gat t i, o Prat i o algo por el est ilo.
—Pero, cóm o? No dicen que es profesor en la facult ad de filosofía?
—No, no. Creo que es un ingeniero it aliano.
Ahora se volvía a los cam pos alem anes de concent ración.
—Habría que separar lo que es verdadero de lo que es propaganda aliada —
com ent ó L., conocido por sus ideas nacionalist as.
—Mej or sería que lo adm it iesen francam ent e —respondió la de la rat a—. Al m enos
serían consecuent es con su doct rina.
—Lo que ha cont ado el señor —respondió L. señalando con un gest o de su cabeza
al ingeniero o profesor— no sucedió en cam pos alem anes de concent ración: fueron
horrores producidos por bom bas dem ocrát icas y nort eam ericanas. Y qué m e
cuent a, señora, de las t ort uras que com et ieron los paracaidist as franceses en
Argelia?
El diálogo se volvió confuso y violent o. Hast a que alguien dij o:
—Bueno, barbarie. Barbarie ha habido siem pre, desde que exist en los hom bres.
Recuerden a Mahom et I I , a Bayacet o, a los asirios, a los rom anos. Mahom et I I
hacía aserrar vivos a los prisioneros. A lo largo. Y los m iles de crucificados en la Via
Appia?, cuando la sublevación de Espart aco? Y las pirám ides de cabezas que hacían
los asirios? Y el t apizado de m urallas ent eras con pieles arrancadas a los
prisioneros, en vida?
Se enum eraron algunas t ort uras. Por ej em plo, la clásica t ort ura china de sent ar
desnudo a la víct im a sobre una olla de hierro; dent ro hay una enorm e rat a
ham brient a; luego se em pieza a calent ar la olla al fuego; la rat a se abre paso a
t ravés del cuerpo. Hubo nuevas exclam aciones de espant o y varios dij eron que ya
t odo se est aba poniendo m uy feo, pero nadie se m ovió, est a vez: evident em ent e se
esperaban nuevos ej em plos. Se hizo un censo. El ingeniero o profesor m encionó las
t ort uras m ás conocidas: clavos debaj o de las uñas, em palam ient o, dislocam ient o.
Dirigiéndose al Dr. Arram bide, cam peón de la Ciencia y del Progreso, S. agregó la
picana eléct rica, t an celebrada en las com isarías argent inas. Sin hablar, por
supuest o, de los am plificadores de radio que perm it en los bailes en el Gran Buenos
Aires y la unificación de los espírit us.
Lulú, que acababa de llegar al grupo y que había podido oír algunas de las últ im as
at rocidades, se enoj ó de veras.

63
—No veo por qué hay que fij arse nada m ás que en las cosas negras —prot est ó—.
La vida t iene t am bién m om ent os m uy herm osos: los hij os, los am igos, la obra en
com ún cuando se cree en un ideal, los m om ent os de t ernura, de alegría y
felicidad...
—Tal vez eso sea lo m ás perverso de la exist encia —arguyó el ingeniero o
profesor—. Quizá si perpet uam ent e viviéram os en lo horrible, en lo cruel, en lo
espant oso, t erm inaríam os por habit uarnos.
—Quiere decir ust ed que esos m om ent os de felicidad sólo exist en para acent uar el
horror de las guerras, las t ort uras, las pest es, las cat ást rofes?
El ingeniero sonrió y levant ó las cej as en ese gest o que significa " evident em ent e" .
— Pero ent onces la vida sería un verdadero infierno! —casi grit ó Lulú.
—Y acaso ust ed lo pone en duda? —pregunt ó el ingeniero.
—El fam oso valle de lágrim as.
—Ni m ás ni m enos.
—No, no exact am ent e eso —agregó el ingeniero, com o si hubiese sido m al
int erpret ado.
—Cóm o?
—Ot ra cosa —respondió m ist eriosam ent e el ingeniero, levant ando una m ano.
—Qué ot ra cosa? —Volvió a pregunt ar la m uj er que se m oría de curiosidad. Pero
fue int errum pida por Lulú, que, invenciblem ent e, alegó:
—Puede que sea así, com o dice el señor, aunque para m í la vida parece t ener
aspect os m aravillosos.
—Pero si nadie niega que t enga aspect os m aravillosos —int errum pió el ingeniero.
—Sí, sí, sí, lo que ust ed quiera. Pero aunque est a vida fuese ent eram ent e horrible,
que no lo es, siem pre exist irá el consuelo de un paraíso para los que sean capaces
de sobrellevar la exist encia t errest re con caridad, con fe, con esperanza. En los
oj it os del ingeniero o profesor apareció un brillo irónico.
—Parece que ust ed lo pone en duda —com ent ó Lulú con am argura.
—Es que hay ot ra posibilidad, señora —respondió dulcem ent e el ot ro.
—Qué ot ra posibilidad?
—Que ya est em os m uert os y condenados. Que ést e sea el infierno al que est am os
condenados por t oda la et ernidad.
—Pero si est am os vivos —int ervino uno que no había abiert o nunca la boca.
—Eso es lo que ust ed cree. Eso es lo que t odos ust edes creen. Quiero decir: lo que
t odos ust edes creen en el caso de que m i hipót esis fuese correct a. Com prenden?
—No, no com prendem os nada. Por lo m enos yo.
—Esa ilusión de est ar vivos. Esa esperanza en la m uert e. Aunque parezca una
brom a hablar de una esperanza en la m uert e. Esa ilusión, esa esperanza t am bién
form aría part e de la infernal farsa.

64
—Parece que es bast ant e rebuscado im aginar que no est am os vivos —com ent ó el
Dr. Arram bide—. Y las m uert es, ent onces? El negocio de pom pas fúnebres?
En el rost ro del ingeniero, que por su pedant ería ya se em pezaba a hacer ant ipát ico
a t odo el m undo, apareció un m at iz de desdén.
—Ése es un argum ent o espect acular pero débil —replicó—. Tam bién en los sueños
hay gent e que m uere y hay ent ierros. Y em presas de pom pas fúnebres.
Hubo un silencio. El ingeniero prosiguió luego:
—Piensen que para alguien t odopoderoso no cost aría nada organizar una com edia
com o ést a, para que sigam os creyendo en la posibilidad de una m uert e y, por lo
t ant o, de un descanso et erno. Qué le cost aría aparent ar m uert es y ent ierros? Qué
le cost aría aparent ar la m uert e de un m uert o? Hacer salir un cadáver por una
puert a, por decirlo así, y hacerlo ent rar por ot ra en ot ra dependencia del infierno,
para recom enzar la com edia con un cadáver recién nacido? Con una cuna en lugar
de un at aúd? Ya los hindúes, que eran un poco m enos burdos que nosot ros, algo
habían sospechado, cuando sost enían que en cada exist encia se purgan los pecados
de la exist encia ant erior. Algo de eso. No exact am ent e. Pero los pobres le
anduvieron bast ant e cerca.
—Bueno —com ent ó la persona que no era favorable a Vict oria Ocam po—, pero
aunque así fuera, qué m ás da si es realidad o ilusión? Al fin de cuent as, si no
t enem os conciencia de t odo eso, si no t enem os recuerdo de nuest ra vida ant erior,
t odo es com o si de verdad naciéram os y m uriéram os. Lo que m at aría la esperanza
sería la plena conciencia de esa infernal com edia. Es com o si uno soñase un lindo
sueño y no despert ase j am ás.
Hubo ciert o alivio en la gent e que se conform a con lo que en la filosofía se
denom ina realism o ingenuo. El ingeniero it aliano o profesor recibió la m irada de
m alévola sat isfacción de los part idarios de esa acredit ada doct rina filosófica.
El ingeniero com prendió que la reunión le era ya francam ent e host il. Tosió, consult ó
su reloj y m ost ró signos de ret irarse. Mient ras se despedía, aún agregó, con una
t enue m ueca despect iva en su cara:
—Exact o, señora, m uy exact o. Pero pudiese ser que el personaj e que organiza est e
siniest ro sim ulacro enviase de vez en cuando a alguien para despert ar a la gent e y
hacerle com prender que est aban soñando. No sería eso posible?

TOD A ESA N OCH E M ARCELO CAM I N Ó AL AZAR,

65
ent ró en cafés, volvió a calles indiferent es, se sent ó en bancos de plazas
silenciosas. Ya era de m añana cuando volvió a su cuart o y se echó a dorm ir.
Cuando se despert ó, a la t arde, pensó en Am ancio. Mient ras iba hacia su casa,
reflexionó que su t ío- abuelo quizá se sorprendería dem asiado, haría pregunt as, y él
no sería capaz de responderle, no decirle la verdad, de ent rist ecerlo. Pensó en
aducir ot ros m ot ivos: vivir m ás t ranquilo, pensar un poco m ás en sí m ism o, la
gent e, él sabía.
Subió con pensam ient os cont radict orios las viej as escaleras pensando, una vez
m ás, cóm o el pobre viej o podía haberse resignado a exist ir casi em paredado, en
aquel fragm ent o delant ero de una de esas casas de dos pisos que se hacían a fines
de siglo, ahora divididas en sórdidos depart am ent os. Lo encont ró lleno de
bufandas, t ricot as y abrigos. Hast a su raído sobret odo con cuello verdoso de
t erciopelo. Señalando hacia abaj o, aseguró:
—Si para el vient o, Marcelit o, est a noche yela. Se van a helar los frut ales.
Marcelo m iró a t ravés de la vent ana, com o si abaj o, en la calle, est uvieran los
frut ales. Su cort esía era m ás fuert e que su lógica. Enigm át icam ent e, don Edelm iro
Lagos dict am inó:
—El pam pero es el pam pero.
Con su t raj e negro, su cuello duro y alt o, sus puños alm idonados, parecía list o para
la firm a de una escrit ura en su escribanía ( en 1915) . Con la m ano izquierda sobre
la em puñadura de plat a de su bast ón, sem ej aba un t ót em indígena som nolient o,
con los oj os sem icerrados. Su cara t errosa era una gran superficie geográfica con
m ont ículos de pelos y lunares, ent re anfract uosidades geológicas. Su fam oso
silencio era quebrado de vez en cuando por aquellos aforism os que, en opinión de
don Am ancio, lo hacían " hom bre de consej o" :
" Ni un ext rem o ni el ot ro: el j ust o m edio."
" El t iem po lo borra t odo."
" No hay que perder confianza en la Nación."
Sent encias que en realidad no se producían inesperadam ent e sino que eran
precedidas por indicios casi im percept ibles, pero que no escapaban a alguien que lo
siguiese de cerca. Era com o si aquel oscuro t ót em em pezara de pront o a revelar
alguna vida, que t erm inaba m anifest ándose en un ligerísim o t em blor en las
enorm es m anos y en su gran nariz. Después del aforism o volvía a su cerem onioso
silencio. Con dificult ades, don Am ancio com enzó a incorporarse, pero Marcelo no se
lo perm it ió. Las cosas para el m at e, eso es lo que quería.
—Ando m edio perj udicado de la rodilla —explicó, volviendo a sent arse.
Preparó el m at e con parsim onia, m ient ras com ent aba:
—Así es, Edelm iro. Nunca m e he hallado en est e clim a.

66
Después de unos m inut os de silencio expresó su asom bro por lo que se había
pagado por un cam pit o en Punt a del I ndio. Un t al Fischer, le parecía.
El t urquit o Gosen se lo había dicho.
Don Edelm iro m edio levant ó los párpados, quizá int rigado.
—Ese t urquit o que supo t ener t ienda en la Magdalena.
Pero si era pura cañada. I ban a plant ar no sabía qué árboles, unos árboles
im port ados. Un negoción: así com o lo oía. Un negoción.
Qué cosa.
Mirando hacia la calle, m eneó la cabeza.
Así pasaron un silencio de diez o quince m inut os. Sólo se oía el rum or del m at e de
plat a, los sorbos. Después, don Am ancio pregunt ó:
—Te acordás, Edelm iro, de aquel m ocit o Jacint o I nsaurralde?
Don Edelm iro volvió a ent reabrir los oj os.
—Pero sí —insist ió don Am ancio—, aquel m ocit o paquet ón.
Su am igo cerró los oj os, quizá buscando en sus recuerdos.
—Se est á m uriendo de cáncer. En el hígado, para peor.
Don Edelm iro Lagos m edio abrió sus oj os, quedando así un inst ant e, quizá habiendo
ya recordado a I nsaurralde, quizá sorprendido. Aunque nada podía deducirse de
aquel paisaj e desért ico y silencioso que era su rost ro. Sin em bargo, al cabo de un
m om ent o, com ent ó:
—El cáncer es el azot e de la civilización.
Luego sacó del bolsillo de su chaleco el reloj Longines de t res t apas, que llevaba en
el ext rem o de una cadena de oro, consult ó la hora com o si se t rat ara de un
delicado docum ent o de la escribanía, cerró el r eloj , lo colocó de nuevo en el bolsillo,
cuidadosam ent e, y se levant ó para irse. Est aba oscureciendo.
—Abuelo Am ancio —se encont ró diciendo Marcelo, com o si alguien lo hubiese
em puj ado.
—Sí, m ij o.
Sint ió que una oleada de sangre llegaba hast a su cara, y com prendió que j am ás
podría hablarle de aquel cuart it o desocupado del fondo.
Don Am ancio esperaba sus palabras con solicit ud y sorpresa, com o si en una región
fam osa por la sequía em pezaran a caer algunas got as de lluvia.
—No... es decir... si va a helar, com o dice...
El viej o se quedó m irándolo, int rigado, m ient ras casi m ecánicam ent e le repet ía " ya
t e dij e, si para el pam pero" , m ient ras pensaba " qué le anda pasando a Marcelit o" .
Mient ras Marcelo pensaba " Abuelo Am ancio, con su sobret odo raído, con su pobreza
digna y aseada, con su generosidad de hidalgo pobre, con su discreción" .

67
Por delicadeza, don Am ancio ya est aba cam biando de t em a, y señalando con el
4
índice LA PRENSA, le pregunt ó si había leído el edit orial sobre la bom ba at óm ica. No,
no lo había leído. " Y su candor" , pensó con t ernura. Com o pregunt arle si
últ im am ent e había leído los discursos de Belisario Roldán. El viej o m ovió la cabeza
con pesadum bre.
—Todo depende... quiero decir, abuelo Am ancio...
El viej o lo observó con curiosidad.
Marcelo hizo un gran esfuerzo y aclaró:
—Digo... t al vez un día pueda em plearse para algo bueno...
—Algo bueno?
—No sé... quiero decir... un desiert o, por ej em plo...
—Un desiert o?
—Digo... para cam biar el clim a...
—Y será bueno eso, Marcelit o?
El m uchacho se sent ía cada vez m ás avergonzado, det est aba dar la im presión de
saber algo m ás que los ot ros, dar lecciones, explicar. Le parecía una grosería, sobre
t odo con respect o a alguien com o don Am ancio, t an indefenso. Pero no podía
ret roceder.
—Pienso... quizá... países que sufren ham bre... leí una vez... en esas regiones
donde casi no llueve... en la front era de Et iopía... m e parece...
Don Am ancio volvió su m irada al diario, com o si allí pudiera est ar la clave de ese
vast o problem a.
—Sí, claro, yo soy un viej o ignorant e —com ent ó.
—No, no, no eso, abuelo! —se apresuró a corregir Marcelo, abochornado—. Quise
decir que...
Don Am ancio lo m iró, pero Marcelo ya no supo qué agregar.
Después de un t iem po t odo se apaciguó y el viej o volvió a cont em plar la calle a
t ravés de la vent ana.
—Fischer, ahora m e acuerdo bien —dij o de pront o.
—Cóm o, abuelo?
—El del cam pit o ese. Alem án o algo así. Esa gent e que vino con la guerra últ im a...
Gent e t rabaj adora, con ideas... Volvió a considerar los árboles de la calle, abaj o,
pensat ivo.
—Sí, esa gent e sabe lo que hace. Gent e de progreso, sin dudam ent e.
Después de un inst ant e agregó:
—Pero sin em bargo aquellos eran lindos t iem pos... No había t ant a ciencia, pero
había m ás bondá... Nadie t enía apuro... Mat ábam os el t iem po t om ando m at e y

4 Diar io t radicionalist a, un poco com o el Tim es de Londres. ( N. del Ed.)

68
cont em plando el at ardecer desde la galería... No había t ant as ent ret enciones com o
ahora, no había ni biógrafo ni t elevisión. Pero t eníam os ot ras cosas lindas: los
baut ism os, la yerra, el sant o de t al o cual...
Se produj o ot ro largo silencio.
—La gent e no sabía t ant as cosas com o hoy en día. Pero era m ás desint eresada. El
cam po era pobret ón, sobre t odo el nuest ro, esa cost a de la Magdalena. Pero era
grande y noble. Hast a la m ism a ciudá era dist int a. La gent e era com edida y cort és.
A m edida que iba oscureciendo los silencios se hacían m ás largos y profundos.
Marcelo m iraba la siluet a del anciano cont ra la vent ana. En qué pensaría en sus
largas noches solit arias?
—El m undo se ha llenao de m ent iras, m ij o. Todos desconfían. Cuando fuim os con
m i padre a la Banda Orient al, con m ot ivo del fallecim ient o del t ío Sat urnino, ni
docum ent os para viaj ar se precisaban.
Volvió a callarse.
Luego, golpeando levem ent e el diario con la m ano, agregó:
—Y ahora esos bom bardeos... esas criat uras del Viet nam ... Y vos, Marcelit o, qué
opinás?
—Yo... t al vez un día... las cosas cam biarán...
El viej o lo consideraba con m elancólica at ención. Luego, com o si hablara para sí
m ism o, dij o:
—Todo puede ser, Marcelit o... Pero m e parece difícil que el cam po vuelva a ser lo
que fue. Con sus lagunas, sus ánades rosados, sus t erut erus...
Caía la noche.

EL PAYASO

I m it ó a Quique hablando sobre las necrologías, cont ó chist es, recordó anécdot as
cóm icas de la época en que enseñaba m at em át icas. Lo encont raban m ej or que
nunca, pleno de vit alidad y energía.
Y de pront o int uyó que aquello com enzaría, con invencible fuerza, pues nada podía
frenarlo una vez el proceso iniciado. No se t rat aba de algo horrendo, no aparecían
m onst ruos. Y sin em bargo le producía ese t error que sólo se sient e en ciert os
sueños. Poco a poco fue dom inándolo la sensación de que t odos em pezaban a ser
ext raños, algo así com o lo que se sient e cuando se ve una fiest a noct urna a t ravés
de una vent ana: los vem os reírse, conversar, bailar en silencio, sin saber que

69
alguien los est á observando. Pero t am poco era eso exact am ent e: quizá com o si
adem ás la gent e quedara separada de él no por el vidrio de una vent ana o por la
sim ple dist ancia que se puede salvar cam inando y abriendo una puert a, sino por
una dim ensión insalvable. Com o un fant asm a que ent re personas vivient es puede
verlos y oírlos, sin que ellos lo vean ni lo oigan. Aunque t am poco era eso. Porque
no sólo los est aba oyendo sino que ellos lo oían a él, conversaban con él, en ningún
m om ent o experim ent aban la m enor ext rañeza, ignorando que el que hablaba con
ellos no era S., sino una especie de sust it ut o, una suert e de payaso usurpador.
Mient ras el ot ro, el aut ént ico, se iba paulat ina y pavorosam ent e aislando. Y que,
aunque m oría de m iedo, com o alguien que ve alej arse el últ im o barco que podría
rescat arlo, es incapaz de hacer la m enor señal de desesperación, de dar una idea
de su crecient e lej anía y soledad. Y así, m ient ras el barco se alej aba de la isla,
em pezó a cont ar una divert ida hist oria de su época de est udiant e, cuando
invent aron un poet a húngaro, prot egido por una princesa t am bién inexist ent e.
Est aban hast a aquí de Rilke y del snobism o rilkeano. Cargaban las t int as, a m edida
que fueron t om ando confianza, publicaron dos poem as en francés en TESEO, unos
fragm ent os de m em oria y finalm ent e aseguraron que era leproso. La idea era lograr
que Guillerm o de Torre publicara una not a en LA NACI ÓN. Todo el m undo se m oría de
risa y el payaso t am bién, m ient ras el ot ro veía cóm o el barco se hacía m ás y m ás
dim inut o.

EL SURGI M I EN TO D E LOS H ERM AN OS

ent re m ent iras y llam aradas, ent re el éxt asis y el vóm it o, le volvía m ás confusa la
exist encia, m ás angust ioso el gran cockt ail. Dónde habían quedado los absolut os?
Desde dent ro lo presionaban los rebeldes, querían act uar, pronunciar palabras
decisivas, com bat ir, m orir o asesinar ant es de verse envuelt os en el carnaval. Los
insolent es Nachos, las ásperas Agust inas. Y Alej andra? Si había realm ent e vivido, y
dónde, si en aquella casa, si en la ot ra, si en aquel Mirador. I ban al archivo de los
diarios, querían saber, qué ansiedad t iene la gent e de ese carnaval por el absolut o,
qué insaciable sed. Era verdadera aquella not icia? Com o si lo m ás apócrifo no fuera
lo que se acum ula en los archivos. Pero no im port aba: seguían las pregunt as, si
esos personaj es vivieron y cóm o, dónde. Sin com prender que nunca m urieron, que
desde sus reduct os subt erráneos lo acosan de nuevo, lo buscan y lo insult an. O
quizá fuese al cont rario, quizá fuera él que los necesit a para sobrevivir. Y así espera

70
a Agust ina, ansiosam ent e aguarda que reaparezca. Máscara del conferenciant e que
habla ant e señoras, que sonríe y present a sim ulacros
de buena crianza,
de correct o caballero,
de señor bien vest ido y norm alm ent e alim ent ado.
A no t em er, Dam as y Caballeros,
est a fiera est á am aest rada,
sus dient es han sido lim ados,
ext raídos, carcom idos, debilit ados
por com idit as convenient es.
Ya no es el anim al que devora carne cruda,
que asalt a y m at a en la selva.
Ha perdido su m aj est uosa barbarie.
Pasen, Señoras y Señores.
Espect áculo rigurosam ent e para fam ilias,
lleve a su t ía en el día de la t ía,
y a su m adre en el día de la m adre.
Aquí lo pueden ver.
Media vuelt a a la derecha,
hop!
Salude al Respet able Público.
Así,
m uy bien,
t enga su t errón de azúcar.
Hop, hop!
Dam as y Caballeros,
est rict am ent e para fam ilias,
poderoso león de la selva: sueñas,
dócilm ent e ej ecut as piruet as
preest ablecidas
con leve y t ierna y secret a ironía.
Pobres, al fin de cuent as,
hay chicos que m e quieren,
así, una vuelt it a, salt o al aro uno dos hop!
excelent e
y sueño con la selva
en sus crepúsculos ant iguos
m ient ras dist raídam ent e hago las pruebas
correct a y buenam ent e salt o por el aro en llam as

71
m e ponen sobre una silla
ruj o abst raído
m ient ras recuerdo las pálidas lagunas
en las praderas
a las que un día he de volver
ya para siem pre
( lo sé, lo creo, lo necesit o)
devorando a un dom ador
a t ít ulo sim bólico
com o adecuada despedida
en un act o de locura
dicen los diarios
inesperadam ent e su cabeza desapareció ent re las fauces
chorreando sangre qué horror!
cundió el pánico
m ient ras por el m om ent o
sueño
con aquella pat ria violent a pero candorosa
el orgulloso principado
las cerem onias del huracán y de la m uert e
prófugo de la vergüenza
desnacido de la suciedad de cerdo
a la cast idad del páj aro y la lluvia
a la alt iva soledad.
Pasen, Dam as y Caballeros,
est a fiera est á am aest rada
espect áculo rigurosam ent e para fam ilias
aquí lo pueden ver, hop!
salude al Respet able Público
m ient ras m edit o en la selva dura pero bella,
en sus noches de luna
en m i m adre.

SE CELEBRA LA SALI D A D E UN LI BRO D E T.B.

72
sobre la m uert e y la soledad. En las fot ografías de la revist a pudo ver una m ult it ud
que t om aba copas, com ía sándwiches y reía. Se alcanzaban a dist inguir las caras
de siem pre, incluyendo los en em i gos m ort ales de T.B., los que ant es del cockt ail y
después, y aun durant e la m ism a reunión, a sus espaldas hacían chist es sobre los
poem as.
Niet zsche, pensó.
Necesidad de conversar con un analfabet o, de t om ar aire fresco y puro, de hacer
algo con las m anos: una m esit a, arreglar el t riciclo de una chiquit a com o Erika. Algo
hum ilde y út il. Lim pio.
Apagó la luz.
Com o en ot ros m om ent os parecidos de asco y t rist eza por los hom bres ( por él
m ism o) , volvió el recuerdo aquel. Por qué, qué t enía de prim ordial en su vida?
Llevaba los apunt es de cálculo infinit esim al al Dr. Grinfeld, en el crepúsculo. Las
cúpulas plat eadas del observat orio com enzaban a dest acarse con su sereno
m ist erio en la oscuridad que baj aba suavem ent e, com o callados vínculos con el
espacio cósm ico. Cam inaba por los senderos ent re los int rovert idos árboles del
Bosque de La Plat a. El universo arm onioso de los ast ros en sus eclípt icas. Los
exact os t eorem as de la m ecánica celest e.

SI N TI Ó LA N ECESI D AD D E VOLVER A LA PLATA

a la casa ahora aj ena, para espiarla com o un int ruso, com o un ladrón de recuerdos.
Y volvió a recordar aquella t arde de verano en que llegó y ent ró silenciosam ent e, y
la vio allí de espaldas, sent ada a la gran m esa solit aria del com edor m irando a la
nada, es decir a sus m em orias, en la oscuridad de las persianas cerradas, en la sola
com pañía del t ic- t ac del viej o reloj de pared.
En el t iem po feliz en que fest ej aban su cum pleaños
y yo era feliz y nadie est aba m uert o
y t odos est aban alrededor de la enorm e m esa chipendale, y los grandes aparadores
y t rinchant es de ot ro t iem po, con el padre en una cabecera y la m adre en la ot ra,
con las risas, cuando Pepe repet ía sus cuent os, las inocent es m ent iras de aquel
folklore fam iliar
y est ar yo sobrevivient e a m í m ism o
com o un fósforo apagado
la m esa puest a con m ás lugares, con m ej ores dibuj os de loza con m ás copas

73
—Qué t al, m am á —le había dicho.
—Pensaba —había com ent ado. Y le pareció que sus oj os se em pañaban. Sí, claro.
—El que dij o que la vida es sueño, hij o m ío.
El la había m irado en silencio. Qué le podía at enuar. Vería hacia at rás novent a años
de fant asm agorías.
Después buscó algo en aquellos arm arios siem pre cerrados con llaves num erosas y
recóndit as.
—Est e anillo, ves, cuando m e m uera. Te lo t enía guardado.
—Sí, m am á.
—De m i bisabuela: María San Marco.
Era pequeño, de oro, con un sello esm alt ado, con una M y una S.
Después perm anecieron sin hablarse, frent e a frent e. De vez en cuando ella
cont aba: Fort unat a, t e acordás? La est ancia de don Guillerm o Boer. Tu t ío Pablo, la
got a.
Había que irse. Había que irse? Los oj os de ella volvieron a nublarse. Pero ella era
est oica, descendía de una fam ilia de guerreros, aunque no lo quisiera, aunque los
negase.
Todavía la recordaba en la puert a, saludando levem ent e con su m ano derecha, de
m anera no dem asiado fuert e: no fuera a creer, esas cosas. Desde lej os volvió la
cabeza: sola, de nuevo.
Para, corazón m ío,
no pienses.
En la calle 3 los árboles em pezaban a im poner su callado enigm a del at ardecer.
Todavía volvió una vez m ás la cabeza. Con su m ano, t ím idam ent e, ella repit ió la
seña.

EL REEN CUEN TRO

Las dos viej uchas llegaban cansadas por el calor y quizá por la espera en la
Recolet a. Se sent aron y pidieron t é con m asas.
—Pobre Julit o —dij o una, t odavía un poco agit ada—, m orirse en febrero, cuando no
hay nadie en Buenos Aires. 5 Uno es un podrido que t erm ina acom odándose a la
realidad, con el rebusque del Art e. Sí, claro, uno se angust ia. Y ent onces se im agina

5 Febrero es el m es m ás calur oso y " t odo el m undo" est á en los balnearios elegant es. La Recolet a es el
cem ent er io arist ocrát ico. ( N. del Ed.)

74
a un t ipo absolut o com o R., un personaj e negro y t errible. Pero uno sigue viviendo
y viniendo a LA BI ELA, para colm o con éxit o ( esos vóm it os siem pre t ienen gran
éxit o, la gent e los necesit a para descargarse) y si el propio R. llegara a ser escrit or
es probable que t erm inase yendo t am bién a la Em baj ada de Francia y a dar
conferencias por ahí. Todo es cuest ión de esperar, caballeros. Qué podían hacer
esos chicos? Escupirlos, m at arse, prost it uirse. Si no hay Dios, t odo est á perm it ido.
No había dej ado de pensar en ella, hast a perder la esperanza de reencont rarla. Y
ahora esa necesidad de verla, de hablar se le hacía insoport able. Salió y subiendo la
pequeña barranca se sent ó en uno de los bancos cercanos a la est at ua de Falcón.
Y ent onces la vio, cam inando por el pasaj e Schiaffino hacia el baj o. Sus pasos eran
vacilant es, com o si el t erreno fuese peligroso, o pudiera ceder.
Dudó unos inst ant es, pero después decidió hablarle. Durant e aquellos m eses pensó
que ella lo buscaría y en ciert o m odo ese encuent ro lo probaba, pues no podía
ignorar que él andaba siem pre por ahí, cruzando ese parque, t om ando café en LA
BI ELA, sent ado en algún banco. Era probable que por t im idez no se hubiera
anim ado a ent rar en el bar y habría preferido recorrer el parque hast a convert ir el
encuent ro en algo casual o que al m enos lo pareciese. Se acercó, se puso a su lado,
pero com o ella seguía su cam ino sin m irarlo, la t om ó de un brazo. Ella lo m iró en
silencio, aunque sin sorpresa, lo que confirm aba su idea de la búsqueda.
—Vivís por aquí? —le pregunt ó.
—No —respondió, rehuyendo los oj os—. Vivim os en Belgrano R.
—Y qué andás haciendo por la Recolet a?
Le hizo la pregunt a casi sin querer, en seguida se arrepint ió: era com o obligarla a
reconocer su deseo de reencont rarlo.
—Todo el m undo t iene el derecho a cam inar por aquí —cont est ó.
Él se quedó m olest o. Est aban frent e a frent e, en una sit uación un poco ridícula, ella
m irando al suelo.
—Perdónem e —agregó de pront o—. He sido una grosera.
—No t iene im port ancia.
La chica levant ó sus oj os, lo observó fij am ent e y apret ó la m andíbula, m ient ras se
sonroj aba. Y luego, en voz baj a confesó:
—No sólo grosera. Tam bién m ent irosa.
—Ya lo sé, pero no t iene im port ancia.
—Cóm o, que lo sabe?
Él no supo qué decir sin herirla. La llevó de un brazo hast a el banco y allí
perm anecieron un largo rat o. La m uchacha, m olest a, parecía est udiar el césped,
hast a que se decidió a com ent ar:
—Lo que sucede es que ust ed sabe que yo quería verlo. Que durant e sem anas
anduve dando vuelt as por aquí.

75
Él no respondió nada, no era necesario. Los dos sabían que el encuent ro era
inevit able. Y que t odo sería peor que si no se hubiese producido.

ERA YA D E N OCH E CUAN D O VOLVI Ó AGUSTI N A

Venía abat ida, lej ana, ya no era la dura Agust ina de ot ros t iem pos. De qué
dolorosos t errit orios venía? Nacho levant ó su brazo derecho con la palm a abiert a
hacia ella, m ient ras apart aba la cara hacia un cost ado, com o quien rehúsa
cont em plar algo t rist ísim o.
—Qué nueva calam idad ha caído sobre est a casa? Me parece ver a Elect ra que se
adelant a de gran lut o.
Agust ina se t iró en la cam a.
—Saca ese disco —ordenó secam ent e—. Ya m e t enés podrida con Bob Dylan.
Su herm ano baj ó su brazo, la consideró un inst ant e y, luego, arrodillándose, det uvo
el t ocadiscos que t enían en el piso, ent re libros, diarios viej os y plat os. Después,
desde allí, est udió a su herm ana con angust ia. Con t ono t ierno y t ím ido, m urm uró:
—Soy Orest es. No busques m ej or am igo.
Luego se acercó cam inando sobre las rodillas, com o uno de esos fieles que van a
Luj án.
—Ves. He hecho una prom esa.
Al borde de la cam a, t om ó sus m anos y las llevó a su pecho.
—Olvidas, Elect ra, que yo era el m ás querido de los hom bres para t i. Lo dij ist e a
nuest ro padre en el t úm ulo que cubre su t um ba. Al vert er las libaciones
propiciat orias. Cuando invocast e a Herm es Subt erráneo, m ensaj ero de los dioses
superiores e inferiores. Cuando los dem onios oyeron t us preces, los dem onios que
velan las m oradas pat ernas!
—Est á bien, Nacho. Est oy rot a.
—Oh, Zeus! Cont em pla est o, m ira la raza del águila privada de padre y ahora
ahogada en los brazos de la horrenda serpient e! Míranos, hij os sin padre y echados
de la casa pat erna!
—Te digo que est oy rot a.
Con voz repent inam ent e casera y rencorosa. Nacho agregó:
—Esa reput ísim a! La vi en el aut o de Pérez Nassif.
—Bueno.
—Parece que no t e im port a —la est udió Nacho.

76
Enfureciéndose, le grit ó si no t enía vergüenza que esa put a le hubiese conseguido
el t rabaj o en la oficina de ese bicho.
—Est á bien, vivirem os de la m endicidad pública.
Yéndosele encim a, Nacho le grit ó que le est aba hablando en serio.
—No grit és! Bast a.
La cara de Agust ina se había puest o rígida.
—A vos hay que explicart e t odo, t arado. No com prendés que de alguna m anera
acept ándolo era cuando m ás la despreciaba. Y no m e vuelvas a hablar de esa m uj er
—t erm inó som bríam ent e.
Con sarcasm o, su herm ano le recordó que esa m uj er era la m adre, y que m adre
hay una sola. Después se levant ó, fue hast a su rincón y le t raj o un paquet it o con
papel floreado y m oño roj o " de regalo" .
—Qué payasada es ésa, ahora? —pregunt ó Agust ina con cansancio.
—Te has olvidado del Día de la Madre?
Era un paquet it o m uy chico. Su herm ana levant ó su m irada hacia Nacho.
—Sabés lo que le m ando?
Su cara irradiaba ret orcida felicidad.
—Un preservat ivo.
Luego volvió a su rincón, se acom odó en la cam a y perm aneció un t iem po en
silencio.
—Tengo que proponert e un pact o —dij o.
—Dej am e de j oder de una vez con t us pact os.
—Uno solo. Chiquit it o.
Agust ina no respondió.
—Un m icropact o. Un pact o t am año enano.
—Para qué.
—Es una prueba.
—Qué clase de prueba.
—Yo sé —respondió Nacho con am bigüedad.
—Est á bien. Dale, porque quiero dorm ir un siglo.
Nacho le llevó un disco, con la fot o de John Lennon y Yoko en la t apa.
Most rándosela, le propuso:
—Jam ás oír est e disco.
—Por qué.
—Ves, ves! Ésa es la prueba! Ya no ent endés nada! Est ás definit ivam ent e
desconect ada! —le grit ó refregándole la fot o por la cara.
Agust ina lo m iró con fast idio.
—No com prendés? Esa j aponesa de m ierda es la culpable!

77
Desalent ado, se sent ó al lado de su herm ana, en el borde de la cam a, m urm urando
" esa conchuda, ese fet o infeccioso" , com o para sí. Luego volvió a la carga.
—Acept ás?
—Est á bien. Déj am e dorm ir.
Arroj ó el disco al suelo, lo pisot eó y, con una furia ext rem a, lo rom pió en varios
pedazos. Cuando t erm inó, m iró a su herm ana en los oj os, com o para descubrir
algún indicio. Finalm ent e volvió a su cam a, se t iró y apagó su velador. Al cabo de
un t iem po, con una voz que parecía at ravesar en la oscuridad secret os cam inos
ant es conocidos por ellos pero ahora con obst áculos y t ram pas ocult as puest os por
un perverso invasor, t uvo apenas fuerza para decir:
—Algo pasa, Agust ina.
Ella no respondió, lim it ándose a apagar t am bién su velador. Con un asom bro que
fue convirt iéndose en desesperación, Nacho com prendió que había apagado la luz
para desnudarse. En la equívoca luz que ent raba por la vent ana, pudo ent rever
cóm o iba quit ándose la ropa.
Después, él t am bién se desnudó y se acost ó. La observó durant e un t iem po
inconm ensurable ( había infancia de por m edio, perros, escondit es en el Parque
Pat ricios, caram elos, siest as solit arias, noches de llant o y abrazo) y durant e el cual
sent ía que ella t am bién se m ant enía despiert a y cavilando, inquiet a, con una
respiración que no era la del sueño. Haciendo un t em bloroso esfuerzo le pregunt ó si
dorm ía:
—No, no duerm o.
—Voy? —pregunt ó t em blando.
Ella no cont est ó.
Después de vacilar un m om ent o, Nacho se levant ó y fue hacia la ot ra cam a. Se
sent ó y acarició el rost ro de su herm ana, advirt iendo que había lágrim as debaj o de
sus oj os.
—Dej am e —dij o ella con dulzura, pero con una voz que nunca ant es le había oído.
Y después agregó:
—Prefiero que no ent rés.
Nacho perm aneció sin saber qué act it ud t om ar, al lado de aquel cuerpo que sus
m anos apenas rozaban y que ahora est aba a una dist ancia inalcanzable.
Se levant ó poco a poco y volvió a su cam a, donde se derrum bó.

Tu cuerpo y el lazo de seda rúst ica que conduce


a las plant aciones
de la cost a
el sudor de t u cabellera quem ada por las nubes
a los inst ant es inolvidables

78
t ant as m ut aciones de nóm ade y de clandest inidad
t ant os hom enaj es a una belleza salvaj e
que exigen el desorden
Todas las ram pas de la vida cam biant e
la velocidad del am or
el m ágico filt ro de la excom unión
la ham brient a luz del desencuent ro en nuest ras venas
de azot e
y el solit ario frenesí de las palm eras
cuando en la ausencia
creciendo hacia m i pecho
el fondo de la t ierra m e devuelve de golpe
t odas nuest ras caricias
el nudo furioso de la pasión
en las negras argollas del t iem po
aquellos m oblaj es de desvalij am ient o y de lluvias
luz de senos en el m ar
y sus gaviot as y sus m úsicas
sobre un alt ar de desunión con grandes lunas fascinant es
sin m ás praderas que t us oj os
país incorrupt ible
país narcót ico
con risas del alcohol en el vient o
y t u pelo sobre m i cara.

PRI M ERA COM UN I CACI ÓN D E JORGE LED ESM A

El m undo sigue pat as arriba. Razón de m ás para ser opt im ist a, ya que nadie se nos
adelant ó.
Yo sigo fracasando con una regularidad que da risa. Nací babieca y de pront o no sé
qué hacer. Sin ir m ás lej os, la vez pasada m e subí desnudo a un farol en la esquina
de Corrient es y Suipacha. Calcule: un sábado a las cinco de la t arde. Me t uvieron
encerrado varios m eses.
Le voy a hacer una confesión, Sabat o: yo no quise venir a est e m undo, no hice
ninguna seña. Est aba t an cóm odo que cuando m e t ocó salir m e resist í, m e puse de

79
culo. Pero m e sacaron igual, a la fuerza. Siem pre a la fuerza, en nom bre de lo
m ej or. Ahí no m ás com prendí que est e m undo no podía ser m ás que una cagada. A
ust ed t am bién le debe de haber pasado algo sem ej ant e. Perdim os, ya sé. Pero
ahora nos t oca aguant ar piola. Som os dos t ipos que van a cant ar las cuarent a, es
decir dos desgraciados. Yo t engo la vent aj a de superarlo en ignorancia.
Le escribo para com unicarle que en previsión de m i m uert e he decidido nom brarlo
m i heredero. No quiero que m e pase lo que a Marconi, que después de m uert o
nadie ent endía sus experiencias. Mi fam ilia ya est á al t ant o.
Donne: " Nadie duerm e en el carro que lo lleva al pat íbulo" . Ust ed lo ha recordado.
Fenóm eno. Desde hace t iem po invest igo el fam oso int ríngulis arist ot élico: hay que
encont rar el Principio, luego t odo se nos dará por añadidura. Sabat o: ENCONTRÉ EL
PRI NCI PI O. Sé cóm o y para qué fuim os fabricados. Se da cuent a de lo que le est oy
diciendo? Quiero ser seco y no adornar nada. Una t eoría debe ser despiadada y se
vuelve cont ra su creador si el creador no se t rat a a sí m ism o con crueldad. El t em or
de que un im previsible m e haga llevar a la Chacarit a est e descubrim ient o colosal
m e ha im pulsado a escribirle. Tengo que prever y calcular, fuera de t oda vanidad. Y
no m e hago m uchas ilusiones. Volt aire lo t rat ó de energúm eno a Rousseau y Carrel
de dañino a Freud. I gnorado, t rist e, panorám icam ent e solo, únicam ent e m e
im port a el hom bre: que no se pierda la punt a del ovillo que t ant o m e cost ó
descubrir. Y que la verdad, com o un incendio en la selva, ilum ine el espect áculo del
león y la gacela salvándose j unt os.
Sé por qué y para qué nos pusieron en est e quilom bo, y la razón de nuest ro
post erior aniquilam ient o. Com o com prenderá, est o supone t ener el PATRÓN con que
m edir t odas las act ividades hum anas. Dios fue una et apa necesaria, que hará reír a
los est udiant es dent ro de cien años, com o ahora nos reím os de Pt olom eo. Si Kant
dice que est o no puede ser es porque él no luchó com o nosot ros para volver
adent ro. La regularidad asnal con que pasaba a la m ism a hora por las m ism as
calles dem uest ra su respet o al est ablishm ent . Est aba t an cóm odo en el caos que lo
explicó, en lugar de solucionarlo. Cóm o se puede est ar conform e con haber sido
puest o involunt ariam ent e en est e planet a y, a su debido t iem po, asquerosam ent e
viej o, ser expulsado en m edio de horribles dolores sin recibir ni explicaciones ni
disculpas? Y a est e individuo debem os t enerle m iedo nada m ás que por haber
nacido en Alem ania? Mient ras t ant o, desde hace m illones de años, a pesar de Kant ,
de t oda la ciencia, de la desint egración del át om o, el hom bre, igualit o que las
m oscas o las t ort ugas nace, sufre y m uere sin saber por qué. Sabat o: a m í no m e
hacen est o.
Pract iqué el aguj ero y m e puse a vichar. E invit aré a los que no se asust an a espiar
el espeluznant e espect áculo.

80
Si m is lim it aciones lo hacen sonreír, piense que Faraday aprendió t odo en los libros
que encuardernaba. Le he escrit o porque lo vi en la m ont aña: helado y loco. Pero si
un día baj a y piensa com o est as gallinas de acá abaj o, se m e habrá t ransform ado
en un Saint e- Beuve cualquiera y m e dará asco.
Tiene prueba de m i valor porque fui capaz de subirm e a un farol, desnudo, para
cast igarm e por cobarde y para dem ost rarm e que era lo suficient em ent e fuert e
com o para reírm e de los que se iban a reír de m í. Con la diferencia de que yo m e
reí desde arriba.
Hágam e el favor de no m orirse hast a 1973, fecha en que le enviaré el m anuscrit o
definit ivo de m is invest igaciones. Est am os en el um bral de una nueva edad.
Sufrirem os t oda clase de arbit rariedades, crím enes e inj ust icias. Habrá nuevas
hogueras. Vano esfuerzo. La era de la Tecnología Moral ha com enzado. Com o hace
m illones de años, ot ros oj os est án abriéndose paso ent re los huesos del cráneo.
Qué m irador, Sabat o! Y qué form idable será el porvenir para los que t engan el
sist em a nervioso capaz de soport arlo!
Si la fuerza ant i- m undo m e liquida, ust ed deberá darle form a y hacer conocer t odo
cuando le llegue a sus m anos.

SE D ESPERTÓ GRI TAN D O,

acababa de verla avanzando en m edio del fuego, con su largo pelo negro agit ado
por las furiosas llam aradas del Mirador, com o una delirant e ant orcha viva. Parecía
correr hacia él, en dem anda de ayuda. Y de pront o él sint ió el fuego en su propio
cuerpo, sint ió cóm o crepit aba su carne y cóm o se agit aba debaj o de su piel el
cuerpo de Alej andra. El agudo dolor y la ansiedad lo despert aron.
Volvía el vat icinio.
Pero no era la Alej andra que m elancólicam ent e im aginaban algunos, ni t am poco la
que Bruno creyó int uir a t ravés de su espírit u abúlico y cont em plat ivo, sino la del
sueño y la del fuego, la víct im a y vict im aria de su padre. Y Sabat o volvía a
pregunt arse por qué la reaparición de Alej andra parecía recordarle su deber de
escribir, aun cont ra t odas las pot encias que se oponían. Com o si fuera preciso
int ent ar una vez m ás el descifram ient o de esas claves cada día m ás escondidas.
Com o si de ese frenesí com plicado y dudoso dependiera no sólo la salvación del
alm a de aquella m uchacha sino su propia salvación.
Pero salvación de qué? casi grit ó en el silencio de su cuart o.

81
EL JOVEN M UZZI O

m ant enía, com o se dice, religioso silencio. Los grandes sillones de cuero, la espera,
la im port ancia del señor Rubén Pérez Nassif, el t em eroso paso de los em pleados,
producían en él una m ezcla de t em or, vergüenza y resent im ient o, ent re
expresiones y rest os de expresiones del siguient e t ipo:
Sociedad de Consum o.
Capit alism o, Chanchos Burgueses
Cam bios de Est ruct uras, et c.
Det rás de las cuales, a t ravés de sus resquicios, le parecía dist inguir la cara
desagradable, burlonam ent e inquisit iva de Nacho I zaguirre, ese pequeño- burgués
cont rarrevolucionario, ese put refact o reaccionario.
Trat ó de apart ar la desagradable aparición, m ent alm ent e lo aplast ó con frases
lapidarias: hay que cam biar las est ruct uras! rebelarse cont ra alguien en part icular
com o Pérez Nassif era com o dar lim osnas en la calle! o la Revolución Social o nada!
Pero la cara de Nacho se recom ponía después de cada andanada, y, para colm o,
cada vez con m ayor sarcasm o en su boca. Hizo un esfuerzo por apart ar la aparición
concent rando su m ent e en las ADVERTENCI AS A LOS QUE QUI EREN SER RI COS, de Benj am ín
Franklin ( enm arcadas) .

Piensa que el t iem po es dinero.


Piensa que el crédit o es dinero. Si alguien dej a seguir en m is m anos
el dinero que le adeudo, m e dej a adem ás su int erés y t odo cuant o
pueda ganar con él en ese t iem po. Se puede reunir así una sum a
considerable si un hom bre t iene buen crédit o y sabe hacer buen uso
de él.
Piensa que el dinero es fért il y reproduct ivo. El dinero puede producir
dinero, su descendencia puede producir a su vez m ás dinero, y así
sucesivam ent e. Cinco chelines bien invert idos se conviert en en seis,
ést os en siet e, y así progresivam ent e hast a alcanzar las 100 £.
Cuant o m ás dinero hay t ant o m ás produce al ser invert ido, y el
provecho aum ent a sin cesar. Quien m at a una cerda aniquila t oda su
descendencia, hast a el núm ero 1.000. Quien m algast a una m oneda
de 5 chelines m at a t odo cuant o pudiera producirse gracias a ella:

82
colum nas ent eras de libras est erlinas. Las m ás insignificant es
acciones que puedan influir sobre el crédit o deben ser t enidas en
cuent a. El golpe de t u m art illo sobre el yunque oído por t u acreedor a
las 5 de la m añana y a las 8 de la noche lo dej a cont ent o por 6
m eses.
Pero si t e ve en el billar u oye t u voz en la t aberna a la hora en que
deberías est ar t rabaj ando, recordará t u deuda al día siguient e y
exigirá el dinero ant es de que puedas disponer de él. Lleva cuent a de
t us gast os e ingresos. Si t e t om as la m olest ia de parar la at ención en
est os det alles, descubrirás cóm o gast os increíblem ent e pequeños se
conviert en en gruesas sum as, y verás lo que habrías podido ahorrar y
lo que aún puedes ahorrar en el fut uro. Quien m algast a a diario un
solo penique derrocha 6 £ al año, que a su vez perm it irían disponer
de 1 0 0 . El que disipa diariam ent e su t iem po por valor de 1 penique,
pierde, pues, el privilegio de usar 100 £ en 1 año.

I N TERESAN TES ELEM EN TOS D E LA EN TREVI STA

Edad, señor Pérez Nassif?


42 años, casado.
Hij os?
Tres, de 15, 12 y 2, respect ivam ent e. El prim ero, varoncit o, Rubén, com o su padre.
La segunda, Mónica Pat ricia. La t ercera, Claudia Fabiana, nació inesperadam ent e,
cuando la esposa y el Sr. Pérez Nassif se habían dado ya por sat isfechos con el
casal.
Cóm o había com enzado la carrera?
Era público y not orio que había com enzado com o cadet e en la em presa SANI PER y se
enorgullecía de esos m odest os principios. La Argent ina t iene, gracias a Dios, esa
gran cualidad que perm it e alcanzar las posiciones m ás alt as por obra de la
perseverancia y la fe en su brillant e fut uro. Com o det alle si se quiere sugerent e le
confesaré —pero desearía que eso perm anezca off t he record— que el Señor
Lam bruschini lo eligió ent re seis chicos porque le vio algo en la cara que le hizo
pensar que haría carrera. Palabras t ext uales. Luego siem pre recordó la fe que el Sr.
Lam bruschini deposit ó en su m odest a persona desde el prim er m om ent o.

83
Quién iba a decir que un día est aría t an por encim a de la posición que ent onces
ocupaba el Sr. Lam bruschini!
Así es, j oven Muzzio. Es la ley de la vida. Había que decir, sin em bargo, que el Sr.
Lam bruschini const it uía un ej em plo de cont racción al t rabaj o y de honest idad que la
em presa reconoció en t odo su alcance. Es con hom bres de su t em ple y de su
calidad que SANI PER ha podido llegar a ser lo que es. Y aunque no pert eneciera ya al
st aff, después de haberse acogido a los beneficios de una bien ganada j ubilación, su
figura caract eríst ica y podríam os decir pat riarcal en est a casa est á siem pre
present e. Sat isfacía recordarlo en ese m om ent o y dest acar su abnegación, su
honest idad a t oda prueba, su espírit u de sacrificio y su am or por esa gran fam ilia
que const it uye SANI PER. Hast a el punt o de que él m ism o en persona t uvo que orde-
narle falt ara una sola vez en sus t reint a años de servicios inint errum pidos para
hacerse un indispensable chequeo cuando su salud com enzó a quebrant arse. Son
esa clase de hom bres que hacen la grandeza de la pat ria. Precisam ent e, en esos
días se había hecho present e en el sepelio de su señora m adre, y a pesar de la
t rist e circunst ancia, se alegró de verlo t an derecho com o en sus m ej ores t iem pos.
Qué ot ras em presas cont aban con la act ividad direct iva del señor Pérez Nassif?
Apart e, nat uralm ent e, de SANI PER, presidencia de I NMOBI LI ARI A PERENÁS y
vicepresidencia de publicidad PROPART. Grandes responsabilidades, según
ent endem os, pero que no le im piden desem peñar t areas aj enas al em presariado
pero que redundan en beneficio de la com unidad, no es así? Bueno, bueno, no hay
que exagerar m érit os, porque esas t areas const it uyen una obligación para t odos y
part icularm ent e para los que hem os t enido la suert e de alcanzar posiciones
expect ables. Es el caso del Club de Leones, en la localidad de Lom as, hast a 1965.
Se pasa luego a pregunt ar al Sr. Pérez Nassif si t ienen asidero los rum ores que
corren sobre una gran am pliación de la em presa en ot ros renglones.
Concret am ent e, se habla de una posible int egración de SANI PER con una em presa de
art efact os sanit arios.
El Sr. Pérez Nassif considera que es t odavía prem at uro hablar de esa perspect iva,
pero no puede negar que esa inquiet ud est á dent ro de los planes de la em presa
para el próxim o ej ercicio. No, no t iene por qué disculparse: es una pregunt a
perfect am ent e legít im a y considera que no com et e ninguna infidencia esencial al
dar est a especie de ant icipo. El problem a, por lo dem ás, no es nada sim ple, pues
deberá ser precedido por un adecuado m arket ing, at endiendo a las difíciles
circunst ancias por que at raviesa la indust ria nacional en general y el renglón de los
art efact os de baño en part icular.
Razones?
Múlt iples y m uy com plej as. No es la ocasión para abundar en esa clase de det alles,
que cuando llegue el m om ent o no t endrá inconvenient e en dar. Pero puede

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adelant ar algo: com pet encia desm edida e incert idum bre respect o a la polít ica
nacional en m at eria de indust ria. Él es de las personas que t ienen fe en el porvenir
de la nación, pero la act ual sit uación polít ica obliga a un com pás de espera. I nciden
a j uicio del Sr. Pérez Nassif en est e panoram a desalent ador las circunst ancias
polít icas del país? Lo que podría calificarse com o una incert idum bre sobre la salida
inst it ucional?
Sin duda alguna. Es im prescindible una pront a salida dent ro del respet o por las
inst it uciones que t radicionalm ent e nos han caract erizado. No es el caso de repet ir
aquí que nuest ra idiosincrasia es aj ena a t oda inspiración foránea, a cualquier
int ent o de em barcar a nuest ra nación en ideologías que no condicen con el
t em peram ent o y las t radiciones. Lo que se ha dado en llam ar los ideales
occident ales y crist ianos deben const it uir las bases sobre las que se ha de edificar
la Argent ina del fut uro. Precisam ent e sobre est e t em a pronunció una conferencia en
la filial que nuest ro Club de Leones ha apadrinado recient em ent e en la localidad de
Boulogne.
Et c.

QUERI D O Y REM OTO M UCH ACH O:

m e pedís consej os, pero no t e los puedo dar en una sim ple cart a, ni siquiera con las
ideas de m is ensayos, que no corresponden t ant o a lo que verdaderam ent e soy sino
a lo que querría ser, si no est uviera encarnado en est a carroña podrida o a punt o
de podrirse que es m i cuerpo. No t e puedo ayudar con esas solas ideas,
bam boleant es en el t um ult o de m is ficciones com o esas boyas ancladas en la cost a
sacudidas por la furia de la t em pest ad. Más bien podría ayudart e ( y quizá lo he
hecho) con esa m ezcla de ideas con fant asm as vociferant es o silenciosos que
salieron de m i int erior en las novelas, que se odian o se am an, se apoyan o se
dest ruyen, apoyándom e y dest ruyéndom e a m í m ism o.
No rehúyo dart e la m ano que desde t an lej os m e pedís. Pero lo que puedo decirt e
en una cart a vale m uy poco, a veces m enos que lo que podría anim art e con una
m irada, con un café que t om áram os j unt os, con alguna cam inat a en est e laberint o
de Buenos Aires.
Te desanim ás porque no sé quién t e dij o no sé qué. Pero ese am igo o conocido
( qué palabra m ás falaz! ) est á dem asiado cerca para j uzgart e, se sient e inclinado a
pensar que porque com és com o él es t u igual; o, ya que t e niega, de alguna

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m anera es superior a vos. Es una t ent ación com prensible: si uno com e con un
hom bre que escaló el H¡m alaya, observando con suficiencia la form a en que t om a
el cuchillo, uno incurre en la t ent ación de considerarse su igual o superior,
olvidando ( t rat ando de olvidar) que lo que est á en j uego para ese j uicio es el
Him alaya, no la com ida.
Tendrás infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia.
La verdadera j ust icia sólo la recibirás de seres excepcionales, dot ados de m odest ia
y sensibilidad, de lucidez y generosa com prensión. Cuando aquel resent ido de
Saint e- Beuve afirm ó que j am ás ese payaso de St endhal podría hacer una obra
m aest ra, Balzac dij o lo cont rario. Pero es nat ural: Balzac había escrit o la Com edia
Hum ana y ese caballero una novelit a cuyo nom bre no recuerdo. De Brahm s se
rieron gent es sem ej ant es a Saint e- Beuve: cóm o ese gordo iba a hacer algo
im port ant e? Hugo Wolf sent enció en el est reno de la cuart a sinfonía: " Nunca ant es
en una obra lo t rivial, lo vacuo y engañoso est uvieron m ás present es. El art e de
com poner sin ideas ni inspiración ha encont rado en Brahm s su digno
represent ant e" . Mient ras que Schum ann, el m aravilloso Schum ann, el
desdichadísim o Schum ann, afirm ó que había surgido el m úsico del siglo. Es que
para adm irar se necesit a grandeza, aunque parezca paradój ico. Y por eso t an pocas
veces el creador es reconocido por sus cont em poráneos: lo hace casi siem pre la
post eridad, o al m enos esa especie de post eridad cont em poránea que es el
ext ranj ero. La gent e que est á lej os. La que no ve cóm o t om ás el café o t e vest ís. Si
eso le pasó a St endhal y Brahm s, cóm o podes desanim art e por lo que diga un
sim ple conocido que vive al lado de t u casa? Cuando apareció el prim er t om o de
Proust ( después que Gide t irara los m anuscrit os al canast o) , un ciert o Henri Ghéon
escribió que ese aut or se había " encarnizado en hacer lo que es propiam ent e lo
cont rario de una obra de art e, el invent ario de sus sensaciones, el censo de sus
conocim ient os, en un cuadro sucesivo, j am ás de conj unt o, nunca ent ero, de la
m ovilidad de los paisaj es y las alm as" . Es decir, ese presunt uoso crit ica casi lo que
es la esencia del genio proust iano. En qué Banco de la Just icia Universal se pagará
a Brahm s el dolor que sint ió, que inevit ablem ent e hubo de sent ir aquella noche en
que él m ism o t ocaba el piano en su prim er conciert o para piano y orquest a?
Cuando lo silbaron y le arroj aron basura? No ya Brahm s, det rás de una sola y
m odest a canción de Discépolo, cuánt o dolor hay, cuánt a t rist eza acum ulada, cuánt a
desolación.
Me bast a ver uno de t us cuent os. Sí, ya lo creo que un día podés llegar a hacer algo
grande. Pero est ás dispuest o a sufrir t odos esos horrores? Me decís que est ás
perdido, vacilant e, que no sabés qué hacer, que yo t engo la obligación de decirt e
una palabra.

86
Una palabra! Tendría que callarm e, lo que podrías int erpret ar com o una at roz
indiferencia, o t endría que hablart e durant e días, o vivir con vos durant e años, y a
veces hablar y a veces callar o cam inar j unt os por ahí sin decirnos nada, com o
cuando se m uere alguien que querem os m ucho y cuando com prendem os que las
palabras son irrisorias o t orpem ent e ineficaces. Sólo el art e de los ot ros art ist as t e
salva en esos m om ent os, t e consuela, t e ayuda. Sólo t e es út il ( qué espant o! ) el
padecim ient o de los seres grandes que t e han precedido en ese calvario.
Es ent onces cuando adem ás del t alent o o del genio necesit arás de ot ros at ribut os
espirit uales: el coraj e para decir t u verdad, la t enacidad para seguir adelant e, una
curiosa m ezcla de fe en lo que t enés que decir y de reit erado descreim ient o en t us
fuerzas, una com binación de m odest ia ant e los gigant es y de arrogancia ant e los
im béciles, una necesidad de afect o y una valent ía para est ar solo, para rehuir la
t ent ación pero t am bién el peligro de los grupit os, de las galerías de espej os. En
esos inst ant es t e ayudará el recuerdo de los que escribieron solos: en un barco,
com o Melville; en una selva, com o Hem ingway; en un pueblit o, com o Faulkner. Si
est ás dispuest o a sufrir, a desgarrart e, a soport ar la m ezquindad y la m alevolencia,
la incom prensión y la est upidez, el resent im ient o y la infinit a soledad, ent onces sí,
querido B., est ás preparado para dar t u t est im onio. Pero, para colm o, nadie t e
podrá garant izar lo porvenir, porvenir que en cualquier caso es t rist e: si fracasás,
porque el fracaso es siem pre penoso y, en el art ist a, es t rágico; si t riunfás, porque
el t riunfo es siem pre una especie de vulgaridad, una sum a de m alent endidos, un
m anoseo; convirt iéndot e en esa asquerosidad que se llam a un hom bre público, y
con derecho ( con derecho?) un chico com o vos m ism o eras al com ienzo t e podrá
escupir. Y t am bién deberás aguant ar esa inj ust icia, agachar el lom o y seguir pro-
duciendo t u obra, com o quien levant a una est at ua en un chiquero. Leé a Pavese:
" Habert e vaciado por ent ero de vos m ism o, porque no sólo has descargado lo que
sabés de vos sino t am bién lo que sospechás y suponés, así com o t us
est rem ecim ient os, t us fant asm as, t u vida inconcient e. Y haberlo hecho con
sost enida fat iga y t ensión, con caut ela y t em blor, con descubrim ient os y fracasos.
Haberlo hecho de m odo que t oda la vida se concent rara en est e punt o, y advert ir
que es com o nada si no lo acoge y da calor un signo hum ano, una palabra, una
presencia. Y m orir de frío, hablar en el desiert o, est ar solo día y noche com o un
m uert o" .
Pero sí, oirás de pront o esa palabra —com o ahora, donde est é Pavese oye la
nuest ra—, sent irás la anhelada presencia, el esperado signo de un ser que desde
ot ra isla oye t us grit os, alguien que ent enderá t us gest os, que será capaz de
descifrar t u clave. Y ent onces t endrás fuerzas para seguir adelant e, por un
m om ent o no sent irás el gruñido de los cerdos. Aunque sea por un fugit ivo inst ant e,
verás la et ernidad.

87
No sé cuándo, en qué m om ent o de desilusión Brahm s hizo sonar esas m elancólicas
t rom pas que oím os en el prim er m ovim ient o de su prim era sinfonía. Quizá no t uvo
fe en las respuest as, porque t ardó t rece años ( t rece años! ) para volver sobre esa
obra. Habría perdido la esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído ri-
sas a sus espaldas, habría creído advert ir equívocas m iradas. Pero aquel llam ado de
las t rom pas at ravesó los t iem pos y de pront o, vos o yo, abat idos por la
pesadum bre, las oím os y com prendem os que, por deber hacia aquel desdichado
t enem os que responder con algún signo que le indique que lo com prendim os.
Est oy m al, ahora. Mañana, o dent ro de un t iem po seguiré.

lu n e s de m a ñ a n a

Est uve en el j ardín, em pezaba a aclarar. Ese silencio de la m adrugada m e hace


bien: el am ist oso com pañerism o de los cipreses, de la araucaria; aunque de pront o
m e ent rist ece ver a ese gigant e aquí, com o un gran león en una j aula, cuando
debería est ar en las grandes m ont añas de la Pat agonia, en la noble y solit aria
front era con Chile. Releo lo que t e escribí hace un t iem po y m e avergüenzo un poco
del pat et ism o. Pero así m e salió y así lo dej o. Tam bién releo las cart as que m e
enviast e en est e lapso, los pedidos de auxilio. " No sé bien lo que quiero." Y quién lo
sabe, de ant em ano? Y aun después. Delacroix decía que el art e se asem ej a a la
cont em plación m íst ica, que va desde la confusa plegaria a un Dios invisible hast a
las precisas visiones de los m om ent os t eopát icos.
Part ís de una int uición global, pero no sabés lo que realm ent e querés hast a que
concluís, y a veces ni siquiera ent onces. En la m edida en que part ís de esa
int uición, el t em a precede a la form a. Pero al ir avanzando verás cóm o la expresión
lo enriquece, crea a su vez el t em a, hast a que, al concluir, es im posible separarlos.
Y cuando se lo int ent a, o hay lit erat ura " social" o hay lit erat ura bizant ina. Dos
calam idades. Qué sent ido t iene escindir la form a del fondo en HAMLET?
Shakespeare t om aba sus argum ent os de aut ores de t ercer orden. Cuál es su
cont enido? El argum ent o del infeliz precursor? Lo que pasa con los sueños: cuando
despert am os, lo que burdam ent e se recuerda es el " argum ent o" , algo t an dist int o al
verdadero sueño com o el t em a de ese pobre diablo a la obra de Shakespeare. Lo
que lleva al fracaso los int ent os de ciert os psicoanalist as, que int ent an develar
aquel enigm át ico m it o de la noche con los balbuceos que le cuent an. I m aginat e que
se pret endiera invest igar los secret os del alm a de Sófocles con el relat o de un

88
espect ador. Ya lo dij o Hölderlin: som os dioses cuando soñam os y m endigos cuando
est am os despiert os.
A la m ism a condición se deben los fracasos de ciert os t raslados ( siniest ra palabra)
de obras esencialm ent e lit erarias al cine. Vist e SANTUARI O? No quedó m ás que el
follet ín, lo que se suele llam ar el asunt o de la novela. Y digo lo que se suele llam ar
porque el asunt o es la novela t oda, con sus riquezas y esplendores, con sus
im plicaciones recóndit as, con las infinit as reverberaciones de sus palabras, sonidos
y colores, no esos fam osos y presunt os " hechos" . No hay t em as grandes y t em as
pequeños, asunt os sublim es y asunt os t riviales. Son los hom bres los que son
pequeños, grandes, sublim es o t riviales. La " m ism a" hist oria del est udiant e pobre
que m at a a una usurera puede ser una m era crónica policial o CRI MEN Y CASTI GO.
Com o observarás, las com illas son frecuent es y casi inevit ables en est a clase de
falsos problem as, y est án revelando que no son nada m ás que eso: falsos
problem as. Y en rigor, t al com o es la exist encia de com plicada, y de hueco o
hipócrit a el lenguaj e, t endríam os que est ar usándolas t odo el t iem po. O invent ar,
com o hizo Xul Solar, algún recurso m ás sut il para sugerir que descreem os
irónicam ent e del vocablo, o para aludir perversam ent e a su det erioro sem ánt ico:
vocales int erm edias, com o la ü o la ö alem anas, con lo que Golda Meir result a un
m üj er y Paul Bourget un grän escrit ör. Xul fue un espírit u generoso que dej ó su
genio en la conversación, y al que m uchos han plagiado sin confesarlo, com o esos
que roban a quien les da hospit alidad.
Que no seas capaz, com o m e decís, de escribir sobre " cualquier t em a" es un buen
indicio, no un m ot ivo de desalient o. No creas en los que escriben sobre cualquier
cosa. Las obsesiones t ienen sus raíces m uy profundas, y cuant o m ás profundas
m enos num erosas son. Y la m ás profunda de t odas es quizá la m ás oscura pero
t am bién la única y t odopoderosa raíz de las dem ás, la que reaparece a lo largo de
t odas las obras de un creador verdadero: porque no t e est oy hablando de los
fabricant es de hist orias, de los " fecundos" fabricant es de t elet eat ros o de best -
sellers a m edida, esas prost it ut as del art e. Ellos sí pueden elegir el t em a. Cuando
se escribe en serio, es al revés: es el t em a que lo elige a uno. Y no debés escribir
una sola línea que no sea sobre obsesión que t e acosa, que t e persigue desde las
m ás oscuras regiones, a veces durant e años. Resist í, esperá, poné a prueba est a
t ent ación; no vaya a ser una t ent ación de la facilidad, la m ás peligrosa de t odas las
que deberás rechazar. Un pint or t iene lo que se llam a " facilidad" para pint ar, com o
un escrit or para escribir. Cuidado con ceder. Escribí cuando no soport és m ás,
cuando com prendás que t e podés volver loco. Y ent onces volvé a escribir " lo
m ism o" , quiero decir volvé a indagar, por ot ro cam ino, con recursos m ás
poderosos, con m ayor experiencia y desesperación, en lo m ism o de siem pre.
Porque, com o decía Proust , la obra de art e es un am or desdichado que fat alm ent e

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presagia ot ros. Los fant asm as que suben desde nuest ros ant ros subt erráneos, t arde
o t em prano se present arán de nuevo, y no es difícil que consigan un t rabaj o m ás
adecuado para sus condiciones. Y los planes abandonados, los bocet os abort ados,
volverán para encarnarse m enos defect uosam ent e.
Y no t e preocupés por lo que t e puedan decir los ast ut os, los que se pasan de
int eligent es: que siem pre escribís sobre lo m ism o. Claro que sí! Es lo que hicieron
Van Gogh y Kafka y t odos los que deben im port ar, los severos ( pero cariñosos)
padres que cuidan de t u alm a. Las obras sucesivas result an así com o las ciudades
que se levant an sobre las ruinas de las ant eriores: aunque nuevas, m at erializan
ciert a inm ort alidad, asegurada por ant iguas leyendas, por hom bres de la m ism a
raza, por crepúsculos y am aneceres sem ej ant es, por oj os y rost ros que ret ornan,
ancest ralm ent e.
Por eso es est úpido lo que suele creerse de los personaj es. Habría que responder
por una sola vez, con arrogancia, " Madam e Bovary soy yo" , y punt o. Pero no es
posible, no t e será posible: cada día vendrá alguien para inquirir, para pregunt art e,
si ese personaj e salió de aquí o de allá, si es el ret rat o de est a o aquella m uj er, si
en cam bio vos est ás " represent ado" por ese hom bre que por ahí parece un
m elancólico espect ador. Ya eso form a part e del m anoseo a que m e referí ant es, del
infinit o y casi laberínt ico m alent endido que es t oda obra de ficción.
Los personaj es! En un día del ot oño de 1962, con la ansiedad de un adolescent e, fui
en busca del rincón en que había " vivido" Madam e Bovary. Que un chico busque los
lugares en que padeció un personaj e de novela es ya asom broso; pero que lo haga
un novelist a, alguien que sabe hast a qué punt o esos seres no han exist ido sino en
el alm a de su creador dem uest ra que el art e es m ás poderoso que la reput ada
realidad.
Así, cuando desde lo alt o de una colina de Norm andía divisé por fin la iglesia de Ry,
m i corazón se oprim ió: por el enigm át ico poder de la creación lit eraria aquella aldea
alcanzaba la cum bre de las pasiones hum anas y t am bién sus sim as m ás
t enebrosas. Allí había vivido y sufrido alguien que, de no haber sido anim ado por el
poderoso y at orm ent ado espírit u de un art ist a, habría pasado de la nada a la nada,
com o t ant os ot ros; del m ism o m odo que un m édium insignificant e, en el m om ent o
de t rance, poseído por espírit us m ás grandes que él, dice palabras y es
convulsionado por pasiones que su pequeña alm a habría sido incapaz de sent ir.
Dicen que Flaubert visit ó aquella aldea, que vio gent es del lugar, que ent ró en la
farm acia donde su personaj e un día com praría el veneno. Me im agino cuánt as
veces sent ado en lo alt o de una de aquellas colinas, quizá en el m ism o lugar donde
m e det uve a cont em plar por prim era vez aquel pueblo insignificant e, habrá
m edit ado sobre la vida y la m uert e, a propósit o de aquella criat ura que est aba
dest inada a encarnar m uchas de sus propias t ribulaciones. Esa dulce y am arga

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volupt uosidad de im aginar un dest ino nuevo: si él hubiese sido m uj er; si hubiera
est ado desposeído de ot ros at ribut os ( ciert o am argo cinism o, ciert a feroz lucidez) ;
si, en fin, en lugar de novelist a hubiese est ado condenado a vivir y m orir com o una
pequeña burguesa de provincia.
Pascal afirm a que la vida es una m esa de j uego, en la que el dest ino pone nuest ro
nacim ient o, nuest ro caráct er, nuest ra circunst ancia, que no podem os eludir. Sólo el
creador puede apost ar ot ra vez, al m enos en el espect ral m undo de la novela. No
pudiendo ser locos o suicidas o crim inales en la exist encia que les t ocó, al m enos lo
son en esos int ensos sim ulacros.
Cuánt as ansiedades propias iba a encarnar en el cuerpo de aquella pobre
rom ant icona de aldea. I m aginem os por un inst ant e su som bría infancia en aquel
Hót el- Dieu, en aquel hospit al de Rouen. Lo est uve observando con at ención, con
t em blorosa m et iculosidad. El anfit eat ro daba al j ardín del ala que ocupaba su
fam ilia. Trepado a la rej a con sus herm anas, fascinado, Gust ave cont em plaba
aquellos cadáveres podridos. Allí, en aquel m om ent o, habrá para siem pre prendido
en su alm a esa ansiedad por el t ránsit o del t iem po, allí se habrá grabado m acabra y
sórdidam ent e ese m al m et afísico que m ueve a casi t odos los grandes creadores a
rescat arse por el art e: la sola pot encia que parece salvarnos de la t ransit oriedad y
de la inevit able m uert e: que j 'ai gardé la form e et l'essence divine de m es am ours
décom posés...
Tal vez desde aquella verj a, observando la corrupción, Gust ave se hizo aquel niño
t ím ido y reconcent rado que dicen que fue: dist ant e e irónico, arrogant e, con la
conciencia de su precariedad pero t am bién de su poderío. Leé sus m ej ores obras,
no esos m uest rarios de epít et os, esas aburridas j oyerías de palabras, sino las
páginas m ás duras de esa despiadada novela, y advert irás que es aquel niño a la
vez sensible y desilusionado el que describe la crueldad de la exist encia con una
especie de rencoroso placer. La m elancolía y la t rist eza son el t elón de fondo. El
m undo le repugna, lo hiere, lo fast idia: arrogant em ent e, decide hacer ot ro, a su
im agen y sem ej anza. No hará la com pet encia al est ado civil, com o, con candorosa
inj ust icia hacia su propio genio, pret endió Balzac, sino al m ism o Dios. Para qué
crear si est a realidad que nos fue dada nos sat isface? Dios no escribe ficciones:
nacen de nuest ra im perfección, del defect uoso m undo en que nos obligaron a vivir.
Yo no pedí que m e nacieran, ni vos: nos t raj eron a la fuerza.
Y no vayas a creer que Flaubert escribió la hist oria de aquella pobre diabla, porque
se lo pidieron: escribió porque t uvo la súbit a int uición de que en aquella hist oria
policial podía escribir su propia y secret a hist oria policial, ridiculizándose a sí m ism o
con la crueldad con que sólo un gran neurót ico puede hablar de su yo, caricat uri-
zándose en aquella insignificant e neurót ica de provincia, que, com o él, am aba los
países lej anos y los lugares rem ot os. Releé el capít ulo VI y lo verás a él en ese

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gust o por ot ros t iem pos y sit ios, por viaj es y sillas de post a, con rapt os y m ares
exót icos: la ilusión rom ánt ica en t oda su pureza, t al com o aquel chico encaram ado
en la verj a la sint ió para siem pre. El t em a de su novela es así el de su propia exis-
t encia, el dist anciam ient o cada día m ayor ent re su vida real y su fant asía. Los
sueños convert idos en t orpes realidades, los am ores sublim es t ransform ados en
irrisorios lugares com unes. Qué podía hacer la pobre infeliz sino suicidarse? Y con
ese sacrificio de aquella pobrecit a, de aquella desam parada, de aquella ridícula
rom ánt ica de pueblo, Flaubert ( t rist em ent e) se salva.
Se salva... Es m anera de decir, es una m anera apresurada de ver las cosas, com o
nos pasa siem pre, en cuant o nos descuidam os. Yo sé, en cam bio, lo que con
lágrim as en los oj os habría m urm urado m i m adre, pensando no ya en Em m a sino
en él, en el pobre y sobrevivient e Flaubert : " Que Dios lo ayude! "
El choque del alm a rom ánt ica con el m undo asum e así su sarcást ica disonancia, con
sádica furia. Para dest ruir o para ridiculizar sus propias ilusiones m ont a la escena
de la feria, caricat ura de la exist encia burguesa: allá abaj o, los discursos
m unicipales; arriba, en la vent ana del sórdido cuart o de hot el, la ot ra ret órica, la de
Rodolphe, que enam ora a Em m a con frases hechas. La at roz dialéct ica de la
t rivialidad, con que el rom ánt ico Flaubert , con horrorosas m uecas, se m ofa del falso
rom ant icism o, com o un espírit u religioso puede llegar a vom it ar en una iglesia
replet a de beat os. Ahí lo t enés a Flaubert . El pat rono de los obj et ivist as!
Y t e ruego, dicho sea de paso, que no vuelvas a m encionar esa palabra: m ás o
m enos com o venirm e a hablar del subj et ivism o de la ciencia. Tené el orgullo de
pert enecer a un cont inent e que en países t an pequeños y desvalidos, com o
Nicaragua y Perú, ha dado poet as t an gigant escos com o Darío y Vallej o. De una vez
por t odas, seam os nosot ros m ism os! Que el señor Robbe- Grillet no nos venga a
decir cóm o hay que hacer una novela. Que nos dej e en paz. Y, sobre t odo, que
chicos de t alent o com o vos dej en de una vez de escuchar con respet o sagrado lo
que nos ordena est a cruza de bizant inos y t errorist as. Si los bárbaros t uvieron t an
grandes creadores fue precisam ent e porque est aban lej os de esas cort es de
exquisit os: pensá en los rusos, en los escandinavos, en los nort eam ericanos.
Olvidat e, pues, de esas órdenes que vienen desde París, vinculadas a perfum es y
m odas en la vest im ent a.
Obj et ivism o en el art e! Si la ciencia puede y debe prescindir del yo, el art e no
puede hacerlo, y es inút il que se lo proponga com o un deber. Esa " im pot encia" es
precisam ent e su virt ud. Palabra m ás o m enos, Ficht e decía que los obj et os del art e
son creaciones del espírit u, y Baudelaire consideraba al art e com o una m agia que
involucra al creador y al m undo. Esas m ist eriosas grut as que habit an las criat uras
de Leonardo, esas azulinas y enigm át icas dolom it as que ent revem os, com o en un

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fondo subm arino, det rás de sus am biguos rost ros, qué son sino la expresión del
espírit u de Leonardo?
Hart os de la pura em oción y fascinados por la ciencia, se quiso que el novelist a
describiera la vida de los hom bres com o un zoólogo las cost um bres de las
horm igas. Pero un escrit or profundo no puede m eram ent e describir la exist encia de
un hom bre de la calle. En cuant o se descuida ( y siem pre se descuida) aquel
hom brecit o em pieza a sent ir y pensar com o delegado de alguna part e oscura y
desgarrada del creador. Sólo los escrit ores m ediocres pueden escribir sim ple
crónica y describir fielm ent e ( qué palabra hipócrit a! ) la realidad ext erna de una
época o de una nación. En los grandes, su pot encia es t an arrolladora que no
pueden hacerlo aunque se lo propongan. Nos dicen que Van Gogh quería copiar los
cuadros de Milet . No podía, claro: le salían sus t erribles soles y árboles, árboles y
soles que no son ot ra cosa que la descripción de su espírit u alucinado. No im port a
lo que Flaubert haya escrit o sobre la necesidad de ser obj et ivo. En alguna part e de
su correspondencia nos dice, en cam bio, que se ha paseado por el bosque en un día
de ot oño, sint iendo que era un hom bre y su am ant e, el caballo y las hoj as que
pisaba, el vient o y lo que aquellos enam orados se decían. Mis personaj es m e
persiguen —decía—, o m ás bien soy yo m ism o que est oy en ellos.
Surgen desde el fondo del ser, son hipóst asis que a la vez represent an al creador y
lo t raicionan, porque pueden superarlo en bondad y en iniquidad, en generosidad y
en avaricia. Result ando sorprendent es hast a para su propio creador, que observa
con perplej idad sus pasiones y vicios. Vicios y pasiones que pueden llegar a ser
exact am ent e los opuest os a los que ese pequeño dios sem ipoderoso t iene en su
vida diaria: si es un espírit u religioso, verá surgir ant e sí un at eo enardecido; si es
conocido por su bondad o por su generosidad, advert irá en alguno de sus
personaj es ext rem as act it udes de m aldad o m ezquindad. Y, lo que t odavía es m ás
asom broso, hast a es probable que sient a una ret orcida sat isfacción.
Madam e Bovary c'est m oi, claro. Pero t am bién lo eran Rodolphe, con su cínica
incapacidad para aguant arse ese rom ant icism o de su am ant e. Y el pobre Bovary, y
t am bién ese M. Hom ais, ese at eo de bot ica; porque a fuerza de ser un desesperado
rom ánt ico, a fuerza de buscar el absolut o y no encont rarlo, Flaubert puede
com prender m uy bien el at eísm o y t am bién esa especie de at eísm o del am or que
profesa el canallit a de Rodolphe.
Cont em poráneos de Balzac nos dicen ( con esa gozosa com placencia con que los
pequeños se sient en agrandados al descubrir las pequeñeces de los gigant es) que
el " verdadero" Balzac era vulgar y vanidoso, com o si quisieran hacernos creer que
sus grandes criat uras son las sim ples fant asías de un m it óm ano. No: son las m ás
genuinas em anaciones de su espírit u, para bien y para m al. Y hast a los cast illos y
paisaj es que elige para sus ficciones son sím bolos de sus obsesiones. St ephen

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Dedalus, en el RETRATO, nos asegura que el art ist a, com o el Dios de la Creación,
queda por encim a de su obra, indiferent e, arreglándose las uñas. I rlandés
m acaneador! Por lo que sabem os de est e genio, t ant o esa obra com o el ULYSSES
no son sino la proyección del propio Joyce: de sus pasiones, de su dram a, de su
t ragicom edia personal, de sus ideas.
El creador est á en t odo, no sólo en sus personaj es. Elige el dram a, el lugar, el
paisaj e. En LA REPÚBLI CA, Plat ón afirm a que Dios creó el arquet ipo de la m esa, el
carpint ero crea un sim ulacro de ese arquet ipo, y el pint or un sim ulacro de ese
sim ulacro. Esa es la única posibilidad de un art e im it at ivo: un desvanecim ient o al
cubo. Mient ras que el gran art e es una vigorización. No la im it ación de la burda
m esa del carpint ero sino el descubrim ient o de la realidad a t ravés del alm a del
art ist a.
De m odo que, cuando en aquel ot oño de 1962, desde lo alt o de una colina, con el
corazón encogido, cont em plé la pequeña iglesia de Ry; cuando callado y t em bloroso
ent ré en lo que había sido la farm acia de M. Hom ais; cuando m iré el sit io en que la
pobre Em m a t om aba, anhelant e y pat ét ica, la diligencia que la llevaba a Rouen, no
era ni una iglesia, ni una farm acia, ni una calle de aldea lo que est aba viendo: eran
los fragm ent os de un espírit u inm ort al, que sent ía a t ravés de esos m eros obj et os
del m undo ext erior.

lu n e s a la n och e

Pasé un día m alo, querido B., m e est án sucediendo cosas que no puedo explicar,
pero m ient ras t ant o y por eso m ism o t rat o de aferrarm e a est e universo diurno de
las ideas. La t ent ación del universo plat ónico! Más grande es el t um ult o int erior,
m ás t rem endas son las presiones que nos acosan, m ás nos sent im os inclinados a
buscar un orden en las ideas. Siem pre m e pasó eso, pero debería decir que siem pre
pasa eso. Fij at e en el célebre griego arm onioso con que nos llenaron la cabeza en el
colegio secundario: es un invent o del siglo XVI I I , y form a part e de ese arsenal de los
lugares com unes en que encont rarás t am bién la flem a de los brit ánicos y el espírit u
de m edida de los franceses. Las m ort íferas y angust iosas t ragedias griegas
bast arían para aniquilar esa t ont ería si no t uviéram os pruebas m ás filosóficas, y
part icularm ent e la invención del plat onism o. Cada uno busca lo que no t iene, y si
Sócrat es busca la Razón es precisam ent e porque la necesit a con urgencia cont ra
sus pasiones: t odos los vicios se leían en su cara, recordarás? Sócrat es invent ó la

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Razón porque era un insensat o y Plat ón repudió al art e porque era un poet a. Lindos
ant ecedent es para est os propiciadores del Principio de Cont radicción! Com o ves, la
lógica no sirve ni para sus invent ores.
Conozco bien esa t ent ación plat ónica, y no porque m e la hayan cont ado. La sufrí
prim ero cuando era un adolescent e, cuando m e encont ré solo, m ast urbándom e en
una realidad sucia y perversa. Ent onces descubrí ese paraíso, com o alguien que se
ha arrast rado por un est ercolero encuent ra un t ransparent e lago donde lim piarse. Y
m uchos años m ás t arde, cuando en Bruselas pensé que la t ierra se abría baj o m is
pies, cuando aquel m uchacho francés que después m oriría en m anos de la Gest apo
m e confesó los horrores del st alinism o. Huí a París, donde no sólo pasé ham bre y
frío en el invierno de 1934 sino la desolación. Hast a que encont ré a aquel port ero
de la École Norm ale de la rue d'Ulm que m e hizo dorm ir en su cam a. Cada noche
t enía que ent rar por una vent ana. Robé ent onces en Gibert un t rat ado de cálculo
infinit esim al, y t odavía recuerdo el m om ent o en que m ient ras t om aba un café
calient e abrí t em blorosam ent e el libro, com o quien ent ra en un silencioso sant uario
después de haber escapado, sucio y ham brient o, de una ciudad saqueada y
devast ada por los bárbaros. Aquellos t eorem as fueron recogiéndom e com o
delicadas enferm eras recogen el cuerpo de alguien que puede t ener quebrada la
colum na vert ebral. Y, poco a poco, por ent re las griet as de m i espírit u dest rozado,
em pecé a vislum brar las bellas y graves t orres.
Perm anecí en aquel reduct o del silencio m ucho t iem po. Hast a que m e descubrí un
día escuchando ( no oyendo, sino escuchando, ansiosam ent e escuchando) el rum or
de los hom bres, allá fuera. Em pezaba a sent ir la nost algia de la sangre y de la
suciedad, porque es la única form a en que podem os sent ir la vida. Y qué puede
reem plazar a la vida, aun con su pena y su finit ud? Quiénes y cuánt os se suicidaron
en los cam pos de concent ración? Así est am os hechos, así pasam os de un ext rem o
al ot ro. Y en est os am argos t iem pos finales de m i exist encia, en varias ocasiones
volvió a t ent arm e aquel t errit orio absolut o, j am ás pude ver un observat orio sin
sent ir la inversa nost algia del orden y la pureza. Y aunque no desert é de est a
bat alla con m is m onst ruos, aunque no cedí a la t ent ación de reingresar a un
observat orio com o un guerrero a un convent o, a veces lo hice vergonzant em ent e,
refugiándom e en las ideas sobre la ficción: a m edio cam ino ent re el furor de la
sangre y el convent o.

sá ba do

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Me hablás de eso que salió en la revist a colom biana. Es el género de calam idades
que un día t e harán caer los brazos con desalient o o grit ar con indignación. Son los
escom bros de la ent revist a. Ext irpada la m ás im port ant e part e de m is ideas, nada
t iene que ver conm igo. Sabés lo que hicim os una vez con m i am igo I t zigsohn, en
m is t iem pos de est udiant e? Una refut ación de Marx con frases de Marx.
Por lo que veo, est ás at ravesando una crisis por cuest iones que hoy se plant ea la
lit erat ura lat inoam ericana. Y, ya que m e lo pregunt ás, debo rect ificar las casi
cóm icas afirm aciones que allí aparezco balbuceando. He dicho siem pre que las
novedades de form a no son indispensables para una obra art íst icam ent e
revolucionaria, com o lo dem uest ra el ej em plo de Kafka; y que t am poco bast an,
com o lo dem uest ra t ant a cosa com et ida por m anipuladores de signos de punt uación
y t écnicas de encuadernación. Quizá no sea desacert ado com parar la obra lit eraria
con el aj edrez: con las rem anidas piezas de siem pre, un genio lo renueva. Es la
obra ent era de K. lo que const it uye un nuevo lenguaj e, no su clásico vocabulario y
su apacible sint axis.
Leíst e el libro de Janouch? Deberías leerlo, porque en épocas de charlat anism o
com o ést a conviene volver de vez en cuando la m irada a sant os com o K. o Van
Gogh: no t e engañarán nunca, t e ayudarán a enderezar t u rum bo, t e obligarán
( m oralm ent e) a ret om ar una act it ud grave. En una de esas conversaciones, K. le
habla a Janouch del virt uoso, que se eleva por encim a del t em a con facilidad de
prest idigit ador. Pero la genuina obra de art e, le adviert e, no es un act o de
virt uosism o sino un nacim ient o. Y cóm o podría hablarse de una part urient a que
pare con virt uosism o? Eso es pat rim onio de com ediant es, que part en del punt o en
que el verdadero art ist a se det iene. Esos individuos, sost iene, conj uran con
palabras una m agia de salón; m ient ras que un gran poet a no t rafica con las
em ociones: sufre la visionaria t ensión del hom bre con su dest ino.
Est as advert encias son aún m ás convenient es para nosot ros, los españoles y
lat inoam ericanos, siem pre propensos al verbalism o y el m acaneo. Recordás cuando
Mairena ironiza sobre " los event os consuet udinarios que acont ecen en la rúa" ?
Ahora suelen reaparecer con el cuent o de la vanguardia. Borges, que no puede ser
sospechado de desdeñar el idiom a, dice de Lugones que " su genio fue
em inent em ent e verbal" , y el cont ext o revela el sent ido peyorat ivo de esa
valoración. Y de Quevedo, que " fue el m ás grande art ífice de la lengua" , para
agregar " pero Cervant es..." , así, con t res m elancólicos punt os suspensivos. Si t enés
present e que él ha buscado durant e días el epít et o ópt im o ( lo ha declarado) ,
concluirás conm igo que en esas confut aciones hay m ucho de dolorosa aut ocrít ica,
por lo m enos al preciosism o que en él convive al lado de sus virt udes; t endencias
que precisam ent e son las que elogian ( y caricat urizan) sus im it adores, cuando él

96
m ism o las est á rebaj ando en esas lat erales lam ent aciones. Es que un gran escrit or
no es un art ífice de la palabra sino un gran hom bre que escribe y él lo sabe. Si no,
cóm o preferir el bárbaro Cervant es al virt uoso Quevedo?
Machado adm iró en su hora a Darío, al que calificó de m aest ro incom parable de la
form a, para años después llam arlo " gran poet a y gran corrupt or" , por la nefast a
influencia que t uvo sobre los papanat as que sólo m ost raron y m ult iplicaron sus
defect os. Hast a llegar al frenesí verbal, a la hinchazón grot esca y a la caricat ura:
que es el cast igo que el dios de la lit erat ura t iene para esos escolares. Pensá en
Vargas Vila, en su delirant e fonorrea: el descendient e t arado de un fundador de
dinast ía.
Hay una reit erada dialéct ica ent re la vida y el art e, ent re la verdad y el art ificio.
Una m anifest ación de aquella enant iodrom ia de Heráclit o: t odo m archa hacia su
cont rario en el m undo del espírit u. Y cuando la lit erat ura se vuelve peligrosam ent e
lit eraria, cuando los grandes creadores son suplant ados por m anipuladores de
vocablos, cuando la gran m agia se conviert e en m agia de m usic- hall, sobreviene un
im pulso vit al que la salva de la m uert e. Cada vez que Bizancio am enaza t erm inar
con el art e por exceso de sofist icación, son los bárbaros los que vienen en su
ayuda: los de la periferia, com o Hem ingway, o los aut óct onos, com o Céline: t ipos
que ent ran a caballo, con sus lanzas ensangrent adas, en los salones donde
m arqueses em polvados bailan el m inué.
No. Cóm o habría podido com et er las precariedades de ese report aj e? No negué la
renovación del art e: dij e que debem os ponernos en guardia cont ra varias falacias, y
sobre t odo cont ra el calificat ivo de " nuevo" , probablem ent e el que m ás
sem ant em as falsos acarrea. En el art e no hay progreso en el sent ido que exist e
para la ciencia. Nuest ra m at em át ica es superior a la de Pit ágoras, pero nuest ra
escult ura no es " m ej or" que la de Ram sés I I . Proust hace una caricat ura de una
m uj er que de puro avanzada consideraba que Debussy era m ej or que Beet hoven,
nada m ás que porque llegó después. En el art e no hay t ant o progreso com o ciclos,
ciclos que responden a una concepción del m undo y de la exist encia. Los egipcios
no esculpían esas m onum ent ales est at uas geom ét ricas porque fueran incapaces de
nat uralism o; com o lo prueban las figuras de esclavos encont radas en la t um bas; es
que para ellos " la verdadera realidad" era la del m ás allá, donde el t iem po no
exist e, y lo que m ás se parece a la et ernidad es la hierát ica geom et ría. I m aginá el
m om ent o en que Piero della Francesca int roduce la proporción y la perspect iva: no
es un " progreso" respect o al art e religioso: es nada m ás que la m anifest ación del
espírit u burgués, para el cual " la verdadera realidad" es la de est e m undo, el
espírit u de gent e que cree m ás en un pagaré que en una m isa, en un ingeniero m ás
que en un t eólogo.

97
De ahí el peligro de la palabra " vanguardia" en el art e, sobre t odo cuando se la
aplica a est rict os problem as de form a. Qué sent ido t iene decir que la escult ura
nat uralist a de los griegos es un progreso respect o a aquellas est at uas geom ét ricas?
Por el cont rario, en el art e suele darse que lo ant iguo result a de pront o
revolucionario, com o pasó en la Europa hipercivilizada con el art e negro o polinesio.
At ención, pues, con ese fet ichism o de lo " nuevo" . Cada cult ura t iene un sent ido de
la realidad, y dent ro de ese ciclo cult ural, cada art ist a. Lo nuevo para Kafka no es lo
que por nuevo ent endía John dos Passos. Cada creador debe buscar y encont rar su
propio inst rum ent o, el que le perm it e decir realm ent e su verdad, su visión del
m undo. Y aunque inevit ablem ent e t odo art e se const ruye sobre el art e que lo ha
precedido, si el creador es genuino hará lo que le es propio, a veces con
em pecinam ient o casi risible para los que siguen las m odas. No t e hagas m ala
sangre: eso rige para vest idos o peinados, no para novelas o cat edrales. Sucede,
t am bién, que es m ás fácil advert ir lo novedoso en lo ext erno, por lo cual im presionó
m ás John dos Passos que Kafka. Pero, com o t e dij e, es la obra ent era de K. lo que
const it uyó un nuevo lenguaj e. Ya en aquel rom ant icism o alem án hubo un t eólogo
llam ado Schleierm acher, que consideraba la adivinación del conj unt o com o previa al
exam en de las part es, que es m ás o m enos lo que ahora dicen los est ruct uralist as.
Es la t ot alidad lo que le confiere un sent ido nuevo a cada frase y hast a a cada
palabra. Alguien observó que cuando Baudelaire escribe " En ot ra part e, m uy lej os
de aquí! " , un vocablo com o " aquí" escapa a su t rivialidad en la perspect iva que
Baudelaire t iene de la condición t errenal del hom bre; el signo vacío, en apariencia
desprovist o de vocación poét ica, es valorizado por el aura est ilíst ica de la obra
ent era. Y en cuant o a K., bast a pensar en las infinit as reverberaciones m et afísicas y
t eológicas que hace em anar de una palabra t an desgast ada, de un cliché de
procuradores com o " proceso" ...
No es ent onces que no acept e las novedades: no acept o que m e m ist ifiquen, que
no es lo m ism o. Y adem ás sucede que cada día m enos soport o la frivolidad en el
art e, y sobre t odo cuando se lo m ezcla con la Revolución. ( Observá, de paso, que
las palabras suelen em pezar en m ayúscula, la t rist e experiencia las rebaj a a la
m inúscula, para t erm inar finalm ent e, a m ás t rist es experiencias, ent re com illas.)
Que una m uj er est é a la m oda, es nat ural; que lo haga un art ist a, es abom inable.
Mirá lo que pasa en la plást ica. Con dram át icas excepciones, se ha convert ido en un
art e de élit es en el peor sent ido, en una especie de irónico rococó sem ej ant e al que
dom inaba los salones del siglo XVI I . Es decir, lej os de ser un art e de vanguardia es
un art e de ret aguardia! Y, com o siem pre sucede en esas condiciones, un art e
m enor: sirve para divert ir, para pasar el rat o, ent re guiñadas de los que est án en la
cosa. En aquellos salones se reunían señores hart os de la vida, para chism orrear y
para t om arlo t odo en j oda. Se elaboraban acróst icos ingeniosos, epigram as y

98
j uegos de palabras, parodias de la ENEI DA, se proponían t em as y había que hacer
versos. Una vez se hicieron 27 sonet os sobre la ( hipot ét ica) m uert e de un loro. Una
act ividad que es al gran art e com o los fuegos art ificiales al incendio de un orfanat o.
Musique de t able, nada que pert urbara la digest ión. La gravedad era ridiculizada, el
ingenio suplant aba al genio, que siem pre es de m al gust o. Mient ras la pobre gent e
se m oría de ham bre o era t ort urada en las m azm orras, un art e de esa nat uraleza
sólo puede ser considerado com o una perversidad del espírit u y put refact a
decadencia. Hay que decir en defensa de aquella raza, sin em bargo, que no se
consideraban paladines de la Revolución que se venía. Hast a en eso t enían buen
gust o, lo que no puede decirse de los que hoy hacen lo m ism o. Aquí, sin ir m ás
lej os, en Buenos Aires, j óvenes que se pret enden revolucionarios ( que al m enos se
pret endían en ese m om ent o: es probable que ya t engan buenos em pleos y se
hayan casado honorablem ent e) recibieron con alborozo el proyect o de una novela
que podría leerse de adelant e para at rás o de at rás para adelant e. Hablan de las
m asas y de las villas m iseria, pero, com o aquellos m arqueses, son podridos y
decadent es exquisit os. En la últ im a bienal de Venecia alguien expuso un
m ongoloide en una silla sobre una t arim a. Cuando se llega a esos ext rem os, se
com prende que nuest ra ent era civilización se derrum ba.
Ya ves cont ra qué clase de novedades hablé con ese señor de la ent revist a. Creyó
que era un reaccionario porque t enía ganas de vom it ar. Pero es frent e a est a
Academ ia de la Ant iacadem ia cuando necesit arás quizá recurrir de nuevo a ese
coraj e de que t e hablé desde el com ienzo, fort aleciéndot e con el recuerdo de los
grandes desvent urados del art e, com o Van Gogh, que sufrieron el cast igo de la
soledad por su rebeldía m ient ras est os seudorrebeldes son m im ados por las
revist as especializadas, viven fast uosam ent e a cost a del pobre burgués que
insult an y fom ent ados por esa sociedad de consum o que pret enden com bat ir y de
la que t erm inan siendo sus decoradores.
Ent onces se reirán de vos. Pero vos m ant enet e firm e y recordá que " ce qui paraît ra
bient ôt le plus vieux c'est qui d'abord aura paru le plus m oderne" .
De est e m odo quizá no seas un escrit or de t u t iem pit o, pero serás un art ist a de t u
Tiem po, del apocalipsis del que de alguna m anera deberás dej ar t u t est im onio, para
salvar t u alm a. La novela se sit úa ent re el com ienzo de los t iem pos m odernos y su
fin, corriendo paralelam ent e a la crecient e profanación ( qué significat iva palabra! )
de la criat ura hum ana, a est e pavoroso proceso de desm it ificación del m undo. Y por
eso t erm inan en la est erilidad los int ent os de j uzgar la novela de hoy en t érm inos
est recham ent e form ales: hay que sit uarla en est a form idable crisis t ot al del
hom bre, en función de est e gigant esco arco que em pieza con el crist ianism o.
Porque sin el crist ianism o no habría exist ido la conciencia int ranquila, sin la t écnica
que caract eriza a est os t iem pos m odernos no habría habido ni desacralización ni

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inseguridad cósm ica ni soledad ni alienación. De est e m odo, Europa inyect ó en el
relat o legendario o en la sim ple avent ura épica la inquiet ud psicológica y m et afísica,
para producir un género nuevo ( ahora sí que debem os em plear ese calificat ivo! )
que t endría com o dest ino la revelación de un t errit orio fant ást ico: la conciencia del
hom bre.
Dij o Jaspers que los grandes dram at urgos griegos ofrecían un saber t rágico, que no
sólo em ocionaba a sus espect adores sino que los t ransform aba, convirt iéndose así
en educadores de su pueblo. Pero luego, sost iene, ese saber t rágico se t ransm ut ó
en fenóm eno est ét ico, y t ant o el poet a com o su audit orio abandonaron su grave
act it ud prim igenia para proporcionar im ágenes sin sangre. Est o no es ciert o, porque
una obra com o EL PROCESO no es m enos grave que EDI PO REY. Pero es ciert o, en
cam bio, para el art e que en cada m om ent o de refinam ient o se convirt ió en sim ple
m anifest ación del est et icism o y del bizant inism o. Es a la luz de est a doct rina que
debés enj uiciar la lit erat ura de nuest ro cont inent e.

ESOS SUEÑ OS M E VOLVERÁN LOCA

le decía, m irándolo fij am ent e, com o int ent ando descifrar sus designios callados. Sí,
sí, le respondía, ya m e ocuparé, no t engas m iedo.
El hom únculo la m iraba desde su frasco, con expresión pavorosa. Había que dej arlo
salir? Pero y el gusano negro, el diablo negro que salt aba hacia la cara de M.
cuando Ricardo operaba su vient re?
Las dos posibilidades eran t em ibles, y sus vacilaciones se et ernizaban. Mient ras
t ant o, los papeles de R. aparecían m ist eriosam ent e, com o negros sarcasm os que
llegaban desde escondrij os recóndit os. Los " dej aba" en lugares inesperados, pero
que seguram ent e él t endría t arde o t em prano que visit ar o escrut ar. Ahí est aban,
por ej em plo, esas pocas palabras, venenosas, con su let ra irregular, casi inin-
t eligible: " Andá a j unt art e con el m at rim onio Sart re- Sim one de Beauvoir. Buena
gent e" .

D I FEREN TES CLASES D E D I FI CULTAD ES

100
Com enzará a escribir al día siguient e. Es una decisión fundada y viene acom pañada
de ciert a anim ación. Sale a cam inar en un est ado favorable y aunque por el lado del
ponient e ve el dibuj o de una nube que no sabe bien por qué vuelve a
desasosegarlo, olvida el incident e y una vez en el cent ro recorre la calle Uruguay,
cerca de los Tribunales, exam inando las vidrieras que siem pre despiert an su
int erés, acaso suscit ado por recuerdos de infancia: con m ucho cuidado, t rat ando de
no perder det alles, las recorre de m odo sist em át ico, ya que es fácil perderse por la
cant idad abigarrada de obj et os: lápices de colores, gom as de pegar, cint as scot ch
de diferent e t am año y colorido, com pases, abrochadores j aponeses, lupas. Son
varias papelerías y el recorrido le produce una ciert a euforia que j uzga de buen
signo para la t area que ha de recom enzar al día siguient e. Luego t om a un café en
EL FORO, com pra LA RAZÓN y lee con cuidado las not icias, em pezando desde at rás,
ya que, según ha com probado a lo largo de su vida, los diarios y revist as est án
hechos al revés, y las cosas m ás int eresantes est án siem pre en las últ im as páginas.
Esa noche se duerm e con un sent im ient o que si bien no es de alegría se parece a la
alegría: la m ism a relación que puede haber ent re el color de un m alvón y su
recuerdo. Cuando se despiert a sient e un fuert e dolor en el brazo izquierdo, que le
im pide usarlo. I m posible hacer nada con la m áquina.
Al cabo de una sem ana y pico el dolor se hace t olerable, pero ent onces llega el
Profesor Dr. Gust av Siebenm ann, de la Universidad de Erlangen.
Cuando se va el profesor, se ha acum ulado t ant a correspondencia que decide
dedicar dos o t res días a su respuest a, para no t ener int erferencias en el m om ent o
de escribir. Y est á por t erm inar esa t area cuando recibe una cart a del doct or
Wolfgang Lucht ing que le det alla sus últ im os problem as con la doct ora Schlüt er, a
propósit o de la t raducción. Qué debe hacer? Personalm ent e, él, Lucht ing, opina que
debe cam biarse de t raduct or.
No es t ant o el t rabaj o de allanar esas dificult ades, las cart as que debe escribir a
Lucht ing y a la doct ora Schlüt er para suavizar la sit uación, sino la cert eza de que
algo vuelve aviesam ent e a int erponerse en su proyect o. Con t odo, pero ya con
esfuerzo, com ienza a escribir. Mom ent o en que Noem í Lagos le t elefonea para
decirle que Alfredo dice que alguien le dij o que G. dij o ( dónde, cóm o) que él,
Sabat o, ha dicho no sé qué cosa, de m odo que Noem í opina que él debe aclarar
( pero a quién, cuándo, de qué m anera?) que t al versión es inexact a.
Se sum e en una depresión que dura varios días, durant e los cuales piensa que a)
no vale la pena explicar a G. nada de algo que no ha expresado, b) que no vale la
pena explicar nada a nadie sobre ningún asunt o, present e, pasado o fut uro, c) que
es m ej or no ser persona pública y d) que lo m ej or de t odo sería no haber nacido en
absolut o. Program a t an vast o y difícil de llevar a cabo, sobre t odo lo del no

101
nacim ient o, que al ser form ulado lo hunde m ás en la depresión que com enzó a
anunciarse con el dolor en el brazo. Pero las cosas no t erm inan ahí, com o ya lo
t enía previst o, en virt ud de una larga experiencia:
Después de innum erables t ant eos y fracasos, elegido que fue el señor Ralph Morris
para la t area de t raducir HÉROES Y TUMBAS al inglés, y después de casi diez años
de conflict o con Heinem ann de Londres, por el m ism o asunt o, result a que la
m uest ra aprobada no fue hecha por dicho señor Morris, com o lo revelan los
capít ulos que va enviando. Hay que rechazarlo. Pero, y el cont rat o con HOLT &
RI NEHART? El asunt o Heinem ann ret ardó diez años la salida del libio en inglés y
ahora est e ot ro am enaza con ret ardar varios años m ás su salida en New York.
Mient ras cavila en la posibilidad de que t odo est o t enga que ver con los Ciegos ( uno
de los que int ervino com o ent usiast a lect or de la prueba de Morris se llam a Augen! )
se producen innum erables cart as de:
Sabat o a Morris
Morris a Holt
Holt a Morris y Sabat o
Morris a Sabat o y Holt
que después de t urbias, m olest as y t rist es negociaciones t erm inan con la t area, y
con la prom isoria am ist ad, del señor Morris, con la versión en un t iem po que no
puede calcularse y con part e de la confianza de los edit ores Holt , que ahora
piensan, seguram ent e, que nadie podrá t raducir esa novela al inglés.
En el t ranscurso de est e proceso, el profesor Egon Pavelic le confirm a que la
t raducción servo- croat a del doct or Schwarz t iene defect os groseros y en m uchos
casos dem oledores. Sabat o hace saber en part e las observaciones de Egon Pavelic
a la edit orial ATENEUM, la edit orial hace conocer, evident em ent e, esas
observaciones al señor St efan Andric, quien inm ediat am ent e pone en m archa una
poderosa m aquinaria de cart as a crít icos, periodist as, profesores y am igos sobre su
versión, sus m érit os lit erarios y personales, sus sacrificios y su dedicación, así com o
sobre los defect os m orales, int elect uales y físicos del señor Sabat o.
Casi al m ism o t iem po, el doct or Lucht ing m anda una nueva requisit oria cont ra la
edit orial, y am enaza con abandonar la t raducción de los ensayos si LI MES no cede en
sus exigencias. Cart as correlat ivas de Sabat o a Lucht ing y a la doct ora Schlüt er,
aclaraciones, recrim inaciones bilat erales y t rilat erales, ent re el Dr. Lucht ing y la
edit ora, ent re la edit ora y el aut or, ent re el aut or y del Dr. Lucht ing y ent re ést e y
la edit ora, en el curso de varias sem anas, que para Sabat o se com plica con el
ent ierro de K., una reunión en casa de Besaldúa, donde P. afirm a que Sabat o ha
olvidado definit iva y significat ivam ent e a sus am igos, una t rem enda discusión a
causa de algo que H. dice que G. dij o a propósit o de la aclaración que Sabat o se
negó a hacer, una cart a a la revist a RAZÓN Y FÁBULA, de Bogot á, rect ificando las

102
groseras deform aciones de un report aj e que accedió a hacer a un ciert o suj et o de
m aneras afables, y finalm ent e un at aque de got a que le dura un par de sem anas, al
cabo del cual se prom et e que de cualquier m odo, suceda lo que suceda, ret om ará
su novela.
Pero ent onces llega el est udiant e Richard Ferguson, que est á t rabaj ando sobre su
obra en la universidad de Washingt on.
No acaba de producirse ese hecho cuando debe encarar la revisión de sus obras
com plet as para LOSADA y echar por lo m enos una cort és m irada sobre el
cript ogram a que le envía el señor Ahm ed Moussa: la versión árabe de EL TÚNEL.
Mient ras t ant o hay que hacer o firm ar declaraciones sobre:
la sit uación de los j udíos en Rusia
las t ort uras
los presos polít icos
la t elevisión argent ina
el peronism o
el ant iperonism o
los sucesos de París, Praga, Caracas, Ceilán
el problem a palest ino
al m ism o t iem po que com ienza una dificilísim a correspondencia sobre la t raducción
al hebreo, en que se propone, se acept a y finalm ent e se rechaza después de
difíciles alt ernat ivas al t raduct or que la edit orial ha propuest o.
Mom ent o en que llega un profesor de la universidad de McGill, Mont real, que da un
curso sobre lit erat ura hispanoam ericana y quiere grabar una conversación.
Mient ras se ha acum ulado una nueva cant idad de correspondencia, m ediant e la
cual debe rechazar, sin ofender, invit aciones de
la universidad de Sant iago de Chile
el encuent ro de escrit ores en Caracas
la Sociedad Hebraica de Rosario
la Com isión Cooperadora de la Escuela I ndust rial N° 3 de Córdoba
el Com it é para la Preservación de Jerusalén
el Club de Rom a
la Universidad Cat ólica de Salt a
la Revist a de la Bibliot eca Popular Alm afuert e
la Asociación de Graduados de Lincoln ( provincia de Buenos Aires)
el I nst it ut o del Profesorado Mariano Moreno de Bell Ville
el I nst it ut o de Let ras de la Universidad de Cuyo
la Sociedad de Escrit ores de Río Cuart o
el Fest ival de Manizales, Colom bia.

103
A algunos de los cuales les aduce que est á sufriendo un inexist ent e at aque de got a,
que por ot ra part e se produce apenas invocado. At aque que le dura quince o veint e
días y que es aprovechado para leer de una buena vez el QUI JOTE, prom et iéndose
que apenas salga del dolor se pondrá a escribir.
Proyect o que debe ser post ergado por un hecho que le cae com o un rayo en un día
de sol: alguien quiere hablarle de un asunt o, pero de un m odo personal, por favor,
no t elefónicam ent e. Subraya est a condición. Un asunt o? El desconocido da infinidad
de vuelt as hast a que debe aludir al m ot ivo de la ent revist a: algo vinculado con lo
que ha escrit o sobre los Ciegos. Caram ba, cóm o lo lam ent a, pero no podrá reunirse
para discut ir ese asunt o, por m uchos m ot ivos, pero principalm ent e porque él no
puede ser responsable de lo que diga o haga uno de sus personaj es. El Desconocido
aparent a adm it ir el argum ent o, pero a los pocos días insist e en su pedido y habla
circunst anciadam ent e con la em pleada. Luego int ent a dos veces m ás hablar con S.,
quien no lo at iende. Pero que a causa de ese llam ado ha desist ido nuevam ent e de
su proyect o de escribir.
Se lim it a a perm anecer sent ado en su cuart o de t rabaj o, durant e horas, m irando un
rincón.

SEGUÍ A SU M ALA SUERTE, ERA EVI D EN TE

pero no podía volverse at rás, así que se hundió en un sillón, j urándose que, pasara
lo que pasare no int ervendría. Los oj os de Beba despedían rayos lasser.
—Lo único que falt a —grit aba— es que negués la videncia.
A lo que el Dr. Arram bide, aj ust ándose la corbat a y est irando las m angas de su
cam isa azul, con su cara de perm anent e sorpresa, respondió que él quería hechos,
no generalidades. Hechos, m is am igos. Adem ás, t odo dependía de lo que se
ent endiera por videncia: un radiólogo que descubre un t um or con rayos X, por
ej em plo, ve cosas que ot ros no ven. Los oj it os de Beba fulguraron con acida ironía:
—Sos de las personas que eyaculan con sólo ver una fot o de los herm anos Wright .
Y ahora m e venís con esa ant igüedad de los rayos X.
—Te digo. Es un ej em plo. Tal vez ciert os suj et os em it an rayos que t odavía no
conocem os.
Sí, claro, t ípico. Acercándose am enazadoram ent e con su vaso de whisky, le exigió
que concret ase: creía en Salem e, sí o no. Arram bide se aj ust ó el nudo de la
corbat a, est iró las m angas de la cam isa y respondió:

104
—Ese t urquit o? No sé... si vos lo afirm ás...
No era cuest ión de hacer ironías barat as! No lo afirm aba ella, lo sabía t odo Buenos
Ares. Pero él t enía la m ent alidad de un lector de José I ngenieros y no creía m ás que
en t ibias, peronés y m et acarpios, que era lo que llam aba hechos y t odo lo dem ás
era m acaneo. Y adem ás, t enía esa cost um bre de negar lo que él PERSONALMENTE
( dij o la palabra a grit os, casi encim a de la cara del doct or) no hubiese vist o. Así que
para ser consecuent e debía negar la exist encia del Mat t o Grosso, ya que nunca
había est ado ahí. Sí o no?
El Dr. Arram bide ret rocedió un poco porque casi no podía hablar con el vaso de la
Beba encim a.
—No veo por qué m e haces cont em poráneo de los herm anos Wright . Los chicos
siem pre piensan que un hom bre de 50 años es viej ísim o y t iene la obligación de
recordar la llegada de la I nfant a I sabel.
Com o si esa reflexión confirm ara sus presunciones, de acuerdo con la lógica privada
de la Beba, concluyó:
—Ent onces no creés en la videncia.
Arram bide se dirigió a S., que m iraba el suelo. Lo int im ó:
—Ust ed es t est igo. Dígale a est a bacant e si yo negué la posibilidad de la videncia.
S., sin levant ar la vist a, dij o que no.
—Ya lo ves. Ni creo ni dej o de creer. Si un caballero m e prueba con hechos que es
capaz de ver lo que hay en el cuart o de al lado, cóm o no voy a adm it irlo? Soy
cient ífico y est oy acost um brado a adm it ir lo que m e dem uest ren.
—Claro, claro! Es lo que decía, t enés que ver t odo en persona. Si ot ros lo vieron, al
doct or Arram bide no le const a personalm ent e y debe ponerlo en duda. Hay m ucha
gent e que ha com probado las videncias. Oí bien lo que t e est oy diciendo:
COMPROBADO!
—Habría que exam inar con espírit u cient ífico esos fam osos t est igos. Casi t odos son
m ist ificadores o infelices dispuest os a creer lo que le cuent an.
—Claro, Richet era un m ist ificador o uno de esos sonsos, no? Hace un m om ent o
hablast e de rayos X. Supongo que no m e vas a decir ahora que Crookes era uno de
ésos.
—Crookes? Por qué?
—Cóm o por qué? No sabés que fue un est udioso de esos fenóm enos?
—A qué edad?
—Cóm o a qué edad? Qué sé yo a qué edad?
—Es m uy im port ant e. Pascal a los veint icinco años se volvió m íst ico. Y no vas a
garant izar cualquier gansada que haya dicho a los t reint a y cinco años porque a los
doce haya invent ado una geom et ría. Si el viej ucho Rockefeller m e recom ienda

105
invert ir en un negocio con plat os voladores, no voy a seguir su consej o nada m ás
que porque a los t reint a era un lince para la fabricación de dólares.
—Dej á de salirt e por la t angent e y decim e si has sent ido hablar de Salem e, sí o no.
—Es im posible vivir en Buenos Aires sin oír hablar de ese suj et o.
—Habrás oído ent onces cosas bien concret as.
—Nada preciso.
—Ah, lo de Et cheverry t am poco t e parece preciso.
—Lo de Et cheverry?
—Sí, la m uert e de Et cheverry.
—Qué, se m urió Et cheverry?
—Vam os, no t e hagas ahora el hom bre que vive en la Luna.
—Bueno, est á bien. Qué es lo que predij o ese caballero.
—Te lo acabo de decir: la m uert e de Et cheverry. Había cant idad de gent e. No sé
cóm o fueron exact am ent e las cosas pero...
—Ya em pezam os. Nunca se sabe EXACTAMENTE lo que pasó.
—Dej am e hablar, pucha digo. En un m om ent o dado, Et cheverry dij o algo irónico
sobre Salem e. No sé si Salem e lo oyó o no...
—Si es vident e no necesit a oírlo.
—Just am ent e: el t urco se puso lívido y le dij o a uno que est aba al lado...
—Uno, uno... siem pre lo m ism o, siem pre la m ism a im precisión. Y después hablan
de hechos. O dicen generalidades o cuent an cosas equivocadas, que t odo el m undo
t rat a de arreglar, con esa curiosa propensión a la ayuda que t ienen cuando t rat an
de j ust ificar a esos t ipos. Te habla de un ropero gris. Y luego result a que no era un
ropero sino un placard, después " algo" que no es placard pero que se le parece.
Pero no, pensándolo bien era una m esa con caj ones, y no era gris sino color caoba.
Et cét era. Pero t odos est án ansiosos porque el suj et o haya acert ado y m iran con
resent im ient o al pobre en cuest ión, al exam inado por ese Superm an. Todos se
apuran a j ust ificarlo. Y al final no era ni un ropero, ni una m esa con caj ones, ni gris
ni caoba: era una linot ipo, un j arrón chino...
Puede decirse que el doct or Arram bide est aba casi enoj ado. Se est iró las m angas
de la cam isa y se aj ust ó la corbat a.
—Escuchá, aprendé al m enos a escuchar, ya que pret endés t ener espírit u cient ífico.
El t urco se puso lívido y le com ent ó al que est aba al lado...
—Al que est aba al lado! Quién era? Cóm o se llam aba ese caballero clave. Dat os
precisos, por favor. Cifras, nom bres, fechas. No m e vengan con generalidades.
—Qué sé yo quién era el que en ese m om ent o est aba al lado. Pero hay varias
personas que pueden t est im oniar: Lalo Palacios, Ernest o m ism o est aba ahí, no es
ciert o?
—Sí —adm it ió Sabat o, siem pre m irando el suelo.

106
—Bueno, est á bien, adm it am os esa prim era vaguedad. Y qué le com ent ó Salem e a
ese inciert o caballero de nom bre indefinido?
—Le dij o que Lalo no t endría m ucho t iem po para reírse de él, porque dent ro de m uy
poco m oriría en un accident e de aut o: esa m ism a t arde.
Beba m iró al doct or Arram bide significat ivam ent e, pero su int erlocut or pareció
esperar la cont inuación. Con visible ironía, Beba agregó:
—Supongo que al m enos sabrás eso. Que a Lalo lo m at ó un aut o esa m ism a t arde.
Sí o no?
—A Lalo Palacios lo m at ó un coche?
—Pero qué est ás diciendo! Con vos no se puede hablar, sos de una m ala fe
inconm ensurable. A Lalo Et cheverry, hom bre. De quién est am os hablando?
—Me parece habert e oído m encionar a Lalo Palacios, hace un m om ent o.
—Ent onces lo adm it ís?
—Adm it ir qué?
—Te est oy diciendo que Salem e vat icinó que esa m ism a t arde, al salir de casa de
Lou, Et cheverry m oriría en un accident e de aut o.
—Est á bien, adm it o que Et cheverry m urió en un accident e de aut o. Pero cóm o
est am os seguros de que la m uert e fue predicha?
—No t e est oy diciendo que hubo cant idad de t est igos?
—Recién m e pareció ent ender que Salem e le dio esa not icia m ort uoria, supongo
que en voz adecuada, no a grit os, a un caballero que hast a est e m om ent o ha
preferido perm anecer de incógnit o. Y al parecer sería el único t est igo verdadero, no
es así?
—Eso no lo sé. No sé si lo que com ent ó Salem e fue oído por ot ros, pero lo ciert o es
que después del accident e t odo el m undo lo com ent ó.
—Después que Et cheverry m urió? Conozco esa clase de j act ancias de los vident es.
—Pero y el ot ro, el que lo oyó?
—El ot ro? Hast a ahora es t an m ist erioso que no m e has podido dar su nom bre.
Adem ás, puede ser un cóm plice del t urquit o ese, o por lo m enos uno de esos
individuos que est án siem pre dispuest os a ayudar al presunt o adivino. Quién sabe
si Salem e no dij o algo por el est ilo de qué barbaridad la form a en que últ im am ent e
se m uere la gent e en la calle.
—Si seguís hablando con t ant a m ala fe, Carlit os, m ej or es que cam biem os de
conversación. Ya m e est ás hart ando. Te digo que había m ucha gent e allí, hast a
Ernest o est aba.
—Est á bien, sigam os. Te vas a poner m uy nerviosa, vas a som at izar y después soy
yo el que t iene que luchar con t us eccem as. Dale.
—Los que oyeron a Salem e quedaron im presionados y algunos decidieron
acom pañar a Lalo por lo m enos a cruzar la Avenida.

107
—Mom ent o.
- Qué.
—Una de dos: si ese t urquit o es adivino y dij o que iba a m orir, cóm o podían evit ar
lo que t enía que suceder? Y si no adivina de verdad, para qué t ant o apuro en
prevenirlo a Et cheverry?
—Escuchá, t e digo. Los am igos salieron con Lalo sin decirle palabra, claro. El negro
Echagüe y ese húngaro lo acom pañaron a cruzar la Avenida para buscar el coche.
Después se volvieron.
—No quiero ofender a ese int eresant e conj unt o de am igos t uyos, pero t endrás que
acept ar que no descuellan por su int eligencia.
—Por qué.
—El t urquit o había vat icinado que m oriría esa t arde en un accident e de aut o, no
que lo arrollarían al salir de la casa.
—Exact o. Apenas lo dej aron a Lalo recordaron las palabras de Salem e, subieron a
un aut o y em pezaron a correr. Después de unos diez m inut os lo alcanzaron y el
Peque em pezó a t ocar la bocina para llam arle la at ención y hacerlo parar. Tal vez
Lalo creyó que era alguien que quería pasarlo y no se dio vuelt a. Hast a que se le
pusieron a la par y ent onces le grit aron que se det uviera. Lalo se asust ó, em pezó a
hablar a grit os con ellos y por m irar al cost ado se llevó por delant e una colum na.
Qué m e decís?
—No es un hecho probat orio.
—¿Te parece poco?
—Hay varias explicaciones.
—Cuáles, por favor.
—Prim era, que ese Salem e t enga influencia sobre la gent e débil. Se quería vengar
de la ironía de Lalo sobre él y lo llevó a la m uert e.
—Según eso, los vident es no predicen el fut uro: lo fabrican.
—Es una posibilidad. Pero hay ot ras. Que el at olondrado del Peque, porque no m e
vas a negar que el Peque es un at olondrado y que no había necesidad de ponerse a
grit ar com o locos para asust ar a un t ipo que va por el baj o a cien kilóm et ros, ese
t aradit o, com o t e digo, puede haber sido la única y verdadera causa de la m uert e.
Tal vez si t ant os genios no se em peñan en salvarlo Lalo llega sano y salvo a San
I sidro.
—Mirá: lo ciert o es que Salem e dij o que Lalo m oriría y la acert ó. Si el inst rum ent o
de la m uert e ha sido un at olondrado o un genio, no im port a nada. Querés que se lo
use a Einst ein para est os asunt os? Vos est abas pidiendo hechos. La m uert e de Lalo
es un hecho, sí o no?
—Bueno, sí.
—No sé por qué ent onces t e em peñás en negar la videncia.

108
—Yo no m e em peño en nada. Exij o pruebas, no gauchadas. Adem ás no he dicho
que no crea en la videncia. Te dij e que hast a hoy no he t enido ninguna prueba
concluyent e. Que alguien pueda ver lo que est á en ot ro cuart o, es posible. Pero el
fut uro... Lo que pasa es que m uchas veces se considera fut uro lo que es present e.
—Cóm o.
—Muy fácil. Cuando le predij eron la cát edra a t u herm ana, por ej em plo.
—Y qué, no se la dieron?
—Sí, pero YA se la habían dado. No com prendés?
—Cóm o ya?
—Cuando ese vident e se lo dij o, la decisión ya est aba t om ada: en la cabeza del
m inist ro, por ej em plo. Y en cuant o a est o de Lalo, no considero la prueba com o
concluyent e. Me inclino m ás bien a pensar que el t urquit o se vengó, que inyect ó la
idea del accident e en el Peque y los ot ros, para que grit aran.
—Así que cada vez que alguien t e grit a al lado vos t e m at ás.
—Creo que ya podés t erm inarla, querida Beba.
—En definit iva, querés hablar con Salem e, sí o no?
—No. Cóm o voy a t ener int erés en hablar con un suj et o que t e dice que esa m ism a
t arde t e va a m at ar un coche?
—Qué clase de cient ífico sos que t enés m iedo de hablar con alguien que puede
hacert e cam biar de opinión.
—Yo no rehúyo los cam bios de opinión, rehúyo la gent e que no m e gust a.
Arram bide se levant ó, est iró las m angas de su cam isa, se aj ust ó la corbat a, se
sirvió ot ra copa y com ent ó:
—Y ust ed, Sabat o, no ha dicho una sola palabra.
Frunciendo el ceño, S. respondió en voz m uy baj a:
—Dij e que est aba present e cuando Salem e predij o la m uert e.
—No, m e refería al problem a general.
—Malas o buenas, m is ideas son bast ant e conocidas. Hast a publiqué un ensayo.
Una t eoría.
—Una t eoría? Qué int eresant e. Acept ando las prem oniciones, supongo.
—Eso es.
—Muy raro, t rat ándose de un físico.
—Ex físico.
—Para el caso es lo m ism o. Se ha pasado años est udiando relat ividad,
epist em ología.
—Y qué es lo raro?
—No sé... Su silencio, su act it ud. Da la im presión de que est á m uy en desacuerdo
conm igo. Ha renegado de sus est udios m at em át icos?

109
—No sé a lo que ust ed llam a renegar. Adem ás, yo no est udié eso porque t uviera la
m ent alidad de los que sólo creen en galvanóm et ros y en núm eros. Lo hice por ot ros
m ot ivos.
—Ot ros m ot ivos?
No respondió.
—Tal vez ust ed considere que la parapsicología sea una ciencia y que finalm ent e
esa clase de fenóm enos puedan ser explicados. Es así? —pregunt ó el doct or.
—No.
—Caram ba. Est am os ent re personas de nivel int elect ual y creo que no sería
dem asiado pedir que se digne responder en serio. Al fin de cuent as m i pregunt a es
est rict am ent e int elect ual. No?
Sabat o respondió de m ala gana:
—Si habla ust ed de ciencia en el sent ido en que habla un hom bre de laborat orio, lo
niego. Esos fenóm enos no t ienen nada que ver. Tan candorosa idea com o aquella
idea del siglo XVI I I . La del alm a.
—La del alm a?
—Sí, eso de localizarla en una glándula. Son dos órdenes esencialm ent e aj enos.
El doct or Arram bide se est iró las m angas de la cam isa y se aj ust ó la corbat a. En su
rost ro había aparecido una expresión de ironía.
—Dos órdenes?
—Sí. Com plet am ent e aj enos. Mej or dicho: esencialm ent e aj enos. El m undo de la
m at eria y el m undo del espírit u. Los cient ificist as pret enden que el m undo del
espírit u se rige m ediant e la ley de causalidad. Un disparat e.
—Así que ust ed cree en la exist encia separada del espírit u. De eso al espirit ism o
hay poco cam ino. No?
—Ust ed dice espirit ism o y t odo parece un chist e. De alguna m anera m e pone al
nivel de Tibor Gordon y de la Madre María. 6 Es un chist e fácil, doct or.
—No se enoj e. Quise decir que eso del espírit u puro, sin una carne que lo soport e,
parece m uy difícil de sost ener.
—Yo no hablé de vida separada del espírit u. Sólo dij e que son dos órdenes
esencialm ent e dist int os. Un aviador y un avión est án unidos, pero pert enecen a dos
m undos diferent es. Pero ya dij e que no quiero discut ir. Para qué discut ir en privado
ent re dos personas que saben de ant em ano que no se van a convencer?
—Así que yo no soy nadie! —salt ó Beba.
—Vos conocés m is ideas.
—Me has dicho pavadas, fragm ent os irresponsables. Me he pasado la vida
pidiéndot e que m e expliques la relat ividad.

6 Fam osos espir it ist as de Buenos Aires. ( N. del Ed.)

110
—Precisam ent e —int ervino de nuevo Arram bide—, creo que si alguna explicación
pueden t ener las prem oniciones es con la cuart a dim ensión.
Sabat o volvió a est udiar el suelo, m ant eniendo silencio.
—Me parece que podrías condescender un poco, baj ar hast a nosot ros y responder.
—Ya dij e que es inút il. Tenem os dos posiciones inconciliables.
—Pero ahora t e ha dicho algo. La cuart a dim ensión.
—Sí, m uchos salen con eso. Pero la m at eria y el espírit u no obedecen a las m ism as
reglas. La relat ividad rige el universo físico. Nada que ver. Explicar hechos del
espírit u m ediant e geodésicas es com o querer ext irpar una angust ia con t enazas de
dent ist a.
—Le parece? —pregunt ó Arram bide con ironía rencorosa.
—Sí.
—A veces una angust ia es el result ado de m al funcionam ient o hepát ico.
—Conozco esa t eoría, doct or.
Arram bide se levant ó.
—Mis enferm os.
Apenas salió, Beba se le fue hecha una furia.
—Es el colm o! Carlit os es el m ej or m édico de niños que hay en Buenos Aires!
—Y quien t e lo niega? Se puede curar m uy bien una diarrea y sin em bargo creer
que William Blake fue un pobre loco.
—Sos m uy ast ut o y t enés m uy m ala fe para discut ir. Cuando t e conviene, em pleás
un argum ent o. Y si no, em pleás el argum ent o cont rario.
—Eso es lo que creés. Jam ás m e habrás oído explicar la prem onición m ediant e la
relat ividad. Lo que pasa es que en cuant o se habla de espacio- t iem po en seguida
est a clase de aficionados, que se creen ast ut ísim os, creen que se em plea la t eoría
de Einst ein.
—Y no es así?
—Ves com o es inút il discut ir? No, no es así. Acabás hace un segundo de oírm e
cont est arle a est e dist inguido facult at ivo que la m at eria y el espírit u no obedecen a
las m ism as reglas. La relat ividad rige el universo físico. Nada que ver. No oíst e?
—Qué.
—Explicar, querer explicar hechos del espírit u m ediant e geodésicas es com o
pret ender ext irpar una angust ia con t enazas de dent ist a.
—Est á bien. Pero cóm o era t u t eoría.
—Podés leerla, si querés.
—No t engo t iem po.
—Paciencia, nadie se m orirá.
—Dale, no seas pedant e.
S. suspiró.

111
—Se basa en la posibilidad de que el alm a pueda desprenderse del cuerpo.
—Casi nada.
—En efect o. Pero es la única form a, a m i j uicio, de explicar la prem onición, la
videncia, t odo eso. Leé a Frazer, por ot ra part e: t odos los pueblos prim it ivos creen
que durant e el sueño el alm a se separa del cuerpo.
—Ah, no, Ernest o! Est o es ya dem asiado! Ahora result a que la m ej or prueba de una
t eoría es la que crean los hot ent ot es! Ya es el colm o de la irresponsabilidad y del
oscurant ism o. Tienen razón los bolches, viej o. De eso a recibir guit a de la em baj ada
nort eam ericana hay un paso.
—Ahora result a que Lévi- St rauss es agent e de la CI A. Mira lo que dice de las
cult uras llam adas prim it ivas.
—Bueno, est á bien, dej em os a la CI A a un lado. Y qué.
—Al desprenderse el alm a del cuerpo, se desprende de las cat egorías del espacio y
del t iem po, que rigen sólo para la m at eria, y puede observar un puro present e. Si
est o es ciert o, los sueños no sólo darían rast ros significat ivos del pasado sino
visiones o sím bolos del fut uro. Visiones no siem pre claras. Casi nunca unívocas o
lit erales.
—Por qué no?
—Porque en esas regiones el pasado, con sus dolores y recuerdos, con sus
pasiones, aparece m ezclado con el porvenir, ent urbiándolo y deform ándolo en el
t ransm isor que es el alm a ya sem iencarnada en el m om ent o en que com enzam os a
despert ar. Ent endés? Ya em pezó a ent rar en el cuerpo, y por lo t ant o em piezan a
dom inarla las cat egorías causales y racionales. Pero aun así t rae un recuerdo de
aquel m ist erio, aunque sea un recuerdo am biguo y com o ent urbiado por la t ierra.
Te agrego m ás: com o la m uert e de nuest ro cuerpo est á en nuest ro fut uro, el sueño
nos t rae t am bién, a veces, visiones de nuest ro m ás allá. Las pesadillas serían las
visiones del infierno que nos espera. Es clarísim o, no?
—Sí, m uy claro. Todo depende, claro, de que los hot ent ot es sepan m ás que
nosot ros. Andá, andá a la em baj ada, que necesit o unos dólares.
—Esperá, ést a es la prim era part e de m i t eoría. Lo que el hom bre corrient e
experim ent a en los sueños, los seres anorm ales lo viven en sus est ados de t rance:
los vident es, los locos, los art ist as y m íst icos.
—Esperá que lo llam e a Codovilla. 7
—En el acceso de locura, el alm a sufre un proceso parecido, si no idént ico, al que
sufre t odo hom bre en el m om ent o de dorm irse: se sale del cuerpo e ingresa en ot ra
realidad. Nunca t e pusist e a pensar en esa expresión " est ar fuera de sí" ? Y palabras
com o alienación o enaj enación, eh? Cada vez que he vist o un loco furioso t uve la

7 Jefe del Part ido Com unist a. ( N. del Ed.)

112
espant osa sensación de que el t ipo est aba padeciendo dolores infernales. Pero
ahora com prendo que su alm a est á ya en su I nfierno. Sus m ovim ient os feroces, sus
sufrim ient os, sus gest os y act it udes de fiera acorralada por horrendos peligros, sus
aparent es delirios, no son ot ra cosa que la experiencia direct a y act ual del I nfierno.
Est án padeciendo despiert os lo que nosot ros sufrim os en las peores pesadillas. En
algunos casos, est e descenso a los ant ros infernales puede ser sólo t ransit orio. Es
el caso de los endem oniados. Mirá la int uición de esas viej as sabidurías.
—Los hot ent ot es?
—Seres que únicam ent e después de com plicadas operaciones, que sólo ciert os
iniciados eran capaces de llevar a cabo, volvían a la vida norm al, com o si
despert aran de una pesadilla at roz.
—No veo por qué, si su t eoría es correct a, no hay t ipos que t am bién ven el Paraíso.
—Y claro, sonsa. Nunca t uvist e sueños beat íficos? Y los m anicom ios, nunca vist e
esos locos apacibles, sonrient es, que no hacen m al a nadie? Ahora fij at e bien en lo
que t e voy a decir. Est a enaj enación puede suscit arse t am bién de m odo volunt ario.
Los m íst icos. Los poet as: " Je dis qu'il faut êt re voyant , se faire voyant ! "
—Bueno, si Codovilla no est á, que venga un desm ist ificador.
—Eso es, sólo falt a que baj es hast a los últ im os escalones del posit ivism o. Y después
t e reís del pobre Arram bide. En el fondo, creo que los dos est án cort ados por la
m ism a t ij era.
Se irrit ó y se levant ó para irse.
—No, eso no. No m e vas a dej ar ahora con el suspenso.
—Est á bien. Te digo, volunt ariam ent e algunos seres pueden alcanzar esa
separación o enaj enación. Podés ayudar con la ansiedad y el ayuno, la t enacidad de
t u propósit o, adem ás, claro, de t us facult ades nat ivas, la inspiración divina o
dem oníaca. Es lo que logran los m íst icos. El éxt asis. Ves cóm o el lenguaj e no
engaña nada m ás que a los idiot as. Éxt asis. Ponerse fuera de sí, salirse de su
propio cuerpo, colocarse en la pura et ernidad. Los yoguis, por ej em plo. En esa
m uert e de sí m ism os para renacer a ot ra región, liberándose de la cárcel t em poral.
Y los art ist as. Lo que dice Plat ón no es ot ra cosa que lo que pensaban los ant iguos:
que el poet a, inspirado por los dem onios, repit e palabras que nunca habría dicho en
su sano j uicio, describe visiones de sit ios sobrenat urales, lo m ism o que el m íst ico.
En ese est ado, ya t e lo dij e, el alm a posee una percepción dist int a de la norm al, se
borran las front eras ent re el obj et o y el suj et o, ent re lo real y lo im aginario, ent re
el pasado y el fut uro. Y así com o personas ignorant es han sufrido visiones y han
pronunciado palabras en lenguas que desconocen, una m uchacha de vida inocent e
com o Em ily Bront ë pudo escribir un libro t errible. Cóm o puede describir si no un
alm a com o la de Heat hcliff, ent regada a las pot encias infernales? Esa
desencarnación del alm a del art ist a en el m om ent o de su inspiración t am bién

113
explicaría el caráct er profét ico que alcanza en algunos m om ent os, aunque sea en la
form a enigm át ica, sim bólica o am bigua de los sueños. En part e, por la índole
oscura de ese cont inent e, que quizá ent revea nuest ra alm a com o a t ravés de un
vidrio sucio, por la im perfect a desencarnación. En part e, porque quizá nuest ra
conciencia racional no es apt a para describir un universo que no se rige por la
lógica cot idiana, ni por el principio de causalidad. Tam bién porque el hom bre no
parece ser capaz de soport ar las visiones infernales. Es cosa de inst int o de
conservación, sim plem ent e.
—De quién?
—Del cuerpo. Ya t e dij e que en el sueño o en la inspiración no est am os
com plet am ent e desencarnados. Y el inst int o de conservación del cuerpo nos
preserva con m áscaras, com o esos t raj es de am iant o de los t ipos que t ienen que
ent rar en un incendio. Nos preserva con m áscaras y sím bolos.
La Beba lo m iraba. Lo m iraba con ironía o con t ernura? Quizá con la m ezcla de
ironía y t ernura con que las m adres m iran a sus hij os fant asiosos j ugar con t esoros
o perros invisibles.
—Qué est ás pensando? —pregunt ó S. con desconfianza.
—Nada, sonso. Pensaba, no m ás —dij o ella con la m ism a expresión.
—Bueno, sigo. Los t eólogos han razonado sobre el I nfierno, y a veces han probado
su exist encia com o se dem uest ra un t eorem a. Pero sólo los grandes poet as nos han
revelado la verdad, dij eron lo que han vist o. Ent endés? Lo que han vist o de verdad.
Pensá: Blake, Milt on, Dant e, Rim baud, Laut réam ont , Sade, St rindberg,
Dost oievsky, Hölderlin, Kafka. Quién es el arrogant e que puede poner en duda el
t est im onio de esos m árt ires?
La m iró casi con severidad, com o pidiéndole cuent as.
—Son los que sueñan por los dem ás. Est án condenados, ent endé bien,
CONDENADOS! —casi grit ó— a revelar los infiernos.
Se calló y durant e un rat o se produj o un silencio. Después, com o si hablara consigo
m ism o, agregó:
—No sé dónde leí que Dant e no hizo ot ra cosa que t raducir ideas y sent im ient os de
su época, los prej uicios t eológicos en boga, las superst iciones que est aban en el
aire. Sería así, sim plem ent e, la descripción de la conciencia y de la inconciencia de
una cult ura. Quizá haya algo de verdad. Pero no en el sent ido que pret enden esos
sociólogos del horror. Yo creo que Dant e vio. Com o t odo gran poet a vio lo que las
pobres gent es presient en de m anera m enos precisa. Los t ipos que lo veían pasar
por las calles de Rávena, silencioso y flaco, com ent aban en voz baj a, con sagrado
recelo: ahí va el que est uvo en el I nfierno. Sabías eso? Palabras t ext uales. No
hacían una m et áfora: esa gent e creía que Dant e había est ado en el I nfierno. Y no

114
se equivocaban. Se equivocan est os vivos, est os individuos que se pasan de
int eligent es.
Se calló y com enzó a m irar el suelo, pensat ivo. Beba lo observó con lágrim as en los
oj os. Cuando S. levant ó su m irada le pregunt ó qué le pasaba.
—Nada, sonso, nada. Lo que pasa es que a pesar de t odo soy m uy fem enina. Voy a
bañarla a Pipina.

N ACH O SI GUI Ó A SU H ERM AN A D ESD E LEJOS

y así llegaron hast a la calle Cabildo y Echeverría. Allí Agust ina cruzó Cabildo, siguió
por Echeverría y al llegar a la plaza com enzó a cam inar lent am ent e, con sus
grandes pasos caract eríst icos, pero ahora com o si el t erreno est uviera m inado. Pero
lo que m ás lo ent rist ecía es que cada ciert o t iem po se det enía y m iraba a su
alrededor, com o si se le hubiese perdido alguien. Luego se sent ó frent e a la I glesia:
podía verla a la luz del farol, concent rada, m irando ya al suelo ya a sus cost ados.
Fue ent onces cuando lo vio acercarse a S. Ella se levant ó rápidam ent e y él la t om ó
del brazo con decisión, y se fueron hacia el lado de la calle Arcos, por Echeverría.
Apoyado cont ra un árbol, en la oscuridad, Nacho quedó largo t iem po con los oj os
cerrados. Cuando recobró las fuerzas, sin m irar hacia at rás, se fue hacia su casa.

SOBRE POBRES Y CI RCOS

Som bríam ent e recost ado en su cam a Nacho observa las j irafas que apacible y
librem ent e past an en las praderas de Kenya. No quiere seguir pensando en aquello.
No quiere t ener diecisiet e años. Tiene siet e y m ira el cielo de Parque Pat ricios.
—Mirá, Carlucho —dice—, esa nube es un cam ello.
Sin dej ar de sorber el m at e, Carlucho levant a la vist a y asient e con un gruñido.
Es la t ardecit a, hay una gran paz en el parque. A Nacho le encant a esa hora al lado
de su am igo: se pueden hacer t ant as conversaciones im port ant es. Después de un
largo rat o en silencio, pregunt a:
—Carlucho, quiero que m e digas la verdad. Creés en los Reyes Magos?

115
—En lo Reye Mago?
No le gust a que le hagan esa pregunt a y com o siem pre que se pone preocupado
com ienza a arreglar los chocolat ines y caram elos.
—Vam os, Carlucho, decim e.
—En lo Reye Mago, dij ist e?
—Sí, decim e.
Sin m irarlo, m urm ura:
—Y qué sé yo, Nacho. Yo soy un brut o, un inorant e, no hice ni el prim é grado. Yo
nunca serví m ás que pa lo t rabaj o pesado. Pión de pat io, est ibador, la j unt a el m ai,
esa cosa.
—Decim e, Carlucho.
Medio se enfureció.
—Qué bicho t e picó! Qué t engo yo que sabé esa cosa!
De reoj o, vio que el chico baj aba la cabeza y quedaba dolorido.
—Mirá, Nacho, disculpam e, yo soy t u am igo, pero sabé que t engo un carat e de m il
diablo.
Acom odó la fila de los chocolat ines de nuevo y finalm ent e dij o:
—Mirá, Nacho. Ya t ené siet e año cum plido y hay que decirt e de una buena ve la
verdá. No hay Reye Mago. Todo cuent o, t odo engaño. La vida é m uy t rist e, pa qué
no vam o a engañá. Te lo dice Carlo Am érico Salerno.
—Y los j uguet es, ent onces?
La voz de Nacho era desesperada.
—Lo j uguet e?
—Sí, Carlucho. Los j uguet es.
—Todo cuent o, ya t e dij e. No vist e que sólo aparecen en lo bot ine é lo rico? Cuando
yo era un purret e de est e t am año nunca vinieron lo Reye donde est ábam o nosot ro.
I ban sólo a la casa é lo ricachone. Te da cuent a, ahora? E claro com o lagua: lo
Reye Mago son lo padre.
Nacho baj ó la cabeza y em pezó a hacer dibuj os con un dedo en la part e de la
vereda sin baldosas. Después agarró una piedrit a y la arroj ó cont ra un árbol, com o
dist raído. Carlucho, m ient ras se ceba ot ro m at e, lo observa con cuidado.
—Bueno, vaya a sabé cóm o son la cosa —agregó al fin—. E un parecé. El finado
Zanet a, que en pá descanse, decía que el m undo é un m ist erio. Y capá que t enía
razón.
Vino un client e y com pró cigarrillos. Al cabo de un largo t iem po, Carlucho com ent ó
sibilinam ent e:
—La gran put a! Si habría lanarquism o...
Nacho lo consideró con ext rañeza.
—Lanarquism o?

116
—Sí, Nacho. Lanarquism o.
—Y qué es eso?
Carlucho se sent ó en su sillit a enana y sonrió con oj os m edit at ivos y nost álgicos.
Era evident e que pensaba en algo m uy lej ano pero lindo.
—Aquí t endría dest ar Luvi —dij o.
—Luvi?
—Sí, Luvi.
—Y quién es Luvi?
En los grandes m om ent os, cuando Carlucho se disponía a iniciar alguna de aquellas
ideas que sent ía profundam ent e, cam biaba la yerba del m at ecit o, se t om aba su
t iem po y preparaba lo que iba a decir con largos silencios, así com o las est at uas se
colocan en las placas, rodeadas de espacios que las dest aquen en t oda su belleza.
—Quién era Luvi —com ent ó con los oj os siem pre nost álgicos.
Después de sent arse de nuevo en la sillit a enana, la m ism a que había pert enecido a
su padre, explicó:
—Ya t e dij e que al año 18, j ust o cuando t erm inó la guerra, yo pionaba a la est ancia
DON JACI NTO, la est ancia de doña María Unzué Dalviar. Junt o con Cust odio Medina
pionaba. Ent onces llegó Luvi. Sent ist e hablá de lo linyera, vo?
—Linyera?
—Sabían vení de m uy lej o, con lat adido a la espalda. Cam inando por la vía el
ferrocarril, y despué por lo cam ino. Venían a la est ancia y siem pre había com ida y
un cat re pa lo linyera, esa é la verdá.
—Pero ent onces eran piones, com o vos o Medina?
Carlucho hizo un gest o negat ivo con el dedo.
—No señó, no eran pione. Lo linyera eran linyera, no pione. Lo pione éram o
conchabado pa t rabaj á.
—Conchabado?
—Pero sí, sonso. Trabaj ábam o pa ganá dinero, com prendé.
—Y los linyeras no t rabaj aban?
—Sí que t rabaj aban, pero no pa ganá dinero. Nadie lo obligaba.
Nacho no ent endía. Carlucho lo m iró, frunció la frent e en un gran esfuerzo y t rat ó
de ser m ás claro.
—Lo linyera eran libre com o lo páj aro, ent endé? Venían a la est ancia, hacían alguno
t rabaj it o si querían y despué se iban com o habían venido. Lo est oy viendo com o
hoy, cuando Luvi había guardado t oda su cosit a y había hecho lat ado pa irse. Don
Bust o, el m ayordom o, le dij o si se quiere quedá aquí, am igo Luvi, t iene t rabaj o si
quiere. Pero Luvi dij o no don Bust o, se lo agradezco pero t engo que seguí viaj e.
—Tenía que seguir viaj e? Adónde?

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—Cóm o, adónde? No t e acabo de decí que lo linyera eran com o lo páj aro? Adónde
van lo páj aro? Lo sabé vo?
—No.
—Aí t ené lo que t e digo, sonso.
Se quedó pensat ivo, añorando.
—Me parece que lost oy viendo —dij o—. Alt o y flaco, con su barba casi colorada y
loj o azule clarit o. Con lat ado al hom bro. No quedam o t odo viendo cóm o siba ent re
la casuarina, y despué al cam ino. Quién sabe adónde.
Carlucho m iraba hacia el parque, com o si lo est uviera viendo alej arse ent re los
árboles, hacia el infinit o.
—Y no lo vist e nunca m ás?
—Nunca m á. Vaya a sabe si ha m uert o.
—Qué nom bre raro, Luvi, no?
—Sí, nom bre dest ranj ero. Era alem án o it aliano, pero no sé, porque no era it aliano
com o m i padre. Decía que era de una part e rara, que ahora no sé. Luvi. Eso é.
Vino, hizo alguno t rabaj it o de m ecánico, arregló uno m ot ore, algo en una t rilladora.
Sabía de t odo. Y de noche, al galpón de lo pione esplicaba lanarquism o.
—Lanarquism o?
—Sí, leía un librit o que t enía y esplicaba.
—Y qué es lanarquism o, Carlucho?
—Yo soy un brut o, ya t e dij e. Qué queré? Que t esplique com o Luvi?
—Bueno, pero decim e algo. Era un cuent o com o ese que m e cont ast e de
Carlom ano.
—Pero no, sonso. Ot ra cosa.
Se cebó un m at e y se concent ró profundam ent e.
—Te voy a hace una pregunt a, Nacho. At endé bien.
—Sí.
—Quién hizo la t ierra, lo árbole, lo río, la nube, el sol?
—Dios.
—Bueno, est á bien. Ent once son pa t odo, t odo t ienen derecho a t ené lo árbole y a
t om á el sol. Decim e, lo páj aro t iene que pedile perm iso a alguien pa volá?
—No.
—Puede andá y vení en el aire, y hacé el nido y t ené la cría, no é así?
—Claro.
—Y cuando t iene ham bre o t iene que alim ent á lo pichone va y busca alguna cosit a,
alguna sem illa y se lo lleva. No é así?
—Claro.
—Y bueno, el hom bre, esplicaba Luvi, é com o el páj aro. Libre de í y vení. Y si t iene
gana de volá, vuela. Y si quiere hacé un nido, lo hace. Porque la sem illit a y la paj a

118
pa hacé el nido, y el agua pa bañarse o pa t om á son de Dio y Dio la hizo pa t odo el
m undo. Ent endé t odo est o? Porque si no ent endé no podem o seguí adelant e.
—Sí, lo ent endí.
—Muy bien. Ent once, por qué uno poco t ienen que apoderarse de la t ierra y lot ro
t enem o que t rabaj á de pione? De dónde sacaron eso cam po? Lo fabricaron ello?
Después de pensarlo un poco, Nacho dij o que no.
—Muy bien, Nacho. Quiere decí ent once que lo robaron.
Nacho se sorprendió m uchísim o. Cóm o, los ladrones no iban a la cárcel? Carlucho
sonrió con am argura.
—Esperá, sonso, esperá —com ent ó—. Test oy diciendo que esa t ierra la robaron.
—Pero a quién la robaron, Carlucho?
—Y qué sé yo. A lo indio, a la gent e ant igua. No sé. Ya t e dij e que soy un brut o,
pero Luvi sabía t odo eso. Adem á, pensá un m om ent it o. Suponé ( é un suponé) que
m añana desaparecería t odo lo pione de cam po. Me queré decí vo qué pasaría?
—Y, no habría gent e para t rabaj ar el cam po.
—Esat o. Y si nadie t rabaj aría el cam po no habería t rigo y sin t rigo no habería pan y
sin pan t odo el m undo no podería com é. Ni lo pat rone. De dónde iban a sacá el
pan, si m e podé decí? Ahora at endé bien porque vam o a dar ot ro paso. Suponet e
t am bién que desaparecería lo zapat ero. Qué pasaría?
—No habría m ás zapat os.
—Esat o. Y ahora suponet e que desaparecería lo albañile.
—No habría m ás casas.
—Muy bien, Nacho. Ahora yo t e pregunt o qué pasaría si m añana desaparecería lo
pat rone. Lo pat rone no siem bran el m ai ni el t rigo, ni hacen lo zapat o ni la casa, ni
levant an la cosecha. Me podé decí un poco qué é lo que pasaría, si se puede sabé?
Nacho lo m iró con asom bro. Carlucho lo consideraba con una sonrisa de t riunfo.
—Andá, decim e lo que pasaría si m añana desaparecería lo pat rone?
—Nada —respondió sorprendido Nacho de la enorm idad—. No pasaría nada.
—Ni m á ni m eno. Ahora fij at e a una cosa que esplicaba Luvi: lo zapat ero pa hacé lo
zapat o necesit an el cuero, lo albañile necesit an lo ladrillo, lo pione necesit an la
t ierra y la sem illa y lo arao. Ciert o?
—Sí.
—Pero quién t iene lo cuero, lo ladrillo, la t ierra, lo arao?
—Los pat rones.
—Esat o. Todo est á a m ano de la pat ronal. Por eso lo pobre est am o esclavizao.
Porque ello t ienen t odo y nosot ro no t enem o nada, m á que lo brazo pa t rabaj á.
Ahora vam o a da ot ro paso, así que at endem e bien.
—Sí, Carlucho.

119
—Si nosot ro lo pobre no apoderam o de la t ierra y de la m áquina y del cuero y de
lorno de ladrillo, podem o fabricá zapat o y levant á const rucione, y sem brá y
cosechá, porque pa eso t enem o lo brazo. Y no habería pobreza ni esclavit ú. Ni
enferm edá. Y t odo podríam os ir a lescuela.
Nacho lo m iraba con asom bro.
Carlucho arregló las revist as y los cigarrillos, pero su m ent e est aba vuelt a a su
int erior. Hacía un gran esfuerzo m ent al, pero su voz est aba desprovist a de rencor:
era serena y cariñosa.
—Mirá, Nacho —prosiguió—. Todo é m uy sim ple. Luvi lo esplicaba t odo con el librit o
y poniendo cosit a en el suelo. Así y así: que est a piedrit a é la fábrica, que est e
m at e é la m áquina, que est o porot it o som o lo pione. Y t e digo que esplicaba cóm o
no habería m á enferm edá, ni t ísico, ni m iseria, ni esplot ación. Todo el m undo
t endría de t rabaj á. Y el que no t rabaj a no t iene derecho a viví. Bah, t est oy
hablando de lom bre y m uj ere sano. No t e hablo de lo nene ni de lonferm o, ni de lo
viej o. Al cont rario, decía Luvi, t odo lo que t rabaj an t ienen el debé de m ant ené a
linválido, a lo niño y lo viej o. Así que uno hace zapat o, el ot ro hace larina, el ot ro t e
hace el pan, el ot ro va a la cosecha. Y t odo lo que hacen se guarda en un galpón.
En ese galpón hay de t odo: que com ida, que ropa, que libro escolare. Todo lo que
t e podé im aginá. Hast a j uguet e y golosina pa lo nene, queso é t an necesario com o
pa nosot ro un caballo o un som brero. Al frent e el galpón hay ot ro que t rabaj a deso,
de cuidadó del galpón. Y ent once yo voy y le digo m e da un par de zapat o núm ero
t al o cual, y el ot ro pide un kilo e carne y el ot ro una onza e chocolat e, y el ot ro un
saco porque se le rom pieron lo codo. A cada uno lo que precisa. Pero nada m á que
lo que precisa.
—Y si un rico quiere m ás cosas y las com pra?
Carlucho lo m iró con severa sorpresa.
—Un rico, dij ist e?
—Sí.
—Ma de qué rico m est á hablando, pavot e? No t espliqué que no hay m á rico?
—Pero por qué, Carlucho?
—Porque no hay m á dinero.
—Pero si lo t enía de ant es?
Carlucho se sonrió y le hizo un gest o negat ivo.
—Si lo t enía se em brom ó, porque ahora no sirve m á. Pa qué queré el dinero, si
t odo lo que necesit á lo sacá del galpón. El dinero é un pedazo e papel. Y sucio,
lleno de m icrobio. Sabé lo que son lo m icrobio?
Nacho asint ió.
—Y bueno. Sacabó el dinero. Que el que sea sonso, lo guarde, si quiere. Nadie se lo
va prohibí. Tot al, no le servirá pa m aldit a la cosa.

120
—Y el que quiere sacar del galpón m ás zapat os?
—Cóm o, m á zapat o? No t ent iendo. Si necesit o un pa de zapat o voy al galpón y
list o.
—No, t e digo si uno quiere t res o cuat ro pares.
Carlucho dej ó de sorber el m at e, adm irado.
—Tre o cuat ro pare, decí?
—Sí, t res o cuat ro pares de zapat os.
Carlucho se echó a reír con ganas.
—Pero pa qué necesit á t re o cuat ro pare si no t enem o m á que do pie?
Es ciert o, a Nacho no se le había ocurrido.
—Y si alguien va al galpón y roba?
—Roba? Y pa qué? Si necesit a algo se lo pide y se lo van a dá. Est á loco?
—Ent onces no habrá m ás policía.
Gravem ent e, Carlucho hizo un gest o negat ivo con la cabeza.
—No habrá m ás policía. La policía é lo pior de t odo. Te lo digo por esperiencia.
—Por experiencia? Qué experiencia?
Carlucho se replegó sobre sí m ism o y repit ió en voz baj a, com o si no quisiese
referirse a eso, com o si lo de ant es se le hubiera escapado.
—Esperiencia y yast á —com ent ó am biguam ent e.
—Y si alguno no quiere t rabaj ar?
—Que no t rabaj e si no quiere. Ya verem o cuando t iene ham bre.
—Y si el gobierno no quiere?
—Gobierno? Pa qué necesit am o gobierno? Cuando yo era chico y quedam o en la
calle, m uert o de ham bre, m i viej o salió adelant e porque don Pancho Sierra le puso
una carnicería. Cuando m e fui a pionar, t am poco necesit ábam o el gobierno. Cuando
m e fui al circo, t am poco. Y cuando ent ré al frigorífico de Berisso, pa lúnico que
sirvió el gobierno fue pa m andarno la policía en la huelga y t ort urarno.
—Tort urarlos? Y qué es eso, Carlucho?
Carlucho se quedó m irándolo con t rist eza.
—Nada, pibe. Te dij e eso sin queré. No son cosa e niño. Y adem á yo soy lo que se
llam a un inorant e.
Carlucho se calló y Nacho se dio cuent a de que ya no hablaría m ás de lanarquism o.
Luego vino un client e, com pró cigarrillos y fósforos. Carlucho luego se sent ó en la
sillit a y t om ó m at e en silencio. Nacho m iraba las nubes y pensaba. Al cabo de un
t iem po dij o:
—Vist e, Carlucho? Hay un circo en el baldío de Chiclana.
—Chiclana?
—Sí, hoy repart ían volant es. Vam os a ir?

121
—No sé, Nacho. Pa sert e sincero, est o circo de ahora no valen un pit o. El t iem po de
lo grande circo ya pasó...
Con el m at e en la m ano, se quedó pensat ivo, soñador y nost álgico.
—Mucho año...
Luego, volviendo a la realidad, agregó:
—Debe sé un cirquit o de m ala m uert e.
—Pero cuando vos eras chico t am bién había circos chiquit os. No m e cont ast e de
aquel circo?
Sonrió bondadosam ent e:
—Bueno, claro... el circo e Fernande... Pero aquello circo grande de m i t iem po, de
eso no hay m á. Se t erm inaron... Lo m at ó el biógrafo.
—El biógrafo? Qué es el biógrafo?
—El cine le dicen ahora. Eso lo m at ó.
—Pero por qué, Carlucho?
—É un asunt o com plicado pa un niño. Pero t e doy m i palabra: vino el biógrafo y
buena noche.
Se ceba un m at e y vuelve a sus pensam ient os. En su cara se dibuj a una leve
sonrisa, pero una sonrisa em papada de t rist eza.
—En el 18 vino el Toni Lobandi... Ocupaba t oda la plaza España...
—Pero cont am e del cirquit o de Fernández.
Chupó profundam ent e el m at e, com o si en lugar de chuparlo lo pensara.
—Desde la langost a... Y bueno... Mi padre le t rabaj aba un cam pit o a don Pancho
Sierra, ent re Cano y Basualdo. Un hom bre m uy bueno. No sólo curaba, t am bién
daba rem edio al pobrerío. Tenía una barba larga y blanca, hast a aquí. Medio m ago
era. Cuando nacían lo chico m i m adre se lo llevaba ant e e crist ianarlo, y él le decía
ést e le va a viví ést e no le va a viví. Fuim o t rece herm ano, ya t e cont é. Y bueno,
don Pancho le anunció que t ré no le iban a viví: ni la Norm a, ni la Juana, ni la
Fort unat a.
—Y se m urieron? —pregunt ó Nacho, m aravillado.
—Y claro —respondió Carlucho con sencillez—. No t e digo quera m edio m ago? Así
que m am a se resinaba de ant em ano, porque don Pancho le decía vea doña
Feliciana no llore y resínese, que así lo quiere Dio. Pero lo m ism o m am a lloraba y la
cuidaba, pero lo m ism o se m oría. Así é la vida, Nacho.
—Ahora cont am e por qué se fueron del cam pit o.
—Mi viej o era it aliano. Allá por el año 16 perdió hast a lúlt im o cent avo. Pa sert e
franco no hay espect áculo m á im ponent e que la grande m anga de langost a. Se
oscurece t odo el cielo y lo chico salíam o a golpeá t acho e kerosén. Pero qué. A la
langost a no la vence nadie. Com o decía la viej a, hay que resá pa que pasen de
largo y eso é t odo. Si baj an, buena noche... Me recuerdo com o en un sueño, yo

122
t endría sei año, golpeando lo t acho a t odo lo que dábam o. Pa nosot ro lo pibe era
una fiest a, pero m am a lloraba cuando vio que em pezaban a baj á la prim era
langost a. Y a la final, t acho o no t acho, ya no hubo nada que hacé. Ent once el viej o
grit ó bast a caraj o bast a y ordenó a Panchit o y a Nicolá que seguían corriendo de un
lao alot ro que se sosegaran, que se quedaran quiet o... El viej o est aba com o ido, y a
nosot ro no daba m ucho m iedo, porque se había sent ao com o un m udo en est a
sillit a enana que reservaba pa t om á m at e. Baj o el alero est aba y m iraba com o un
t ullido cóm o la langost a se com ía t odo. No se le m ovía ni un pelo y durant e vario
día no dij o est a boca é m ía. Y despué, de golpe, dij o viej a no vam o al pueblo, est o
se t erm inó, carguen t odo en la chat a dij o, y t odo corríam o a hacé lo que el viej o
ordenaba sin chist a porque est aba com o loco, aunque no levant aba la vo. Y cuando
hubim o cargao t odo y est ábam o t odo list o, la viej a no quería salí del rancho y
ent onces el viej o fue y le dij o con calm a salga viej a, salga de una ve, est o se
t erm inó, qué le vam o a hacé, som o pobre, no t enem o suert e y vam o a probá
suert e al pueblo. Pero la viej a que no se quería m ové del lao el fogón, siem pre
llorando, y por fin el viej o lagarró diun brazo y larrast ró al sulky. Y cuando salim o y
cerram o la t ranquera el viej o se quedó m irando el rancho un rat o largo sin decí una
palabra, pero creo quest aba com o queriendo llorá, hast a que se dio vuelt a y dij o
vam o, y así no fuim o pal pueblo con la perrada at rá. Te prom et o que no quedaron
ni lo pioj o.
Durant e un t iem po Carlucho perm aneció en silencio, t om ando su m at e, m irando el
suelo. Luego prosiguió.
—Bueno, com o t iba diciendo, el viej o puso un puest it o e carne con lanim ale que le
fiaba don Pancho y vivíam o en el rancho que había en el corralón, que t am bién era
de don Pancho.
—Ent onces fue cuando vino el cirquit o.
—Esat o. Ent once el t at a lalquiló el corralón por 50 nacionale.
—Cincuent a nacionale?
—Bah, cincuent a peso. Pero t est oy hablando de 50 peso diaquel t iem po, peso
fuert e. Ent once pusieron el cirquit o. Tenía un picadero de 10 vara y había función lo
j ueve, lo sábado y lo dom ingo. Lo sábado y lo dom ingo m at iné, verm ú y noche.
Claro, cuando había público. A vece no había m á que cinco o dié persona y ent once
don Fernande apagaba lo farole e carburo, se ponía m al, t om aba caña y le pegaba
a doña Esperanza, quera su m uj é y equilibrist a, y a Marialú quera lij a y era
lecuyere. Tam bién había un t oni, quera lerm ano e doña Esperanza, pero no se
m et ía cuando don Fernande le pegaba. Don Fernande hacía un núm ero peligroso,
t irando cuchillo. /
—Y vos t rabaj abas t am bién?

123
—Cuando no veía m i viej o. Prendía lo farole, llevaba ensere, cosit a, bah. Ya m e
gust aba el circo y m e quería í.
—Y t e fuist e con don Fernández?
—No, cóm o m iba a í si apena t enía 13 años, si soy e la clase el 3... Y adem á al
pobre don Jesú le fue t an m al que no sacó ni pa lo gast o. Mi viej o le pasaba un
poco e carne y ello com praban gallet a y así t iraron uno cuant o día, pero no había
nada quehacé, vinieron con m ala pat a. Así que cuando levant aron la carpa no
t enían lo 50 nacionale del alquilé y ent onces don Fernande le quiso dej á al viej o el
rifle que t enía pal núm ero de punt ería, pero el t at a le dij o no don Fernande ust é se
lleva el rifle, cóm o lo voy acet á si é pa un núm ero. Así que se fueron y nunca m á lo
vim o. Una ve, cuando yo t rabaj aba al circo e lo herm ano Rivero, en el Pergam ino,
supe que al fin se fundieron, vendieron la lona, el fusil y la chat a, doña Esperanza
se había m uert o e una pulm onía doble, Marialú y el t ío habían conseguido conchabo
al circo Fassio, que andaba pol lao e Chacabuco y don Fernande est aba ent regao a
la bebida, y por eso no podía hacé ni el núm ero el cuchillo ni el núm ero e la
punt ería.
Carlucho se quedó pensat ivo. Luego Nacho le dij o que ahora le cont ara cuándo se
fue con el circo. Una t ím ida y soñadora sonrisa apareció en la cara de Carlucho y
cont ó:
—Qué t iem po, Nachit o, qué t iem po... Pa sert e sincero, é lépoca que m á recuerdo,
lépoca m á linda e m i vida. Fue pal 22, yo est aba pionando a la est ancia María
Unzué Dalviar, pero cuando supe que había llegao el circo del Toni Lobandi baj é pal
pueblo. Nelia Nelki aparecía vest ida de hom bre a un caballo blanco que arrast raba
una cola larga que llegaba hast al suelo. Y despué aparecía el Toni Lobandi, que
nunca hubo ot ro com o él, se t repaba al caballo por la cola y m ient ra el caballo daba
vuelt a al com pá de la m úsica se iba sacando 25 chaleco e colore. Y Scarpini, el
fam oso claun argent ino... Y despué había un núm ero bárbaro en una j aula que
abarcaba t odo el picadero con un lión africano en libert á, el dom ador y un caballo
negro com o el carbón... Y despué venía la fam osa Pirám ide Hum ana de lo herm ano
Loprest i... Así que yo dij e m e voy con el circo y que sea lo que Dio quiera.
—Y t e pusieron en la Pirám ide Hum ana?
—Ma no, Nacho. Cóm o m iban a m et é a la Pirám ide si yo no sabía hacé nada? Qué
t e cré vo que son lo circo? Un circo é una cosa m uy seria. Así que m e conchabaron
de pión. Lim piaba la bost a e lo caballo, barría la carpa, un poco e t odo, t e podé
im aginá. Un pión de pat io, bah. Pero cuando había función y m e ponían el uniform e
con alam are dorado y el kepi, no colocaban en do fila a lo cost ado, com o un
corredor, y por el corredor venía lo at let a, lo caballo, lo perro am aest rado, lo t oni.
Despué, com o vieron que yo aprendía rápido y t enía cuerpo ent ré a form á part e de
la Pirám ide. Pero despué de t ré año, cuando m urió uno de lo herm ano Loprest i.

124
Est ábam o al Pergam ino, m e recuerdo com o si fuera hoy cuando Lobandi m e dij o
Carlucho ést e é t u oport unidá y yo casi m e m uero. Tuve quir a un rincón oscuro pa
que nadie m e viera llorá. La gran ilusión de m i vida. Así em pezó lépoca m á
im port ant e de m i vida.
Carlucho se ha puest o de pie y em pieza a ilum inarse en el crepúsculo, m ient ras un
m ágico resplandor se desprende de su m alla blanca com o la nieve. Ahí est án los
cinco herm anos Loprest i, poderosos y radiant es baj o los focos de color. Ya se
t repan con gracia y poderío sobre los hom bros de hierro de Juan Loprest i. Y
m ient ras se va const ruyendo la Pirám ide Hum ana sobre sus hom bros hercúleos, el
redoble del t am bor va haciéndose dram át icam ent e t enso hast a llegar a la cúspide.
Luego, uno después de ot ro, van salt ando los hom bres que la form aban, m ient ras
el redoble del t am bor se at enúa hast a desaparecer. Ahí est án ahora t odos alineados
y saludan con gracia al público que los aplaude y luego la luz em pieza a apagarse y
el circo vuelve a ser el quiosco de diarios y cigarrillos y Carlucho vuelve a ser el
hom bre vencido por los años y las t rist ezas, com o si un form idable resort e se
hubiese afloj ado en su int erior.
—E, sí, Nachit o... Aquello fueron t iem po m aravilloso... Y aquello grande circo se
fueron pa no volvé nunca m á...
Nacho lo m iró largam ent e y el silencio se hizo cada vez m ás hondo. Luego, aunque
lo sabía, una vez m ás pregunt a por qué dej ó el circo.
—Est ábam o a Córdoba cuando m e lesioné lespinaso.
Su voz se quebró y durant e un rat o sorbió el m at e.
—Lobandi m e dij o vo Carlucho aquí siem pre t endrá t rabaj o, pero yo le dij e gracia
don Lobandi pero prefiero irm e. Porque yo t rabaj o de pión, com o de lást im a, no iba
a hacé. Así que m e vine pero t am poco quería que m e vieran al pueblo y ent once
Cust odio Medina m e dij o venit e conm igo al frigorífico...
Acom odó algunos periódicos, em parej ó la fila de los chocolat ines y t rat ó de que
Nacho no le viera la cara. Am bos quedaron silenciosos, cada uno vuelt o hacia su
propio int erior. La oscuridad ahora era casi t ot al: la noche había baj ado en punt as
de pie.

LOS SUEÑ OS D E LA COM UN I D AD

125
Mient ras esperaba su t urno, un m uchacho lo m iraba desde una m esa. Finalm ent e
se levant ó y con indecisión cam inó hast a él. Quería saludarlo, sim plem ent e
saludarlo.
—Leí sus libros —com ent ó con una sonrisa, con t it ubeos—. Me llam o Bernardo
Wainst ein.
Era una cola larga, había m ucho que esperar y la sit uación se volvió difícil. Los dos
est aban t urbados. Era est udiant e? No, era em pleado. El m uchacho se quedó
m irándolo.
—Ust ed quiere decirm e algo.
Sí, claro, t endría t ant as cosas que pregunt arle. Repit ió la palabra t ant as, que
enfat izaba levem ent e pero con ansiedad. Y de pront o, com o decidiéndose, dij o " la
crueldad" .
S. lo m iró de una m anera int errogat iva y Wainst ein se t urbó.
—Diga, diga.
—Ust ed es part idario de un cam bio social.
Sí, por supuest o, t odo el m undo lo sabía.
El diálogo pareció al borde de su fin, sin haber m ás que com enzado. El m uchacho
no veía cóm o conciliar las dos observaciones, cóm o est ablecer una relación lógica
ent re ellas. Y aunque S. sospechaba el nexo t am poco sabía cóm o salir de la
sit uación. Le dio pena.
—Ust ed, m e parece, quiere decirm e que m is novelas est án plagadas de crueldad y
hast a de episodios despiadados, no es así?
Wainst ein lo m iró.
—Observaciones e ideas de Cast el y de Vidal Olm os, no? La m aest rit a del I nform e
sobre Ciegos, no es ciert o?
Sí, pero, por favor, que no lo t om ara a m al, no era su int ención, cóm o explicarle. El
no era quién.
Est aba m uy incóm odo y evident em ent e se había arrepent ido. Pero, haciéndole un
gest o con la m ano, com o para t ranquilizarlo, S. prosiguió:
—Y cóm o se com pagina esa crueldad, esos sarcasm os de Vidal Olm os cont ra el
progreso, con una posición de izquierda, no?
Wainst ein baj ó la cabeza, com o si fuera culpable de esa cont radicción.
—Sí, por qué avergonzarse. Ust ed m e ha hecho una excelent e pregunt a. Yo m ism o
m e la he plant eado infinidad de veces, cuando perm anezco perplej o y hast a
abochornado por ser capaz de ideas t an perversas.
—Bueno, pero hay ot ras, por favor —se apresuró a decir el j oven—. El sargent o
Sosa, Hort ensia Paz, qué sé yo...
S. lo det uvo con un gest o.

126
—Sí, ya lo sé... Pero m e int eresa m ás lo ot ro que dij o. Es algo difícil de explicar.
Todos som os cont radict orios, pero quizá los novelist as m ás que los dem ás. Tal vez
por eso son novelist as. Yo m e he angust iado m ucho con esa dualidad y recién en
est os últ im os años m e parece que em piezo a ent ender algo.
La que hablaba por t eléfono pregunt aba por la salud de una chica ( o señora)
denom inada Meneca, y t am bién por el est ado general del t iem po en Ciudadela.
Luego, recordó, refirió, analizó y finalm ent e enj uició el incident e con un vecino a
raíz de un gat o.
La cola se agit aba.
—Después, cuando uno llega —explicó S.—, o no funciona m ás, o da siem pre
equivocado o t raga las m onedas. Leyó ust ed uno de los últ im os relat os de Tolst oi?
Un rico propiet ario que se aprovecha de un pobre diablo para hacer un gran
negocio? Es un relat o aut obiográfico, est á com probado. Sabe lo que escribía en ese
m ism o m om ent o?
No, no lo sabía.
—Ese libro sobre el art e. Qué es el art e. Un libro m oralizador.
La m uj er del t eléfono cam bió de posición y t odos im aginaron que ese cam bio
anunciaba el fin del diálogo. Era para apoyarse sobre el ot ro pie. Las prot est as se
hicieron m ordaces. Pero ella era im perm eable a las presiones m orales. Ahora
parecía haber ent rado en la part e im port ant e de la conversación, algo vinculado a
un t um or.
—Le digo lo de Tolst oi porque es un caso ilust re y claro. Una especie de t rabaj o
práct ico.
—Trabaj o práct ico?
Riéndose, S. le explicó " es una m anera de decir, no m e haga caso" .
Mient ras t ant o, la m uj er parecía haber ent rado en la part e final de la com unicación:
ciert a m odalidad descendent e lo indicaba y t odos com enzaron a sent irse aliviados.
Y aunque de pront o ese t ono ( por algún m ot ivo desconocido, probablem ent e por
algo que la ot ra com ent ó desde Ciudadela) se anim ó de nuevo y aparecieron
variant es inesperadas sobre las vent aj as o no de int ervenir quirúrgicam ent e ( según
la expresión de la m uj er) , hay que decir que luego el t ono volvió al declive
descendent e y a los saludos para una serie de personas del conocim ient o de uno y
ot ro lado de la línea t elefónica. Luego colgó y se fue sin m irar a nadie, orgullosa. La
cola avanzó ent onces con la t orpeza y la lent it ud de un anim al de varias pat as que
escala una m ont aña en m edio de dificult ades, dificult ades agravadas por la
desdichada cont ext ura de ese gusano: un sist em a nervioso para cada anillo,
independient es ent re sí.
En los oj os de Wainst ein era visible la perplej idad.

127
—Le digo. En est os últ im os años m e he angust iado m ucho pensando en est e
problem a. Han invest igado a personas dorm idas, con encefalógrafos. En una
universidad nort eam ericana, claro. Cuando uno sueña las ondas son diferent es, y
así se sabe si el individuo est á soñando. Pues bien, cada vez que em pieza a soñar
lo despiert an. Sabe lo que pasa?
Wainst ein lo observaba com o quien espera una revelación decisiva.
—El suj et o puede ser llevado al borde de la locura.
Wainst ein parecía no ent ender.
—Com prende? Las ficciones t ienen m ucho de los sueños, que pueden ser crueles,
despiadados, hom icidas, sádicos, aun en personas norm ales, que de día est án
dispuest as a hacer favores. Esos sueños t al vez sean com o descargas. Y el escrit or
sueña por la com unidad. Una especie de sueño colect ivo. Una com unidad que
im pidiera las ficciones correría gravísim os riesgos.
El j oven lo seguía m irando, aunque su m irada no era exact am ent e igual que ant es.
—No sé, es una sim ple hipót esis. No est oy seguro.
Volvió de m al hum or: esa m uj er del t eléfono, esa conversación sobre gat os y
fibrom as, sobre t íos y est ado del t iem po en Ciudadela. La vida le parecía de pront o
t an desat inada. Esa señora del t um or se iba a m orir, claro. Pero qué significaba
t oda esa m ezcla? Y la cola, ese gusano lent o, inquiet o y policerebral. Esperando.
Todos. Qué, para qué. Dorm ir, los sueños.
Al dorm ir cerram os los oj os, y por lo t ant o NOS CONVERTI MOS EN CI EGOS. Se
det uvo un poco, sorprendido.
El alm a desam arra en el gran lago noct urno y com ienza el t enebroso viaj e: " cet t e
avent ure sinist re de t ous les soirs" . Las pesadillas serían las visiones de ese
universo abom inable. Y cóm o expresar esas visiones? Mediant e signos
inevit ablem ent e am biguos: allí no hay " copas" ni " est im ado señor" ni " piano" . Hay
copavaginas, est icaraj os, cavaginas, vagipianos, est im araj os, señoraj os,
pianicopias, coparaj os. " Análisis" de los sueños, psicoanalist as, explicaciones de
esos sím bolos irreduct ibles a cualquier ot ro lenguaj e. Que no lo hicieran reír, por
favor, que andaba m al del est óm ago. Ont ofanías y punt o.
Y qué candidez. Los Ciegos perm anecen t ranquilos. Al explicar, t odo se reduce a
unas cuant as palabras inocuas y falsas: explicarle la relat ividad a un chico
m ongólico con gest os. Claro que se pueden const ruir sím bolos con palabras. No lo
hizo Kafka? Pero esas palabras por separado no son los sím bolos. Qué dolor de
est óm ago. Dios m ío.

128
UN D ESCON OCI D O

Era un hom bre m oreno y escuálido, delant e de una copa, pensat ivo, rem ot o. Podía
verle part e de la cara, una cara angulosa, com o t allada en quebracho, unas
am argas com isuras en los labios.
Ese hom bre, pensó Bruno, est á absolut a y definit ivam ent e solo.
No sabía por qué le result aba conocido, y durant e m ucho t iem po rebuscó en su
m em oria, t rat ó de vincularlo a alguna fot ografía en diarios o revist as. Por ot ra part e
parecía asom broso que un individuo con ropa t an raída, un ser que ha llegado hast a
ese últ im o escalón, pudiera ser personaj e de periodism o. A m enos, se le ocurrió de
pront o, que alguna vez hubiese t enido algo que ver con un hecho policial. Después
de una hora o cosa así, el desconocido se levant ó y se fue. Tendría unos sesent a
años, cam inaba encorvado, era alt o y flaco. Su cara era durísim a, su ropa est aba
deshilachada y no obst ant e había dist inción en sus rasgos y en su port e. Cam inaba
com o dist raído: era evident e que no iba a ninguna part e, que nadie lo esperaba,
que t odo le era igual.
Bruno, acost um brado a escudriñar hom bres en soledad, cont em plat ivo y abúlico
com o era, pensó: " O es un crim inal o es un art ist a" . Por m eses, aquella im agen
quedó grabada en su m em oria, de m odo inexplicablem ent e fuert e. Hast a que un
día creyó recordar algo, t uvo una sospecha. Buscó en su archivo, archivo que no
era el de un filósofo ni el de un escrit or o periodist a, sino, m ás bien, el archivo de
un hom bre para quien la hum anidad const it uye un doloroso m ist erio.
Sí, ahí est aba la fot ografía: el desconocido era aquel Juan Pablo Cast el que en 1947
había m at ado a su am ant e.
El absolut o, pensó ent onces Bruno Bassán, con apacible y m elancólica envidia.

SEGUN D A COM UN I CACI ÓN D E JORGE LED ESM A

Lo sient o m ucho, pero debo hacerle saber algo que sin duda le quit ará una ilusión.
Pero yo no hice la realidad. Tengo que avisarle, dist inguido escrit or, que el Danubio
no es azul: es sucio, m arrón, agua con barro, aceit e y m ierda. Com o el Riachuelo,
aunque con m enos prest igio lit erario y m usical, qué le podem os hacer. Hay dos
m aneras de escribir. A m í m e t ocó la ot ra, m is originales son un quilom bo. Peor.
Porque con los pant alones en la m ano, a veces ni sé donde est á la cam a. Mezclo

129
t odo, soy haragán. Y com o t engo un cerebro chico, t engo que esperar que salga
una idea para que ent re ot ra.
Lo que m ás m e cuest a explicar, porque es con dibuj os y soy m al dibuj ant e, es la
Ley de las Cabezas. Una craneología avanzada. Com o ust ed podrá im aginar, el
Señor no iba a ser t an boludo com o para dej ar librado a la casualidad asunt o t an
im port ant e en el am or com o la elección del ot ro ( léase prosecución de la esclavit ud
a t ravés de los hij os) . Cuando de casualidad nace un genio es porque se hicieron
t odas las cosas al revés, cuando se violó la nat uraleza: m iles de t arados por un
genio.
Schopenhauer nunca fue querido por la m adre, y según la fábula t am poco la Virgen
María quiso realm ent e a Jesús. Si conoce ot ros casos, hágam elos llegar, para
agrandar la list a. A m í, por ej em plo, m e fabricaron cuando ya m i m adre no podía
ver a m i padre. No soy un result ado del am or: soy un subproduct o de la náusea.
Por incom pat ibilidad, el út ero rechaza a ciert os esperm at ozoides. Cuando se largó
la carrera y yo com o un gil llegué prim ero, quise echarm e at rás, pero el út ero ya se
había cerrado. Y yo adent ro! Un corso. Todo anduvo m al de ent rada. Y m e encont ré
solo y desam parado en esa caverna húm eda y desconocida. Del ot ro lado quedaron
t rillones de herm anit os ret orciéndose de asfixia, hast a m orir. Est o t am bién es am or,
señores poet as que cant áis al crepúsculo y que en realidad deberíais cant ar al
crepus- culo. Aquella sensación m e sigue, est e vient o helado que a veces m e
duerm e un cost ado de la cara: la soledad infinit a.

LOS M I RÓ CON I RRI TAD O D ESALI EN TO

Cóm o? Hay que volver a discut ir eso? Creí que est aba liquidado hace diez años.
Aquellos seudo- m arxist as que dividían la lit erat ura en polít ica o est et izant e. Y com o
el ULYSSES no era ni polít ico ni est et izant e, no exist ía. Pert enecía a alguna fauna
t erat ológica. Tal vez form aba part e de la bot ánica. A lo m ej or era un ornit orrinco.
Vam os a seguir perdiendo t iem po con esa clase de gansadas?
—Pero hay m uchachos que pregunt an, que acusan.
Se puso furioso: con ese crit erio se podía acusar a Béla Bart ók de hacer m úsica, a
Eliot de hacer poesía.
—Tengo m ucho que hacer y ando con poco t iem po. No quiero decir el reloj , quiero
decir el alm anaque.
—Sí, pero t iene obligaciones.

130
Era un m uchacho de cara durísim a, una especie de Gregory Peck baj it o y con labios
apret ados.
—Quién sos vos? Cóm o t e llam ás?
—Arauj o.
—Hace diez años que escribí t odo eso.
—Nosot ros lo hem os leído —int ervino una chica con suét er am arillo y j eans
gast ados—. No se t rat a de nosot ros, querem os grabar est o, publicarlo.
—Est oy hart o de grabaciones y ent revist as!

BRUN O QUERÍ A I RSE,

se sent ía incóm odo. Y ahora lo veía en ese rincón, quit ándose los ant eoj os y
pasándose la m ano por la frent e, con su gest o de cansancio y desalient o, m ient ras
aquellos m uchachos discut ían ent re sí. Porque ni siquiera ellos m ism os est aban de
acuerdo, y const it uían una absurda m ezcla ( qué t enía que hacer allí Marcelo, por
ej em plo, y su com pañero hosco y silencioso? en virt ud de qué disparat ada
com binación se hallaban allí t am bién?) . Y esa discordia, esa violent a e irónica
discordia, se le ocurría el signo de la t rem enda crisis, del resquebraj am ient o de las
doct rinas. Se acusaban ent re sí com o enem igos m ort ales, y sin em bargo t odos ellos
pert enecían a lo que llam aban la izquierda; pero cada uno de ellos parecía t ener
m ot ivos para considerar con desconfianza al que t enía al lado o enfrent e, com o sut il
o abiert am ent e vinculado a servicios de inform aciones, a la CI A, al im perialism o.
Miraba sus caras. Cuánt os m undos diferent es había det rás de esas fachadas,
cuánt os seres esencialm ent e dist int os. La Hum anidad Fut ura. Qué cánones, qué
clase de seres? El Hom bre Nuevo. Pero cóm o const ruirlo con ese hipócrit a arribist a,
con ese Puch que ahí lo est aba adivinando, y con alguien com o Marcelo? Qué
at ribut os, qué uña de ese pequeño t repador de la izquierda podría cont ribuir a la
int egración de ese Hom bre Nuevo? Cont em plaba a Marcelo, con su cam pera
gast ada y sus pant alones arrugados, con esa presencia casi im percept ible que sin
em bargo t ant o im ponía a Sabat o. Porque, le explicaba Sabat o, delant e de él se
sent ía siem pre culpable, com o en ot ro t iem po le había ocurrido con Art uro Sánchez
Riva; y no porque fuera t errible sino por lo cont rario: por su bondad, por su callada
reserva, por su delicadeza. No creía que su alm a fuese apacible; casi con seguridad
era at orm ent ada. Pero su t orm ent o era recat ado, hast a cort és. Le result aba curioso
observar en su cara los m ism os rasgos que en el Dr. Carranza Paz, su nariz

131
huesuda y prom inent e, su frent e alt a y est recha, aquellos oj os grandes y
at erciopelados, un poco húm edos: uno de los caballeros en el ent ierro del Conde de
Orgaz. Por qué las diferencias, ent onces? Uña vez m ás com prendía qué poco
significaban los huesos y la carne de un rost ro. Eran sut ilezas las que producían las
diferencias, a veces abism ales. Pero es que las cosas se diferencian en lo que se
parecen, había descubiert o ya Arist ót eles, la part e proust iana de aquel genio
m ult ánim e. Y eran efect ivam ent e lo que esos oj os y esa boca y esa nariz huesuda,
prom inent e, t enían de com ún lo que revelaban la fosa abiert a ent re padre e hij o.
Una fosa quizá nat ural, pero luego agrandada por los años. Trazos casi invisibles en
los ext rem os de los oj os, en los párpados, en las com isuras de los labios, en la
form a de inclinar la cabeza y de recoger las m anos ( en Marcelo, con t im idez, com o
pidiendo excusas por t enerlas, por no saber dónde esconderlas) lo que separaban
t rist e y definit ivam ent e a dos seres sin em bargo t an próxim os y hast a ( casi podría
afirm arlo) t an necesit ados ent re sí.

BUEN O, EL ESTRUCTURALI SM O!

com ent aba la chica de suét er am arillo: —El Crít ico I niciado reem plaza la palabra
hist oria por diacronía, sost iene que una descripción sincrónica es irreconciliable con
una descripción diacrónica, decret a la validez universal de las descripciones
sincrónicas y de ahí niega la posibilidad de darle un sent ido a la hist órica.
—Cóm o?! —grit ó un grandot e con una de esas caras de cosaco que en la Argent ina
sólo pueden ofrecer los j udíos.
Sabat o m iró a la chica:
—Cóm o t e llam ás? —m ient ras pensaba Silverst ein, Grinberg, Edelm an.
—Silvia.
—Sí, pero Silvia qué.
—Silvia Gent ile.
Bueno, al fin de cuent as. No había observado don Jorge I t zigsohn que nunca había
vist o t ant as caras j udías com o en I t alia? Adem ás, podía ser sarracena, esas caras
que se ven en Calabria, en Sicilia. Llevaba su cabeza un poco hacia adelant e, con
esa act it ud explorat iva de los m iopes, que pueden t ener delant e, sin saberlo, un
pozo o un cam ello.

132
Su error lo volvió m ás condescendient e. Est aba bien, que no leyeran sus libros, era
lo m ej or que podían hacer. El suj et o llam ado Puch se apresuró a decir que él los
había leído t odos.
—No m e digas —com ent ó S. con dist raída ironía.
Los m uchachos seguían discut iendo y acusándose sobre est ruct uralism o, Marcuse,
im perialism o, revolución, Chile, Cuba, Mao, burocracia soviét ica, Borges, Marechal.
—Ent onces?
—Ent onces qué?
Lo que el Cosaco, con voz inadecuadam ent e aguda quería decir era si ent onces
había que dej ar de escribir.
—Y vos quién sos?
—Mauricio Sokolinski, con i lat ina, oj o, 23 años, señas part iculares ninguna.
S. lo est udió. No escribía, por casualidad?
—Debo adm it irlo.
Y qué era lo que escribía?
Aforism os. Aforism os de un salvaj e. Yo soy m uy brut o, sabe.
Qué clase de aforism os?
— Ust ed m e dij o que eran excelent es.
—Yo? Cuándo?
—Cuando le m andé el libro. Ret rat o en la cont rat apa. No le debe de haber
im presionado m ucho, se ve.
Pero sí, claro, por supuest o. Sokolinski con i lat ina, nat uralm ent e.
Est aba bien, y ent onces?
Hay m iles de revist as en los quioscos de la calle Corrient es que m achacan lo
m ism o.
—Qué.
—Que la lit erat ura no t iene m ás sent ido.
—Perdón —int ervino S.—, pero esos chicos qué son? Obreros de la const rucción,
m et alúrgicos ?
—No, claro que no. Escrit ores, al m enos escriben revist as.
Ent onces?
Ent onces qué.
—Nada —afirm ó Silvia—, que lo coherent e sería que dej aran de publicar esas
revist as. Que por ot ra part e no levant arán las m asas del noroest e. Que agarren un
fusil, que ent ren en la guerrilla. Eso sería coherent e.
—Pero aun adm it iendo que ent ren en la guerrilla —prosiguió S.—, eso hablaría m uy
bien de los que se deciden, pero no por eso quedaría invalidada no ya los libros t ipo
Marx o Bakunin sino la lit erat ura en sent ido est rict o. Es com o si la m edicina hubiese
quedado descalificada por la act it ud de Guevara. Ot ra cosa: cuándo un cuart et o de

133
Beet hoven sirvió para prom over la Revolución Francesa? Habría que negar la
m úsica, por esa ineficacia? No sólo la m úsica: la poesía, casi t oda la lit erat ura y
t odo el art e. Y ot ra cosa. Si no recuerdo m al la dialéct ica m arxist a, una sociedad no
est á m adura para una revolución si no es capaz de com prender lo que hay de
valioso, y por lo t ant o de rescat able, en esa sociedad que quiere suplant arse. Hast a
m e est á pareciendo que lo dij o el propio Marx. Est os chicos son m ás m arxist as que
Marx? Pero algunas conclusiones, por favor.
—Prim ero —est ableció Silvia—, que esos chicos de la calle Corrient es...
—Y vos, de dónde sos —int errum pió Arauj o.
—Que esos chicos de la calle Corrient es que se inflam an m ut uam ent e con sus
revist as sim ét ricas dej en de escribir y t om en un fusil. Segundo...
—Mom ent o —int errum pió Sabat o—, no leo esas revist as. Pero insist o en que no
sólo con fusiles se preparan las revoluciones. Y quién les dice que alguna de esas
revist as ayuda.
—Segundo, que dej en en paz a las art es y las let ras m ient ras hacen la Revolución.
—Sí —advirt ió el Cosaco—, pero es que la m ayoría no va a ent rar en la guerrilla y
van a salir diciendo que su deber de com bat ient es es ayudar desde su t rinchera.
—Trinchera? Qué t rinchera?
—La lit erat ura.
—Pero cóm o, no se había quedado en que la lit erat ura no t enía sent ido? Que no
ayudaba a derribar est a put refact a sociedad?
—Claro. Pero est a lit erat ura.
—Cuál, por favor.
—La que acababa de enum erar Sabat o. Dant e, Proust , Joyce, et c.
—Es decir, t oda la lit erat ura.
—Por supuest o.
—Pero ent onces —se resolvió a int ervenir S.— cuál sería la ot ra?
—Le explicaré —respondió Silvia—. Est os m uchachos han elegido la lit erat ura,
siguen act uando com o escrit ores y dicen, o sim ulan, que desde allí, desde ese
Frent e van a invadir el Cuart el de la Moneada. Y de ahí su pet ición de principios: la
posibilidad de una especie de Libro Revolucionario, m odelo absolut o que reside en
un cielo donde Plat ón det ent a, ent re ot ros Obj et os I deales, la Cara de Fidel. A part ir
de ahí decret an cuáles libros con m inúscula se acercan a ese arquet ipo y cuáles no.
—Si no ent endí m al —aduj o Sabat o—, cuáles no es t oda la lit erat ura.
—En efect o. A esa lit erat ura, es decir a t oda la lit erat ura; est os revolucionarios la
ponen en el m ism o caj ón de las charadas y los crucigram as. Juegos grat uit os.
Fuera de ese caj ón quedaría la Lit erat ura Revolucionaria, que t iene la eficacia de un
m ort ero.
—El único inconvenient e de esa lit erat ura —observó Sabat o— es que no exist e.

134
—Le parece? —pregunt ó con heladez Arauj o.
—A m enos que llam es lit erat ura revolucionaria a las proclam as, discursos de
barricadas y panflet os. A esas obras de t eat ro soviét icas en que el Tract orist a
Condecorado cont rae nupcias con la St aj anovist a Prem iada para engendrar Hij os de
la Revolución quím icam ent e puros. Tam bién los franceses, no vayan a creer, en
aquel t iem po. Había obras ( cuent an, dicen, porque es com o una leyenda,
desaparecieron del m apa de puro m alas) t it uladas Virgen y Republicana.
Arauj o y Silvia se agarraron violent am ent e.
—Pero est os t errorist as de la crít ica de izquierda —dij o Silvia— siguen buscando la
quint a rueda del carro, ven un colonialist a en cualquier aut or de cuent os
fant ást icos. Y lo m ás cóm ico es que ellos son lit erat os de alm a.
—Porque no dej an de escribir ni un segundo —acot ó el Cosaco. —Ni dej an escribir a
los dem ás.
Pero Sabat o, qué decía.
Los escuchaba: le parecía inverosím il que t odavía se discut iesen ciert as cosas. Se
habían olvidado que Marx recit aba a Shakespeare de m em oria?
—Quién les dice —com ent ó Silvia—, Shakespeare escribió ese Libro Revolucionario
y los chicos de la calle Corrient es no lo saben. Est aba bien, que se dej ara en paz al
pobre Karl Marx, que por lo vist o era un incurable rom ánt icopequeñoburguéscon-
t rarrevolucionarioalserviciodelim perialism oyanqui.
—Pero ent onces —pregunt ó inesperadam ent e el de aspect o indígena, que se había
m ant enido en su silencio hierát ico—, fuera de m et erse a guerrillero no se puede
hacer nada con libros en favor de la Revolución?
—Est am os hablando de ficción, de poesía, hom bre —dij o Sabat o, ya con fast idio—.
Por supuest o que se puede hacer m ucho por la Revolución con libros de sociología,
de crít ica, ya lo dij e al com ienzo. El MANI FI ESTO COMUNI STA es un libro, no es una
am et ralladora. Est am os hablando de escrit ores en un sent ido est rict o. Que alguien
quiera ayudar a la revolución con un m anifiest o, con una crít ica de las inst it uciones,
con un t rabaj o de género periodíst ico o filosófico, no sólo es posible: es exigible, si
se pret ende revolucionario. Lo grave es cuando se confunden los planos. Com o si
sost uviesen que lo valioso en Picasso es su célebre palom it a, m ient ras que sus
m uj eres de perfil con dos oj os son podrido art e burgués. Com o sost ienen t odavía
los crít icos soviét icos. Esa policía del realism o socialist a.
Alguien habló de una m uest ra de Picasso en Moscú.
Quién? Cóm o?
Se produj o una confusa discusión a grit os ent re los chicos.
—No perdam os el t iem po en est a discusión inút il —dij o Sabat o—. No sé si por fin
hicieron o no exposiciones de Picasso. Hablo de la doct rina oficial, que es lo grave.
No creo que la palom it a haya evit ado un solo bom bardeo en el Viet nam , pero al

135
m enos es legít im a. Lo ilegít im o es sost ener que sólo eso es art e, que esa clase de
affiches es lo que debe hacer un pint or que quiere el cam bio social. Lo ilegít im o es
confundir los planos: el art e con los affiches. Adem ás, a veces nos vienen con el
cuent o de que ahora el art e no puede andar con esa clase de luj os cuando el
m undo se viene abaj o. Pero t am bién se venía abaj o en la época de la Revolución
Francesa, y un art ist a com o Beet hoven era revolucionario, hast a el punt o de
rom per la dedicat oria a Napoleón cuando lo defraudó. Pero sin em bargo no escribía
m archit as revolucionarias. Escribía m úsica grande. No fue Beet hoven el que escribió
LA MARSELLESA.
—Claro! —casi grit ó Puch.

A BRUN O LO FASCI N ABA AQUEL ROSTRO,

cada frase servil le provocaba vergüenza por la raza hum ana ent era, sabía que
podría convert irse en delat or policial o t repar hast a convert irse en funcionario de
est e régim en o del opuest o. Y ent onces volvía a pensar en Carlos, con alivio.
Aunque era un alivio doloroso, porque sabía cuánt o cost aba a seres com o Carlos la
exist encia de gusanos com o Puch. Carlos. No est aba de nuevo al lado de Marcelo?
Porque los espírit us se repit en, casi encarnados en la m ism a cara ardient e y
concent rada de aquel Carlos de 1932. La cara de un m uchacho que sufre algo
profundísim o que no puede ser revelado a nadie, ni siquiera a ese Marcelo que es
quizá su ínt im o com pañero, pero seguram ent e en una am ist ad hecha de silencio y
de act os. Con Carlos volvían a su m em oria nom bres de aquel t iem po: Capablanca y
Alekhine, Sandino, Al Jolson cant ando en aquel film grot esco, Sacco y Vanzet t i.
Ext raña y m elancólica m ezcla! Lo volvía a ver a Carlos, del que nunca supieron el
verdadero apellido, leyendo encarnizadam ent e ediciones barat as de Marx y Engels,
m oviendo los labios con lent it ud, en silencio, con los puños apret ados cont ra las
sienes, en aquel cuart o de la calle Form osa, com o alguien que penosam ent e busca
y finalm ent e desent ierra el cofre del t esoro, donde encont rará la clave de su
exist encia desvent urada, la m uert e de su m adre en una casilla de zinc rodeada de
chicos con ham bre. Era un espírit u religioso y puro. Cóm o podía com prender a los
hom bres en general? La encarnación, la caída? Cóm o podía ent ender la
cont am inada condición del hom bre? Cóm o podía alguna vez com prender y acept ar
la exist encia de com unist as com o Blanco? Veía sus oj os ardient es en aquella cara
dem acrada y reconcent rada. Habría sufrido hast a el lím it e de t odo padecim ient o,

136
hast a volverse espírit u puro, com o si su carne se hubiese calcinado por la fiebre;
com o si su cuerpo, at orm ent ado y quem ado, se hubiera reducido a un m ínim o de
huesos y piel, y a unos pocos y durísim os m úsculos para soport ar la t ensión de la
exist encia. Casi nunca hablaba, com o est e ot ro ahora, pero sus oj os ardían con el
fuego de la indignación, m ient ras sus labios, en su cara rígida, se apret aban para
guardar sus angust iosos secret os. Y ahora volvía en est e ot ro m uchacho, t am bién
m oreno y esm irriado, que no t erm inaba de ent ender por qué est aba allí, ent re t ant a
palabra para él incom prensible. Quizá por su sola fidelidad a Marcelo. Y, hecho
curioso, t am bién se reit eraba aquella ot ra sim biosis. Pues en la am ist ad de Carlos
con Max, t an inexplicable en apariencia, la bondad de Max ( aunque él no era la
réplica de Marcelo) era indispensable para apagar de vez en cuando la t ensión de
Carlos, com o el agua para quien at raviesa el desiert o.

BUEN O, ESTÁ BI EN ,

hay que ser m uy idiot a para rechazar t oda lit erat ura en nom bre de la Revolución —
adm it ió Arauj o—. Ni Marx, ni Engels lo hicieron. Ni el propio Lenin. Pero creo que sí
debe cuest ionarse ciert o t ipo de lit erat ura.
—Y cuál sería? —pregunt ó Sabat o.
—La lit erat ura de int rospección, por de pront o.
Sabat o est alló con furia.
—Ya est oy hart o de est a clase de im becilidades. Por qué no levant am os el nivel
filosófico de est e diálogo? Claro, el paralogism o que t ienen en la cabeza es m ás o
m enos así: la int rospección significa hundirse en el yo, el yo solit ario es un egoíst a
que no le im port a el m undo, o un cont rarrevolucionario que int ent a hacernos creer
que el problem a est á dent ro del alm a y no en la organización social, et c. Pasan por
alt o un pequeño det alle: el yo solit ario no exist e. El hom bre exist e en una sociedad,
sufriendo, luchando y hast a escondiéndose en esa sociedad. Vivir es convivir. El yo
y el m undo, vam os. No ya sus act it udes volunt arias y vigilant es son la consecuencia
de esa convivencia. Hast a sus sueños, sus pesadillas. Hast a sus delirios de loco.
Desde ese punt o de vist a, la novela m ás subj et iva es social, y de una m anera
direct a o t ort uosa est á dando un t est im onio de la realidad ent era. No hay novela de
int rospección y novelas sociales, am igo: hay novelas grandes y novelas chiquit as.
Hay buena lit erat ura y m ala lit erat ura. Tranquilícese: ese escrit or dará siem pre un
t est im onio del m undo, aunque sea chiquit it o así.

137
Arauj o escuchaba con reconcent rada dureza.
—No m e parece t an nít ido —arguyó—. Por algo Marx adm iraba a escrit ores com o
Balzac. Esas novelas son t est im onios de una sociedad.
—Las novelas de Kafka no describen huelgas de ferroviarios en Praga, y sin
em bargo quedarán com o uno de los t est im onios m ás profundos del hom bre
cont em poráneo. Result a que habría que quem ar t oda su obra, com o la de
Laut réam ont o la de Malcolm Lowry. Miren, m uchachos, ya les dij e que m e queda
poco t iem po, y no lo voy a perder con est a clase de precariedades filosóficas.
—Creo que est am os perdiendo el t iem po —com ent ó Silvia.
—Tam bién lo creo yo —dij o Sabat o—. He hablado sobre est o hast a el cansancio,
pero observo que siem pre se vuelve con los m ism os argum ent os. Y no sólo acá.
Miren ese report aj e de Ast urias.
—Sobre qué.
—Sobre nosot ros, ciert os escrit ores argent inos. Explicó que no som os
represent at ivos de la Am érica Lat ina. Algo parecido dij o un crít ico nort eam ericano,
hace poco: que la Argent ina no t iene lit erat ura nacional. Claro, la carencia de un
fuert e color local confunde a est a clase de censores, que en el fondo reclam an una
escenografía pint oresca para conceder el cert ificado. Para est os ont ólogos, un negro
en una plant ación de bananas es real, pero un est udiant e de liceo que m edit a sobre
su soledad en una plaza de Buenos Aires es una aném ica ent elequia. A est e
superficialism o lo llam an realism o. Porque est o de lo nacional est á vinculado al
m áxim o y siem pre equívoco problem a del realism o. Est a palabra, eh... Cóm o
em brom an con esa palabra. Si m ient ras duerm o sueño con dragones, y
considerando la absolut a falt a de dragones en la Argent ina, se debe inferir que m is
sueños no son pat riót icos? Habría que pregunt arle a ese crít ico nort eam ericano si la
inexist encia de ballenas m et afísicas en el t errit orio de los Est ados Unidos conviert e
a Melville en un apát rida. Dej ém onos de t ont erías, por favor! Est oy hast a acá.
Sabat o se quit ó los ant eoj os y se pasó la m ano por los oj os y la frent e, m ient ras
Silvia discut ía con el Cosaco y con Arauj o. Pero él no lo escuchaba ni los oía. De
pront o volvió a la carga:
—Esas t ont erías provienen de suponer que en definit iva la m isión del art e consist e
en copiar la realidad. Pero oj o: cuando est a gent e habla de realidad quiere decir
realidad ext erna. La ot ra, la int erior, ya sabem os que t iene m uy m ala prensa. Se
t rat a de convert irse en m áquina fot ográfica. De cualquier m odo, y para los que
creen que el realism o consist e en descubrir ese m undo ext erno, ya la form ación de
la Argent ina a base de inm igrant es europeos, su clase m edia poderosa, su
indust ria, legit im a una lit erat ura que no se ocupe del im perialism o bananero. Pero
hay m ot ivos m ás valederos, ya que el art e no t iene la m isión que esa gent e
supone. Sólo un candoroso t rat aría de docum ent arse sobre la agricult ura en las

138
cercanías de París hacia fines de siglo consult ando algunos cuadros de Van Gogh.
Es evident e que el art e es un lenguaj e m ás em parent ado con el sueño y con el m it o
que con las est adíst icas y las crónicas de los periódicos. Com o el sueño y el m it o es
una ont ofanía...
—Una ont o qué? —grit ó el Cosaco, con alarm a.
—Una ont ofanía, una revelación de la realidad. Pero de t oda la realidad, eh! De
t oda. No sólo de la ext erior sino de la int erior. No sólo de la racional sino de la
irracional. Com prendan. Eso es infinit am ent e com plej o. Porque sufre sin duda una
fuert e im pregnación de lo obj et ivo, pero que m ant iene con ese m undo obj et ivo una
relación m uy sut il, m uy com plej a. Hast a cont radict oria. Si la sociedad fuera lo
decisivo, lo único, cóm o podría explicarse la diferencia ent re una lit erat ura com o la
de Balzac y la de su cont em poráneo Laut réam ont ? O com o la de Claudel y la de
Céline? En definit iva, t odo art e es individual porque es la visión de una realidad a
t ravés de un espírit u que es único.
—Nos est am os apart ando del problem a —int errum pió Arauj o con aspereza.
—El que se est á apart ando del problem a es ust ed! Y le adviert o que no he
t erm inado. Les decía que t odo art e es individual, y ésa es la diferencia esencial con
el conocim ient o cient ífico. En el art e, lo que im port a es precisam ent e ese diagram a
personal, único, esa concret a expresión de la individualidad. Por eso hay est ilo en el
art e y no hay est ilo en la ciencia. Qué sent ido t endría hablar del est ilo de Pit ágoras
en su t eorem a de la hipot enusa? El lenguaj e de la ciencia puede y en rigor debe
consist ir en signos abst ract os y universales. La ciencia es la realidad vist a por un
suj et o prescindent e. El art e es la realidad vist a por un suj et o im prescindent e. Esa
incapacidad, incapacidad ent re com illas, es j ust am ent e su riqueza. Y lo que le
perm it e dar la t ot alidad de la experiencia hum ana, esa int eracción del yo y del
m undo que es la realidad int egral del hom bre. Desde est e punt o de vist a es
disparat ado acusar a Borges de no ser represent at ivo. Represent at ivo de qué? de
qué? Él represent a, com o nadie, la realidad Borges- m undo. Esa realidad no t iene
por qué ser la que fot ográficam ent e vem os de la Argent ina. Esa m anera única de
ver el m undo se m anifiest a en un idiom a que t am bién es único. I diom a que no hay
m ás rem edio que llam ar idiolect o. Palabra horrible que quizás sea sinónim o de
est ilo. Sería bueno, en consecuencia, que a est a alt ura del desarrollo de nuest ras
let ras ( y oj o que no t enem os cient o cincuent a años, no som os una " nueva"
lit erat ura, sino que t enem os m il, som os t an descendient es del Cant ar del Cid com o
un escrit or de Madrid) , a est a alt ura de nuest ras let ras se t erm ine con t odas est as
falacias. Y acept em os de una buena vez que ent re nosot ros puede haber, y sin
problem as de m ala conciencia, art ist as t an opuest os com o Balzac y Laut réam ont .
Se levant ó y ya se iba, pero est aba dem asiado excit ado. Se det uvo y agregó:

139
—Le hacen un flaco favor a Marx est os epígonos de bazar, haciéndolo responsable
de cualquier idiot ez que se les ocurre, com o esa relación direct a y proporcional
ent re los bananeros y la lit erat ura de int rospección. Y el hecho de que él prefiriera a
Balzac es respet able, pero espero que no m e digan que es el único ser en el m undo
que pueda t ener preferencias. Ahora result a que t odos t enem os que preferir a
Balzac porque él lo dij o. Y ent onces un poet a com o Laut réam ont será un suj et o
sospechoso, porque con sus delirios escapa a la realidad francesa de su t iem po, la
carest ía de la papa. Un vendido al capit alism o. Con ese crit erio, cuando la
Revolución Francesa t ronaba en t oda Europa, Beet hoven debía haber escrit o
m archit as m ilit ares o por lo m enos m úsica com o esa 1812 de Tchaikovsky, en lugar
de sus cuart et os. No sé dónde leí, debe de haber sido ot ro de est os epígonos de
dos por cinco, que en Francia un hom bre com o Laut réam ont podía quizá hacer eso.
Pero que si lo hacem os aquí som os im it adores de la lit erat ura europea. Ahora bien,
si t enem os present e que un t ipo de art e com o ése t iene m ucho que ver con el
sueño, result a que sólo se puede soñar en Francia. Aquí no debem os dorm ir, y si
dorm im os hay que soñar con aum ent o de salarios y huelgas de m et alúrgicos. Y no
les digo nada si nos ocupam os de la m uert e. No sé quién de ést os m e crit icaba
porque m e ocupaba de esa t em át ica europea. Claro, aquí no nos m orim os. Aquí
som os inm ort ales folklóricos. La m uert e es asunt o sospechosam ent e vinculado a
Wall St reet . Los ent ierros est án al servicio del im perialism o. Bast a por el am or de
Dios! Bast a con t ant a dem agogia filosófica!
Volvió a levant arse.
—No, por favor, no se vaya —pidió Silvia.
—Para qué? Est as discusiones no t ienen sent ido.
—Pero, por favor, hay por lo m enos un par de cosas que querríam os pregunt arle —
insist ió Silvia.
—Qué cosas.
Bruno le pidió que se calm ara, t om ándolo suavem ent e de un brazo.
Est aba bien, pero para qué, en fin.
—Lo que sucede —agregó cuando se hubo calm ado— es que esa gent e ni siquiera
ha ent endido al m arxism o. Si la lit erat ura fuese enem iga de la revolución, o por lo
m enos una especie de m ast urbación solipsist a, no se explica por qué Marx
adm iraba a Shakespeare. Y al cort esano y m onárquico Goet he. Seguro que est os
m ini- pensadores m e saldrán argum ent ando que ahora la sit uación es m ás
perent oria y que, sobre t odo en el Tercer Mundo, no es m om ent o para lit erat ura. Yo
les pregunt aría si en el m om ent o en que Marx iba a la Bibliot eca de Londres,
cuando se explot aba bárbaram ent e en las m inas de carbón a chiquilines de siet e
años, era m om ent o para la poesía y la novela. Porque no sólo Dickens escribía
ent onces. Tam bién escribían Tennyson, y Browning, y Rosset t i. Y en plena

140
revolución indust rial, uno de los hechos hist óricos m ás despiadados que se
regist ran, hubo art ist as com o Shelley y Byron y Keat s. Muchos de los cuales
t am bién leía y adm iraba Marx. Lindo favor le hacen a su m aest ro adj udicándole
est upideces de ese t am año! Y, adem ás, esa ot ra idea falsa y superficial del art e
com o reflej o de la sociedad, de la clase a que pert enece. Y no sólo del art e: del
pensam ient o. Pero hom bre, con ese crit erio Marx no podía ser m arxist a, ya que era
un burgués. El m arxism o debía haber sido invent ado por un m inero de Cardiff. Me
parece que ni siquiera han ent endido la dialéct ica. Supongo que leyeron el QUÉ
HACER de Lenin, no? Y bien, la clase obrera por sí m ism a habría sido incapaz de
llegar al socialism o, no habría pasado del grem ialism o am arillo. El socialism o lo
crearon burgueses com o Marx y Engels, arist ócrat as com o Saint - Sim on y Kropot kin,
int elect uales com o Lenin y Trot ski.
—El Che Guevara.
—Y lo que dij e para pensadores vale con m ayor fuerza para poet as y escrit ores. Ya
que la ficción, com o el sueño, y por m ot ivos sem ej ant es, es en general un act o
ant agónico de la realidad, no un m ero reflej o pasivo. Así se explica que m uchas
veces sea host il a la sociedad de su t iem po. Se t rat a aquí, debo decir, m ás bien de
una dialéct ica en el sent ido de Kierkegaard.
—Cóm o, cóm o? —pregunt ó Arauj o, con sorpresa.
—Sí, j oven. De Kierkegaard. Ha oído bien. No veo por qué hay que alarm arse ni
desinfect arse. Al fin de cuent as, la reacción cont ra esa ent elequia que era el
hom bre para el pensam ient o ilust rado no fue sólo obra de Marx sino t am bién de
Feuerbach y de Kierkegaard. La defensa del hom bre concret o. Pero, com o les iba
diciendo, el art e suele ser un act o ant agónico. Y, com o el sueño, a m enudo se
opone a la realidad, y hast a agresivam ent e. Vean Est ados Unidos. El colm o de la
alineación, y ha producido una de las m ás not ables lit erat uras de t odos los t iem pos.
Y la Rusia zarist a. Observen el m ecanism o secret o en sus dos cum bres: en ese
conde Tolst oi, arist ócrat a hast a la m édula de los huesos, que da uno de los
t est im onios m ás t enebrosos de la condición del hom bre. Y el ot ro, ese zarist a
llam ado Dost oievsky.
—Pero el art e prolet ario —com enzó Arauj o.
—Qué es eso? Dónde est á? Se refiere ust ed a esas t arj et as post ales coloreadas con
St alin a caballo dirigiendo bat allas en las que no est uvo nunca? Esas cursis t arj et as
post ales que ese hom bre creía la cum bre de la est ét ica revolucionaria y que eran el
colm o del m ás chat o nat uralism o burgués? Curioso, y digno de m edit arse: las
revoluciones parecen preferir siem pre el art e reaccionario y superficial. Los fam osos
pom piers de la Revolución Francesa. Vean adónde va a parar la fam osa t eoría del
reflej o. No es Delacroix el art ist a de la revolución sino David, y ot ros peores que

141
ese académ ico. Y m ient ras St alin caía en éxt asis delant e de esos product os prohibía
el gran art e occident al.
—Sí, pero si se est á en plena revolución —insist ió Arauj o— lo que est orba o hace
peligrar la revolución no puede ser t olerado. Es una guerra. Y se t rat a de vencer o
m orir. Y si una obra da argum ent os al enem igo o por lo m enos ablanda o dist rae al
com bat ient e, se t iene el derecho hist órico de im pedirla.
—Un art e cont rarrevolucionario, en sum a —pregunt ó Sabat o.
—Sí.
Hast a Silvia lo m iraba callada.
Pero no fueron las palabras de Arauj o ni el silencio de la chica lo que desasosegó a
Sabat o sino la m irada del com pañero de Marcelo, que de pront o advirt ió fij a en él.
Todo el t iem po se había sent ido inquiet o por aquella presencia poderosa, poderosa
por su sim ple pureza, o porque le recordaba la expresión de aquel Carlos de 1932.
Sus oj os resplandecían en silencio en su cara aust era y dolorosam ent e
reconcent rada, com o dos brasas en una sufrida t ierra reseca. A su lado, Marcelo era
com o un ángel bondadoso que cuidara un ser a la vez fuert e e indefenso en un
m undo apocalípt ico y podrido. Sí, recordaba el suplicio de Carlos y el que t arde o
t em prano sufriría est e ot ro m uchacho, o t al vez habría ya sufrido. Y t odas las
palabras que habían est ado diciendo, t odo aquel chisporrot eo filosófico se convert ía
en un m ot ivo de vergüenza frent e a la solit aria ret icencia de alguien surgido vaya a
saber de qué provincia m iserable, víct im a y t est igo de infinit as inj ust icias y
hum illaciones. Con voz repent inam ent e baj a, casi com o si hablara para sí m ism o,
m irando hacia el suelo, Sabat o dij o:
—Sí, m uchachos... Pero t engan cuidado con esa palabra, t engan cuidado de
aplicarla con odio y con ligereza, porque ent onces hom bres com o Kafka...
Est aba m uy angust iado. Por un lado pensaba que cualquier cosa que dij era podría
herir o desilusionar a ese m uchacho. Por el ot ro, sent ía el deber de aclarar, de
explicar. El deber de im pedir que ellos, que alguno de ellos, el m ás puro, pudiera
un día com et er una t rem enda inj ust icia, aunque fuera una sagrada inj ust icia.
—El dilem a no es lit erat ura social y lit erat ura individual, m uchachos... El dilem a
est á ent re lo grave y lo frívolo. Cuando m ueren niños inocent es baj o las bom bas en
el Viet nam , cuando son t ort urados los seres m ás puros en las t res cuart as part es
del m undo, cuando el ham bre y la desesperación dom inan en la m ayor part e del
m undo, com prendo que se clam e cont ra ciert o t ipo de lit erat ura... Pero cont ra cuál,
m uchachos... Cont ra cuál? Pienso que exist e t odo el derecho a rechazar el j uego
frívolo, el m ero ingenio, la diversión verbal... Pero debe t enerse cuidado de
repudiar a los grandes y desgarrados creadores que son el m ás t errible t est im onio
del hom bre. Porque t am bién ellos luchan por la dignidad y la salvación. Sí, es
ciert o, la inm ensa m ayoría escribe por m ot ivos subalt ernos. Porque busca fam a o

142
dinero, porque t iene facilidad, porque no resist e la vanidad de verse en let ra de
im prent a, por dist racción o por j uego. Pero quedan los ot ros, los pocos que
cuent an, los que obedecen a la oscura condena de t est im oniar su dram a, su
perplej idad en un universo angust ioso, sus esperanzas en m edio del horror, la
guerra o la soledad. Son los grandes t est igos de su t iem po, m uchachos. Son seres
que no escriben con facilidad sino con desgarram ient o. Hom bres que un poco
sueñan el sueño colect ivo, expresando no sólo sus ansiedades personales sino las
de la hum anidad ent era... Esos sueños pueden incluso ser espant osos, com o en un
Laut réam ont o un Sade. Pero son sagrados. Y sirven porque son espant osos.
—La cat arsis —apunt ó Silvia.
Sabat o la m iró y ya no dij o nada. Parecía m uy preocupado y descont ent o. Se quit ó
los ant eoj os y se apret ó la frent e, en m edio de un silencio absolut o. Después dij o
algo que no se ent endió bien y se fue.

M ORI R POR UN A CAUSA JUSTA

pensaba Bruno, m ient ras veía a Marcelo alej arse con su com pañero por la calle
Defensa. Morir por el Viet nam . O quizá aquí m ism o. Y ese sacrificio sería inút il y
candoroso, porque el nuevo orden finalm ent e sería copado por cínicos o
negociant es. El pobre Bill yendo de volunt ario a la RAF, ahora sin piernas,
quem ado, m irando pensat ivo por la vent ana que da a la calle Morán; para que los
em presarios alem anes, m uchos de ellos nazis o cript onazis, t erm inaran haciendo
buenos negocios con los em presarios ingleses, durant e exquisit as com idas, con
am ables sonrisas. Term inaran haciendo negocios? Pero aun en plena guerra no
había colaborado con Hit ler la I TT? Y la General Mot ors no le había vendido
subrept iciam ent e m ot ores para t anques?
Claro, cóm o no adm irar a Guevara. Pero sorda y t rist em ent e al g o le m urm uraba
que en 1917 la Revolución Rusa t am bién había sido rom ánt ica, grandes poet as la
habían cant ado. Porque t oda revolución, por pura que sea, y sobre t odo si lo es,
est á dest inada a convert irse en una sucia y policial burocracia, m ient ras los
m ej ores espírit us concluyen en las m azm orras o en los m anicom ios. Sí, t odo eso
era am argam ent e ciert o.
Pero el act o de enrolarse en la RAF había sido absolut o, incont am inado y et erno: ni
uno ni m il fabricant es de conservas podrían arrebat arle a Bill ese diam ant e. Qué
im port aba, ent onces, lo que un día podría llegar a ser cualquier revolución. Más aún

143
( pensaba con asom bro, recordando a Carlos t ort urado no ya por Crist o o Marx sino
por Codovilla) : ni siquiera im port aba que la doct rina fuese verdadera. El sacrificio
de Carlos fue un absolut o, la dignidad del hom bre se salvó una vez m ás con su solo
act o. A pesar de haber sido un iluso, y precisam ent e por haberlo sido, Carlos
rescat aba a la hum anidad ent era del cinism o y del acom odo, de la baj eza, de la
podredum bre. Ahí iban los dos. Al lado de aquel t ím ido arist ócrat a que renunciaba a
los privilegios de su clase, iba el ot ro, esm irriado y hum ilde. Quizá a m orir por
alguien que un día habría de t raicionarlos o defraudarlos.
Ahí iban por la calle Defensa. Hacia qué t errible pero herm oso dest ino?

H ACÍ A M UCH OS AÑ OS

que S. no cam inaba por el Parque Lezam a. Se sent ó frent e a la est at ua de Ceres y
quedó cavilando en su dest ino. Luego fue a t om ar un café en el boliche de Brasil y
Balcarce, donde t ant as veces seguram ent e Alej andra t om aba algo con Mart ín. Miró
dist raídam ent e a su alrededor, había discusiones. Panzeri es un exagerado. No,
señor, es un t ipo que no se vende, eso es lo que pasa. Panzeri no ve m ás que
desast res, el PRODE t iene su lado beneficioso, qué em brom ar. Un hom bre j oven,
casi un m uchacho, al parecer bast ant e alt o, leía un diario que le t apaba la cara. No
le habría llam ado la at ención si no hubiese advert ido ( vivía en perm anent e alert a,
no era para m enos) que por m om ent os lo at isbaba por encim a del periódico. Claro,
el hecho podía no t ener t rascendencia, quizá era uno de los t ant os chicos que lo
conocía. Por lo poquísim o que alcanzaba a ver de su frent e t enía la sensación de
haberlo vist o en ot ras oport unidades. Pero dónde? Cóm o?

N UN CA LO H ABÍ A VI STO

pero sin duda era él, lo habría reconocido ent re m iles, no sólo por sus fot ografías
sino porque su corazón golpeó con violencia cuando lo divisó, en aquel rincón del
café, com o si ent re él y Sabat o exist iera una silenciosa y secret a señal que podía
est ablecer ese reconocim ient o en cualquier lugar del m undo, ent re m illones de

144
personas. Repent inam ent e avergonzado por la sola posibilidad de ser reconocido
por él, Mart ín se ocult ó t ras el diario que acababa de com prar. Pero a cada
m om ent o, com o quien est á com et iendo un act o prohibido y t errible, lo espiaba.
Trat aba de descubrir la raíz de ese sent im ient o, pero le result aba difícil, com o si
t uviese que leer las palabras de una cart a de t rem enda t rascendencia pero casi
inint eligible por la falt a de luz y por una am bigüedad en los t razos que t al vez fuera
consecuencia del desgast e, del aj am ient o del papel, del t iem po. I nt ensam ent e
t rat aba de definir ese sent im ient o indefinible, hast a que pensó que acaso fuera
sem ej ant e al de un m uchacho que después de un viaj e por países rem ot os
observase el rost ro de alguien del que se dice que es su padre, pero al que nunca
ant es ha vist o en su vida.
Trat aba de descubrir lo que había debaj o de aquella m áscara de huesos y cansada
carne, porque Bruno le decía qué no bast an los huesos y la carne para const ruir un
rost ro, que es algo infinit am ent e m enos físico que el rest o del cuerpo, ya que est á
calificado por ese conj unt o de sut iles at ribut os con que el alm a se m anifiest a o t rat a
de m anifest arse a t ravés de la carne. Mot ivo por el cual, pensaba Bruno, en el
inst ant e m ism o en que alguien se m uere su cuerpo se t ransform a en algo
m ist eriosam ent e dist int o, t an dist int o com o para que podam os decir " no parece la
m ism a persona" , no obst ant e t ener los m ism os huesos y la m ism a m at eria de un
segundo ant es, un segundo ant es de ese m om ent o en que el alm a se ret ira del
cuerpo y en que ést e queda t an m uert o com o una casa cuando se han ido para
siem pre ( ret irando sus cosas t an personales) los seres que la habit aron y que allí
sufrieron y am aron.
Sí, pensaba Mart ín: las sut ilezas de los labios, las pequeñas arrugas en t orno de los
oj os, esas im precisas im ágenes de los habit ant es int eriores, esos desconocidos que
se asom an a las vent anas de los oj os, de m odo am biguo y fugit ivo y casi t raslúcido:
las figuras de los fant asm as int eriores.
Era arduo, era casi im posible descubrir t odo eso desde lej os.
Y así, aquel hom bre, aquel rost ro, se le aparecía apenas com o el rum or de una
lej ana conversación, que sabem os im port ant ísim a y que ansiosam ent e querríam os
descifrar.
Soy un huérfano, se dij o Mart ín, con t rist eza, y sin saber por qué.

SALI Ó D EL CAFÉ Y VOLVI Ó AL PARQUE

145
Ahí est aba, im perioso y férreo, don Pedro de Mendoza, señalando con su espada la
ciudad que su real gana decidía fundar aquí: SANTA MARÍ A DE LOS BUENOS
AYRES, 1 5 3 6 . Qué bárbaros, era el calificat ivo que siem pre se le ocurría. Y esas
m uj eres: I sabel de Guevara, Mari Sánchez, Elvira Pineda...
Esas idiot eces invent adas por el hum anism o abst ract o: t odos los hom bres son
iguales, t odos los pueblos son iguales. Había hom bres grandes y hom bres enanos,
pueblos gigant escos y pueblos chiquit os así.
La crueldad de la conquist a. Los que quieren virt udes al est ado puro.
Y la Conquist a de Am érica por el Oro!
Com o suponer que el j ugador j uega por el dinero, no por la pasión.
El dinero era el inst rum ent o, no el fin.
Se sent ó en uno de los bancos, cuando vio llegar con caut ela a la chica del suét er
am arillo.
Qué, lo había seguido?
Su pregunt a m ost raba fast idio: det est aba que lo siguieran y t am bién lo t em ía.
Sí, lo había seguido, lo había vist o ent rar al café, est uvo esperando en el parque a
que saliera.
Para qué?
Le parecía aún m ás m iope que durant e la reunión, t am bién m ás t ím ida: no era la
chica brillant e de pocas horas ant es.
Pero, realm ent e se llam aba Gent ile?
Sí.
Pero no era sefardí o algo así?
Cóm o, algo así? Su abuelo era napolit ano.
—Napoli e poi m orire —dij o S., riéndose del cliché.
De cerca parecía m ás flaquit a, con su piel cet rina y su nariz aguileña.
—Tenés cara de sarracena.
No respondió.
—Y sos m uy m iope. Verdad?
Sí, cóm o se había dado cuent a.
Tendría que cam biar de oficio si no fuera observador. Una m anera de m irar, de
cam inar, de adelant ar la cabeza.
Sí, cuando chica hast a se llevaba puert as por delant e.
Pero por qué no usaba ant eoj os?
—Ant eoj os?
Pareció no haber oído bien.
Sí, ant eoj os.
Tardó m ucho en responder. Después m urm uró: porque ya era dem asiado fea sin
ant eoj os.

146
Fea? Quién se lo había dicho?
Ella se lo había dicho. El espej o.
—Est e parque ant es era m ás lindo. Ahora lo arruinaron —dij o S.—, y ese
m onum ent o que encaj aron allá at rás. Lo vist e?
Sí, lo había vist o. Esa especie de cohet e a Mart e sobre un chasis de cam ión.
—Tenés m ucho sent ido del hum or. Eso que dij ist e hoy sobre el est ruct uralism o.
No respondió.
No era así?
Sí, en público.
Cóm o?
Cuando est aba a solas con ot ra persona era t ím ida.
—Caram ba, t e pasa al revés de ot ros.
Sí.
Y por qué lo había seguido?
No era la prim era vez.
S. se alarm ó. Y con qué obj et o, agregó.
—No se enoj e. Me pareció que la reunión de hoy lo irrit ó. No queríam os. Yo, al
m enos, no quería.
—Así que ot ros querían, no?
Ella se quedó callada.
Bueno, est aba claro. Pero por qué diablos t enía él que dar exam en ant e personas
com o Arauj o? Él no le había pedido a ese j oven que leyera sus libros ni que
est uviera de acuerdo con él. Cuando Arauj o t odavía era un nonat o, ya él había
est udiado no sólo a Marx sino a Hegel. Pero no en cafés. Lo había est udiado
m ient ras arriesgaba su vida, durant e años.
Sí, ella lo sabía.
Bueno, ent onces, que lo dej aran t ranquilo. Caram ba, la vida era de por sí ya
bast ant e dura sin esa clase de t ipos.
—Vení, cam inem os un poco —le dij o con repent ino afect o, t om ándola de un brazo—
. No t e vayas a llevar una est at ua por delant e.
Se pararon a cont em plar los leones de bronce.
—Los alcanzás a ver? —pregunt ó con ese sadism o que a veces le salía con personas
que est im aba.
Sí, m ás o m enos. " Los leones pensat ivos" , no?
—Sí, pero debía haber escrit o " severam ent e pensat ivos" .
En cuant o uno se descuida escribe por aproxim ación, cham bonea. Yo, por lo m enos.
Observá la expresión exact a.
—Cóm o? —pregunt ó ella con irónico desvalim ient o—. Tendría que acercarm e
m ucho.

147
—Ent onces creé en lo que t e digo: su expresión es severa y pensat iva a la vez. Qué
curioso. Qué se propondría el escult or.
—Alej andra —m urm uró ella, con voz vacilant e.
Qué.
Vivía? Había exist ido alguna vez?
S. le respondió con ciert a severidad. Cóm o, ella t am bién?
—Vení, sent at e. Ant es, est os bancos eran de m adera. Un poco m ás y nos
sent arem os en bancos de t erilene y com erem os píldoras. Por suert e yo no veré
t odo eso. Te das cuent a de que soy un reaccionario? Al m enos lo que ust edes los
m arxist as piensan de m í.
—No t odos los m arxist as.
—Caram ba, m enos m al. Bast a que diga m it o o m et afísica para que en seguida m e
acusen de recibir dinero de la em baj ada nort eam ericana. A propósit o de
nort eam ericanos, sabés una cosa? Un t ipo de no sé qué universidad hizo not ar en
su t esis que m i novela com enzaba frent e a la est at ua de Ceres. Est á por allí.
—Y eso?
—La diosa de la fert ilidad. Edipo.
Pero lo había hecho a propósit o?
Qué.
Lo de la est at ua de Ceres.
—Est ás hablando en serio?
Sí, claro.
—Pero no, sonsa. En aquel t iem po había aquí una cant idad de est at uas. Recuerdo
que había elegido prim ero la de At enea. Después no m e gust ó, no sé por qué.
Hast a que puse Ceres.
—Ent onces, es probable que su inconcient e lo im pulsara.
—Es probable.
—EL TÚNEL, t am bién em pieza con una m at ernidad.
—Tam bién m e lo dij eron. Esos que hacen t esis descubren t odo. Quiero decir que
descubren lo que uno m ism o no sabía.
—Pero ent onces est á de acuerdo.
—En un sent ido est recho, no. Pero creo que si escribís abandonándot e a t us
im pulsos, pasa un poco lo de los sueños. Te van saliendo las obsesiones profundas.
Mi m adre era poderosa, y a nosot ros dos, los últ im os, a Art uro y a m í, nos agarró,
por decirlo así. Casi nos encerró. Se puede decir que vi el m undo a t ravés de una
vent ana.
—La m adre sobreprot ect ora.
—Por favor, no uses esa j erga. Sí, quizá inconcient em ent e he est ado dando vuelt as
alrededor de la m adre. Ot ro hace un análisis j unguiano, los sím bolos t ales y cuales.

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No, no es uno, son varios los que est án haciendo eso. Debe de haber algo,
ent onces. Pero a veces no es lo que creen, o por lo m enos lo que algunos creen: no
son consecuencia de lect uras. Con ese crit erio, com prendés, cuando soñam os con
fondos subm arinos es porque hem os leído a Jung. Así que ant es de Jung nadie
soñaba con fondos subm arinos. Es al revés, hom bre: Jung exist e gracias a esa
clase de sueños.
—Ust ed ha dicho a m enudo que el art e y el sueño t ienen parent esco.
—Claro, al m enos en el prim er m om ent o. En el m om ent o en que el art ist a se
sum erge en el inconcient e, com o cuando t e dorm ís. Pero luego sucede un segundo
m om ent o, que es de expresión, observá bien: de ex- presión, de presión hacia
fuera. Por eso el art e es liberador y el sueño no, porque el sueño no sale. El art e sí,
es un lenguaj e, un int ent o de com unicación con ot ros. Grit ás t us obsesiones a
ot ros, aunque sea con sím bolos. Lo que pasa es que ya est ás despiert o y a esos
sím bolos se m ezclan ent onces lect uras, ideas, volunt ad creadora, espírit u crít ico.
Ahí es cuando el art e se diferencia radicalm ent e del sueño. Com prendés? Pero no
podés hacer art e en serio sin esa sum ersión inicial en el inconcient e. Por eso es
ridículo lo que proponen esos t ont os: el deber de un art e nacional y popular. Com o
si ant es de dorm irt e t e dij eras: bueno, ahora a t ener sueños nacionales y
populares.
Silvia se rió.
—Así que descendés de napolit anos.
No. Por part e de m adre había españoles.
—Bueno, perfect o. I t alianos, españoles, m oros, j udíos. Mi t eoría sobre la nueva
Argent ina.
Qué t eoría.
—Result ant e de t res grandes fuerzas, t res grandes pueblos: españoles, it alianos y
j udíos. Si lo pensás un poco, verás que nuest ras virt udes y nuest ros defect os
vienen de ahí. Sí, claro, t am bién hay vascos, franceses, yugoslavos, polacos, sirios,
alem anes. Pero lo fundam ent al viene de ahí. Tres grandes pueblos, pero con unos
defect os que bueno bueno. Un israelí m e decía en Jerusalén: no es un m ilagro? en
m edio de un desiert o? rodeado por t rillones de árabes? a pesar de la guerra? Pero
no, hom bre, le respondí, es j ust am ent e por eso. El día que est én en paz, que
Jehová no lo quiera, est o no dura ni un m inut o. Te im aginás, Silvia, 2 m illones de
j udíos sin una guerra ? Dos m illones de president es de la república. Cada uno con
sus propias ideas sobre vivienda, ej ércit o, educación, lenguaj e. Andá, goberná eso.
El t ipo que t e venda un sándwich t e sale hablando de Heidegger. Y el individualism o
español? Y el cinism o it aliano? Sí, t res pueblos grandes. Pero qué com binación,
Dios, m ío! Aquí lo único que podía habernos salvado era una buena y saludable
guerra nacional, digam os hace unos cincuent a años.

149
—Me parece m uy pesim ist a.
—Sí.
—Y por qué se em peña en luchar, ent onces? En quedarse aquí?
—Qué sé yo.
La m iró con cuidado.
—Vos pert enecés a alguna organización peronist a?
Ella vaciló.
—Quiero decirt e a alguna organización m arxist a del peronism o.
—Sí, es decir no... Ando en dudas, t engo am igos... ya verem os...
—Pero vos sos m arxist a.
—Sí.
—Mirá. Sigo creyendo, com o en aquellos t iem pos de, cóm o decirt e... de
cat ecum enia, que Marx es uno de los filósofos que ha t rast ornado el pensam ient o
cont em poráneo. Pero luego em pecé a apart arm e en varias cosas... Recordás la
sorpresa de Marx, su perplej idad con los t rágicos griegos?
—No.
—Se queda pensat ivo, por decirlo así, sobre la form a en que aquellos poet as siguen
em ocionándonos, a pesar de que las est ruct uras sociales en que surgieron hayan
desaparecido. Tendría que adm it ir que hay valores " m et ahist óricos" en el art e, lo
que seguram ent e lo avergonzaría. Vos est udiás filosofía?
—No, est udio let ras —adm it ió, com o si se t rat ara de algo ridículo.
—Me pareció que t e int eresaba m ás la filosofía.
—Creo que sí. Leo m ás filosofía que lit erat ura. Pero he leído m uy poco y m uy m al,
m e parece.
—No t e preocupés. Tam poco yo he est udiado m ucho. Soy poco m ás que un escrit or
que m e vengo plant eando desde hace casi t reint a años el problem a del hom bre. De
la crisis del hom bre. La poca filosofía que conozco la aprendí a t um bos, a t ravés de
m is búsquedas personales en la ciencia, en el surrealism o, en la revolución. No es
result ado de una bibliot eca sino de m is desgarram ient os. Tengo lagunas inm ensas,
las m ism as que t engo en lit erat ura, en t odo. Cóm o t e explicaría?
Quedó pensando.
—Es com o si fuese un explorador en busca de un t esoro m et ido en una selva, para
llegar a la cual he debido at ravesar m ont añas peligrosas, ríos t orrent osos,
desiert os. He est ado perdido m uchas veces, no sabía para dónde agarrar. Creo que
m e salvó nada m ás que el inst int o de vida. Y bien: esa rut a la conozco, al m enos la
viví, no m e ent eré por libros de geografía. Pero no sé infinit as cosas que est án
fuera de esa rut a. Más aún: no m e int eresan. Sólo pude aprender lo que m e
apasionó de m odo vit al, lo que t enía que ver con ese t esoro.
Silvia parecía adelant ar aún m ás que de cost um bre su cabeza, escrut ándolo.

150
—Sí, lo ent iendo —dij o, con t ono m uy cort ado.
S. la cont em pló con t ernura.
—Qué bueno —dij o—. Te has salvado de la facult ad de let ras. En realidad, a alguien
com o vos nunca le hará m al la facult ad.
Se levant ó.
—Vení, cam inem os un poco.
Mient ras cam inaban le explicó:
—Casi al m ism o t iem po que m e m et í en la física m e m et í en el m arxism o. Y así
pude vivir las dos experiencias m ás t rast ornadoras de nuest ra época. En 1951
publiqué lo que podría llam ar el balance de esas dos experiencias: HOMBRES Y
ENGRANAJES. Casi m e crucifican.
Su risa era dolorosa.
—Te das cuent a? Hablaba de la ot ra alienación, de la t ecnológica. Y de la
t ecnolat ría. Me acusaban de reaccionario por at acar la ciencia. La herencia del
pensam ient o ilust rado. Result a que para ser part idario de la j ust icia social t enés
que arrodillart e ant e una pila de Volt a.
Se agachó, recogió una piedrit a y la arroj ó cont ra el est anque. Después de un rat o,
prosiguió:
—Ahora no es t an deshonroso, después de Marcuse y la rebelión de los chicos
nort eam ericanos y de los est udiant es de París. Pero, claro, yo era un pobre escrit or
sudam ericano.
Su voz era am arga.
—Pero la alienación t ecnológica se debe al m al uso de la m áquina —aduj o Silvia—.
La m áquina es am oral, est á m ás allá de los valores ét icos. Es com o un fusil: puede
ser usado en una dirección o en la cont raria. En una com unidad que se propone al
hom bre com o fin esa alienación t ecnológica no ocurrirá nunca.
—Hast a ahora no hay ninguna sociedad que haya probado lo que acabás de
afirm ar. En los grandes países colect ivist as hay el m ism o género de robot ización
que en los Est ados Unidos.
—Puede ser t ransit orio. Por ot ra part e, cóm o resolver el problem a del hom bre y del
aum ent o exponencial de la población sin producir alim ent os y obj et os en m asa? La
producción m asiva im plica ciencia y t ecnología. Se puede rechazar la t écnica
cuando las t res cuart as part es del m undo se m ueren de ham bre?
—La pobreza, la inj ust icia social deben ser abolidas. Lo que t e digo es que no se
debería pasar de la calam idad del subdesarrollo a la calam idad del hiperdesarrollo.
De la m iseria a la sociedad de consum o. Mirá la j uvent ud nort eam ericana. Una
servidum bre peor que la de la m iseria. No sé si no es preferible el ham bre a las
drogas.
—Pero, qué es lo que propone, ent onces?

151
—No lo sé. Lo que sé es que debem os hacer conciencia de est e t rem endo problem a.
Ya que est am os a m edio desarrollo, no seam os t an est úpidos com o para repet ir la
cat ást rofe del hiperdesarrollo.
—Si los países pobres no se desarrollan, ayudan a m ant ener su esclavit ud. Hablar
en las m inas bolivianas cont ra los bienes m at eriales, no es una especie de
exquisit ez?
—Nunca aprobé la explot ación, lo sabés. Lo que he dicho y seguiré diciendo,
aunque ahora no es fácil ni sim pát ico, es que no vale la pena hacer sangrient as
revoluciones para que un día las casas se llenen de chirim bolos inút iles y de chicos
idiot izados por la t elevisión. Si vam os a j uzgar por los result ados, hay países
pobrísim os que son m ej ores que los Est ados Unidos. El Viet nam . Con qué venció al
país m ás t ecnificado del m undo? Con fe, espírit u de sacrificio, am or a su t ierra.
Valores espirit uales.
—Sí. Pero no m e dice cóm o daría aum ent os ( no le hablo de chirim bolos) a una
población que aum ent a de m odo exponencial.
—No lo sé. Tal vez habría que est abilizar la población m undial. Pero en t odo caso sé
lo que no quiero. Ni supercapit alism o, ni supersocialism o. No quiero superest ados
con robot s. En I srael m e hablaron con desdén de un kibut z: fabricaba zapat os,
creo, t res o cuat ro veces m ás caros que no sé qué fábrica de Tel Aviv. Pero, quién
ha dicho que la m isión de un kibut z es fabricar zapat os barat os? Su m isión es hacer
hom bres. Tenés hora?
Silvia puso sus oj os casi en cont act o con el reloj . Eran las 7 y 10.
Est aban en la t erraza de la ant igua quint a. Apoyado en la balaust rada, S. le explicó
que el río llegaba hast a ahí abaj o, donde ahora corrían los aut os enloquecidos.
Parque m ust io y viej o, recit ó S. com o para sí m ism o.
Qué?
Nada. Pensaba.
—El gran m it o del Progreso —dij o, por fin—. La Revolución I ndust rial. Con la Biblia
en la m ano ( siem pre es bueno com et er porquerías con pret ext os honrosos)
dest ruyeron cult uras ent eras, ent raron a sangre y fuego en ant iguas com unidades
africanas o polinesias, no dej aron piedra sobre piedra. Para qué? Para llenarlos de
vulgaridades hechas en Manchest er, para explot arlos despiadadam ent e: en el
Congo Belga les cort aban las m anos cuando robaban alguna cosit a; ellos, los que
robaban el país ent ero. Pero no sólo los esclavizaron: les quit aron sus ant iguos
m it os, su arm onía con el cosm os, su candorosa felicidad. La barbarie t ecnolát rica,
la arrogancia europea. Ahora est am os pagando est e gran pecado. Lo pagan los
m uchachos drogados y perdidos de Londres o New York.
—No est á haciendo una nost algia rom ánt ica de la lepra o la desnut rición o la
disent ería?

152
S. la m iró con cariñosa ironía.
—Dej em os est o de lado, Silvia. Prefiero hablar de ot ro asunt o, que quedó en el aire,
en la reunión. Claro que el m arxism o aciert a con ciert os hechos sociales y polít icos
de est a sociedad. Pero hay ot ros hechos que resist en.
Resist en? Silvia adelant ó su cabeza de sarracena.
—Claro: el art e, los sueños, el m it o, el espírit u religioso.
Tím idam ent e ( era ext rañísim o el cont rast e ent re la Silvia audaz de la reunión,
irónica, brillant e, y ést a del parque) ella argum ent ó que el at eísm o m arxist a era
m ás bien polít ico, no t eológico. No había t enido por obj et o la m uert e de Dios sino la
dest rucción del capit alism o. Había crit icado la religión en la m edida en que
const it uía un obst áculo para la revolución.
S. la m iraba con apacible incredulidad.
Qué, no est aba de acuerdo?
—Ya sabem os que la I glesia apoyó la explot ación. Te dij e ant es eso de la Biblia en
el África. Pero yo hablo de ot ra cosa, no hablo de la act it ud polít ica de la I glesia
sino del espírit u religioso. Marx era realm ent e at eo, realm ent e creía que la religión
era una superchería.
Ni m ás ni m enos que los cient ificist as.
Después se rió.
—La t elevisión es el opio del pueblo. Est e es el aforism o verdadero. Pero no t e
enoj és. Tengo adm iración por Marx; inició, j unt o con Kierkegaard, la reivindicación
del hom bre concret o. Pero m e refiero ahora a su fe en la ciencia, que, ya ves, nos
ha llevado a ot ro género de alienación. Ahí es donde m e separo de su t eoría. Lo
m ism o m e pasa con neo- m arxist as de gran calidad, com o Kosik. En el fondo son
racionalist as.
—Pero la razón dialéct ica no es la sim ple razón de ant es.
—Dialéct ica o no, sigue siendo abst ract a. Y quieren develar t odo, explicar t odo. No
m e refiero, claro, a esos que " explican" a Shakespeare con la acum ulación prim it iva
del capit al. Eso es un chist e.
Se sent ó y quedó pensando un rat o. Luego agregó:
—Mirá lo que sucedió con el m it o. Los t ipos de la Enciclopedia se rieron: puro
m acaneo, pura m ist ificación. Y, de paso, ahí t enés la raíz de esa confusión act ual:
desm ist ificación es lo m ism o que des- m it ificación. Los hom bres de ciencia se
m orían de risa. Vos no has conocido a esa gent e com o yo, que he t rabaj ado al lado
de prem ios Nobel, en grandes cent ros de invest igación. Pero hay un caso que m e
parece pat ét ico. El de Lévy- Bruhl. Conocés eso?
—No. Me he lim it ado a Lévi- St rauss. Son parient es?
—No. Est e que t e digo es con y griega. Com enzó una obra para dem ost rar el
ascenso de la m ent alidad prim it iva a la conciencia cient ífica. Sabes lo que le pasó al

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pobre t ipo? Envej eció t rat ando de dem ost rarlo. Pero era honrado y t erm inó
confesando su derrot a, reconociendo que la fam osa m ent alidad " prim it iva" no es un
est adio inferior del hom bre. Y que en un hom bre de hoy subsist en las dos
m ent alidades. Qué horror, no? Observá que esa m ent alidad " posit iva" ( el adj et ivo
m e produce gracia, no lo puedo evit ar) inyect ó en Occident e la idea de que la
cult ura cient ífica es superior a la cult ura digam os de los polinesios. Qué t e parece?
Y la ciencia superior al art e, claro. Cuando abandoné la física, el profesor Houssay
m e ret iró el saludo. Lo sabías?
—No.
—Para el pensam ient o ilust rado el hom bre progresaba a m edida que se alej aba del
est adio m it o- poét ico. En 1820 lo dij o de m odo ilust re un cret ino, Thom as Lowe
Peacock: un poet a en nuest ro t iem po es un bárbaro en una com unidad civilizada.
Qué t e parece?
Silvia est aba pensat iva.
—La excavación del pobre Lévy- Bruhl reveló hast a qué punt o esa pret ensión era
equivocada, adem ás de est rafalaria y arrogant e. Pasó lo que t enía que pasar:
expulsado por el pensam ient o, el m it o se refugió en el art e, que así result ó una
profanación del m it o, pero al m ism o t iem po una reivindicación. Lo que t e prueba
dos cosas: prim ero, que es im bat ible, que es una necesidad profunda del hom bre.
Segundo, que el art e nos salvará de la alienación t ot al, de esa segregación brut al
del pensam ient o m ágico y del pensam ient o lógico. El hom bre es t odo a la vez. Por
eso la novela, que t iene un pie en cada lado, es quizá la act ividad que m ej or puede
expresar al ser t ot al.
Se inclinó y acom odó unas piedras en form a de R.
—Hace un t iem po, un crít ico alem án m e pregunt ó por qué los lat inoam ericanos
t eníam os grandes novelist as pero no grandes filósofos. Porque som os bárbaros, le
respondí, porque nos salvam os, por suert e, de la gran escisión racionalist a. Com o
se salvaron los rusos, los escandinavos, los españoles, los periféricos. Si quiere
nuest ra Welt anschauung, le dij e, búsquela en nuest ras novelas, no en nuest ro
pensam ient o puro.
Reacom odó las piedrit as en form a de cuadrado.
—Me refiero, claro, a las novelas t ot ales, no a las sim ples narraciones. Desde
Europa, por supuest o, nos vienen a decir que en las novelas no t iene que haber
ideas. Los obj et ivist as. Mi Dios! Siendo el hom bre el cent ro de t oda ficción ( no hay
novelas de m esas o gast erópodos) esa obj eción es idiot a. Ezra Pound dij o que no
podem os perm it irnos el luj o de ignorar las ideas filosóficas y t eológicas de Dant e, ni
pasar de largo los pasaj es de su novela o poem a m et afísico que las expresan con
m ayor claridad. Y no sólo son legít im as las ideas encarnadas sino las purísim as
ideas plat ónicas. No son hom bres los que llegaron hast a allí? No se podría ent onces

154
hacer una novela con Plat ón de personaj e a m enos que liquidáram os buena part e
de su espírit u. La novela de hoy, al m enos en sus m ás am biciosas expresiones,
debe int ent ar la descripción t ot al del hom bre, desde sus delirios hast a su lógica.
Qué ley m osaica lo prohíbe? Quién t iene el Reglam ent o absolut o de lo que debe ser
una novela? Tous les écart s lui appart iennent , dij o Valéry con asco reprobat orio.
Creyó que la dem olía y lo único que hacía era elogiarla. Pedazo de racionalist a! Y t e
digo novela porque no hay algo m ás híbrido. En realidad sería necesario invent ar un
art e que m ezclara las ideas puras con el baile, los alaridos con la geom et ría. Algo
que se realizase en un recint o herm ét ico y sagrado, un rit ual en que los gest os
est uvieran unidos al m ás puro pensam ient o, y un discurso filosófico a danzas de
guerreros zulúes. Una com binación de Kant con Jerónim o Bosch, de Picasso con
Einst ein, de Rilke con Gengis Khan. Mient ras no seam os capaces de una expresión
t an int egradora, defendam os al m enos el derecho de hacer novelas m onst ruosas.
Volvió a reacom odar las piedrit as, de nuevo en form a de R.
—Sólo en el art e se revela la realidad, quiero decir t oda la realidad. Y nos vienen a
decir que est a m it ificación del art e es reaccionaria, ant icuada, que es del siglo
XVI I I , de los rom ánt icos. Por supuest o. El genio prot orrom ánt ico de Vico ya vio
claro lo que t odavía m ucho t iem po después ot ros pensadores no alcanzaron a
com prender. Él em pieza lo que después harán Jung y, de m odo paradój ico, porque
venían del cient ificism o, Lévy- Bruhl y Freud. Las ideas del rom ant icism o alem án
fueron olvidadas o despreciadas por est a cult ura pret enciosa. Ent onces hay que
sacarlas a relucir. Schopenhauer dij o que hay m om ent os en que la reacción es
progreso, así com o el progreso es reacción. Hoy, el progreso consist e en reivindicar
esa idea viej a. Los filósofos del rom ant icism o alem án fueron, después de Vico, los
prim eros que vieron la cosa con claridad. Com o t am bién int uyeron la idea de
est ruct ura. I dea correct a, que sin em bargo los hom bres de ciencia habían t irado por
la borda. Mirá.
Le m ost ró una de las piedrit as.
—La m ent alidad de la ciencia opera así: est a piedra es feldespat o, ese feldespat o a
su vez es descom puest o en m oléculas, esas m oléculas en át om os t ales y cuales. De
lo com plej o a lo sim ple, de la t ot alidad a las part es. Análisis, descom posición. Así
nos ha ido.
Silvia lo m iró.
—No m e refiero al progreso t écnico. Claro que cuando se t rat a de piedras o át om os
eso m archa. Te hablo de la calam idad que significó suponer que el m ism o m ét odo
podía servir para el hom bre. Un hom bre no es una piedra, no se puede
descom poner en hígado, oj os, páncreas, m et acarpios. Es una t ot alidad, una
est ruct ura, donde cada part e no t iene sent ido sin el t odo, donde cada órgano
influye sobre los ot ros y los ot ros sobre él. Te enferm as del hígado y los oj os se t e

155
ponen am arillos. Cóm o puede haber especialist as en oj os? La ciencia escindió t odo.
Y lo m ás grave es que escindió el cuerpo del alm a. Ant es, si no t enías un flem ón o
no t e habías rot o una pierna no est abas enferm o, eras un m alade im aginaire.
Colocó de nuevo la piedrit a en su lugar.
Se paró y se apoyó en la balaust rada.
—Ahí abaj o t enés el m undo que hem os logrado, el product o de la ciencia. Pront o
t endrem os que vivir en j aulas de vidrio. Dios m ío, cóm o es posible que est o pueda
ser el ideal de nadie.
Silvia m edit aba. Luego él volvió a sent arse.
—El m it o, com o el art e, es un lenguaj e. Expresa ciert o t ipo de realidad del único
m odo en que esa realidad puede expresarse, y es irreduct ible a ot ro lenguaj e. Te
pongo un ej em plo sencillo: acabas de oír un cuart et o de Béla Bart ók, salís y alguien
t e pide que se lo " expliques" . Claro, nadie com et e sem ej ant e idiot ez. Y sin em bargo
hacem os eso con un m it o. O con una obra lit eraria. A cada m om ent o alguien m e
pide que le explique eso del I nform e sobre Ciegos. Lo m ism o pasa con los sueños.
La gent e quiere que le expliquen la pesadilla. Pero el sueño expresa una realidad de
la única m anera en que esa realidad puede expresarse.
Se quedó pensando.
—Es curioso —dij o después— que un hom bre com o Kosik adm it a ese papel
revelador para el art e pero no para el m it o. Ahí es donde le aparece ese rest o de
pensam ient o ilust rado. Pero cuando habla del m it o dice m ás o m enos que gracias a
la razón dialéct ica podem os pasar de la sim ple opinión a la ciencia, del m it o a la
verdad. Ves? El m it o es una especie de m ent ira, una m ist ificación. Se " progresa"
pasando del pensam ient o m ágico al pensam ient o racional. Lo m ism o le pasaba a
Freud, con t odo su genio. De paso, siem pre m e llam ó la at ención una dualidad en
Freud. Un genio bifront e: por un lado, su int uición de la inconciencia, de las
t inieblas, lo hace parient e de los rom ánt icos; por el ot ro lado, su form ación
posit ivist a lo hace una especie de Dr. Arram bide.
—Arram bide?
—No, est aba pensando para m í m ism o.
Se quedó nuevam ent e pensat ivo, y después volvió a hablarle:
—La luz cont ra las t inieblas. Es inút il, lo t ienen m uy m et ido. Siem pre han est ado
convencidos de que las creaciones m it ológicas deben t ener un sent ido int eligible. Y
que si lo ocult an con im ágenes fant ást icas y sím bolos, hay que " desenm ascararlo" .
Es curioso lo que pasa con Kosik... Cuando leas su libro verás qué t ipo excepcional.
Y sin em bargo... Por un lado dice que el art e es desm it ificador y revolucionario, ya
que conduce de las ideas falsas a la realidad m ism a. Pero no com prende lo del
m it o. Un sueño, por ej em plo, es siem pre una pura verdad. Cóm o puede m ent ir? Lo
m ism o pasa con el art e, cuando es profundo. Una doct rina de derecho puede ser

156
una m ist ificación, puede ser el inst rum ent o que usa una clase privilegiada para
et ernizarse legalm ent e. Pero cóm o puede ser una m ist ificación el QUI JOTE?
Por prim era vez, después de m ucho t iem po, en que parecía haberse m ant enido
vuelt a hacia su int erior, cavilando, Silvia observó:
—De acuerdo. Pero creo que hay una part e de verdad en el m arxism o, cuando
considera que el art e no se produce sobre la nada sino sobre un t ipo de sociedad.
Hay, sea com o sea, una relación ent re el art e y la sociedad. Una hom ología.
—Claro. Hay alguna relación ent re el art e y la sociedad, com o hay alguna relación
ent re una pesadilla y la vida diurna. Pero esa palabra alguna es la que t enem os que
exam inar con lupa, porque de allí provienen t odos los errores. Porque Proust era un
niño bien su lit erat ura es la expresión podrida de una sociedad inj ust a, t e afirm an.
Com prendés? Hay una relación, pero no t iene por qué ser direct a. Puede ser
inversa, ant agónica, una rebelión. No un reflej o, ese fam oso reflej o. Es un act o
creat ivo con que el hom bre enriquece la realidad. El propio Marx afirm aba que es el
hom bre el que produce al hom bre. Lo que es t an opuest o a ese célebre reflej o
com o una pat ada a un espej o. Y en est o com o en t ant a ot ra m anifest ación del
m arxism o, hay que sacarle el som brero a Hegel, y a su idea de la aut ocreación del
hom bre. Ese ser que se crea a sí m ism o lo hace a t ravés de t odo lo que el espírit u
subj et ivo es capaz de hacer: desde una locom ot ora hast a un poem a. Vení,
t om em os un café.
Cam inaron hacia Brasil y Defensa.
—En esa reunión absurda no t uve ni calm a ni paciencia ni ganas de explicar t odo
est o. Y, adem ás, no t engo por qué dar exam en delant e de pedant uelos com o
Arauj o, que acaba de descubrir el m arxism o hace 27 m inut os en algún m anualit o.
Est os revolucionarios no ven m ás que int ereses de clase enm ascarados en cualquier
obra de art e que venga de la clase privilegiada. Hacen m ucho daño, porque luego
hay gent e que presum e de refut ar a Marx refut ando a est as caricat uras. Marx
adm iraba al m onárquico Balzac y se reía, en cam bio, de un com unist a llam ado
Vallés que había escrit o una obra llam ada, m e parece, L’I NSURGÉ. Y habría
despreciado est a lit erat ura prolet aria que en Rusia m et en a sangre y fuego. Ent re
esos product os y las obras de ese snob del Barrio Sext o que se m oría por las
duquesas, no cabe duda: el que subsist irá será ese niño bien.
Pasaron de nuevo frent e a los leones.
—Es que la creación art íst ica surge de t odo el ser hum ano. Oís? De t odo: no sólo de
la part e concient e, de las ideas que pueden ser equivocadas, que generalm ent e lo
son ( hast a Arist ót eles se equivocó fiero) sino de regiones que no alcanzan a ser
alt eradas por las relaciones económ icas. Hoy sigue habiendo edipos, com o en la
época de Sófocles. Los edipos no t ienen nada que ver con las relaciones
económ icas griegas. Problem as de la vida y de la m uert e, de la finit ud, de la

157
angust ia y la esperanza. Lím it es de la condición hum ana, que exist en desde que el
hom bre es hom bre. Por eso los t rágicos griegos nos siguen em ocionando aunque
las est ruct uras sociales en que surgieron no exist an m ás.
Cuando llegaron al café y vio que eran m ás de las 8 , S. le dij o que t enía que irse.
Un día, a lo m ej or, volverían a hablar.
Cuándo?
No lo sabía.
Pero podía escribirle?
Sí.
Le cont est aría?
Sí.

UN A ESPECI E D E I N M ORTALI D AD D EL ALM A

pensaba Bruno, no una verdadera inm ort alidad. Porque aquella Alej andra que
perduraba en el espírit u de Mart ín, que candent e aunque fragm ent aria se había
m ant enido en el corazón y en la m em oria del m uchacho, com o brasas ocult as ent re
cenizas, se m ant endría m ient ras Mart ín viviese, y m ient ras perdurara él m ism o,
Bruno, y acaso Marcos Molina y hast a Bordenave y ot ros seres ( m agnánim os o
siniest ros, rem ot os o cercanos) que alguna vez habían part icipado de su alm a, de
algún fragm ent o m aravilloso o infam e de su espírit u. Pero, y luego? At enuándose
con los años, volviéndose cada día m ás confusa y am bigua, convirt iéndose con el
paso del t iem po en parcelas cada vez m ás t urbias y lej anas, com o el recuerdo de
esos países que recorrim os en la j uvent ud y que luego fueron devast ados por
t em pest ades y cat ást rofes, por guerras, por m uert es, desilusiones: aniquiladas
grandes regiones de aquel recuerdo por la paulat ina desaparición de los que alguna
vez est uvieron en cont act o con Alej andra, su alm a iríase reduciendo
crecient em ent e, envej eciendo con la edad de los sobrevivient es, m uriendo con la
m uert e de los que de un m odo o de ot ro part iciparon de aquella m agia com part ida:
en el am or o en el deseo, en un delicado sent im ient o o en innobles prost it uciones. Y
ent onces, poco a poco, sobrevendría la m uert e final. No ya de aquel cuerpo que
alguna vez se había desnudado ant e un Mart ín t em bloroso en el ant iguo Mirador de
Barracas, sino de aquel espírit u que aún perduraba fragm ent ariam ent e en el alm a
de Mart ín y en la propia m em oria de él, de Bruno. No una aut ént ica inm ort alidad,
pues, sino apenas una m ort alidad post ergada, y com part ida de los seres que

158
reflej aron o refract aron el espírit u de Alej andra. Y cuando ellos m uriesen ( Mart ín y
Bruno, Marcos Molina, Bordenave y hast a aquel Molinari que había hecho vom it ar a
Mart ín) y t am bién m uriesen sus confident es, desaparecería para siem pre el últ im o
recuerdo de un recuerdo, y hast a los reflej os de esos recuerdos en ot ras rem ot as
personas, y los indicios de port ent os, de degradaciones, de purísim o am or y de
encanallado sexo.
—Cóm o, cóm o? —pregunt ó Bruno ent onces, respondiéndole Mart ín que era de
m adrugada cuando sint ió que lo sacudían violent am ent e por los hom bros. Y vio,
creyendo est ar en un sueño, el rost ro alucinado de Alej andra encim a de él, cuando
ya nada Mart ín esperaba de ella. Y con voz som bría y desgarrada dij o que le dij o:
—Nada, quería vert e. Mej or dicho, necesit aba vert e. Vest it e, quiero salir de aquí.
Mient ras Mart ín se vest ía ella encendió con una m ano que t em blaba un cigarrillo, y
luego se puso a preparar café. Fascinado, Mart ín no podía dej ar de observarla un
solo inst ant e m ient ras se iba vist iendo: llevaba un t apado de piel y parecía venir de
alguna fiest a, pero est aba sin pint ar, dem acrada y oj erosa. Pero adem ás parecía
haberse vest ido sin ningún cuidado, com o quien ha debido huir de alguna part e sin
pérdida de t iem po, com o en los incendios o t errem ot os. Se acercó e int ent ó
acariciarla, pero ella grit ó que no la t ocara, y ent onces él quedó paralizado. Había
grit ado esa advert encia con aquel fulgor salvaj e en los oj os que él t an bien conocía,
cuando est aba t ensa com o un resort e, a punt o de rom perse. Pero en seguida le
pidió perdón y el pocillo se le cayó.
—Ves? —com ent ó, com o si fuera una explicación.
Sus m anos seguían t em blando com o si t uviera m ucha fiebre. Mart ín salió a lavarse,
pero sobre t odo para ordenar sus ideas. Cuando volvió, el café ya est aba preparado
y Alej andra se había sent ado, pensat iva. Mart ín sabía que lo m ej or era no
pregunt arle nada, así que t om aron el café en silencio. Luego ella le pidió aspirina y,
com o era su cost um bre, la m ast icó sin agua, después de lo cual volvió a t om ar m ás
café. Al cabo de un t iem po se levant ó, com o si le volviera aquella inquiet ud, y le
dij o que salieran.
—Cam inem os por la ribera. O m ej or subam os al puent e —agregó.
Un m arinero dio vuelt a la cabeza y Mart ín pensó, con pena, que aquel hom bre la
t om aría por una put a, con su t apado de piel y su cara, en aquellas horas de la
m adrugada.
—No t e preocupes t ant o —com ent ó ella con su voz seca, adivinando lo que
pensaba—. De t odos m odos se va a quedar cort o.
Subieron al puent e y se acodaron sobre la baranda, en la m it ad del río, m irando
hacia la desem bocadura: com o ant es, com o en t iem pos infinit am ent e m ás felices,
t iem pos que en ese inst ant e ( pensaba Bruno) a Mart ín le parecerían pert enecer a
alguna vida ant erior, a una lej ana encarnación de la que uno se recuerda

159
am biguam ent e, com o de los sueños. La noche era una de esas noches de agost o
frígida y nublada, y el vient o del sudest e los golpeaba de cost ado. Pero Alej andra
abría su t apado com o si quisiera helarse, y respiraba con ansiedad, profundam ent e.
Hast a que por fin cerró su t apado, le apret ó el brazo y dirigiendo su m irada hacia
abaj o le com ent ó:
—Me hace bien t odo est o: est ar con vos, ver un barrio así, de gent e que t rabaj a y
hace cosas sencillas, sanas y precisas: un t ornillo, una rueda. De pront o m e
gust aría ser hom bre, ser uno de ellos, t ener uno de esos pequeños dest inos.
Se quedó cavilando y encendió un cigarrillo, con el rest o del que se le t erm inaba.
—Teníam os ej ercicios espirit uales, ret iros.
Mart ín la m iró sin ent ender. Ella se rió con su risa dura y un poco m acabra.
—No sent ist e hablar del padre Laburu? Hacía unas descripciones del infierno que
nos at errorizaba. La et ernidad del cast igo. Una esfera del t am año de la Tierra, una
got a de agua que cae y la desgast a. Y cuando aquella esfera se t erm ina, se
em pieza con ot ra igual. Y después ot ra y ot ra, niñas, m illones de esferas del
t am año del planet a. I nfinit as esferas. I m aginaos, niñas. Y m ient ras t ant o t e asan al
spiedo. Hoy m e parece t an candoroso. El infierno est á aquí.
Volvió al silencio, chupando anhelosam ent e su cigarrillo.
A lo lej os, río afuera, un barco hacía sonar su sirena.
Qué lej os est aba ahora aquello de irse de Buenos Aires!
Mart ín reflexionaba que en ese m om ent o Alej andra no pensaba en t érm inos de
viaj e sino de m uert e.
—Me gust aría m orir de cáncer —dij o—, y sufrir m ucho. Uno de esos cánceres que t e
t ort uran durant e un año, m ient ras t e pudrís en form a.
Se volvió a reír con aquella risa dura, se quedó luego en silencio un buen rat o y
finalm ent e dij o " Vam os" .
Cam inaron hacia la Vuelt a de Rocha, sin hablar. Al llegar a la calle Aust ralia se
det uvo, lo hizo volver con fuerza hacia ella y m irándolo de frent e con oj os un poco
com o los que se t ienen cuando se delira de fiebre, le pregunt ó si la quería.
—Tu pregunt a es idiot a —respondió Mart ín con aflicción y desconsuelo.
—Bueno, oí bien lo que t e voy a decir. Hacés m uy m al en quererm e. Y m ucho peor
es que yo t e ruegue que lo hagas. Pero lo necesit o, ent endés? Lo necesit o. Aunque
no t e vea nunca m ás. Necesit o saber que en algún lugar de est a inm unda ciudad,
en algún rincón de est e infierno, est ás, vos, y que vos m e querés.
Com o si de las griet as resecas de una piedra ardient e pudieran brot ar got as de
agua, así salieron algunas lágrim as de sus oj os, y baj aron por una cara durísim a y
dem acrada.
Ent re aquella Alej andra y la que un par de años ant es había encont rado en un
parque de Buenos Ares se abría un abism o de siglos t enebrosos.

160
Y de pront o, sin despedirse, casi corriendo, se fue por la calle Aust ralia hacia el lado
de su casa.
Bruno advirt ió cóm o Mart ín lo m iraba con la m irada int errogat iva que acost um braba
dirigirle, com o si en él pudiera encerrarse la clave de ese docum ent o cifrado que
era la relación con Alej andra.
Pero Bruno no respondió a la m uda int errogación, y m ás bien quedó reflexionando
en ese ret orno de Mart ín, después de quince años, a los lugares que revivificaban el
recuerdo t enaz. Cuando apenas era un chico de dieciocho años, em puj ado por la
soledad de su adolescencia, había recorrido esos m ism os senderos del Parque
Lezam a que ahora recorría con sus t reint a y t res años de hom bre que sin em bargo
no había logrado desem barazarse de aquella carga, y que en ciert o m odo se
m anifest aba t orpe pero t iernam ent e en el cort aplum as blanco que t ant as veces
había abiert o y cerrado, delant e de Alej andra o del m ism o Bruno, cont em plándolo
sin verlo, m ient ras su espírit u balbuceaba palabras de am or o desesperanza.
Habían endurecido con asfalt o los viej os y m odest os senderos de t ierra y cascot e,
habían ret irado las est at uas ( con la sola y m ilagrosa excepción de aquella copia de
Ceres, delant e de la cual había com enzado la m agia) , habían quit ado los bancos de
m adera, con esa propensión est úpida de los argent inos a no dej ar un solo rest o del
pequeño pero por eso m ism o conm ovedor pasado, pensaba Bruno.
No, no era ya el Parque Lezam a de su adolescencia, y con m elancolía debió
sent arse en el abst ract o y frígido banco de cem ent o, para m irar desde lej os la
m ism a est at ua que en aquel at ardecer de 1953 presenció el silencioso llam ado de
Alej andra. No, no se lo dij o así, claro que no. Su pudor le im pedía hablar de hechos
t an significat ivos sobre el t iem po y la m uert e. Pero Bruno podía adivinarlos, porque
aquel m uchacho ( aquel hom bre?) era com o su propio pasado y podía descifrar sus
pensam ient os m ás recóndit os a t ravés de palabras t an t riviales com o caram ba, qué
lást im a, esos bancos de cem ent o, esos cam init os de asfalt o, no sé, yo creo,
m ient ras abría y cerraba su cort aplum as de una m anera que parecía dest inada a
cont rolar el est ado de su funcionam ient o. Así que a t ravés de esas t rivialidades
Bruno reconst ruía sus verdaderos sent im ient os, y lo im aginaba en aquel at ardecer
cont em plando la est at ua de Ceres durant e horas, hast a que la noche, una vez m ás,
descendía sobre los seres solit arios que allí repiensan sus dest inos, y t am bién sobre
los enam orados que int ent an su secret a violencia o reciben la m odest a m agia de su
am or. Y t al vez ( seguram ent e) volvió a oír la sorda sirena de un barco lej ano, com o
en aquel no creíble t iem po de su prim er encuent ro. Y t al vez ( seguram ent e) sus
oj os nublados la buscaron absurda y dolorosam ent e ent re las som bras.

161
QUI QUE

—A ese Sabat o que m e hizo t rabaj ar en su novelón sin pagarm e díganle que sería
m ej or que escriba un I nform e sobre Palom as, en lugar de ese ret órico discurso
sobre no vident es. Habían vist o alguna vez un anim al m ás ant ipát ico y sucio? Y
t odos esos que van a la Plaza Mayo a darles sem illit as y m igaj it as, la pobre
palom it a, la palom it a de la paz, ese vivacho de Picasso, t am bién, ese m illardaire du
com m unism e. Un dom ingo que no había casi nadie cerca em pezó a dar palos, no
sabía por dónde em pezar, l'em barras du choix, pero con t odo logró dej ar fuera de
com bat e a num erosos volát iles que ya no j oderán m ás, ant es de ser perseguido por
la chusm a.
—Quique, por favor. Elem ent o quím ico, esencial para la vida, seis let ras.
—Sorry, Maruj a. Apenas si dist ingo el fierro del bronce.
La célebre educación de m am i, que no m e dej aba ir ni a la esquina. Ej em plo: com o
yo era un chico com plicado y nunca t uve la ocasión de ver una vaca en vivo y en
direct o, y com o m adre m e había inculcado que j am ás se debe m at ar un anim al, y
com o de cualquier m odo t enía que explicarm e de dónde salían los bifes, porque,
eso sí, siem pre t uve esprit de recherche, saben lo que pensé?
No, nadie im aginaba lo que Quique podía pensar en t ales circunst ancias.
Que un bife se obt enía pelando una m ilanesa.
Así que cuando realizó o le dij eron, porque nunca falt a un alm a perversa, que el
bife era obt enido del bicho con un cuchillo, quedó rigurosam ent e aniquilado.
—Después, cuando no hubo m ás rem edio que m andarm e al colegio, la cosa no
anduvo m ás brillant em ent e, en virt ud de ese sist em a de enseñanza que consist e en
explicar que el est óm ago es com o una gait a gallega. Ej em plo ópt im o para
rapazuelos de Pont evedra pero ruinoso para nenit os argent inos que no han
concurrido a alguna rom ería gallega o no est án provist os de padres que sean
port eros o m ozos de café. Que seguram ent e son los únicos privilegiados que en
nuest ro país aprueban anat om ía.
—Sos exact o com o en la novela de Sabat o.
—Eso, eso! Lo único que falt aba. Desde que ese suj et o m e m et ió en una novela,
t odo el m undo a j orobarm e con esa caricat ura. Burdísim o y flagelant e. Debería
prohibirse por ley la exist encia de individuos de esa calaña. Y debería dar gracias al
cielo que m is m últ iples t areas en el cuart o poder m e im pidan hacer lit erat ura, que
si no verían la caricat ura que m e m andaba del suj et o ese. Ma qué caricat ura, si
bast aría describirlo com o es. Una risa.
Mom ent o en que ent ró Sabat o y Quique dij o:

162
—He oído grandes ponderaciones de su int ervención en la TV, m on cher.
A lo que el ot ro, m irándolo con desconfianza y de m odo am biguo respondió " que
m e dice" .
Sí, señor: era necesario para esas m am arrachadas. A lo que se podría llegar! Se
im aginaban una com binación de Georgie con Silvina Bullrich? La cabeza de Borges
con el cuerpo de Silvina. Y para qué hablar de la réciproque. Flagelant e. Les j uraba
por la vida de su m adre que si no t uviera esos pane lucrando de RADI OLANDI A y
GENTE se m andaba algo sobre esos inj ert os lit erarios que bueno bueno, em pezando
con la m encionada com binación com o ballon d'essai para seguir luego con
experim ent os m ás audaces, si se quiere, conglom erados con la cara de Mallea, el
m onóculo de Manucho, el cuerpo del gordo Mit re ( que en paz descanse) y el t odo
viviendo en la quint a de Vict oria.
Se observó que no m et ía a Sabat o en el art efact o.
Quique levant ó la m ano derecha a la alt ura de la cabeza, com o quien hace el saludo
nazi, previniéndose de una indicación desagradable. Que Dios no lo perm it iera. Que
Dios le conservara por m uchos años su corazón, su hígado, sus riñones. Que el
dist inguido facult at ivo y play boy int ernacional se m ant uviera lo suficient em ent e
alej ado, bailando en alguna boit e de Rom a o t om ando sol en alguna playa de
Córcega para que no pudiera m et er m ano.
Pero había leído HÉROES Y TUMBAS, sí o no?
—Not able novela —respondió con gravedad.
Pero la había leído, sí o no?
Qué pregunt a, st ronzo! Y qué bien había hecho en ponerle un t ít ulo así, quería decir
im port ant e. Que desde el vam os inducía a pensar que se t rat a de algo profundo.
Sobre Héroes y Tum bas! El m ersaj e quedaba aplast ado de ent rada, qué em brom ar.
Est aba bien, pero m uy bien: había que darles con t odo desde la prim era frase.
—Porque uno dice LOS HERMANOS KARAMAZOV y el m ersaj e int elect ual cae de
rodillas. No realizando que es com o si aquí alguien pusiese com o t ít ulo LOS
HERMANOS PÉREZ GARCÍ A, que es, com o quien dice, el t ít ulo para un t elet eat ro de
elevadísim o rat ing. Pero quién va a creer en la profundidad filosófica de una novela
con ese nom bre? Aquí hay que flagelar de ent rada con un t ít ulo de envergadura.
Est á m uy bien —dij o dirigiéndose a Sab at o—. Hay que darles con el hacha desde el
vam os.
Y no había que hacerles caso a los que dicen que es un t ít ulo grandilocuent e. No
señor! O m ej or dicho, sí señor! No había que t enerle m iedo a la grandilocuencia,
com o esos m ediocres que de t ant o m iedo hablan baj it o o no dicen m ás que cosit as
hum ildes. Qué, acaso la gent e no se m uere? No habrá ent onces que m encionar a
las t um bas? Y los héroes, qué m e dicen de los héroes? Es que no hay héroes en la
hist oria? Todo eso era crít ica de m ediocres, de resent idos. Mism o un t ít ulo com o

163
VI LLA MI SERI A TAMBI ÉN ES AMÉRI CA puede funcionar, sobre t odo con el asunt o
del peronism o. Pero cóm o quieren que funcione LA SEÑORA ORDÓÑEZ? Ahí le erró
el saque Mart a, porque aquí som os cipayos de alm a, y una ópt ica que se llam e
OTTO HESS hace negocio, pero se refunde si se le da por ponerle COUSELO Y
FANDI ÑO, que puede ser brillant e para un alm acén en la esquina de I ndependencia
y Lim a. Y Mart a le erró por part ida doble, porque encim a de ponerle ese t ít ulo se le
da por vivir en Vicent e López, y cóm o quieren que nadie crea en un escrit or que
vive en Vicent e López. El gran pensador port eño llam ado Pepe Arias ( que en paz
descanse) decía en uno de sus m onólogos del Maipo qué va a ser art ist a ése si vive
a la vuelt a de m i casa, poderosa filosofía que debería de una vez por t odas
dem ost rar a nuest ros art ist as la necesidad de vivir por lo m enos en Praga, en lugar
de frust rarse en la calle Cucha Cucha com o un pavot e aborigen. Porque m ism o en
la clase baj a se aprecia m ás lo que dice MADE I N ENGLAND, y así no era t an gil ese
Varela que invent ó lo de VARELA HOUSE, especie de payasada, si se quiere, pues
es com o decir Cucha Cucha St reet , pero que t out de m êm e da golpe en el
chirusaj e. Y aunque io m e ne frego de est as m ist ificaciones, debo confesar que para
hacerm e un par de ant eoj os ent ro con m ás confianza en OTTO HESS que en LUTZ
FERRANDO, que em pezó bien con el alem án pero t erm inó cagándola con el gait a.
Porque quién puede creer —agregó poniéndose una m ano sobre el corazón— en un
ópt ico gallego?
Sabat o se levant ó para irse. " Tenía que hablar con vos" , le dij o fríam ent e a la Beba.
Salió y Beba se fue t ras de él, agarrándolo del brazo. Que no j odiera t ant o con su
solem nidad.
—No es solem nidad! —le grit ó, cuando est uvieron en el ot ro cuart o—. Se t rat a de
Marcelo, ya t e lo dij e.
—Cuándo m e lo dij ist e?
—Apenas llegué. Pero vos no oís nada en cuant o ent ra ese payaso.

LE H I ZO BI EN RESPI RAR EL AI RE D E LA N OCH E,

había algo en el aire helado que parecía aludir a la pureza


Ahora hace m ás frío
hay m uchas est rellas
flot am os a la deriva.
Les ruego ( si alguien abre est e escrit o)

164
form en en sus bocas las palabras que fueron nuest ros nom bres.
Les diré t odo lo que hem os aprendido.
Les diré t odo.

CAM I N ABA LEN TAM EN TE


H ACI A LA PLAZA BOULOGN E- SUR- M ER

cuando sint ió det rás a Beba que grit aba su nom bre: " Escuchá, caram ba! "
No, hacía ya m ucho t iem po que Marcelo se había ido.
No, nadie sabía lo que pasaba.
Todo era com plicado porque él nunca hablaba con nadie, vos sabés.
Se calló y se quedó m irándolo, con t rist eza: ya no era la Beba brillant e de ot ro
t iem po o por lo m enos de ot ros lugares. De hacía un rat o, sin ir m ás lej os.
—Necesit o verlo.
Bien, ya ella se lo diría en cuant o apareciese, en cuant o llam ase por t eléfono.
No, no sabía dónde podía est ar viviendo, desde que dej ó su cuart o y se llevó sus
cosas.
Tenía m iedo.
Miedo? De qué podía t ener m iedo?
No sabía, una vez había est ado en su cuart o alguien así y así.
S. pensó en el m uchacho de la reunión: era baj it o, era m orocho y m uy m al vest ido?
Sí, así era.
Tenía una im presión, la Beba.
Cuál?
Que ese m uchacho era guerrillero.
Por qué?
Era una im presión. Pequeños indicios.
Pero Marcelo no era alguien para est ar en una organización de guerrilleros, le
explicó Sabat o. Se lo im aginaba m at ando a alguien, llevando una pist ola?
No, claro que no. Pero podía hacer ot ras cosas.
Qué cosas.
Ayudar a alguien en peligro, por ej em plo. Ocult arlo. Esa clase de cosas.

165
APEN AS SALI Ó SABATO

Quique elevó sus oj os y sus dos brazos al cielo, en señal de agradecim ient o.
—Dale, seguí hablando de los t rasplant es.
—Ust edes se m ueren por las anécdot as, frivolonas. Pero yo soy un t ipo de grandes
t eorías. Les doy un ej em plo didáct ico: Crepa el j oven negro Jefferson Delano Sm it h
y le t rasplant an el corazón al m inero John Schwarzer, que desde ese m om ent o
usará el apellido Schwarzer- Sm it h o la ciencia del derecho es propio una m ierda. Se
puede int roducir una t ipografía m ás chiquit a, eso sí, para el segundo apellido:

SCHWARZER- sm it h

en relación con el volum en que le corresponde en el corpachón del m encionado


m inero. Ensuit e, est a especie de cent auro cardíaco recibe el riñón art ificial de
Nancy Henderson, y su apellido pasa a ser Schwarzer- Sm it h- Henderson con leve
cam bio en el sexo, que podrá figurar en los docum ent os com o MASCULiNO-
fem enino sub 2.
Puis, se le t rasplant a un hígado de m ono ( leve cam bio en su condición zoológica) .
Pero Quique! ...
Shurup. Una córnea del señor Nick Minelli, dueño de pizzadrugst ore en la calle
Dalas, de Toledo, Ohio ( pequeño cam bio no sólo de apellido sino de profesión e
indirizzo) un m et ro veint e de int est inos del carnicero Ralph Cavanagh, de Trurox,
Mass. ( nuevo cam bio de indirizzo y profesión) páncreas y bazo del j ugador de
baseball Joe di Piet ro, de Brooklyn
hipófisis del ex profesor Sol Shapiro, del Dayan Mem orial Hospit al, de New Jersey
m et acarpio de Seym our Sullivan Jones, ej ecut ivo de COCA- COLA Corp., de
Cincinnat i.
Sucesivam ent e, el prim it ivo m inero Schwarzer, que ya es llam ado, para sim plificar,
Mr. John Schwarzer- Sm it h & Co. I nc. ( I nki, para los ínt im os) , sufre:
t rasplant e de ovario de la señorit a Geraldine Danielsen, de Buffalo, Oklahom a, a
raíz de la sensacional découvert e del prof. Moshe Goldenberg, de la Universidad de
Palo Alt o, California, que ha dem ost rado que la im plant ación de un ovario en el
cuerpo de un hom bre ( o de un t est ículo en el cuerpo de una m uj er) es la única
form a, a part ir de ciert a edad ( y la com pañía Schwarzer- Sm it h ha llegado ya a los
172 años) de reflexibilizar las art eriolas del cerebro, sin necesidad de t rasplant e de
cerebro, que, por el m om ent o, no se considera indispensable.
—Pero oím e, Quique.

166
—Cazzo di nient e! Debido a las com plicaciones que est e t rasplant e com ienza a
producir a part ir del segundo año, la Com pañía Schwarzer- Sm it h em pieza a
desarrollar su bust o y desea, prueba de la not able j uvent ud provocada por el nuevo
t rasplant e, iniciar, com o se dice, relaciones sent im ent ales con el señor o Com pañía
Dupont , de Ohio. Para lo cual ansía y finalm ent e exige la incorporación de la vagina
de Miss Christ ine Michelson, que acaba de fallecer com o result ado de un ( fallado)
t rasplant e de glándula suprarrenal en m al est ado.
Por la negat iva de la fam ilia Michelson, que profesa severas convicciones en la
Nueva I glesia Bapt ist a del Tercer Día, se incorpora al cuerpo de la organización
Schwarzer- Sm it h un órgano de t erilene fabricado ad hoc por la prest igiosa Plast ic
Opot herapic I nt ernat ional Co., que se hace a m edida para el Señor o Com pañía o
Corporación Dupont . Con result ados posit ivos, la operación perm it e al cabo de t res
sem anas la unión de las dos Corporaciones, m arriage de raison, si queréis, pero
que culm ina con una im pact ant e cerem onia indust rial y t eológica en el Tem plo de la
Christ ian Science Reform ada, en la pequeña localidad de Praga, I llinois, donde la
prim era de las dos Com pañías m encionadas t iene el principal paquet e accionario de
la fábrica COCA- COLA, paquet e que fuera adquirido por herencia parcial que le
correspondió por el inj ert o del páncreas de Mr. D. D. Parkinson, est im ado y
m alogrado ex President e de la em presa en el est ado de I llinois.
Todo est o definit ivam ent e posit ivo, t ant o desde el punt o de vist a del Desarrollo de
la Ciencia y la Tecnología, com o conm ovedor desde el punt o de vist a de la
Dem ocracia Am ericana, ya que ha perm it ido a un regrasún com o el prim it ivo
m inero John Schwarzer acceder, m erced a vísceras en buen est ado, a la cat egoría
de President e de una em presa m undialm ent e respet ada, y de su burdísim a
condición de m acho puro a la sut ilísim a cat egoría de Unisex y Com pañía Anónim a.
Condición que le perm it e, si lo desea, flagelar a sus rezagados cam aradas de
equipo con un vest idit o que t e la voglio dire, diseñado nada m enos que por Rudi
Monokini Gernreich, verdadero cañonazo m ism o en el ám bit o de las clases
privilegiadas, o con un conj unt o m asculino ( según la fiest a, la ocasión) de Saville
Road que bueno bueno.
Mient ras t ant o, vivísim os hom bres de em presa se han apresurado a crear Bancos
de Órganos. He leído en un aviso los siguient es pedidos:
Joe Feliciello, de Salt Lake Cit y: duodeno, en buen est ado.
Joshua Lot h Marshall, de Truro, Massachuset t s: 2 yardas de int est ino delgado y una
válvula de vent rículo.
Sol Shapiro, Vicepresident e de la Panoram ic Movies Pict ures Co., urgent e, hígado.
Thom as Jefferson Sm it h, obrero de la const rucción, de Rom a, Arkansas, nariz
negra, preferent em ent e delgada.
Mike Massuh, invest igador privado, de Zuion, Ut ah, lacrim al derecho.

167
Gene Loiacono, pizzero, de La Junt a, Colorado, t est ículos.
Y en el renglón Ofert as:
Edison Weinberg, de 40 años, m úsico, m uert o en accident e de aut o, de Brooklyn,
New York, vísceras varias en buen est ado.
Padre Junípero Villegas, de las Misiones de California, 37 años, m uert o del corazón,
vísceras varias en buen est ado.
Cornelius Coghlan, de 32, de París, I owa, m uert o en el incendio de la Cat erpillar
Co., órganos salvados del incendio.
Y Rodney Munro, albañil, 25 años, caído de un andam io desde un quint o piso,
órganos varios en excelent e est ado.

Y LA I D EA D E LOS CON GELAD OS, QUI QUE?

Ya se los cont é, cuánt as veces hay que repet ir las m ism as inform aciones,
ret aradas?
Al prim er m illonario se le ocurrió m et erse en la heladera para m ant ener congelado
el cáncer hast a que se descubra el rem edio. Luego la cosa cundió, ust edes saben
cóm o son. Así que en seguida const it uyó la CANCER KELVI NATOR I NC., a iniciat iva
de H. B. Needham , president e del direct orio de la Sout h- Kelvinat or de East
Hart ford, Connect icut , con la cooperación del señor William W. Sebeson, ex
president e de la Maj est ic Televisión Co., de New Jersey ( cáncer de hígado) y de
Sam Kaplan, gerent e de com ercialización de la Movies Co. de Los Ángeles,
California ( cáncer de gargant a) . Grandes hangares donde son colocados los
refrigeradores con los m illonarios dent ro, de donde son sacados periódicam ent e
para at ender asunt os urgent es, para lo cual son previam ent e descongelados en
bañom aría, al laburo y en seguida de nuevo a la cucha ant árt ica. Com o son
superocupadísim os y deben ser punt uales, se han invent ado ya heladeras con
despert ador: despiért enm e en febrero y cuart o. Sin em bargo, a raíz de un
int eresant e invent o de la Radio- Elect ronic Corporat ion, de Toledo, Ohio, los
congelados pueden m ant ener com unicación m ediant e un sist em a am plificat orio de
int ercom unicadores. De est e m odo se ha abiert o la posibilidad de que los susurros
de los m illonarios helados puedan llegar norm alm ent e a sus secret arias y a los
dem ás m iem bros de direct orio. Ot ro invent o alt ernat ivo pero t am bién
suplem ent ario es la hibernación con secret aria. Y si es con cáncer, m ej or ( se m at a
dos páj aros de un t iro) , que es precisam ent e el caso del m encionado Sam Kaplan,

168
que fue congelado j unt o con su secret aria Lucile Nurenberg, 27 años, afect ada de
t um or int est inal. Así que ahora es frecuent e leer avisos donde se solicit a secret aria
que m anej e alem án y cast ellano, con cáncer de pecho, buena presencia, buen
sueldo. Congreso anual de congelados, ya se ha llevado a cabo, por prim era vez, en
el Hilt on de Washingt on, con grandes escarapelas y grandes sonrisas, encabezados
por el Gran Cáncer Noat h H. Pedersen ( bazo, páncreas y part e de est óm ago) que
lució espléndidam ent e en la t elevisión, acom pañado de su secret aria preferida ( dij o
sonriendo) , con pequeño cáncer de út ero.
Y ahora bast a, que m e requieren m is obligaciones del Cuart o Poder.

D I VERSAS PROPUESTAS
SUSCI TAD AS POR LA W ELTAN SCH AUUN G D E QUI QUE

Que por favor no se fuera


Que explicara cóm o le había ido en el report aj e a Bonavena
Que hablara del Hom enaj e al Bandoneón Mayor de Buenos Aires
Que dij era cóm o hacía las necrológicas de LA NACI ÓN
Pero, sobre t odo, que cont ara el diálogo de Logiacom o con el periodist a inglés.
Vam os, chicas, no sean crit iconas, que el pobre querido aprendió el inglés en una
academ ia de Florest a, con esos profesores que en los avisos fum an en pipa y se
parecen a Sherlock Holm es, y luego result an que se llam an Passalacqua, Rabinovich
o Gam bast ort a. 8
Valorar el esfuerzo, caram ba!
No realizan la hazaña que significa pasar de las eses de t anit o a las eres de Oxford.
En un m om ent o de Crisis Tot al del Hom bre, com o dice el Maest ro Sabat o, ust edes
j odiendo con sem ej ant es gansadas.
Apart e de que la pronunciación inglesa fue invent ada por pirat as analfabet os, que
escribían Londres pero pronunciaban Const ant inopla. Y adem ás, ya se sabe, m is
queridas, que en inglés apenas un t ipo abre la boca ya hay un suj et o ( en ot ro
condado, en ot ro colegio, en ot ro club, en ot ra casa y hast a en el m ism o cuart o)
que t iene m ot ivo para poner el grit o en el cielo. Y qué t ant o m acanear con la
fonét ica, que ya viene de superlej os. Y si no, recuerden a Plat ón, que t ant a gent e

8 Los apellidos j udíos e it alianos pert enecían a los inm igrant es pobr es, vist os con m enosprecio por la
clase alt a. ( N. del Ed.)

169
pronuncia Plot ino. La m ism a diferencia que se est ablece ent re neut rón y neut rino.
N'exagérons donc pas!
Ent onces, que hablara del boom lat inoam ericano!
Calm a, radicales! Lo que pasa es que ust edes son unas explot adoras y unas
redesocupadas del est ablishm ent .
Que hablara ent onces de la novela de ese chico Pérez di Fulvio.

I D EAS D E QUI QUE SOBRE LA N UEVA N OVELA

Desde que el m ersaj e pudo leer a Joyce y a Henry Miller en cast ellano y realizaron
que est os genios habían cant ado la piedra libre, hubo avivada general y creyeron
que t odo era cuest ión de t rasladar a las cuart illas paredes ent eras de baños
port eños, grafit i de esos que los snobs ponderan en los vespasianos de la Ville
Lum iére pero que aquí t ienen t ant a o m ayor riqueza, si se quiere, no sólo desde el
punt o de vist a sem ánt ico y sem iológico sino t am bién desde la perspect iva de las
art es plást icas. Hecho que no es de ext rañar, porque est e país est á
fundam ent alm ent e hecho de t anos y gallegos, dos razas de plást icos si las hay. Qué
riqueza! Qué sat isfacción para la indust ria nacional! Qué bofet ada para t ant o cipayo
que sólo cree en el art e foráneo! Y así, con una birom e y un papel ( bast a saber leer
y escribir) o con un grabador j aponés puest o en una pizzería de faubourg y con una
det allada descripción, hecha, eso sí, con ost inat o rigore, de cuando a la novia del
fut uro best - seller se la pirovaron en un baldío de Villa Soldat i, se m anda una novela
fenóm ena, que propagada por Jorge Álvarez se const it uye en uno de los m ás
clam orosos éxit os de los últ im os 57 m inut os. Porque t odo dura 57 m inut os, com o
corresponde a la ley de las proporciones: Jam es Joyce es a est e j am es j oyce de
bolsillo com o cincuent a años es a X. No nos obcequem os et parlons chiffres: la
cuent a da exact am ent e 57 m inut os por reloj para est e j am es j oyce reducido por los
j íbaros. Pero m e voy, chicas, que debo hacerle un report aj e a Mirt ha Legrand sobre
peinados.
—No, no y no! Hablá de Joyce, Quique!
—Qué quieren que les diga. El t ipo se m andó el invent o del j et y durant e cincuent a
años, 236 escrit ores de est at ura decrecient e se dedicaron a int roducir
m odificaciones en los ceniceros o en los som brerit os de las azafat as. Y a eso lo
llam an Part icipar en el Desarrollo de la Nueva Aviación. Y lo m ás conm ovedor es
cuando se m andan un cenicero que ya est uvo de m oda en 1922 y creen que es

170
novedoso. Com o esos ot ros que cada once años ( deben de ser las m anchas solares)
vuelven a descubrir las m inúsculas y se creen unos genios best iales porque
publican un cuent it o sin m ayúsculas ni signos de punt uación. I nfinidad de raquít icos
herederos de Joyce, engendrados por enlaces consanguíneos ent re hij os y prim os
de ese peligroso padrillo, niet os y prim os- niet os, bizniet os y sobrinos- niet os. Así,
cada sem ana surge ( el verbo no m e pert enece) uno de esos hem ofílicos, que
inevit ablem ent e viene a desm ist ificar el lenguaj e, y que en serio cree hacerlo con
páginas en blanco que ya inut ilizó St erne en el siglo XVI I I y j uegos gráficos ya
gast ados por Apollinaire. Et ce pauvre Monsieur Szulberg que los t om a en serio y
edit a ant ologías con est os at ilas de la t ipografía, que donde pisan no crecen m ás las
m ayúsculas ni los punt os y com a, y t enés que escribir t odo así com o ahora est oy
haciéndolo porque com o decía hegel se aprende a nadar nadando que eso es la
dialéct ica y por eso m ao se cruza el yang- t se- kiang ant es del desayuno para
m ant ener la form a y servir de ej em plo a los chicos de la revolución cult ural así que
im agínense el bodrio padre que se arm a si se em pieza a suprim ir punt os y com a
com o ese ant onio j ot a m arch que se m andó ese librucho y que uno se lo t iene que
t ropezar porque la sant a de t it it a los colecciona y se le cae la baba desde esa
cabecit a de m osca que t iene pobre darling y hast a t uve que asist ir a una especie de
m esa redonda casera dirigida por la propia hôt esse que a cada rat o decía cosas
com o le dej o la palabra a puricelli que se ha venido con un proyect o plagado de
cosas adm irables sesión en que t am bién m e fue dado observar la presencia de
em it a yolanda m ast andrea porque anche io son pit t ore que desde que Charlie le
hizo el prólogo no la soport a nadie ni la propia t it it a que será una m inorat a m ent ale
pero que sin duda es una sant a m uj er com o si no supiéram os que Charlie le hace
un prólogo a cualquier ser hum ano de sexo fem enino y hast a m iguelit o rosent hal
que lo fue a ver vest ido de m uj ercit a porque alguien le dij o ponet e pollera y Charlie
t e prom et e unas palabras prelim inares y sant a palabra com o decía la finada de
lucrecia que en paz descanse y ya ven qué m oderno result a t odo escrit o de est a
m anera y eso que he m ant enido las haches y los acent os de puro reaccionario que
sigo siendo a pesar de t odo. Claro que el negocio result a redondo si dej ando de
lado un nacionalism o m alent endido t e m andas a París e ingresás en la Nueva
I zquierda. Porque guerrillero en la selva boliviana? Never de never! Y dej á la selva
para giles com o el Che Guevara.
En est a época de crisis o enj uiciam ient o, com o m ant iene el Maest ro Sabat o ( que se
ha pasado la vida viviendo de m is ideas, hablem os francam ent e) esos em igrados
dan un buen ej em plo a los j óvenes argent inos con inquiet udes que pululan en Villa
Crespo, en Villa Mart elli hast a en Villa I nsuperable. 9 En est e Gran Buenos Aires que

9 Barrios plebeyos. ( N. del Ed.)

171
hierve de vivísim os hij os de t anos, gallegos, t urquit os y rusos. La fórm ula est á al
alcance de cualquiera de est os suburbanos con t alent o: pizza y Mallarm é, fugaza y
m úsica dodecafónica, Joyce y Julián Cent eya, Rim baud y feca con chele. Del
m ersaj e a la sofist icación, quoi! Y m ient ras haces gest iones para que la Em baj ada
Francesa t e dé una de esa bequit as que luego sirven para hablar m al de Francia,
seguís un cursit o audiovisual para arreglárt elas en el Barrio Lat ino y preparás el
bocet it o de las innovaciones que t e podés m andar luego desde allá. Porque si aquí
un t ipo escribe una novela en que en lugar de yo pone siem pre ust ed no sucede
nada, pero la largás allá pasás a la hist oria de las let ras y salen ensayos en
Melbourne y Rom a, en Tel Aviv y Addis Abeba, en Singapur y en Venecia
( Wisconsin) sobre el m agno acont ecim ient o. Con el generoso espírit u que
públicam ent e m e caract eriza, enuncio a cont inuación algunas recet as que pueden
ser ut ilizadas por los m encionados y vivísim os boursiers:
1. Novela con nosot ros en lugar de yo. ( Prim er t rabaj o práct ico, al alcance de los
becados con t aras.)
2. Con subj unt ivo en lugar de indicat ivo. Verbigrat ia: en lugar de " La m arquesa
salió a las cinco" , que provocaba la bronca de Paul Valéry, " Que la m arquesa saliera
a las cinco" , que a la boludez cit ada le confiere ciert o airecillo de m ist erio y
am bigüedad.
3. Cam bios de t iem po: pluscuam perfect o en lugar de present e, novela t oda en
fut uro y sobre t odo en fut uro del subj unt ivo.
4. Novela en capít ulos a pedido individual, por correspondencia: en una variant e,
solicit ada por el señor Hum bert o Apicciafuoco, de Bragado, el prot agonist a m at a a
su progenit ora; en ot ra, a pedido de Monseñor Prim at est a, de Córdoba, le hace
regalos en el Día de la Madre; en ot ra, a pedido de Bernardo Gorodisky, de
Moisesville, no m at a a la aut ora de sus días pero la t ort ura leyéndole t odo el t iem po
a Trot sky.
5. Novela- m azo: cada uno j uega el part ido que quiere, cont ra un oponent e que
j uega con ot ra novela. Variant es: novela con naipe español, novela con naipe de
póker, solit arios, part idas de dos o de cuat ro. Ej em plos de part idos: j ugador con
CRI MEN Y CASTI GO cont ra j ugador con LOS SI ETE LOCOS. Realicen que acabo de
fundar la escolazolit erat ura.
6. Novela capicúa: se puede leer de adelant e para at rás y de at rás para adelant e.
7. Novela para ser leída en diagonal.
8. Novela para ser leída salt eando una palabra cada dos ( cada t res, cada cuat ro,
cada núm ero prim o, cada m últ iplo de 7) . O salt eando cada verbo int ransit ivo.

172
9. Novela en que el lect or debe reem plazar la palabra papá, cada vez que aparezca,
por t elevisor ( o por sapo, o guirnalda, o m inga, o est ereofonía, o pat apúfet e) .
Variant e m ás com plicada: el sust ant ivo papá debe ser sust it uido por un verbo, lo
que j ode bast ant e la const rucción, pero ahí est á la brom a y ahí se pone a prueba la
habilidad del lect or.
10. Novela- lot ería: se vende en com binación con la Lot ería Nacional. El núm ero
prem iado indica el orden en que deben ser leídos los capít ulos. Los prem ios
m enores dan ot ras novelas posibles, aunque de inferior calidad. Si se saca sólo
t erm inación la novela se conviert e en un cuent o así de cort o.
11. Novela con propuest as del lect or: para esos fines se dej an en blanco 27 páginas
que el lect or llenará a su gust o.
12. Novela- parachut ist a: se t om a un follet ín de Corín Tellado y sobre él se hacen
descender com o paracaidist as a cuat ro personaj es sofist icados de Huxley, a ver qué
pasa, qué rom ances se t ej en ent re git anillas y alum nos de Oxford, ent re m ozos de
cuadra y Lady Tant am ount , ent re Lord Tant am ount y una golfa del arroyo.
13. Novelas con repuest o: en un sachet t e adj unt o vienen páginas que reem plazan a
ot ras del libro. Variant e, novelas conocidas con sachet t es nuevos, LA MONTAÑA
MÁGI CA con repuest os de fabricación nacional.
14. Novela conocida pero con prólogo en que se den claves renovadoras, donde
dice " Set t em brini m iró a Hans Cast orp" no debe ent enderse de ningún m odo que
Set t em brini m iró a Hans Cast orp, a m enos que se sea un ant icuado que cae en la
burda t ram pa t endida por ese reaccionario de Thom as Mann.
15. Novela en com binación con el I nt elligence Service: leída lit eralm ent e es una
cagada, pero con la clave que se vende por separado es una int eresant e revelación
de la nueva ola.
16. Novela con nuevos signos de punt uación, que indiquen sorpresa, o vacilación o
int riga. Por ej em plo: °Mi est im ado señor° no significa de ninguna m anera que ese
señor es señor ni est im ado, sino m ás bien un m am arracho. * Com praré m añana el
anillo* quiere decir que a pesar del aspect o decidido de la frase, hay un brillo en los
oj os del parroquiano que indica que se t rat a de una sim ple fórm ula para no irse del
negocio incóm odam ent e después de haber hecho revolver t oda la m ercadería.
17. Novela- t elefónica: en la obra va indicado el t eléfono del aut or, a quien el lect or
puede proponerle variant es y m odificaciones, que, aunque privadísim as, result an de
ext rem a fert ilidad para la herm enéut ica.
Todo est o dest inado a hacer part icipar al lect or, porque com o se sabe, ant es el
lect or no part icipaba, se lim it aba a leer com o un post e de quebracho, o com o un
t ót em , o com o un adoquín, que eso de la cat arsis arist ot élica con la t ragedia era
puro grupo, que hay que ver los bolet os que se m andaban est os griegos.
Et ainsi de suit e.

173
Así que, m es enfant s, a avivarse y pedir la beca. Que luego venís en baj ada con
VOGUE y TEL QUEL y no t e para nadie. Bueno, pero est á bien, bast a de m acanas y
ahora hablem os en serio. No vayan a creer que m e niego a cuest ionar el lenguaj e,
ni que est oy desprovist o de espírit u de j ust icia. Vean si no t odo lo que puede
hacerse nada m ás que con el renglón saludos. Realicen chicas, lo que pasaría si
em pezáram os a hablar de verdad, en lugar de repet ir koinos t opos. " Mucho gust o
en conocerlo" , y m aldit o el gust o que t enem os en conocer a ese señor, señorit a,
conferenciant e para señoras gordas, m aest ro norm al, o censist a que nos viene a
em m erder. Variant es verdaderas:
—Tengo ciert o gust o en conocerlo ( señor, señorit a, profesor, sargent o) .
—No t engo ningún gust o en conocerlo.
—Tengo m enos gust o en conocerlo que el que experim ent é hace dos m eses en casa
del am igo Medrano en conocer al Profesor Cam inos ( al obispo Barbagelat a, al
j ockey Leguisam o) .
—Ust ed, señor, no m e result a ni fu ni fa. Perdónem e, no quiero ofenderlo.
—Por qué no m e hace el obsequio de irse al m ism ísim o caraj o?
—Le m ent iría si dij ese que t engo m ucho gust o en conocerlo. Tam bién sería un
exagerado si le dij era que no t engo ningún gust o. En realidad, est im ado señor ( y
paso por alt o por el m om ent o, para no com plicar m ás las cosas, la palabra
est im ado) ust ed m e result a m ás o m enos com o esas com idit as para enferm os, esos
purés, esas sopit as de cabello de ángel.
Ot ras fórm ulas a rever: " Mi m ás sent ido pésam e" . Variant es serias:
—Un ciert o sent ido pésam e ( habla la señorit a Sagan) .
—En ciert o sent ido, m i pésam e.
—Un poco de pésam e, caballero ( señor, señorit a, m onseñor) .
—El 26,5 % de pésam e de lo que le correspondería si su hij o ( yerno, concuñado,
padre, consuegro) hubiese sido un buen t ipo. ( Variant e para espírit us m at em át icos,
o para poseedores de com put adoras.)
—Mi m ás sent ido pésam e? No j oda, buen hom bre.
—Mi bochornoso pésam e.
—Mi am biguo pésam e.
—Mi cont rovert ido pésam e.
—Mi discut ible pésam e.
—Mi sigiloso pésam e.
—Mi desat inado pésam e.
—Mi det eriorado pésam e.
—Mi zigzagueant e pésam e.
—Mi polisem ioso pésam e.
—Mi repugnant e pésam e.

174
—Mi provisorio pésam e.
—Mi int eresado pésam e.
Con lo cual Quique dij o bast a explot adoras, t ípicas expresiones de la dolce vit a, que
ya van a ver cuando vuelva el peronism o, y voy a cum plir con m is deberes de
Caballero de la Prensa. Tengo que averiguar si es que ent re Mirt ha Legrand y
Bonavena hay rom ance o si com o ha repet ido Mirt ha " ent re Ringo y yo no hay m ás
que una buena am ist ad" .

N O, CÓM O M ARCELO POD RÍ A PREGUN TARLE N AD A?

Fue él quien habló, quien necesit aba hablar, con su acent o t ucum ano, y con
vergüenza le dij o t e he m ent ido, m i nom bre no es Luis, es Nepom uceno, y después
de un silencio, sonroj ándose, Marcelo m urm uró algo que quizá quería significar vos
nada t enés que cont arm e. Pero t am poco lo llam aban Palit o, t al vez porque era
t ucum ano y aindiado com o el ot ro, el que cant aba en la radio, y sobre t odo porque
era así " ves" ?, pregunt ó levant ándose un poco el pant alón, con t im idez, con una
pequeña sonrisa com o de culpa, m ost rándole las pat it as esquelét icas, la piel casi
pegada a los huesos, porque aunque ya eran m uchos los días que vivían j unt os
siem pre se las había arreglado para no desnudarse delant e de Marcelo o en plena
luz. Habían sido ocho herm anos en el ranchit o, con la m adre que t am bién lavaba
para afuera, al padre no lo m encionó, acaso est aba m uert o, acaso t rabaj aba lej os,
y t odo eso, pensaba Marcelo, para j ust ificar lo de las pat it as ridículas.
Tom aban m at e en silencio.
—Tengo m uchas cosas que cont art e, Marcelo, necesit o que sepas.
—Yo...
—El Che, el Com andant e Guevara.
Marcelo se puso aún m ás nervioso, sent ía vergüenza, t uvo repent inam ent e la
int uición de lo que oiría y se consideraba inm erecedor.
—Est uve allá, hice t oda la cam paña, logré escapar con el I nt i, pero t uve m ás suert e
que él.
Después se calló y esa t arde no se habló m ás.

Ot ras t ierras del m undo reclam an el concurso de m is m odest os


esfuerzos. Yo puedo hacer lo que te est á negado por tu
responsabilidad al frent e de Cuba y llegó la hora de separarnos. Aquí

175
dej o lo m ás puro de m is esperanzas de const ruct or y lo m ás querido
ent re m is seres queridos. Libero a Cuba de cualquier responsabilidad,
salvo la que em ana de su ej em plo. Que si m e llega la hora definit iva
baj o ot ros cielos, m i últ im o pensam ient o será para est e pueblo y
especialm ent e para t i, Fidel.

El I nt i Peredo. Había oído hablar de él? No... bueno, sí... Le daba vergüenza
confesarle que había vist o su libro de m em orias en una librería, le parecía inj ust o
hablar de librerías delant e de alguien com o Palit o, que casi era analfabet o, pero que
en cam bio había est ado y sufrido allá, en el infierno. Era un gran t ipo el I nt i, le dij o,
el Che lo quería m ucho, aunque era difícil saber cuándo el Che quería m ucho a
alguien, aunque a veces ellos se daban cuent a. Un día, debaj o de un árbol,
descansaba o m ás bien pensaba. El m es de agost o había sido bravo, pasaron
m ucha ham bre y sed, algunos com pañeros t om aron la orina, aunque el
Com andant e se los había advert ido, t raj o t rast ornos, claro. Para colm o el Moro, que
era el único m édico, había em pezado con su lum bago, t enía dolores insoport ables
en la m archa, y curar qué iba a curar. Est aba cundiendo el desalient o y hast a el
m iedo. El caso de Cam ba, por ej em plo. Alrededor del fogón el Che les habló esa
noche con voz t ranquila pero grave. Eso era para graduarse de hom bres, dij o. Y el
que no se sint iera capaz debía dej ar la lucha en ese m ism o m om ent o. Pero los que
se quedaron sint ieron que su am or y su adm iración por el Com andant e se hacía
m ás y m ás grande, y se com prom et ieron a vencer o m orir. Eran m om ent os m uy
difíciles porque t odo el grupo de Joaquín había caído en una em boscada, en el vado
del río Yeso, el 31 de agost o, por la delación de un m iserable llam ado Honorat o
Roj as, un cam pesino. Honorat o no venía de honor? Sí, venía de honor.
Bueno, el ej ércit o esperó hast a que ese m iserable los llevara a la t ram pa, y cuando
est aban vadeando el río los asesinaron por la espalda, y allí m urieron m uchos y
ent re ellos Tania, una chica m uy valient e, y sólo quedaron 22 hom bres. Algunos,
com o el Moro, en m uy m alas condiciones, y ot ros, había que decirlo, aunque daba
vergüenza, con m iedo. Así que el Com andant e reinició la educación t odas las
noches, con charlas y consej os, t am bién con reprim endas pat ernales pero severas.
Y una de esas noches lo vio solo, sent ado en la raíz de un árbol, m irando el suelo.
No sabía por qué t uvo el im pulso de acercarse. Est aba pensando, le dij o el Che,
com o si se disculpara. Pensando en Celit a, la hij a que había dej ado en Cuba.
El Palo volvió a callarse. Encendió ot ro cigarrillo y Marcelo veía en la oscuridad
cóm o el cigarrillo se avivaba en cada chupada de su com pañero.

Queridos viej os: ot ra vez sient o baj o m is t alones el cost illar de


Rocinant e, vuelvo al cam ino con m i adarga al brazo. Hace de est o

176
casi diez años, les escribí ot ra cart a de despedida. Según recuerdo,
m e lam ent aba de no ser m ej or soldado y m ej or m édico. Lo segundo
ya no m e int eresa, soldado no soy t an m alo... Puede que ést a sea la
definit iva. No la busco, pero est á dent ro del cálculo lógico. Si es así,
va un últ im o abrazo. Los he querido m ucho, sólo que no he sabido
expresar m i cariño; soy ext rem adam ent e rígido en m is acciones y
creo que a veces no m e ent endieron. No era fácil ent enderm e, por
ot ra part e. Créanm e, solam ent e hoy.

—Sí, Marcelo, a veces nos dábam os cuent a. Por ej em plo cuando m urió Benj am ín,
un m uchacho m ás débil que yo ( se rió con t im idez) , pero t enía una fe bárbara.
Sufríam os m ucho en aquellas m archas, desde el principio fue m uy duro, y ya en los
prim eros días m uchos nos quedam os casi sin zapat os y con la ropa hecha pedazos.
Mucho espinillo, esas plant as, y la piedra, los vados. La idea del Che era llegar
hast a el río Masicurí, para que viésem os a los soldados por prim era vez, no para
ent rar t odavía en com bat e. Ya llevábam os un m es casi de m archa, con enferm os,
los m osquit os, t oda clase de sabandij as, el cansancio, las m ochilas cada día pesan
m ás, las arm as. Al final de ese m es, casi no t eníam os ya qué com er. En el Río
Grande, Benj am ín t uvo dificult ades con la m ochila, porque era com o t e decía m uy
débil y est aba m uy agot ado, realm ent e era una pena verlo arrast rándose de ese
m odo. íbam os por una faralla y no sé qué falso m ovim ient o lo hizo caer al río, que
venía m uy corrent oso y crecido, así que ni siquiera t uvo fuerzas para dar algunas
brazadas. Rolando se t iró al río pero no lo pudo agarrar y ya no lo vim os m ás.
Todos queríam os a Benj am ín, era un com pañero de prim era. El Com andant e no dij o
nada, pero durant e t odo ese día no habló, iba silencioso y con la cabeza baj a. Cada
vez que hacíam os un alt o o cuando nos reuníam os a com er algo alrededor de una
fogat a, siem pre nos hablaba, enseñaba cosas. Esa noche nos dij o que las
principales arm as del ej ércit o revolucionario eran su m oral y su disciplina. Un
guerrillero no debía saquear j am ás una población, no debía m alt rat ar a su gent e y
m ucho m enos a las m uj eres. Pero adem ás debía m ant ener su decisión de vencer,
de com bat ir hast a la m uert e por los ideales que habíam os abrazado. Y la disciplina
era fundam ent al, dij o, pero no esa que nos im ponen en el servicio m ilit ar, sino la
disciplina de hom bres que saben por lo que luchan y que saben que eso por lo que
luchan es algo grande y j ust o. No dij o una palabra de Benj am ín, pero su voz esa
noche era dist int a, y adem ás t odos sent im os que en lo que explicaba algo t enía que
ver con Benj am ín, con su m anera de aguant ar el sufrim ient o. Porque m uchas veces
lo habíam os vist o ayudar a Benj am ín, a aliviar su carga, ya que él, el Che, llevaba
siem pre la carga m ás pesada y hacía las cosas m ás arriesgadas. Hast a cuando el

177
asm a em pezó a em brom arlo m ás que nunca, porque se le habían acabado los
rem edios. Vos sabés lo que es el asm a.
En la oscuridad, Marcelo vio que encendía ot ro cigarrillo.
—Querés? Uno solo no t e puede hacer m al.
Est aban en silencio, cada uno m irando hacia el t echo, de espaldas en la cam a.
—Cuando lo vi por prim era vez no lo podía creer. Era de noche, en el m ont e.
Parecía uno m ás... Pero en seguida veías que no...
Se calló, fum aba.
—No t e vayas a creer —pareció querer aclarar— que él se diera aire de ser
diferent e. No, no es eso, lo que quise decirt e... No, quise decir que se sent ía, sin
que él quisiera. No era severo, com o puede ser un j efe m ilit ar, t e quiero decir. Era
ot ra cosa. Hacía brom as, a veces. Pero ot ras cosas, no las t oleraba. No t oleraba la
dej adez, el abandono, por ej em plo. Vos sabés: cuando se est á por m ucho t iem po
en la selva, en el m ont e, poco a poco t e vas abandonando, si t e dej ás al poco
t iem po no t enés m ás que t rapos, porque los espinillos, las m archas, las lluvias, eso.
Y porque es difícil bañarse o porque com és m uchas veces con las m anos. En cuant o
uno se descuida ya est ás convert ido en un anim al. Bueno, t e digo, el Che eso no lo
t oleraba. Había que preocuparse por est ar lim pio, por arreglarse la ropa, por cuidar
la m ochila, los libros. Pocas veces lo oí grit ar, y cuando grit ó t enía razón. Más bien
t e corregía con cariño, aunque con firm eza. Apenas llegábam os a un lugar que se
elegía de cam pam ent o, dirigía lo que él llam aba en brom a las obras públicas: se
const ruían bancos, un horno para el pan, esas cosas. Y cada ciert o t iem po ordenaba
una lim pieza a fondo del cam pam ent o, aunque fuera provisorio. Y t odos los días, de
4 a 6, t eníam os las clases. Los m ás inst ruidos enseñaban, los ot ros aprendíam os:
gram át ica, arit m ét ica, hist oria, geografía, polít ica, lengua quechua. Hast a de noche
había cursos, pero esos eran volunt arios, para los que querían aprender m ás y
t enían m ás resist encia. De noche el Che daba un curso de francés. No es cuest ión
de t irar t iros, decía, sólo de t irar t iros. Un día algunos de ust edes t endrán que ser
dirigent es, si t riunfam os en est a guerrilla. El cuadro, decía, t iene que t ener no sólo
coraj e, t iene que desarrollarse ideológicam ent e, t iene que ser capaz de análisis
rápido y de decisiones j ust as, t iene que ser capaz de fidelidad y disciplina. Pero
sobre t odo, decía, t iene que const it uir el ej em plo del hom bre nuevo que querernos
en una sociedad j ust a.
Hizo ot ra pausa y fum aba en silencio.
—El hom bre nuevo —m urm uró, com o si pensara para sí m ism o—.
Nos dij o m uchas cosas sobre el hom bre nuevo. Yo no t e las puedo explicar porque
no soy una persona inst ruida. Pero m ient ras él hablaba y t rat aba de explicarnos
eso, yo lo m iraba fij o y pensaba el hom bre nuevo es él, es el Com andant e Che
Guevara. Pero él hablaba com o si se t rat ara de algo diferent e, de algo grande que

178
habría que encont rar un día, o const ruirlo. Pero yo pensaba, y creo que ot ros
com pañeros t am bién, que el hom bre nuevo era alguien com o él, com o el Che: con
espírit u de sacrificio por los ot ros, con coraj e y al m ism o t iem po con com pasión y...
Pareció vacilar un m om ent o y adem ás daba la im presión de t ener dificult ad en
hablar, com o si los recuerdos lo ahogaran dolorosam ent e. Pero por fin se decidió a
decir la palabra ant e la cual se había det enido, com o avergonzado la dij o: con
am or.
Se quedó callado. Después se consideró obligado a explicar:
—Am or... no sé... no quiero decir eso que aparece en las novelas rom ánt icas... no
quisiera que m e ent endás m al... Era... Decía que no se podía luchar por un m undo
m ej or sin eso, sin am or por el hom bre y que eso era una causa sagrada, que no era
cuest ión de sim ples palabras, que cada día, cada vez había que probarlo...
Cuánt as veces lo vim os t rat ar sin rencor a soldados que un poco ant es habían
t irado a m at ar, cóm o curaba sus heridas, aun gast ando los m edicam ent os que para
nosot ros eran escasos. Te dij e que al poco t iem po le em pezó a falt ar su m edicina
para el asm a, y sufría m uchísim o. A veces se ocult aba en los m om ent os en que le
daba peor. Pero luego volvía, cont inuando la m archa, y se enoj aba cuando
t rat ábam os de ayudarlo o aliviarlo o si el cocinero le daba algo m ej or, o cuando
t rat ábam os de cam biarle la hora de guardia por una hora m ás cóm oda.
Volvió a callarse, fum aba en silencio.
—La em boscada de Ñancahuazú, la prim era vez que t uvim os que com bat ir.
Tom am os bast ant es prisioneros, ent re ellos a un m ayor Plat a. Daba vergüenza
verlo acobardado. Sus propios soldados nos pedían que lo fusiláram os, porque era
un hom bre despiadado. Les sacam os la ropa a los soldados y les dim os ropas
civiles. Curam os a los heridos y el I nt i les explicaba nuest ros obj et ivos, porque el
Che t enía que disim ular su presencia en Bolivia. Y les explicam os que no
m at ábam os enem igos prisioneros. Así que a aquel individuo lo t rat am os com o el
Che nos había enseñado: com o a un ser hum ano, con dignidad y respet o. Ot ro
caso: el t enient e Laredo. En su diario de cam paña se encont ró una cart a de su
esposa. Una am iga le pedía que llevara una cabellera de algún guerrillero para
adornar el living. Así decía: para adornar el living. Y sin em bargo el Che resolvió
que el diario de ese subt enient e, ahora m e acuerdo, era subt enient e, no t enient e,
había que hacerlo llegar a la m adre, puest o que el oficial enem igo así lo decía en el
diario. Y el Che lo guardó en su m ochila para un día hacerlo llegar. Lo encont raron
en la m ochila cuando perdió la vida en la em boscada de Yuro. Te cont aré ot ro caso.
El 3 de j ulio est ábam os t odavía cerca del cam ino pet rolero donde habíam os t enido
un choque con el ej ércit o. El Che había ordenado una em boscada, y esperábam os
que pasaran cam iones. Pom bo debía hacer una señal con su pañuelo, desde su
puest o de observación, cuando el prim er cam ión est uviera al alcance de nuest ro

179
fuego. Después de 5 horas y m edia pasó el cam ión, pero el Che, que debía con su
M.2 hacer el prim er disparo no lo hizo, y así pasó sano y salvo. Sabés por qué?
Pareció esperar la respuest a de su am igo, que no dij o nada.
—Me oís? O t e has dorm ido?
—Sí, Palo, oigo t odo lo que cont ás.
—Sabés por qué? Porque en la part e de at rás venían sólo dos soldados, dorm idos y
envuelt os en una frazada, al lado de los chanchos que llevaban. Eran dos
soldadit os, nos explicó el Che, y est aban dorm idos. Te parece que fue una
debilidad, Marcelo?.
—Yo...
—Esa noche, alrededor del fogón, nos explicó que una act it ud com o ésa t al vez
podía ser considerada com o una debilidad y que debilidades de ese t ipo en algún
m om ent o podían ser fat ales para la guerrilla. Pero ahí vino una vez m ás lo del
hom bre nuevo. Mat ar a m ansalva a dos soldados indefensos y dorm idos e
inocent es, porque al fin y al cabo com bat ían obedeciendo órdenes, era realm ent e
una debilidad? Se podía crear ese hom bre nuevo por el que luchábam os sobre la
base de at rocidades com o ésas? Se podían alcanzar fines nobles con m edios
innobles? Es algo difícil. Vos sabés que m uchos después lo crit icaron por eso.
—Quiénes?
—Y, qué sé yo... revolucionarios m ás duros, m ás realist as... se dice así? Yo oí
m uchas veces esa clase de crít icas al Che... idealist a pequeño- burgués, decían,
cosas por el est ilo. Una vez t uve que encaj arle una t rom pada a un individuo que
dij o eso despect ivam ent e. Me le fui encim a. Creo que lo habría m at ado... sólo yo
sabía ahí en esa reunión quién era el Che Guevara, y m e hirió oír esas cosas, gent e
que j am ás habría hecho ni la m ilésim a part e de lo que fue capaz de hacer el Che...
Pero t e digo, yo no sé, yo no soy una persona inst ruida... Él que m e dij o eso era un
com unist a que conocía m ucho de Marx y de Lenin. Eso no es m arxism o- leninism o,
dij o. Vos qué crees? Es así?
Marcelo, com o siem pre, t ardó en cont est ar:
—Yo no soy nadie para hablar de m arxism o- leninism o... Pero creo que el Che t enía
razón...
—Yo t am bién. Y que si com bat íam os era precisam ent e para que no hubiese
hom bres capaces de t irar desde la som bra cont ra dos pobres m uchachos dorm idos
que iban a la m uert e sin saber por qué. En su Diario, lo leíst e?
—Sí.
—En su Diario dice que no t uvo coraj e para t irarles. Pero vos sabés que lo que le
sobraba al Che era el coraj e. Quiere decir ot ra cosa. Lo que pasa, adem ás, es que
cuando form ás part e de un grupo de guerrilleros en la selva hay sent im ient os que
la gent e de la ciudad no puede com prender. Cuando a Turna lo hirieron en el

180
vient re, t uvim os que llevarlo hast a Piray, varios kilóm et ros m ás adelant e, para que
el Moro pudiese operarlo. Pero el Turna t enía el hígado dest rozado y varias
perforaciones en los int est inos. Y no hubo nada que hacer. Fue un día de gran dolor
para t odos, porque era uno de los com pañeros m ás alegres, m ás serviciales.
Adem ás de un com bat ient e con m ucho coraj e. El Che lo quería com o a un hij o, y
así lo dice en el Diario, y t al vez sufrió m ás que t odos. Aunque, com o siem pre, hizo
lo posible para no dem ost rarlo. Cuando el Turna cayó, creyendo que m oriría ahí
m ism o, nos dio el reloj para el Che. Así era la cost um bre, porque el Com andant e
luego lo ent regaría o lo haría llegar a la m uj er o a la m adre, según el caso. El Turna
t enía un hij o que no conoció, porque había nacido cuando ya est ábam os en la
m ont aña. Pidió que el reloj se lo guardaran para cuando fuera grande.

Est uve cuat ro días de pat rullaj e con el prim er bat allón de la cuart a
división, en esa selva prim it iva, plagada de serpient es, boas,
gigant escas arañas y j aguares. ( Del relat o de Murray Sayle,
corresponsal de guerra del LONDON TI MES)

Set iem bre fue peor aún que agost o. Tuvim os que hacer m archas m uy t erribles,
perdim os hom bres, libram os varios com bat es y nos em pezó a falt ar hast a lo m ás
indispensable. Para colm o com prendim os que el grupo de Joaquín ya no volvería
m ás, que había sido aniquilado. El Moro sufría dolores insoport ables y el
Com andant e est aba cada día peor, porque hacía rat o se le habían acabado los
rem edios para el asm a. A veces se andaba escondiendo por ahí, para que no lo
viéram os en los m om ent os peores del at aque. Nuest ro próxim o obj et ivo era La
Higuera. Pero ya t odos sabíam os que el ej ércit o conocía nuest ra posición. El Coco
encont ró un t elegram a en la casa del t elegrafist a de Valle Grande, el subprefect o le
com unicaba al corregidor la presencia de la guerrilla. A cosa del m ediodía del 26
salió nuest ra pequeña vanguardia para t rat ar de alcanzar el Jagüey. Después de
m edia hora, cuando ya el grupo del cent ro y de la ret aguardia salíam os en la m ism a
dirección, oím os fuego nut rido del lado de La Higuera. El Com andant e organizó en
seguida la defensa para esperar la vanguardia, o lo que quedase, porque no
dudam os de que habían caído en una em boscada. Así que esperam os ansiosos las
prim eras not icias. Prim ero llegó Benigno, con el hom bro at ravesado por una bala.
La cosa había sido así: prim ero hirieron al Coco, ent onces Benigno corrió a
rescat arlo y m ient ras lo arrast raba lo alcanzaron con una ráfaga de am et ralladora:
al Coco lo m at aron y una de las balas, después de at ravesarlo, hirió en el hom bro a
Benigno. Los ot ros o est aban m uert os o heridos. Fue un golpe m uy duro para el
I nt i, porque el Coco era m ás que un herm ano para él: j unt os habían est ado en la
cárcel y en la lucha, y j unt os habían ent rado en la guerrilla. Un día, para dart e una

181
idea, se est aba conversando en el m ont e de la m uert e de Ricardo, de cóm o esa
m uert e había golpeado a su herm ano Art uro. Ent onces Coco le dij o al I nt i: no
quisiera nunca vert e m uert o, no sé cóm o m e com port aría. Pero por suert e a m í m e
m at arán ant es, lo sé, dij o. Y así fue, efect ivam ent e. Coco era un cam arada m uy
generoso y de gran coraj e, pero lloró el día que m at aron a Ricardo.
Felizm ent e, el I nt i no lo vio m orir. Él no era de llorar, pero desde ese día se volvió
m ás reservado que ant es.
Palit o volvió a callarse, su voz se había ido haciendo m ás difícil a m edida que
avanzaba en aquel recuent o de desdichas, com o si su voz fuese sufriendo la m ism a
crecient e desvent ura de la m archa de su pequeña t ropa de condenados.
Se levant ó y dij o " voy al baño" . Era cosa frecuent e, Marcelo lo sabía, sus riñones no
eran ya los de un hom bre norm al. Cuando volvió, se acost ó de nuevo y prosiguió:
—La em boscada de La Higuera fue un golpe t errible. En realidad fue el com ienzo del
fin.

Día 27. — A las 4 reiniciam os la m archa t rat ando de encont rar un


lugar para subir, cosa que se logró a las 7, pero para el lado cont rario
al que pret endíam os; enfrent e había una lom a pelada, de apariencia
inofensiva. Subim os un poco m ás para encont rarnos a salvo de la
aviación en un bosquecillo m uy ralo y allí descubrim os que la lom a
t enía un cam ino, aunque por él no t ransit ó nadie en t odo el día. Al
at ardecer, un cam pesino y un soldado subieron la lom a hast a la
m ediación y j ugaron un rat o allí, sin vernos. Anicet o acababa de
hacer una exploración y vio en una casa cercana un buen grupo de
soldados; ese era el cam ino m ás fácil para nosot ros y est á cort ado
ahora. Por la m añana vim os subir en una lom a cercana una colum na
cuyos obj et os brillaban al sol, y luego, al m ediodía, se escucharon
t iros aislados y algunas ráfagas, y m ás t arde los grit os de " allí est á" ,
" sale de ahí" , " vas a salir o no" , acom pañados de disparos. No
sabem os la suert e del hom bre, y presum im os que podía ser Cam ba.
Nosot ros salim os al at ardecer para t rat ar de baj ar al agua por ot ro
lado y nos quedam os en un m at orral un poco m ás t upido que el
ant erior; hubo que buscar agua por el m ism o cañón, pues una faralla
no dej a hacerlo aquí. La radio t raj o la not icia de que habíam os
chocado con la com pañía Galindo dej ando 3 m uert os que iban a
t rasladarse a V.G. para su ident ificación. No han apresado al parecer
a Cam ba y León. Nuest ras baj as han sido m uy grandes est a vez; la
pérdida m ás sensible es la de Coco, pero Miguel y Julio eran
m agníficos luchadores y el valor hum ano de los t res era

182
im ponderable. León pint aba bien. —Alt ura, 1 8 0 0 m et ros. ( Del
DI ARI O del Che Guevara.)

El Com andant e buscaba una zona donde el t erreno fuera m enos desfavorable,
hast a que pudiéram os hacernos de refuerzos y alim ent os. Pero para eso t eníam os
que rom per dos cercos: el que t eníam os ahí no m ás, delant e, y el ot ro, un gran
círculo en que se había desplegado el ej ércit o, t al com o lo sabíam os por los
com unicados de radio. Ent re los últ im os días de set iem bre y los prim eros de
oct ubre t rat am os de m ant enernos ocult os durant e el día, aunque hacíam os algunos
sondeos para rast rear una salida. Para colm o ya no t eníam os agua. Sólo un agua
m uy am arga, que t eníam os que conseguirla con grandes peligros, de noche,
borrando det rás los rast ros. A pocos pasos sent íam os pasar los soldados, cada vez
en m ayores cant idades y m uy bien equipados. Cuando encendíam os fuego,
t eníam os casi que cubrirlo con las m ant as, para evit ar que lo vieran.

Se calcula que el Com andant e Ernest o Che Guevara debe de caer de


un m om ent o a ot ro, pues est á rodeado desde hace varios días por un
círculo de hierro. La t ierra y las picaduras t ransform an aquí la piel de
cualquier ser hum ano en un m ant o de m iseria. La veget ación
inext ricable, seca y cubiert a de espinillos, hace im posible casi t odo
desplazam ient o, aun de día, si no es por el hecho de los arroyos que
est án t odos est recham ent e vigilados. No es posible com prender cóm o
los guerrilleros pueden soport ar est e cerco de sed, de ham bre y de
horror. " Ese hom bre no saldrá vivo" , nos dice un oficial. ( De un
corresponsal de guerra)

Así llegam os al 8 de oct ubre. La t arde ant erior habíam os cum plido 11 m eses de
guerrilla. La m adrugada fue m uy fría. La m archa era m uy lent a porque al Chino le
cost aba andar de noche, el Moro venía con sus dolores en la pierna, y el
Com andant e, sin rem edios para su asm a, sufría m uchísim o. A las 2 de la
m adrugada param os para descansar. Seguim os a las 4. Éram os 17 hom bres,
avanzando en la oscuridad y en un silencio angust ioso por el cañadón del Yuro. En
cuant o salió el sol, el Com andant e se puso a est udiar la sit uación, buscando una
crest a para alcanzar el río San Lorenzo. Pero los cerros eran casi pelados y la salida
iba a ser casi im posible. Ent onces el Com andant e decidió m andar t res parej as de
exploración: una hacia la derecha, ot ra delant e y la t ercera a la izquierda. Pront o
volvieron confirm ando que t eníam os t odos los pasos cerrados. Tam poco podíam os
volver hacia at rás, porque el sendero que habíam os recorrido de noche era
im posible de día. El Com andant e decidió ent onces que nos ocult áram os en un caj ón

183
lat eral y ret ardar las acciones t odo el t iem po posible, pues si em pezaban después
de las 3, nos explicó, podríam os resist ir hast a la caída del sol y ent onces cabía una
probabilidad de escape.

A las 8 de la m añana un paisano llam ado Víct or acudió al puest o


m ilit ar de La Higuera para inform ar que hom bres desconocidos se
m ovían ent re los m at orrales cercanos a su rancho. El oficial dio
dinero al inform ant e y en seguida com enzó a t ransm it ir la not icia a
las unidades de Rangers desplegadas en la zona. El m ayor Miguel
Ayoroa, com andant e de las dos com pañías de Rangers que operaban
en la región, ordenó por radio bloquear las salidas de las cañadas de
San Ant onio, Yagüey y Yuro. EÍ capit án Prado fue con su
dest acam ent o a la cañada del Yuro, y sus hom bres hicieron cont act o
con los guerrilleros hacia el m ediodía. Dos soldados result aron
m uert os en el prim er encuent ro. El t irot eo cont inuó en form a
esporádica durant e cerca de 3 horas. Lent am ent e, los Rangers fueron
ganando t erreno, llegando a unos 70 m et ros del enem igo. A las 15,30
las guerrillas sufrieron la prim era baj a visible. ( Del part e m ilit ar)

Fue una desgracia que el at aque em pezara al m ediodía, pues, com o t e dij e, las
esperanzas del Che eran que por lo m enos se ret ardara hast a las 3. Em pezam os a
oír el t ablet eo de las am et ralladoras, que por suert e bat ían el cam ino que habíam os
recorrido durant e la noche. Era evident e que nos consideraban m ás ret rasados. Eso
nos perm it ió ganar t iem po. El Com andant e dividió la fuerza en t res grupos,
conviniendo un lugar para encont rarnos a la caída de la noche. Pero cuando m i
grupo llegó no encont ram os a los ot ros. Nos m iram os en silencio y nos
derrum bam os de cansancio y de angust ia, con la esperanza, sin em bargo, de que el
Che con su grupo, im posibilit ado de llegar hast a el lugar en que est ábam os,
hubiese opt ado por alcanzar el San Lorenzo.
Palit o se calló. Marcelo, de espaldas en su cam a, sent ía su pecho oprim ido por el
asm a. " Por m i asm a" , pensó com o alguien que se sorprende com et iendo la acción
m ás m ezquina de su exist encia. Después del largo y t errible silencio de Palit o, oyó
que con voz apenas int eligible decía: " No sabíam os que t odo su grupo había caído,
que el Com andant e Ernest o Che Guevara est aba herido y prisionero, y que pront o
sería asesinado de la m anera m ás..., pero la últ im a palabra Marcelo no pudo oírla
bien. Luego ya no hablaron en aquella noche.

Nos desplegam os de m odo de cercar a los guerrilleros y en seguida


nos lanzam os al asalt o. El prim er rebelde que vim os era el que luego

184
ident ificam os com o Willy, seguido por el que después ident ificam os
com o el Che. De inm ediat o abrim os fuego, hiriendo al Che con una
ráfaga de am et ralladora. Willy y los ot ros int ent aron ent onces
arrast rarlo, m ient ras proseguía el com bat e. Ot ra ráfaga de nuest ros
Rangers voló el birret e del Com andant e, hiriéndolo en el t órax.
Mient ras sus com pañeros lo cubrían, Willy logró conducir a su j efe
hast a una colina, donde se encont raron con ot ros cuat ro Rangers. Sin
alient o por el esfuerzo, Willy llegó con el cuerpo de su j efe sobre las
espaldas. Y cuando se det uvo para reponer fuerzas y darle algún
cuidado a Guevara, los soldados em boscados le dieron orden de
rendición. Ant es de que pudieran t irar, los Rangers dispararon
prim ero. Luego se llegaron hast a ellos. El Che t enía graves heridas y
el asm a le im pedía respirar. Ent onces t ransm it im os el m ensaj e
cifrado: " Hola, Sat urno. Tenem os a Papá" . ( I nform e del Capit án
Prado)

Guevara fue llevado en una m ant a por 4 soldados hast a La Higuera,


dist ant e varios kilóm et ros del lugar de capt ura. Allí el capit án Prado
ent regó los prisioneros al coronel Selich, que est aba a cargo del
puest o. Se hizo un invent ario de lo que había en el m orral de
Guevara: dos diarios, un código, un libro de not as con m ensaj es
cifrados, un libro de poem as copiados por el Che, un reloj y ot ros t res
o cuat ro libros. ( Del inform e del Ej ércit o Boliviano)

Fue el coronel Selich el que habló con el Che. Tant o nosot ros, los
soldados heridos, com o Guevara, est ábam os en un hangar. Pero él
est aba en el ot ro ext rem o y no ent endíam os bien lo que decían,
aunque oíam os claram ent e al coronel, porque grit aba. Hablaba de
Am érica. El coronel est uvo m ucho t iem po con Guevara, quizá una
hora o m ás. Discut ían sobre algo que el coronel quería averiguar y
que el Che se negaba a decir. Hast a que en un m om ent o Guevara dio
una bofet ada al coronel con su m ano derecha. Ent onces el coronel se
levant ó y se fue. El m ayor Guzm án quiso t ransport ar a Guevara en un
helicópt ero, a un hospit al, pero el coronel se opuso y part im os
nosot ros solos. ( Relat o del soldado Gim énez)

Apenas el helicópt ero hubo part ido con los soldados heridos y
m uert os, los dolores del guerrillero iban en aum ent o. Murm uró algo.
Acerqué m i oído a su boca y ent endí que decía " m e sient o m uy m al,

185
le ruego haga algo para at enuar m i dolor" . Yo no sabía qué hacer,
pero él m ism o m e indicó qué clase de m ovim ient os debía yo
facilit arle. " Ahí, en el pecho, por favor" , m e dij o. Luego pasó la noche
ent era quej ándose. ( Relat o del t enient e a cargo del prisionero)

El Che fue llevado con los ot ros prisioneros a una escuelit a de La


Higuera, y en una de sus aulas pasó t oda aquella noche. ( I nform e de
un periodist a)

Aquí m e t enéis, dej ados espacios; sin olvido solit ario

El dom ingo 9 de oct ubre, a las 2 de la t arde, el president e Barrient os


y el general Ovando recibieron el inform e de la capt ura. Hubo una
reunión del alt o m ando. Fueron los generales Torres y Vázquez
quienes present aron la m oción de ej ecut arlo. Ninguno se opuso,
callados. Poco después, el general Ovando t ransm it ía a Valle Grande,
est a orden: " Saluden a papá" . La orden fue recibida en La Higuera
por el coronel Miguel Ayoroa. Se la t ransm it ió el t enient e Pérez y
ést e, a su vez, al suboficial Mario Terán y al sargent o Huanca. Los
vict im arios em puñaron sus carabinas. En el lugar en que est aba
encerrado el Che, yacía t am bién am arrado el guerrillero Willy.
Cuando Terán apareció, Willy lo insult ó y ent onces Terán le t iró a la
cabeza. Lo m ism o hizo Huanca con Reynaga, que est aba encerrado
en el aula vecina. Mario Terán fue señalado por el dest ino para m at ar
al Com andant e Guevara. Apenas salió del aula en que había ult im ado
a Willy, at em orizado, decidió cam biar de arm a por una m ás poderosa.
Se dirigió adonde est aba el t enient e Pérez para solicit arle una
carabina M- 2 , que descarga ráfagas aut om át icas. Terán es un
hom bre baj o, m enudo. ( Versión de Ant onio Arguedas, ex m inist ro de
gobierno, dada a Prensa Lat ina)

Expuest o y levant ado para la m uert e:


vedm e, infort unios, galas, t raído et ernam ent e.
Días, edad, nubes, qué haréis conm igo!

Cuando llegué al aula, el Che se incorporó y m e dij o:


—Ust ed ha venido a m at arm e.
Yo m e sent í cohibido y baj é la cabeza sin responder.
—Qué han dicho los ot ros? —m e pregunt ó.

186
Le respondí que nada.
No m e at revía a disparar. En ese m om ent o vi al Che m uy grande,
enorm e. Sus oj os brillaban int ensam ent e. Sent í que se m e echaba
encim a y m e dio un m areo.
—Póngase sereno —m e dij o—. Apunt e bien.

dinos dónde escondist e, ay! , esa m uert e


que nadie pudo vert e,
im posible y callada.

Ent onces di un paso hacia at rás, hacia la puert a, cerré los oj os y


disparé la prim era ráfaga. El Che, con las piernas dest rozadas, cayó
al suelo, se cont orsionó y com enzó a perder m uchísim a sangre. Yo
recobré el anim o y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un
brazo, en un hom bro y finalm ent e en el corazón... ( Relat o del
suboficial Terán a Arguedas)

El cadáver del Che fue arrast rado, aún calient e, hast a una cam illa
hacia el lugar en que sería recogido por un helicópt ero. El suelo y las
paredes del aula quedaron m anchadas de sangre, pero ninguno de los
soldados quiso lim piarlos. Lo hizo un sacerdot e alem án, quien
calladam ent e lavó las m anchas y guardó en un pañuelo las balas que
habían at ravesado el cuerpo de Guevara.
Apenas llegó el helicópt ero, la cam illa fue at ada a uno de los pat ines.
El cuerpo, aún con la cam pera de guerrillero, est aba envuelt o en un
lienzo. Eddy González, un cubano que en La Habana había regent ado
un cabaret en la época de Bat ist a, se acercó para darle una bofet ada
al rost ro inert e del com andant e m uert o.
Al llegar el helicópt ero a dest ino, el cuerpo fue puest o sobre una
t abla, con la cabeza colgando hacia at rás y abaj o, los oj os abiert os.
Casi desnudo, est irado sobre la pilet a de un lavadero, era ilum inado
por las luces de los fot ógrafos. Sus m anos fueron cort adas a
hachazos, para im pedir la ident ificación. Pero el cuerpo fue m ut ilado
en ot ras part es, t am bién. El fusil fue a parar a m anos del coronel
Anaya, el reloj a m anos del general Ovando. Uno de los soldados que
part icipó en las operaciones le quit ó los m ocasines que uno de los
cam aradas de Guevara le había hecho en el m ont e. Pero com o
est aban m uy m alt rat ados por el uso y la hum edad, no le sirvieron.
( De los inform es periodíst icos.)

187
Habrá flores que t e recuerden, palabras, cielos;
lluvias com o ést a, y vivirás sin alt eración
habiendo sucedido.
Duerm e, libre de la adversidad, t odo el orgullo
de la t rist eza.

N O, SI LV I A, N O M E M OLESTAN TUS CARTAS

pero no t engo t iem po ni int erés en encont rarm e con Arauj o. Que em piece por leer a
Hegel, y verá un Hegel " m arxist a" y ot ro " exist encialist a" , y ent onces com prenderá
por qué el exist encialism o de hoy puede em prender un diálogo fruct ífero e
int egrador con el m arxism o, a condición que dej en de lado las am enazas y los
insult os.
En cuant o a lo de " m et afísico" , ot ra acusación t ípica.
Arauj o m e rebusca los est igm as com o aquellos cazadores de bruj as que t rat aban de
encont rar la m arca del dem onio en los pliegues m ás secret os. Pero t e dij e, que uso
esa palabra para referirm e a ciert os problem as últ im os de la condición hum ana.
Explicable que el ansia de absolut o, la volunt ad de poder, el im pulso a la rebelión,
la angust ia ant e la soledad y la m uert e son esos problem as, que no son
m anifest aciones de podredum bre burguesa sino que t am bién pueden at acar ( y
at acan) a los felices habit ant es de la Unión Soviét ica.
La t ot alidad concret a del hom bre incluye esos problem as. Y no puede ser alcanzada
sino por el art e. De paso, est o no lo dicen únicam ent e leprosos com o yo: lo afirm an
grandes m arxist as. Todos los filósofos, cuando han querido t ocar el absolut o,
t uvieron que recurrir a alguna form a del m it o o de la poesía. De los exist encialist as,
ni hablem os. Pero aun en aquellos filósofos t radicionales: pensá en los m it os de
Plat ón y recordá a Hegel recurriendo a los m it os de Don Juan o de Faust o para
hacer int uible el dram a de la conciencia desdichada.
Y una últ im a aclaración. Por m ot ivos o razones sem ej ant es a los que t e expuse,
uso, para perplej idad de los correct ores de prueba, la palabra " esj at olój ico" , para
referirm e a los problem as de la m uert e, y no " escat ológico" , que lo dej o para las
com isiones de censura. Ya que esj at ós es lo que se refiere al m ás allá y skatós se
refiere a la porquería. Aunque para est os crít icos viene a ser lo m ism o: pura y
execrable m ierda.

188
Est oy cansado, Silvia. Son las 2 de la m adrugada y ando m uy m al. No t e puedo
explicar por qué. Si logro hacer la novela de est e t um ult o, ent onces podrás int uir
algo de m i realidad, de t oda m i realidad: no la que ves en las discusiones
filosóficas.

EN TRA CON TI M I D EZ

en el gran anfit eat ro del Canal 13, pero Pipo, con el m icrófono en la m ano izquierda
y su bracit o enérgicam ent e ext endido hacia él, grit a su nom bre con sim pat ía y
exige

UN GRAN APLAUSO, FUERTE, MUY FUERTE!

y t odos aplauden y grit an. Ent onces, lo hace recost ar en un diván y poniéndose en
cuclillas a su lado lo som et e a un int errogat orio grueso, una especie de exam en de
psicoanálisis para est udiant es m ongólicos, m encionando hechos a los que Sabat o
debe responder:
un hom bre que sube una escalera
un paraguas
una gran cart era de m uj er
un ferrocarril que sube una cuest a con enorm e esfuerzo
una canilla que viert e leche
y cada vez que su pacient e responde correct am ent e, Pipo solicit a un UN GRAN
APLAUSO y dobla el prem io, porque ahora la audición es un program a de pregunt as
y respuest as. Sabat o suda copiosam ent e no sólo a causa del int enso calor que
producen los reflect ores sino por est ar en calzoncillos delant e de cent enares de
personas que lo observan cuidadosam ent e. Ni t iene un respiro cuando se lanzan las
t andas de avisos porque sigue en exhibición m ient ras a grit os se explica al pueblo
argent ino que Aurora Adelant a el Fut uro, que no debe dudar que a él lo beneficia
operar con el Banco de Galicia, que sólo debe t om ar vino cust odiado por expert os,
que es una t ont ería perder un novio o un em pleo por m al alient o de origen bucal
exist iendo algo com o el Bucol que no dispersa sim plem ent e los gérm enes sino que
los ext erm ina ASÍ ! ( golpe de un puño gigant esco sobre un germ en) ASÍ ( ot ro golpe
sobre ot ro germ en) , que debe com prar en Frávega porque Frávega le da el Oro y el
Moro, que Eslabón de Luj o es fríam ent e la últ im a palabra, y que Supercom pact a es

189
capaz de guardar cualquier cosa ( un elefant e sale de la heladera) , que ésa era ella
( suda, se agit a, no t iene t iem po para ver t elet eat ro ni ir a fiest as) hast a que adopt ó
Vero y que no podía asist ir a cockt ails por inexcusable aplicación de Odorono ( se
m uest ra de cerca la form a en que el sudor evident e en la exila hace apart ar las
caras de sus am igos) y que sus problem as de const ipación habían sido
DEFI NI TI VI MAMENTE resuelt os por las Píldoras Ross ( fam ilia alegre de m añana,
plena de felicidad) y por Waldorf que le ofrece 74 m et ros de suavidad perfum ada,
culm inando la t anda con la aparición de dos enanos vest idos de nenes que se
present an en una casa de art ículos para el hogar y que est ent óream ent e exigen a
grit os un Drean! y que ahora la han t raído a m am it a. Sabat o sient e m alest ar
porque piensa que los reflect ores no perdonan det alle, en m om ent os en que ent ra
Libert ad Leblanc, para la cual Pipo solicit a UN FUERTE APLAUSO, después de lo cual
grit a que t al com o había sido anunciado, por las m ism as Cám aras de Canal 13,
siem pre en SÁBADOS CI RCULARES, se llevará a cabo el casam ient o ent re Sabat o y
la rut ilant e est rella, m ient ras de una m ano acerca a Libert ad, quien, ant e la orden
am able pero est ent órea de Pipo debe besar a Sabat o ant e las cám aras, cosa que se
hace ent re GRANDES Y SOSTENI DOS APLAUSOS. Sigue luego una gran t anda de
avisos, en que se propagan las vent aj as definit ivas de cham púes para la caspa,
desodorant es que m ant ienen su acción durant e las veint icuat ro horas del día, vinos
secos y dulces, j abones que usan las est rellas, past as dent ífricas, heladeras,
t elevisores, papeles higiénicos m ás resist ent es y absorbent es que ningún ot ro,
cigarrillos m ás largos que cualquiera ant es conocido, lavadoras aut om át icas y
aut om óviles. Al cabo de lo cual, Pipo hace ent rar ent re cerrados aplausos a Jorge
Luis Borges, de j acquet , que oficiará de padrino de la boda. Su bast ón blanco
suscit a un generalizado sent im ient o de sim pat ía, facilit ado por un gran perro
am aest rado que hace de lazarillo y por los com ent arios de Pipo Mancera que
subraya el SACRI FI CI O que significa para un hom bre com o Borges, en sus
condiciones, acudir a un program a de t elevisión. Pobre cieguit o, com ent a una gran
gorda que es enfocada por las cám aras, pero Borges hace una t em erosa seña con
la m ano com o diciendo que no se debe exagerar. Libert ad Leblanc, con un vest ido
negro y un escot e que llega al om bligo est á al lado de Sabat o, quien, siem pre en
calzoncillos, pero ahora de pie y de la m ano de la est rella, dirige una m irada de
sim pat ía hacia Borges, que avanza con paso inseguro hacia el cent ro de la escena.
Pipo ent onces dice SEÑOR DI RECTOR, DI SPONGA DE LAS CÁMARAS, palabras que
son la señal para desencadenar ot ra t anda de avisos, m ient ras Sabat o piensa:
" t ant o él com o yo som os personas públicas" , y sient e que caen lágrim as de sus
oj os.

190
ABRI Ó EL LI BRO Y EN CON TRÓ SU M ARCA,

su let ra pequeña pero t em ible en el m argen de aquel libro de ocult ism o: " Perforar
el m uro! " , le adviert e.
Tendría que liberarlo, aunque salt ara sobre su cara com o un bicho negro y
enloquecido, desde el vient re de aquella m om ia. Pero liberarlo para qué? No lo
sabía. Quería calm ar a R.? Era com o una divinidad t errible, a quien debía hacerse
sacrificios. Era insaciable, siem pre acechándolos desde las t inieblas. Trat aba de
olvidarlo, pero sabía que allí est aba. Com binación de poet a, filósofo y t errorist a.
Esos conocim ient os ent reverados, qué sent ido t enían? Un anarquist a arist ocrát ico o
reaccionario que odiaba est a civilización, una civilización que invent a la aspirina,
" porque ni siquiera es capaz de soport ar un dolor de cabeza" .
No le daba descanso. No podía abrir un libro sin encont rarse con su let rit a odiosa.
Un día en que añoraba los t iem pos de la m at em át ica abrió el libro de Weyl, sobre
relat ividad; al m argen de uno de los t eorem as capit ales est aba su com ent ario:
I DI OTAS! Tam poco le int eresaba la polít ica ni la revolución social, que consideraba
com o subrealidades, realidades de segundo orden, esas que m ant ienen al
periodism o. Lo " real! " , escribía ent re com illas, con sarcást ico signo de adm iración.
Lo real no eran los paraguas, la lucha de clases, la albañilería, ni siquiera la
Cordillera de los Andes. Todo eso eran form as de la fant asía, ilusiones de delirant es
m ediocres. Lo único real era la relación ent re el hom bre y sus dioses, ent re el
hom bre y sus dem onios. Lo verdadero era siem pre sim bólico, y el realism o de la
poesía era lo único valedero, aunque fuese am biguo o por eso m ism o: las
relaciones ent re los hom bres y los dioses eran siem pre equívocas. La prosa sólo
servía para hacer una guía de t eléfonos, un prospect o sobre el funcionam ient o de
una lavadora o la crónica de una reunión de direct orio.
Est e m undo se venía ahora abaj o, y los enanos corrían despavoridos, ent re rat as y
profesores, llevándose por delant e t achos de plást ico llenos de basuras de plást icos.

AH Í ESTABA

191
con su raído im perm eable colorado, con su cabeza hacia delant e, avanzando por
encim a de su cafecit o, acercándose a una realidad siem pre colocada un poco m ás
allá del alcance de su vist a. Su m iopía, sus gruesos vidrios, su m odest o
im perm eable lo conm ovían.
—Te podrías pint ar algo —le salió sin querer.
Ella baj ó la cabeza.
Tom aron café en silencio. Luego él le dij o que iban a cam inar.
—Pero afuera hace frío.
Él la t om ó del brazo y salió sin explicación.
Había em pezado el ot oño, un ot oño de lloviznas y vient o. Cruzaron al parque de las
barrancas de Belgrano, cam inaron ent re los árboles y finalm ent e llegaron hast a un
banco de m adera, debaj o de un gran gom ero. Las m esas de aj edrez est aban
solit arias.
—Le gust an los parques —com ent ó ella.
—Sí. De m uchacho venía a leer por aquí. Pero vam os, hace frío.
Cam inaron debaj o de los grandes plát anos de hoj as t ost adas y decadent es.
Doblaron por Echeverría hacia el lado de Cabildo. Él observaba t odo com o si fuese a
com prarlo. Silvia lo veía herm ét ico y som brío. Por fin se at revió a pregunt arle hacia
dónde iban.
A ninguna part e. Pero sus palabras no le parecieron verdaderas.
—La novela com o poem a m et afísico —m urm uró de pront o.
Qué?
Nada, nada. Pero en un plano inferior seguía su rum ia: el escrit or com o
ent recruzam ient o de la realidad cot idiana y las fant asías, com o lím it e ent re la luz y
las t inieblas. Y ahí, Schneider. Ahí est aba, las puert as del m undo prohibido.
—La I glesia de Belgrano —dij o ella.
Sí, la I glesia de Belgrano. Una vez m ás S. la observó con sagrado recelo y pensó en
sus cript as.
—Conocías est e café?
Ent raron a t om ar algo en el ÉPSI LON, para calent arse. Después volvió a sacarla de
un brazo y cruzaron Juram ent o.
—Crucem os pront o est e infierno —dij o, apresurando el paso.
Pasaron Cabildo y siguieron por Juram ent o, hast a que em pezó el viej o pavim ent o
de grandes piedras y el m ist erio del viej o Belgrano. En la esquina de Vidal se paró a
m irar al ant iguo caserón, rest o de una quint a. La exam inaba com o si t rat ase de
adquirirla, ya lo había observado Silvia. Se lo dij o y él se sonrió.
—Algo de eso.
—Una vez leí que andaba buscando casas para una novela. Es ciert o? Es necesario?

192
Se rió, pero dej ó la pregunt a sin responder. Com o si fuera un direct or de cine.
Adem ás, para qué novela? Parecían personaj es en busca de un aut or, casas en
busca de personaj es que golpeaban a sus puert as.
En la esquina de Cram er habían t ransform ado la casona en rest aurant vasco. La
m oda.
—Jurá no com er nunca en un rest aurant así —le dij o con cóm ica seriedad.
—Pero es ciert o que est á escribiendo una novela?
—Una novela? Sí... no... no sé qué decirt e... Sí, m e obsesionan algunas cosas, pero
t odo result a m uy difícil, sufro m ucho con esa hist oria y adem ás...
Después de unos pasos, agregó:
—Sabés lo que pasó con la física, a com ienzos de siglo? Se em pezó a poner t odo en
duda. Quiero decir, los fundam ent os. Era com o un edificio que cruj ía y hubo que
invest igar los cim ient os. Y se em pezó a hacer no física sino a m edit ar sobre la
física.
Se apoyó cont ra la pared y se quedó un m om ent o m irando el rest aurant vasco.
—Con la novela ha pasado algo parecido. Hay que revisar los cim ient os. No es
casualidad, porque nace con est a civilización occident al y sigue t odo su arco, hast a
llegar a est e m om ent o de derrum be. Hay crisis de la novela o novela de la crisis?
Las dos cosas. Se invest iga su esencia, su m isión, su valor. Pero t odo eso se ha
hecho desde fuera. Ha habido t ent at ivas de hacer el exam en desde dent ro, pero
habría que ir m ás a fondo. Una novela en que est é en j uego el propio novelist a.
—Pero m e parece haber leído cosas así. No hay un novelist a de CONTRAPUNTO?
—Sí. Pero no hablo de eso, no hablo de un escrit or dent ro de la ficción. Hablo de la
posibilidad ext rem a que sea el escrit or de la novela el que est é dent ro. Pero no
com o un observador, com o un cronist a, com o un t est igo.
—Cóm o, ent onces?
—Com o un personaj e m ás, en la m ism a calidad que los ot ros, que sin em bargo
salen de su propia alm a. Com o un suj et o enloquecido que conviviera con sus
propios desdoblam ient os. Pero no por espírit u acrobát ico. Dios m e libre, sino para
ver si así podem os penet rar m ás en ese gran m ist erio.
Se quedó pensando, m ient ras cam inaba. No, no, ése era el cam ino. Ent rar en las
propias t inieblas.
Era com o si lo t uviera " en la punt a de la lengua" , y algo, una enigm át ica
prohibición, una orden secret a, una pot encia sagrada y represiva, se lo im pidiera
ver con claridad. Y lo sent ía com o una revelación inm inent e y a la vez im posible.
Pero acaso ese secret o le fuera revelado a m edida que avanzase, y quizá pudiese
finalm ent e verlo a la luz t errible de un sol noct urno, cuando ese viaj e t erm inara.
Conducido por sus propios fant asm as, hacia el cont inent e que sólo ellos podían

193
conducirlo. Y así, con los oj os vendados, sent ía de pront o que lo llevaban al borde
de un abism o, en cuyo fondo est aba la clave que lo at orm ent aba.
Por Cram er habían doblado hacia Mendoza y luego, por Mendoza, habían llegado
lent am ent e al cruce del ferrocarril. En el crepúsculo, aquella esquina result aba un
sit io de om inosa m elancolía: los baldíos, los árboles, el farol sacudido por el vient o
del sudest e, el t erraplén. Un gran desam paro presidía aquel sit io. Sabat o m iraba
fascinado. Se sent ó en el cordón de la vereda y parecía levant ar un lam ent able
censo. Y cuando pasó vert iginosa y ruidosam ent e el t ren eléct rico, la m elancolía fue
dest rozada com o un cort ej o funerario por un t irot eo.
Lloviznaba y hacía cada vez m ás frío.
—Un herm oso lugar para que un chico se suicide —com ent ó de pront o S., en voz
baj a, com o si hablara para sí.
Silvia lo m iró sorprendida.
—No t e preocupes, sonsa —agregó con una risa t rist e—. Un chico de novela, uno de
esos que buscan el absolut o y sólo encuent ran basura.
Ella m urm uró algo.
—Qué?
Que lo perseguía la idea del suicidio, dij o la chica. Pensaba en Cast el, en Mart ín. Sí,
era ciert o.
—Pero al final no se suicidan —agregó.
—Por qué?
—No lo sé. El novelist a no conoce los porqués de sus personaj es. Yo t uve t odo el
propósit o de llevarlo a Mart ín hast a el suicidio. Y ya ves.
—No será que en el fondo ust ed no lo aprueba?
Pareció adm it irlo dubit at ivam ent e.
—Y ese personaj e... —em pezó Silvia, pero se arrepint ió.
—Cóm o?
—Nada.
—Pero sí, hablá.
—Ese chico, quiero decir. Est e lugar. Es algo que piensa escribir?
No respondió en seguida. Tom ó unas piedrit as y las arregló en el suelo form ando la
let ra R.
—No lo sé. A est a alt ura no sé casi nada de nada. Sí, quizá escriba sobre un chico
com o ése, alguien que un día venga hast a aquí a suicidarse. Pero, claro, a lo
m ej or...
No t erm inó la frase. Se levant ó, dij o " Vam os" y la llevó hast a la est ación de
Belgrano R.
—Yo t engo que quedarm e —le dij o.
—Lo volveré a ver?

194
—No lo sé, Silvia. Ando m uy m al. Perdonam e.

UN A AD V ERTEN CI A

I ba a com enzar, ya había puest o un papel en la m áquina, pero su m irada em pezó a


vagar por el cuart o, sin obj et o. Luego volvió a la m áquina m ecánicam ent e:
OLI VETTI , leyó PRAXI S 48. Borio, pensó con sim pat ía. Y el gran Agost ino Rocca. Por
fin pareció decidirse y escribió: " No olvidem os las recom endaciones de Fernando" .
En ese m om ent o le t raj eron la correspondencia. Recorrió los sobres, hast a que se
decidió a abrir uno grande, desde Est ados Unidos, con el t rabaj o de Lilia St rout
sobre el Mal en HÉROES Y TUMBAS. El acápit e, t om ado de la Biblia ( Ecl. 3, 22) ,
decía: " Lo que es dem asiado m aravilloso para t i, no lo indagues; y lo que est á m ás
allá de t us fuerzas, no lo invest igues" . Se quedó cavilando. Luego sacó el papel de
la m áquina.

REPORTAJE

—Est á sat isfecho con lo que ha escrit o?


—No soy t an canalla.
—Quién es Ernest o Sabat o?
—Mis libros han sido un int ent o de responder a esa pregunt a. Yo no quiero obligarlo
a leerlos, pero si quiere conocer la respuest a t endrá que hacerlo.
—Puede adelant arnos la prim icia de lo que est á escribiendo en est os m om ent os?
—Una novela.
—Tiene ya t ít ulo?
—Generalm ent e lo sé al final, cuando t erm iné de escribir el libro. Por el m om ent o
t engo dudas. Puede ser EL ÁNGEL DE LAS TI NI EBLAS. Pero quizá ABADDÓN, EL
EXTERMI NADOR.
—Caram ba, un poco abrum adores, no?
—Sí.

195
—Me encant aría pudiese cont est arm e algunas pregunt as: qué piensa del boom
lat inoam ericano? cree ust ed que el escrit or debe est ar com prom et ido? qué consej os
daría a un escrit or que se inicia? a qué horas escribe? prefiere los días de sol o los
nublados? se ident ifica con sus personaj es? escribe sus propias experiencias o
invent a? qué piensa de Borges? debe t ener el art ist a una libert ad t ot al? son
beneficiosos los congresos de escrit ores? cóm o definiría su est ilo? qué piensa de la
vanguardia?
—Vea, am igo, dej ém onos de t ont erías y de una vez por t odas digam os la verdad.
Pero, eso sí: t oda la verdad. Quiero decir, hablem os de cat edrales y prost íbulos, de
esperanzas y cam pos de concent ración. Yo, por los m enos, no est oy para brom as
porque m e voy a m orir.
El que sea inm ort al que se perm it a el luj o
de seguir diciendo pavadas.
Yo no: t engo los días cont ados ( pero qué hom bre, am igo periodist a, no t iene los
días cont ados, dígam e: con la m ano sobre el corazón)
y quiero hacer un balance
para ver qué queda de t odo eso
( m andrágoras o escribanos)
y si es ciert o que los dioses son m ás valederos
que los gusanos
que pront o han de engordar con m is despoj os.
Yo no sé, no sé nada ( para qué lo voy a engañar) ,
no soy t an arrogant e ni t an t ont o
com o para proclam ar la superioridad de los gusanos.
( Quede eso para at eos de barrio.)
Le confieso que el argum ent o m e im presiona
pues el caj ón
el coche fúnebre
y esos grot escos im plem ent os de la m uert e
son visibles t est im onios de nuest ra precariedad.
Pero quién sabe, quién sabe, señor periodist a.
Pudiese ser que los dioses no condescendieran a rebaj arse t ant o,
no accedieran a la baj a dem agogia
de hacerse groseram ent e com prensibles,
y nos esperaran con siniest ros espect áculos,
luego que el últ im o discurso fuese pronunciado
y nuest ro solit ario cuerpo
para siem pre abandonado a sí m ism o

196
( pero, anot e, abandonado de verdad, no con esos im perfect os, anhelosos y en
definit iva inút iles abandonos que la vida nos proporciona) aguarde el at aque
innum erable
de los gusanos.
Hablem os, pues, sin m iedo pero t am bién sin pret ensiones
sencillam ent e
con ciert o sent ido del hum or
que disim ule el lógico pat et ism o del asunt o.
Hablem os de t odo un poco.
Quiero decir:
de esos problem át icos dioses
de los evident es gusanos
de los cam biant es rost ros de los hom bres.
No sé gran cosa de est os curiosos problem as
pero lo que sé lo sé de verdad
pues son experiencias m ías
y no hist orias leídas en los libros
y puedo hablar del am or o del m iedo
com o un sant o de sus éxt asis
o un m ago de t eat ro ( en una reunión casera, ent re gent e de confianza)
de sus t rucos.
No esperen ot ra cosa
no m e crit iquen luego, no sean perversos, caram ba.
Ni m ezquinos.
Les adviert o: sean m ás m odest os
pues t am bién ust edes est án dest inados ( t ralalá, t ralalá, t ralalá)
a alim ent ar a los gusanos ant es m encionados.
De m odo que, con excepción de los locos y de los invisibles dioses ( t al vez
inexist ent es)
t odos los dem ás harán bien en escucharm e si no con respet o por lo m enos con
condescendencia.
—Muchos lect ores se pregunt an, señor Sabat o, cóm o es posible que ust ed se haya
dedicado a las ciencias físico- m at em át icas.
—Pues nada m ás fácil de explicar. Creo haberle ya cont ado que huí del m ovim ient o
st alinist a en 1935, en Bruselas, sin dinero, sin docum ent os. Guillerm o Et chebehere
m e dio alguna ayuda, él era t rot skist a, y durant e un t iem po pude dorm ir en el
alt illo de la École Norm ale Supérieure, rue d'Ulm . Me acuerdo com o si fuera hoy.
Una cam a grande, pero en aquel t iem po no había calefacción, yo ent raba por la
vent ana a las diez de la noche y m e acost aba allí, en la cam a doble del port ero,

197
gran t ipo, pero era un invierno at roz y no había calefacción así que poníam os
m uchas capas de L’HUMANI TÉ encim a y cada vez que nos dábam os vuelt a se oía el
cruj ido de los diarios ( lo est oy oyendo) , yo est aba en un gran caos y m uchas veces
cam inando al borde del Sena pensé en m at arm e, no vaya a creer, pero m e daba
pena por el pobre Lehrm ann, el port ero alsaciano, que m e daba algunos francos
para com er un sándwich de esos largos y café con leche, era una fallada,
com prende, así que fui t irando hast a que no di m ás y con m uchas precauciones m e
robé de Gibert un t rat ado de análisis m at em át ico de Borel y cuando en un café
com encé a est udiarlo, m ient ras afuera hacía frío y yo t om aba un café calient e,
com encé a pensar en aquellos que dicen
que est e m ercado en que vivim os
est á form ado por una única sust ancia
que se t ransm ut a en árboles, crim inales y m ont añas,
int ent ando copiar un pet rificado m useo
de ideas.
Aseguran
( ant iguos viaj eros, escrut adores de pirám ides, individuos que en sueños lo han
ent revist o, algún m ist agogo) que es una pasm osa colección de obj et os
inconm ovibles y est át icos: inm ort ales árboles, pet rificados t igres,
j unt o a t riángulos y paralelepípedos.
Y t am bién un hom bre perfect o,
form ado con crist ales de et ernidad,
al que t orpem ent e quiere parecerse
( el dibuj o de un niño)
un m ont ón de part ículas universales
que ant es eran sal, agua, bat racio,
fuego y nube,
excrem ent os de t oro y de caballo,
vísceras podridas en cam pos de com bat e.
De m odo que ( siguen explicando esos viaj eros, aunque ahora con levísim a ironía en
los oj os) con esa inm unda m ezcla
de basura, t ierra y rest os de com ida,
purificándola con agua y sol,
cuidándola anhelosam ent e
cont ra los despreciat ivos y sarcást icos poderes
de las grandes fuerzas t errest res
( el rayo, el huracán, el m ar enfurecido, la lepra) se int ent a un burdo sim ulacro
del hom bre de crist al.
Pero aunque crece, prospera ( le van bien las cosas, eh?)

198
de pront o em pieza a vacilar
hace esfuerzos desesperados
y finalm ent e m uere com o ridícula caricat ura,
volviendo a ser barro y excrem ent o de vaca.
Si no logra al m enos la dignidad del fuego.
—Desea agregar algo a est e report aj e, señor Sabat o? Alguna preferencia en t eat ro
o m úsica? Algo sobre el com prom iso del escrit or?
—No, señor, gracias.

H ASTA QUE POR FI N SE EN CON TRARON

Cam inaban por las barrancas de Belgrano, sin hablar. Com o siem pre que est aba
con Marcelo, se sent ía confuso, incóm odo, no sabía bien qué decirle. Parecía t rat ar
de j ust ificarse com o ant e un t ribunal a la vez bondadoso pero insobornable. Alguien
había definido al confesionario com o un paradój ico t ribunal que absuelve a quien se
acusa. Se sent ía desnudo ant e él, se acusaba despiadadam ent e ant e él, y aunque
descont aba su absolución, t erm inaba siem pre descont ent o. Quizá porque m ás que
absolución su espírit u necesit aba cast igo.
Se sent aron a la m esa de un café.
—Cuál es el principal deber de un escrit or? —le pregunt ó de pront o, com o si en
lugar de hacerle una pregunt a com enzara una defensa.
El m uchacho lo m iró con sus oj os profundos.
—Hablo del aut or de ficciones. Su deber es nada m ás pero nada m enos que decir la
verdad. Pero la verdad con m ayúscula, Marcelo. No una de esas verdades chiquit as
que leem os en los diarios t odos los días. Y sobre t odo las m ás escondidas.
Esperó la respuest a de Marcelo. Pero él, al sent irse esperado, se sonroj ó y baj ando
los oj os com enzó a revolver con la cucharit a el rest o del café.
—Pero vos —dij o S. casi con irrit ación—, vos t e has pasado la vida leyendo buena
lit erat ura. No?
El m uchacho m urm uró algo.
—Cóm o, cóm o? No t e oigo —pregunt ó S. con irrit ación crecient e.
Por fin se oyó algo que parecía afirm at ivo.
Ent onces, por qué se callaba?

199
Marcelo levant ó los oj os con t im idez y con voz m uy baj a le respondió que él no lo
acusaba por nada, que no com part ía los punt os de vist a de Arauj o, que consideraba
que t enía t odo el derecho del m undo a escribir lo que escribía.
—Pero vos t am bién sos revolucionario, no?
Marcelo lo m iró un inst ant e, luego volvió a baj ar los oj os, avergonzado por la
grandiosa denom inación. Sabat o com prendió y corrigió: que apoyaba la revolución.
Bien, creía que sí... no sabía... en ciert o m odo...
Sus pocas palabras salían plagadas de adverbios que at enuaban o hacían t an
m odest os sus verbos, sust ant ivos calificat ivos, que era casi com o si se callara. De
ot ro m odo, su t im idez, su anhelo de no herir le hubiesen im pedido abrir la boca en
absolut o.
—Pero vos has leído no sólo los poem as com bat ient es de Hernández. Tam bién has
leído sus poem as de m uert e. Y lo que es peor, adm irás a Rilke y hast a m e parece
que t e he vist o con libros de Trakl.
No era de Trakl ese libro en alem án que t enías, en el DANDY?
Hizo un im percept ible gest o afirm at ivo. Le parecía casi una im pudicia hablar de
esas cosas en público. Llevaba los libros siem pre forrados.
De pront o, Sabat o com prendió que est aba haciendo con él casi un act o de
violación. Vio, con pena y con sent im ient o de culpa que Marcelo había sacado su
inhalador para el asm a.
—Perdonam e, Marcelo. No quería decir est a clase de cosas. En realidad...
Pero sí. Lo grave es que había querido decir precisam ent e lo que había dicho. Se
quedó confuso y enoj ado, pero no con el chico sino consigo m ism o.
—Tu com pañero —dij o al rat o, sin com prender que iniciaba ot ra desafort unada
incursión.
Marcelo levant ó sus oj os.
—Son m uy am igos, no?
—Sí.
—Es un obrero?
Le pareció oír que había t rabaj ado en la fábrica FÍ AT.
—Vive con vos en t u cuart o, no?
Marcelo lo m iró int ensam ent e.
—Sí —respondió—, pero eso no lo sabe nadie.
—Pero, sí, por supuest o. Es que, sabés, se parece a un com pañero que t uvim os con
Bruno, cuando las huelgas de la carne, en 1932.
Carlos.
Marcelo usó su inhalador para el asm a. Su m ano le t em blaba.
Sabat o se sint ió culpable de la absurda escena y haciendo un esfuerzo com enzó a
hablar de una sesión de Chaplin que había vist o en el San Mart ín. Marcelo se

200
t ranquilizó, com o alguien que a punt o ya de ser desnudado por un loco en una
plaza ve que el loco se ret ira. Pero fue un alivio t ransit orio.
—El hom bre es un ser dual —dij o Sabat o—. Trágicam ent e dual. Y lo grave, lo
est úpido es que desde Sócrat es se ha querido proscribir su lado oscuro. Los
filósofos de la I lust ración sacaron la inconciencia a pat adas por la puert a. Y se les
m et ió de vuelt a por la vent ana. Esas pot encias son invencibles. Y cuando se las ha
querido dest ruir se han agazapado y finalm ent e se han rebelado con m ayor
violencia y perversidad. Mirá la Francia de la razón pura. Ha dado m ás
endem oniados que ningún ot ro país: desde Sade hast a Rim baud y Genet .
Se quedó callado, m irándolo.
—Claro, yo no podía decir est o los ot ros días. No sé. Me pareció que t u am igo... En
fin... cóm o t e diré... A veces m e apena decir ciert as cosas delant e de alguien que...
Marcelo había baj ado sus oj os.
—Por eso decía. Se habla de la m isión de la novela. Com o si se hablara de la m isión
de los sueños! Mirá Volt aire. Uno de los cam peones de los t iem pos m odernos. Ya lo
creo! Bast a leer el CANDI DE para darse cuent a de lo que hay debaj o de esa cort eza
de pensam ient o ilust rado.
Sabat o se rió, pero su risa no era sana.
—Y el ot ro es m ás grot esco, t odavía. El m ism ísim o direct or de la Enciclopedia. Qué
t e parece. Habrás leído LE NEVEU, no?
Marcelo hizo un gest o negat ivo.
—Deberías leerlo. Sabés que Marx lo elogió? Claro, por ot ras razones, creo. En fin,
sea com o sea. Por eso t e decía que ent raron por la vent ana. No es una casualidad
que el desarrollo de la novela coincida con el desarrollo de los t iem pos m odernos.
Dónde se iban a refugiar las Furias? Se habla m ucho del Hom bre Nuevo, con
m ayúscula. Pero no vam os a crear a ese hom bre si no lo reint egram os. Est á
desint egrado por est a civilización racionalist a y m ecánica de plást icos y
com put adoras. En las grandes civilizaciones prim it ivas las fuerzas oscuras eran
reverenciadas.
Est aba oscureciendo y Marcelo se sent ía aliviado por la falt a de luz.
—Nuest ra civilización est á enferm a. No sólo hay explot ación y m iseria: hay m iseria
espirit ual, Marcelo. Y yo est oy seguro de que vos t enés que est ar de acuerdo
conm igo. No se t rat a de conseguir heladeras eléct ricas para t odo el m undo. Se
t rat a de crear un ser hum ano de verdad. Y m ient ras t ant o, el deber del escrit or es
escribir la verdad, no cont ribuir a la degradación con m ent iras.
Marcelo no com ent aba nada y él se sent ía cada vez peor. Teóricam ent e t odo eso lo
sent ía m uy bien, pero su lado m oralist a y hast a burgués quizá lo at orm ent aba:
pobres cieguit os! Esa clase de cosas. Y qué quería? Que Marcelo lo aplaudiera por
describir horrores? Sabía, por ot ra part e, que a pesar de su cort esía y de su

201
t im idez, creía firm em ent e en ciert as cosas y que nadie sería capaz de arrancarle
algo en que no creyera. O era esa esencial honradez lo que lo hacía rondar en t orno
de él, para t rat ar de obt ener de él algún género de aprobación?
Se sint ió m uy m al, se disculpó y se fue. Cam inó por Echeverría y de pront o se
encont ró frent e a la I glesia de la I nm aculada Concepción. Som bríam ent e
com enzaba a dest acarse su cúpula sobre el cielo gris. Lloviznaba y hacía frío. Qué
est aba haciendo ahí, com o un t ont o? Los Ciegos, pensó m irando la gran iglesia,
im aginando su cript a, los t úneles secret os. Parecía com o si sus oscuras obsesiones
lo hubiesen conducido hast a aquel sím bolo de sus angust ias. Est aba m al, una
inciert a inquiet ud lo at orm ent aba y no sabía qué hacer. De pront o se le ocurrió que
no había procedido bien con su am igo, que se había separado de m anera brusca y
est úpida, que podía haberlo herido. Se levant ó del banco en que se había sent ado y
volvió al café. Habían prendido ya las luces. Felizm ent e, aún est aba. Lo vio de
espaldas, escribiendo algo sobre un papelit o. Si lo hubiera pensado, reflexionó m ás
t arde, no se habría present ado t an silenciosam ent e. Cuando Marcelo lo advirt ió
t apó con un t orpe m ovim ient o el papelit o, m ient ras se sonroj aba. " Un poem a" ,
pensó Sabat o, avergonzándose de su irrupción. Hizo com o que no lo hubiese
not ado y dij o, aparent ando seguir la conversación:
—Mirá, volví porque creo habert e dicho ot ras cosas. Quiero decir... cosas diferent es
a las que... Te quiero pedir un favor.
El m uchacho, inclinándose levem ent e hacia adelant e, ya repuest o, esperaba con
cort esía el pedido.
Sabat o se irrit ó.
—No ves? No em pecé a hablar y ya t e disponés a escucharm e con deferencia
cualquier cosa que diga. Era precisam ent e eso lo que t e iba a pedir. Que no fueras
así. Al m enos, que no lo seas conm igo. Te conozco desde que nacist e. Que m e
discut as, que m e expongas t us reservas. Caram ba... No sé... Sos una de las pocas
personas... Y ent onces...
La expresión de Marcelo había derivado, aunque m uy ligeram ent e, hacia una
especie de preocupación, m uy seria y at ent a.
—Pero es que yo... —dij o.
Sabat o lo t om ó de un brazo, pero con la m ism a delicadeza con que se levant a a un
herido.
—Marcelo: yo necesit o...
Pero no cont inuó y pareció que el diálogo se int errum piría definit ivam ent e. El
m uchacho observó cóm o la cabeza de Sabat o se inclinaba sobre la m esa. Porque
consideró que era su deber ayudarlo, dij o:
—Pero si yo est oy de acuerdo... Bueno... quiero decir... en general... claro que...

202
Sabat o había levant ado su m irada y lo observaba con una m ezcla de at ención y
fast idio.
—Ves? —com ent ó—. Siem pre lo m ism o.
Marcelo baj ó sus oj os. Sabat o pensó " es inút il" . Y no obst ant e sent ía la necesidad
de hablar con él.
—Claro, com prendo que exagero. Soy un exagerado, siem pre. Y en el fondo un
ext rem ist a. Me he pasado la vida yendo de un ext rem o a ot ro y equivocándom e con
furia. Me apasionaba el art e y ent onces m e lancé en las m at em át icas. Y cuando
llegué bien al ext rem o, las abandoné, con una especie de rencor. Y la m ism a
hist oria con el m arxism o, con el surrealism o. Bueno, abandonar... Es una m anera
de decir, com prendés. Si uno ha am ado int ensam ent e siem pre quedan en uno los
rast ros de la pasión. En algunas palabras, en algunos t ics, en los sueños. Sí, sobre
t odo en los sueños... Vuelven a reaparecer las caras que creíam os olvidadas para
siem pre... Sí, un exagerado, Marcelo... Te dij e un día que los poet as est án siem pre
del lado de los dem onios, aunque a veces no lo sepan, y advert í que vos no est abas
de acuerdo... La exageración es de Blake, pero no im port a, yo la repit o siem pre,
por algo será. Tam bién t e he dicho que por eso nos fascina el infierno de Dant e y
nos aburre su paraíso. Y que el pecado y la condenación inspiraron a Milt on y el
paraíso le quit ó el im pulso creador... Sí, claro, los dem onios de Tolst oi, de
Dost oievsky, de St endhal, de Thom as Mann, de Musil, de Proust . Todo eso es
ciert o, al m enos para esa clase de gent e. Y por eso son rebeldes pero raram ent e
revolucionarios, en el sent ido m arxist a del t érm ino. Esa espant osa condición,
porque es una espant osa condición, ya lo sé, no los hace apt os para una sociedad
est ablecida, aunque sea la que sueñan los m arxist as. Tal vez sean út iles com o
rebeldes, en la et apa rom ánt ica. Pero después... Mayakovsky, im aginat e. Esenin...
Pero no es est o lo que t e quería decir. Creo que quería decirt e que no debés
callart e, que no debés acept ar m is exageraciones, m is brut alidades, esa especie de
m anía para elegir los ej em plos que j ust ifican m is obsesiones... Yo sé que de pront o,
cuando t e he hablado, pensás en Miguel Hernández, que si bien era un obseso por
la m uert e y m uchos de sus poem as son de índole m et afísica, no es un
endem oniado com o puede ser, digam os Genet . Y t enías t oda la razón del m undo en
pensar no exagere Ernest o, no siem pre es así, puede haber un gran poet a que no
est é en el bando de los dem onios... Y hay ot ros que pueden ser dionisíacos,
eufóricos, que pueden sent irse en arm onía con el cosm os... y ciert os pint ores...
Se calló. Nuevam ent e se sint ió descont ent o, se encont raba ahora com o m int iendo
en algún sent ido. Y con t errible desazón se levant ó y se fue.

203
N UEVAM EN TE SUS PASOS LO LLEVARON H ACI A LA PLAZA

y sent ándose en un banco cont em pló la m ole circular de la iglesia cont ra el cielo de
niebla y llovizna. Lo im aginaba a Fernando rondando en la m adrugada aquella
ent rada del m undo prohibido, y ent rando por fin en el universo subt erráneo.
Las cript as. Los Ciegos.
Von Arnim , le vino a la m ent e: nos com ponen m uchos espírit us y nos acechan en
los sueños, profieren oscuras am enazas, nos hacen advert encias que es difícil
ent ender, nos at errorizan. Cóm o pueden ser t an ext raños a nosot ros com o para
llegar a at errorizarnos? No salen acaso de nuest ro propio corazón? Pero, qué era
" nosot ros" ?
Y esa fascinación que a pesar de t odo nos induce a evocarlos, a conj urarlos, aun
sabiendo que pueden t raernos el pavor y el cast igo.
No, no lograba recordar lo de von Arnim . Algo com o si nos espiaran desde un
m undo superior, seres invisibles que sólo la im aginación poét ica podía hacer
percept ibles. La videncia. Pero si esos m onst ruos invisibles, una vez invocados, se
lanzaban sobre nosot ros sin que pudiéram os dom inarlos? O nuest ro conj uro no es
el exact o y result a incapaz de abrir las puert as de los infiernos; o es exact o, y
ent onces correm os el riesgo de la locura o de la m uert e.
Y qué le pasaba a von Arnim con sus escrúpulos m orales? Y a Tolst oi? Siem pre la
m ism a hist oria. Pero lo que decía, lo que decía. La fe del creador en algo t odavía
increado, en algo que debe sacar a luz después de hundirse en el abism o y ent regar
su alm a al caos era sagrada? Sí, debía serlo. Y nadie debía im pugnarla. Ya bast ant e
cast igo le era im puest o por lanzarse a sem ej ant e horror.
El vient o barría una llovizna helada.
Fue ent onces cuando la vio cam inar com o una sonám bula por la plaza hacia uno de
aquellos zaguanes viej os cerca del ÉPSI LON. Cóm o podía no reconocerla? Alt a, con
su pelo renegrido, con sus pasos. Corrió hacia ella, hechizado, la t om ó en sus
brazos, le dij o ( le grit ó) Alej andra. Pero ella se lim it ó a m irarlo con sus oj os
grisverdosos, con la boca apret ada. Por el desdén, por el desprecio?
Sabat o dej ó caer sus brazos y ella se alej ó sin volverse. Abrió la puert a de aquella
casa que t an bien él conocía y la cerró t ras de sí.

POR AQUELLOS D Í AS LO LLAM Ó M EM É VARELA

204
Una sesión, le dij o, el viernes a part ir de las 10 de la noche, con Daneri. Que llevara
a alguien m ás con condiciones, para j unt ar m ás fuerza. Le propuso a Alonso.
—Alonso?
No lo conocía, pero m agnífico. Le propuso t am bién a I lse Müller. Excelent e, la
conocía de nom bre, excelent e. De pront o, a Sabat o le pareció grot esco j unt ar
t ant os vident es, t ant as personas con un rasgo excepcional: t odos con una pierna de
palo, con un oj o de vidrio, t odos zurdos. No, le había m encionado a Alonso, pero
ahora que lo pensaba un poco creía que est aba en el Brasil. Bueno, est aba bien, lo
esperaba con I lse Müller.
Lo llevó t am bién a Bet o, com o llevar al conservador del Archivo de Pesas y Medidas
de París. No quería dej arse arrast rar por sensaciones, por experiencias equívocas.
Al rat o llegó el fam oso Daneri, con su t raj e azul, con sus ant eoj os de m ont ura
not ablem ent e gruesa y negra que resalt aba en su cabeza lechosa, sin pelo, en
form a de huevo con la punt a para arriba. Era un poco m onst ruoso: lunar,
ect oplasm át ico. Un bicho de un planet a sin sol, que hubiese sido t raj eado con
nuest ras cost um bres para present arlo en la Tierra. Alguien que ha vivido siem pre
en la oscuridad o baj o t ubos de neón. Su carne debía ser fofa, com o de m ant eca
blanda. Su esquelet o sería cart ilaginoso, com o el de algunos anim ales inferiores.
Habría salido de algún planet oide t ransuraniano, donde los rayos solares llegan
com o un recuerdo? O al dest apar un sót ano, después de m uchísim os años de
encierro, blanquísim o, con su sonrisa babosa?
Llegó t am bién Margot Grim aux, con sus ant eoj os negros de playa, que no se
quit aba nunca, con sus cej as a dos aguas de persona que ha sufrido t oda clase de
m uert es, pest es, operaciones de la m at riz, alej am ient os, fibrom as; ansiosa por
com unicarse con alguien del ot ro m undo o de un m undo que ya le es t rágicam ent e
aj eno. Con un hij o, con un am ant e?
Prim ero se est ableció un diálogo t écnico ent re I lse y Daneri, com o en esos
congresos int ernacionales de especialist as ( filólogos o bot ánicos,
ot orrinolaringólogos) con su j erga herm ét ica. Gent e que no se ha conocido ant es
personalm ent e, pero que se sigue a t ravés de las revist as del ram o. Am igos
com unes? Mr. Luck, claro.
Luego com enzó el t orneo. Cada uno cont ó experiencias, aport os ( palabra de la
especialidad) , sueños, videncias, sesiones m em orables.
Mem é:
Cuando chica iba a un colegio inglés. En la clase de hist oria dij o no sé qué pasaba
en el segundo escalón de la cárcel en que est uvo María Ant oniet a. Al t erm inar, el
profesor la llam ó y le pregunt ó de dónde conocía ese det alle, det alle preciso que

205
sólo figuraba en una enciclopedia que Mem é no había vist o j am ás. El relat o fue
seguido con at ención y al final se concluyó que sólo podía explicarse por haber
reencarnado Mem é a María Ant oniet a.
I lse Müller:
Se reunía siem pre con un grupo de am igos durant e el verano en su casa de Mar del
Plat a, para hacer sesiones con una m uj er ext raordinaria llam ada Mariet a. No habían
oído hablar de ella? No, sí, parece que Mem é. Era así y así? No, no era así sino así.
Bueno, com o fuera, Mariet a Fidalgo, un ser verdaderam ent e sensacional. Era ya de
m adrugada, habían pasado varias horas haciendo int ent os sin éxit o, el esfuerzo
había sido m uy grande y t odos est aban agot ados. A eso de las t res se echaron a
dorm it ar en cualquier part e, en sillones, en divanes. Cuando de pront o se oyó un
t rem endo golpe y la m esit a fue arroj ada cont ra un rincón.
Daneri asint ió con placidez académ ica, con su sonrisa de sapo albino: benevolent e
m iem bro de la Academ ia de Let ras a quien, en una reunión de m aest ras j ubiladas,
se le relat an aciert os de chicos en el uso de zet as o preposiciones.
—Así es, así es —com ent aba con bonhom ía lunar.
Exam inado de cerca era probable que se le advirt iera salir de su boca un pequeño
hilillo de baba lechosa.
Un caso de aport o cit ado por Mem é: cae un papel y su yerno Conit o, que asist ía con
el clásico escept icism o de esos int rusos dispuest os a la chacot a, t om ó el papel con
una sonrisit a. Pero al ver la let ra quedó dem udado. Qué pasaba, qué pasaba? Era la
let ra de su padre m uert o. Una cart a para él.
Se m encionan casos de m ensaj es en griego, en árabe y hast a en git ano
t ransm it idos por m édium s que no conocían esas lenguas.
Descanso de alrededor de m edia hora.
Después recom enzaron las t ent at ivas. Se oyó algún golpe, se aguzó la at ención,
hubo m ensaj es de personas varias pero equivocadas.
—Es para vos —le dij o Mem é a Margot Grim aux, que seguía t rist ísim a y callada, con
sus cej as circunflej as.
Ella escuchó at ent am ent e, t rat ó de descifrar el m ensaj e, pero no sacó nada en
lim pio. Un hom bre que braceaba en el m ar? Con ansiedad, Mem é le pregunt ó si no
podía t rat arse de Bernasconi, pero Margot negó con un gest o de desalient o. No
obst ant e, se persist ió en la int erpret ación del m ensaj e, sin ningún result ado.
Luego se produj eron algunos hechos arbit rarios, algunos francam ent e disparat ados,
com o una especie de chist e con seudopalabras com o pli y pla.
—Son brom as —explicó Daneri—. Es frecuent e.
—Est a noche no hay caso —adm it ió Mem é, con ciert o resent im ient o.
Ent onces se em pezó a conversar m ás afloj adam ent e, se cont aron anécdot as, casos
m em orables, act it udes insólit as o rencorosas de los espírit us. Recordaba alguno lo

206
que Mr. Luck le dij o al doct or Alfredo Palacios? Sí, no, m ás o m enos. A Carlit os
Colaut t i le vat icinó que recién se casaría a los cuarent a y cinco. Fabuloso, si se
t iene en cuent a que en aquel m om ent o t enía un poco m ás de veint e y siem pre
est aba a punt o de casarse con alguien. Et cét era.
Cuando est uvieron en la calle, Bet o le declaró su asom bro por su int erés, por su
concent ración.
—Sem ej ant es payasadas —com ent ó con est upefacción, escrut ándolo.
No le respondió.
—No m e vas a decir que creés en sem ej ant es m am arrachos.
Sabat o sint ió que debía responderle algo, pero no se le ocurría nada.
Hast a que le pregunt ó si había vist o EL BEBÉ DE ROSEMARI E.
—Y qué.
—Te digo. Todo est e am bient e est á plagado de charlat anes, de pobres viej uchas
dispuest as a creer, de snobs, de m ist ificadores. Pero eso no prueba que las fuerzas
ocult as no exist an. Un m undo t errible y peligroso, infinit am ent e m ás t errible y
peligroso de lo que podés im aginar.
—Y qué t iene que ver Polanski con t odo eso.
—Creía divert irse. Ya ves cóm o le fue.
Bet o se quedó en silencio, pero Sabat o podía haber descrit o la expresión de fast idio
y escept icism o en la oscuridad.
—Com prendé, Bet o. Es com o un carnaval siniest ro: disfrazado de payasos hay
t am bién m onst ruos.

D ATOS A TEN ER EN CUEN TA

I saac el Ciego es el padre de la Cábala m oderna. Habit aba en alguna part e del
sudoest e de Francia en el siglo XI I I . I saac " el Ciego" !
Sím bolos, let ras y cifras. Salen de la m agia ant igua, de los gnóst icos y del
Apocalipsis según San Juan.
El núm ero 3 en Dant e. Hay 33 cant os. Hay 9 cielos, divididos en 3 cat egorías de 3.
Se inspiró en el VI AJE NOCTURNO del cabalist a Mohiddin I bn Arabi? Tuvo alguna
relación con I saac el Ciego?
Cadenas de iniciados, desde la ant igüedad hast a la desint egración del át om o.
Newt on pert enecía a esa cadena y lo que declara en sus escrit os es apenas la
superficie de lo que sabía. Escribe: " Est a m anera de im pregnar el m ercurio fue

207
m ant enida en secret o por los que sabían y const it uye probablem ent e el pórt ico de
algo m ás noble [ que la fabricación del oro] , algo que no puede ser com unicado sin
que el m undo corra un inm enso peligro" .
De ahí el lenguaj e am biguo de los alquim ist as. Sím bolos para iniciados.

OTRO D ATO QUE D EBE TOM ARSE EN CUEN TA


( Je a n W ie r , D E PRAESTI GI I S, 1 5 6 8 )

Los Dem onios Subt erráneos const it uyen el quint o género de dem onios, habit an en
grut as y cavernas, aliados o enem igos de los que cavan pozos y los buscadores de
t esoros escondidos en las profundidades de la t ierra, siem pre dispuest os a procurar
la ruina del hom bre m ediant e griet as y abism os, erupciones o derrum bam ient os.
Los Lucífugos, los que huyen de la luz, son el sext o y últ im o género. No pueden
corporizarse m ás que de noche. Ent re ellos, Leonardo es el gran m aest re de las
orgías sabát icas y de la m agia negra; y Ast arot h, que conoce el pasado y el
porvenir, es uno de los Siet e Príncipes I nfernales que se present aron ant e el Dr.
Faust o.

CI ERTOS SUCESOS PROD UCI D OS EN PARÍ S H ACI A 1 9 3 8

Creo haberle dicho alguna vez que la aparición de HÉROES Y TUMBAS desat ó
abiert am ent e las pot encias. Ya m uchos años at rás habían com enzado a
m anifest arse, aunque de m anera m ás disim ulada e insidiosa, pero por eso m ism o,
m ás t em ible. Uno puede defenderse en la guerra porque t iene al enem igo enfrent e
y con dist int o uniform e. Pero, cóm o es posible hacerlo cuando est á ent re nosot ros
m ism os, vist iendo ropas com o las nuest ras? O cuando ni siquiera sabem os que ha
est allado la guerra y que un enem igo peligrosísim o est á m inando nuest ro t errit orio?
Si en 1 9 3 8 hubiese t enido conciencia de esa sigilosa m ovilización, t al vez habría
podido defenderm e con éxit o. Sin em bargo, los indicios m e pasaron inadvert idos,
porque en m edio de la paz, quién se fij a en ese t urist a que saca fot ografías de un
puent e? Ernest o Bonasso m e acababa de vincular con Dom ínguez, diciéndom e que

208
era el pint or que le había arrancado el oj o a Víct or Brauner: hecho espant oso y
significat ivo, pero que nada m e sugirió sobre el fut uro. El segundo indicio, acaso el
peor, fue el surgim ient o de R. de ent re las som bras. Pero, claro, indicio desde el
punt o de vist a de los hechos post eriores. Creo que, si conociéram os nuest ro fut uro,
a cada inst ant e veríam os surgir aquí y allá pequeños acont ecim ient os que lo
anunciarían y hast a prefigurarían; no conociéndolo, parecen cosas al azar,
casualidades sin significado. Piense el t em ible sent ido que t endría para alguien que
supiese su final apocalípt ico la ent rada en una cervecería de Munich, hacia 1925, de
un cabo con bigot e chaplinesco y oj os alucinados.
Ahora com prendo t am bién que no fue por azar que en aquel período iniciara m i
abandono de la ciencia: la ciencia es el m undo de la luz!
Trabaj aba en el Laborat orio Curie com o uno de esos curas que est án dej ando de
creer pero que siguen celebrando m isa m ecánicam ent e, a veces angust iados por la
inaut ent icidad.
—Te not o dist raído —m e obsevaba Goldst ein, con la escrut adora y t em erosa
expresión con que un buen am igo del cura, t eológicam ent e ort odoxo, lo hubiese
est udiado durant e la celebración de la m isa.
—No ando bien —le explicaba—. Nada bien.
Lo que en ciert o m odo era verdad. Y así un día llegué hast a el ext rem o de
m anipular con descuido el act inium , del que durant e varios años llevé luego el
pequeño pero peligroso est igm a en un dedo.
Em pecé a t om ar, encont raba una t rist e volupt uosidad en el m areo alcohólico.
Un día m uy deprim ent e de invierno cam inaba por la rue Saint - Jacques hacia la
pensión cuando ent ré a un bist rot a t om ar vino calient e. Busqué un rincón oscuro,
porque había em pezado a rehuir a la gent e y porque siem pre la luz m e ha hecho
m al ( recién adviert o est e hecho sin em bargo de t oda m i vida) para ent regarm e al
vicio solit ario que consist ía en rum iar fragm ent os de ideas y sensaciones a m edida
que el alcohol iba haciendo su efect o. Ya est aba bast ant e m areado cuando lo
advert í: m e m iraba de m anera sost enida, penet rant e y ( al m enos así m e pareció)
un poco irónica, lo que m e exasperó. Apart é m is oj os, esperando que m i gest o lo
disuadiría de su act it ud. Pero, ya porque no lo pudiese evit ar, ya porque sent ía su
penet rant e m irada clavada en m í, t uve que volver a encont rarm e con sus oj os. Me
pareció alguien vagam ent e conocido: era de m i m ism a edad ( som os gem elos
ast rales, m e com ent aría después, en m ás de una ocasión, con aquella risa seca que
helaba la sangre) y t odo en él sugería un gran ave de rapiña, un gran halcón
noct urno ( y, en efect o, nunca lo vería sino en la soledad y las t inieblas) . Sus m anos
eran descarnadas, ávidas, depredat orias, despiadadas. Sus oj os m e parecieron
grisverdosos, que cont rast aban con una piel oscura. Su nariz era fina pero poderosa
y aguileña. A pesar de est ar sent ado, calculé que debía de ser bast ant e alt o y

209
levem ent e encorvado. Vest ía con ropa gast ada pero a t ravés de lo raído se veía su
arist ocracia.
Me seguía observando, est udiando. Pero lo que m ás m e indignó es que no sólo
persist ía su ironía sino que hast a se había acent uado. Soy im pulsivo, ya lo sabe, y
no pude m enos que levant arm e para pedirle explicaciones. Por única respuest a, sin
siquiera incorporarse, m e pregunt ó:
—Así que no m e reconocés, eh?
Tenía una de esas voces que caract erizan a hom bres que fum an m ucho: una voz
gruesa, viril, pero un poco dificult osa, propensa a las ronqueras. Lo observé con
asom bro. Algo indeciso y al m ism o t iem po m ezclado a la aversión com enzó a t om ar
form a en m i espírit u, com o cuando, en el m om ent o de despert arnos, em pezam os a
ent rever los rasgos del ser que nos at orm ent ó en la pesadilla. Com o si ya hubiese
m ant enido un suspenso suficient em ent e incóm odo, se lim it ó a decir " Roj as" . Pensé
en un apellido, y recorrí m ent alm ent e los Roj as que había conocido. Com o si fuese
capaz de leer m i pensam ient o, m e int errum pió con fast idio:
—Pero no, hom bre. El pueblo.
El pueblo?
—Lo dej é a los doce años —com ent é con sequedad, com o queriendo hacerle saber
que era una arrogant e presunción de su part e im aginar que pudiera reconocerlo
después de t ant os años.
—Ya lo sé —m e cont est ó—. No hay necesidad de que m e lo expliqués. Conozco m uy
bien t u t rayect oria, t e sigo de cerca.
Mi irrit ación aum ent ó por lo que esas palabras suponían de int rom isión. Con gust o,
com ent é:
—Pues yo, ya lo ves, no t e recuerdo en absolut o.
Esbozó una sonrisa sarcást ica.
—Eso no t iene im port ancia. Adem ás, es lógico que hayas t rat ado de olvidarm e.
—Trat ado de olvidart e!
A t odo est o m e había sent ado, porque, com o se com prende, no era el caso de
esperar de un individuo así una invit ación. Y no sólo m e había sent ado sino que ya
había pedido ot ro vaso de t int o calient e, aunque m i voz era ya past osa y m i cabeza
no funcionaba adecuadam ent e.
—Y por qué habría de querer olvidart e?
Me est aba poniendo agresivo y sent í que la ent revist a iba a t erm inar con violencia.
Sonrió con su m ueca, m ient ras levant aba sus cej as y arrugaba la frent e en una
serie de líneas paralelas m uy m arcadas.
—Nunca m e quisist e —acot ó—. Más bien creo que siem pre m e det est ast e. Recordás
lo del gorrión?

210
Con precisión ahora la figura de la pesadilla aparecía ant e m is oj os. Cóm o podía
haber olvidado aquellos oj os, aquella frent e, aquella m ueca irónica?
—Gorrión? De qué gorrión m e est ás hablando? —m ent í.
—El experim ent o.
—Qué experim ent o?
—Ver cóm o volaba sin oj os.
—La idea fue t uya —grit é.
Varias personas se volvieron hacia nosot ros.
—No t e pongás t an excit ado —m e recrim inó—. Sí, la idea fue m ía, pero fuist e vos
quien le sacó los oj os con la punt a de una t ij era.
Tam baleándom e, pero con decisión, m e abalancé sobre él y lo agarré por el cuello.
Con t ranquila fuerza m e separó las m anos y m e ordenó que m e sosegara.
—No seas im bécil —m e dij o—. Lo único que lograrás es que nos saquen de aquí con
la policía.
Me sent é, abrum ado. Una gran t rist eza em pezó a apoderarse de m í, y, no sé por
qué, en ese m om ent o pensé en M., esperándom e en el cuart it o de la rue Du
Som m erard, y en m i hij o en la cuna.
Sent í cóm o las lágrim as com enzaban a baj ar a lo largo de m is m ej illas. Su
expresión se volvió m ás irónica.
—Est á bien, llore, eso lo descargará —com ent ó, con aquel perverso m anej o de los
lugares com unes que dom inó desde chico y que los años habían perfeccionado.
Releo lo que le he escrit o y adviert o que est oy dando una im presión no del t odo
ecuánim e sobre el encuent ro. Sí, t engo que confesarlo, m is relaciones con él fueron
siem pre aversivas, y desde el com ienzo le t uve rencor. Lo que acabo de escribir, la
pint ura que he hecho de sus m odales, de su voz, son m ás una caricat ura que un
ret rat o. Sin em bargo, aun t rat ando de cam biar algunas palabras, no veo cóm o
describirlo de m odo diferent e. Debo declarar, al m enos, que había en él una especie
de dignidad, aunque fuese una dignidad diabólica; y un dom inio de los hechos que
m e hacía sent ir descolocado e insignificant e. Tenía algo que recordaba a Art aud.
Ant e su silencio escrut ador, pagué las copas y m e disponía a irm e cuando agregó
un nom bre que m e paralizó: Soledad. Tuve que sent arm e. Cerré los oj os para no
ver aquel odioso rost ro inquisit ivo, y t rat é de recobrar la calm a.
Yo cursaba el t ercer año del colegio nacional de La Plat a y uno de m is com pañeros
era Nicolás Ort iz de Rozas. Su padre había sido gobernador de la provincia y desde
ent onces se quedaron allá, viviendo m odest am ent e en una de aquellas casas de
t res pat ios que se const ruyeron cuando Dardo Rocha fundó la ciudad. En la sala
resalt aba com o una bom ba en una silenciosa t arde un ret rat o al óleo de Juan
Manuel de Rosas, con la banda punzó.

211
Cuando por prim era vez lo vi, casi m e desm ayo: efect os de la m it ología escolar
prom ovida por los unit arios. El Tirano Sangrient o m e cont em plaba ( no, el verbo
adecuado es " observaba" ) desde la et ernidad con su m irada helada y gris, con su
boca apret ada, sin labios.
Est ábam os est udiando un t eorem a de geom et ría cuando m e sobresalt é com o si a
m is espaldas hubiera aparecido uno de esos seres que dicen que llegan a la t ierra
en plat os voladores y que t ienen el poder de com unicarse sin hablar. Me di vuelt a y
la vi en la puert a que daba al pat io principal: t enía los oj os grises, la m ism a
expresión congeladora de su ant epasado. Muchos años después, t odavía recuerdo
aquella aparición a m is espaldas y m e pregunt o si im it aba inconcient em ent e a
Rosas o si se repet ía en ella la m ism a configuración de at ribut os, com o las baraj as,
con el t iem po, vuelven a reit erar las m ism as com binaciones de reyes y sot as.
Nicolás no t enía nada en com ún con ella, fuera del color de los oj os. Era alegre,
cóm ico, im it aba a un m ono colgándose de las ram as de un árbol, em it iendo
chillidos y pelando una banana. Pero delant e de ella enm udecía, y sus act it udes
eran las de alguien int im idado por la presencia de un superior. Con voz que ahora
yo diría calladam ent e im periosa, le pregunt ó por algo ( es ext raño que no pueda
recordar de qué se t rat aba) , y Nicolás, com o un súbdit o anónim o ant e un m onarca
absolut o, con una voz que no era la que yo conocía, respondió que no sabía nada.
Ent onces ella se ret iró, t an silenciosam ent e com o había llegado, sin t om arse
siquiera el t rabaj o de saludarm e.
Tardam os un rat o en volver al t eorem a. Él había quedado pert urbado, casi com o
asust ado. Y yo con la im presión confusa que exam iné con cuidado cuando ya era
grande y cuando volvía a m edit ar en aquella irrupción en m i exist encia: Soledad
había aparecido en la sala nada m ás que para hacerm e saber que exist ía, que
est aba. Pero, por supuest o, en aquel m om ent o no habría sido capaz de caract erizar
la escena y los personaj es com o lo hago ahora. Es com o si aquel m om ent o hubiese
sido fot ografiado y ahora est uviera analizando la viej a fot ografía.
Dij e que en ella parecía repet irse algo que ya se había dado en Rosas, pero en rigor
nunca supe ( com o si en t orno de ella exist iera un om inoso secret o que no debía ser
revelado) qué grado de parent esco t enía con Nicolás ni con los Carranza. Y ni
siquiera si ese parent esco exist ía. Más bien m e sient o inclinado a suponer que era
hij a nat ural de algún Ort iz de Rozas que nunca conocí y de una oscura m uj er, com o
era frecuent e en nuest ra cam paña en la época de m i niñez. Mi padre había t om ado
de elect ricist a en nuest ro m olino harinero a un m uchacho Toribio que dist inguía
part icularm ent e, y que sólo de grande llegué a saber que era hij o nat ural de don
Prudencio Peña, un viej o am igo de m i padre.
Cuando ya m e iba, m e at reví a pregunt arle si era herm ana suya.
—No —cont est ó Nicolás, desviando los oj os.

212
No m e anim é a inquirir ot ros det alles, pero pensé que t endría la m ism a edad que
nosot ros, unos quince años. Ahora m e digo que podía t ener m il y haber vivido en
t iem pos rem ot ísim os. Esa noche soñé con ella. Yo iba avanzando penosam ent e a lo
largo de un pasadizo subt erráneo, que se hacía cada vez m ás est recho y asfixiant e,
de piso barroso, con luz escasísim a, cuando de pront o la vi de pie, esperándom e en
silencio: m ás bien alt a, con sus largos brazos y piernas, con caderas que no
correspondían a su delgadez. En la casi oscuridad se dest acaba por una especie de
fosforescencia. Pero lo que la hacía at erradora eran las cuencas vacías de sus oj os.
En los días siguient es m e fue im posible concent rarm e en los est udios y no hice ot ra
cosa que esperar con agit ación el m om ent o de volver a la casa de Nicolás. Pero
apenas ent ré en el zaguán com prendí que ella ya no est aba: había esa calm a en la
at m ósfera que se produce después de la lluvia que sucede en verano a los días de
cargada elect ricidad.
No necesit aba pregunt arlo, pero sin em bargo lo hice.
Se había vuelt o a Buenos Ares.
Que Nicolás confirm ara con su respuest a m i sospecha m e hizo sent ir fuert e, m e
probaba que ent re ella y yo exist ía una invisible pero poderosa com unicación.
Le pregunt é si vivía en Buenos Ares con los padres. Me respondió con ciert a
vacilación, m e dij o que por el m om ent o vivía en lo de Carranza. La palabra " padres"
fue evit ada, com o alguien que da un rodeo para no pasar, de noche, por un lugar
que es preferible soslayar.
En aquellos m eses viví obsesionado con la idea de ir un día a aquella casa de
Buenos Aires. Pasó el invierno, llegó el verano y t erm inam os el curso. Desesperaba
ya de volver a encont rarm e con ella cuando un día que busqué a Nicolás m e dij o
que en ese m om ent o se iba a Buenos Aires, a la casa de los Carranza. Era un
dom ingo, pasaría el día con los chicos. Com prendí que ese encuent ro no podía
haber sido casual, y sin que int erviniera m i volunt ad concient e, sint iendo que m i
corazón iba a est allar, le pregunt é si podía acom pañarlo.
—Por supuest o —respondió, con su habit ual y desprevenida bondad.
Él se m ovía en ot ra dim ensión a la que pert enecíam os con Soledad. Cóm o podía
im aginar cuáles eran m is pensam ient os secret os? Él m e había hablado m uchas
veces de Florencio y de Juan Baut ist a Carranza, y siem pre m e había repet ido que a
m í m e encant arían, sobre t odo Florencio; lo que efect ivam ent e los hechos
confirm aron. Pero est aba aj eno por com plet o a m i obsesión.
No sé si ust ed conoce el caserón de la calle Arcos 1854. Me parece recordar que en
una ocasión se lo m encioné y le dij e que alguna vez m e gust aría hacer vivir en él
personaj es de una novela. Una novela que, com o siem pre m e ha pasado, no sabía
bien lo que significaría, ni si alguna vez m e decidiría a const ruirla. En la act ualidad
est á desocupado y se viene abaj o. Pero en aquel ent onces ya est aba bast ant e

213
det eriorado, com o si sus dueños fueran m uy pobres o m uy dej ados. Desde la calle,
la casa apenas se ve a causa de la m araña de árboles y plant as del j ardín
delant ero, j ardín que se prolonga por los cost ados, rodeando por com plet o lo que a
fines del siglo pasado t iene que haber sido una m ansión. En la siest a de verano el
silencio de la casa era t ot al y daba la sensación de un caserón deshabit ado. Nicolás
abrió la gran puert a oxidada de la verj a, bordeam os la casa y llegam os al parque
t rasero, donde había una casit a que acaso en un t iem po puede haber sido para
gent e de servicio.
Allí vivían los chicos, en m edio de un desorden t ot al. Ahora m e río de m i
preocupación sobre si podía o no ir: en aquella casa y con aquellos chicos podía
llegar un avent urero cualquiera y desconocido, inst alarse en uno de los cuart os y
pasar el rest o de su exist encia sin que nadie se sorprendiese.
En aquel disparat ado reduct o conocí a Florencio Carranza Paz, que t endría
seguram ent e m i edad, unos quince años, y a su herm ano Juan Baut ist a, un poco
m enor. Los dos se parecían m ucho y prefiguraban a Marcelo: eran de rasgos m uy
delicados, de piel m uy blanca, casi t ransparent e y de pelo cast año. Algo que
result aba m uy caract eríst ico eran los oj os, grandes, oscuros pero m uy m et idos
debaj o de una frent e que avanzaba hacia delant e de m odo prom inent e, casi
exagerado. La cabeza era angost a y el m ent ón un poco prognát ico.
Pero aunque parecidos físicam ent e, había algo que en seguida llam aba la at ención:
los oj os de Florencio eran dist raídos, com o si él est uviese siem pre pensando en
algo aj eno a lo que le rodeaba, en algo com o un paisaj e bello y apacible. Pero en
ot ra part e, no ahí, donde se est aba. Si no hubiera sido por la port ent osa
int eligencia que se m anifest aba en algún det alle, se habría podido pensar que era lo
que ant es se decía " un poco ido" , expresión que en realidad es ext rañam ent e
precisa para calificar a ciert a clase de personas.
Con los años, yo llegaría a ser ent rañablem ent e am igo de Florencio, que para m í
siem pre se present aba com o un j uez cuyos m áxim os reproches consist ían en
quedarse en silencio, silencio que rom pía a los pocos inst ant es para palm earm e con
afect o, com o si ya quisiera quit arle valor punit ivo a ese levísim o rasgo que yo
int erpret aba com o de desaprobación.
Lo recuerdo siem pre unido a la guit arra que nunca hizo m ás que rasguear, com o si
no t uviera volunt ad o arrogancia para t ocar a fondo: era m ás bien com o el recuerdo
de una guit arra lej ana, y lo que insinuaba en aquellos rasgueos era com o ecos
fragm ent arios de una bondadosa balada. Con los años, alguien m e dij o que lo había
oído cuando se creía solo, en la pensión de La Plat a, y que t ocaba adm irablem ent e.
Pero su t im idez o su delicadeza le im pedía m ost rar sus virt udes. Por que nunca
quería m anifest arse superior a los dem ás. Cuando ingresó conm igo a la facult ad, no
daba exám enes nunca y, nat uralm ent e, j am ás t erm inó el doct orado, a pesar de su

214
capacidad para las m at em át icas. No t enía int erés en t ít ulos ni honores ni
posiciones. Term inó yéndose de ayudant e de ast rónom o a un observat orio
m odest o, en la provincia de San Juan, donde seguram ent e sigue t om ando m at e y
rasgueando la guit arra. Se perdía en el cam ino, com o si lo que le im port ara no
fuese llegar a un lugar sino disfrut ar de las pequeñas herm osuras de la rut a.
Todo lo cont rario de su herm ano Juan Baut ist a, práct ico y realist a. Y lo curioso es
que Marcelo no result ó parecido a su padre sino a Florencio, su t ío.
No sé por qué m e he quedado hablando de est e m uchacho, en lugar de referirm e a
Soledad. Acaso sea porque en las t inieblas de m i exist encia ( y Soledad es casi la
clave de esas t inieblas) Florencio m e result a com o la lej ana lucecit a de un refugio
en que habit an seres posit ivos y bondadosos.
En aquella calurosa t arde de 1927 yo casi no part icipé de las conversaciones,
agit ado por la cercanía enigm át ica de María de la Soledad. Dónde est aría? Por qué
no se la veía? No m e at revía a hacer est as pregunt as a los chicos, pero finalm ent e
m e decidí a hacer una pregunt a indirect a. Quiénes vivían en la casa grande? Dónde
est aban los padres?
—Los viej os est án en el cam po —respondió Florencio—. Y los ot ros herm anos
m ayores, Am ancio y Eulogio.
—Así que ahora no hay nadie en t oda la casa —com ent é.
Me pareció que se producía un inst ant e de m alest ar ent re t odos, pero t al vez sea
im aginación m ía.
—Bueno, sí, en una de las piezas vive Soledad —respondió Florencio.
Est as palabras aum ent aron m i desasosiego. Florencio rasgueó un poco su guit arra y
los ot ros perm anecieron en silencio. Después, Juan Baut ist a fue a buscar
m edialunas a la panadería y Florencio cebó m at e para t odos, fuera del cuart o, en el
parque. Casi no había luz, ya, cuando Nicolás se t repó a un eucalipt o y colgado de
una ram a em pezó a chillar com o un m ono y luego a sim ular que pelaba y com ía
una banana: su habilidad m ás celebrada. Cuando yo sent í a m is espaldas que algo
se producía, y sim ult áneam ent e con esa im presión en m i nuca, Nicolás se dej ó caer
de la ram a y t odos quedaron callados.
Me di vuelt a lent am ent e, m ient ras sent ía en m i piel esa sensación que siem pre
acom paña a t ales apariciones. Y levant ando la cabeza, com o sabiendo el lugar
exact o de donde provenía aquella sensación, vi en la penum bra del anochecer, en
la vent ana del piso superior, a la derecha, la im agen est át ica de Soledad. Era m uy
difícil por la poca luz y por la dist ancia est ablecer con exact it ud hacia dónde dirigía
su m irada paralizant e, pero t uve la cert eza absolut a: m e m iraba a m í.
Luego desapareció t an silenciosam ent e com o había surgido, y poco a poco se
reanudaron las conversaciones de los chicos. Pero yo no los oía.

215
Em pezaron a m olest ar los m osquit os y ent ram os a la casa. Más t arde, Florencio
em pezó a freír huevos y cant idades de papa, que com íam os con la m ano. Después
com im os unos dulces caseros que venían del cam po en unos frascos enorm es.
Mient ras t ant o, yo la im aginaba a Soledad com iendo allá arriba o en la cocina del
caserón, sola.
No m e sient o con fuerzas para relat arle ahora ( alguna ot ra vez quizá lo haga) lo
que m e sucedió aquel día. Sólo diré que Soledad parecía una confirm ación de esa
ant igua doct rina de la onom ást ica, pues su nom bre correspondía a lo que era:
parecía guardar un sagrado secret o, de esos que deben guardar baj o j uram ent o los
m iem bros de ciert as sect as. Era cont enida, y su violencia int erior parecía
m ant enerse baj o presión, com o en una caldera. Pero una caldera alim ent ada con
fuego helado. No hablaba de los hechos cot idianos y norm ales. Más bien, en
poquísim as palabras ( y a veces por sus silencios) sugería hechos que no
correspondían a lo que habit ualm ent e se llam a verdad, sino, m ás bien, a esa clase
de acont ecim ient os que suceden en las pesadillas. Era un personaj e de las t inieblas.
Y su m ism a sensualidad part icipaba de esa condición. Podría parecer absurdo
hablar de la sensualidad de una chica de labios duros y m irada paralizant e, y sin
em bargo así es, aunque fuera una sensualidad parecida a la que t ienen las víboras.
No son las serpient es sím bolos del sexo en casi t odas las sabidurías ancest rales?
Sabía " cosas" que asom braban y hacían pensar en " int erm ediarios" . Est a palabra
se m e ha ocurrido al correr de la m áquina y m e parece reveladora. Quiénes eran?
Dónde los veía? De quién era int erm ediaria?
Sí, el siniest ro personaj e que t enía ant e m í en el bar de la rue Saint - Jacques est aba
t urbiam ent e vinculado con lo que pasó en m i adolescencia con María de la Soledad,
alrededor de m is dieciséis años. Y aún no sé si aquellos episodios fueron reales o
soñados.
Perm ít am e que por el m om ent o no hable de aquello. Vuelvo a aquel sucio café de
París, al m om ent o en que R. m e m encionó el nom bre de Soledad. Le dij e ya que
hube de sent arm e para recobrar la calm a. Apenas m e serené un poco, m e levant é y
m e fui. El frío de la calle com enzó a despej arm e y cuando llegué a m i cuart o de la
rue Du Som m erard al m enos no t am baleaba.
Pensé que el encuent ro no se repet iría. I gnoraba que no sólo iba a repet irse sino
que el ret orno de aquel suj et o iba a ser decisivo para m i exist encia.
No dij e una palabra a M. sobre esa aparición, y ahora pienso que fue nat ural. Lo
que en cam bio se m e ocurre ext raño es que j am ás le hablara en los años que
siguieron, no sólo sobre aquel encuent ro sino sobre los que habían ocurrido en m i
adolescencia y luego en est e últ im o t iem po. Tal vez el m ot ivo sea que ella sufrió
m ás que nadie por la influencia pert urbadora que ese suj et o t uvo sobre m í. Bast aría
decir que fue él quien m e forzó a abandonar la ciencia, hecho para casi t odos

216
sorprendent e y sobre el cual m e he vist o obligado a dar innum erables, reit eradas ( e
inút iles) explicaciones. He dicho, sobre t odo, que en HOMBRES Y ENGRANAJES est á
la m ás com plet a explicación espirit ual y filosófica de ese abandono. Pero t am bién
he afirm ado m il veces que el hom bre no es algo explicable y que, en t odo caso, sus
secret os hay que indagarlos no en sus razones sino en sus sueños y delirios. Ese
int ruso fue t am bién el que m e forzó a escribir ficciones, y baj o su m aléfica
influencia em pecé a redact ar en aquel período de 1938, en París, LA FUENTE MUDA.
Luego, de alguna m anera, se const it uyó en el prot agonist a de unas MEMORI AS DE
UN DESCONOCI DO, que abort aron y que j am ás publiqué; m ás t arde, en una obra
de t eat ro, t am bién abort ada. Pero, por aparecer t ransform ado ( lo llam aba en esas
ficciones Pat ricio Duggan) , ya sea porque las circunst ancias eran dist int as a las
reales com o porque los at ribut os de Pat ricio no eran exact am ent e los suyos, m e
siguió presionando, hast a, m e parece, con un redoblado resent im ient o, para
hacerse casi inaguant able en est os últ im os años. Y así se fue convirt iendo en el
Pat ricio de est a novela, personaj e que, a m edida que pasó el t iem po, m ás m e ha
ido pareciendo un espej ism o en el desiert o, uno de esos ansiosos sim ulacros que
apenas ent revist os se alej an a m edida que se acerca el sedient o. ( Aunque, en est e
caso, se t rat ara m ás bien de un oasis al revés.) Y, en la m edida en que, por t em or
o por lo que fuese, yo rehuía su presencia, m ás lo sent ía M., hast a el punt o de
aparecérsele varias veces en sus sueños. En t ales ocasiones m e sent ía t ent ado de
hablarle de su exist encia y de sus int erposiciones en m i vida, pero siem pre
t erm inaba por callarm e. Porque con el paso de los años m e fui haciendo a la idea
de que era una especie de pesadilla de la que era m ej or olvidarse para siem pre. Sin
em bargo, al t iem po de publicado HÉROES Y TUMBAS volvió a at ravesarse en m i
cam ino, com o un ant iguo acreedor al que le hem os ido pagando con sum as
parciales y docum ent os sin fondo vuelve a cobrarnos su cuent a vergonzosa y
secret a, am enazando con denunciarnos ant e la gent e que nos considera honrados.
Y cuando est a últ im a aparición coincidió con el surgim ient o de Schneider y sus
m aquinaciones, creí que de una buena vez debía descargar m i conciencia
hablándole a M. del problem a. No lo hice. Pero com o de algún m odo necesit aba
liberarm e, t om é la cost um bre de confiarle ( con am bigüedades, es ciert o) su
exist encia a Beba, quien, t engo la im presión, m e oía com o a un chico m it óm ano.
Pero vuelvo al incident e de la rue Saint - Jacques. Al poco t iem po se produj o un
segundo encuent ro. Al salir del laborat orio, después de cam inar un t iem po, m e m et í
en ot ro bist rot ( no volví nunca al que m e había deparado la angust iosa int rom isión
de aquel t ipo) para ent regarm e al vicio solit ario de las copas y de los pensam ient os
cada vez m ás confusos sobre m i dest ino. Debía de ser m uy t arde en la noche
cuando m e decidí a abandonar el refugio, y m archando por la rue des Carm es iba

217
hacia m i cuart o cuando sent í que m e t om aban en silencio del brazo. Ant es de verlo,
ya sabía quién era. Reaccioné con violencia:
—No t engo ningún int erés en vert e! —le grit é—. Creo que es evident e.
—Bueno, est á bien —m e respondió—. No t engo ot ro deseo que el de conversar un
poco m ás con vos. Tant os años. Adem ás, t e diré que t enem os int ereses en com ún.
Dij o " int ereses en com ún" con esa t onalidad irónica que siem pre confería a las
frases hechas. Su t ono de bonhom ía m e irrit ó aún m ás, porque lo sabía incapaz de
esa clase de sent im ient os.
—Mirá —cont est é—, no sé qué ent enderás vos por int ereses en com ún, pero yo no
t engo la m enor int ención de acept ar t u com pañía. Ni ahora, ni en ningún ot ro
m om ent o. Adem ás, perm it im e que m e ría un poco de esos " int ereses en com ún" .
Se encogió de hom bros, sonriendo.
—Bueno, dej ém oslo así, por el m om ent o —com ent ó—. Pero m e gust aría que
t om áram os algo.
Yo est aba bast ant e m areado y no veía el m om ent o de irm e a dorm ir. Se lo dij e.
—La casit a, eh? —com ent ó.
El recurso era barat ísim o pero dio result ado, com o siem pre. Y m e encont ré
t om ando en ot ro bar t an sórdido com o el ant erior. El hum o, el alcohol, el cansancio
m e im pedían razonar con claridad, m ient ras que él parecía hecho de filoso acero.
Sus palabras m e cort aban despiadadam ent e, abrían m is púst ulas y dej aban salir
t odo el pus que se había acum ulado en los últ im os años de ciencia y laborat orio.
Por am or propio, defendí posiciones en las que no creía, m ient ras él m e arrollaba
con ideas que eran de alguna m anera las que yo secret am ent e había com enzado a
profesar. Pero est o, m e parece, son reflexiones que hago ahora y que no sé hast a
qué punt o fueron debat idas aquella noche. Hablar de ideas, de debat e, de análisis
m e parece com plet am ent e falso. No fueron ideas en el sent ido profesoral de la
palabra, no hubo nada sist em át ico y coherent e. No fue una ilum inación sist em át ica
y organizada sino com o explosiones de t anques de naft a en un basural noct urno, en
que yo m e defendía de las quem aduras y en que de pront o m e era im posible ver,
encandilado por los est allidos, m ient ras me sent ía chapot ear en barro y
excrem ent os. Creo recordar que por inst ant es él parecía un I nquisidor enorm e y
severísim o, y el diálogo era de est e género:
—Desde chico t uvist e t error a las cuevas.
No era t ant o una pregunt a com o una afirm ación que yo debía confirm ar.
—Sí —respondía yo m irándolo fascinado.
—Tuvist e asco por lo blando y lo barroso.
—Sí.
—Por los gusanos.
—Sí.

218
—Por la basura, por los excrem ent os.
—Sí.
—Por los anim ales de piel fría que se m et en en los aguj eros t errest res.
—Sí.
—Ya sean iguanas, rat as, hurones o com adrej as.
—Sí.
—Y por los m urciélagos.
—Sí.
—Seguram ent e porque son rat as aladas, y para colm o anim ales de las t inieblas.
—Sí.
—Ent onces huíst e hacia la luz, hacia lo lím pido y t ransparent e, hacia lo crist alino y
helado.
—Sí.
—Las m at em át icas.
—Sí, sí!
De pront o abrió los brazos, levant ó la cara y exclam ó, m irando hacía arriba, com o
en una enigm át ica invocación:
—Cuevas, m uj eres, m adres!
No est ábam os ya en el café. No sé cóm o ni cuándo habíam os salido, pero
est ábam os en un lugar solit ario y silencioso, en una especie de colinit a. Debería de
ser m uy de m adrugada, y en la oscura soledad su voz adquiría una dim ensión
sobrecogedora. Luego se volvió hacia m í, y ext endiendo su brazo derecho y
señalándom e con su índice de m odo am enazador, m e dij o:
—Hay que t ener el coraj e del ret orno. Sos un cobarde y un hipócrit a.
Y agarrándom e de un brazo ( yo m e sent ía com o un niño) m e arrast ró hacia un
lugar en que había una grut a. Ent ram os hast a que sent í baj o m is pies un barro
cada vez m ás blando. Ent onces m e forzó a agacharm e y m e ordenó m et er las
m anos en aquella ciénaga.
—Así —dij o.
Y luego agregó:
—Est o es sólo el com ienzo.
A los pocos días m e sucedió lo del Marché aux Puces. Est uve revolviendo unos
cuadros polvorient os, hast a que sin encont rar nada que valiese la pena decidí
llevarm e un m andarín chino, de m adera, un cachivache.
De vuelt a, pensat ivo, casi m e llevo por delant e una git ana, que m urm uró algo
sobre leerm e la m ano. Había cam inado algunos pasos cuando advert í que la m uj er
m e habló en cast ellano. Era vident e? Corrí en su búsqueda, pero m e fue im posible
en m edio de la m ult it ud. Me det uve, desalent ado, y t rat é de recordar palabras que
m e había dicho y que de pront o m e result aban preciosas: sobre la m uert e. Pero no

219
pude llegar a ninguna conclusión. Me quedé preocupadísim o, pensando que si t enía
algo im port ant e que com unicarm e, no las habit uales m ercaderías, por qué no m e
había seguido a pesar de t odo? Com o soy propenso a ver cosas que luego se
com prueban sólo exist ieron en m i im aginación, habría t erm inado deduciendo que
había sido un hecho ilusorio m ás, si una sorda pero t enaz convicción no m e siguiese
asegurando lo cont rario. Era acaso una advert encia?
Est o m e lo pregunt é m ás t arde, cuando salí del Met ro. Así com o una serie de
variant es con las palabras que la git ana parecía haber dicho: veo la m uert e delant e
o quizá a alguien que est á m uert o y verás delant e de t i. Tom é el subt erráneo de
vuelt a a eso de las 5, y m e quedé de pie cerca de una de las puert as. Pasaron
algunas est aciones hast a que em pecé a sent irm e m olest o, o, m ás bien, inquiet o.
Tuve la sensación de que alguien a m is espaldas m e observaba. Com o sucede en
t ales casos, la sensación se hizo insufrible y t erm iné por darm e vuelt a. Una m uj er
j oven t enía sus oj os puest os en m í: unos oj os grandes y oscuros. Pero m ás que
m irarm e, m e observaba. Y no com o a alguien a quien se m ira por prim era vez, sino
com o a alguien conocido m uchos años at rás.
Fue un segundo. Por t im idez, volví m i cabeza en seguida. Pero seguí sint iendo sus
oj os. Tenía la cert eza de no haber vist o j am ás a la m uj er, y sin em bargo esos oj os
m e recordaban algo, im preciso y rem ot o, com o esos recuerdos que com ienzan a
surgir cuando sent im os algún olor pasaj ero o rest os de una canción que creíam os
olvidada.
Al llegar a Mont parnasse m e preparé para baj ar, y no t uve el valor de encararla de
nuevo. Cam iné unos pasos, m ás por m i volunt ad, que era vacilant e, arrast rado por
la gent e. Hast a que sent í el im pulso de ret om ar el t ren. Era t arde. Mient ras el coche
ya se m ovía const at é que m e seguía m irando, pero ahora con t rist eza. Cuando el
últ im o coche desapareció com enzó a invadirm e la angust ia que siem pre m e han
producido los encuent ros fort uit os pero im port ant es en las grandes ciudades: esa
sensación de que t orpem ent e recorrem os un laberint o y que cuando el azar ( ?) nos
pone delant e de una persona que puede ser fundam ent al, cualquier obst áculo
m alogra el encuent ro. Com o si el dest ino nos pusiera en nuest ro recorrido al ser
que debem os encont rar y al m ism o t iem po, aviesam ent e, hiciese t odo lo posible por
m alograrnos.
Quedé m irando hacia el t únel, pensando que lo m ás probable era no volver a verla
nunca m ás. Mient ras iba hacia m i cuart o, la niebla se hacía cada vez m ás int ensa. Y
m e llevé por delant e una parej a en el pasaj e de Odesa. Cam inaba com o un
sonám bulo cuando t uve la revelación: eran los oj os de María Et chebarne!
Com o si t ant eando en la oscuridad, de pront o hubiera rozado los cont ornos de un
m onst ruo.

220
Yo est aba enam orado de aquella m aest ra, una m uchacha quizá de 20 años, con
unos oj os m uy grandes y oscuros, pensat ivos.
Una noche del verano de 1923, cuando yo est aba en el últ im o año, m ient ras los
grandes t om aban fresco en la plaza San Mart ín o disput aban part idos de naipes en
el Club Social, los chicos j ugábam os ent re los arbust os y palm eras, a las
escondidas. Hast a que en ciert o m om ent o sent í un est rem ecim ient o: m e encont ré
corriendo hacia la casa de los Et chebarne. Era una casa grande, con dos ent radas:
la principal, por la Avenida de Mayo, la ot ra, un port ón t rasero. Mi inst int o m e llevó
hacia el port ón, que est aba abiert o. Est aba oscuro y no había nadie: seguram ent e
est aban en la plaza. Recuerdo que oí algunas gallinas, despert adas t al vez por m i
paso, y luego, al llegar al j ardín, em pecé a oír gem idos. Corrí y m e encont ré con m i
m aest ra en el suelo, ret orciéndose de dolor. Dij e algo, no sé qué, grit é, pero ella
seguía gim iendo y ret orciéndose. Ent onces corrí hacia el Club Social para buscar a
alguno de los m édicos que allí siem pre j ugaban a las cart as.
Nunca María quiso decir quién le había arroj ado ácido en los oj os. Siem pre fue
t acit urna, pero aquel horror la hizo reservada hast a el silencio absolut o. Y aun en el
pueblo, donde es casi im posible m ant ener un secret o, nunca nadie pudo adivinar
quién encegueció a María Et chebarne.
Tuvieron que pasar t reint a años para que yo pensase en una venganza de los
Ciegos. Pero, cóm o? Y por qué? Había en m i pueblo dos ciegos conocidos: uno
debía ser descart ado, porque t ocaba el t am bor en la banda m unicipal, era hom bre
hum ildísim o y no podía im aginarse que ni siquiera t uviera not icias de la m aest ra. El
ot ro era un solt erón, que vivía aislado con su m adre. Cuando en 1954 est uve en
Roj as, por prim era vez luego de t reint a años, hice averiguaciones sobre est e B*
que m e preocupaba. Aún vivía, su m adre había m uert o y habit aba solo en la m ism a
casa de la calle Muñoz, cerca de la planchadora. Fui a verlo, conducido por m i
inst int o y por la furia, aunque no t uviera m ot ivos razonables. Recorrí aquella calle
de m i infancia, que t an larga m e parecía en aquel ent onces, y que ahora la veía
pequeña y m iserable, sobre t odo después de pasar la casa de la planchadora,
cuando com ienzan las viej as casas de ladrillos de barro. Golpeé con el viej o
llam ador y al cabo de un rat o m e abrió el propio B* , quien seguram ent e vivía solo.
Era un hom bre delgado y pálido, com o quien ha habit ado siem pre en una cueva sin
sol. Y, en ciert o m odo, así era la casa, pues a t ravés de la puert a cancel observé
que no había luz de ninguna clase. Lo que era lógico, ya que ahora su m adre no
vivía y él era ciego. Era el at ardecer y su cara m e result aba im precisa.
—Qué desea —m e pregunt ó con voz desagradable, voz de erm it año.
No le di m i apellido. Me lim it é a explicarle que era periodist a de Buenos Aires y que
deseaba hacerle algunas pregunt as sobre gent e del pueblo.
—Ust ed es uno de los Sabat o —m e dij o ent onces.

221
Me quedé pet rificado.
—Es la voz de los Sabat o. I m agínese.
—Ya que sabe m i apellido, le aclararé que no soy periodist a sino Ernest o Sabat o, y
que est oy escribiendo algo sobre Roj as. I nt errogo a la gent e de ant es. Ust ed sabe
que la m ayor part e se fue ent re el 30 y el 40.
—Así es.
Le hice una serie de pregunt as t riviales, para despist ar: sobre algunas fam ilias
desaparecidas, sobre la t rilladora de los Perazzollo, sobre el viej o Alm ar. Me dio
respuest as som eras, aclarándom e que no podía ser m ás preciso " a causa de m i
desgracia, señor" .
—Sí, por supuest o —m e apresuré a com ent ar, con una solicit ud dem agógica que
luego m e avergonzó.
Y de pront o le largué la pregunt a que había rum iado durant e años:
—Y de los Et chebarne? Murió m i ex m aest ra?
—Ex m aest ra? —m urm uró con voz diferent e, com o si esa voz t uviera que deslizarse
a t ravés de un pasadizo est recho y lleno de obst áculos.
—Sí, María, m i m aest ra de sext o grado. Es ciert o que m urió?
El individuo enm udeció.
—María Et chebarne —repet í im placable.
—Sí, claro —pareció despert ar—. Murió el 22 de m ayo de 1934.
No quise proseguir, no m e pareció necesario. Tam poco era prudent e: un hom bre
que ha echado ácido sobre los oj os de una herm osa m uchacha es capaz de
crím enes m ás at roces en alguien que presum iblem ent e viene a invest igarlo.
Una sola duda m e acom et ió después, cuando analicé desde diferent es ángulos
aquella sorprendent e ent revist a: por qué, si era el aut or del crim en, com o lo creo,
com et ió el error de decirm e con sem ej ant e exact it ud la fecha? Tal vez porque lo
t om ó dem asiado de golpe, no pudiendo reflexionar sobre el peligro a que se
exponía. Tam bién era posible que aquel hecho fuera t an t rem endo para su vida que
t odo lo que se refiere a él quedara grabado en su espírit u solit ario con let ras
ardient es e inexorables. Puede uno im aginarse lo que habrán sido aquellos t reint a
años de ese individuo ( m uert o en 1965) , encerrado en su cuchit ril, et ernam ent e en
t inieblas, cavilando día y noche en el am or no correspondido y en el crim en.
Vuelvo ahora a los hechos de 1938.
Com o le dij e, cam inaba por el pasaj e de Odesa y acababa de t ropezar con una
parej a cuando t uve la revelación: los oj os de la m uj er del Met ro eran los m ism os
oj os de m i m aest ra. No quiero decir que pareciesen los m ism os: quiero decir que lo
eran lit eralm ent e. Llegué a m i cuart o en un est ado m uy parecido al que sufría en
m is alucinaciones de infancia. Me eché sobre la cam a a rum iar m is ideas. No sé si
ya le dij e que por ent onces m e había ido a vivir solo, abandonando a M. y a m i hij o,

222
de la m anera m ás despiadada, a raíz de ciert as palabras de aquel canalla de R. Al
poco t iem po ella se volvió a la Argent ina, y yo quedé t an solo com o de chico en una
pesadilla.
Fue un período vergonzoso desde el punt o de vist a del t rabaj o. Goldst ein m e
insinuó que I rene Joliot - Curie est aba disgust ada. Me preocupaba el inform e que
pudiera m andarle al profesor Houssay, pues com prendía el sacrificio que habían
realizado para enviarm e.
La Asociación para el Progreso de las Ciencias! Pobre doct or Houssay, si hubiese
sabido cuáles eran m is preocupaciones fundam ent ales y m is pensam ient os secret os
por aquel t iem po!
Explico m is act ividades después del fam oso dom ingo: t odos los días, a la hora en
que aproxim adam ent e había baj ado en Mont parnasse, sacaba bolet o y m e inst alaba
en esa est ación, vigilando los t renes. Perm anecía una hora, dos, t res, hast a una
t arde ent era.
Poco a poco em pecé a perder las esperanzas, si const at ar algo t an t errible puede
const it uir la esperanza de nadie.
Hast a que una noche de invierno fui a la iglesia de Saint - Eust ache para escuchar la
Pasión según San Mat eo con los coros de Leipzig. Escuchaba de pie cont ra una
colum na cuando sent í que los oj os est aban nuevam ent e clavados en m i nuca. No
m e at revía a darm e vuelt a, t an grande era m i em oción. Tam poco era necesario.
Desde ese m om ent o m e fue im posible concent rarm e en la m úsica. Cuando t erm inó
el conciert o cam iné hacia la salida, t om é el Met ro com o un aut óm at a, siem pre con
la convicción de que la desconocida venía det rás. Cuando llegam os a la Port e
d'Orléans —ni se m e ocurrió baj ar en Mont parnasse, ni en verificar si ella lo hacía
allí o en Raspail o en cualquiera de las ot ras— salí em puj ado por la gent e y dej é
que pasase adelant e, at reviéndom e apenas a seguir sus m ovim ient os de reoj o.
Com encé a seguirla. Tom ó hacia el lado del Pare de Mont souris, dobló varias veces
y, por últ im o, se int ernó en la callej uela de Mont souris.
At isbé desde la esquina. Al llegar a un port al, sacó una llave y ent ró. Apenas hubo
cerrado la puert a, m e acerqué y durant e un rat o m e quedé sin saber qué hacer. Por
ot ra part e, que podía int ent ar?
Después de algunos m inut os de est úpida espera, volví sobre m is pasos y em pecé a
rehacer el cam ino de vuelt a hacia la est ación. No sé qué int uición m e hizo
repent inam ent e volver la cabeza y ent onces vi que alguien m e había est ado
siguiendo. Desapareció con rapidez, com o quien es sorprendido en algo
bochornoso. Tuve la sensación de que aquel hom bre alt o y un poco encorvado que
m e había est ado siguiendo era R. Pero, claro, la oscuridad, la neblina, m i exalt ación
eran m ot ivos de duda. De t odos m odos, m e sent í t an t rast ornado que en el prim er
café ent ré a t om ar algo. Cavilé largam ent e en los sucesos de la noche. Con esa

223
t endencia que t engo a dej arm e adorm ecer por los recuerdos y las fant asías, a
m edida que el alcohol m e iba despert ando los ant iguos fant asm as, em pecé a verm e
en las calles de Roj as y luego en la escuela, cont em plando los oj os de María
Et chebarne, hast a que desfiló t odo el horrible proceso de aquella noche. Y aquel
correr hacia su casa em pezó a suscit arse en m i espírit u con t ant a int ensidad que,
de pront o, sent í que debía volver a corr er hacia ella. Hacia ella? Pero, qué
descabellada fant asía era ésa? Est aba m areado, m uy m areado, pero volví a sent ir
la m ism a e irresist ible fuerza que aquella noche de verano m e había im pulsado
hast a la casa de los Et chebarne. Me levant é y com encé a recorrer de nuevo el
t rayect o que había hecho ant es siguiendo a la desconocida, hast a desem bocar en la
pequeña calle de Mont souris. Hice el últ im o t recho rápidam ent e, y sin vacilar puse
m i m ano sobre el picaport e de aquel port alón del siglo XVI I . Ni siquiera m e
sorprendí de que no est uviese cerrada con llave, así que ent ré en el gran pat io y,
com o si alguien m e conduj era, subí una de las escaleras cruj ient es hast a el
segundo piso, cam iné por un corredor apenas ilum inado por una lam parit a sucia y
m ezquina hast a llegar a una puert a. La abrí. Est aba t odo a oscuras, pero un gem ido
dolorosísim o part ía de alguna part e. Tant ié en las paredes hast a encont rar la llave
de la luz, la encendí y vi a la desconocida, que est aba arroj ada en un viej o diván.
Tenía sus m anos apret adas com o garras sobre su cara, sin dej ar de gem ir del
m ism o m odo que ciert os anim ales m oribundos. Quedé pet rificado en la puert a, sin
at reverm e a hacer nada, pero sabiendo exact am ent e lo que pasaba. Luego huí
t em blando. A t um bas llegué a m i cuart o, m e derrum bé sobre m i cam a y cuando
logré dorm irm e m e asalt aron t erribles pesadillas.
Me despert é al día siguient e cerca de m ediodía. Prim ero no recordé los det alles,
pero poco a poco com encé a reconst ruir los m om ent os esenciales de la noche: el
conciert o en la iglesia, los oj os a m i espalda, la salida, et c. Cuando t uve ant e m í el
recuerdo de aquella m uj er en el diván, gim iendo com o un perro m oribundo, con sus
m anos crispadas sobre sus oj os m e puse a t em blar. Me levant é con dificult ad, m e
refresqué la cabeza poniéndola durant e largo rat o debaj o de la canilla, y luego m e
hice café. Tenía necesidad de cont árselo a alguien, y m e fui hacia lo de Bonasso, en
lugar de ir al laborat orio. Se despert ó m alhum orado. Qué era eso de despert arle a
esas horas de la m adrugada. Era su brom a clásica. Me sent é en el borde de la cam a
y durant e un t iem po perm anecí callado. Bonasso bost ezaba y se pasaba la m ano
por la cara, com o apreciando la barba de dos días.
—Hay años en que uno se levant a sin ganas de hacer nada.
Se incorporó pesadam ent e, volvió a bost ezar y por fin se levant ó, se puso unas
pant uflas y se fue al bañit o del corredor. Cuando volvió com enzó a m irarm e con
int erés.
—A vos t e pasa algo, che.

224
Luego se puso a lavarse un poco, y m ient ras se secaba m e observó de cost ado.
Le relat é la hist oria de la noche ant erior. Bonasso dej ó de secarse y sin abandonar
la t oalla m e m iró con asom bro.
—Qué, no m e creés? —pregunt é con acrit ud.
Colocó pensat ivam ent e la t oalla en su lugar y luego m e observó con cuidado. Mi
irrit ación aum ent ó.
—Qué pasa! —le dij e.
—Viej o —com ent ó con el ceño fruncido—, anoche est uvist e conm igo y con
Alej andro Sux. No m e vas a decir que no lo recordás.
Fue un duro golpe.
—Cóm o?
—Por supuest o. El loco t e consult aba sobre el asunt o ese de la Sociedad Prot ect ora.
—La Sociedad Prot ect ora?
—Pero claro, hom bre. Una de esas sociedades que invent a t odos los días. Defensa
de Físicos At óm icos, creo.
Me quedé m udo. Bonasso m e seguía observando, con preocupación.
Me fui, m int iendo que iba a llegar m uy t arde al laborat orio. Pero m e dirigí a lo de
Sux. La concierge m e inform ó que lo encont raría en el Dupont Lat in. Efect ivam ent e,
ahí est aba hablándole a un francés.
—Mire qué casualidad —dij o, apenas m e vio—, anoche le explicaba a Sabat o el
asunt o. Ust ed sabe, él t rabaj a en el Laborat orio Curie.
Me quedé alelado. En cuant o m e fui, em pecé a revisarm e los bolsillos: no rast ros de
la ent rada al conciert o. Claro, podía haberla t irado apenas t raspuest a la puert a de
la iglesia, con esa m anía que t engo de arroj ar t odo apenas creo que m e es
innecesario, con las m il com plicaciones que esa m anía m e ha t raído m ás de una
vez, cuando descubro que el papel se conviert e de pront o en algo precioso.
Me fui hast a Saint - Eust ache, y cuando vi la iglesia t uve la cert eza absolut a de que
la noche ant erior no sólo había escuchado el conciert o sino que había sufrido el frío
durant e m ás de una hora en la cola de ent rada.
Todo el día anduve rum iando lo sucedido, hast a que se m e ocurrió rehacer el
cam ino que había hecho siguiendo a la desconocida. Llegué hast a la casa, reconocí
el port al del siglo XVI I . Est aba abiert o. Me det uve perplej o. Ent raría? Y qué haría si
ent raba? Me decidí por fin y busqué la escalera: t odo m e era conocido, era evident e
que había est ado ahí, aunque hubiese sido en sueños. Subí hast a el segundo piso.
La escalera cruj ient e m e im presionó, aunque ahora era de día, o precisam ent e por
eso. Seguí por el corredor y m e acerqué con lent it ud cada vez m ás t em erosa a la
puert a que daba ent rada al depart am ent o o cuart o de " ella" . Me quedé parado. Miré
a los cost ados y com o nadie m e observaba acerqué el oído a la ranura de la puert a:
no se oía el m enor indicio de gent e. Me ret iré un poco y busqué algún det alle

225
revelador, pero sólo localicé una chapit a enlozada, viej a y sucia, que con let ras
blancas sobre fondo celest e decía H. Después de algunos m om ent os de indecisión,
baj é. Ya en el port ón de ent rada t uve una inspiración, al encont rarm e con la
escrut adora concierge:
—La señorit a del segundo H no est á? —le pregunt é.
La viej a se aj ust ó unos ant eoj os que debían de ser de la m ism a época de la chapit a
enlozada y m e observó con el cuidado con que los t est igos policiales est udian al
sospechoso.
—Madam e Verrier —rect ificó.
—Sí, claro, m adam e Verrier.
—Tuvo un accident e, señor. Est á en el hospit al.
—Un accident e?
Tem í que advirt iera el t em blor de m i voz. Casi dij e " ácido en los oj os" , pero se m e
afloj aron las piernas. Me apoyé en el port ón.
—Le pasa algo? —pregunt ó.
—No, no, no es nada.
Tuve sin em bargo la suficient e lucidez o ast ucia para pregunt arle en q u é hospit al
est aba, pues de ot ro m odo la arpía era capaz de sospechar de m í. Volví a m i cuart o
para enfrent arm e con la realidad. Tom é en m is m anos la est at uit a del m andarín:
eso al m enos era corpóreo y probaba que aquel dom ingo había est ado en el
Marché.
Pero, y el rest o?
Y aquel t ipo alt o que m e seguía y que desapareció ent re las som bras en cuant o m e
di vuelt a, no era acaso R.?
Por aquellos días llegó Cecilia Mossin, con una cart a de present ación de Sadosky.
Quería t rabaj ar en rayos cósm icos, pero la disuadí: a m i j uicio debía t rabaj ar en el
laborat orio conm igo. Una esclava, pensé con ast ucia en m edio de aquel
desbaraj ust e m ent al. Buena chica. La present é a I rene Joliot - Curie, la acept ó y
em pezó a ven i r con su delant alcit o blanco y correct o. Me veía llegar a las diez u
once de la m añana, sin afeit ar, m edio dorm ido. Con horror sagrado asist ía a m is
encuent ros dist raídos con Madam e Joliot .
Fue por ent onces que se m e apareció Molinelli con alguien que era com o debía de
haber sido Trot sky en sus épocas de est udiant e: igual pero m ás chiquit it o y
ext rem adam ent e flaco por las privacion es. Su nariz aguileña era m uy afilada, pero
llevaba los m ism os lent es sin arm adura del conocido dirigent e bolchevique, la
m ism a frent e vast a, el m ism o pelo revuelt o. Su m irada, agudísim a, provenía de
unos oj it os fulgurant es. Observaba a su alrededor con esa avidez int elect ual que
sólo un j udío puede llegar a det ent ar, esa avidez que a un j udío analfabet o llegado
del guet o de Cracovia puede hacerle escuchar fervorosam ent e, durant e horas, una

226
exposición sobre la t eoría de la relat ividad sin ent ender una sola palabra. Aquel
hom bre podría est ar m uriéndose de ham bre, com o lo revelaba su t raj e raído,
heredado de alguien m ás grande que él, y sin em bargo seguir preocupado
únicam ent e por la cuart a dim ensión, la cuadrat ura del círculo o la exist encia de
Dios.
No sé si le dij e que Molinelli, enorm e y gordo, t enía por su lado ciert a sem ej anza
con Charles Laught on, con su papada y esa boca ent reabiert a por la que en
cualquier m om ent o puede caer un hilillo de baba. El cont rast e con Trot sky result aba
t an grot esco que, de no haber est ado yo en el ánim o que por aquellos días m e
dom inaba, m e habría sido m uy difícil evit ar la risa, aun conociendo la bondad de
Molinelli.
Molinelli, m ist eriosam ent e, m anifest ó su deseo de hablar conm igo a solas. El cuadro
form ado por el gordo y el esm irriadísim o y nerviosísim o acom pañant e no era el m ás
adecuado para que Cecilia y Goldst ein m odificaran la idea que se venían haciendo
sobre m i porvenir en la ciencia. Y m e m iraban con la at ención con que se sigue a
una persona que est á a punt o de desm ayarse en m edio de la calle.
Nos fuim os a un rincón, en donde con seguridad const it uíam os para Cecilia y
Goldst ein una escena de caricat ura ent re elect róm et ros. Con voz baj a de
conspirador, Molinelli m e hizo saber que su am igo Cit ronenbaum ( pero con C, m e
advirt ió) t enía algunas im port ant es cosas que consult arm e sobre alquim ia.
Lo m iré: sus oj it os cent elleaban de fanat ism o.
Mis sent im ient os eran curiosam ent e m ezclados, pues por un lado m e inducían a la
risa, m e producía gracia la idea de vincularlo por su pequeñez a los aut os Cit roen;
pero por ot ro lado experim ent aba algo que m e sobrecogía.
La alquim ia, repit ió con voz neut ra.
—Qué opinión t enés de Thibaud? —m e pregunt ó Molinelli.
De Thibaud? No sabía bien, había leído en un t iem po un librit o de divulgación.
Y de Helbronner?
Helbronner era un físico- quím ico, sí, claro.
—Es perit o en los t ribunales —inform ó el j oven Cit ronenbaum , sin sacarm e los
oj it os de encim a, com o si m e quisiera agarrar en alguna falla.
En los t ribunales?
Sí, perit o en alquim ia.
Perit o en alquim ia? No sabía qué act it ud t om ar, pero pensé que lo m ej or era
perm anecer sereno. Molinelli m e sacó del apuro: siem pre hay gent e que anda con
invent os, m áquinas del m ovim ient o cont inuo, alquim ia. Pero eso no era lo
im port ant e: Cit ronenbaum ( hizo un gest o de cost ado, señalándolo) había logrado
por ese m edio ponerse en cont act o con alguien de t rem enda im port ancia. Había
leído yo los libros de Fulcanelli?

227
No, no lo conocía.
—Tenés que leerlos —m e dij o.
Bueno, en qué yo les podía ser út il.
Molinelli negó con la cabeza y una expresión que m ás o m enos quería decir " eso no
es lo im port ant e" , o " se t rat a de ot ra cosa" . El hom bre había desaparecido,
precisam ent e desde el m om ent o en que se anunció la fisión del át om o de uranio.
Quién había desaparecido? Fulcanelli?
No, hablaba del alquim ist a que Cit ronenbaum había conocido a t ravés del
Helbronner, un t ipo m ist erioso.
Pero ent onces, por qué m e hablaba de ese Fulcanelli?
Porque a j uicio de ellos podían ser la m ism a persona, el alquim ist a y Fulcanelli,
quería decir.
—Vos sabés —m e dij o Molinelli m irando con ciert o t em or hacia Goldst ein y Cecilia,
que nos observaban fascinados, sin hacer nada—, vos sabés que hay un gran
m ist erio en t orno de Fulcanelli.
En ese m om ent o se produj o un hecho inesperado que t odavía m e avergüenza, y
que est aba en t ot al desacuerdo con la angust ia que por esos días m e im pedía
dorm ir: em pecé a reírm e casi hist éricam ent e.
Molinelli, con la boca ent reabiert a y su enorm e papada, dem ost raba la m ás grande
sorpresa.
—Qué t e sucede? —pregunt ó con voz t em blorosa.
Com et í el error m ás est úpido que podía com et er: en lugar de callarm e el m ot ivo se
lo dij e: Molinelli y Fulcanelli. Me sequé los oj os con el pañuelo y cuando m e disponía
a escuchar de nuevo a m is visit ant es, advert í la enorm idad de m i act it ud: Molinelli
seguía con la boca ent reabiert a, en asom brado silencio, y su am igo había alcanzado
la m áxim a t ensión eléct rica en sus oj it os fulgurant es.
Luego se m iraron y sin despedirse se fueron.
Prim ero no at iné a hacer nada. Sólo m e di vuelt a para m irar hacia Goldst ein y
Cecilia, que perm anecían est át icos, siguiendo la escena. Luego corrí hacia la salida.
Llam ando a Molinelli. Pero no se dieron vuelt a. Ent onces m e det uve viendo cóm o se
alej aban por el pasillo: uno, gigant esco y fofo, el ot ro chiquit o en su t raj e heredado.
Volví al laborat orio y m e sent é en silencio, pensat ivo.
Durant e varios días est uve m uy deprim ido y m e era difícil dorm ir, o si dorm ía
com enzaban m is sueños. Uno de aquellos sueños no t enía nada grave en
apariencia, pero m e despert é agit ado. Yo cam inaba por uno de los subsuelos del
Laborat orio, ent raba en el cuart o de Lecoin y lo veía inclinado sobre unas placas, de
espaldas. Pero cuando lo llam é y se dio vuelt a t enía la cara de Cit ronenbaum .
Por qué m e despert é agit ado? No lo sé. Tal vez era la m ala conciencia respect o al
pobre Molinelli. Me levant é con la decisión de buscarlo para pedirle perdón. Sin

228
em bargo, cuando em pezó a clarear y salí de la cam a est aba convencido de que la
pesadilla no era el result ado de ese sim ple sent im ient o de culpa sino de algo m ás
profundo. Pero qué?
Me fui derecho a su cuchit ril at est ado de papeles cabalíst icos. Era m uy t em prano,
había brum a y a t ravés de la brum a veía la cúpula del Pant eón de un m odo que m e
hizo sent ir m ás m elancólico que preocupado. Los acont ecim ient os con R. parecían
quedar ya m uy at rás y al sent im ient o de pavor había sucedido ese est ado de
m elancolía que se m e acent uaba cada vez m ás en aquel París de 1938.
Subí hast a el cuart o y golpeé reit eradam ent e, porque debía de est ar dorm ido.
Cuando por fin m e respondió y le dij e quién era, se produj o un silencio que duró un
t iem po excesivo. Yo no sabía qué act it ud t om ar. Pero por ot ra part e no quería irm e
sin pedirle perdón.
Al cabo de un rat o m e acerqué a la ranura de la puert a y le dij e en v oz alt a que
debía perdonarm e, que yo andaba m al, m uy m al, que aquella risa había sido
hist érica, et c. Ya le dij e que era una excelent e persona ( m urió hace un par de
años) , incapaz de rencor. Así que t erm inó por abrirm e y m ient ras se lavaba m e
sent é en un sofá de t res pat as: una pila de libros ocult ist as reem plazaba a la que
falt aba. I nt ent é darle explicaciones, pero, con buen t ino, m e pidió que n o lo hiciera.
- Lo sient o por Cit ronenbaum —com ent ó, aunque no m e explicó por qué, lo que m i
risa podía haber suscit ado en aquel hom brecillo fanát ico.
Mient ras se secaba, repit ió: sólo por él.
Yo est aba avergonzado y pienso que él lo advirt ió, pues t uvo la generosidad de
cam biar de t em a, m ient ras preparaba café. Sin em bargo, yo le rogué que m e
hablara de lo que habían pensado hablarm e en aquella visit a. Levant ó una m ano
com o diciendo que ya no im port aba y quiso seguir con algo que le había sucedido el
día ant er i or con Bonasso.
—Por favor —le dij e. Ent onces, aunque de m odo inconexo, volvió sobre el asunt o
Fulcanelli. Buscó uno de sus libros y m e lo alcanzó: t enía que leerlo.
—Vos sabés, nadie lo ha vist o j am ás. Est e libro es de 1920, ves? En casi veint e
años no hay una sola persona que pueda decir quién es.
Y el edit or?
Negó con la cabeza. Recordaba el caso Bruno Traven? Los originales llegaban por
correo. Con Fulcanelli al m enos se sabía que llegaban a t ravés de un ciert o
Canseliet .
Ent onces, result aba fácil averiguar algo del aut or.
No, porque est e Canseliet se había negado sist em át icam ent e. Com prendía ahora
por qué era im port ant ísim o el encuent ro con Cit ronenbaum ?
No, no lo com prendía.

229
Pero hom bre, el profesor Helbronner era perit o en los t ribunales y había t enido
cont act o con m ás de un alquim ist a, verdadero o presunt o. Un día envió a
Cit ronenbaum a que ent revist ara a un señor que t rabaj aba en el laborat orio de
ensayos de la Sociedad del Gas. Est e señor le advirt ió que t ant o Helbronner com o
Joliot y sus colaboradores, para no hablar m ás que de los franceses, est aban al
borde de un abism o. Le habló de los experim ent os que est aban realizando con
deut erio y le dij o que esas cosas las conocían ciert os hom bres desde siglos at rás y
que por algo habían guardado silencio, archivado t odo cuando los experim ent os
llegaron a ciert o punt o, y relat ado lo que sabían en un lenguaj e que parecía
disparat ado, pero que en rigor era cifrado. Le explicó que adem ás ni siquiera eran
necesarios la elect ricidad y los aceleradores, que bast aban ciert as disposiciones
geom ét ricas de m at erias ext rem adam ent e puras para desencadenar los poderes
nucleares. Por qué t odo aquello había sido silenciado? Porque a diferencia de los
físicos m odernos, herederos de aquellos salones ilust rados y libert inos del siglo
XVI I I , en esos alquim ist as exist ía una preocupación fundam ent alm ent e religiosa.
Claro, no hablaba de t odos: había habido, en su inm ensa m ayoría, m acaneadores y
charlat anes, individuos que hacían el cuent o del t ío al rey o al duque fulano, gent e
que a m enudo t erm inó en la horca y la t ort ura. No, él hablaba de los genuinos, de
los iniciados de verdad, de esa cadena de hom bres com o Paracelso o el conde de
Saint - Germ ain, y hast a el propio Newt on. Conocía las am biguas pero significat ivas
palabras de Newt on en la Real Academ ia? Toda la hist oria de la alquim ia, al m enos
la que t rascendía hast a nosot ros, gent e m at erialist a com o som os en est a
civilización, hablaba de t ransm ut ación del cobre en oro y ot ras paparruchas, m eras
aplicaciones en t odo caso de algo vert iginosam ent e m ás profundo. Lo esencial era
la t ransform ación del propio invest igador, un secret o ant iquísim o reservado en cada
siglo a uno o dos privilegiados. La Gran Obra.
Nos quedam os un rat o en silencio, m ient ras t om ábam os café.
—Y ést e es el hom bre que desapareció hace poco? —pregunt é.
—Sí, apenas los diarios de t odo el m undo em pezaron a hablar de la fisión del
uranio.
Pero por qué desaparecer? Yo no ent endía.
Se encogió de hom bros. La hipót esis de Cit ronenbaum era que ese hom bre de la
Sociét é du Gas era ni m ás ni m enos que Fulcanelli. Ot ro am igo de él, un t al Berger,
pensaba lo m ism o.
Me quedé m edit ando en t odo aquello, pero no t erm inaba de com prender para qué
habían ido a verm e.
—Eso es largo de explicar —respondió—. Y adem ás t iene m ucho que ver con
Cit ronenbaum . Pero desgraciadam ent e, ahora es t arde. No creo que quiera volver a
vert e.

230
Me irrit é: ya le había dado t oda clase de explicaciones. Sí, claro, claro. Pero
Cit ronenbaum era ot ra clase de persona. Y m irándom e a los oj os, agregó con
gravedad:
—Un genio.
Le pregunt é si lo vería pront o. Por supuest o. Pero com prendí que al m enos por el
m om ent o no m e sería posible hacer nada m ás.
Anduve unos días por ahí, t rat ando de ordenar m is ideas, pero no encont raba
soluciones. Opt é ent onces por apart arm e un poco de m is obsesiones y em pecé a
buscar por las librerías del Boulevard Saint - Michel alguna gram át ica franco-
albanesa. Cuando se lo expliqué a Bonasso m e m iró com o si yo est uviera loco.
—Cast ellano- albanesa no hay. Por eso —le dij e.
Siguió m irándom e fij o, t al vez porque un poco se había difundido la idea de que yo
no andaba bien de la cabeza. Me eché a reír.
—Pero no, viej o, es a causa de m i m adre. La m it ad de su sangre es albanesa, pero
siem pre nos dij o que no sabía la lengua. Y yo sé que la sabe.
Se quedó sorprendido del origen de m i m adre, pero m e dij o que eso no le parecía
m ot ivo para est udiar una lengua t an inút il. Com o est udiar gaélico.
—Mirá, siem pre m e gust aron las lenguas. Quizá en una vida diferent e m e habría
apasionado la lingüíst ica. Pero no es por eso sólo. Es un problem a quizá psicológico
y fam iliar. Mi m adre odia su origen albanés y a m í m e apasiona. No han producido
ni un solo invent or, ni un sabio, ni un gran art ist a.
—Peor que los vascos.
—Exact am ent e. Y hacés bien en com pararlos con los vascos.
—Y ent onces, qué m érit o les encont rás, apart e de habert e producido?
—Un pueblo guerrero, que nadie nunca pudo esclavizar. Fij at e, son los ant iguos
ilirios y m acedonios, est aban allí ant es de que llegaran los helenos. Felipe y
Alej andro de Macedonia eran albaneses y m uy probablem ent e Arist ót eles: ya ves
que t an brut os no eran. Pero no es eso lo que m e fascina, es su coraj e. Conocés la
hist oria del Príncipe Skanderbeg?
Bonasso, que por aquel t iem po andaba siem pre con la ESTÉTI CA de Croce debaj o
del brazo, m e dij o que t enía cosas m ás im port ant es que leer.
—El Príncipe Jorge Cast riot a, llam ado Skanderbeg, m ant uvo a raya durant e un
cuart o de siglo a los ej ércit os t urcos en los Balkanes. Gracias a él subsist ió la
república de Venecia y quizá t odo el Occident e.
—Bueno, viej o, pero ésa no es una razón para que ahora vos andés buscando una
gram át ica franco- albanesa.
—No es por eso, ya t e dij e que es por m i m adre. Siem pre m e apasionó la hist oria
de los albaneses y el odio que les t iene m i m adre. La he t rat ado de convencer, pero
es inút il. Es por el padre.

231
—Qué pasó con el padre.
—Mam á lo det est aba, hizo m orir a su m uj er, es decir a m i abuela, a los t reint a
años. Muj eres y vino, com prendés?
—Y qué t iene que ver eso con Skanderberg?
—Skanderbeg, no Skanderberg. Mi abuelo era de origen albanés y m i abuela era
it aliana.
—Cóm o, de origen albanés? Era albanés o no?
—Esperá. Cuando el Príncipe Skanderbeg sint ió que iba a m orirse y que los
caudillos feudales que sólo él era capaz de m ant ener unidos iban a separarse y
seguram ent e los t urcos arrasarían con t odo, pidió a su aliado el rey de Nápoles
perm it iera el est ablecim ient o de sus oficiales y guerreros m ás allegados en
t errit orio it aliano, en Sicilia y en Calabria. Y así fue com o a m ediados del siglo XV se
est ablecieron allí. Para dart e una idea de lo que son esos t ipos: hast a hoy
conservan su lenguaj e y j am ás ent regaron sus arm as. Claro, en general los
it alianos los det est aban, eran com o un quist e. Ahora fíj at e el dram a en casa de m i
abuela, que no sólo eran it alianos sino una fam ilia im port ant e. Cuando m i
bisabuela, que era viuda y que era una t igresa, donna Giuseppina Cavalcant i, supo
que m i abuela era asediada por aquel suj et o alt o se puso frenét ica. Pero el
herm ano del abuelo era un cura poderoso, por su am ist ad con el Marqués de Sant o
Mart ino ( era precept or de sus hij os) , y eso decidió el m at rim onio, aunque baj o los
som bríos augurios de donna Giuseppina. Tot al, que el albanés fundió viñedos,
olivares y fincas con m uj eres y vino. Y nosot ros nos convert im os en em igrant es. Ya
ves.
—Ya ves qué.
—Por qué m i m adre det est aba a los albaneses y por qué busco una gram át ica
franco- albanesa.
—Tu lógica es de fierro. Y cóm o es esa lengua?
—Un día los espié a m i m adre y a un t ío hablando. Si ves un cart el en Am beres que
dice uit gang rum beás por el alem án. En albanés no t enés el m enor indicio, un cart el
puede significar prohibido fum ar o salida. Parece que est á em parent ado con el
lit uano. Pero t iene m ucho vocabulario t urco y griego.
—Todo eso lo pescast e espiando desde la puert a.
—Siet e casos de declinación.
—Magnífico, una pavada. Com o no t enés ot ras cosas que hacer. Si t e agarra el
viej o Houssay.
—I m aginat e, si yo con los cuat ro casos del alem án m e volvía loco. Pero eso no es
t odo.
—Cóm o, que no es t odo?

232
—La fonét ica. Te doy un ej em plo: llot chka, unos bollos frit os. Prim ero poné la boca
para pronunciar la ll nuest ra, luego acercá la lengua a los dient es. Así. Después,
apret á las m andíbulas, pero no del t odo, para que salga el sonido por la ranura,
m ient ras est irás los labios. Así.
Bonasso m e exam inaba con los oj os m uy abiert os y serios.
—Esperá un poco —le dij e.
En aquel t iem po, t odos leíam os LES MAMELLES DE TI RESI AS. Busqué LA FEMME
ASSI SE.
—Mirá lo que dice Apollinaire de Canouris, ese am igo albanés que t enía. Vit alidad
sobrehum ana y propensión al suicidio. Parece incom pat ible, no? Es, a m i j uicio, un
rasgo de la raza.
Bonasso verificó el fragm ent o con cuidado, com o si est udiara alguna im port ant e
est ipulación cont ract ual. Luego m e volvió a observar com o si yo est uviese al borde
de una grave enferm edad.
—Me voy al DÔME —dij o luego.
Decidí acom pañarlo.
Est aban Marcelle Ferry con Trist an Tzara y Dom ínguez, elaborando cadáveres
exquisit os:
—Qué es una lat a de sardinas de cien m et ros de largo?
Un cam ouflage m ongol.
—Qué es el m inut o t rágico?
El am or de una flor olvidada.
—Qué es el m inot auro del desayuno?
El vacío.
Desde una m esit a cercana, Alej andro Sux se quej aba: se viene la guerra y ust edes
con esas gansadas.
Dom ínguez lo m iró con aquella especie de t ernura de buey adorm ecido.
Sux m e pregunt ó sobre el asunt o del uranio. Había que organizar urgent e un
com it é. Ya t enía la sigla: DEFENSA. Era su debilidad, organizar com it és y
sociedades, en el papel, nat uralm ent e. La últ im a había sido la Liga Cont ra el Uso de
la Bat ería de Alum inio en la Cocina. Apenas le hablé del uranio pensó en una
sociedad.
—Lo im port ant e es una buena sigla, algo que se recuerde con facilidad. Defensa de
Em inent es Físicos, Elect ricist as, Nat uralist as, Sociedad Anónim a.
Que algo t an disparat ado se organizara en form a de Sociedad Anónim a ( la
com binación de la locura con la sensat ez com ercial) m e producía enorm e gracia.
Lo que lo irrit ó.

233
Pero por qué elect ricist as? Tam bién eso m e hacía gracia: la idea popular de lo que
puede ser un laborat orio at óm ico. Era por la sigla, caram ba! No m e había explicado
que la sigla debía golpear, que debía ser m uy recordable?
Ah, bueno, m uy bien, ent onces.
Habían dej ado de elaborar cadáveres. Dom ínguez, com o cum pliendo con un rit o
m uy t rist e o m uy aburrido, con sus oj os de buey m elancólico y su belfo caído,
desalent ado, com enzaba a insult ar a gent e de aspect o francés. El sábado y el
dom ingo ( explicaba) el DÔME se llenaba de franceses, de asquerosos burgueses. Se
incorporó finalm ent e con pesadez, gigant esco y t am baleant e, para ir a insult ar de
m odo m ás ínt im o a un viej it o de barbit a blanca con la Legión de Honor.
Acom pañado de su señora, t om aba un Ricard plácidam ent e. Dom ínguez se inclinó
en una reverencia sem ej ant e a esas que hacen en los circos los elefant es
am aest rados, diciendo con su det est able francés Madam e, Monsieur, y luego,
t om ando uno de los guant es de la señora, com enzó a m orderlo com o si se
propusiese com erlo. El viej o, paralizado por el asom bro, no at inaba a hacer el
m enor m ovim ient o. Y de pront o se levant ó con una indignación que cont rast aba con
su t am año: era chiquit o y m enudo. Dom ínguez suspendió la operación y se quedó
m irándolo con aquella t ernura exagerada que lograba con sus oj os bovinos en
blanco y la cara acrom egálica levem ent e inclinada hacia un cost ado, con delicadeza.
Sux, que seguía los pasos inevit ables del incident e, había pagado rápidam ent e y
agarrándom e de un brazo m e hizo salir, recordando lo que pasó con t odos nosot ros
cuando el boxeador peruano t uvo que int ervenir.
No habíam os t erm inado de salir cuando com enzó a oírse el escándalo de la pelea.
Sux est aba indignado.
- Mam arrachos! —exclam ó, apenas se hubo sent ado en LA COUPOLE—. Se viene la
guerra y ést os haciendo sem ej ant es chiquilinadas.
Sacó unos papeles y escribió unas cifras.
—Cada adherent e debe pagar un dólar por año.
Aproveché la llegada de Wilfredo Lam para zafarm e. No t enía ningún propósit o
definido, el dom ingo m e ponía part icularm ent e t rist e. Cam iné al azar, pero de
pront o m e encont ré en la rue de la Grande Chaum iére. Sin conciencia, los pasos m e
habían llevado hast a Molinelli. Subí y lo encont ré preparando café, com o siem pre.
Parecía haber escuchado la conversación con Sux.
—Anuncia el fin —com ent ó.
—El fin? Qué es lo que anuncia el fin?
—La fisión del uranio. El Segundo Milenio. Y vos has t enido el privilegio de est ar al
lado de sem ej ant e acont ecim ient o.
Dent ro de sus bolsillos, com o m i herm ano Vicent e, llevaba cant idad de papeles
doblados irregularm ent e, aj ados, de diversos grados de envej ecim ient o: cart as,

234
planos, cuent as. Buscó un papel con un diagram a y m e lo m ost ró: ahí est aba Piscis,
ahí el Sol. Cuando el Sol ent ra en Piscis aparece Crist o y los j udíos inician su
dispersión. Dura 2000 años. Ahora, cuando se acerca el fin del período, vuelven a
su t ierra. Eso anunciaba algo fundam ent al, porque el pueblo j udío t iene un dest ino
m ist erioso, sobrenat ural. Pensé en Cit ronenbaum , sin decírselo.
Con un lapicit o m uy cort o y m ordido, m e señaló: ést e es el signo de Acuario. Ahora
ent ram os en el signo de Acuario, al cabo de los 2000 años.
Y luego, levant ando su m irada y señalándom e con el lapicit o, agregó:
—Grandes cat ást rofes.
Qué clase de cat ást rofes? Por lo pront o una guerra t rem enda y una gran prueba
para los j udíos. Pero no podrían ext erm inarlos del t odo, porque t odavía les quedaba
una gran m isión que cum plir. Con su lapicit o, en el dorso de uno de los papeles,
escribió con let ras de im prent a y recuadro

MI SI ÓN FI NAL

y luego volvió a m irarm e con una expresión de calm a m uy grave.


Esas cat ást rofes t endrían que ver con el poder at óm ico. Los Grandes Lam as
preveían que esos cat aclism os serían el preludio de la Lucha Decisiva por el dom inio
del m undo. Pero, oj o: no hablaba de polít ica. Era un candoroso error suponer que
se t rat aba de sim ple polít ica. Nada de eso. Las pot encias polít icas ( Francia,
Alem ania, I nglat erra) eran la form a en que esa LUCHA ( puso la palabra t am bién
con m ayúsculas en el papel) se m anifest aría ant e los hom bres. Pero por det rás de
esa apariencia había algo m ás grave: Hit ler era el Ant icrist o.
La Hum anidad se encont raba ahora en la Quint a Ronda.
La Quint a Ronda?
Sí, el m om ent o en que la ciencia y la razón alcanzarían su m áxim o poderío. Una
siniest ra m agnificencia. Pero invisiblem ent e se est aban preparando las bases para
una nueva concepción espirit ual del universo. Volviendo a señalarm e, agregó:
—Fin de una civilización m at erialist a.
Yo est aba cada vez m ás pert urbado, porque de alguna m anera aquel diálogo
parecía t ener relación con el encuent ro de R. y la m ist eriosa escena con él.
Sabía yo a qué correspondía la Quint a Ronda de la profecía orient al?
No, no lo sabía.
Correspondía al Quint o Ángel del Apocalipsis según San Juan.
Urano prim ero, luego Plut ón, eran los m ensaj eros de los Nuevos Tiem pos. Act uarían
com o volcanes en erupción, señalarían el lím it e ent re las dos eras, la gran
encrucij ada.

235
—Plut ón —afirm ó golpeando con el lapicit o en los papeles— regirá la renovación por
la dest rucción.
Después de un silencio en que pareció escrut arm e el fondo de los oj os, añadió est as
sorprendent es palabras:
—Yo sé que vos algo sabés. Quizá no del t odo claram ent e, aún. Pero hay algo en
t us oj os.
No dij e nada, pero inclinando m i cabeza m e puse a revolver el rest o del café con la
cucharit a. Oí su voz que agregaba:
—Plut ón rige el m undo int erior del hom bre. Revelará los m ás graves secret os del
alm a y los abism os del m ar, los m undos m ist eriosos y subt erráneos que est án baj o
su j urisdicción. Levant é m i m irada. Durant e un m inut o se quedó en silencio. Luego,
apunt ándom e de nuevo con el lapicit o, dij o:
—Por el m om ent o, at ravesam os el t ercer y últ im o decanat o de Piscis, baj o el
dom inio de Escorpio, donde Urano se halla exalt ado. Sexo, dest rucción y m uert e!
Escribió est as últ im as palabras con m ayúsculas en ot ro papelit o sucio y volvió a
m irarm e com o si yo t uviera algo que ver con t odo aquello.
Est ábam os ya casi a oscuras. Le expliqué que est aba m uy cansado y que iría a
dorm ir.
—Est á bien —m e dij o, poniéndom e una m ano en el hom bro—. Est á bien.
Me fui a dorm ir, pero no pude: m e daban vuelt as en la cabeza las palabras de
Molinelli, los sucesos de la rue Mont souris y, no sé por qué, la cara de
Cit ronenbaum . Le dij e ant es que parecía la cara que probablem ent e Trot sky t uvo
en su época de est udiant e, pero ahora com prendía que ésa no era una buena
caract erización. Tal vez m e había golpeado la sem ej anza física y el fanat ism o en los
oj it os, que fulguraban eléct ricam ent e det rás de los crist ales de unos lent es sin
m ont ura. No, no era eso. O al m enos eso no era t odo. Pero, qué quería decirm e a
m í m ism o con lo de " t odo" ? Su t raj e raído y heredado de alguien m ás corpulent o,
sus hom bros esm irriados, su pecho hundido, sus m anos flaquísim as y nerviosas.
Pero había algo m ás, y aunque lo sospechaba no m e era posible definirlo en aquel
hom únculo poseído por una verdad suprem a. Acaso fuera precisam ent e eso de la
" verdad suprem a" , un t ipo de revelación que iba m ás allá de la m era polít ica, lo que
le confería algo t errible.
Term iné por levant arm e e ir al laborat orio. Le pregunt é a Cecilia si había hecho las
m ediciones encargadas. Sí, nat uralm ent e. Su m irada era escudriñadora y cargada
con el reproche con que una m adre alcanza la ropa lim pia y planchada al hij o que
lleva una vida disipada.
—Qué pasa! —le grit é.
Se asust ó y fue hast a su elect róm et ro.
Busqué el recipient e con el act inium y lo saqué del t ubo de plom o.

236
Pero est aba dist raído, m e equivocaba t orpem ent e. Lo volví al t ubo y decidí ir a
t om ar un café.
En el pasillo m e encont ré con Bruno Pont ecorvo, sim pát ico com o siem pre pero m uy
agit ado. Me pregunt ó por von Halban. Le respondí que no lo había vist o. Andaban
hist éricos, luchando por la pat ernidad de la fisión.
En la calle, el frío m e ayudó a despej arm e.
Sent ía que volvían ant iguas obsesiones que cuando niño m e habían at errado. Y
ahora m e at erraban aún m ás, precisam ent e porque se producían en una persona
grande y rodeada de ot ros que sólo creían en fórm ulas m at em át icas y part ículas
at óm icas, en explicaciones.
Recordé a Frazer, el alm a que viaj a durant e el sueño, y los desdoblam ient os. Los
occident ales som os t an burdos. Acaso hom bres com o Hoffm ann y Poe y
Maupassant eran sim ples m it óm anos? No serían las pesadillas verdaderas en un
sent ido m ás profundo? Y los personaj es de ficción ( hablo de los aut ént icos, los que
brot an com o los sueños, no los fabricados) no visit arían regiones rem ot as, com o el
alm a en las pesadillas? El sonam bulism o. Adónde iba, cuando m e levant aba de
niño? Qué cont inent es había recorrido en aquellos viaj es? Mi cuerpo iba a la sala, al
cuart o de m is padres. Pero m i alm a? El cuerpo se m ueve por un lado o perm anece
en su cam a, pero el alm a divaga por ahí. Por ej em plo, a quién le sucedió aquello de
los oj os de la m uert a? Lo de la infancia m e pasó a m í, ya lo sé. Me pregunt o lo de
la calle Mont souris. ( Souris! Rat ones! Recién ahora lo adviert o! )
Desde aquella época he t rat ado de descifrar la t ram a secret a, y aunque a veces
creo vislum brarla, m e m ant engo a la expect at iva, porque m i larga experiencia m e
ha probado que debaj o de una t ram a hay siem pre ot ra m ás sut il o m enos visible.
En est os últ im os t iem pos, no obst ant e, he int ent ado at ar cabos suelt os que parecen
orient arm e en el laberint o. Por de pront o, aquellos episodios ocurrieron en el
m om ent o en que em pecé a abandonar la ciencia, que es el universo de la luz.
Después, hacia 1 947, advert í que en Sart re t odo provenía de la vist a, y que
t am bién él se había refugiado en el pensam ient o puro, m ient ras que sus
sent im ient os de culpa lo forzaban a las buenas acciones. Culpa = ceguera?
Finalm ent e, el Nouveau Rom an, la escuela de la m irada, el obj et ivism o. O sea de
nuevo la ciencia, la pura visión del obj et o del ingeniero Robbe- Grillet . Por algo N.
Sarraut e se ríe de los " pret endidos abism os de la conciencia" . En fin, se ríe... Es
una m anera de decir. En el fondo, t odos ellos t ienen m iedo, t odos sin excepción
rehúyen al universo t enebroso. Porque las pot encias de la noche no perdonan a los
que t rat an de arrancarle sus secret os. Por eso t am bién m e odian: por el m ism o
m ot ivo que los colaboracionist as det est an a los que con riesgo de sus vidas
com bat en al enem igo que ocupa la nación.

237
Est o es confuso, lo sé, no t ienen por qué señalárm elo. Y a m uchos les parecerá la
fant asía de un delirant e. Piensen lo que quieran: a m í sólo m e preocupa la verdad.
Y, aunque de m odo fragm ent ario, con relám pagos que apenas m e perm it en
vislum brar en décim os de segundo los grandes abism os sin fondo, int ent o
expresarlo en algunos de m is libros.
Todo est o lo pienso ahora. Porque en aquel invierno de 1938 nada m e era evident e.
Mi período del Laborat orio coincidió con esa m it ad del cam ino de nuest ra vida en
que según ciert os ocult ist as se suele invert ir el sent ido de la exist encia. Pasó con
gent e ilust re, con Newt on y Swedenborg, con Pascal y Paracelso. Por qué no habría
de pasar t am bién con gent e m ás hum ilde? Sin saberlo, est aba virando yo de la
part e ilum inada de la exist encia a la part e oscura.
Fue en ese m om ent o y en m edio de una profunda crisis espirit ual cuando ent ré en
cont act o con Dom ínguez, a t ravés de Bonasso. Nunca he dicho hast a ahora lo que
realm ent e sucedió en t ales circunst ancias y el peligro que corrí, peligro que
Dom ínguez no quiso o no pudo evit ar, t erm inando en el suicidio. ( En la noche del
31 de diciem bre de 1957 se abrió sus venas en el t aller, em badurnando la t ela que
t enía en el caballet e con su sangre.) Yo sé qué pot encias est uvieron en j uego.
Mucho ant es de que le arrancara el oj o a Víct or Brauner, pues ese episodio no fue
sino una de sus m anifest aciones.
Uno encuent ra lo que concient e o inconcient em ent e busca. Hablo de los encuent ros
que t ienen dest ino, no de las idiot eces. Si uno se t ropieza con una persona en la
calle, casi nunca ese t ropiezo t iene consecuencias decisivas en nuest ra vida. Pero sí
la t iene cuando ese encuent ro no ha sido casual, cuando ha sido provocado por las
fuerzas invisibles que operan sobre nosot ros. Ni yo encont ré por casualidad a
Dom ínguez ni fue t am poco por azar que eso haya sucedido cuando debía
abandonar la ciencia. Nuest ro encuent ro fue de enorm e im port ancia, aunque en
aquel m om ent o no lo pareciera. El t iem po se encarga de colocar luego los hechos
en su debido rango, y cosas que en su inicio parecen t riviales se revelan después
en t oda su t rascendencia. Y así, el pasado no es algo crist alizado, com o algunos
suponen, sino una configuración que va cam biando a m edida que avanza nuest ra
exist encia y que alcanza su sent ido verdadero en el inst ant e en que m orim os,
cuando ya para siem pre quedará pet rificado. Si en ese m om ent o pudiéram os volver
la m irada hacia él ( y es probable que el m oribundo lo haga) , advert iríam os por fin
el real paisaj e en que se preparó nuest ro dest ino. Y pequeñísim os det alles que en
vida desest im am os se m ost rarían ent onces com o graves advert encias o com o
m elancólicos saludos para siem pre. Y hast a lo que creím os sim ples burlas o m eras
m ist ificaciones pueden convert irse, en esa perspect iva de la m uert e, en siniest ros
vat icinios.
Fue un poco lo que sucedía en aquel t iem po con el surrealism o.

238
Yo iba al at elier de D. para t rabaj ar ( le ruego dé a est e verbo su acepción m ás
grot esca) en aquella brom a que baut icé con el nom bre de lit ocronism o, y de la que
m ás t arde Bret on se iba a ocupar en el últ im o núm ero de MI NOTAURE. Todo
aquello y los " m ánfragos" que invent ábam os y con los que nos ret orcíam os de risa,
y aquella cart a a Deladier sobre el Papa, y las burlas en el subt erráneo, parecían
sim ples diversiones, com o t ant as que ot ros hicieron y que induj eron a pensar a
m uchos desaprensivos que el surrealism o era una superchería. Lo ciert o es que aun
en los m om ent os en que sus act ores creían com et er sim ples payasadas ( y eso pasó
con D. y conm igo) est ábam os, sin saberlo, en m edio de m ort ales peligros: com o un
niño que en un ant iguo cam po de bat alla j uega con proyect iles que cree inofensivos
y que de pront o explot an sem brando la dest rucción y la m uert e. Las
grandilocuent es declaraciones t eóricas del m ovim ient o afirm aban que el
surrealism o se proponía abrir las com puert as del m undo secret o, del t errit orio
prohibido; y t odo aparecía a m enudo desm ent ido por las cabriolas y los disparat es.
Pero, inesperadam ent e aparecían los dem onios. Quién m ej or que D. para ilust rar
est a som bría paradoj a?
No sé si ust ed conoce la hist oria de Brauner, un j udío rum ano preocupado por los
fenóm enos de prem onición y videncia. Llegó en 1927 a París, y creo que fue a
t ravés de Brancussi, que t am bién era rum ano, que conoció a Giacom et t i y a
Tanguy. Ellos lo present aron luego a Bret on. Ahora, at ienda bien lo que le voy a
cont ar. Durant e diez años, es decir desde 1927 hast a 1937, pint ó im ágenes del
inconcient e, obsesivas, concernient es a los oj os, algunas de ext rem a agresividad.
Cuadros en los cuales el oj o es sust it uido por un sexo fem enino o se t ransform a en
cuerno de t oro, pint uras en que los personaj es est án parcial o t ot alm ent e
desprovist os de sus oj os. Pero lo m ás asom broso es uno de sus aut orret rat os,
pint ado en 1931, y que prefigura exact am ent e la t ragedia prot agonizada por
Dom ínguez en 1938. Brauner venía pint ando una serie de aut orret rat os en que
aparecía con un oj o pinchado y vaciado. Pero el de 1931 es t odavía m ás t rem endo:
aparece vaciado su oj o derecho por una flecha de la que cuelga una let ra D. Hay
t odavía ot ro hecho casi inverosím il: Brauner fot ografió en aquel m ism o 1931 el
frent e de la casa que un día iba a ser el escenario del horror: el at elier de
Dom ínguez, en el núm ero 83 del Boulevard Mont parnasse. Creyó que sacaba el
ret rat o de una vident e que est aba inst alada delant e de ese edificio, pero en
realidad est aba fot ografiando la casa en que un día se consum aría su sacrificio.
Brauner volvió a Rum ania. Pero ret ornó en 1938 " para" sufrir la m ut ilación. Algunos
años m ás t arde escribirá: " Est a m ut ilación sigue perm aneciendo despiert a com o en
el prim er día. A t ravés del t iem po const it uye el hecho esencial de m i exist encia" .
Le t ranscribo su propio relat o: " Éram os m uchos esa noche, y nunca nos había
ocurrido que nos hubiésem os j unt ado com o en esa ocasión, sin ninguna gana ni

239
im pulso. El aburrim ient o dom inaba aquella calurosa noche de agost o.
Personalm ent e adorm ecido y angust iado desde hacía m ás de cuarent a y ocho
horas, en una prolongada cam inat a la víspera con U., fue creándose un m iedo
inexplicable y pot ent e. Los am igos com enzaron a irse y Dom ínguez, m uy
sobreexcit ado inició una discusión con E., pero com o t odo eso era en español, los
dem ás no com prendíam os gran cosa. Pero de golpe, poniéndose pálido y t em blando
de cólera, se precipit aron uno sobre ot ro con una violencia que no recuerdo haber
vist o ant es. Con un brusco sent im ient o de m uert e, m e precipit é para ret ener a E.
Ent onces S. y U. se lanzaron sobre D., m ient ras los ot ros se fueron porque la cosa
se ponía fea. Dom ínguez logró zafarse y yo t uve apenas el t iem po para verlo, pues
fui lanzado al suelo por un t errible golpe en la cabeza. Los am igos m e levant aron y
quisieron llevarm e. Tom ado por un crecient e em bot am ient o, al m ism o t iem po que
m i vist a se ent urbiaba, pedí que m e dej aran volver a m i casa para acost arm e. Pero
fui llevado por m is am igos. Sus rost ros revelaban t errible dolor y angust ia, y no
com prendía nada de lo que pasaba hast a el m ilésim o de segundo en que, al pasar
delant e de un espej o, vi m i cara ensangrent ada y el oj o izquierdo com o una enorm e
llaga. En ese inst ant e pensé en m i aut orret rat o, y en aquella confusión de m i m ent e
la sem ej anza de la llaga m e despert ó a la realidad" .
Vuelvo al alm a que viaj a durant e el sueño y puede ver cosas del fut uro, ya que se
libera del cuerpo, que es lo que en el hom bre lo encadena en la prisión del espacio
y del t iem po. Las pesadillas son las visiones de nuest ro infierno. Y lo que t odos
logram os en el sueño, los m íst icos y los poet as lo alcanzan m ediant e el éxt asis y la
im aginación. " Je dis qu'il faut ét re voyant , se faire VOYANT" . Y en uno de aquellos
éxt asis, m ediant e ese pavoroso privilegio del art ist a, Víct or Brauner vio su horrendo
porvenir. Y lo pint ó. No siem pre las visiones son t an nít idas, y casi siem pre
part icipan del m odo enigm át ico y am biguo de los sueños. En part e por la índole
oscura de esos t errit orios del espant o, que t al vez el alm a ent revé com o a t ravés de
una brum a, por su im perfect a desencarnación, porque no ha logrado desprenderse
del t odo del peso de su carne y de sus at aduras al encarnizado present e; en part e
porque el hom bre no parece capaz de soport ar las crueldades infernales, y nuest ro
inst int o de vida, los inst int os de nuest ro cuerpo, que a pesar de t odo sost iene con
t odas sus fuerzas a ese alm a asom ada a los abism os, nos preserva con m áscaras y
sím bolos de sus m onst ruos y suplicios. Volví al Laborat orio cuando ya era m uy
t arde. Goldst ein se había ido y Cecilia, que seguram ent e m e había est ado
esperando est aba list a para ret irarse, ya sin el guardapolvo. Su m irada era
suplicant e, con los dolorosísim os oj os de la ídische m am e.
—Est á bien, Cecilia —le dij e—. No es nada. Me duele m ucho la cabeza.
Me dej ó las m edidas y se fue. Ya en la puert a, m e pregunt ó si no quería ir esa
noche a un conciert o de órgano en no sé qué iglesia. No, no quería, gracias. La vi

240
desaparecer con su figura m enuda, con sus pasit os. " La m alt rat o dem asiado" ,
pensé. De ent rada, no m ás, le había probado la m ediocridad de Madam e Curie, y
casi lloró. Me prom et í dem ost rarle al día siguient e que esa m uj er había sido un
genio.
Volví a sacar el t ubo acorazado del act inium y lo coloqué sobre m i m esa de t rabaj o.
Los oj os irrit ados por el sueño m e m olest aban, y la luz m e hería m ás que de
cost um bre. Apagué la luz y perm anecí en la soledad del Laborat orio silencioso,
apenas ilum inado por la m ort ecina lum inosidad que llegaba desde un cuart o vecino.
Me levant é, m e acerqué a la vent ana y m iré hacia la calle Pierre Curie. Había
com enzado a lloviznar. Una vez m ás com enzaba a oprim irm e m elancólica la
angust ia de siem pre. Volví a m i asient o y m is oj os se fij aron en el t ubo de plom o
que encerraba el t em ible act inium . Me fui adorm eciendo insensiblem ent e: el rost ro
de Cit ronenbaum , con una m irada indescifrable pero dem oníaca, m e despert ó
sobresalt ado.
Mis oj os volvieron a det enerse en el t ubo de plom o que de alguna m anera est aba
vinculado con m i angust ia. Era de aspect o t an neut ro. Y no obst ant e en su int erior
se producían furiosos cat aclism os en m iniat ura, invisibles y m icrocósm icas
m iniat uras del Apocalipsis sobre el que m e había hablado Molinelli, y que
enigm át icos profet as, de m anera direct a o sibilina, anunciaron a lo largo de siglos.
Pensé que si de alguna m anera pudiera achicarm e hast a el punt o de ser un
liliput iense habit ant e de aquellos át om os allí encerrados en su inexpugnable prisión
de plom o, si de ese m odo uno de aquellos infinit esim ales universos se convirt iese
en m i propio sist em a solar, yo est aría asist iendo en ese m om ent o, poseído por un
pavor sagrado, a cat ást rofes t erroríficas, a infernales rayos de horror y de m uert e.
Ahora, después de t reint a años, vuelven a m i m em oria esos días de París, cuando
la hist oria ha cum plido part e de los funest os vat icinios. El 6 de agost o de 1944, los
nort eam ericanos prefiguraron el horror final en Hiroshim a. El 6 de agost o. El día de
la Luz, de la Transfiguración de Crist o en el Mont e Tabor!
Pobre Molinelli: vocero grot esco de verdades superiores a su vida y a su apariencia,
int erm ediario casi risible ent re los dioses de las t inieblas y los hom bres. " Urano y
Plut ón son los m ensaj eros de los Nuevos Tiem pos: act uarán com o volcanes en
erupción, señalarán el lím it e ent re las dos Eras" m e decía, m irándom e fij am ent e. Y
t enga present e que esos anuncios fueron hechos en 1938, cuando ignorábam os que
los át om os de uranio y plut onio serían las chispas de la cat ást rofe.
Bast a, prefiero no seguir recordando una época t an angust iosa. El viernes, cuando
nos encont rem os, prefiero hablar de lo que m e pasa ahora.

241
UN REPORTAJE

Por esos días fue un j oven del Bust o a hacerle una ent revist a para SEMANA
GRÁFI CA.
Por qué se había ido de La Plat a?
Cóm o podía saberlo. Toda su vida era una serie de act os absurdos e inconexos,
pero con seguridad había un orden debaj o de aquel caos, un orden secret o, quería
decir. Abandonar La Plat a había sido dej ar para siem pre el universo cient ífico? Bien,
era posible. Sea com o sea, se vino a Buenos Aires. Enrique Wernicke lo iba a poner
en cont act o con alguien que a lo m ej or le alquilaba por casi nada un rancho en la
sierra de Córdoba. Así fue com o conoció a don Federico Valle, el hom bre de las
cuevas. Y com o se fue a vivir en aquel solit ario lugar sobre el río Chorrillos, en una
t apera sin luz eléct rica, sin agua, sin vidrios.
Mient ras conversaba con del Bust o t odo pareció ordenarse, desde el caos em pezó a
salir la luz: el sol negro. E inevit ablem ent e em pezaron a hablar de las cuevas y
subsuelos, de los Ciegos.
—Los port eros —dij o del Bust o.
Los port eros? Qué pasaba con los port eros? Sabat o le hizo esa pregunt a con un
est rem ecim ient o que t al vez se m anifest ó en su voz, porque del Bust o lo m iró con
cuidado. Le cont ó ent onces lo que ya él sabía, lo que t arde o t em prano alguien
t enía que venir a cont arle. A él. No obst ant e, lo escuchó con at ent a consideración:
—De la plant a baj a para arriba los depart am ent os, esos depart am ent os act uales
t an lim pios, de cem ent o y plást ico, de vidrio y alum inio, de aire acondicionado.
I m pecables.
—Abst ract os —agregó Sabat o, casi con im paciencia, para acort ar el relat o.
—Eso es, abst ract os. Y abaj o las rat as. En la noche, sobre las calderas relucient es.
El port ero. Una raza m ist eriosa, el hom bre que m anej a la com puert a ent re los dos
m undos.
Sabat o lo m iraba en silencio.
—Por supuest o —asint ió luego.
Est aba at ardeciendo, se oían los páj aros que no t erm inaban de acom odarse en sus
nidos.
—Tenía que venir por aquí.
—Sí, claro.
—Tarde o t em prano.
—Sí. Los Ciegos m e han fascinado siem pre —com ent ó del Bust o.
Casi no se le podía ver ya la expresión al j oven, que agregó:

242
—Quisiera que est e t rabaj o sobre los port eros y las rat as est uviera baj o su
advocación, por decirlo así.
—Mi advocación?
—Sí, si no t iene inconvenient e. Por eso de los Ciegos. Desde que lo leí m e sent í
pert urbado, m e hizo at ender a ciert os rum ores.
—Rum ores?
—Quiero decir en m i propio espírit u.
—Ust ed escribe?
—No, est o es lo prim ero que hago. Me lo encargó Walker porque le hablé del t em a,
porque quería verlo. En realidad soy fot ógrafo.
—Fot ógrafo?
" Grabador de luz" . Y t am bién se decidía a abandonar el m undo de la luz!
Le cont ó ot ras cosas el j oven del Bust o, product os de sus invest igaciones: la lucha
de la Casa de la Moneda cont ra las rat as que se com en los billet es. Después de
años de cálculos, de proyect os m et iculosos, de luchas fracasadas, const ruyeron un
form idable recint o de cem ent o arm ado. Fracasó t am bién. Las rat as ent raron por las
cañerías? Se reproduj eron dent ro del recint o?
Conversaron sobre la posibilidad de llevar a cabo una invest igación com plet a en
subt erráneos, sót anos, cloacas, cañerías de desagüe. I nvest igación com plej ísim a y
presum iblem ent e at erradora.
En el m om ent o de irse el j oven del Bust o, est uvo a punt o de hablarle de ese asunt o
de los poneros. Pero le pareció que por el m om ent o no era convenient e.
Acaso, t am poco necesario.

I BA POR CORRI EN TES

cuando vio venir a Ast or Piazzolla. Y se disponía a conversar con él cuando advirt ió
que se equivocaba: era una especie de caricat ura. El hom bre se det uvo
sorprendido, m ient ras S. se alej aba avergonzado. Dobló en la prim era esquina,
com o huyendo. Est aba en la calle Suipacha. Se quedó un m om ent o sim ulando m irar
una vidriera, y cuando se t ranquilizó buscó un café para t om ar algo. Precisam ent e
est aba al lado del TÍ O CARLOS. No est aba Kuhn en la caj a, así que buscó una
m esit a cualquiera, en m om ent os en que vio a Piazzolla que le sonreía.
—Qué, m i barba t e asust a? —pregunt ó Ast or.
—No, no es eso.

243
—A vos t e pasa algo.
Vaciló en cont arle lo que acababa de sucederle, hast a que se lo cont ó, con una
agit ación que Ast or no podía j ust ificar.
—Es una sim ple casualidad, hom bre —le com ent aba.
S. lo m iró con irrit ación.
—En una ciudad de casi nueve m illones?
Luego Ast or le habló de un proyect o de hacer con él una m isa port eña.
—Cóm o? —pregunt ó S. abst raído.
—Una m isa. Una m isa de Buenos Aires.
Andaba m uy m al de salud, m uy nervioso. Ya vería. En seguida se despidió con un
pret ext o y siguió su cam ino hacia EL CI ERVO.
Bruno lo encont ró raro y le pregunt ó por su salud.
—Bien, bien —respondió dist raído.
Tom ó su cerveza y después de un rat o le dij o a Bruno:
—Ust ed quizá piense que le he exagerado con el Dr. Schneider.
—En qué sent ido?
—Digo, en general... sus poderes...
Bruno com enzó a arreglar unos escarbadient es.
—Hace años que lo he perdido de vist a —prosiguió S.—, pero est á.
Seguro. En algún lugar de Buenos Aires.
( " Perdido de vist a" , pensó con un est rem ecim ient o.)
Bruno levant ó sus oj os celest es y se quedó esperando.
—Le dij e cóm o reapareció en 1962, no?
—Sí.
—Le cont é cuando lo seguí en el subt erráneo?
—No.
—Desde aquel encuent ro en 1962, recuerda, lo vi en t res o cuat ro ocasiones. A
veces solo, a veces con Hedwig. Claro, a ella la vi con ciert a frecuencia, hast a que
desapareció. Fue en el bar ZUR POST que nos encont ram os t am bién con ust ed?
Bruno asint ió.
—Sí, desaparecieron. Pero fíj ese que siem pre t uve la sensación de que andan por
ahí, en algún lugar de la ciudad. Y en cuant o a él, lo volví a ver en la esquina de
Ayacucho y Las Heras. Pero en cuant o m e divisó ( eso es al m enos lo que creo) se
m et ió en el café. —Quedó pensat ivo. " Era él, est oy seguro" casi m urm uró com o
para sí m ism o.
—En cuant o a Hedwig...
—No la vio m ás?
—No, pero est á en Buenos Ares, t engo la cert eza. Un inst rum ent o.

244
Y ella sufría por esa m isión. Poder del t ipo? O algún género de dependencia o
servidum bre que se veía obligada a acept ar. Eso, eso es: servidum bre. Ésa es la
palabra. Con el agravant e de que en est e caso el sirvient e es superior al am o. No lo
digo por su rango social, claro... A pesar de su decadencia física y m oral... Uno la
veía de pront o... —sus palabras se iban perdiendo, com o si volviera a hablar para sí
m ism o, m ient ras Bruno se decía que t am bién él había t enido esa im presión, porque
no sólo est aba corporalm ent e gast ada, de m odo que sus ant iguos esplendores
apenas se adivinaban a t ravés de la m aleza, del abandono y la depredación ( com o
las ant iguas bellezas de un parque señorial a t ravés de las verj as derruidas y de los
escom bros) sino t am bién corrom pida espirit ualm ent e, por el t iem po y horribles
vicisit udes de la carne, por la desilusión y la am argura, pero, sobre t odo, por la
servidum bre hacia aquel abyect o personaj e; y así, era ciert o, en inst ant es, sólo en
fugaces y t rist ísim os inst ant es, podía adivinarse su ant iguo espírit u ent re los
escom bros m orales.
S. había pedido ot ra cerveza.
—No sé qué m e pasa. Ando m uy deshidrat ado.
Miraba la cerveza, pensat ivo.
—En aquella época de la aparición de HÉROES Y TUMBAS ya le cont é que se m e
había cruzado y em pecé a seguir sus m ovim ient os. Hast a que un día, después de
m uchísim os esfuerzos est ériles, obt uve un result ado.
Mirando a su am igo, agregó:
—Un result ado at errador.
Después de unos inst ant es, prosiguió:
—Fue un día en que habíam os quedado en encont rarnos. Cuando nos separam os, lo
seguí hast a que ent ró en el MUNI CH de Const it ución. Desde la plaza, esperé su
salida. Perm aneció alrededor de un par de horas. Cuando salió est aba
oscureciendo. Ent ró en el subt erráneo y yo m e inst alé en el vagón siguient e, de
m odo de est ar en condiciones de verificar sus m ovim ient os. Al llegar al Obelisco,
t om ó la com binación a Palerm o y yo volví a inst alarm e en el coche siguient e. Me
pareció advert ir en su act it ud la espera de algo en el propio subt erráneo. Por un
m om ent o im aginé, con m iedo, que sus poderes le perm it ían saber que yo est aba
cerca y que podía sorprenderm e. Bien, si eso sucedía lo at ribuiría a una
coincidencia. Y si él no lo creía ( siem pre en virt ud de sus poderes) , qué podía
perder yo? Al m enos vería que yo est aba sobre aviso y que de m anera alguna sería
una presa fácil; y hast a era probable que subiese algunos punt os en su est im ación.
Est aba en est os pensam ient os cuando vi avanzar, en dirección inversa a la que
llevábam os, al ciego de las ballenit as, m ás avej ent ado, pero siem pre grosero y
rencoroso com o en el t iem po en que Vidal Olm os llam ó la at ención sobre su
personalidad. Me est rem ecí al recordar vert iginosam ent e a Fernando en el m ism o

245
subt erráneo y en la m ism a persecución ( pero de quién a quién?) y t uve el pálpit o
de lo que iba a suceder: el ciego no pasó delant e de Schneider com o de una
persona cualquiera; su olfat o, su oído, acaso algún signo secret o sólo ent re ellos
conocido, lo hizo det ener para venderle ballenit as. Schneider se las com pró, pero
con ot ro est rem ecim ient o recordé los desaliñados cuellos que invariablem ent e
llevaba. Después, el ciego siguió su m archa. Y cuando el t ren se det uvo, Schneider
baj ó, y yo det rás de él. Pero su rast ro se m e perdió en la m ult it ud.
S. se calló y quedó com o cavilando durant e t ant o t iem po que pareció haberse
olvidado de Bruno. Est e no sabía qué hacer, hast a que por fin le pregunt ó si no
creía preferible salir o por lo m enos buscar ot ro café m enos ruidoso.
Cóm o, cóm o?
Pareció no haber oído o ent endido bien.
—Le est aba diciendo que aquí hay dem asiado ruido.
—Ah, sí. Hay un ruido espant oso. Cada día m e es m ás difícil soport ar el ruido de
Buenos Aires.
Se levant ó, explicó que iba a t elefonear. Bruno observó que m ient ras se dirigía
hacia el t eléfono m iraba a los cost ados. Cuando volvió, le dij o:
—Ya le expliqué que las cosas em pezaron a com plicarse desde que publiqué
HÉROES Y TUMBAS. Se lo cont é?
Sí, se lo había cont ado.
—Pero cuando esa pobre gent e se m e acercó, aquella sesión en el sót ano,
recuerda?, pareció que se abría un cam ino... Pero claro, fuerzas de est a nat uraleza
no son fácilm ent e derrot ables. Y creo haberle dicho que ellos ya m e lo habían
advert ido: la lucha se definiría en m i favor siem pre que yo est uviera dispuest o a
vencerlas para siem pre. Prom et í eso en el m om ent o en que casi m e desm ayo. Le
referí el opt im ism o que se m e despert ó al ot ro día. Ahora com prendo que era
prem at uro e indicat ivo del candor que uno puede llegar a t ener con la
desesperación, hast a el punt o de llegar a creer en gent e así: aborígenes arm ados
de palos para defenderse de un bom bardeo at óm ico. Pero sea por lo que sea, m e
despert aron deseos de com bat ir y esperanzas. M. m e confiesa ahora —ant es no
t uvo el valor de hacerlo— que veía en un sueño un pat io en m iniat ura, debaj o de
ella, en que se m ovían, com o en el pat io de una prisión liliput iense, frenét icos pero
im pot ent es enanit os que gest iculaban y parecían grit ar, aunque sus grit os eran
inaudibles com o en una película m uda: m iraban hacia arriba, nerviosísim os, quizá
enfurecidos, com o exigiendo ayuda. Me dij o: son los personaj es de t u novela; si no
los liberás, t erm inarán por volverm e loca.
La m iré sin decirle nada,
—Por el am or de Dios —im ploró.
Su m irada m e im presionó: una m irada de t error y desolación.

246
—Si no escribís, esa gent e m e enloquecerá. Volverán. Lo sé.
Ent onces m e encerraba en m i cuart o, m e ponía delant e de la m esa, a veces sacaba
los papeles, cent enares de páginas, cont radict orias y absurdas. Con verdadero
esfuerzo físico las colocaba delant e de m í y m e quedaba observándolas, a veces
durant e horas, inánim e. Cuando por cualquier m ot ivo ( por cualquier pret ext o) M. se
asom aba, yo hoj eaba el m ont ón o hacía que corregía algo con la birom e. Luego, en
el m om ent o en que salía del cuart o, seguía sint iendo sus oj os puest os en m í.
Cabizbaj o, m e iba al j ardín, pero no lograba engañarla.
Est o sucedía sobre t odo ant es de conocer a esa gent e. Después, com o le expliqué,
abrigué algunas esperanzas ( qué verbo significat ivo! ) . Y soplando, prot egiendo la
llam it a del vient o, t rat aba de que por fin el fuego creciera y se propagara.
La sesión en el sót ano m e im presionó, part icularm ent e cuando la chica rubia t ocó la
pieza de Schum ann. Pero al ot ro día cavilé sobre la desproporción ent re esas
excelent es personas y la m agnit ud de la pot encia en j uego. Y em pecé a
desvalorizar lo que había sucedido en el sót ano: esa pieza la t ocan m uchos alum nos
en ciert o grado de su aprendizaj e. No era posible que ella la conociese y la t ocase
presionada por m i propia y t elepát ica ansiedad?
No había que exagerar, no significaba gran cosa. No porque yo creyese que fueran
fraudulent os: eran aut ént icos, buena gent e.
Me pregunt aba, sin em bargo, si eran absolut am ent e ineficaces. Advert ía m uchos
beneficios en m i espírit u, com o quien ha est ado gravem ent e enferm o y em pieza a
t ener ganas de com er alguna cosit a, de dar unos pasos.
Es que se t rat a de una lucha incesant e y sin cuart el, con avances y ret rocesos. Hay
que m ant ener un com bat e perm anent e, no dej arse est ar ni un segundo, no confiar
en la t om a de una colina cualquiera o una ret irada del enem igo que sim plem ent e
puede ser una t ret a.
Est a lucha la vengo librando durant e años, con escaram uzas t an ext rañas com o la
de la est at ua.
Los chicos del barrio la cont em plaban con m iedo ( lo advert í después, desde luego) ,
allí, ent re las ram as, casi ocult a, debaj o de la palm era del fondo. Sí, desde que not é
que los chicos del barrio y sobre t odo don Díaz la m iraban con aprensión, com encé
a com prender que t enía algo de siniest ra.
Un día se lo com ent é a Mario.
—Pero papá —m e respondió, com o se habla a un irresponsable—, no sabes que
ningún act or t rabaj a en un escenario donde haya una est at ua de yeso?
—Por qué?
—Qué sé yo. Pero lo sabe t odo el m undo.
Esa noche no pude dorm ir, hast a que de pront o t odo se m e ilum inó. Cóm o no lo
había sospechado ant es? A la m añana se lo dij e a M.

247
—Nunca se t e ocurrió que la aparición de la est at ua en la vereda, aquella m añana,
era m uy difícil de explicar? Por qué dej ar una est at ua enorm e, de yeso, una m uj er
de t am año nat ural, en m i vereda? De dónde salía? Era el t rabaj o de un escult or, no
el de un fabricant e de copias para j ardines: el t rabaj o de un escult or act ual. Quién
podría t ener sem ej ant e obj et o en Sant os Lugares, un barrio obrero, de gent e que a
lo m ás puede adornar sus casas con est at uit as de bazar? Adem ás, por qué
abandonarla en la vereda nuest ra. Y de noche. No se le ocurría nada?
Se quedó pensat iva, porque siem pre com bat ió m is ideas delirant es.
—Recordá. Durant e años quise t ener una est at ua en m i j ardín, alguna de esas
copias de est at uas griegas o rom anas que había en los parques. Recordá que
busqué por t odas las form as conseguirm e una de las que est aban en el Parque
Lezam a, o en la casa de la novela: la casa de Liniers e H. Yrigoyen. Muchos
conocidos nuest ros lo sabían. Varios m e aseguraron que t rat arían de conseguirm e
una. Hast a Prebisch, cuando fue int endent e.
—Sí.
—Ot ra cosa. Qué pensam os cuando vim os la est at ua en la vereda?
—Que era una brom a. Una brom a am ist osa de alguno de ellos. Nos dej aba la
est at ua durant e la noche para darnos una sorpresa al día siguient e.
—Exact o. Pero no advert ist e un det alle.
—Cuál?
—Ese am igo nunca se dio a conocer. Por qué m ant enerse en el anonim at o? Era
acaso algo deshonroso? Si la habían dej ado para darm e un placer, por qué ese
silencio? Por el cont rario, pasaron m eses y paulat inam ent e t odo fue haciéndose
m ás nefast o, las cosas iban de m al en peor, y la est at ua parecía cada día m ás
siniest ra en aquel rincón. Varias veces don Díaz m e pregunt ó por qué t enía eso en
el j ardín.
—Sí.
—Razonem os ahora a la inversa. Supongam os que alguien quiso hacerm e daño con
un obj et o que fuese int roducido en la casa. Alguien que conocía m i deseo de t ener
una est at ua. Muy sencillo: abandona esa noche la est at ua en la vereda, el port ador
del m aleficio sabe que yo m e levant o m uy t em prano y salgo al j ardín, im agina que
la veo en la vereda y rápidam ent e la ent ro, et c. No puede ser así?
Me m iró en silencio. Le exigí una respuest a.
—Sí, claro —adm it ió.
Pasé el rest o de la noche m uy nervioso, y aquel rost ro de m irada abst ract a, com o
de Ciega, que t enía la figura de m uj er, parecía est ar delant e de m í, de m odo
pat ent e, con su expresión m aligna.
Apenas clareó m e levant é y corrí al j ardín. Ahí est aba, m irándom e con t odo su
rost ro om inoso, ent re las plant as. Prim ero pensé en sacarla yo m ism o, pero era

248
dem asiado pesada. Esperé con ansiedad la aparición de don Díaz en la vereda,
com o t odas las m añanas, y ent onces le pedí que m e ayudara. La sacam os a la
calle, luego él buscó una soga en su casa, la at ó convenient em ent e para poder
llevarla sobre sus espaldas y m e dij o que lo dej ara solo, que él la llevaría a alguna
part e.
Dónde? Nunca lo quise saber. Y, cosa ext raña, t am poco Díaz m e lo com ent ó.
Sabat o se quedó m irando a Bruno, com o pregunt ándole qué le parecía.
—Muy ext raño, efect ivam ent e —com ent ó, después de sost ener su m irada durant e
unos inst ant es.
—No es ciert o?
Se quedó absort o, pensando. Cast el y la venganza de la Sect a. En cuant o lo
com prendió, Fernando quedó at errado y decidió poner océanos de por m edio. Pero
en aquel com plicado periplo no logró ot ra cosa que encont rarse de nuevo con su
dest ino. Lo curioso es que por m om ent os lo prevé, y sin em bargo no dej a de correr.
Tam bién él querría rehuir su dest ino, pero esa fuerza equívoca lo obligaba a
hundirse cada día m ás en lo m ism o que deseaba rehuir. Sí, m uchas veces pensó en
abandonarlo t odo, en poner un t allercit o m ecánico en un barrio desconocido, quizá
dej ándose crecer la barba.
Y cuant o m ás acorralado se sent ía, con m ayor m elancolía acariciaba esa posibilidad
disparat ada. Ése es el verbo: acariciar. Ahora int uía que en est as páginas
culm inaba t odo. Y aunque no sabía qué es lo que exact am ent e culm inaba, t enía
desde ya la cert eza de la venganza.
Sin em bargo: le int eresaba t ant o la vida! Querría escribir sobre t ant as cosas!
Y en ciert o m odo podría hacerlo, siem pre que no se t rat ase m ás que de sim ples
ideas. Las Fuerzas no t em en a las ideas, los Dioses ni se m olest an. Los sueños, las
oscuras im aginaciones, eso es lo que t em en.
—Y ahora est e doct or Schnit zler —dij o de pront o.
—Cóm o? No se llam a Schneider?
—No, est oy hablando de ot ra persona. Un profesor, un bicho raro, dem asiado raro.
Me m anda unas cart as.
—Cart as?
—Sí, cart as.
—Am enazas?
—No, nada de eso. Es un profesor. Me em pezó escribiendo a propósit o de unas
ideas m ías sobre el sexo.
Buscó en un bolsillo.
—Vea, aquí t iene la últ im a.
En el piano, querido doct or, los t onos baj os ( oscuros) se hallan a la izquierda. Los
alt os o claros, a la derecha. La m ano derecha t oca la part e racional, la

249
" com prensible" , la m elodía. Observe cóm o em pieza a t om ar im port ancia la m ano
derecha en los com posit ores rom ánt icos, eh?
Prim it ivam ent e se escribía de arriba abaj o, com o los chinos, o de derecha a
izquierda, com o los sem it as. Recién las palabras gnot hi seaut on, en el t em plo del
Sol, corren de izquierda a derecha. Observe, Dr. Sabat o: la prim era form a baj aba a
la t ierra; la segunda, la de los sem it as, hacia el inconcient e o lo pasado; recién la
últ im a, la nuest ra, se orient a a la t om a de conciencia. Heracles, en la encrucij ada,
t om a el cam ino de la derecha. Los difunt os j ust os en opinión de Plat ón, t om an el
cam ino hacia la derecha y arriba; los inj ust os hacia abaj o e izquierda. Reflexione,
m i querido doct or, reflexione. Todavía t iene t iem po y crea en una persona, et c.
—Pero no veo por qué debe alarm arlo...
—Tengo una dolorosa experiencia. Hay algo en esas cart as, una ciert a insist encia
en verm e, algo vinculado con el m undo de la ciencia, es decir de la luz, que, en
fin... Es cuest ión de olfat o, sabe? Sus cart as son cada vez m ás decididas, respiran
algo debaj o de su am abilidad form al. Y ahora he decidido de una buena vez t om ar
el t oro por las ast as. Precisam ent e —m iró el reloj —, he quedado en visit arlo a eso
de las seis. Tengo que irm e ya. Nos verem os pront o.

EL D R. SCH N I TZLER

Cuando t ocó el t im bre, sint ió prim ero que un oj it o lo escrut aba por la m irilla
durant e un t iem po que le pareció desproporcionado. Luego, la puert a se ent reabrió
y vio asom ar una cabeza obt enida m ediant e el cruzam ient o de un páj aro con un
rat ón.
Con su vocecit a aguda y nerviosa m anifest ó una alegría t ipo t am bien páj aro. Era
flaco, consum ido por años ent re libros. Sus oj it os de rat ón brillaban det rás de los
crist ales de esos ant eoj os redondos con bordes de acero que los hippies pusieron
nuevam ent e de m oda, pero que seguram ent e él habría com prado hace m edio siglo
en Alem ania y conservado con el m ism o cuidado con que m ant enía sus libros en la
bibliot eca alineados com o un ej ércit o germ ánico, lim pios y desinfect ados,
num erados.
Sí, eso es: se m ovía con la salt arina rapidez de los páj aros cuando andan en t ierra,
con salt it os nerviosos y secos: una especie de st accat o de alguna grot esca part it ura
de Haydn. Le m ost raba los libros en la página exact a, los volvía a colocar con sum o
cuidado en el lugar en que debía. Pensó: si est e individuo se viera obligado por

250
alguna fuerza respet able ( una disposición del gobierno alem án, digam os) a prest ar
uno de aquellos libros, experim ent aría el m ism o t ipo de sufrim ient os de una m adre
sobreprot ect ora cuyo hij o debe ir a la guerra del Viet nam .
Con disim ulo levant aba un censo del est udio m ient ras le m ost raba no sabía qué
cit a. Ent onces se ent reabrió una puert a y a t ravés de la est rict a e indispensable
abert ura apareció una bandej a con dos pocillos de café sost enida por las m anos
gast adas de una m uj er invisible. Bandej a que sin com ent arios fue recogida por el
Dr. Schnit zler.
Adonde había vist o aquel rost ro de páj aro con oj os de rat ón.
Lo encont raba conocido, eh? Sonriendo m efist ofélicam ent e, le indicó un ret rat o de
Hesse en la bibliot eca, dedicado.
Claro, claro: la m ism a cara de crim inal ascét ico ret enido al borde del asesinat o por
la filosofía, la lit erat ura y probablem ent e ciert a invencible, aunque secret a,
respet abilidad profesoral.
Cóm o no lo había advert ido ant es? Seguram ent e porque el sosías sonreía siem pre:
el herm ano pint oresco del asesino som brío.
—Nos escribíam os.
Qué lást im a, qué lást im a que no se consiguiera por ahí HETERODOXI A. Pero él
había fot ocopiado en la bibliot eca lo que necesit aba. Mient ras Sabat o le explicaba
que había accedido por fin a la reedición, le pregunt ó, prevent ivam ent e, cóm o era
posible que le hubiese int eresado hast a ese punt o. Con unos salt it os abrió un
archivo m uy pulcro y ext raj o una carpet a desinfect ada:
—Vea, vea. Siem pre m e int eresó su posición, doct or.
Alem ania, pensó con adm iración. Si un alem án descubre que uno ha sido doct or,
aunque m ás no sea en alguna encarnación ant erior, ya nada podrá obligarlo
( except o el gobierno, claro) a silenciar ese t ít ulo. I rónicam ent e, int ent ó recordarle
que eso pert enecía a su prot ohist oria, a su período de bat racio, pero el ot ro negaba
con rápidos m ovim ient os negat ivos de su dedo índice, com o un m et rónom o que
est á m arcando un allegro vivace. Para Schnit zler, era com o si t rat ara de sugerir la
inexist encia de una m ano porque est á enguant ada. Era inút il. Lo sabía por larga
experiencia.
Sí, com o le decía, siem pre le había int eresado su evolución.
—Muy curiosa, doct or, m uy curiosa!
Y lo est udiaba con la ast ut a sonrisa de un páj aro que pert eneciera a una m asonería,
se decía Sabat o. Su expresión significaba " a m í no se m e engaña" , m ient ras Sabat o
se pregunt aba, con crecient e alarm a, a qué engaño se est aba queriendo referir.
Pero m ucho m ás curioso le result ó al leer HÉROES Y TUMBAS. Esperaba su
com ent ario: Para qué? Por qué?

251
Se m ant uvieron durant e un segundo en silencio absolut o, un segundo que le
pareció inquiet ant e. De pront o t uvo la int uición de lo que aquel hom bre pensaba,
pero se cuidó de declararlo. Por el cont rario, esperó su com ent ario com o si con t ot al
ingenuidad se pregunt ase qué podía haber encont rado Schnit zler de " m uy curioso" .
Sus palabras llegaron con seca precisión. Y, aunque esperadas ya, le produj eron un
escalofrío:
—Los Ciegos, doct or.
Lo dij o m irándolo a los oj os.
Por qué diablos había accedido a verlo? Y para colm o en su propio depart am ent o.
Concluyó: porque le t enía m iedo, por algo que sut ilm ent e em anaba de sus cart as.
Qué se proponía con aquella insist encia en verlo? De cualquier m anera había sido
preferible enfrent ar el peligro, sondear los escollos invisibles, m edirlos, levant ar la
cart ografía. Fue una indagación vert iginosa, m ient ras el ot ro m ant enía sus oj it os
sobre sus oj os. Tuvo una repent ina ilum inación sobre aquella m uj er de la bandej a.
Por qué no se m ost raba?
—Pero ust ed es casado, no, doct or Schnit zler?
Durant e m ucho t iem po después de esa prim era ent revist a se pregunt ó qué quiso
significar con aquel " pero" . El profesor se puso serio, pareció calcular la posición del
enem igo. Luego respondió con un m urm ullo afirm at ivo, cont rolando las reacciones
del ot ro.
Con seguridad, el " pero" lo puso en guardia, ya que no había habido ninguna frase
de ninguno de los dos que lo j ust ificase. Eso le habría revelado ( pensó Sabat o) que
m i m ent e t rabaj a en dos planos: el superficial del diálogo y ot ro m ás profundo y
secret o. Y com o un caballo sensible se det iene erizado en un paj onal cuando int uye
la presencia de algo ext raño por ahí, invisible, Schnit zler se sobresalt ó, hast a el
punt o de no poder m ant ener la perm anent e sonrisa con que ocult aba sus
int enciones.
—Sí, soy casado —dij o com o disculpándose.
Y en seguida volvió la sonrisa, m ient ras buscaba en la bibliot eca el libro de un
profesor de Oxford.
Ahí t enía: el problem a de la m ano derecha, est o y aquello.
Sabat o asent ía m ecánicam ent e, pero su cerebro seguía pensando con rapidez: el
depart am ent o era una m iniat ura, allí no podía vivir m ás que el hom bre con su
m uj er, ciert as cit as revelaban que odiaba a las m uj eres o que, en el m ej or de los
casos, las desdeñaba con ironía sat ánica. Lo que no alcanzaba a esclarecer por qué
se sent ía alarm ado por el aplauso de Schnit zler, ya que confirm aba con varios libros
ideas de HOMBRES Y ENGRANAJES sobre la civilización abst ract a, aunque llegase a
ext rem os que él no com part ía. De t odos m odos, su inst int o le advert ía que m ás
bien est aba ant e un enem igo que ant e un aliado.

252
—Ust ed lo ha dicho, doct or —repet ía alegrem ent e—, no lo olvide!
De pie, con el índice señalándose su cabeza de páj aro, com o un hist riónico profesor
de idiom as que va señalando cada part e de su cuerpo m ient ras dice la
correspondient e palabra: La cabeza, eh.
Una civilización racionalist a y m asculina.
La m ano derecha
El orden abst ract o, las norm as
El derecho ( significat iva palabra, m i querido doct or Sabat o! )
La obj et ividad
Et cét era, et cét era, et cét era.
En su ent usiasm o parecía haber olvidado el café. Ent usiasm o? Olvido? Tom ó un
poco de café frío y con un t rat ado alem án en la m ano enum eró lo que había sido
reprim ido por est a civilización m asculina: lo vit al, lo inconcient e, lo ilógico, lo
paralógico, lo perilógico, lo subj et ivo.
Tom ó ent onces ot ro t raguit o de café y por encim a de la t aza brillaban sus oj it os de
rat ón nervioso y al parecer regocij ado, observándolo.
Sabat o reflexionaba a m archas forzadas. Por qué se alarm aba? No est aba
repit iendo lo m ism o que él había escrit o en dos libros? Parecía una brom a filosófica,
y no obst ant e su t em or aum ent aba.
El herm ano risueño de Hesse, quizá m ás siniest ro por su risit a aguda, lo había
t om ado ahora del saco con gest o de sast re y le pregunt aba com o a un alum no en el
exam en: cuál es el lado derecho de un género? El que vale, no? El ot ro es el que
debe ocult arse.
Con m anifiest a sat isfacción enum eró calam idades: lo siniest ro t iene que ver con la
desgracia, con la perversidad, con lo funest o e inj ust o. Todo fem enino. Se j ura con
la m ano derecha, se hacen cuernos con la izquierda.
—Cuernos? —pregunt ó Sabat o, para ganar t iem po.
—Por supuest o, por supuest o. En cuant o al crist ianism o, es una religión solar y
m asculina que ve en la izquierda algo dem oníaco.
Concluyó que ese hom brecillo quería salvarlo o era un agent e de la Sect a que
buscaba la form a de im pedir que siguiera invest igando.
I nesperadam ent e, aun para él, se encont ró pregunt ando si la persona del café era
su señora. Y apenas hecha la pregunt a, se asust ó del paso que acababa de dar.
Pero ya era t arde. Creyó not ar un casi im percept ible endurecim ient o en la
expresión de aquel hom bre, pero en un segundo recobró su sonrisa est ereot ipada:
—Sí, sí, eso es —respondió com o si se t rat ara de un secret o algo cóm ico, derivando
la voz hacia su risit a—. Pero es m uy t ím ida.
Mient e, pensó Sabat o.

253
—Pobres m uj eres! —exclam ó el profesor, apart ándose de t oda consideración
personal.
Se rió, pero era evident e que sent ía una aut ént ica repugnancia.
—Qué m ult iplicación de cast igos idiom át icos! Desde el sánscrit o, caram ba. Rect us,
regula, corrigere, recht , right , ort odoxia. Ji, j i, j i!
Se ent reabrió la puert a y volvió a aparecer la bandej a con m ás café.
Est aba m areado. Tom ó el café lo m ás pront o posible, aduj o que est aba en ret ardo y
se escapó. Schnit zler lo despidió en el ascensor.
Sus oj it os de rat ón volt eriano indicaban un enorm e regocij o.
Por qué? Por qué? se pregunt ó ya en la calle.
Subió al piso de la Beba.
—Dam e un whisky —dij o, apenas ent ró.
La Beba lo m iró con oj os inquisit oriales.
—Qué t e pasa.
—Nada. Sólo t engo ganas de t om ar un whisky. Est oy cansado, m uy cansado.
—Creí que era Quique.
—Por qué?
—Tiene que venir.
Sabat o se levant ó para irse.
—No seas ridículo. Recost at e en el sofá, ahí at rás, si est ás t an cansado. Nadie t e va
a m olest ar. Viene con el profesor Gandulfo. Y precisam ent e necesit aría t u opinión.
—Gandulfo?
—Un t ipo que descubrió Quique.
—Eso es dem asiado, t erm ino el whisky y m e voy.
—Te digo que t e podés t irar aquí at rás. No t enés por qué hablar con Quique. Me
int eresa m ucho que m e des t u opinión.
Sabat o se resignó.
—Lo que quiero saber es si alguna vez oíst e hablar de un t al Schnit zler.
—Fuera de leer algunos de sus cuent os, no. Nunca m e lo present aron.
—No est oy para chist es, Beba. No hablo de ése. Hablo de un alem án que vive en
Buenos Aires, aquí no m ás.
No, Beba no t enía la m enor idea. Y Schneider, nunca lo había m encionado? Vam os,
hom bre, hacía años que no veía a ese em brollón int ernacional. Sabat o la m iró con
cansada ironía: " em brollón int ernacional" . Qué, qué pasaba? Nada, nada. Y el Nene
Cost a?
—Qué.
Qué hacía, dónde andaba.
—Qué sé yo. En su quint a de Maschwit z, desde que pudo volver.
Desde que pudo volver?

254
Pero, claro, sonso: desde que el m arido de la gorda Villanueva le perdonó la vida. A
m enos, claro, que en est e lapso hubiese deshecho ot ro m at rim onio, y est uviese en
Caracas o Londres.
—Así que la quint a de Maschwit z —se dij o para sí Sabat o, pensat ivam ent e.
—Qué decís?
—Nada.
Ent onces llegó Quique con un hom brecit o de un m et ro y m edio, con una cara de
bebé bien alim ent ado, coloradit o y sano, con ant eoj os de oro, vivaz. Una especie de
angelit o m edio pelot udo pero buena gent e. Gent e dispuest a a ayudar siem pre.

EXPOSI CI ÓN D EL D OCTOR ALBERTO J. GAN D ULFO

—Diga, Profesor, diga —lo incit ó Quique—. Nous som m es t out oreilles.
S. se ret iró al ot ro ext rem o de la sala, m alhum orado.
—En una época rem ot ísim a la hum anidad vivía en la esfera celest ial. Const it uía una
inm ensa fam ilia que rodeaba al Divino Padre. No t enían cuerpo, era una com unidad
de ángeles. Est os ángeles est aban dirigidos por una j erarquía espirit ual denom inada
Sat anás, una j erarquía de gran poder. Com o puede t enerlo un general en t iem po de
guerra. La am bición del poder, sin em bargo, es lo que pierde a los seres, de
cualquier nat uraleza que sean. Y no por ser espirit ual se carece de am bición. Así
que la am bición com enzó a pert urbar la conciencia de Sat anás, que llegó a
considerarse om nipot ent e com o el Divino Padre, cuando en realidad carecía de la
facult ad creadora. Y com enzó a t rabaj ar ast ut am ent e para rebelar la organización a
su cargo, prom et iendo j erarquías y poder.
—Com o un m ilit ar am bicioso de cualquier paisucho, no, Profesor?
—Ni m ás ni m enos. Debo decir que no t odos los ángeles dependían de Sat anás.
Pero los que dependían de él eran los m ás am biciosos, o sea espirit ualm ent e los
m enos puros.
—Pero, perdónem e, Profesor. Supongo que el Divino Padre no podía ignorar el
com plot . Digo, por su om nisciencia.
—Claro que no. Lo conocía, lo seguía. Y lej os de im pedirlo, dej aba que esa idea
arraigara y ferm ent ara. La libert ad de pensar y de obrar, inst it uida por el Divino
Padre, es t an sagrada com o el propio Creador. Dios no ha querido encadenar
nuest ra m ent e y nuest ra volunt ad de poder, porque habría sido privarnos de
libert ad parar el desarrollo de la conciencia, que es lo que nos hace progresar en el

255
orden espirit ual. Conocía, pues, el plan de los revolt osos, pero se adelant ó a los
acont ecim ient os provocando la división del infinit o en cielo y t ierra.
—Tiens! Con qué obj et o, m i est im ado Profesor?
—Ya verán. Los cielos fueron divididos en regiones para colocar las diferent es
fam ilias aním icas, según su calidad espirit ual. La t ierra era dest inada a los seres
egoíst as. En la realización de est a idea, el Creador ut ilizaba a sus j erarquías. Ent re
ellos al propio Sat anás o Jehová.
—Jehová!
—Sí. Es el nom bre con el que después se hizo fam oso por las Escrit uras. Est as
j erarquías eran verdaderos dioses. Elohim , en hebreo, que en cast ellano se ha
t raducido equivocadam ent e por Dios, en singular.
—Una aclaración, Profesor —dij o Beba.
—Cóm o no.
—Ust ed ha dicho que Sat anás y Jehová son el m ism o ser.
—Sin duda. Debo decirles que es necesario develar un secret o fundam ent al. El
Ant iguo Test am ent o no es la palabra divina, com o sost ienen casi t odas las doct rinas
religiosas, incluso la cat ólica. Hay t an sólo una part e de verdad, que se refiere a las
et apas de la Creación. El rest o es obra de Sat anás, que la im puso a los pat riarcas
sem it as baj o su dom inio, y que hacían de port avoces de sus pensam ient os y de sus
act os baj o la apariencia de Suprem o Creador.
—Un déguisé! Diabólico. Flagelant e.
—Ust ed lo ha dicho. Una audacia que singulariza a esa ent idad poderosa e invisible.
La de fingirse el Dios Verdadero y hacer que ést e aparezca en su lugar, com o
ent idad sat ánica.
Su voz era un poco chillona y didáct ica: m aest ro de escuela que en lugar de
explicar el m ecanism o de la división est á explicando una at erradora confabulación.
Su t ono era im parcial y t ranquilo. No parecía est ar dem ost rando que el Dem onio
gobierna el m undo sino el t eorem a de pit ágoras en un aula asoleada y lim pia,
m ient ras se espera el t im bre del recreo.
—Est e j uego le ha sido posible a Sat anás a part ir del inst ant e en que fue arroj ado
de la región celest ial para convert irse en Dios de la Tierra. Tierra que viene
gobernando por m edio de nuest ras pasiones, de nuest ro egoísm o y de nuest ra
ignorancia. Ahora verán lo que sucedió con la ganadería.
—Con qué, doct or? —pregunt ó Beba.
—Con la ganadería. Abel represent aba el ángel cust odio de la ganadería, así com o
Caín lo era de la agricult ura. Jehová, es decir Sat anás, inspiró a Caín el asesinat o
de su herm ano. Con qué obj et o, se pregunt arán ust edes.
—Efect ivam ent e, Profesor.

256
—Muy sencillo. Elim inada la cust odia del ganado, ést e sería fácil víct im a de la
m at anza para consum o del hom bre. Con ese act o se anulaba la alim ent ación
veget al, inst it uida por el Divino Padre, sust it uyéndola por los product os de la
m at anza.
—Not able. De m odo que Caín viene a ser el prot ocarnicero. Sin él no exist iría el
negocio de las carnicerías —acot ó Quique.
—Claro que no. El cam bio t enía por obj et o neut ralizar el Plan Divino, porque la
alim ent ación veget ariana es conservadora de la salud y adem ás favorece la
espirit ualización de la hum anidad. La alim ent ación anim al o cadavérica acarrea
enferm edades, acort a la vida, em brut ece la conciencia, em bot a los sent idos,
fom ent a las pasiones, acrecient a el egoísm o. Adem ás de const it uir un product o
inm oral, ya que t odo lo que at ent a cont ra la vida de un ser es una inm oralidad, un
crim en. A est a sit uación se llega con el régim en cárneo, y es lo que m ant iene a la
hum anidad en el m ás com plet o oscurant ism o, im pidiendo que pueda vislum brar la
verdad y elevarse espirit ualm ent e.
—I nt eresant e t eoría, Profesor.
—No es una t eoría, es un hecho dem ost rado. Ot ra cosa: Noé y el Diluvio. Miren
cóm o t odo confirm a lo ant erior. Com o Sat anás era incapaz de crear seres hum anos
o anim ales, apart ó a Noé, sus descendient es y sus respect ivas proles de t odas las
especies un ciert o núm ero para la reproducción. Cuánt a ingenuidad hay en los
hom bres cuando at ribuyen una obra t an m onst ruosa, crim inal y grosera al Divino
Padre! Claro, Sat anás no t enía el m ás m ínim o int erés en salvar las especies
veget ales. Pero la Tierra, que est aba sat urada de sim ient es desde la Creación, hizo
que el reino veget al reapareciese en virt ud de su esencia espirit ual.
—Buen chasco para Sat anás.
—Por supuest o. Lo que dem uest ra, de paso, qué propenso es a com et er errores.
Pero, volviendo a lo que les est aba diciendo, t ant o el hundim ient o de la At lánt ida
com o la dest rucción de Sodom a y Gom orra, com o el asesinat o de Abel, com o los
m ales que desde ent onces se desparram aron por la faz de la Tierra, son obra de
Sat anás. El Padre Celest ial, que es la esencia de la bondad, no fue nunca ni puede
ser un ent e sanguinario y cruel, que pueda dest ruir con t ant a ferocidad lo que creó
con t ant o am or. Doct os e ignaros, que at ribuyen a Dios est os hechos horrendos
viven engañados por Sat anás.
Tenía algo de grot esca m arionet a, daba la sensación de ser el m uñeco que alguien
m anej a desde m ás arriba ( pero quién y desde dónde?) . O com o el m uñeco de un
vent rílocuo que parece decir lo que Ot ro est á hablando con inm óvil e im pávido
rost ro. Había en él algo de art ificioso o irreal. Y sin em bargo se sent ía que su
m ensaj e era real, aunque am biguo; t em ible, aunque divert ido.

257
—Muy int eresant e, Profesor. Pero, cóm o sabem os que efect ivam ent e es Sat anás y
no el Divino Padre el aut or de est as fechorías? No podría explicarse t odo est e
desbaraj ust e, t am bién, con un Padre sanguinario? —pregunt ó Beba.
—No, porque el Divino Padre es perfect o, y la perfección supone el bien. Pero hay
ot ra prueba im presionant e. El relat o asirio del Diluvio. Coincide punt o por punt o con
el relat o j udío, pero m uest ra que es el espírit u de m al el que gobierna la Tierra.
—De m odo que los j udíos ya em pezaron a m ent ir desde el Diluvio. Ya em pezaron
con el periodism o m alint encionado. Flagelant e! —com ent ó Quique.
—Sin duda, señor. Después del Diluvio, Noé y los suyos sirvieron para la
m ult iplicación de la especie. La consanguinidad fue inevit able y ya pueden ust edes
im aginar si esas subrazas podrían ser com parables a aquellos adm irables at lant es.
De una de est as subrazas, Sat anás separó a una y le exacerbó sus pasiones y su
egoísm o para m anej arla a su ant oj o.
—Los j udíos.
—Eso es. Y eligió a uno de los represent ant es de esa raza com o port avoz t errenal.
Jehová le dice a Abraham : haré de t u nación una nación grande, deslum brándolo
de ese m odo y ganándose su volunt ad.
—No lo t om e a m al, Profesor, pero desearía saber si ust ed es ant isem it a.
—Nada de eso, señor. Digam os en honor de esa raza que fue engañada por el
dem onio y que ese engaño sirvió para est ablecer el vínculo ent re I srael y Sat anás,
vínculo que se ha conservado a t ravés de los siglos por m edio del pact o de la
circuncisión, de la lit urgia y de ot ros m andat os luciferinos, com o la pascua por los
sucesos de Egipt o.
—Los sucesos de Egipt o, Profesor?
—Por supuest o, sucesos evident em ent e sat ánicos. Ya ant es vim os cóm o el Dem onio
com et ió m onst ruosidades com o el Diluvio, el hundim ient o de los at lant es, la
dest rucción de ciudades ent eras por el fuego. Para no hablar de los incest os y de
los repugnant es crím enes de los sodom it as. Pero t odo eso es nada al lado de las
plagas que m andó sobre Egipt o: ranas y pioj os, granizo y langost a, m oscas y
pest es en el ganado. Qué les parece? Ahora fíj ense lo que pasa con Crist o. Crist o
era una de las j erarquías espirit uales que asist ían al Divino Padre. Los m edios de
que se valió Sat anás para convert ir al pueblo hebreo en su esclavo ( a cam bio de
riqueza y prot ección) det erm inó al Padre Celest ial a enviar a Crist o a la Tierra,
corporizado en Jesús ( de ahí el nom bre de Jesús- Crist o) para em ancipar a aquel
pueblo de ese t errible t ut elaj e, si bien los beneficios de la m isión se ext enderían al
rest o de la hum anidad. Para despert ar la conciencia por obra del Mesías. De no ser
así habríam os perm anecido en la m ás com plet a ignorancia e ignorado el dom inio
sat ánico, confundiéndolo con el de la Divinidad. Advirt iendo la m aniobra, Sat anás
t rat ó en prim er t érm ino de sobornar al Hij o de Dios, ofreciéndole los reinos del

258
m undo y su gloria, t al com o ya había sobornado con engaños al pueblo j udío. Pero
com o Crist o rechazara el ofrecim ient o con repugnancia, Sat anás se propuso
desbarat ar la m isión por los m edios m ás inicuos. La prédica de Crist o abrió
profundos surcos en el pueblo hebreo, y esa saludable reacción const it uyó el m ás
grave peligro para el dom inio de Sat anás. Fue ent onces cuando el Dios de la Tierra
dividió la opinión de los hom bres e hizo que se acusara a Crist o de herej e, eligiendo
a Judas para que lo ent regase. El vil m et al fue el m edio de que se valió para
corrom per la conciencia de est e discípulo, t al com o el vil m et al ha sido el corrupt or
de t odos los t iem pos y t al com o la propia I glesia ha desvirt uado su propia m isión al
supedit ar al dinero los oficios religiosos. Pero vuelvo a la m isión de Crist o. En
realidad esa m isión est aba dirigida especialm ent e a despert ar al pueblo j udío, pues
era el que est aba m ás esclavizado a la influencia sat ánica, aunque fuera sin
saberlo. Tal com o t odavía lo sigue est ando. Por eso Crist o encarnó en el cuerpo de
un j udío, para influir com o Espírit u de la Raza y provocar la reacción que t an
ardient em ent e deseaba de ese pueblo cont ra el engaño.
—Pero, perm ít am e. Profesor. Cóm o el Padre Celest ial no pudo prever que esa
m isión iba a fracasar? No sabía acaso que el pueblo j udío iba a persist ir en su
error?
—Sí, claro que sí. Pero fue un fracaso parcial, porque la Verdad prendió en buena
part e del pueblo elegido, y en la hum anidad ent era. En cuant o al rest o, el pueblo
hebreo que sigue creyendo en Jehová, sigue la m ism a t rayect oria hast a hoy, baj o la
sugerencia sat ánica.
No grit aba, pero S. no acert aba a com prender por qué le parecía que chillaba. Más
bien era una voz penet rant e: com o uno de esos t aladros que usan los ladrones
noct urnos de caj as fuert es.
—No le parece, Profesor, que para ser una raza elegida y prot egida por el Dios de la
Tierra le ha ido bast ant e m al? Cam pos de concent ración, et c.
—Ahí est á: es precisam ent e porque ese pueblo no ha cum plido fielm ent e con su
religión, es decir con los pact os, que Sat anás decidió cast igarlos con inquisiciones,
degüellos, cam pos de concent ración. Más de una vez ust edes habrán oído decir que
Hit ler fue un enviado de Sat án, un Ant icrist o. Cuánt a verdad inconcient e hay en
esas afirm aciones!
—Nos ha convencido, Profesor. Qué ot ras pruebas hay de la esclavit ud j udía a
Sat anás? —pregunt ó Beba.
—Muchas, m uchas. Recuerden aquel pasaj e en que Saulo reproduce las palabras de
Crist o, convert ido desde ent onces en el Apóst ol Pablo, para que predicase el
evangelio ent re j udíos y gent iles: " Para que abras sus oj os, para que conviert as de
las t inieblas a la luz, de la pot est ad de Sat án a la de Dios" . Y t am bién aquellas
palabras del Crist o en el Evangelio de San Juan, cuando les dice a los j udíos: " De

259
vuest ro padre el Diablo sois, y los deseos de vuest ro padre queréis cum plir" . Más
claro, im posible. Y ya lo dij o Sat anás a Crist o: " Todo est o t e daré si post rado m e
adorares" . Que es lo que sin saberlo hacen los j udíos. Adorar a Sat anás, pues t oda
su lit urgia est á dest inada a pedir riquezas m at eriales y la rem isión de sus pecados
cot idianos. El Divino Padre no es ot orgador de bienes m at eriales. Y est o es lo que
deberían t ener present e los creyent es de cualquier religión, incluso los cat ólicos:
cuando pedim os riquezas o m aldades es Sat anás quien recibe nuest ras pet iciones,
y es él quien las ot orga a los que t ienen afinidad con el m al, y así act úan com o
inst rum ent os de sus perversos designios. Los principales inst rum ent os de que se
vale Sat anás para ej ercer su pot est ad son: prim ero, la ciencia m édica...
—La ciencia m édica?
—Sí, la ciencia m édica. Segundo, el clero. Tercero el cat olicism o. Cuart o, el
j udaísm o.
—Nos explica, Profesor, eso de la ciencia m édica?
—Con t odo gust o. El daño que ha hecho Sat anás por m edio de los m édicos es t al
vez el m ás grande de t odos. Ni las guerras, ni las pest es, ni los crím enes ni los
t errem ot os m andados por Jehová superan al m onst ruoso ext erm inio llevado a cabo
por la m edicina m ediant e el consum o de carne. Con est o ha em brut ecido la
conciencia individual y ha m ult iplicado las enferm edades.
—Pero, perdone Profesor, por qué Sat anás quiere m ant enernos enferm os, si som os
sus aliados? No seríam os m ás út iles com o sanos? Un ej ércit o de raquít icos o rengos
no es el m ej or ej ércit o del m undo.
—Verá, señor. De ningún m odo conviene a Sat anás que est em os sanos, porque la
salud física es t am bién salud espirit ual. Y porque únicam ent e si som os sanos
est am os en condiciones de vislum brar la verdad. Al com er los cadáveres de
nuest ros herm anos inferiores no sólo com et em os una especie de ant ropofagia,
puest o que son nuest ros herm anos, sino que nos em brut ecem os y nos volvem os
m ás propensos al pecado, com o se com prueba con la corrupción sexual, que es
infinit am ent e m ayor ent re los consum idores de carne. Pero volviendo al crim en que
com et em os con los anim ales, t engo experiencias m uy int eresant es. Los anim ales
son com o los niños, aprenden por m edio del lenguaj e hum ano y de la disciplina
educat iva. Las pruebas experim ent ales que he venido realizando m e han dado
espléndidos result ados y he podido com probar que t odos los anim ales sin excepción
se elevan y se ident ifican con el hom bre t an pront o com o son som et idos a esa
disciplina. Y para esa educación no debe em plearse m ás que el lenguaj e hum ano, al
cual responden de una m anera que no puede calificarse sino de adm irable. Canes,
páj aros, gat os, palom as, gallinas se ident ifican con el que los educa.
—Algún idiom a en especial, Profesor? —pregunt ó Quique.

260
—No, cualquiera. Cualquier idiom a. Con t al que se les hable con precisión y
paciencia.
—Digo, porque el alem án o el ruso deben de result ar m ás difíciles que el cast ellano.
Sobre t odo para una gallina, disons.
—Nada de eso, señor. Es adm irable, le digo que es adm irable cóm o es capaz de
responder un can o una gallina.
—Ent onces no se present an problem as con las declinaciones del alem án o del ruso?
Le insist o, Profesor, no porque ponga en duda sus not ables invest igaciones sino
porque yo m ism o, cuando m i m adre m e obligaba a aprender el alem án, t enía
m uchos problem as con el acusat ivo o el dat ivo. Y del ruso, por lo que m e han
dicho, n'en parlons pas.
—Ninguna clase de problem as, señor. Es cuest ión de paciencia, de aplicarse con
cariño y t enacidad. Los que ut ilizan silbidos, int erj ecciones y sonidos gut urales
porque creen que los anim ales no les ent enderían un lenguaj e correct o com et en un
grave error. Apart e de que t enem os el deber de elevar a nuest ros herm anos
inferiores m ediant e nuest ro m ás elevado inst rum ent o, que es el lenguaj e. Ust ed
educaría a sus niños con int erj ecciones y silbidos?
—No.
—Ya ve. Lo m ism o con los herm anos inferiores. El reino anim al const it uye un
arcano profundo velado por el Divino Creador. Y nosot ros present im os que est e
reino es t an sagrado que inm olar a los seres que lo com ponen es un crim en, una
inm oralidad, un m onst ruoso act o, un at ent ado cont ra la ley nat ural de la
convivencia t errest re y su finalidad evolut iva. Qué pensaríam os de un m onst ruo que
se com iese a los niños que no pueden t odavía hablar? Agregaré que m ient ras la
carne em bot a la conciencia, com o ya les expliqué, los veget ales la sensibilizan.
—Alguna verdura en especial, Profesor? Le digo porque yo soy m uy afect o a la
lechuga.
—A la lechuga? Excelent e, señor. Pero no hay excepciones, cualquier clase de
veget ales: lechugas, claro est á, pero t am bién espinaca s , rabanit os, zanahorias.
Todo es bueno para sensibilizar nuest ras conciencias. Observe a los anim ales
herbívoros, com o el caballo o la vaca: son m ansos por nat uraleza.
—Los t oros t am bién, Profesor? Digo, por eso de las corridas.
—Por supuest o, t am bién los t oros. Sólo por esa clase de salvaj ism o u n anim al
noble y pacífico puede ser llevado a esas at rocidades. Deberíam os avergonzarnos
de que la raza hum ana pueda llegar a e s o s ext rem os de crueldad y de salvaj ism o.
No son los t oros los m alos, créam e, sino los españoles que asist en y fom ent an esos
crím enes. Le repit o, t odos los anim ales herbívoros son pacíficos. Com pare un
caballo con un t igre o con un buit re. La carne perviert e los sent idos y hace
agresivos a los seres que la consum en.

261
—De m odo que las guerras y los asesinat os son consecuencia del consum o de
carne.
—No le quepa la m enor duda, señora. Y no sólo nos hace insensibles al sufrim ient o
aj eno sino que nos encadena aún m ás al m undo físico. Y ést e es el obj et ivo del plan
sat ánico: im pedirnos que conozcam os la Verdad, evit ar así nuest ra em ancipación.
—De m odo que la ciencia m édica, Profesor...
—Podría hablarles durant e días ent eros de los horrendos crím enes com et idos por
esa pret endida ciencia m édica basada en el consum o de carne, en la idea de los
m icrobios y los sueros. En uno de los pasaj es del Ant iguo Test am ent o se nos refiere
que Jehová, es decir Sat anás, creó las plagas de pioj os, m oscas y langost as para
cast igar al Egipt o. Jesucrist o, el Maest ro de los Maest ros, curaba las enferm edades
expulsando del cuerpo del enferm o el espírit u inm undo, es decir los dem onios, que
son los verdaderos responsables de las enferm edades. Todas esas m onst ruosidades
que los m édicos llam an bact erias no son ot ra cosa que creaciones, que
m anifest aciones de Sat anás. Y sólo son at acados por los m icrobios aquellos que
viven al m argen de la Ley Divina. De m odo que la ciencia m édica no cura y sólo se
prest a al j uego sat ánico, creando y fom ent ando enferm edades.
—Así que si alguien es m ordido por un perro rabioso no debe correr al I nst it ut o
Past eur sino que debe buscarse a uno que le expulse los dem onios?
—Exact am ent e.
—Y si no encuent ra a uno que pueda hacerlo? O si no hay t iem po?
—Será una desgracia, pero es lo único que puede hacerse. Pasem os ahora al
segundo inst rum ent o a que m e referí: el clero. Es el punt al m ás fuert e en que
descansa el poderío de Sat anás, a causa de la influencia que m ant iene sobre una
part e de la hum anidad.
—Claro, com o quien confía en la policía y luego result a que est á de acuerdo con los
ladrones. Chest ert on. Drôle de police!
—Ni m ás ni m enos, señor. Bast a una sola prueba: t odo lo hacen por dinero. Desde
un baut ism o hast a una ext rem aunción. Y el dinero es el inst rum ent o t ípico del
dem onio. Caram ba, las ocho y m edia! Abreviaré. Los cat ólicos. La conduct a de la
m ayoría de los cat ólicos dem uest ra la negación absolut a de su doct rina. Curas y
cat ólicos desvirt úan la religión por m edio de sus pasiones y de su egoísm o. Unos y
ot ros est án ávidos de riqueza m at erial y no ret roceden ant e ningún m edio para
obt enerla. En cuant o a los j udíos, ya dij e lo fundam ent al. Los sem it as est án unidos
a Sat anás, que ellos llam an Jehová, m ediant e el pact o de la circuncisión. Com o en
t odo pact o diabólico no podía falt ar la sangre. Pero debo abreviar,
lam ent ablem ent e, ya que podría decir aún cosas de sum a im port ancia. La lucha
act ual es una lucha sat ánica cont ra la Divinidad, una lucha cruel y despiadada
t endient e a sat anizar el m undo. Y la t ierra se convert iría así en un t ram polín para la

262
disput a del poder universal. El at eísm o es el prim er paso para la sat anización del
m undo. Por desgracia, el t riunfo del sat anism o equivaldría a nuest ra et erna
perdición, condenados ent onces a subsist ir en est e infierno por m edio de
reencarnaciones.
—Que Dieu nous préserve!
—Adiós, señora. Adiós, señor. En ot ra ocasión m ás propicia seguirem os hablando
de est e t em a que debería preocuparnos a t odos.
Con pasit os salt arines, el doct or Gandulfo salió del depart am ent o.
—Reencarnaciones! —exclam ó Quique, elevando los brazos al cielo—. Lindo
porvenir. Tal com o nos com port am os, im aginat e, un escalafón al revés de los
m ilit ares: em pezás com o m ariscal y en una de esas t rabaj ás de perro de una
coronela. Y con la burocracia que debe de haber. Un t ipo m uere, le parece oír que
pasa a la cat egoría de berberisco, se pone en la cola, espera dos o t res siglos,
cuando llega al m ost rador consult an los libros, revuelven t odo. Tot al, que el suj et o
se equivocó, oyó m al, t enía que haber ido a la cola de los berberechos. Bueno,
Bebuchka, yo t am bién m e voy. Est e profesor m e ha llenado de preocupaciones. Por
de pront o voy a com er m i porción diaria de lechuga. Es sagrada, no la dej aría por
nada del m undo. Y vos dej á de una vez ese whiskacho o vas a descender a la
cat egoría de berberecho.
I nclinándose en la dirección de Sabat o dij o " Maest ro" y se fue.
—Payaso!
—Es un buenísim o t ipo, un am igo de Mabel.
—No m e refiero a ese pobre hom bre.
Se levant ó, m iró dist raídam ent e algunos libros en la bibliot eca.
—Pobre infeliz. Com o si el aut or de EL MATRI MONI O PERFECTO t rat ara de explicar a
las am as de casa con frigidez los invent os sexuales de Sade. Y ust edes pasándose
de vivos. Riéndose. El diablo puede quedarse t ranquilo. Juega con la verdad. Hace
reír con pobres diablos com o ést e.
—Me vas a decir que el Dr. Gandulfo est á anunciando una verdad t eológica.
—Por supuest o, est úpida! Ust edes se ríen de las lechuguit as, pero en lo esencial
est á en lo ciert o. Recordás lo que decía Fernando?
—Fernando Cánepa?
Sabat o la m iró con severidad.
—Te hablo de Fernando Vidal Olm os.
Beba levant ó los brazos y dirigió sus oj it os al cielo, con divert ido asom bro.
—Lo único que falt aba. Que cit es a t us propios personaj es!
—No veo por qué no. Dios fue derrot ado ant es del com ienzo de los t iem pos por el
Príncipe de las Tinieblas, es decir, por lo que luego sería el Príncipe de las Tinieblas.
Te est oy hablando con m ayúscula, t e lo adviert o.

263
—No hay necesidad, t e conozco. Pero no es exact am ent e lo que est aba predicando
el profesor Gandulfo.
—Dej am e ahora t ranquilo con ese infeliz. Hay varias posibilidades, com prenderás.
Una vez derrot ado Dios, Sat anás hace circular la versión de que el derrot ado es el
Diablo. Y así t erm ina de desprest igiarlo, com o responsable de est e m undo
espant oso. Las t eodiceas que luego invent an esos t eólogos desesperados son
acrobacias para dem ost rar lo im posible: que un Dios bueno pueda perm it ir que
haya cam pos de concent ración donde m uera gent e com o Edit h St ein, niños
m ut ilados en Viet nam , inocent es convert idos en m onst ruos por la bom ba de
Hiroshim a. Todo eso es un siniest ro m acaneo. Lo ciert o, lo indudable, es que el Mal
dom ina la t ierra. Claro, no t odo el m undo puede ser engañado, siem pre hay
hom bres que sospechan. Y así, durant e dos m il años han enfrent ado la t ort ura y la
m uert e por at reverse a decir la verdad. Fueron dispersados, aniquilados y
at orm ent ados y quem ados por la I nquisición. Ya que el Dem onio no se va andar
con chicas. Y bast aría la exist encia de esa I nquisición para probar quién gobierna el
m undo. Pueblos ent eros fueron aniquilados o dispersados. Recordá los albigenses.
Desde la China hast a España, las religiones de est ado ( ot ras organizaciones del
dem onio) lim piaron el planet a de cualquier int ent o de revelación. Y puede decirse
que casi lograron su obj et ivo.
—Por supuest o, casi. La excepción del profesor Albert o J. Gandulfo, por ej em plo.
—Seguí riéndot e. Son pequeñas diabluras de Sat anás. Hacer que un personaj e
ridículo exponga la verdad es una form a de condenar esa verdad al ridículo y por lo
t ant o a la inoperancia. A hom bres com o Gandulfo no sólo se les perm it e vivir: se
los inspira para que hablen. Pero t e sigo diciendo. Hay t odavía ot ras fuent es de
confusión aún m ás diabólicas. Algunas sect as que no pudieron ser aniquiladas, o
que t al vez Sat anás no las aniquiló ex profeso, se convirt ieron a su vez en una
nueva fuent e de m ent ira. Pensá en los m ahom et anos. Según los gnóst icos, el
m undo sensible fue creado por un dem onio llam ado Jehová. Por largo t iem po, Dios
dej a que ese dem onio obre librem ent e, pero al fin envía al Hij o para que
t em porariam ent e habit e en el cuerpo de un j udío. De ese m odo se propone liberar
al m undo de las falaces enseñanzas de Moisés, ese profet a de Jehová, es decir del
dem onio. De paso, recordá lo que Papini dice del Moisés de Miguel Ángel. Est aría
Miguel Ángel en el secret o? Pero sigo el asunt o: si se acept a que Jehová es el
dem onio, pero que con la llegada de Crist o ese dem onio ha sido derrot ado,
ent errado en los infiernos ( com o piensan los m ahom et anos y ot ros gnóst icos) lo
único que se logra es fort ificar la m ist ificación. Ahora, una doble m ist ificación.
Seguim os t eniendo un m undo espant oso, Hiroshim a y los cam pos de concent ración
se han producido después de la venida de Crist o, com prendés? En ot ras palabras:
cada vez que se debilit a la m ent ira, est a clase de infelices la consolidan y el

264
Dem onio reina t ranquilo por algún m ilenio m ás, m ient ras el verdadero Dios est á en
los infiernos. Por eso perm it ió Sat anás que los m ahom et anos se desarrollaran y
levant aran sem ej ant e im perio. Hay que est ar loco para suponer que bast a con un
fanát ico a caballo para dom inar el m undo occident al durant e varios siglos.
—Ent onces?
La m irada de Beba era irónica.
—La conclusión de Fernando es inevit able. Sigue gobernando el Príncipe de las
Tinieblas. Y ese gobierno se hace m ediant e la Sect a de los Ciegos.
La conclusión le pareció t an clara que se habría echado a reír si no lo hubiese
poseído el pavor.
—Y a vos?
Sabat o la m iró en silencio. Cuando llegó a su casa encont ró la

TERCERA COM UN I CACI ÓN D E JORGE LED ESM A

Dém e un plazo, no olvide que no sé bien el oficio, m e desenvuelvo en un m edio


ext raño y en com plet a soledad. Tengo poco t iem po para escribir, pero pienso
m ucho. Ahora vendo chorizos para el frigorífico TRES CRUCES. Pienso en Gogol, en
curda, sent ado en alguna m esa con las piernas colgando, diciendo qué t rist e es
Rusia, m ient ras llora de risa con Puchkin, y después llora en serio. La Argent ina, en
cam bio, es incom parable. En los m om ent os en que m e dej an libre los chorizos,
corro y anot o.
Al asunt o. Me salió un anim al grande y desconocido. Tendré que acort arle un poco
el pescuezo y hacerlo m enos increíble. Las pat as son pesadas com o las del Leviat án
de Hobbes, y sin consuelo, com o la obra de Schopenhauer.
Le explico el libro:
1° Pondré en claro que Dios no puede exis t ir. Si exist e, eso ya no es cosa nuest ra.
2° Qué hacem os en la Tierra.
3° La razón m et alúrgica y est rat égica de la m uert e . La razón religiosa no sólo at ó
al caballo det rás del carro sino que puso al hom bre en lugar del caballo. Ahora sólo
falt a que el caballo se suba al carro. Hay que im pedirlo enérgicam ent e.
4°, 5° y 6° Los porqués. Por qué som os lí quidos. Por qué hay dos sexos. Por qué lo
único que nos pert enece es lo que ya no t enem os: el pasado. Explicaré la angust ia,
el disconform ism o, est a m aldit a insuficiencia. Schopenhauer lo vio a los 30 años.
Bárbaro. I nt elect o versus volunt ad. Est a es la gran lucha del hom bre, el avión

265
desprendiéndose del port aviones, el hom bre en busca del ser. Dej ará el t endal de
locos, pulverizará la m oral, rom perá t odo. El conocim ient o de la Verdad es el
acont ecim ient o de est e siglo, no los viaj es a la Luna, com o piensan los giles. No sé
por qué fui uno de los señalados. Podría haber sido un vago, m et erle al escabio,
escribir novelas de am or, t al vez ganar fam a y guit a. Sin em bargo, voy a cant ar.
Desde chico m e dest aqué en el arm ado de rom pecabezas. I nclinaciones para el
t rabaj o no t uve m uchas. Pero cada vez que había que arm ar algo, desent rañar un
lío, ahí est aba el infrascript o.
La Verdad ya est aba en el m undo, servidit a pero desunida. Cada filósofo dij o una
porción. Había que arm arla, no agregar conocim ient os. Por eso fracasaron los
sabios act uales: cuant o m ás sabio, m ás oscuro y m ás m ezcla ve. Yo t uve la
desgraciada suert e de arm ar la Verdad porque no sé casi nada de nada. Y com o no
t engo profesores a quienes dej ar m al, soy un com plet o irresponsable.

TOD A ESA N OCH E SABATO M ED I TÓ

y a la m añana, cuando em pezó a clarear, había logrado vencer t odos los t em ores
que hast a ese m om ent o lo habían det enido: buscaría a Schneider donde est uviese.
Por de pront o t enía una pist a: la quint a del Nene Cost a.
Miró el alm anaque: falt aban aún dos días para el dom ingo. Salió a la calle, el cielo
era claro, el aire era seco. Cort ó un papelit o, lo levant ó y lo dej ó caer: el vient o era
del nort e. Calculó que en dos días haría m ás calor pero que difícilm ent e se nublase
ni hubiera lluvia. Un día de sol, en febrero: est arían t odos en la pilet a. La decisión
lo t ranquilizó y em pezó a sent ir una especie de fuerza que había perdido de t ant o
cavilar y m irar hacia at rás.

COSTA LO M I RABA

en aquella form a caract eríst ica, con la cabeza m edio inclinada hacia abaj o y un
cost ado, con su sonrisa de superficie que com ponía una capa ext erna de
diplom át ica am abilidad, debaj o de la cual, gracias al dom inio de sus m úsculos

266
faciales, había una segunda capa, que apenas era percept ible, pero que sin
em bargo podía ser advert ida por un observador que lo conociera a fondo, de irónica
com placencia, de pregunt as a sí m ism o del género de " est ará sobre la pist a" ? o
" cóm o puede ser t an candoroso" ?, pensando, seguram ent e, en la ingenuidad que
suponía llegarse hast a Maschwit z, en un convencional fin de sem ana con sol y
pilet a, para averiguar algo sobre Schneider. Pregunt as que, por supuest o, eran
suposiciones de Sabat o y que, por lo t ant o, podían o no ser verdaderam ent e reales;
de m odo que aquel acom odam ient o de m úsculos en la segunda capa, que sin duda
exist ía ( porque debaj o de la sonrisa m undana no podía haber sino sent im ient os de
ironía o hast a de resent im ient o u odio) , no necesariam ent e era producido por la
presencia de Schneider en Buenos Aires, hipót esis que por el m om ent o no pasaba
de ser m ás que eso, una m era hipót esis; y que j ust am ent e S. t rat aba de confirm ar
husm eando en la quint a, hablando com o est aba haciéndolo con ese individuo que
det est aba, hast a t om ando not a de sus negat ivas:
—Schneider?
Arrugaba la frent e en aquella form a int errogat iva que le era peculiar. Form a que no
sólo usaba para pregunt ar o para escuchar algo que lo int rigaba sino t am bién para
hacer afirm aciones com o " No m e parece que Lenin haya sido un revolucionario" .
Afirm aciones que le creaban aquel halo de m ist eriosa sagacidad, porque las
pronunciaba sin fundam ent os, com o algo t an evident e que no m erecía discusión;
pero que dichas con aquella m anera casi int errogat iva en sus arrugas parecían
quit arle elegant em ent e t ono aut orit ario o t axat ivo, quedando com o propuest as para
alguna discusión fut ura, que nunca luego se realizaba.
No, Schneider seguram ent e seguía en el Brasil, hacía años que no lo veía. Y en
cuant o a Hedwig, la m enor idea. Pero sin duda seguiría a su lado, es decir en
alguna part e del Brasil.

EN TON CES, CH I CAS

la chirusit a aut odenom inada Elizabet h Lynch baj ó de un coche sport en com pañía
de un ej ecut ivo pelo canoso, precipit ándose en los brazos de Sergio Renán, que no
sabía dónde m et erse, pobre querido, con sus oj os soñadores. La persecución del
papelit o en la Tevé, no sé chicas si m e explico. Ust edes ignoran quién es Elizabet h
Lynch porque no leen con cuidado RADI OLANDI A, excelent e revist a del am bient e,
en que gano unos m endrugos suplem ent arios, hist oire de boucler le budget , qué t al

267
cóm o anda la inflación y la falt a de Fe en la Nación ya ni el Coco Anchorena puede
redondearlo. Así que en cum plim ient o de m is deberes profesionales debo est ar
at ent o a los Nuevos Valores, y así ent revist é a est a prom isoria est rellit a, que
después de acost arse con dist inguidos port eros, ut ileros y finalm ent e ayudant es de
dirección ha com enzado a escalar los peldaños del éxit o, convirt iéndose en una
figura de int eresant e porvenir. I m pulsado por un m om ent o de locura, que de
pront o puede acom et er al m ucano m ás alert a, la som et í a un severo int errogat orio
que casi m e cuest a el cargo en la difundida publicación, pues la st arlet t e fue con el
cuent o de que yo la había querido dej ar en ridículo. Pues m ient ras Nardiello la
fot ografiaba m ost rando sus piernas en el barcit o de su depart am ent o y por fin
frent e a un est ant e en que pude dist inguir unos t om os encuadernados del
READER’S DI GEST, unas novelas de Corín Tellado, EL PADRI NO y PREDI CCI ONES
ASTROLÓGI CAS PARA 1972. Porque, sabés, a m í m e gust a bárbaram ent e leer,
decía, y para sert e franca m is dos pasiones son los libros y la buena m úsica, y
ent onces yo le pregunt é qué m úsicos la enloquecían, a lo que, of course, m e
respondió El Genio de Bonn, porque siem pre van a lo seguro. Pero com o yo le
pregunt ara si no le gust aba t am bién Palit o Ort ega, creyendo que la quería hacer
caer en una t ram pa, firm e com o fierro la cachirula m e cont est ó con un gracioso
m ohín que prefería la m úsica seria, en la que adem ás del m encionado Gigant e de
Bonn, y ant e m i presión policial de t ercer grado ( que por eso fue la denuncia ant e
la Jerarquía) em it ió los product os que verdaderam ent e la ponían en éxt asis, o sea
los valses de St rauss y la m úsica de Tchaicovsky. Pero com o j e t iens beacoup á m e
peau, en cuant o Korn m e recrim inó m i m ala fe, le dij e que para probarle lo
cont rario est aba dispuest o a hacerle ot ro report aj e m ás elogioso, y así a los dos
núm eros le fabriqué una sem blanza que bueno bueno, dest acando su dist inguida
figura, que era una pena que no hubiera hecho la m annequin, que era digna de
figurar en el ranking de la I nt ernat ional Best - dressed List y que su siluet a a go- go
era ni que m andada hacer para m odelo de Marc Bohan. I nút il decirles que cuando
se t rat a de dinero y est á en j uego m i pit anza, m e vuelvo t an caut eloso que hast a
creo en lo que escribo, así que pensé seriam ent e, y hast a ahora lo pienso ( no sea
que Korn m e llam e de nuevo y est a vez de m odo definit ivo) que ese st ronzo era un
cañonazo digno de alt ernar con el est ablishm ent de la arist ocracia rom ana. Porque
al fin de cuent as, chicas, si lo m ast ican un poco, el m ersaj e de Carnaby St reet
t erm inó por im poner sus t rouvailles a los sast res de Saville Road y de Sackville
St reet . Y si un cache brit ánico puede result ar refrescant e para la fashion inglesa,
por qué una cachirula de Villa Lugano no puede t ener idént icas virt udes
at m osféricas para la haut e port eña? No se puede ser t an sect ario, qué em brom ar.
Pero volvam os a la crónica de la int eresant e reunión. Mient ras Elizabet h se
precipit aba sobre Renán, llevándose por delant e al Maest ro Sabat o, que acababa de

268
hacer una inesperadísim a aparición, yo, que est aba j unt o al Nene, que est aba
susurrando algo al oído de Crist ina, com o operación previa al desarm e del
m at rim onio, les dij e, a ver vivos, si son capaces de encont rar el verdadero nom bre
de la chirusa. El Nene Cost a, cuyo t alent o lit erario se m anifest ó y agot ó con aquel
cuent it o publicado en LA NACI ÓN hace cien años, ya liquidado su t alent o creador
por el esfuerzo, se dedicó el rest o de su vida a hablar en reuniones y cockt ails de
Max Bill y de la Nueva Lit erat ura, con lo que, aunque les parezca m ent ira, logra
m et er una cuña en los m at rim onios m ás sólidos del am bient e, iniciándose al día
siguient e los t rám it es del divorcio y la fuga del Nene a Caracas o a New York, a la
espera de la Nueva Tem porada y de la calm a del t ipo. Así que com o susurraba algo
al oído de Crist ina y calculé que querría brillar ant e la presa, le largué el kilo de
bofe, sobre t odo porque calculé que sería presionado por la Pam pit a, que se est aba
m ordiendo las uñas de bronca por el affaire auricular del Nene con la t arada de
Crist ina. De m anera que, t al com o era fácil de predecir, el Nene agarró viaj e y
com enzó el t orneo para det ect ar el verdadero nom bre de la chirusa, en la form a en
que paso a det allar:

NENE
Rabinovich? Sat anowski?
PAMPI TA
Abram ovich? Gorodinsky?
NENE
Kuligovsky? Sokolinsky?
PAMPI TA
Serebrinsky? Sabludovich?
NENE
Mast ronicola? Spam pinat o?
PAMPI TA
Apicciafuoco? Gam bast ort a?
NENE
Sordelli? Cucuzzella?
PAMPI TA
Lociácono? Capogrosso? Fam m ilacacca?
NENE
Norm a Myrt ha Cacopardo?
PAMPI TA
Mafalda Pat ricia Pisciafreddo?
NENE

269
Bueno, dej ém onos de t ant eos absurdos y seam os sist em át icos. Tom em os com o
base la palabra Cazzo y considerem os t odas las posibilidades. Trabaj em os en serio
de una vez. Vos siem pre im provisando. Dale.
PAMPI TA
Cazzolungo.
NENE
Qué obsesión, hij a. Bueno, est á bien: Cazzogrosso.
PAMPI TA
No olvidem os los plurales: Cazzolunghi, Cazzogrossi.
NENE
No perdam os t iem po ahora con eso. Los plurales los sacam os luego de un golpe.
Seguí.
PAMPI TA
Colores. Es una vet a best ial: Cazzobianco.
NENE
Su padre es el agenciero de lot ería de la Avenida de Mayo y Lim a, con salón de
lust rar, llam ado Hum bert o Argent ino Cazzobianco, o Hum bert o A. Cazzobianco, o
Tit o Cazzobianco. Hay que dar oficios, vist e, no hay que ser t an general. El oficio
ayuda, da caráct er.
PAMPI TA
Cazzonero. Cazzobiondo, Cazzobruno. Qué m ás?
NENE
Gorda: t u est ét ica nat uralist a siem pre t e m alogra. Por qué t iene que ser negro,
blanco o rubio? Aplicá el expresionism o, el surrealism o, caram ba. Mirá qué
result ado: Cazzogiallo.
PAMPI TA
Colores de flores. Es delicado. Cazzofucsia.
NENE
Sí, pero no caigam os en el defect o inverso. Tant a sist em at icidad. Asociación libre.
Dale.
PAMPI TA
Piglialcazzo, Capodicazzo, Cazzinbocca, Cazzinculo, Cazzincül ( variant e piam ont esa
o lom barda, vos que sabes m ás) , Cazzolungo...
NENE
Ya lo dij ist e ant es, obsesiva.
PAMPI TA
Cazzogelat o, Cazzofreddo.
NENE

270
Esperá. Eso m e da una idea excelent e. Falsas et im ologías, al pasar de un idiom a a
ot ro. Un m iem bro de la fam ilia Cazzofreddo o Cazzofredi es llevado prisionero a
Alem ania durant e la Guerra de los Cien Años, y se t ransform a en Kat zfred, la paz
del gat o. No sé cuál podrá ser la paz de ese j odido cuadrúpedo, pero así es la cosa.
PAMPI TA
Y si el t anit o se llam aba Cazzo, solo? No podría ser Kat z a secas?
NENE
En general, puede. Som os nosot ros los que decidim os. Pero Kat z es j udío y no veo
cóm o el sim ple t raslado de un t ano a las selvas germ ánicas puede acarrearle la
circuncisión. Más bien yo propondría Cat zo, que result a bast ant e exót ico. En rigor,
hay dos ram as de la fam ilia, según la grafía. Uno de los descendient es de est e
prigionero llega a ser cont ador de los Fuccar, se hace m uy rico, banquero, financia
guerras, finalm ent e es ennoblecido: von Cat zo.
PAMPI TA
Ot ro de los m iem bros de la fam ilia Cat zo em igra o lo llevan a Rusia, a lo m ej or
Cat alina lo nom bra Consej ero de Finanzas, aprovechando que adem ás es un churro
bárbaro. Qué pasa, vos que sos filólogo? Cat zoff?
NENE
Tranquilo. Es una vet a, hay m il posibilidades. Prim ero puede aparecer el
pat roním ico Kat zov.
PAMPI TA
Con v o con dos f?
NENE
Minorat a m ent ale, com o diría Quique...
QUI QUE
A m í no m e m et an, prego. Tengo la m ás alt a consideración profesional y personal
por la j oven est rellit a Elizabet h Lynch.
NENE
Los rusos t ienen alfabet o cirílico. El fonem a es el m ism o. Digam os que en Occident e
es conocido por la grafía Kat zov, con v. Pero cont inuem os en orden. Una ram a
polaca podría dar Kat zovsky.
CRI STI NA
Che, eso parece j udío.
PAMPI TA ( radiant e)
Vos dedicat e a la decoración, Crist ina.
NENE ( delicado, cort és, didáct ico)
No, Crist ina. Lo que pasa es que aquí cualquier apellido polaco parece j udío, vist e?
Mirá los Zolt owski. Cualquier dist raído lo t om a al conde por un ruso de Junín y

271
Corrient es. Sigam os con el Cazzo eslavo. Un fam iliar de los Kat zovsky se vuelve de
Polonia a Rusia y t iene act uación en el m ovim ient o revolucionario: Vladim ir I lit ch
Kat zovsky, m ás conocido por Lalin.
CRI STI NA
Che, pero eso parece un j ugador de fút bol.
NENE
Exact o, un descendient e. Pero est am os hablando del Lalin bolche, conocido en
Francia por Laline. Pregunt a: cóm o se llam a la m uj er de est e m oscovit a?
CRI STI NA
Señora Lalin.
NENE
Niet .
CRI STI NA
Señora Kat zovsky.
NENE
Niet .
PAMPI TA ( suficient e)
Pero no, m uj er. Señora Kat zovskaia.
NENE
Con seguridad. Debe m encionarse t am bién a ciert o Anat ole Fedorovit ch
Kat zorenko, ucraniano, escrit or cost um brist a, que sin duda proviene del m ism o
t ronco it aliano que es obj et o de est a invest igación. Algunas curiosidades al pasar:
Macha Alexandrovna Kat zov. Qué es?
PAMPI TA
Personaj e de novela rusa. No, esperá: personaj e de Chej ov.
NENE
Correct o, com o dicen los ej ecut ivos argent inos y los t ipos de la TV. Una ram a
em igra a la región georgiana y da origen a la not able fam ilia Karakat zov. Tít ulo
para novela rusa: LOS HERMANOS KARAKATZOV.
PAMPI TA
Bueno, bast a, no seas t ragón. Te quedás con los bolches porque est uvist e dos años
en la em baj ada y porque t e gust a j ugar solo. Volvam os a los t anos, que ahí t e la
doy. Cazzobrut o. Más grot esco: Cazzobrut one. Más cariñoso: Cazzobrut ino.
CRI STI NA
Cazzocarino.
NENE ( agradablem ent e sorprendido)
Pero m uy bien, Crist ina.
PAMPI TA

272
Tem ible: Cazzovicino. Nost álgico, se fue a las Cruzadas, se vino a Alaska, algo por
el est ilo: Cazzolont ano. Apet it oso: Cazzocaldo.
NENE
Joda o no, cóm o se ven t us obsesiones.
PAMPI TA
No seas pesado, Nene. Te digo. Art íst ico: Bellcazzo. Cort és: Cazzopert é. Ofensivo:
Cazzopernona. Masoquist a: Cazzoperm é. Posesivo: Cazzom eo.
NENE
No olvidar los dim inut ivos, t an it aliano. Cazzone, Cazzonello, Cazzonet t o,
Cazzonino. Sin olvidar, claro est á, los plurales: Cazzoni, Cazzonelli.
CRI STI NA
Y adagios? A Dios rogando y con el cazzo dando…
( Movim ient o de adm iración. El Nene Cost a piensa que ese m at rim onio quizá,
finalm ent e, valga la pena. Pam pit a m ult iplica inm ediat am ent e las invenciones)
PAMPI TA
Más vale cazzo en m ano que cient o volando.
Nunca digas de est e cazzo no beberé.
No se ha de m ent ar el cazzo en casa del ahorcado.
Viene com o cazzo al dedo.
Cazzo con guant es no caza rat ones.
NENE
Bueno, bast a, Pam pit a. Agot ado ese filón. Propongo ahora cit as erudit as: El Cazzo
t iene la m ism a condición de la m uert e, que así acom et e los alt os alcaceres de los
reyes com o las hum ildes chozas de los past ores. Ot ra, del Quij ot e: El m ayor
cont rario que t iene el Cazzo es el ham bre y la cont inua necesidad.
PAMPI TA
Canciones napolit anas: Oh, Cazzo m ío! cant ado por Tit o Schipa.
NENE
Variant e: Oh, Tit o m ío! cant ado por Cazzo Schipa.
PAMPI TA
Frases célebres: Ali Cazzo lo que es del Cazzo.
NENE
Aut Cazzum aut nihil.
Doct us cum Cazzus.
Maine Kat ze, m aine Kat ze! exclam ación de Ulrico el Roj o, en el m om ent o de ser
capt urado por los t árt aros y m ut ilado en salva sea la part e.
Cazza non facit salt us, fam oso aforism o de Leibniz.
Cazzum cum dignit at e, expresión de Cicerón que expresa el ideal del pat ricio
rom ano ret irado de la vida pública.

273
PAMPI TA
Curriculum Cazzi.
NENE
Débil. Para finalizar, queridos oyent es y t elevident es, haré conocer la declinación de
la palabra Cazzo en idiom a Ug- kt ed.
Nom inat ivo: Khat zô.
Genit ivo: Khat zoen.
Dat ivo: Khat zokï.
PAMPI TA
Una lengua com o el Ug- kt ed debería t ener m uchos m ás casos.
NENE
Esperá, esperá. En esa lengua, últ im am ent e fat igada por las invest igaciones de
Georgie con Carola Monzón, hay ot ros casos, infrecuent es en las lenguas
indoeuropeas:
Deliberat ivo: Khat z.
Consult ivo: Khat zopekint ?
Com pulsivo: Khat zo- üneh! ! ( debe ir con dos signos de adm iración, aunque parezca
raro) .
Carit at ivo: Khat züt zö.
Torneo onom at ológico en el que m e m ant uve piola, en un discret o silencio,
considerando las delicadas relaciones con la em presa RADI OLANDI A. Silencio
com part ido por el Maest ro Sabat o, que, bast ant e apart ado, seguram ent e m edit aba
en la Crisis de Nuest ro Tiem po o est aba sufriendo un com ienzo de colit is o de
hepat it is, fenóm enos que, com o se sabe, present an sim ilares m anifest aciones y uno
no sabe si esa clase de gent e, por fin, est á angust iada por el dest ino del hom bre o
por el funcionam ient o de su aparat o digest ivo.

REFLEXI ON ABA EN LAS PALABRAS D E FERN AN D O

y recordaba sus advert encias. Sí, nada pasaba allí que debería preocuparlo.
Aparent em ent e! Las ingenuidades que había com et ido el propio Fernando, nada
m enos que él. El papel equívoco de Dom ínguez, aparent em ent e aj eno a su dest ino
de Ciegos y fuego. Aparent em ent e Brauner había vuelt o en 1938 a París nada m ás
que por la pint ura, pero en realidad había vuelt o para encont rarse con su dest ino
de sangre; había vuelt o al lugar j ust o y en el m om ent o preciso para que el vaso

274
arroj ado por Dom ínguez le arrancase aquel oj o que él había soñado y pint ado
durant e años colgando sangrient am ent e de un t rozo de piel. Los hom bres se
m ovían com o sonám bulos hacia regiones a las que oscuram ent e eran at raídos.
Ahora, por ej em plo, qué podía haber en ese conj unt o de m am arrachos de dest ino y
qué de casualidad? Trat aba de descubrir debaj o de sus caras falsas y sus poses
sofist icadas el t errible sent ido, com o un especialist a en espionaj e t rat a de encont rar
las verdaderas palabras de dest rucción debaj o de una cart a de m uj er con chism es
sobre una reunión social. Que se im aginaran a la t ía Teresit a, exclam aba Quique,
abriendo t eat ralm ent e sus largos brazos com o aspas, después de pasarse la vida en
la sacrist ía del Pilar, m orirse, llegar al sit io ese y encont rarse con que el Tipo que
m anej a la Cosa no es Crist o, sino, disons, un suj et o con varios brazos. Eso es:
m ensaj es espant osos t raídos por clowns. Había que est udiar cada palabra, cada
gest o, no se debía dej ar un solo rincón de la realidad sin exam en, un solo paso de
Schneider o de sus am igos sin escrut ar. Recuerden a Maupassant loco, a Rim baud
t erm inando en el delirio, escribía Fernando. Y t ant os ot ros anónim os, que
concluyeron horrendam ent e sus días: ent re las paredes de un m anicom io,
t ort urados por la policía, asfixiados en pozos ciegos, t ragados por ciénagas,
com idos por horm igas carniceras en el África, devorados por t iburones, cast rados y
vendidos com o esclavos a sult anes del Orient e. Sólo que Vidal Olm os había
olvidado m encionar cast igos m ás sut iles, pero quizá por eso m ism o m ás t em ibles.
—Era un filánt ropo. No saben que invent ó la guillot ina para evit ar sufrim ient os? Los
verdugos borrachos no acert aban, t e cort aban un brazo, t e m achucaban una
pierna. Esas cosas. Y lo not able es que ce pauvre Monsieur Guillot in no pudo
indust rializar la idea. Se la indust rializó un t écnico alem án, claro. Que se llenó de
guit a a cost a de la Revolución Francesa. Pero Dios lo cast igó, porque una m ina le
sacó hast a el últ im o franco. O sea que el único que al final vivió a cost a de los
ideales de Saint - Just fue una t urrit a que a Saint - Just lo hubiese hecho vom it ar. Que
eso es la dialéct ica, com o m ant iene el Maest ro Sabat o.
Tam bién recordó las drogas, uno de los probables inst rum ent os de Schneider.
Pam pit a t enía un t ic en la m ej illa, y t am bién el Nene Cost a.

CON LA LLEGAD A D EL COCO BEM BERG 10

10 Bem berg, com o ot ros apellidos de est e capít ulo, son t ípicos de la clase alt a. ( N. del Ed . )

275
la reunión se radicalizó, ent re chapuzones y un 100 PI PERS que se logró insult ando
al Nene, que se proponía darles OLD SMUGGLER, y que t erm inó largando el PI PERS
( ese que com prast e en el boliche de Flagst reet ! ) en una puj a decrecient e, com o un
rem at e al revés, que com enzó con pedido de CHI VAS, siguió con el ETI QUETA
NEGRA, el ya m encionado PI PERS, baj ó al ETI QUETA ROJA y t erm inó con el
BALLANTI NE, a cuya sola m ención el Nene fue t rat ado con dureza.
Luego se inició un exam en de la Sit uación de las Masas en el Tercer Mundo, no sin
ant es reprender al Nene ( que por lo vist o est aba de t urno) por sus preocupaciones
lit erarias.
—Vos secando t odavía con Nabokov cuando hay que agarrar un fusil —resum ió el
Coco, que se est aba frot ando enérgicam ent e el t orso.
Y t al vez por un gest o que a pesar de m i caut elosa prescindencia no escapó a su
m irada chekist a, m e pregunt ó:
—Y vos, Quique, se puede saber qué caraj o pensás? No sos peronist a, no sos
bolche, nos podés explicar qué caraj o sos?
Razonable preocupación a la que yo, con voz m uy hum ilde y apenas audible, con
doloroso acent o, cont est é:
—Es ciert o, Coco, no soy ni peronist a ni bolche. Yo soy una persona m uy pobre,
vist e?
Palabras por las que m ás t arde ( t odo se sabe) fui rudam ent e j uzgado.
Luego se exam inaron algunas sit uaciones personales de los allí present es, de
ausent es vinculados con los present es y de ausent es sin m ás ni m ás:
—Mient ras duró fue bueno. Después se gast ó. Lo em pecé a ver en análisis.
—Vos hablás, pero no has superado la et apa hom o.
—Con la yerba nos va bien, hablam os m ás, lloram os si t enem os ganas.
—Com part im os t odo. Nos conocim os en un depart am ent o viendo LA HORA DE LOS
HORNOS, y em pezam os a t ener una relación sin exigencias:
—Hicim os t erapia de parej a. Nos separam os bien, ahora som os m uy am igos.
—Oj o, viej it o, que est ás proyect ando.
—Pero vos sos un m asoca, lo que result a m uy frust rant e.
—Sí, pero al m enos t engo buen insight y eso m e sirve para ver el conflict o. Y sea
com o sea, Panchit a m e calient a, es un m inón, qué querés que t e diga, y hay
em pat ía, vist e? Cuando est am os j unt os hay un rapport bárbaro.
—Yo m e las t om é. Reconozco que es un raj e, sí, seré inm adura, pero no aguant aba
m ás. Si es hom o que se asum a de una vez, qué j oder. Los t apados son los peores,
t e desvalorizan com o m uj er, se t e pegan t ipo am iguit a y no t e los sacás m ás de
encim a.

276
Mom ent o en que el Coco no dio m ás y grit ó lo que pasa es que ust edes en la put a
life van a realizar que esos conflict os no son individuales, que no son m ás que
subproduct os de la alienación general de la sociedad de consum o.
De nuevo con la Revolución, pensé. Y efect ivam ent e, la discusión se polit izó y se
em it ieron im port ant es veredict os:
—No señor, a m í m e int eresa ser acept ada com o m uj er, no com o obj et o de
consum o. Qué t e creés, m am arracho, que soy I sabel Sarli porque t engo un buen
par de t et as?
—Es un problem a urbano, que est á pidiendo a grit os una est ruct ura de cam bio —
dij o Art urit o, que es arquit ect o, y que, hay que decir la verdad, hast a ese m om ent o
no había abiert o la boca.
—Bueno, pero es dist int o si va dirigido a un lum pen.
—Y vos, qué t enés cont ra la cult ura m asiva?
—Es que no podés desclasart e. Hay un cont ext o y t enés que m anej art e dent ro de
él.
—Pero asum irse com o clase alt a no significa negar falencias. Tam poco es cosa de
ponerse m ecanicist a.
—Sí, pero hay un quant um que deberías t ener en cuent a!
—Si escapás a las paut as que t e im pone el m edio sos sancionada.
Mom ent o en que la pobrecit a de Crist ina, que prudent em ent e se había m ant enido al
m argen, t ant o por no parecer dem asiado est úpida dij o algo sobre la int erpret ación
de no sé qué libro. Pobre j ovat a! La m iraron com o a alguien que en la Era de la
Locom ot ora viene en sulky. Lect ura, anim al! Lect ura! La lect ura de GUERNI CA, por
ej em plo, desde el punt o de vist a de un burgués. Así que Crist ina se calló y poquit o
a poquit o vi cóm o se fue ret irando hast a donde est aba el Nene Cost a, debaj o de un
árbol, leyendo el PLAYBOY.

M I RÁ ESTA CARA, LE D I JO EL N EN E

—Qué. Una m uj er gast ada, debe fum ar m ucho.


Leyó su nom bre: E. Kronhausen.
—Y ést a de abaj o —indicó el Nene—. P. Kronhausen.
Crist ina pregunt ó si eran herm anas.
—No, viven j unt os. Un m at rim onio.
—Un m at rim onio de herm anas?

277
—Sonsa: el de arriba es un hom bre. Eberhard.
—Bueno, y qué.
—Nada. Form an part e de un panel sobre nuevos est ilos sexuales.
—Che, parecen fot ografiados por la policía después de una cam a redonda.
—Leé, leé.
Linda Lovelace, 22 años ( pero si parece t ener 40! ) . Debaj o de la fot o afirm aba que
si no t enía por lo m enos un orgasm o por día se ponía m uy nerviosa. Célebre por su
act uación en el film pornográfico DEEP THROAT, la sola m ención de su nom bre
at raía m ult it udes a cualquier cockt ail, la revist a SCREW la llam ó " la boca favorit a de
los Est ados Unidos" .
—La boca? —pregunt ó Crist ina—. Pero si es horrible.
El Nene la consideró con bondadosa ironía. Siguieron leyendo: sobre la base de su
valiosa experiencia personal escribe ahora una colum na en OUI , en que da consej os
que van desde el analingus hast a la zoofilia.
—Más bien burros que perros —com ent ó el Nene, exam inando pensat ivam ent e la
cara de Linda—. Mirá ahora al past or: Reverendo Troy Perry.
Lo observó con su cara inclinada hacia la izquierda.
—Debe de haber sido un buen j ugador de foot - ball am ericano, pero de esos a la vez
brut ales e int rovert idos. Una cruza de boxeador con filósofo desdichado. Observá
que est á cuidadosam ent e vest ido y m uy bien peinado. Curriculum : desde chico se
sint ió at raído por Tarzán. Se casó, t uvo dos hij os y ent onces descubrió que era
hom osexual. Pidió el divorcio y fundó la I glesia Com unit aria Met ropolit ana, sólo
para hom osexuales. Fue descrit o por un periodist a com o el Mart in Lut her King del
m ovim ient o, a lo que él respondió " No sé si diría t ant o, m e bast aría con que m e
llam asen el Mart in Lut her Queen" . Despliega form idable act ividad, desde
int ervención en piquet es y m anifest aciones hast a serm ones y charlas en colegios.
Ha creado un servicio t elefónico de urgencia, para hom osexuales en apuros.
—Ahora eso que vos creías herm anas. Los Kronhausen. Se casaron cuando hacían
el doct orado en Colum bia. Aut ores de la PORNOGRAFÍ A Y LA LEY, así com o del
ARTE ERÓTI CO, com pendio de las 1500 lám inas de su fam oso Museo I nt ernacional
de San Francisco, inst it ución sin finalidades de lucro. Bet t y Dodson, conocida por
sus esfuerzos para la liberación de la m uj er a t ravés del sexo, ha hecho el elogio de
la hom o y de la het erosexualidad, desde las orgías hast a la m ast urbación, en shows
individuales; j uez en el fest ival de Sueños Húm edos, realizado en 1971, en
Am st erdam ; dirige un t aller dest inado a desarrollar el sexo. Al Goldst ein, cara de
j odón con guit a, fundador de SCREW y de GUY, sem anario para hom osexuales,
preso en La Habana com o presunt o agent e de la CI A, act or en el prim er film épico-
pornográfico producido por SCREW, enseña nueva sexualidad en la Universidad de
New York. Veam os opiniones:

278
Goldst ein: Si m i m uj er m e engaña, la m at o. Es part e de m i propiedad. Ya que pago
sus cuent as, soy su dueño, com o soy dueño de m i coche y no lo prest o a los
dem ás.
Reverendo Perry: Pero est ás seguro, Al, que sos el edit or de SCREW? Quizá
deberías dej ar a t u m uj er y m ant ener relaciones con alguna ot ra de t us
propiedades. Digam os con un sofá.
( No est á m al al fin de cuent as est e guy, t iene sent ido del hum or, com ent ó el Nene.)
E. Kronhausen: No com prendo. Al, cóm o podes decir sem ej ant es cosas, y cóm o al
m ism o t iem po t e considerás com o uno de los propulsores de la revolución sexual.
Goldst ein: Todo t iene su precio. No nos engañem os con que t u m uj er no t iene su
precio, lo m ism o que una avent ura o una orgía. Sólo pret endo que m is esposas
conozcan los t érm inos de la vent a ant es de firm ar un cont rat o.
El Nene pasó varias páginas.
—Ah, sobre el swinging.
P. Kronhausen: Es divert ido, se va a pasar un buen rat o. Si pudiera t ransm it ir un
m ensaj e a los j óvenes, les diría que el sexo debe ser para la recreación, no para la
procreación.
E. Kronhausen: El sexo en grupo puede ser t an divert ido com o erót ico. Nosot ros
dos, a m enudo, nos hem os m uert o de risa. Cuando hay 20 personas en una cam a
pueden pasar cosas com iquísim as: un t ipo que se cae, una pirám ide que se viene
abaj o.
P. Kronhausen: Nunca olvidaré la fiest a de est a últ im a prim avera. Algunos t ipos
andaban con aparat os port át iles de TV, de un cuart o a ot ro, viendo el part ido de
base- ball, m ient ras los ot ros seguían dándole. Ebe y yo no lo podíam os creer,
sim plem ent e no lo podíam os creer. Ent re el sexo y el base- ball ésos preferían el
base- ball.
PLAYBOY: Cuál es la proporción ent re hom bres y m uj eres?
Profesor Pom eroy: Por lo general, la gent e viene en parej as. Pero una reunión ideal
t iene que t ener m ás o m enos el doble de hom bres, porque las m uj eres aguant an
m ás.
PLAYBOY: Y con respect o a los film s?
Profesor Pom eroy: Son frecuent es. Son film s adecuados, m uy genit ales y
det allados, desprovist os de em oción. Ayudan a la gent e a desarrollar sus propias
ideas.
E. Kronhausen: Pienso que los film s no desem peñaron papel im port ant e m ás que
en un 10 % de t odas las reuniones en que he asist ido. Y con frecuencia el efect o ha
sido m ás depresivo que est im ulant e. Al final de cuent as, si se t iene t oda clase de
posibilidades alrededor, quién necesit a ver gent e cogiendo en la pant alla?
PLAYBOY: Y el papel de los vibradores?

279
Señorit a Dodson: Las m uj eres llevam os vibradores a la orgía, t ant o para m asaj e
sexual com o para m ast urbación. Tam bién m ost ram os a los hom bres las m ej ores
posiciones para coger con vibrador sim ult áneo. No es fácil, t iene sus bem oles. Es
decir, cóm o podés coger y al m ism o t iem po usar el vibrador sobre el clít oris, de
m odo que el t ipo pueda sent ir las vibraciones dent ro de una. Observé que a m edida
que las m uj eres nos poníam os m ás agresivas y decíam os qué queríam os que los
t ipos nos hicieran obt eníam os m ás orgasm os.
Goldst ein: Tengo que creerle a Bet t y por las m aravillas que m e cuent a del vibrador.
Los vibradores siem pre fueron un t abú, algo que había que com prar baj o cuerda en
las librerías de libros pornográficos. Pero ahora, felizm ent e, los m ás elegant es
drugst ores de la Quint a Avenida los venden a dólares 2.95. Habrán not ado que
ahora ya no son sim ples vibradores, sino que t ienen form a de pene, lo que es
im port ant e para m uj eres que t ienen el m arido lej os. Creo que la com ercialización
de consoladores es un serio paso adelant e para el am ericano m edio. Pero para
gent e insegura, gent e que necesit a un acom pañam ient o em ocional, habría que
lanzar consoladores con un pequeño parlant e dent ro que dij era " t e am o, querida" .
Señorit a Davis: Personalm ent e los encuent ro un poco inhum anos. A m í m e gust a la
carne, no el plást ico o el m et al. De t odos m odos, con o sin vibradores, pienso que
es un m it o eso de que las lesbianas com o yo no pueden vivir sin ser cogidas. Es
ridículo. Las m uj eres no necesit am os de la penet ración, porque el asient o de
nuest ra sexualidad est á en el clít oris. Si m ás m uj eres com prendieran est o llegarían
a t ener m ayor poder y aut onom ía.
Reverendo Perry: De los hom osexuales que m e piden consej o pareciera deducirse
que los vibradores son usados con m ucha frecuencia en las reuniones grupales.
Algunos prefieren vibradores para el coit o anal. Si est án haciendo el 69, por
ej em plo, pueden usar m ut uam ent e vibradores, al m ism o t iem po. Lo que t iene
sent ido si ayuda a est im ular el act o.
Señorit a Lovelace: Eso depende de la calidad del vibrador. Personalm ent e, no m e
gust an esos largos y delgados sino los que pueden llevar im plem ent os en la punt a.
Son realm ent e fant ást icos.
Profesor Pom eroy: El aspect o negat ivo del sexo grupal, t al com o yo lo veo, es el
peligro de una relación em ocional. El peligro de encont rar a alguien ( ent re t ant a
gent e ese peligro exist e siem pre) con quien uno sint oniza y con quien t erm ina uno
com prom et iéndose em ocionalm ent e. Cuando hablo con m is pacient es, enfat izo est e
peligro con la m ayor energía. Les digo que de alguna m anera est án j ugando con
dinam it a. Porque result a que una part e de sus vidas t ienen ent onces que ocult arla a
sus hij os y hast a a sus am igos m ás allegados.

280
M I EN TRAS QUI QUE ASI STÍ A A UN A N UEVA FASE

De la problem át ica psico- social se había pasado a la est ét ico- social, lo que con su
oído finísim o fue capt ado por el Nene Cost a que desde ese inst ant e se incorporó
com o m iem bro act ivo: im aginar una discusión de ese género sin él era com o
im aginar el análisis de una carrera de aut os sin el asesoram ient o de Fangio. Se
pronunciaron j uicios sobre: John Cage y la m usique d'am eublem ent
La cult ura oficial
La necesidad de cagarse en el buen gust o
La ant i- obra
La ant i- part it ura
El ant i- poem a
La ant i- novela
Pero qué ant igüedad: m ej or la ant i- ant i- novela.
Collage m usical
Schoenberg
—Pero qué es idea para Schoenberg —pregunt ó el Nene. Había que diferenciar
ent re idea m usical y aspect o fenom enológico.
—Había que desenm ascarar la encarnación ext rem a del pensam ient o idealist a
burgués.
—Congrat ulat ions! Pensam ient o idealist a burgués! Más o m enos com o decir naranj a
anaranj ada.
Una act ion- m usic.
Ni m ás ni m enos. Mezclar con aplausos, grit os, est ornudos y eruct os de los
ej ecut ant es.
—Pero ent onces, y Penderecki?
El " ent onces" m e descolocó, revelándom e de m anera brut al en qué pilt rafa
int elect ual m e había venido convirt iendo con el ej ercicio del Cuart o Poder en
RADI OLANDI A.
Ent onces?
Me fue dable const at ar la presencia de las siguient es expresiones, en una especie
de agit at o con m ot o:
—Desvincularse alegrem ent e de Balzac y Dost oievsky.
—Cóm o se puede seguir escribiendo com o Balzac?
—Y hast a com o Cam us.
—Esos t ort ugones!

281
—Y qué m e dicen de Osberg?
—Osberg?
—Pero sí, Borges, el report aj e de Nabokov, hom bre. No est aban hablando de eso?
Dij o que lo había fascinado, hast a que vio que era una fachada sin casa.
—Bueno, bueno! Tam bién ese Nabokov!
—El t ipo se hizo un m undo a su m edida.
—Die Walt als Wille und Vorst ellung —dict am inó enigm át icam ent e el Nene.
Ent onces Coco grit ó bast a de lit erat ura, qué t ant o j oder, y m ient ras se servía un
PI PERS, dij o lo que hay que hacer es t om ar un fusil. A lo que Pam pit a respondió
dej at e de sect arism o, que eso est ará de m oda pero es requet eequivocado, la
revolución hay que hacerla en t odos los órdenes, y cóm o se puede pret ender una
revolución en serio si al m ism o t iem po seguís escribiendo com o Cam us. Mom ent o
en que se ponderó a Filloy.
—Polindrom os? —pregunt ó el Bocha, que es una best ia peluda, y que fuera de
palabras com o scrum y chukker no conoce ninguna ot ra.
—Pero sí, ret arado. Las podés leer de at rás para adelant e y de adelant e para at rás.
El Bocha, poveret t o, consult ó si eso no era el ant iquísim o vesre.
Hubo que darle ej em plos para escolares:
am igo no gim a
él da m ás, am adle
soñad sólo los daños
que eran algunos de los 7000 ( siet e m il) polindrom os que Filloy invent ó en sus
vast as siest as provincianas. Tengo el cet ro m undial, declaró a CONFI RMADO, cet ro
que le arrebat ó lej os, com ent ó el connaisseur de la m encionada publicación
revolucionaria, a aquel at rasado de León VI , em perador de Bizancio, que apenas
pudo arm ar 27. Así com o lo oís, despreciables cipayos que sólo creéis en la
indust ria foránea. Y sabían lo que se t raía ent re m anos el product or de Río Cuart o?
Un libro polindrom o, el único en el m undo que se podrá leer en las dos direcciones.
Había que desm it ificar la lit erat ura, hacer con la lit erat ura lo que ya se había hecho
con las art es plást icas, desenm ascarar a esos t ipos que t odavía creen en los
personaj es y en la anécdot a.
Cuando de pront o Pam pit a m e pregunt ó si había vist o la últ im a m uest ra de Luisit o.
La pregunt a m e agarró de sorpresa, pero m e repuse y respondí que había llegado
t arde: cuando llegué est aban arreglando la galería.
—Arreglando la galería?
—Sí, había unos baldes de pint ura y un m ont ón de arena.
—Pero ret arado! —m e grit ó—, si ésa era la exposición!

282
Mencioné a Dom enicone, para que el quem o no fuera t ot al. Peor: ese t ipo est aba
com plet am ent e fuera de onda. El papelón de New York! Cuando llegó con los
chirim bolos de neon, ya no se llevaban m ás.
Lo que es vivir en el culo del m undo. Ni en j et podés llegar a t iem po desde Baires.
Por eso el vivanco de Rossi le m andó indicaciones a Carlit os desde Londres por
t elegram as para el Di Tella: poné los ladrillos así y así.
Faux pas que com et í por est e asunt o de RADI OLANDI A. Cóm o se puede det eriorar
uno en pocas sem anas! Cuando les digo que est oy rem al. Y no puedo andar por
Florida y Viam ont e, aunque la plaza afloj ó m uchos punt os desde que clausuraron el
Di Tella. Pero con t odo, con eso de la cerám ica de vanguardia y el art e pop o cam p,
result a que t odo el m undo es art ist a y hast a la Gorda Villafañe, con su culo para
doce cubiert os, m e m anda los ot ros días una invit ación para un vernissage,
Verniqué? Pero si yo siem pre la había conocido int eresadísim a en la cría de
caniches y pensé que m e m andaba una invit ación para el Kenel. Surprise! Ahora
arm aba unos rom pecabezas con cerám ica y alam bre crom ado, con un prólogo de
Policho que decía que en no pocas obras lograba un clim a no exent o de poesía.
Pero Charlie, que últ im am ent e se le ha dado por un ret orno al brave hom m e
sauvage, dij o a m í m e dej an de m acanear, t odo eso de la pint ura m oderna es un
invent o de los j udíos de New York: el t ipo que fabrica los m am arrachos se llam a
Lischst enst ein, un fulano llam ado Grinberg le hace la propaganda en una revist a
dirigida por un t al Sol Kaplansky y al final la obra la com pra David Goldenberg, rey
del colchón a resort es, por inst igación de su hij a Rebeca, que se ha casado con Ben
Kuligowsky, profesor de art e en el Cit y College. Com o en aquellas ruedas del
m arqués, en que cada uno se la enchufa al que t iene delant e.
Pam pit a se puso frenét ica: el ant isem it ism o la post ra.
Pero el Nene sost uvo que se puede volver a ser ant isem it a yendo hacia la izquierda,
com o dice Grosso que Colón llegó al Orient e m archando hacia Occident e. No sé si
m e explico: el asunt o de los palest inos. Que ahora t e podés volver a dar el gust o de
recagar a los j udíos defendiendo a los árabes revolucionarios, com o ese Em ir del
Kuwait que es el único m arxist a que ha realizado el sueño del desiert o propio
relleno de pet róleo.
Pam pit a sin em bargo habló de los j udíos pobres.
A lo que el Nene, con su m ej or cara de niño ingenuo, pregunt ó pero cóm o? es que
hay j udíos pobres?
Mom ent o en que hubo que cam biar de t em a porque apareció Cecilio Madanes, que
venía ost ent osam ent e sin bast ón, y t odo era obra de la doct ora Aslan. Así que la
onda, chers enfant s, era irse a Rum ania y ponerse cero kilóm et ro. Debo adm it ir que
la llegada abast ónica de Cecilio m e dej ó rigurosam ent e anéant i, a m enos que
Cecilio se haya vuelt o bolche, porque cuando anduve hecho una pilt rafa fui a

283
hacerle un report aj e a Rafael Albert i y ent onces m e habló de las inyecciones que
eran una bom ba. No lo veía a Miguel Ángel ( Ast urias) , que parecía un j ugador de
rugby y a María Teresa? Así que m e fui com o bala, es un decir, a lo de Falikoff para
que m e encaj ara la pichicat a, pero com o si nada. Un m es, y dos, y t res.
Y cada vez que t enía la desgracia de encont rarm e con los Albert i se enoj aban,
porque lo t om aban com o una act it ud de reaccionario, com o la act it ud de un lacayo
del im perialism o yanki. Y yo rengo y sufriendo com o uno de esos cont rahechos del
Tercer Mundo, product os de la m iseria y la explot ación. Pero el asunt o m e t enía
int rigado, hast a que realicé que a m í m e inyect aban novocaína sola, m ient ras que a
los ot ros le m et ían al m ism o t iem po m at erialism o dialéct ico, defensa de
St alingrado, Tercer Plan Quinquenal. Y realm ent e ese com plej o les hacía bien, los
rej uvenecía. Con el result ado que el único verdaderam ent e m at erialist a ( porque a
m í m e daban novocaína pura, pura m at eria) era el único que no levant aba cabeza.
Las desgracias que puede llegar a pasar un agent e de las peores form as del
capit alism o financiero. Y ahora se aparecía Cecilio sin bast ón. Qué era eso? Ya no
se podía creer en nada.
Mom ent o en que se volvió al t em a del m arxism o, est ableciéndose una relación
direct a y proporcional ent re el bast ón de Cecilio y el régim en com unist a.
I niciándose un enj undioso diálogo sobre la plusvalía. Ent onces Pam pit a cont ó lo del
doct or Carranza Paz, los affiches en la calle con el affaire del DELTEC y la t ragada
de Krieger Vasena. Mom ent o en que el Chango, que pasó de GUARDI A
NACI ONALI STA al ERP dij o yo a est os vendepat rias los m et ía a t odos cont ra un
paredón, y allí cayó t odo el m undo en la volt eada. Porque si ese sant o de
Schweit zer hubiese venido a la Argent ina y se hace cargo del Gobierno, a los diez
m inut os alguien lo acusa de est ar vendido a la MONGO CORPORATI ON. Y con
sem ej ant e apellido de ruso. Cuando t riunfó la Libert adora, la única nube que
em pañaba el panoram a de m i prim a Lala era ese general Lonardi. Qué frust rant e,
m i Dios! Un t anit o. El hij o de un t rom bón de la banda. Y pobres descendient es!
Equis Equis Leonardi Villada Achával. Cóm o quieren que eso funcione? Y el Chango,
que hast a hace diez m inut os por reloj pert enecía a GUARDI A NACI ONALI STA, que
t em aba con Rosas dale que dale, ahora hablando de M a r x y de la revolución
m undial.
Las int eresant es consideraciones del Chango fueron int errum pidas por la llegada de
Luppi con una rubia t eñida que debía de haber sido Miss Villa I nsuperable en los
últ im os carnavales, y que pregunt ó pero che, aquí no se cena? Act o fat al para el
m ersaj e, com o lo denot aron las m iradas int ercam biadas ent re el Nene y Pam pit a.
Lo que señalo sin ánim o de m et er cizaña, ya que se puede desear la inst auración
de una Nueva Sociedad sin que por eso, qué t ant o em brom ar, se t enga que
soport ar cualquier guaranguería.

284
SE D ESPRECI ABA POR ESTAR EN ESA QUI N TA,

por t ener, en alguna form a y m edida, algo en com ún con ellos. Todavía lo est aba
viendo al Coco, no hacía dem asiado t iem po, hablando de los " negrit os" y poniendo
aquel gest o irónico de m enosprecio cuando él les decía que esos negrit os habían
dej ado sus huesos a lo largo y a lo ancho de la Am érica Lat ina, luchando en
aquellos pequeños ej ércit os de liberación, que iban a m iles de leguas a com bat ir, en
t errit orios desolados, por obj et ivos t an ideales com o la libert ad y la dignidad. Y
ahora convert ido en furioso peronist a de salón. Qué t enía que hacer cerca de ellos?
Sí, claro, est aba allí con ot ros fines. Pero de cualquier m anera est aba allí porque los
conocía, porque en ciert a m edida había t enido siem pre cont act o con ellos. Pero, en
fin, quién podía j act arse de ser superior a los dem ás. Alguien había dicho que en
cada criat ura est á el germ en de la hum anidad ent era; t odos los dioses y dem onios
que los pueblos im aginaron, t em ieron y adoraron se hallan en cada uno de
nosot ros, y, si quedara un solo niño en una cat ást rofe planet aria, ese niño volvería
a procrear la m ism a raza de divinidades lum inosas y perversas.
Cam inaba hacia la est ación en el silencio de la noche y luego se recost ó sobre el
past o, en la cercanía de grandes y solem nes eucalipt os, m irando hacia un cielo de
t int a azulnegra. Las novae de su época del observat orio le volvieron a la m ent e,
esas inexplicables explosiones siderales. Tenía su idea, la idea de un ast rofísico
enloquecido por las herej ías:
Hay m illones de planet as en m illones de galaxias, y m uchos repet ían sus am ebas y
m egat erios, sus hom bres de Neandert hal, y luego sus Galileos. Un día encont raban
el radium , ot ro lograban part ir el át om o de uranium y no podían cont rolar la fisión o
no result aban capaces de im pedir la lucha at óm ica, hast a que el planet a est alla en
un infierno cósm ico: la Nova, la nueva est rella. A lo largo de los siglos, esas
explosiones van señalando el final de sucesivas civilizaciones de plást icos y
com put adoras. Y en el apacible cielo est rellado de esa m ism a noche le est aba
llegando el m ensaj e de alguno de esos colosales cat aclism os, producido allá cuando
en la Tierra aún past aban los dinosaurios en las praderas m esozoicas. Recordó la
pat ét ica im agen de Molinelli, int erm ediario risible ent re los hom bres y las deidades
que presiden el Apocalipsis. Aquellas palabras de 1938, m ient ras le apunt aba con
su lapicit o m ordido: Uranio y Plut ón eran los m ensaj eros de los Nuevos Tiem pos,
act uarían com o volcanes en erupción, señalarían el lím it e ent re las dos Eras.

285
Sin em bargo, ese cielo est rellado parecía aj eno a cualquier int erpret ación
cat ast rófica: em anaba serenidad, arm oniosa e inaudible m úsica. El t opos uranos, el
herm oso refugio. Det rás de los hom bres que nacían y m orían, m uchas veces en la
hoguera o en la t ort ura, de los im perios que arrogant em ent e se levant aban e
inevit ablem ent e se derrum baban, aquel cielo parecía const it uir la im agen m enos
im perfect a del ot ro universo: el incorrupt ible y et erno, la sum a perfección que sólo
era dable escalar con los t ransparent es pero rígidos t eorem as.
Tam bién él había int ent ado ese ascenso. Cada vez que había sent ido el dolor,
porque esa t orre era invulnerable; cada vez que la basura ya era insoport able,
porque esa t orre era lím pida; cada vez que la fugacidad del t iem po lo at orm ent aba,
porque en aquel recint o reinaba la et ernidad.
Encerrarse en la t orre.
Pero el rem ot o rum or de los hom bres había t erm inado siem pre por alcanzarlo, se
colaba por los int erst icios y subía desde su propio int erior. Porque el m undo no sólo
est aba fuera sino en lo m ás recóndit o de su corazón, en sus vísceras e int est inos,
en sus excrem ent os. Y t arde o t em prano aquel universo incorrupt ible concluía
pareciéndole un t rist e sim ulacro, porque el m undo que para nosot ros cuent a es ést e
de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero t am bién el único
que nos da la plenit ud de la exist encia, est a sangre, est e fuego, est e am or, est a
espera de la m uert e; el único que nos ofrece un j ardín en el crepúsculo, el roce de
la m ano que am am os, una m irada dest inada a la podredum bre pero nuest ra:
calient e y cercana, carnal.
Sí, t al vez exist iera ese universo invulnerable a los dest ruct ivos poderes del t iem po;
pero era un helado m useo de form as pet rificadas, aunque fuesen perfect as, form as
regidas y quizá concebidas por el espírit u puro. Pero los seres hum anos son aj enos
al espírit u puro, porque lo propio de est a desvent urada raza es el alm a, esa región
desgarrada ent re la carne corrupt ible y el espírit u puro, esa región int erm edia en
que sucede lo m ás grave de la exist encia: el am or y el odio, el m it o y la ficción, la
esperanza y el sueño. Am bigua y angust iada, el alm a sufre ( cóm o podría no
sufrir! ) , dom inada por las pasiones del cuerpo m ort al y aspirando a la et ernidad del
espírit u, vacilando perpet uam ent e ent re la podredum bre y la inm ort alidad, ent re lo
diabólico y lo divino. Angust ia y am bigüedad de la que en m om ent os de horror y de
éxt asis crea su poesía, que surge de ese confuso t errit orio y com o consecuencia de
esa m ism a confusión: un Dios no escribe novelas.

A LA M AÑ AN A QUI ERE ESCRI BI R

286
pero la m áquina sufre una serie de desperfect os: no anda el m argen, se at ranca, el
carret e de la cint a no vuelve aut om át icam ent e, hay que rebobinar a m ano y
finalm ent e se rom pe algo del carro.
Desesperado, resuelve ir al cent ro a dist raerse y cam ina por el barrio sur. En la
calle Alsina, ent re Defensa y Bolívar, decide com prar una carpet a de anillos, para
escribir a m ano. Algo nuevo, algo sim bólico, que le perm it a escribir en un café, a
pesar de las dificult ades con su let ra, del cansancio que le produce lograr algo
int eligible. Es probable que así rom pa el m aleficio.
Un em pleado cansado y desagradable lo at iende y se fast idia de m odo casi evident e
porque busca una carpet a así y así. Lo m anda al diablo y sale con crecient e m al
hum or. Decide ir hast a la Librería del Colegio, en la esquina de Bolívar y Alsina. Su
ánim o se levant a al pensar que en esa gran papelería podrá encont rar lo que busca.
Pero ent onces ve, a t ravés de la rej illa de una viej a casa, una enorm e rat a que
desde la oscuridad del sót ano lo observa fij am ent e, con sus oj it os roj izos y
m alignos: le t rae el recuerdo de la ent revist a con el j oven del Bust o y los
m urciélagos del fort ín alm enado de don Francisco Ram os Mej ía, en Tapiales: rat as
aladas, inm undas y m ilenarias. Trat a de alej ar esos recuerdos y se dirige a la
librería con energía. Con energía? Bien, hast a ciert o punt o. Digam os, para ser
exact os y obj et ivos, que lo hace con ciert a energía. Con el t em or que siem pre le
producen los vendedores, va hacia un m uchacho alt o y flaco, de pelo largo. Aunque
adviert e que lo reconoce, t rat a de m ant ener un aire neut ro e int ent a superar la
t im idez que ese reconocim ient o invariablem ent e le produce. Piensa que las cosas se
com plican, le da vergüenza explicar lo que necesit a ( algo lleno de requisit os, de t al
t am año, de color negro afuera y colorado adent ro, et c.) , pero superando las
resist encias a m edias le dice que necesit a, aunque reservándose los det alles por
falt a de coraj e:
—Una carpet a de anillos —dice, con t orpeza.
El em pleado le m uest ra algunas que est án lej os de ser lo que busca: no quiere ni
una carpet a dem asiado grande, que le result a ant ipát ica, que lo int im ida con sus
enorm es y desagradables páginas, t ipo sábana; ni, por supuest o, una dem asiado
pequeña, en la que no podría escribir con holgura, en la que se sent iría com o
dent ro de un chaleco de fuerza. Claro que no le da est os det alles, lim it ándose a
decir que " querría ot ra cosa" .
El em pleado com ienza a m ost rarle ot ras carpet as, pero por desdicha cada vez m ás
alej adas del m odelo ideal que t iene en su m ent e. Mi m aldit a cost um bre de ent rar
sin haber localizado ant es con absolut a precisión lo que quiero, piensa. Después se
ve obligado a llevar las m ás desagradables o inút iles invenciones. Con am argura,

287
cavila en el arm ario dest inado a ese obj et o, lleno de cam isas inllevables, m edias
m uy cort as o excesivam ent e largas, lapiceras de punt a dem asiado fina o en
ext rem o gruesa, cort apapeles con un m ango de conchillas que en colores dice
" RECUERDO DE NECOCHEA" , un j uego de cast añuelas que no puede recordar cóm o
se vio obligado a com prar, un gigant esco Quij ot e en bronce que valía una pequeña
fort una y hast a un florero crom ado que se vio obligado a adquirir en un bazar
donde por equivocación ent ró a com prar un llavero. Eso en cuant o a los product os
guardados. Pero m ás lo am argan los que lleva consigo en virt ud del m aldit o espírit u
europeo de econom ía que le inyect ó su m adre, con t ant o esfuerzo com o la sopa
pero que, t am bién com o la sopa, algo dej a en el cuerpo, aunque se la haya t ragado
a regañadient es: un pant alón sport que det est a, una cam pera, un pañuelo horrible;
nada m ás que por no t irarlo a la calle, o no guardarlo en ese m useo de los obj et os
m onst ruosos. Y en especial ese pañuelo de un rosado sucio con florcit as coloradas
que de t an repugnant e se ve obligado a usarlo con ext rem a caut ela, cuando nadie
lo m ira; viéndose en la difícil sit uación de soport ar durant e largo rat o el deseo de
lim piarse la nariz nada m ás que por la gent e que lo rodea. Le m ost ró algunas
carpet as que est aban bast ant e lej os de ser lo que había soñado en sus últ im os
t iem pos de m edit ación.
—No —com ent ó vagam ent e—. O sí, claro. Pero no sé... El em pleado lo m iró
int errogat ivam ent e. Reuniendo t odas sus fuerzas, pero sin m irarlo a los oj os,
agregó:
—No sé... sí, no est á m al... pero quizá un poco m ás chica... algo así com o una
libret a grande...
—Ah, ent onces ust ed no busca una carpet a sino una libret a —observó el em pleado
con ligera severidad.
—Eso es —respondió Sabat o con desalient o y falsedad—. Una libret a...
Y en el m om ent o en que el vendedor se daba vuelt a, agregó con vergonzosa
am bigüedad:
—Pero una libret a que sea m ás bien com o una carpet a.
El m uchacho, sin dar vuelt a su cuerpo, que ya est aba dirigido hacia la m esa de las
libret as, volvió su cabeza y lo consideró con un not orio increm ent o de su severidad.
Sabat o se apresuró a precisar que sí, sí, lo que quería era " m ás bien" una carpet a.
Siguió al em pleado hast a la m esa a t ravés de cuya cubiert a de crist al se podía
advert ir, con desalent adora nit idez, que nada de lo que allí se exhibía era lo que él
necesit aba, ni de lej os. Pero ya est aba hecho.
El em pleado fue sacando y m ost rando varias que eran increíblem ent e inadecuadas:
no sabía si porque ya había olvidado lo que acababa de explicarle acerca de que
" m ás bien" se t rat aba de una carpet a, por sim ple idiot ez de vendedor o por secret a
irrit ación por sus vacilaciones. Sabat o iba haciendo un gest o negat ivo, aunque

288
m odest am ent e negat ivo. Y por una especie de desgracia, en lugar de ir subiendo en
el t am año aquel suj et o iba descendiendo. Claro que podía haber det enido ese
descenso m ediant e una enérgica negat iva, pero con qué cara? Term inó por
ofrecerle una libret it a infinit esim al, que sólo podía servir para escribir t elegram as
m uy caros o para nenas de cort a edad, esas nenas que seriam ent e van en la calle
al lado de su m am á llevando un cochecit o de j uguet e con un bebé de plást ico en su
int erior. Una libret it a para hacer com o que anot a los pedidos para su hogar
m icroscópico.
Adm it ió que la libret it a era m uy linda, y hast a hipócrit am ent e hizo com o que
probaba el funcionam ient o de sus anillos, la flexibilidad de su t apit a, el papel.
— De cuero? —pregunt ó, pensando que un dat o t an preciso revelaba que no est aba
desint eresado de ningún m odo en la com pra de la m iniat ura.
—No, señor. De plást ico —respondió el m uchacho con sequedad.
—Ah —com ent ó, volviendo a probar el cierre de los anillit os.
Mient ras realizaba esa inspección apócrifa sent ía que su cuerpo se iba cubriendo de
t ranspiración. Cóm o decirle, a esa alt ura de los acont ecim ient os, que aquel j uguet e
era casi exact am ent e lo cont rario de lo que buscaba? Con qué cara, con qué
palabras? Por un m om ent o est uvo casi dispuest o a com prarlo, para guardarlo m ás
t arde en el m encionado m useo de obj et os est ériles; pero sint ió que si lo hacía era
un ser despreciable. Decidió ent onces superar su debilidad de m odo t erm inant e.
—Muy linda, verdaderam ent e m uy linda —com ent ó de m odo casi inaudible—, pero
lo que necesit o es una libret a grande. En realidad, casi una carpet a.
El vendedor lo observó con severo rigor.
—Ent onces —dij o secam ent e— lo que ust ed busca es una carpet a.
Sospechando de ant em ano que le iba a ir peor que con las libret it as ( que al m enos
son agradables) , asint ió de m odo equívoco. El em pleado, con decisión que a Sabat o
le pareció excesiva, se dirigió hacia el anaquel donde se alineaban los m onst ruos de
la especie. Con prem edit ación, era evident e, buscó la m ás grande, algo gigant esco
y repugnant e, uno de esos art efact os que deben de usarse en los m inist erios para
enorm es papeles burocrát icos, y con pregunt a que m ás bien era una orden dij o:
—Algo com o est o, supongo.
Se m iraron durant e un segundo, pero ese segundo a Sabat o le pareció una
et ernidad. Un ej em plo casi escolar para est ablecer la diferencia ent re el t iem po
ast ronóm ico y el t iem po exist encial. Era una especie de grot esca inst ant ánea: un
vendedor durísim o enarbolando una repelent e carpet a para m am ut s, frent e a un
parroquiano avergonzado e int im idado.
—Sí —m urm uró Sabat o, con voz apenas percept ible y con ext rem o desánim o.
Con esfuerzo, el em pleado envolvió el grosero art efact o, le preparó la fact ura y se
la ent regó: era una sum a t an enorm e com o el paquet e. Con esa sum a, calculó en el

289
t rayect o hast a la caj a, con am argura, podía haber com prado t res o cuat ro carpet as
com o la que buscaba.
Salió poseído de t enebrosos pensam ient os: era indiscut ible que t odo est aba en
cont ra.
Cuando llegó a Sant os Lugares, desenvolvió el m onst ruo y t rat ando de no
reexam inarlo lo colocó en el arm ario de las adquisiciones frust radas, ent re un
calzoncillo con rayas am arillas y el florero con brillant es aplicaciones crom adas.
Luego se sent ó a su m esa y ahí perm aneció algunas horas en silencio, hast a que lo
llam aron para com er. Después m iró una de esas series de t elevisión que lo
anim aban: ent re t iros y pat adas en la cara de individuos ya m edio m uert os en el
suelo, se prom et ió sin em bargo llevar a cabo algo decisivo al día siguient e.
A la noche, Alej andra en llam as se dirigió hacia él con los oj os alucinados, con los
brazos abiert os dispuest os a apret arlo para obligarlo a m orir quem ado con ella.
Com o en la ocasión ant erior, se despert ó grit ando.
Mucho ant es de que em pezara a clarear se levant ó y refrescándose la cara t rat ó de
alej ar sus obsesiones. Pero le fue im posible ponerse a escribir com o había decidido
el día ant es. Seguía convencido de que el Nene no había dicho la verdad en la
quint a y esa m ent ira era un m ot ivo m ás para alarm arse y ponerse en guardia. Fue
excesivam ent e " nat ural" la form a en que había negado la presencia de Schneider
en Buenos Aires. Así que lo prudent e era vigilar aquel café. Por lo pront o, cit ó a
Bruno en LA TENAZA, en lugar del ROUSI LLON.

CUAN D O BRUN O LLEGÓ AL CAFÉ

encont ró a S. com o ausent e, corno quien est á fascinado por algo que lo aísla de la
realidad, pues apenas pareció verlo y ni siquiera lo saludó. Observaba a una gat a
perversa y som nolient a, que unas cuant as m esas m ás allá leía o sim ulaba leer un
gran libro. Y est udiándola, cavilaba sobre el abism o que m uchas veces exist e ent re
la edad que figura en los regist ros civiles y la ot ra, la que result a de los desast res y
pasiones. Porque m ient ras la sangre hace su recorrido de células y años, ese
recorrido que candorosam ent e exam inan y hast a m iden los m édicos con aparat os y
t rat an de paliar con píldoras y vendaj es, m ient ras se fest ej an ( pero por qué, por
qué?) los aniversarios que m arcan los alm anaques, el alm a sufre decenios y hast a
m ilenios, por obra de im placables poderes. O porque ese cuerpo, que
inocent em ent e m anej an los m édicos cam pesinos que expulsan o m at an plagas de

290
hongos o gorgoj os en una t ierra que m ás abaj o ocult a cavernas con dragones ha
heredado el alm a de ot ros cuerpos m oribundos, de hom bres o peces, de páj aros o
rept iles. De m anera que su edad puede ser de cient os o de m iles de años. Y
t am bién porque, com o decía Sabat o, aun sin t ransm igraciones, el alm a envej ece
m ient ras el cuerpo descansa, por su visit a a los ant ros infernales en la noche.
Mot ivo por el cual se suelen observar hast a en niños m iradas y sent im ient os o
pasiones que sólo pueden explicarse m ediant e esa t urbia herencia de m urciélago o
de rat a, o por esos descensos noct urnos al infierno, descensos que calcinan y
agriet an el alm a, m ient ras el cuerpo que duerm e se m ant iene j oven y engaña a
esos doct ores que consult an sus m anóm et ros, en lugar de escrut ar sut iles signos
en sus m ovim ient os o en el brillo de sus oj os. Porque esa calcinación, ese
encallam ient o es posible det ect arlo en ciert o t em blor al cam inar, en alguna t orpeza,
en peculiares pliegues de la frent e; pero t am bién, o sobre t odo, en la m irada, ya
que el m undo que observa no es m ás el del chico inocent e sino el de un m onst ruo
que ha presenciado el horror. De m odo que esos hom bres de ciencia deberían m ás
bien acercarse a la cara, analizar con ext rem o cuidado y hast a con m alicia las
pequeñísim as m arcas que van esbozándose. Y especialm ent e t rat ando de
sorprender algún fugacísim o brillo en los oj os, porque, de t odos los int erst icios que
perm it en espiar lo que sucede allá abaj o, los oj os son los m ás im port ant es; recurso
suprem o que result a im posible con los Ciegos, que de esa m anera preservan sus
t enebrosos secret os. Desde su rincón, le era im posible est udiar esos indicios en la
cara. Pero le quedaban los ot ros, le bast aba seguir los lent os y apenas esbozados
m ovim ient os de sus largas piernas al reacom odarse, de su m ano al llevar el
cigarrillo a la boca, para saber que aquella m uj er t enía infinit am ent e m ás edad que
los veint it ant os de su cuerpo: experiencia provenient e de alguna serpient egat o
prehist órica. Un anim al que pérfidam ent e aparent aba indolencia, pero que t enía la
sigilosa sexualidad de la víbora, list a para el salt o t raicionero y m ort al.
Porque a m edida que pasaba el t iem po y el exam en se hacía m ás m inucioso, sent ía
que ella est aba en acecho, con esa virt ud que t ienen los felinos para cont rolar, aun
en la oscuridad, los m ás insignificant es m ovim ient os de la presa, para percibir
rum ores que para ot ros anim ales pasan inadvert idos, para calcular el m ás ligero
am ago del adversario. Sus m anos eran largas, com o sus brazos y piernas. Tenía un
pelo m uy renegrido y lacio, que le llegaba hast a los hom bros, que se desplazaba a
cada m ovim ient o que hacía con m órbida am ort iguación. Fum aba con chupadas
lent ísim as pero m uy hondas. Había algo en su cara que producía desazón, hast a
que pudo ent ender que era causado por la excesiva separación de sus oj os:
grandes y rasgados, pero casi defect uosam ent e separados, lo que le confería una
especie de inhum ana belleza. Sí, era evident e que ella t am bién los escrut aba, a
t ravés de sus párpados sem icerrados, com o som nolient os, en lent as y disim uladas

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m iradas de soslayo, que hacía com o sin m irar, com o si únicam ent e levant ase la
vist a del libro para pensar, o para ese abandonarse a las corrient es profundas pero
vagas a que uno se abandona cuando est á leyendo un t ext o que hace m edit ar en la
propia exist encia. Est iraba volupt uosam ent e las piernas, echaba una desvaída
oj eada sobre las ot ras gent es, pareciendo det enerse un inst ant e en S., para luego
recogerse de nuevo en su im penet rable universo gat oserpent oso.
Bruno int uyó que una m ist eriosa sust ancia había caído en el fondo de las aguas
profundas de su am igo y, desde allá abaj o, m ient ras se disolvía, desprendía
m iasm as que seguram ent e llegaban hast a su conciencia. Sensaciones m uy oscuras,
pero que para él, para S., eran siem pre anuncios de acont ecim ient os decisivos. Y
que producían un m alest ar, una inciert a nerviosidad com o la que sient en los
anim ales en el m om ent o en que un eclipse se aproxim a. Porque era inverosím il que
pudiese hacerlo de sem ej ant e m odo, con los párpados caídos y esas largas
pest añas que debían de velarle aún m ás la poca luz de que disponía. Equívoca y
silenciosam ent e enviaba sus radiaciones sobre S., que m ás con su piel que con su
cabeza debería de est ar percibiendo esa presencia, a t ravés de m iríadas de
infinit esim ales recept ores en el ext rem o de sus nervios, com o esos sist em as de
radar que en las front eras vigilan la llegada del enem igo. Señales que a t ravés de
com plicadas redes llegaban en esos m om ent os hast a sus vísceras, pero ( lo conocía
dem asiado) no sólo excit ándolo sino alert ándolo angust iosam ent e. Allí podía verlo,
com o recogido en una som bría guarida, hast a que de pront o se levant ó, y sin
saludarlo sólo dij o a m anera de despedida:
—Ot ro día hablarem os de lo que le dij e por t eléfono.

AL SALI R

S. pasó al lado de la m uj er y ella cerró el libro y lo puso a un cost ado ( com o para
que él leyera su t ít ulo?) . Era un volum en grande, encuadernado, con una brillant e
sobrecubiert a en colores, la reproducción de un cuadro que parecía de Leonor Fini:
en un lago especular, había una m uj er desnuda, de gran cabellera plat inada cont ra
un crepúsculo roj o, rodeada de lunares páj aros carniceros, de íct icos y alucinados
oj os. El t ít ulo lo sobrecogió: LOS OJOS Y LA VI DA SEXUAL. Una vez en la calle
com enzó a cavilar. Desde que había vist o ent rar en ese café al Dr. Schneider y en
seguida a Cost a, no dej ó de vigilarlo y visit arlo el peligro. Y ahora, al cit arlo a
Bruno, se producía un nuevo hecho significat ivo.

292
Pensaba: Schneider, al verlo salir de Radio Nacional, ent ró precipit adam ent e en el
café, pero no con la suficient e rapidez com o para que no lo ident ificara. Sin
em bargo, conociéndolo, era t am bién im aginable que t odo est uviera previst o con
ast ucia: lo había seguido y luego esperado en la esquina, para ent rar en el bar con
rebuscada precipit ación, pero en realidad con el t iem po indispensable para que S. lo
reconociera. El hecho de que después llegara el Nene Cost a agravaba el episodio,
porque sabían que él iría por Radio Nacional. Cóm o?
Luego —seguía cavilando—, Schneider calculó que S. iría a husm ear por la quint a
de Cost a y ot ra vez por LA TENAZA. Manda ent onces a esa m uj er com o carnada y
espera el próxim o paso, el que acababa de dar.
Claro, era un conj unt o de suposiciones que podía responder a una verdad pero
t am bién a un conj unt o de coincidencias. Era posible que Schneider no lo hubiera
seguido, que est uviese en aquella esquina por m ot ivos equis y que realm ent e
hubiese querido rehuir su encuent ro.
Sin em bargo, esa noche no pudo dorm ir. Y, cosa curiosa, volvía a su im aginación el
crim en de Calsen Paz. Pero los det alles cam biaban. Baj o la dirección o vigilancia de
un Schneider no ya grosero sino siniest ram ent e severo, Calsen se convert ía en
Cost a, la pobre chica de barrio se convert ía en la m uj er de LA TENAZA, herm ana y
am ant e de Cost a. Mient ras que Pat ricio, am biguam ent e, asist ía al m om ent o en que
Cost a clavaba la lezna prim ero en los oj os del m uchacho am arrado y luego en el
corazón, revolviendo la lezna con m ecánica perversión.

AL OTRO D Í A, A LA M I SM A H ORA

volvió a LA TENAZA, porque pensó que si ella quería encont rarse con él haría lo
m ism o. Pero quiso est ar seguro, para lo cual se sem iocult ó en la puert a de una
casa de depart am ent os. Cuando la vio venir t uvo la im presión de que había
est udiado baile; pero adem ás de lo que podía haberle conferido ese aprendizaj e, se
advert ía algo que no se aprende y t odos los negros t ienen: se m ovía con lent it ud,
con un rit m o que precisam ent e recordaba al de los negros, aunque nada en su cara
ni en su piel perm it ía suponerlo. Era m ás bien alt a, llevaba ant eoj os m uy oscuros,
una m inifalda violet a con una blusa negra.
Ent ró en el bar, perm aneció cosa de una hora y luego salió. Vacilaba en sus
m ovim ient os, m iró en diferent es direcciones, hast a que se fue por Ayacucho hacia
la Recolet a.

293
La siguió a la dist ancia convenient e hast a que la vio ent rar en LA BI ELA. En ese
m om ent o confirm ó lo que suponía, ya que LA BI ELA era uno de sus sit ios
habit uales: est aba buscándolo. Esperó su salida, la siguió: de nuevo hast a LA
TENAZA.
S. vaciló por un m om ent o, pero una t urbulent a decisión se produj o ent onces en su
espírit u, en que era difícil dist inguir lo que había de fascinant e, de luj urioso y de
irresponsabilidad ant e el peligro. Ent ró y dirigiéndose hacia ella le dij o: " Ya est oy
aquí" . Ella lo escuchó sin asom bro, con una leve e indescifrable sonrisa.
Así com enzó el hundim ient o en una ciénaga fosforescent e, con aquella sigilosa
pant era negra, que se m ovía con la m ism a sensualidad alt anera y elást ica de esos
anim ales, pero com o si su m ent e fuese cont rolada por una serpient e. Su voz era
grave, pero parecía t ener dificult ades en at ravesar su gargant a, com o alguien que
cam ina en la oscuridad y t em e despert ar al que se dispone a desgarrar hast a la
m uert e. Era una voz som bría y calient e, com o de chocolat e espeso. Hecho singular:
si Schneider est aba det rás de ella, nunca lo pudo saber. Pero int uía que con aquel
inst rum ent o ej ecut aba una com plicada y lent a corrupción.
Hay, pensó en algún m om ent o, m uchas form as de cast igo. Tal vez, pensó —pero
m ucho t iem po después—, una de sus m anifest aciones iba a ser el sacrificio de
Agust ina.

OH , H ERM AN OS M Í OS!

Juj uy, 30. — Por congelam ient o m ueren dos herm anit as collas, de 1 3 y 9 años. Las
víct im as son Calixt a y Narcisa Llam pa, que con su herm ano m ayor habían
abandonado la escuela núm ero 36, en el alt iplano, para dirigirse a su hogar. Por la
fat iga y el frío se det uvieron al cost ado del cam ino y se sent aron, m ient ras su
herm ano iba en busca de ayuda. Pero cuando volvió con un arriero, las dos
herm anas est aban m uert as por congelam ient o. Tal vez en busca de un últ im o calor,
se habían abrazado y así las sorprendió el fin. Nacho recort ó la not icia y buscó una
caj a de zapat os, en cuya t apa, con un m arcador negro había escrit o:

SONRÍ E, DI OS TE AMA
( En caso de incendio
se ruega poner a salvo
est a caj a.)

294
Agregó el nuevo recort e a la pila.

Los Ángeles, Cal. — John Grant , de est a ciudad, de 38 años, est aba m al de deudas
y para equilibrar su presupuest o aseguró a su m uj er y sus dos hij it os en 25 m il
dólares. Luego organizó un v iaj e de vacaciones en avión para t odos ellos,
colocando al m ism o t iem po u n a bom ba de t iem po en u n a de las valij as. Fu e
det enido al cobrar el seguro. Un a cam arera que quedó abaj o, al cam biar su t urno,
est aba en la com binación.

Ofrecem os los servicios de nuest ros hábiles y experim ent ados escuchadores, que
oirán t odo lo que ust ed quiera decir, sin int errum pirlo, por un m oderado est ipendio.
Cuando nuest ros escuchadores escuchan, sus rost ros expresan int erés, piedad,
sim pat ía, com prensión, odio, esperanza, desesperación, furia o alegría, según el
caso lo requiera. Abogados y polít icos, president es de clubs, predicadores, hallarán
conveniencia en ensayar sus discursos ant e nuest ros expert os. Así com o las
personas solit arias que no t engan con quien hablar. Cualquiera puede cont arles
librem ent e sus problem as dom ést icos o sexuales, sus ideas para negocios o
invent os, sin t em or de que su secret o sea violado. Miles de t est im onios a su
disposición cert ifican est e asert o. Dé rienda suelt a a sus sent im ient os ant e nuest ros
escuchadores y m uy pront o advert irá los beneficios. — THE SOUTHERN LI STENI NG
BUREAU, Lit t le Rock, Arkansas.

Est ocolm o, France Presse. — Gregori Podyapolsky, sabio que int egra el Com it é
Soviét ico por los Derechos del Hom bre, de 4 7 años, em inent e geofísico, f u e cit ado
para un exam en psiquiát rico en u n hospit al m ilit ar de Moscú. Se presum e que
después del exam en será int ernado, com o ya es norm a en t ales casos, para ser
som et ido a u n t rat am ient o especial.

Rom a, AFP. — El obispo Helder Cám ara ha relat ado, ant e periodist as y m iem bros
del episcopado, la form a en que la policía del ej ércit o brasileño organiza cursos
para t ort uradores. El 8 de oct ubre de 1 9 6 9 , cerca de las 4 de la t arde, un grupo de
cien m ilit ares, la m ayoría sargent os de las t res arm as, asist ió a una clase dada por
el t enient e Haylt on, quien proyect ó fot ografías t om adas durant e sesiones de
t ort uras, explicando las vent aj as de cada m ét odo. Después de la exposición t eórica,
sus auxiliares ( cuat ro sargent os, dos cabos y un soldado) realizaron
dem ost raciones práct icas con 10 presos polít icos.

295
No t odo será am argura: pront o habrá casam ient o en ME LLAMAN GORRI ÓN, que ha
llegado a un punt o decisivo, con la consiguient e ansiedad en los t eleespect adores.
Rosa Morelli ( Beat riz Taibo) que ha t enido que disfrazarse de m uchacho para
conseguir t rabaj o com o dependient e de alm acén, y Gabriel Mendoza ( Albert o
Mart ín) , el alocado j oven con ínfulas de play- boy, pero que ha descubiert o en ella la
m uj er de su vida, corren un serio peligro. El episodio de hoy nos m uest ra un
Gabriel desilusionado y list o para irse a París, pret ext ando la necesidad de am pliar
los negocios de su padre, pues ha perdido t odas las esperanzas de conquist ar a
Rosa, al saber que ést a acept ó de novio a " Lechuga' ( Alfonso de Grazia) .
Ent revist ado Abel Sant a Cruz por est a revist a sobre las preocupaciones de
num erosos lect ores que nos escriben ( léase, por ej em plo, la indignada cart a de
Mafalda Pat ricia Graziani, de Merlo) le pregunt am os cuál será el dest ino de Rosa y
Gabriel. Llegarán a casarse? Ah, eso sí! —nos respondió el celebrado libret ist a—.
Casi seguro lo harán ant es de fin de año, porque no sé si renovará el cont rat o con
la em isora para el año próxim o. Si se renueva, en cam bio, cont inuarem os la
hist oria con ellos casados, luchando por afirm ar la felicidad que t an duram ent e han
alcanzado. A lo m ej or el m at rim onio no funciona y la hist oria puede t erm inar con la
separación. Pero es una posibilidad rem ot a y depende de m últ iples fact ores: de si el
ciclo sigue o debe levant arse, y desde luego de lo que el público quiera, pues
debem os cont em plar sus punt os de vist a. CANAL TV.

Buenos Aires, Telam . — En la m adrugada de ayer, Daniel Fuent es, de 20 años,


grabó en una cint a los m ot ivos de su decisión. Después se at ó el grabador al
cuerpo, se t rasladó al pat io del fondo, at ó el ext rem o de un alam bre grueso al
t ravesaño de un parral y el ot ro en su cuello. Finalm ent e se subió a una cornisa y
se disparó un t iro en la sien der echa, " por si falla alguno de los m ét odos" , explicaba
en la cint a. Al caer pesadam ent e al vacío, quedó colgando del alam bre. Posición en
que lo halló su padre, que corrió al oír el disparo. Al ent erarse la chica aludida en la
cint a, declaró: " Pero qué loco, caram ba" .

Buenos Aires. — El señor Alvan E. William s, en el m om ent o de descender del avión,


sonrient e. Se propone desarrollar un vast o plan de difusión de sus fam osos
desodorant es secos. El porvenir —declaró con firm eza— es de los desodorant es
secos y no hay ningún m ot ivo para que est e int eresant e m ercado no lo ent ienda de
est a m anera. Tengo la convicción de que m uy pront o nuest ra inquiet ud dará frut os
alent adores.

Fabricant es especializados proyect an perfum es u olores que evoquen recuerdos de


escenas queridas o m em orables: la sensación de un bosque de pinos, cuando por

296
prim era vez est uvo con su act ual esposa; cam po inm ediat am ent e después de la
lluvia o del salón donde el int eresado pronunció el discurso de inauguración de la
em presa o del aniversario de su club, et c. Se piensa fabricar im it aciones de olor de
verduras, de hoj as frescas, de cort eza de árbol, de cáscara de m elón, de pepinos y
hongos, de líquenes, hum o, cuero de chancho, caballos sudorosos, t abaco o agua
salada. Algunos gust os, com o el de carbón quem ado, est án dest inados a agregarse
a bifes asados eléct ricam ent e, de m odo que im it arán a la perfección el t ípico sabor
de la carne asada en el cam po, THE AMERI CAN PERFUMER.

Lansing, Texas. — Dudley Morgan, negro, acusado de agresión cont ra la señora


McKay, fue perseguido por blancos enfurecidos y arm ados, y luego am arrado a una
pica de hierro y se preparó una gran pira de leña y m at eriales inflam ables. En el
m om ent o de ser encendida, había ya una m ult it ud cercana a los 5.000. Cuando
hubo ast illas de pino al roj o, con sus punt as le fueron pinchados los oj os. Luego la
gargant a y part es del pecho, m ient ras Morgan grit aba que por favor se le diera
m uert e de un disparo. La m ult it ud grit aba para que la m uert e fuese lo m ás lent a
posible, así que el m at erial inflam able fue ret irado de m anera que la com bust ión del
negro no se produj ese en seguida, lo que hacía ret roceder y aullar al negro por los
crecient es dolores. El olor a carne quem ada era cada vez m ás insoport able, no
obst ant e lo cual la m ult it ud pugnaba por no perder det alle. La señora McKay, que
acababa de llegar en coche con cuat ro am igas, no pudo sin em bargo acercarse
com o consecuencia de los apret uj ones. Ant es de m orir, el negro logró balbucear
" Díganle adiós a m i esposa" , después de lo cual su cabeza se inclinó ya sin vida.
Cuando el fuego t erm inó su t area, m uchos se acercaron para llevar recuerdos:
t rozos del Cráneo o de los huesos. Los capt ores, levant ados en andas, fueron
fot ografiados en m edio del j úbilo.

Londres, U.P. — Durant e el verano, los t urist as que llegaron a las I slas Frisias
debían cavar un sendero en la playa para llegar hast a el agua, pues las playas
est aban cubiert as de aceit e. El him no escrit o por Lord Byron a la pureza y al azul
del Mar del Nort e se refiere a un paisaj e que no exist e m ás Durant e est os cien
años, los residuos indust riales que llevan los hediondos canales holandeses
const it uyen, según declaraciones del I ngeniero Luck, " el t ribut o que pagam os al
progreso" . Sir Gilm or Jenkins afirm ó que m edio m illón de t oneladas de pet róleo
cubre las superficies de ese m ar. Ácidos, am oníaco, insect icidas, det ergent es,
cianat os, fenoles, aguas cloacales y m at eriales carboníferos llegan diariam ent e al
m ar, así com o t it anio y desperdicios de m ercurio. Com o consecuencia, sólo en las
cost as brit ánicas m ueren 250 m il aves m arít im as por año. En poco t iem po m ás la
vida ent era m arít im a será aniquilada, o degenerada por la indust ria.

297
Cart a en el m ism o día, publicada en CANAL TV, de Mónica Cecilia Di Benedet t i, de
Villa Lynch: no com prendo por qué señor Migré se em peña en aum ent ar las
desdichas de una chica ya de por sí t an desgraciada com o Roxana. Som os m uchas
las am igas de aquí, aunque firm e solam ent e yo, que solicit am os de una vez por
t odas se arregle la sit uación de Roxana con el Dr. Mendoza, ya que una diferencia
de sit uación social no j ust ifica de ninguna m anera que se haga sufrir así a un
personaj e t an delicado com o Roxana. Créam e, señor Direct or, que la t eleaudiencia
de la pant alla chica quedará m uy reconocida si est as líneas se publican y pueden
servir de algo para que el Sr. Migré rect ifique su conduct a.

" Sólo un diplom át ico de raza podía enfrent ar el hecho consum ado. El 25 de m ayo,
en la Casa de Gobierno, el prot ocolo para el saludo al president e fij aba frac con
chaleco negro, y el em baj ador a que aludim os, por no conocer aún las cost um bres
del país, acudió con j aqué. Al llegar al recint o y ver a sus pares con frac, gracias a
un dom inio absolut o, no dem ost ró la m enor t urbación, y se ubicó en el lugar que le
est aba dest inado." Revist a dom inical de LA NACI ÓN, Buenos Aires.

Buenos Aires, La Razón. — Miguel Kiefer, rum ano, de 59 años, t enía una chacra en
Pam pa del I nfierno, Chaco, donde t rabaj aba en unión de su esposa Margarit a
Schm idt , de 46, y de sus hij os Juan y Jorge, casado ést e con Teodora Diebole, de
21 años. Próxim a Teodora a ser m adre, y com o el niño iba a const it uir una carga, la
suegra resolvió que debía abort ar, para lo cual infligía durísim os cast igos a su
nuera, sin que su hij o se at reviera a int ervenir. Ant e la inut ilidad del procedim ient o,
y previo consej o de fam ilia, se decidió m at arla m ediant e la picadura de una yarará,
que fue int roducida en una canast a de ropa. Luego la señora de Kiefer ordenó a su
nuera que buscara una cam isa en la canast a, siendo ent onces picada por la víbora.
Com o el veneno pareciera act uar con lent it ud, y t em iendo que finalm ent e no
t uviera efect o m ort al, la fam ilia subió a un carro y obligaron a Teodora, at ada con
una soga, a seguir la m archa corriendo. Enloquecida de sed y por los efect os del
veneno, cont ó luego su m arido al t ribunal, la m uchacha clam aba piedad. Pero la
sent encia de m uert e había sido ya dict ada. Para acelerarla, la suegra la asfixió
apret ándole el cuello con un pañuelo.

París, A. F. P. — Thor Heyerdhal ha realizado en 1947 la expedición del KON- TI KI y


en 1969 la del RA. En est a últ im a expedición not ó, declara, una diferencia con la
ant erior. En 1947 t eníam os un océano com plet am ent e claro, en el que no vim os
ningún signo de la m ano del hom bre durant e 101 días de viaj e, a lo largo de 4.300
m illas. Pero en 1969 no hubo un día en que no navegásem os ent re t oda clase de

298
desechos, navegando const ant em ent e ent re envases plást icos, bot ellas de vidrio,
lat as y m anchas de pet róleo. No se t rat aba de los desperdicios t radicionales, que
t erm inaban t ransform ándose en ot ras form as út iles de vida orgánica, sino de los
m at eriales sint ét icos que no form an part e de la evolución de la nat uraleza. No
t enem os ninguna paut a de hacia dónde querem os ir, pero seguim os fabricando,
concluyó con t ono som brío.

New Yo r k , A.F.P. — El soldado Arnold W. McGill, acusado de genocidio, declaró que


no sabe por qué se hace t ant a alharaca con lo de la aldea viet nam it a, cuando ese
procedim ient o se ha seguido regularm ent e, com o lo saben perfect am ent e los
generales que han conducido el Pent ágono. Yo no he hecho ot ra cosa que obedecer
órdenes que venían del capit án Medina, dij o. Y agregó: por ot ra part e se t rat aba de
una aldea que nos venía m olest ando en t oda form a.

Brom wich, U.P. — Bill Corbet declaró ant e el j uez que desde hace 7 años no dirige
la palabra a su esposa, aunque viven baj o el m ism o t echo. En la cort e local, la
señora Corbet confirm ó el hecho: " Hace m uchos años que no nos hablam os.
Cuando uno ent ra en el cuart o, el ot ro sale. Pero nos encont ram os m uy poco,
algunas veces en la escalera o en la puert a del baño" . Agregó que hast a hace un
t iem po le preparaba la com ida, se la dej aba en la m esa y le dej aba m ensaj es
escrit os: la sopa ya t iene sal, el guiso est á recalent ado. Ese t ipo de inform es. Pero
últ im am ent e t am bién ha cesado ese género de com unicación.

Tok io, A.F.P. — En la m añana del bom bardeo de Hiroshim a —relat a el señor Yasuo
Yam am ot o— iba en biciclet a cuando oí ruido de aeroplanos. Pero no prest é
at ención, porque en aquellos días est ábam os habit uados. Dos m inut os m ás t arde vi
levant arse una gigant esca colum na de fuego en m edio de t erroríficas explosiones,
com o el est am pido de m il t ruenos a la vez. Mi biciclet a fue arroj ada al aire y yo caí
det rás de una pared. Cuando pude t repar, vi una horrenda confusión, sent í una
enloquecida grit ería de chicos y m uj eres, así com o alaridos de personas
seguram ent e m alheridas o m oribundas. Corrí hacia m i casa, advirt iendo en el
t rayect o gent es apret ándose grandes heridas, ot ros cubiert os de sangre, la m ayor
part e quem ados. Todos m ost raban el pavor m ás grande que yo he vist o en m i vida,
y el sufrim ient o m ás grande concebible. Más allá de la est ación se veía un m ar de
fuego y t odas las casas dest ruidas. Me angust iaba pensar en m i único hij o Masum i
y en m i m uj er. Cuando por fin logré llegar, ent re escom bros e incendios, hast a lo
que había sido m i casa, no había m ás paredes y el piso est aba inclinado com o por
un t errem ot o, con pilas de vidrios rot os y fragm ent os de puert as y cielorrasos. Mi
esposa, herida, clam aba por nuest ro hij o, que había salido para hacer un pequeño

299
m andado. Lo buscam os por t odos lados, en la dirección donde había ido, hast a que
oím os por ahí a un ser desnudo, casi sin piel, con el pelo t am bién quem ado, que
gem ía en el suelo, casi ya sin fuerzas siquiera para cont raerse. Con horror, le
pregunt am os quién era, y con voz apenas com prensible el desdichado m urm uró con
una voz ext rañísim a Masum i Yam am ot o. Lo pusim os sobre una t abla, rest o de una
puert a, con infinit o cuidado, porque era una llaga viva, y lo llevam os hast a algún
lugar de auxilio. Unas diez cuadras m ás allá advert im os una larga fila de heridos y
quem ados que esperaban ser at endidos por m édicos y enferm eras, t am bién
heridos. Pensando que nuest ro niño no aguant aría m ás, rogam os a un m édico
m ilit ar que al m enos nos diera algo para aliviar sus dolores. Nos dio aceit e para
cubrirlo y así lo hicim os. El chico nos pregunt ó si iba a m orir. Con fuerza le dij im os
que no, que pront o se curaría. Quisim os llevarlo de nuevo a nuest ra casa pero nos
dij o que, por favor, no lo m ovieran de donde est aba. Al oscurecer se t ranquilizó un
poco, pero pedía agua const ant em ent e. Y aunque no sabíam os si podía em peorarlo,
se la dábam os. Por m om ent os deliraba y sus palabras no se ent endían. Después de
un t iem po pareció recobrar el sent ido y nos pregunt ó si era ciert o que había un
cielo. Mi esposa est aba t rast ornada y no at inó a responder, pero yo le dij e que sí,
que había cielo, un lugar m uy lindo donde nunca había guerras. Escuchó est as
palabras at ent am ent e y pareció que se t ranquilizaba. " Ent onces, es m ej or que m e
m uera" , m urm uró. Ya no podía casi respirar, su pecho se alzaba y baj aba com o un
fuelle, m ient ras m i m uj er lloraba en silencio para que él no la oyera. Después,
nuest ro hij o em pezó de nuevo a desvariar y ya no pidió m ás agua. A los pocos
m inut os, felizm ent e, dej ó de respirar.

Cart a del señor Lippm ann, de Eureka, Colorado, dirigida al Secret ario General de
las Naciones Unidas, publicada en el NEW YORK TI MES:
Est im ado Señor:
Le escribo para com unicarle que he decidido renunciar com o m iem bro de la raza
hum ana. Por consiguient e, pueden ust edes prescindir de m í en los t rat ados o
debat es que esa Sociedad realice en el fut uro. Saludo a ust ed con at ención.
Cornelius W. Lippm ann.

D E EN TRE LOS RECORTES

300
Nacho eligió t res que decidió incorporar a su galería en la pared. Un enorm e
anuncio de veint e cent ím et ros por dos colum nas, que llevaba com o t ít ulo DI OS
TI ENE TELÉFONO! 80- 3001. Llam ar en caso de urgencia.
Ot ro aviso le pareció int eresant e, en LA NACI ÓN, colocado cerca de las not icias
im port ant es: NO MÁS SOLEDAD! Solución a su nivel socio- económ ico y cult ural.
Am bos sexos. Hum anidad, com prensión, experiencia, veracidad y reserva,
ESTUDI O ASTRAL. Dirige E. Mat ienzo Pizarra, Córdoba 966. Consult e y pida hora al
392- 2224. Después de pegar el aviso en la pared llam ó al núm ero indicado y
cuando una señorit a le respondió " Est udio Ast ral, m uy buenas t ardes" , respondió
GUAU! GUAU! GUAU!
Para dar t érm ino a su t rabaj o del día, colocó encim a de la fot o de Anouilh en
j acquet , saliendo de la iglesia, la cont rat apa de un núm ero del READER’S DI GEST
con un gran ret rat o de Paul Claudel, en que el dist inguido diplom át ico y poet a
m et afísico, gordo pero con grave dignidad, m irando con oj os penet rant es y
adm onit orios al lect or, decía LEED EL READER’S DI GEST! La adm onición venía
acom pañada por sensat as palabras de fundam ent o.
Luego resolvió ir al zoológico.

ESA TARD E S. CAM I N Ó LARGAM EN TE

esperando la hora en que debía encont rarse con Nora, hast a que llegó a Plaza
I t alia, desde donde t om ó por la Avenida Sarm ient o hacia el Monum ent o de los
Españoles, por la vereda del zoológico, sin rum bo fij o. Expresión que en ese
m om ent o surgió en su m ent e, lo que dem ost raba, en opinión de Bruno, que hast a
los escrit ores se dej an llevar por las expresiones corrient es, t an superficiales com o
falaces. Porque siem pre cam inam os con un rum bo fij o, en ocasiones det erm inado
por nuest ra volunt ad m ás visible, pero en ot ras, quizá m ás decisivas para nuest ra
exist encia, por una volunt ad desconocida aun para nosot ros m ism os, pero no
obst ant e poderosa e inm anej able, que nos va haciendo m archar hacia los lugares
en que debem os encont rarnos con seres o cosas que de una m anera o de ot ra son
o han sido o van a ser prim ordiales para nuest ro dest ino, favoreciendo o
est orbando nuest ros deseos aparent es, ayudando u obst aculizando nuest ras
ansiedades, y, a veces, lo que result a t odavía m ás asom broso, dem ost rando a la
larga t ener m ás razón que nuest ra volunt ad concient e. S. sent ía baj o sus pies las
blandas hoj as de los plát anos que el vient o hacía caer, en aquel at ardecer

301
depresivo de los días de fiest a, sobre t odo en ese barrio, cuando los chicos que
corret ean por el j ardín zoológico ya han sido ret irados por sus padres o niñeras, y
cuando los m arineros, corridos por el frío y la llovizna, se han m et ido en los bares
de la calle Sant a Fe, con sus chicas regulares o con las m odest as t urrit as que los
acom pañan a t om ar un subm arino calient e con m edialunas. Nadie se veía en
aquella solit aria vereda, except o un m uchacho flaco t om ado de los barrot es de la
verj a con sus dos m anos, con los brazos abiert os en cruz, m irando hacia el int erior
del zoológico, est át ico, y al parecer indiferent e a la llovizna, porque no llevaba ot ra
ropa que unos blue- j eans dest eñidos y una cam pera t an deshilachada com o sus
pant alones, com poniendo una figura desm añada y un poco grot esca.
Hast a que al acercarse un poco m ás advirt ió que era Nacho, m om ent o en que se
det uvo com o si est uviera com et iendo una m ala acción o sorprendiendo a alguien en
un act o de absolut a int im idad. De m odo que se alej ó, dando un rodeo, cuidando la
posibilidad deque el chico dej ara de observar fij am ent e aquel j ardín silencioso, con
sus anim ales perdidos com o inofensivos fant asm as. Hast a que, una vez a suficient e
dist ancia, se det uvo a observarlo desde at rás de un plát ano, fascinado por su
presencia y por su act it ud est át ica y cont em plat iva.

M I EN TRAS N ACH O

t enía com o t ant as ot ras veces siet e años, lej os del t errit orio de la suciedad y la
desesperación, sent ado en el suelo, a la som bra del quiosquit o, descifrando RAYO
ROJO, sint iendo la t ranquila respiración del Milord, t irado a t odo lo largo, con su
color café con leche y sus m anchas blanquecinas de perro callej ero, dorm it ando a
sus pies, sin duda soñando en apacibles m edit aciones de siest a, seguro en el
m undo por saberse al lado de Fuerzas Poderosas y Benefact oras, sobre t odo
Carlucho, doblem ent e gigant esco sobre su sillit a enana, t om ando con pensat iva
lent it ud su m at e en j arrit o enlozado, m edit ando en su hora filosófica; m edit ación
( según Bruno) que de ninguna m anera podía ser m olest ada por la presencia del
chico ni del Milord sino, por el cont rario, facilit ada y hast a fom ent ada, ya que sus
Pensam ient os no eran para sí solo sino, dada la condición de su espírit u, para la
Hum anidad en general y para aquellos dos seres desam parados m uy en especial.
Así que m ient ras el chico leía el RAYO ROJO y el Milord soñaba seguram ent e con
herm osos huesos y aquellas lindas cam inat as de los días feriados por la I sla Maciel,

302
Carlucho redondeaba nuevas ideas sobre la Misión del Dinero, el Papel de la
Am ist ad y la Trist eza de la Guerra.
Mom ent o en que en virt ud de algún recuerdo o pensam ient o suscit ado por la
hist oriet a, Nacho, m ant eniendo la revist a abiert a en la página que leía, levant ando
sus oj os hacia su am igo, dij o " Carlucho" y el gigant e de pelo canoso y espaldas de
at let a dij o m ecánicam ent e " lo qué" , sin abandonar del t odo las ideas que en ese
m om ent o ocupaban su cabeza.
—Pero m e oís o no m e oís? —casi se quej ó el chico.
—Te oigo, Nacho, t e oigo.
—Qué anim al t e gust aría ser?
Ot ras veces habían discut ido sobre t igres y leones. La idea general era m ás o
m enos así: los t igres eran com o los gat os, los leones eran com o los perros. Qué
gracia: los dos preferían los perros. Pero est a pregunt a era m ás com plicada, y
Nacho, que conocía a fondo a Carlucho, no iba a pregunt arle algo t an sonso. No,
señor.
—Sí, qué anim al t e gust aría ser.
No esperaba una respuest a rápida, sabía que Carlucho era j ust iciero y que no iba a
cont est ar cualquier cosa para salir del paso. No era cuest ión de decir, por ej em plo,
elefant e y se acabó. No iba a cont est ar algo falso o algo que result ara ofensivo para
cualquier clase de anim al, páj aro o fiera o lo que fuese. Por lo t ant o, la pregunt a
era enorm e. No en vano Nacho lo había pensado m uchas veces, era un proyect o
largam ent e cavilado.
Carlucho dio una chupada larga al m at ecit o y, com o era caract eríst ico cuando se
concent raba m ucho, fij ó sus oj os azules en el t echo verdoso de aquel m irador que
daba sobre la calle Chiclana, m ient ras m urm uraba para sí m ism o " si yo t endría de
ser anim al..."
—Sí —confirm ó Nacho, im pacient e.
—Perá, perá... Qué t e cré, Nacho, que la cosa son t an fácile? Si la cosa sería t an
fácile... Perá un poco...
Nacho sabía de sobra que cuando se le hinchaban aquellas venas del cuello era
porque est aba pensando con m ucha fuerza. De m odo que esa hinchazón lo hacía
gozar, porque hacía m ucho t iem po que había calculado la pregunt a, seguro de que
lo pondría a Carlucho en un apuro. A ot ros, no, nat uralm ent e. El int errogado
respondía elefant e o t igre o león y se acabó. Carlucho era dist int o, t enía que pesar
el pro y el cont ra, t enía que decir ni m ás ni m enos que lo que considerase la
verdad, " porque lo j ust o é lo j ust o" .
—Te voy a sé sincero, pibe: nunca lo pensé, j am á de lo j am ase. Tené cada
pregunt a vo.

303
Apart ó suavem ent e con el pie a Milord, que t enía la m aldit a cost um bre de irse
corriendo siem pre hast a ponerse debaj o m ism o de la pava con agua hirviendo, y
volvió a concent rar su m irada sobre el t echit o verdoso.
—Y? —insist ió Nacho, que m ás est aba gozando cuant o m ás t iem po pasaba y m ás se
hinchaban las venas.
Carlucho se enoj ó. Nacho t enía m iedo cuando se enoj aba porque, com o el m ism o
Carlucho reconocía cuando recobraba la calm a, cuando perdía lo est ribo era capá de
cualquier cosa.
—Pero vo qué t e cré! —grit ó, m ient ras los oj os se ponían brillant es de cólera—. Te
dij e que perase un m om ent o. O no t e dij e que perase? Eh?
Nacho se achicó t odo y esperó que pasase la t orm ent a. Carlucho se levant ó y
em pezó a acom odar en ángulo rect o las revist as, los chocolat ines, los at ados de
cigarrillos. Todo est aba alineado com o un ej ércit o disciplinado y lim pio, la m enor
irregularidad lo m olest aba: no había casi nada que pudiera desagradarle m ás que
ver algo en " falsa escuadra" . Se fue calm ando poco a poco, hast a que volvió a
sent arse en la sillit a:
—Hay que j oderse t am bién con vo. Mirá si hay anim ale: t igre, leone, lefant e,
águila, cóndore, cabra, qué sé yo... pa no hablart e de la sabandij a, de la horm iga o
lo pioj o, o la propia rat a... Hay que j oderse. Asegún vo habría que agarrá y resolvé
t odo así, de un saque.
Chupó m edit at ivam ent e el m at e y Nacho com prendió que la reflexión est aba
llegando a su fin, por aquella som bra de sonrisa int erior que em pezaba a esbozarse
en su cara y que él conocía t an bien.
—Si yo t endría de sé anim al... —com ent ó ya casi sonriendo, t ant o para alargar el
gust o.
Se levant ó, dej ó el m at ecit o sobre el caj ón que le servía de cocinit a y luego, con
m ucha calm a, volviéndose hacia el chico, le respondió:
—Te voy a sé sincero, pibe: popót am o.
Nacho casi salt ó. No est aba sorprendido, est aba casi enoj ado, porque por un
m om ent o pensó que Carlucho quería t om arle el pelo.
—Pero est ás loco? —grit ó.
Carlucho lo m iró con severidad y su cara adquirió aquella fría calm a que precedía a
sus peores explosiones de rabia.
—Qué t ienen lo popót am o? —pregunt ó con voz helada—. Vam o a vé.
Nacho se volvió hum ilde y quedó callado.
—Vam o a vé. Ahora vo m e va a decí qué t ienen lo popót am o de m alo.
El Milord se había cont raído y observaba con las orej as alert as, m edio asust ado.
Nacho observó a Carlucho con caut ela. Cuando Carlucho asum ía aquel aire era

304
peligrosísim o y la m enor palabra equivocada podía desencadenar una gran
cat ást rofe.
—Yo no dij e que los hipopót am os fueran m alos —se at revió a m urm urar, sin dej ar
de vigilar la cara de su am igo.
Carlucho lo escuchó observándolo inquisit ivam ent e.
—Salt ast e com o leche hervida —com ent ó.
—Yo?
—Sí, vo. Ahora m e va a negá que salt ast e com o leche hervida.
—Yo no salt é nada. Pensé que m ás bien t e podía haber gust ado ot ro anim al. Nada
m ás.
La calm a helada de Carlucho: no est aba sat isfecho, allí había gat o encerrado.
—Ahora vo m e va decí qué t ienen de m alo lo popót am o.
Nacho m idió el peligro. Si negaba t ot alm ent e cualquier m ala int ención, cualquier
hecho negat ivo, Carlucho iba a sospechar que est aba m int iendo. I nt uyó que era
preferible decir part e de lo m alo.
—Y yo qué sé —com ent ó—. Son anim ales bast ant e feos.
—Ta bien. Qué m á. No m e va a salí ahora que porque son fiero no son anim ale de
prim é orden.
—Creo que son bast ant e sonsos, adem ás.
Carlucho lo escrut ó con severidad.
—Sonso? Y quién t e dij o que son sonso?
—Y... no sé... m e parece...
—Me parece, m e parece! Así que porque a vo t e parece result a que lo popót am o
son sonso?
Nacho lo cont roló, com o alguien delant e de una granada que no se sabe si t odavía
puede est allar. Trat ó de calm arlo.
—Bueno, quién sabe, a lo m ej or no es así... qué sé yo...
—A lo m ej ó é así! Cuándo aprenderá vo a sé j uicioso y a no decí m acana t ra
m acana!
Despachó unos cigarrillos, acom odó el rest o de la im pecable arm ada y se sent ó.
Nacho sabía que era m ej or dej ar que se calm ara lent am ent e y no volver a
com ent ar nunca m ás nada sobre los hipopót am os. Cuánt as veces habían quedado
en el m ist erio m ás profundo aseveraciones de Carlucho sobre el dinero o los
acorazados, sobre las m odas fem eninas o las t ort as con grasa. Dej ó pasar m ucho
t iem po ant es de volver sobre el t em a de los anim ales. Carlucho era com o esos
poderosos ríos de llanura, lent os y aparent em ent e calm os, con aguas que parecen
no m overse, pero que t ienen peligrosísim os rem olinos donde el que se arriesga se
hunde y pierde la vida. Para no hablar de la furiosa fuerza que t ienen cuando
vienen las t orm ent as y las crecient es. Carlucho det est aba que una afirm ación m uy

305
m edit ada fuese t om ada a la ligera. Claro que a veces hacía brom as. Pero cuando se
hablaba en serio lo enfurecía que no se ent endiera que se est aba hablando en
serio.
Mucha am argura le produj o lo de los hipopót am os, y durant e varios días est uvo
resent ido: perm anecía en silencio o respondía con m onosílabos.
Hast a que cuando t odo hubo pasado y pudieron conversar am ist osam ent e sobre
infinidad de t em as, Nacho volvió a la carga, pero en general. Zoológico, esas cosas.
—Si yo sería gobierno —dict am inó Carlucho— prohibiría lo zoológico. Ai t ené.
—Por qué. Carlucho. A m í m e gust a ir al zoológico. Me gust a ver a los anim ales. A
vos no, acaso?
—No, señor. No m e gust a nada. No m e gust a nada. Te soy sincero, pibe: si yo sería
gobierno no sólo prohibía lo zoológico. Pondería preso a eso t ipo que van en el
África a garrá anim ale salvaj e.
Nacho lo m iró ext rañado.
—Te llam a la at ención, eh?
Se levant ó para despachar cigarrillos y volvió a sent arse en la sillit a enana.
—Así é la cosa —afirm ó sent enciosam ent e—. Pondería preso a t odo eso canalla. A
vé si le gust aba est á ent re rej a, com o lo leone o lo t igre.
Se volvió hacia Nacho.
—A vo t e gust aría est á en una j aula?
Nacho lo m iró sorprendido.
—A m í? Claro que no.
Carlucho se levant ó con energía y con su cara radiant e, señalándolo con el índice,
com o el fiscal en una acusación, exclam ó:
—Ai est á! Vé? Vé cóm o son la cosa? Te agarré inflagant e, ái t ené!
Se volvió a sent ar, se calm ó, chupó el m at e y se quedó pensat ivo, m irando hacia el
t echit o verdoso.
—Así é el m undo, la gran put a.
De pront o se volvió hecho una furia.
— Decim e, Nacho, y si a vo no t e gust a est ar a una j aula, cóm o queré que le gust e
a un león o a un t igre? Eh? Bicho que pa colm o est á acost um brado a la selva, a
andar libre y recorré el m undo ent ero. Eh?
Nacho se quedó en silencio.
—Test oy hablando, Nacho! —insist ió con energía.
—Sí, Carlucho, es ciert o.
Carlucho em pezó a calm arse, pero perm aneció en su sillit a largo t iem po sin hablar.
Vinieron después varios client es.
—Cigarrillo, cigarrillo! Dale que va: t am bién pondería a la cárcel a lo fabricant e de
cigarrillo. Todo é un negocio. A lo t reint a año, cuando m i viej o t enía t reint a año, el

306
dot or Helguera le dij o a m i viej o vea don Salerno o dej a de fum á o se m uere en sei
m ese.
—Y t u padre?
—Mi padre? Qué t e creé, vo. Mi padre era duro com o fierro. Dej ó de fum á y
sansecabó. Así son lo hom bre, no est o t irifilo de ahora que t e dicen que si pueden,
que si no pueden, que sí, que no, que el cigarrillo, que no el cigarrillo, que el vicio,
que no el vicio. Todo m anflora.
—Manfloras?
—Cuando sea m á grande lo va a sabé.
—Así que dej ó de fum ar.
—El finado e m i viej o era de una sola palabra. Hast a que m urió no volvió a t ocá un
t oscano.
—Toscano?
—Ma sí, Nacho. Toscano. O t e pensá qu'iba a fum á rubio con filt ro, com o est o
m arica. En casa nunca ent ró ni t abaco rubio ni bebida dulce. Palabra.
Nacho ardía por volver a hablar de los hipopót am os.
—Pero decim e, Carlucho, si no hay zoológicos, adónde van a ir los chicos a ver los
anim ales?
—Adónde? A ninguna part e.
—Y cóm o, a ninguna part e? Así que no hay que ver m ás anim ales salvaj es?
—No, señor. Nadie se va a m orí porque no vean un león enj aulado. Un león t iene
que est á a la selva, t iene que est á. Con su padre y con su m adre, si é cachorro. O
con su leona si é grande, y su hij o. Y a lo t ipo que lo cazan yo lo m et ería a su lugar,
en lo zoológico. A vé, que com an m anise a la j aula. Van a vé.
Nacho lo m iró.
—A vo t e gust a conversá conm igo, no é así?
—Sí, claro.
—Y bueno, lo anim ale t am bién conversan, qué t e cré. O pensá que porque dan
rugido no conversan? Vo sabé lo que é un oso que est á a la j aula, dale que dale,
siem pre la m ism a vuelt a, de aquí pallá, de allá paquí, siem pre lo m ism o, siem pre
solo, siem pre pensat ivo?
Se quedó m irando el t echit o verdoso.
—Parece m ent ira que nadie se dé cuent a.
Después de un t iem po prosiguió:
—A m í m e gust a hacé esperim ent o. Sabé lo qu'hice un día?
Una sonrisa anunciaba que aquel experim ent o había sido decisivo.
—Sabé lo qu'hice? Me fui ál zoológico a eso de loración.
—Cóm o, aloración?

307
—Ma sí, sonso, a la t ardecit a. Cuando ya han cerrao el zoológico. Vist e la verj a que
da por lavenida Sarm ient o?
—Sí.
—Bueno, era la t ardecit a, lo pibe ya se habían ido a t om á la leche, lo port ero
habían cerrado la puert a. No había propiam ent e nadie. Hay que vé lo que ent once é
el zoológico. Hace la prueba.
—Qué prueba?
—El zoológico cuando no hay nadie.
—Y cóm o es, Carlucho?
Carlucho baj ó la cabeza y em pezó a hacer unos dibuj it os con una paj a de escoba en
la t ierra de la vereda.
—E t rist ísim o —m urm uró.
—Y bueno, porque no est án los pibes, porque no les dan caram elos o gallet it as,
t odo eso.
Carlucho levant ó su cara irrit ada.
—Cuándo aprenderá vo. No t e da cuent a, pavot e? Cuando est án lo chico, lo anim ale
se dist raen, claro, cóm o no. Bueno fuera. Que un caram elo, que lo m anise, que lo
bizcochit o. Claro que se dist raen. A quién m á, a quién m eno, a t odo lo anim ale le
gust an lo chico. No m e apart o. Pero ent endé? Se DI STRAEN!
Nacho no com prendía. Carlucho lo exam inaba com o un profesor a un alum no
incapaz.
—Supongam o ( é un suponé) que a vo se t e m uere t u padre, pongo por caso, y
viene un am igo y t e habla de si el part ido de River, de si el paro de la CGT, de
cosit a. Te dist rae. No t e digo que no lo t engan que hacé, si t e quieren. Est á bien, é
nat ural, é una buena cosa.
Nacho lo m iraba.
—Vo no m e ent endé. Te lost oy viendo a la cara.
Se concent ró. La vena del cuello com enzó a hincharse.
—Lo que quiero decí é que no t iene que habé am igo que t e hablen de River. Si no
que no se t e m uera el padre. Ent endé lo que t e quiero decí?
Observó al chico, para ver si la idea le ent raba en la cabeza.
—Te da cuent a? No é que yo m oponga a que lo chico vayan al zoológico y le den
m anise a lo elefant e o bizcochit o a lo m ono. Lo que t e digo é que no t iene que habé
zoológico. Por eso hice lesperim ent o.
—Qué experim ent o?
—Mirá lo anim ale, a la t ardecit a, cuando em pieza a caé la noche, cuando est án
solo, lo que se dice solo, sin pibe, sin caram elo, sin nada, lo que se dice nada de
nada.

308
Volvió a hacer dibuj it os con la ram it a en el suelo y al cabo de un largo silencio
levant ó su cara y al chico le pareció que sus oj os est aban velados.
—Y qué vist e, Carlucho? —pregunt ó, sin saber si debía hacerlo o no.
—Qué vi?
Se levant ó, arregló unas caj as y después respondió:
—Y qué t e parece que podía vé? Nada. Lo anim ale solit ario. Eso é lo que vi.
Se sent ó y agregó com o para sí:
—Había uno anim ale grandot e, una especie de no sé qué. Había que verlo. Est á
encorvado, m irando el suelo, nada m á que m irando el suelo, t odo el t iem po. Cada
ve m á oscuro, y el bicho solit o. Tan grandot e. Ni se m ovía pa espant á una m osca.
Est aba pensando. Vo creé que lo anim ale porque no hablan no piensan? Son com o
lo crist iano: cuidan la cría, acarician lo hij o, lloran cuando m at an a la com pañera.
Así que vaya a sabé lo que pensaba aquel bicho. Y t e voy a decí que cuant o m á
grande m á pena m e da. No sé, lo bichit o chico a vece no m e gust an, pa qué no
vam o a engañá. Son m olest o, com o la pulga. Pero eso anim ale grandot e... Un león,
pongo por caso. Un popót am o. Te da cuent a lo t rist e que debe sé no est á nunca m á
a la selva, lo que se dice nunca m á? A lo grande río, a lo lago?
Se calló.
—Y sabé lo que pasó despué?
—Qué.
—Le hablé.
—A quién?
—A quién iba a sé, sonso: al anim al ese, bisont e, qué sé yo.
—Le hablast e?
—Y por qué no? Pero no se m ovió nada. Claro, capá que no m e oía. Maginat e, yo
no podía ponerm e a grit á desde la verj a. A vé si m e t om aban por loco.
—Y qué le decías?
—Y, qué sé yo... Cosa... m acanit a... Bicho, le decía. Bicho. Y nada.
—Y qué podía responder?
—No, nat ural. Pero al m eno que m e m irara. Pero nada.
—A lo m ej or no t e oía.
—Claro, claro. Yo t enía de hablá en vo baj a.
Se quedaron en silencio. Después hablaron de ot ras cosas, pero al final Carlucho
volvió a lo m ism o:
—Sabé una cosa?
—Qué.
—Yo podería ser m édico. Pero no vet erinario.
—Por qué?

309
—Por ese asunt o. Capá que hablan ent re ello, seguro que ent re ello se ent ienden
com o nosot ro. Si vo so m édico y un t ipo t e dice m e duele est o o est o de m á allá,
est á bien. Podé rum biá. Pero cóm o hace pa rum biá con un popót am o? O con un
león? Maginat e ese rey de la selva t irado, sin fuerza pa m ové la cabeza, que t e m ira
con oj o t rist e, pidiendo ayuda, confiao en vo. A lo m ej ó, pudriéndose de cáncer y vo
sin sabé lo que le pasa.
Lent am ent e, la t arde de ot oño se iba convirt iendo en noche, prim ero en los lugares
m ás ocult os, en el int erior de las casillas de los anim ales, para ir creciendo luego
hacia lo alt o, poco a poco, m ient ras Nacho se em peñaba en seguir viendo a t ravés
de la rej a, adivinando un elefant e, y m ás allá quizá al m ism o bisont e que aquel día
Carlucho había cont em plado en su experim ent o, al m ism o a quien le había dirigido
aquella pequeña palabra sin respuest a.

PORQUE, QUÉ CLASE D E TERN URA,

qué palabras sabias o am ist osas —pensó Bruno que pensaba Sabat o—, qué caricias
podían alcanzar el corazón escondido y solit ario de aquel ser, lej os de su pat ria y de
su selva, brut alm ent e separado de su raza, de su cielo, de sus frescas lagunas? No
era difícil que cavilando en esas penurias Nacho baj ara finalm ent e sus brazos y,
encorvado y pensat ivo, con las m anos en los bolsillos t raseros de sus blue- j eans,
pat eando dist raídam ent e alguna piedrit a, cam inara luego por la Avenida del
Libert ador. Hacia dónde? Hacia qué soledades, t odavía? Y ent onces a S. le volvió en
el est óm ago aquel asco por la lit erat ura, que cada día se le repet ía con m ás fuerza,
y volvió a pensar en lo de Niet zsche: t al vez uno podría llegar a escribir algo
verdadero cuando esa repugnancia por los lit erat os y sus palabras llegase a un
grado irresist ible; pero repugnancia de verdad, de esas que pueden provocar un
vóm it o a la sola vist a de uno de esos cockt ails de art ist as que hablan de la m uert e
m ient ras se disput an un prem io m unicipal. Y después, a un m illón de kilóm et ros de
t odos esos ( esos?) seres vanidosos, m ezquinos, perversos, sucios, hipócrit as,
em pezar a respirar aire puro y fresco, est ar en condiciones de hablar sin
avergonzarse con un analfabet o com o Carlucho, hacer algo con las m anos: una
acequia, un pequeño puent e. Algo hum ilde pero lim pio y exact o. Algo út il.
Pero com o el corazón del hom bre es insondable —se decía Bruno—, con ese
pensam ient o en su cabeza, el cuerpo de S. se dirigió hacia la calle Cram er, donde
se encont raría con Nora.

310
PASÓ UN TI EM PO

sin que t uviera m ás not icias del Dr. Schnit zler. Y pensó, con alivio, que no las
t endría m ás. Hast a que un día oyó por t eléfono sus chillidos de rat ón ext ranj ero.
Qué le pasaba, Dr. Sabat o? Est aba enferm o? Había que cuidarse. No le había
prom et ido visit arlo con m ás t iem po? Acababa de llegarle de Oxford un libro
fant ást ico, et c. Dej ó t ranscurrir algunas sem anas, sin saber qué act it ud t om ar,
vacilando ent re el t em or de verlo y el t em or de dej ar de verlo, suscit ando así vaya
a saber qué reacciones. Hast a que recibió una cart a con un encabezam ient o un
poco frío y probablem ent e irónico sobre su salud, sobre esos at aques de got a y las
neuralgias dolorosas en la cara. Las parálisis hist éricas ( no lo sabía?) aparecen con
m ás frecuencia en el lado izquierdo, el lado som et ido a las influencias inconcient es.
Se llevó la m ano al lado izquierdo. Hacía ya un t iem po que lo acom et ía una curiosa
idea: alguien se acercaba con un gran cuchillo punt iagudo, le agarraba la cabeza
con una m ano, por la nuca, com o suelen hacer los peluqueros, y con la ot ra le
m et ía la punt a del cuchillo en el oj o izquierdo. Mej or dicho, no precisam ent e en el
oj o sino ent re el globo ocular y el hueso de la órbit a. Una vez efect uada est a
operación, que el individuo ej ecut aba con precisa caut ela, deslizaba el cuchillo a lo
largo de la órbit a hast a hacer caer el oj o. Generalm ent e caía a los pies, pero luego,
salt ando com o una pelot it a, llegaba hast a lugares m ás alej ados.
Est e proceso le provocaba una sensación en ext rem o viva y desagradable. Así que
cada vez que int uía iba a producirse com enzaba a angust iarse. Lo curioso es que en
ese caso era inút il pensar en ot ra cosa o t rat ar de rehuir el hecho: se producía
inexorablem ent e.
Un ej em plo. Una noche est aba con la señora de Falú, hablando del viaj e de Eduardo
por el Japón, cuando advirt ió que iba a sucederle.
Ella vio que palidecía y se inquiet ó.
—Le pasa algo? —pregunt ó, observándolo con solicit ud.
Com o se com prende, no iba a explicarle lo que le ocurría. Así que respondió
m int iendo: no, no le pasaba nada. Just o en el m om ent o en que el suj et o le
colocaba la punt a del cuchillo para iniciar el m ovim ient o rot at orio que ya se ha
explicado.
La señora de Falú siguió hablando de algo que lógicam ent e Sabat o no est aba en
condiciones de at ender, pero era evident e que sospechaba algo raro. Trat ó de

311
m ant enerse lo m ás sereno posible, a pesar de que el m ovim ient o del cuchillo a lo
largo de la órbit a era siem pre t errible. Por supuest o, no siem pre la sit uación era t an
m olest a. Era poco frecuent e que la ext racción se produj ese delant e de ot ras
personas. A veces est aba en la cam a o en la oscuridad de un cine, donde es m ás
fácil pasar inadvert ido. Muy pocas veces la operación le fue pract icada en una
circunst ancia t an incóm oda com o en el caso que ahora se com ent a, porque no sólo
est aba la señora de Falú delant e de él sino que había ot ras personas que desde
lej os m iraban.

N UEVAM EN TE ESTABAN SOBRE LA PI STA

Él creía que su part icipación había sido secret a y parecía im posible que nadie
pudiese siquiera sospecharla. Por qué ahora andaban por ahí, pregunt ando? Qué
significaba esa conversación en voz baj a en aquel rincón? Quiénes est aban
m urm urando y qué? Le pareció dist inguir a Ricardo Mart ín que cuchicheaba con
Chalo y Elsa, m ient ras de vez en cuando m iraban furt ivam ent e hacia donde él
est aba. Pero había t an poca luz que era difícil asegurarlo. Ent onces ent ró ot ra
persona que habría j urado era Murchison de no haber sabido que est aba en la
universidad de Vancouver. Se inclinó hacia Anzoát egui, le sugirió algo al oído, y
result aba evident e que t odos est aban al t ant o de algo m uy grave que m e
concernía. Después fueron llegando ot ros: parecía un velorio, pero el velorio de un
cadáver aún vivo y sospechoso. Ent re los recién venidos le pareció dist inguir a Cio
con Alicia, Malou con Graciela Beret hervide, Siria, Kika que venía con Renée. Se
apret aban cada vez m ás, la at m ósfera era cada vez m ás sofocant e, el rum or crecía,
no porque subieran la voz ( era siem pre un cuchicheo) sino porque se sum aban.
Después llegaron I ris Scaccheri, Orlando y Luis, Em ile. Tit a. Y solo en un rincón,
com o esperando un veredict o sobre el crim en. Se había corrido el dat o, era claro.
Quién era esa que t rat aba de ent rar pugnando? Mat ilde Kirilovsky, pero la de ant es,
la de la facult ad, cuando era una chica. Se em puj aban, forzados por los que
seguían llegando y t odo era francam ent e desagradable, part icularm ent e, para él ni
qué decirlo. Los Sonis, Ben Molar, el Dr. Savransky, Chiquit a, los Molins, Lily con
José y ot ros que a esa alt ura m ás eran presunciones suyas que im ágenes nít idas.
Ent onces perdió el conocim ient o, hundiéndose en un pozo. Despert ó grit ando.
Largo t iem po t ardó en desprenderse de los residuos de aquella pesadilla, se le
fueron borrando poco a poco rost ros, carcom idos por los poderes de la vigilia. Pero

312
su angust ia, en lugar de at enuarse pareció aum ent ar pues veía que el crim en se
propagaba de día en día a t ravés de su t errit orio noct urno, con policías e
int errogat orios rada vez m ás aprem iant es.
Se levant ó con pesadez, se lavó la cabeza con agua fría y salió al j ardín. Est aba
am aneciendo. Los árboles, a diferencia de los hom bres, recibían las prim eras luces
con su apacible nobleza, la de los seres que ( suponía) no sufren esa avent ura
siniest ra de t odas las noches.
Perm aneció largo t iem po sent ado al borde de un cant ero. Hast a que ent ró en su
est udio y se hundió en un sillón, m irando la bibliot eca. Pensaba la cant idad de
libros que ya no volvería nunca m ás a leer ant es de su m uert e. Después, haciendo
un esfuerzo, se incorporó y t om ó el Diario de Weininger, que había observado
desde su sillón. Lo abrió al azar y leyó una palabras de St rindberg, en el prólogo:
" Ese hom bre ext raño y m ist erioso! Nacido culpable com o yo. Porque he venido al
m undo con una m ala conciencia, con m iedo a t odo, a los hom bres, a la vida. Creo
que he com et ido algo m alo ant es de haber nacido" .
Lo cerró y volvió a hundirse en el sillón. Después de un t iem po se puso nuevam ent e
en cam a.
Cuando despert ó era casi de noche, y t enía apenas el t iem po para la cit a con la
m uj er de LA TENAZA. Cuando la encont ró, t uvo una alarm ant e im presión: en la
oscuridad, ent re los árboles de la calle Cram er, le pareció ver la fugit iva som bra de
Agust ina.

AL OTRO D Í A, EN LA BI ELA

Paco le t raj o un papel doblado: " Las t orres gót icas y la t orre Eiffel ( adm aj orem
hom inis gloriem ) buscan sim bólicam ent e la vert ical, huyen de la t ierra fem enina,
horizont al por excelencia. Tam bién es horizont al la cam a, sím bolo del sexo" .
No necesit aba m irar, pero no pudo evit arlo: ahí est aba, en un rincón del café,
observándolo con sus oj it os de rat a regocij ada. Le hizo un gest o a Sabat o y le guiñó
un oj o, com o diciendo qué t al iba eso. Esperaba el m enor signo para venírsele
encim a, a pesar de McLaughlin. Pero S. no lo hizo, aunque lo m iró con hipócrit a
sim pat ía. Se quedó pensando en el m ensaj e y en la insist encia. Era evident e que lo
seguía, puest o que j am ás ant es lo había vist o en LA BI ELA. Pero lo seguía en
persona o t enía agent es a su servicio?
—Mac cuánt o? —pregunt ó.

313
Se lo escribió en una servillet a de papel. Se pronunciaba m aclaflin, no?
Según, había regiones de I rlanda en que se decía m aclaklin.
Claro: com o si no bast ara la arbit rariedad inglesa, se sum aba la locura irlandesa.
Quería hacer una t esis: el sexo, el m al, la ceguera.
S. lo m iró con sorpresa.
—Es un t em a com plicado, yo m ism o no sé gran cosa. Es decir, t odo lo que sé est á
en el I nform e.
Com prendo. Pero hay ot ra cosa. Me parece haber leído en una biografía suya que
sus ant epasados albaneses lucharon cont ra los t urcos en el siglo XV. Conoce la
leyenda de la ciudad de los Ciegos?
S. se alarm ó. Cóm o?
—No lo sé m uy bien, t odavía t engo que averiguarlo. En esa región: una ciudad
subt erránea de Ciegos, con m onarcas y vasallos: t odos Ciegos.
S. quedó pet rificado: no lo sabía. Se produj o un silencio y durant e un rat o pareció
que se configurara un t riángulo cabalíst ico: Mac, que lo m iraba con sus oj os
celest es, S. y el Dr. Schnit zler, que lo seguía observando com o quien no pierde
pisada. De haberse hecho una obra de t eat ro que no condescendiera a las
convenciones del nat uralism o ( pensó S. m ás t arde) , habría que haber desaloj ado
t oda la dem ás gent e con sus copas, cafés, sillas, m ozos y rest os de sándwiches:
t odo eso era falso, una especie de disfraz de la verdadera realidad, lo que probaba
qué m ent irosa podía ser esa clase de realism o. Tres t ipos en los vért ices de un
t riángulo, sobre un escenario abst ract o, escrut ándose, vigilándose con caut ela.
Era dem asiado. Le dij o a McLaughlin que lam ent ablem ent e sufría una neuralgia que
casi le im pedía hablar, que uno de esos días se encont rarían de nuevo. En cuant o el
m uchacho se fue, S. observó que el ot ro escribía febrilm ent e. Al cabo de unos
m inut os le m andó el result ado: " Me est á pareciendo, m i querido doct or Sabat o, que
ust ed no m e quiere ver, que incluso m e t iene poca sim pat ía. Qué pena! No sabe
cuánt o lo sient o! Tenem os t ant as cosas en com ún! Tendría t ant o que cont arle, est á
t an cerca de la verdad. Ya perdí las esperanzas ( se lo debo decir con franqueza, con
la m ano sobre el corazón) de que vuelva a visit arm e para t om ar un cafecit o. Por
eso aprovecho est a feliz circunst ancia para m andarle algunas observaciones que
creo serán de su int erés:
1º El aum ent o brut o de la población m undial.
2º La insurrección de las capas inferiores.
3º La rebelión de las m uj eres.
4º La rebelión de la j uvent ud.
5º La rebelión de los pueblos de color.
Todo, m i querido doct or, lo que se dice t odo, son MANI FESTACI ONES DE LO VI TAL
SOBRE LO RACI ONAL, lo que en rigor debe calificarse com o DESPERTAR DE LA

314
I ZQUI ERDA. I nút il explicarle a ust ed que no hablo de la izquierda en el sent ido
t rivial propio de los pobres diablos que no t ienen la m enor idea del verdadero
problem a. Hablo de la izquierda en el sent ido profundo, lo que se vincula a lo
reprim ido e inst int ivo de la raza. Ust ed t am bién lo ha dicho, en ciert o m odo. Qué
cerca est am os! Y un personaj e suyo lo ha expresado brillant em ent e en el I nform e
sobre Ciegos. Por eso m ism o lo he seguido con at ención en los últ im os años, he
querido ayudarlo, acercarm e a ust ed, apoyarlo espirit ualm ent e. Pero m e est á
pareciendo que ust ed no lo quiere. Se lo digo con ent era franqueza: m e apena
m uchísim o" .
No pudo seguir leyendo, la m ención de Fernando lo dej ó pet rificado. Era ciert o,
t odas esas opiniones las podía haber enunciado Vidal Olm os. Y él, Sabat o, qué era
ent onces? Le hizo una seña a Paco para que le t raj era ot ro café, m ient ras rehuía
m irar hacia donde est aba aquel individuo. Recién cuando t om ó el segundo café,
pudo seguir leyendo: " A part ir del Renacim ient o, la t ecnología y la razón se llevan
t odo por delant e. La m ilenaria lucha ent re la cort eza cerebral y el diencéfalo
t erm ina ( PERO APARENTEMENTE, DOCTOR! APARENTEMENTE! ) con el t riunfo de la
cort eza, y lo vit al es suplant ado por lo m ecánico: el reloj , las m at em át icas, los
plást icos. Pero el diencéfalo subyugado no renuncia y se agazapa lleno de furor y
resent im ient o, y finalm ent e at aca a la sociedad t riunfant e con enferm edades
psicosom át icas, neurosis, rebelión de m asas, insurrección de t odos los oprim idos
( son sus soldados! ) sean m uj eres o chicos, negros o am arillos. Toda la izquierda.
Hast a en los vest idos: se im ponen los colores chillones ( fem eninos) , el art e
irracionalist a, se pone de m oda el art e de los pueblos salvaj es, los hippies se vist en
casi com o m uj eres, se fem iniza el m undo inferior. No engañarse con el cigarrillo de
las m uj eres, los pant alones, el sufragio universal, el t rabaj o en las oficinas: es una
ast ucia, para hacernos creer que vienen hacia nosot ros. Es un poco lo que pasa con
el Orient e, que en el sent ido profundo t am bién pert enece a est a izquierda: para
resist ir a est a civilización m asculina de Occident e, se dest rifica con su t ecnología,
hast a con las arm as at óm icas, con t ransist ores y m arxism o, con plást icos y cálculo
infinit esim al. Ya verá: los am arillos se vendrán cont ra nosot ros. Ya se em pezaron a
venir con el budism o zen, con el yoga, con el karat e. Y son los int elect uales, los
cerebros, el núcleo m ism o de est a civilización occident al, los que prim ero han
sucum bido, com o chorlit os. At ención, m i querido doct or Sabat o! "
Term inó de leer pero siguió con la m irada puest a sobre el papel. Sabía que aquel
suj et o est aba vigilándolo. Trat aba de pensar con rapidez: quién era ese Dr.
Schnit zler? Defendía la civilización occident al? Pero est a civilización era product o de
la Luz. Ent onces él no podía ser un agent e de las t inieblas. O le decía t odo eso para
disim ular, para t om arlo desprevenido? Trat aba de que no siguiera m et iéndose con
el m undo t enebroso, excit ándole el am or propio de occident al y sexo m asculino?

315
Se levant ó, saludó al hom bre desde lej os con un adem án, y después de dar algunas
vuelt as para despist ar, ent ró en LA CUEVA, en Quint ana y Ayacucho. En una
servillet a de papel em pezó a hacer anot aciones aut om át icas. Siem pre le había dado
result ado. La prim era palabra que escribió fue SCHNI TZLER y casi en seguida,
debaj o, SCHNEI DER. Cóm o era posible que no lo hubiese advert ido ant es? Los dos
em pezaban y t erm inaban con el m ism o fonem a, y t enían el m ism o núm ero de
sílabas. Claro, es ciert o, podían ser apellidos apócrifos. Pero, si lo eran, result aba
significat ivo que lo hubiesen elegido con esas idént icas caract eríst icas. Había
ent onces alguna relación ent re los dos hom bres? Am bos, com o si t odo eso fuera
poco, podían venir de alguna región ent re Baviera y Aust ria, los dos result aban un
poco grot escos y m enospreciaban igualm ent e a las m uj eres. Pero m ient ras
Schneider era evident em ent e un agent e de las t inieblas, Schnit zler defendía la
ciencia racional.
Luego quedó cavilando largam ent e ese " pero" . No sería una sim ple repart ición del
t rabaj o?
Salió y em pezó a cam inar hast a la hora en que debía encont rarse con Agust ina.
Y cuando est uvieron j unt os sint ió el abism o que se había abiert o ent re los dos.

ELLA SE CON VI RTI Ó EN UN A LLAM EAN TE FURI A

y él sint ió que el universo se resquebraj aba sacudido por su furor y sus insult os
y no era sólo su carne que era desgarrada por sus garras sino su conciencia
y allí quedó com o un desecho de su propio espírit u
las t orres derrum badas
por el cat aclism o
y calcinadas por las llam as.

M I EN TRAS TAN TO

Nacho est udiaba con at ención los rasgos del Sr. Pérez Nassif: la luj uria y la
m ezquindad, la hipocresía y la baj a am bición, el cancherism o y la avivada port eña,

316
t odo con un correct o cort e de pelo t ipo ej ecut ivo conspicuo. Recort ó la fot o y la
clavó ent re las ot ras de su colección. Separándose un poco, consideró el conj unt o
con oj os de expert o. Luego m iró la pared de enfrent e: los leones resplandecían en
su pureza y herm osura.
Se recost ó en la cam a, después de poner un disco de los Beat les, y se puso a
pensar, m irando el t echo.
Nacían ya ensuciando pañales, regurgit ando leche ( yo le doy t odo lo que puedo,
sabe) , engordaban ( m iren qué lindo, lim piándole la baba con el babero) , se hacían
grandes, alcanzaban el único m om ent o m ágico y verdadero ( insensat os y
soñadores, locos) y luego los palos, los consej os y las m aest rit as los convert ían en
una m anada de hipócrit as ( no hay que m ent ir, niños, no se m uerdan las uñas, no
escriban m alas palabras en las paredes, no se debe falt ar a clase) , en una m anada
de realist as, t repadores y m ezquinos ( el ahorro es la base de la fort una) . Sin dej ar
un solo m om ent o de com er, defecar y ensuciar t odo lo que se t oca. Luego los
em pleos, los casam ient os, los hij os. Nuevam ent e el pequeño m onst ruo
regurgit ando leche ant e la m irada em bobada del ex pequeño m onst ruo
regurgit ando leche, para que la com edia recom ience. Lucha, disput a de los asient os
en los colect ivos y en los puest os adm inist rat ivos, envidia, m aledicencia,
sat isfacción de sus sent im ient os de inferioridad viendo desfilar los t anques de su
pat ria ( se sient e fuert e el enanit o) . Et cét era.
Se levant ó y com enzó a cam inar. Julia, Julia, oceanchild, calls m e. Al llegar a
Mendoza y Conde se sent ó en la vereda y m iró los árboles cont ra el crepúsculo: los
nobles, herm osos y callados árboles. Julia, seashell eyes, windy sm ile, calls m e. Esa
j aponesa j odida, esa j aponesa de m ierda ya t enía que arruinar t odo. Los t renes
em pezaban el t ransport e del ganado en pie, com enzaba la noche en el gran
horm iguero con la salida de las horm iguit as de sus oficinas, con el num erit o t odavía
sobre el lom o, después de haber llevado durant e siet e horas Papeles y Expedient es,
diciendo buenos días señor, con su perm iso señor Malvicino, buenas t ardes señor
Dolgopol, el señor Lopret e que lo quiere ver, agachándose delant e de las
horm iguit as inm ediat am ent e superiores, lust rándoles los zapat os, sonriendo ant e
sus est upideces, arrast rándose, corriendo luego al subt erráneo, viaj ando com o
sardinas en lat a, llevándose por delant e, pisándose, disput ándose baj am ent e los
asient os, viaj ando com o sardinas en lat a, oliéndose, sint iendo la vida com o un
int erm inable viaj e en subt e y una oficina infinit a, con casam ient o en el m edio y
regalos de planchas y reloj es de m esa, y luego el chico, dos chicos ( ést a es la fot o
del m ayorcit o, m ire qué vivaracho, ust ed no m e va a creer si le cuent o lo que le
cont est ó) y deudas, post ergaciones en el Ascenso, generala en el Café, Fóbal y
Carreras el sábado y el dom ingo, con ravioles hechos por la pat rona, j am ás he

317
podido com er ravioles com o los que hace la pat rona. Y luego de nuevo el lunes, con
el t ren y el subt e para llegar a la Oficina.
Y ahora volvían en el m ism o t ren, com o ganado en pie. Em pezaba la noche con sus
fant asm agorías de sueño y sexo, prim ero con LA RAZÓN quint a, de robos y
crím enes perfeccionados en la sext a, luego la TV y el sueño, en que t odo es posible.
Los t odopoderosos sueños en que la horm iguit a se conviert e en Héroe de la
Segunda Guerra Mundial, en Jefe de Oficina, en el I ndividuo que valient em ent e
grit a no porque ust ed sea el Jefe m e va a llevar por delant e, en invencible Don Juan
ent re las chicas del Minist erio, en incont enible punt ero de River, en Fangio, en
Dueño de un Torino, en Carlit os Gardel, en Leguisam o solo, en Sócrat es, Arist ót eles
Onassis.
Pasaban los t renes.
Ya era de noche. Se levant ó y em pezó a cam inar hacia su casa. Julia, Sleeping
sand, silent cloud.
Encont ró a su herm ana t irada en la cam a, m irando el t echo.

SI LEN CI OSO Y AN GUSTI AD O

se puso a observar por la vent ana. Cuánt os horrores com o el de ellos habría en ese
m ism o m om ent o, cuánt as desconocidas soledades en esa ciudad execrable? A sus
espaldas, sent ía el ot ro rencor, el de ella. Se dio vuelt a: su cara dura, su m andíbula
apret ada, sus grandes labios desdeñosos m ost raban que su resent im ient o había
llegado al lím it e, y que un poco m ás y est allaría esa caldera de odio a presión. Casi
sin proponérselo, im pulsado por su int olerable sufrim ient o. Nacho le grit ó qué le
había hecho é l . Dij o él, m arcándola con furia y señalándose su propio pecho con la
punt a de sus m anos. Y por qué ella debía t enerle rencor, precisam ent e ella.
Con desesperación, advirt ió que Agust ina se levant aba para irse.
La agarró de un brazo:
—Adónde vas!
La pregunt a era m ás bien una exclam ación.
Ella agachó la cabeza y Nacho vio cóm o se m ordía los labios hast a hacerse sangrar.
Luego se acercó a una pared y apoyó un puño, no t ant o com o para apoyarse com o
para golpear.
—No hay absolut o en la vida —dij o luego de un largo silencio—. Y si no hay
absolut o t odo est á perm it ido.

318
Parecía no hablarle a su herm ano sino a ella m ism a, en voz baj a pero rencorosa.
Después agregó:
—No, no es eso. No es que t odo est é perm it ido. Est am os obligados a hacer t odo, a
dest ruir t odo, a ensuciar t odo.
Su herm ano la m iraba asom brado. Pero ella est aba concent rada en su propio
pensam ient o y seguía con el puño crispado cont ra la pared. Hast a que de pront o
com enzó a grit ar, o m ás bien a aullar, m ient ras golpeaba la pared con t odas sus
fuerzas.
Cuando se calm ó, fue hast a su cam a, se sent ó en el borde y encendió un cigarrillo.
—Bast ant e m e cost ó aprender est o —dij o.
Nacho se le acercó y cuando est uvo frent e a ella exclam ó:
—Pero yo nunca lo acept aré!
—Peor para vos, im bécil! Y eso es lo que m ás m e da rabia.
Y grit ándole t arado se le vino encim a para golpearlo con los puños, con los pies,
hast a derribarlo.
Luego volvió al borde de la cam a y se puso a llorar. Pero no era un llant o apacible
sino seco, salvaj e y rabioso.
Cuando se calm ó, se quedó m irando el t echo. Su cara parecía arrasada por los
vándalos: incendios, violaciones, saqueos. Luego buscó un cigarrillo, que encendió
con m ano t em blorosa.
—Veo que has puest o la fot o del señor Pérez Nassif ent re la de Sabat o y la de
Cam us. Creía que la idea t uya era la de poner sólo las fot os de esos asquerosos que
hablan del absolut o. Se t rat aba, si no recuerdo m al uno de esos pact os, de los
grandes chanchos. No de sim ples gusanos.
Durant e un t iem po que a Nacho le pareció et erno, sólo se oyó el t ict ac del
despert ador. Luego, las cam panas de una iglesia.
—Pérez Nassif —m urm uró Agust ina, cavilando—. Habría que pensarlo.

AL LLEGAR A SU CASA

Lolit a gruñó, com o ya venía haciendo en los últ im os t iem pos, pero en est a ocasión
casi lo m uerde y se vio obligado a am enazarla con un palo, aunque en realidad su
deseo era rom perle el lom o si insist ía.
Los perros t ienen un inst int o cert ero, pensó. Cuándo se había vist o que un perro
procediera así con una persona de la fam ilia? Ya había t rat ado de est ablecer cuándo

319
le gruñía, coincidiendo con qué sucesos o pensam ient os, pero no le result ó posible
llegar a ninguna conclusión.
Al ent rar en su escrit orio se encont ró con la

ÚLTI M A COM UN I CACI ÓN D E JORGE LED ESM A

Ust ed se enoj ó conm igo, pero no m e im port a. Quiéralo o no, nuest ra relación est á
por encim a de los apret uj ones de est e colect ivo en que andam os los dos, t iene una
dim ensión en la que ust ed nunca pensó. No m e im port an sus discrepancias, ust ed
es m i heredero: yo lo nom bro y no lo podrá im pedir.
Sus últ im os t rabaj os, sus cavilaciones sobre la nada y la angust ia y la poderosa
esperanza dem uest ran ( m e dem uest ran a m í) que ha llegado a un punt o m uert o. Y
únicam ent e podrá salir ret rocediendo. Abaddón o Apollyón, el Ángel Bello o
Sat anás. Bast a de int erm ediarios. Dios, EL EXTERMI NADOR. Querem os ser guías o
furgón de cola?
El m undo sigue despelot ado y nadie la aciert a. Y com o m e sobra t iem po, m e
duerm o un rat o.
Mi libro sigue avanzando, lent am ent e. Me falt a clim a, acicat e, aire, guit a. Adem ás,
t engo que confesarlo, soy un cobarde. Tendré que ver si uno de est os días m e
anim o a subir de nuevo desnudo al farol de la calle Corrient es. Verem os.

SALI Ó A CAM I N AR SI N RUM BO

hast a que se encont ró frent e al BOSTON. Cóm o había llegado hast a allí? En ot ro
t iem po frecuent aba ese café, cuando iba a conversar con los chicos de la
universidad. Pero, ahora?
Pidió una ginebra y, com o en ot ras ocasiones angust iosas, concent ró su at ención en
las m anchas de las viej as paredes. A m edida que las escrut aba com enzó a ent rever
una caverna en que creía dist inguir t res seres que le result aban fam iliares. Sus
act it udes, la especie de hipogeo en que se desarrollaba la cerem onia, t odo parecía

320
configurar un grave rit ual que a él le parecía haber vivido en alguna exist encia
ant erior.
Su vist a fue cansándose por el em pecinam ient o en descubrir det alles, en part icular
los del m ist agogo que lo dirigía. Cerró los oj os, reposó un poco, aunque su
ansiedad iba en aum ent o, y luego, con la convicción de que aquello est aba
vinculado a su exist encia, volvió al escrut inio de sus rasgos. Hast a que los det alles
fueron int egrando un rost ro conocido y perverso, el de alguien que
infruct uosam ent e, durant e años y años, se había esforzado en apart ar de su vida:
el rost ro de R.!
Apenas encont rada la clave de aquel código secret o, el rest o se le reveló
inst ant áneam ent e. Cerrando de nuevo los oj os, pero est a vez apret ándolos com o
para negarse al recuerdo, resurgió el luj urioso espant o de aquella noche de 1927.
Pero eso no fue lo m ás sorprendent e, y quizá lo habría at ribuido luego a esa
t endencia que se t iene a encont rar en las m anchas lo que obsesiona. Lo inverosím il
fue la ent rada de R. en el café en ese exact o m om ent o, com o si hubiese est ado
espiándolo y esperando el inst ant e en que t erm inara de descifrar el hierogram a. No
lo veía desde 1938.
Se sent ó cerca, pidió t am bién ginebra, la t om ó, pagó y se fue sin hacer el m enor
int ent o de hablarle.
S. quedó anonadado. Lo había seguido, era claro. Pero, en ese caso, por qué no se
acercó a host igarlo com o en el t iem po del Laborat orio Curie? Reflexionó que aquel
hom bre m anej aba innum erables t écnicas de acoso, y que su presencia silenciosa y
significat iva era una de las form as que t enía para sus advert encias. Pero en est e
caso qué?
Caviló con vert iginosa lent it ud sobre el horror de aquella caverna, hast a que
com prendió o creyó com prender que debía volver a los subsuelos de la calle Arcos.
Cuando de nuevo vio la viej a casa, rodeada por los m odernos edificios en t orre,
t uvo la sensación de cont em plar una m om ia en un bazar de art efact os crom ados.
Un cart el colocado a lo largo de la verj a anunciaba la subast a j udicial. Mirando
aquellos despoj os m ugrient os y leprosos, y conociendo com o conocía a R., pensó
que no había irrum pido nuevam ent e en su cam ino sólo para invit arlo a echar una
últ im a m irada a un álbum fam iliar que va a ser quem ado por personas indiferent es:
sint ió que est aba en j uego algo infinit am ent e m ás profundo. Y m ás t em ible.
Echó una m irada a la puert a. Est aba cerrada con cadena y candado, aunque t an
herrum brosos com o la ant igua verj a. Era casi seguro que nadie la había abiert o
durant e t odos esos años de pleit os y sucesiones. Para qué? Más probable era que
don Am ancio j am ás hubiese querido verla, ni siquiera desde la calle.
Se llegó hast a la puert a cochera, herm osa art esanía de fierro que habría sido
robada por esa com binación de ladrones y ant icuarios que abundan en Buenos

321
Aires. Y ahora la reem plazaba un par de burdas hoj as de chapa. Oxidadas,
abolladas, con leyendas que decían VI VA PERÓN, las hoj as est aban precariam ent e
unidas por un grueso alam bre, a t ravés de dos aguj eros im provisados.
Buscó una ferret ería por la calle Juram ent o, com pró una pinza de cort e lat eral y
una lint erna y luego cam inó a la espera de la noche. Por Juram ent o llegó hast a
Cuba y ent ró en la plaza de Belgrano, donde perm aneció sent ado en un banco,
fascinado por la iglesia que iba penet rando m ás en regiones ocult as de su espírit u a
m edida que el crepúsculo avanzaba. Em pezó a no ver ni oír nada del t um ult o que a
esa hora reina en esa part e de la ciudad, sint iéndose cada vez m ás solo. Era un
aciago crepúsculo, presidido por deidades ocult as y m alignas, recorrido por
m urciélagos que iniciaban su exist encia noct urna, aves de las t inieblas cuyo cant o
es el chirrido de rat as aladas, m ensaj eros de las deidades t enebrosas, gelat inosos
heraldos del horror y de las pesadillas, secuaces de esa t eocracia de las cavernas,
de esos soberanos de rat as y com adrej as.
Se abandonaba con volupt uosidad a sus visiones, le pareció asist ir a la t eofanía del
m áxim o m onarca de las t inieblas, rodeado de su cort e de basiliscos, cucarachas,
hurones y bat racios, lagart os y com adrej as.
Hast a que despert ó al t um ult o cot idiano, a las luces de neón y al est répit o de los
aut om óviles. Pensó que era ya lo suficient em ent e oscuro para que en la arboleda
de la calle Arcos nadie advirt iera sus act os. Sin em bargo, m ult iplicó sus
precauciones, esperó que algún t ranseúnt e se alej ara, vigiló la ent rada de las
grandes casas de depart am ent os e iba a proceder al cort e de los alam bres cuando
le pareció que de una de aquellas casas, com o si hubiese est ado ocult o hast a ese
m om ent o, se alej ase rápidam ent e una corpulent a figura que conocía dem asiado
bien.
Quedó paralizado por el m iedo.
Si aquella som bra fugit iva era efect ivam ent e la del Dr. Schneider, qué vínculo
exist ía ent re él y R.? Más de una vez había pensado que R. t rat aba de forzarlo a
ent rar en el universo de las t inieblas, a invest igarlo, com o en ot ro t iem po con Vidal
Olm os; y que Schneider t rat aba de im pedirlo, o, en caso de perm it irlo, de m odo
que result ase el cast igo largam ent e preparado.
Luego de un t iem po se calm ó y reflexionó que est aba dem asiado excit ado y que
aquella siluet a no t enía por qué ser la del Dr. Schneider, que, por lo dem ás, no
podía t ener ningún int erés en m ost rarse ant e él en caso de haberlo vigilado desde
la oscuridad, com o en t ant as ot ras ocasiones.
Cort ó el alam bre y ent ró, cuidando de volver la hoj a del port ón a su lugar.
En la noche de verano, ent re nubarrones, la luna ilum inaba de cuando en cuando
aquel fúnebre escenario. Con crecient e exalt ación, avanzó por el parque, devorado
por un m onst ruoso cáncer: ent re las palm eras y m agnolias, ent re los j azm ines y los

322
cact os, enredaderas desconocidas habían realizado ext rañas alianzas, m ient ras
grandes yuyos vivían com o m endigos ent re los escom bros de un t em plo cuyo cult o
j am ás conocieron.
Cont em plaba la ruina de aquella m ansión, con sus frisos caídos, las persianas
podridas o desquiciadas, los vidrios rot os.
Se acercó a la casit a de la servidum bre. No t enía fuerzas, al m enos por el
m om ent o, para volver sus oj os hacia aquella vent ana de la casa grande. Así que se
sent ó en el suelo volviéndole las espaldas, para m irar los despoj os, ent re
m edit at ivo y horrorizado, porque sabía que al concluir el am arillent o álbum t endría
que enfrent arse con el horror. Y t al vez porque t enía esa cert eza se dem oraba en el
recuerdo de Florencio y Juan Baut ist a, am bos prefigurando a Marcelo: con la m ism a
piel m at e, el pelo negro y aquellos grandes oj os oscuros y húm edos; pront os, en
cuant o les creciera la barba, para asist ir al ent ierro del Conde de Orgaz. Florencio,
dist raído, pensando en ot ra cosa, en algún apacible paisaj e de ot ro sit io ( de ot ro
cont inent e, de ot ro planet a) , un " poco ido" , com o con precisa int uición decía la
gent e de cam po de aquel t iem po. Expresión que cont rast aba, a pesar de la casi
ident idad de los rasgos físicos, con la realist a y sensat a expresión de su herm ano
m enor. Y ent onces reflexionaba de nuevo que Marcelo había heredado el aire y el
caráct er no de su padre Juan Baut ist a sino de su t ío Florencio, com o si alguien en la
fam ilia recibiese la t area de m ant ener una inút il pero herm osa t radición.
Observaba el eucalipt o al que Nicolás se había t repado en aquel at ardecer de 1927
para su reit erada im it ación del m ono. Y recordó cóm o súbit am ent e dej ó de chillar y
t odos se callaron y él había sent ido el aviso sobre la nuca. Dándose vuelt a con
t em erosa lent it ud, levant ando la cabeza, sabiendo el lugar exact o de donde
provenía el llam ado, vio ent onces en la vent ana, allá arriba, a la derecha, la
est át ica im agen de Soledad.
Result aba arduo est ablecer por la poca luz hacia dónde dirigía ella su m irada
paralizant e. Pero él lo sabía.
Luego desapareció y poco a poco t odos reanudaron la act ividad ant erior, aunque no
ya con la euforia despreocupada de un m inut o ant es.
Jam ás relat ó a nadie los hechos vinculados con Soledad, si except uaba a Bruno.
Aunque, nat uralm ent e, nada le dij o del m onst ruoso rit o. Y ahora, sent ado en el
parque, después de casi m edio siglo, sent ía o present ía que se cerraría el círculo.
Recordaba aquella noche, el dist raído rasgueo de la guit arra por Florencio, las
int erm inables papas frit as de Juan Baut ist a y a Nicolás cant ando a cada rat o LA
PULPERA DE SANTA LUCÍ A, hast a que le grit aron " bast a" y pudieron dorm ir. No él,
claro.
A Bruno le había relat ado cóm o la conoció en casa de Nicolás, en aquella sala
presidida por el gran ret rat o al óleo de Rosas. Est udiaban un t eorem a de

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t rigonom et ría cuando sint ió a sus espaldas la presencia de uno de esos seres que
no necesit an hablar para com unicarse. Se había dado vuelt a y por prim era vez vio
los m ism os oj os grisverdosos, la boca apret ada y la m ism a expresión aut orit aria de
su ant epasado, bast arda heredera de él com o seguram ent e era. Nicolás había
enm udecido, com o ant e la presencia de u n soberan o absolut o. En u n t ono
calladam ent e im perioso pregunt ó por algo, y Nicolás respondió con una voz que
nunca ant es le había oído. Después de lo cual se ret iró t an sigilosam ent e com o
había llegado. Tardaron u n t iem po en volver al t eorem a, y S. quedó con una t urbia
im presión, que recién en su m adurez creyó poder resum ir así: había aparecido
para hacerle saber que exist ía, que est aba. Dos verbos en que vaciló infinidad de
veces, hast a que se decidió a em plearlos j unt os, n o obst ant e saber que n o
significaban lo m ism o y que hast a podían t em iblem ent e cont rast ar. Pero esa
caract erización la pudo hacer casi cuarent a años m ás t arde, cuando por prim era
vez le cont ó a Bruno, com o si en aquel ent onces sólo hubiese t om ado una
fot ografía y recién después de t ant o t iem po fuera capaz de int erpret arla.
Esa noche del t eorem a soñó que avanzaba por u n pasadizo subt erráneo y que a su
t érm ino est aba Soledad esperándolo, desnuda, fosforescent e en la oscuridad.
Desde aquella noche no pudo casi concent rar la at ención en nada que no fuera ese
sueño. Hast a que llegó el verano y pudo por fin llegar a la casa de la calle Arcos,
donde sabía que ella lo esperaba.
Y ahí est aba, ahora, t em blando en la oscuridad, esperando la respiración del sueño
en sus t res com pañeros. Luego incorporándose con el m ayor cuidado, salió con los
zapat os en la m ano, para colocárselos en el parque.
Con caut ela, cam inó hacia la puert a t rasera de la casa grande, la puert a de la gran
m am para que cerraba el j ardín de invierno.
Tal com o lo im aginó, la puert a est aba sin llave. A t ravés de los vidrios,
ext rañam ent e coloreada por los losanges azules y carm esíes, cada vez que las
nubes lo perm it ían, la luz de la luna ilum inaba el j ardín de invierno. En cuant o se
acost um bró a la sem ioscuridad, la vio al pie de la escalinat a que conducía al piso
superior. La lum inosidad inciert a y t ransit oria la inst alaba en su verdadero m undo.
Alguna vez le había cont ado a Bruno que Soledad parecía la confirm ación de esa
ant igua doct rina de la onom ást ica, pues su nom bre correspondía con exact it ud a lo
que era: herm ét ica y solit aria, parecía guardar el secret o de una de esas Sect as
poderosas y sangrient as, cuya divulgación se cast iga con el suplicio y la m uert e. Su
violencia int erior est aba com o m ant enida baj o presión en una caldera. Pero una
caldera alim ent ada por un fuego helado. Le aclaró, ella m ism a era un oxim oron, no
el precario lenguaj e con que podía describírsela. Más que sus indispensables
palabras (o sus grit os sexuales) , sus silencios sugerían hechos que no
correspondían a lo que habit ualm ent e se llam an " cosas de la vida" , sino a esa ot ra

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clase de verdades que rigen las pesadillas. Era un ser noct urno, un habit ant e de
cuevas, y t enía la m ism a m irada paralizant e y la m ism a sensualidad de las
serpient es.
—Vam os —se lim it ó a ordenar.
Y dirigiéndose hacia una de las puert as lat erales, ent raron en una ant ecocina. Con
una ant igua lám para de kerosén que llevaba en su m ano derecha y que le
confirm aba que t odo est aba previst o, llegó a uno de los rincones y le indicó la t apa
de un sót ano.
Baj aron por escalones de ladrillos, sint iéndose poco a poco la fresca hum edad de
los subsuelos de t ierra. Ent re t oda clase de t rast os, se dirigió hacia un lugar en que
le indicó ot ra t apa, que él levant ó. Com enzaron así ot ro descenso, pero est a vez
por una escalera de grandes ladrillos chat os de la época colonial, sem iderruidos por
m ás de doscient os años de hum edad. Mist eriosos hilillos de agua provenient es de
filt raciones se deslizaban a lo largo de las paredes y hacían aquel segundo
subt erráneo m ás sobrecogedor.
La escasa luz de la lám para no le perm it ía ver lo que había, pero por ese apagado
eco de los pasos que sólo se oye en los recint os m uy profundos y vacíos, se
inclinaba a suponer que nada había fuera de la escalera m ism a; hast a desem bocar
en un est recho pasadizo cavado en la t ierra, sin siquiera la defensa de paredes de
ladrillo. El t únel apenas perm it ía el paso de una sola persona, y ella m archaba
delant e con su lám para, y a t ravés de su t única casi t ransparent e, él podía ver su
cuerpo m oviéndose con m órbida m aj est ad.
Más de una vez había leído en diarios y revist as acerca de los t úneles secret os de
Buenos Aires, const ruidos en los t iem pos de la Colonia y descubiert os durant e la
const rucción de subt erráneos y rascacielos. Y nunca había vist o que nadie diera una
explicación acept able. Part icularm ent e recordaba el t únel de casi kilóm et ro y m edio
ent re la iglesia del Socorro y la Recolet a, las cat acum bas de la Manzana de las
Luces y los pasadizos que int ercom unicaban esos t úneles con viej as casas del siglo
XVI I I , t odos int egrant es de un laberint o cuyo obj et ivo nadie ha logrado
desent rañar.
Llevaban ya cam inando m ás de m edia hora, aunque le era difícil est im ar con
exact it ud el lapso, porque en aquella realidad el t iem po no se le aparecía con los
rit m os de la vida norm al y de la luz. En ciert o sent ido, aquella m archa silenciosa y
delirant e se le ocurría et erna, siguiendo los m eandros y las bifurcaciones del
pasadizo. Y le asom braba la seguridad con que ella cam inaba por la rut a que
correspondía al lugar en cuya búsqueda iban. Mient ras pensaba, con horror, que
quien no conociera el exact o det alle de aquel laberint o j am ás podría volver a ver las
calles de Buenos Ares, perdido para siem pre ent re esos hurones, com adrej as y

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rat as que de pront o sent ía ( m ás que veía) at ravesar fugit ivam ent e delant e de ellos
hacia sus laberint os aún m ás asquerosos e im penet rables.
Hast a que por fin com prendió que llegaban al lugar, pues se veía al fondo una vaga
lum inosidad. El t únel fue ensanchándose y a su t érm ino se encont raron en una
caverna m ás o m enos del t am año de un cuart o, aunque m uy t orpem ent e
const ruido, con paredes de grandes ladrillos coloniales, y una escalera que apenas
podía adivinar en uno de sus ext rem os. Sobre uno de los m uros había un farol de
los que se usaban en la época del Virrey Vért iz, que proporcionaba aquella
m ort ecina ilum inación.
En el cent ro había un j ergón casi carcelario, colocado sobre el propio suelo, pero
que daba la sensación de ser usado aún en la act ualidad, y t am bién unos burdos
bancos de m adera colocados cont ra los m uros. Todo era siniest ro y m ás bien
sugería la im agen de una cárcel que de ot ra cosa.
Acababa Soledad de apagar su lám para cuando S. sint ió los pasos de alguien que
baj aba por las escaleras. Pront o pudo ver su rost ro duro y sus oj os de nict álope:
era R.! No lo había vuelt o a ver desde que se había ido de Roj as a est udiar en La
Plat a, recordaba siem pre el t orm ent o del gorrión enceguecido, y ahora lo
encont raba ant e él, cuando im aginó ( y deseó) que j am ás volvería a cruzarse en su
cam ino.
Qué vínculo podía haber ent re R. y Soledad? Por qué se encont raba aquí, com o
esperándolo? Súbit am ent e t uvo la sensación de que Soledad y él t enían algo en
com ún, esa idént ica condición nocturna, at roz y fascinant e a la vez.
—No creíst e volver a verm e, eh? —dij o con aquella voz ronca y sarcást ica que
det est aba.
Est aban los t res en aquel ant ro form ando un t riángulo de pesadilla. Miró a Soledad
y la encont ró m ás herm ét ica que nunca, con una m aj est ad que no correspondía a
su edad, hierát ica. Si no fuese por su pecho, cada vez m ás agit ado, podía creerse
que era una est at ua: una est at ua que secret am ent e se est rem ecía. Debaj o de su
t única S. ent reveía su cuerpo de m uj er serpient e.
Oyó de nuevo la voz de R. que le decía, señalando con un gest o de su cabeza hacia
arriba:
—Est am os baj o la cript a de la iglesia de Belgrano. La conocés? Esa iglesia redonda.
La iglesia de la I nm aculada Concepción —agregó con t ono irónico.
Después, con voz que a S. le pareció dist int a, casi de t em or ( lo que en él era
inverosím il) , dij o:
—Te diré que t am bién ést e es uno de los nudos del universo de los Ciegos.
Al cabo de un silencio, añadió:

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—Ést e será el cent ro de t u realidad, desde ahora en adelant e. Todo lo que hagas o
deshagas t e volverá a conducir hast a aquí. Y cuando no vuelvas por t u propia
volunt ad, nosot ros nos encargarem os de recordart e t u deber.
Ent onces se calló y Soledad se quit ó la t única, con m ovim ient os lent os y rit uales. A
m edida que levant aba su vest idura, con los brazos cruzados y en alt o, fue
surgiendo su cuerpo de anchas caderas, su cint ura est recha, su om bligo y luego,
finalm ent e, sus pechos, que oscilaban con los m ovim ient os.
Una vez desnuda se arrodilló sobre el cam ast ro en dirección a S., lent am ent e echó
su cuerpo hacia at rás, m ient ras abría sus piernas y las est iraba hacia adelant e.
S. sint ió que allí est aba en ese m om ent o el cent ro del Universo.
R. t om ó el farol de la pared, que despedía un fuert e olor a aceit e quem ado y m ucho
hum o, recorriendo la cueva se puso al lado de S., y le ordenó:
—Ahora m irá lo que t enés que ver.
Acercando el farol al cuerpo de Soledad, ilum inó su baj o vient re, hast a ese
m om ent o oscurecido. Con horrenda fascinación, S. vio que en lugar del sexo
Soledad t enía un enorm e oj o grisverdoso, que lo observaba con som bría
expect at iva, con dura ansiedad.
—Y ahora —dij o R.— t endrás que hacer lo que es necesario que hagas.
Una fuerza ext raña em pezó desde ese inst ant e a gobernarlo y sin dej ar de m irar y
ser m irado por el gran oj o vert ical, se fue desnudando, y luego lo hizo arrodillar
ant e Soledad, ent re sus piernas abiert as. Así perm aneció unos inst ant es m irando
con pavor y sadism o al som brío oj o sexual.
Ent onces ella se incorporó, con salvaj e fulgor, su gran boca se abrió com o la de una
fiera devoradora, sus brazos y piernas lo rodearon y apret aron com o poderosos
garfios de carne y poco a poco, com o una inexorable t enaza lo obligó a enfrent arse
con aquel gran oj o que él sent ía allá abaj o cediendo con su frágil elast icidad hast a
revent arse. Y m ient ras sent ía que aquel frígido líquido se derram aba, él com enzaba
su ent rada en ot ra caverna, aún m ás m ist eriosa que la que presenciaba el
sangrient o rit o, la m onst ruosa ceguera.
Ahora, después de cuarent a y cinco años, est aba de vuelt a en la viej a casa de la
calle Arcos. " Cuando no lo hagas por tu propia volunt ad, nosot ros nos
encargarem os de recordart e t u deber." Se lo había advert ido en aquella noche de
1927 y se lo había recordado en 1938, en París, cuando él creyó que podía
refugiarse en el lum inoso universo de la ciencia. Y ahora se lo acababa de reit erar,
en silencio, cuando... Cuando qué?
No lo sabía y acaso j am ás llegase a desent rañarlo. Pero sí com prendía que R. lo
había buscado en el BOSTON para form ularle la advert encia. Y así se encont raba en
m edio de los desechos del ant iguo parque.

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Hast a ese m om ent o no había t enido fuerzas para m irar hacia la m am para del j ardín
de invierno. Todo en apariencia se repet ía: la noche de verano, el calor, la luna
ent re parecidos nubarrones de t orm ent a. Pero se int erponían el infort unio y las
t em pest ades, el ost racism o y la desilusión, el m ar y los com bat es, el am or y las
arenas del desiert o. Qué era, pues, lo que est e ret orno t enía realm ent e de ret orno?
Vaya a saber si por su est ado de ánim o, por el enigm a que siem pre había rodeado
a María de la Soledad, por algo que de verdad exist ía, la luz lunar t enía una aciaga
y t ort uosa consist encia. Com enzó a parecerle que no est aba en el parque de una
viej a pero conocida casa de Belgrano sino en el t errit orio de un planet a
abandonado, em igrados los hom bres hacia ot ras regiones del universo, huyendo de
una m aldición. Huyendo de un planet a en el que no había ni habría nunca m ás
j ornadas de sol, para siem pre librado a la lívida luz de la luna. Pero de una luna que
en virt ud de su perm anencia definit iva adquiría un poder sobrenat ural, a la vez
dot ado de infinit a m elancolía y de violent a, sádica pero funeraria sexualidad.
Com prendió que ya era hora.
Se incorporó y cam inó hacia la m am para de vidrios rot os, derruida por el t iem po y
la incuria. Abrió con esfuerzo la puert a oxidada y em pezó la m archa hacia los
subsuelos, rehaciendo con su lint erna el cam ino de ot ro t iem po.
Sabía que al t érm ino de aquel laberint o algo est aba esperándolo.
Pero no sabía qué.

EL ASCEN SO

fue infinit am ent e m ás dificult oso que el descenso, porque el sendero era
resbaladizo y de pront o sent ía pavor de deslizarse hacia aquel abism o cenagoso
que adivinaba. Apenas podía m ant enerse en pie, se dej aba conducir por el inst int o
y a favor de la escasa lum inosidad que se filt raba desde alguna griet a en las
alt uras. Así fue ascendiendo poco a poco, con caut ela pero con esperanza,
esperanza que aum ent aba a m edida que la lum inosidad era m ayor. Sin em bargo,
pensó ( y ese pensam ient o lo angust iaba) , la luz no era la que puede provenir de
una j ornada de sol sino m ás de un cielo ilum inado por uno de esos soles de
m edianoche que alum bran glacialm ent e las regiones polares; y aunque est a idea no
t enía fundam ent o razonable, se fue afirm ando en su m ent e hast a el punt o de
convert irse en lo que podría llam arse una esperanza descorazonadora: la m ism a
clase de sent im ient o que puede form arse en el ánim o de quien vuelve a su pat ria

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después de errar m uchísim o t iem po por horrendos paraj es, y sospecha, con
crecient e angust ia, que la pat ria a la que vuelve puede haber sido devast ada en su
ausencia por alguna som bría calam idad, por invisibles y crueles dem onios.
Se agit aba m ucho en la difícil subida, aunque la agit ación podía provenir t am bién
de esa sospecha que le apret aba el corazón. Se det enía pero no se sent aba; no sólo
porque el sendero era barroso sino por el t em or que le infundían las gigant escas
rat as que sent ía pasar ent re sus piernas y que por m om ent os alcanzaba a ent rever
en aquella penum bra: asquerosas, de oj it os m alignos, rechinant es y feroces.
Cuando sint ió que se acercaba al final, su cert eza de la calam idad que lo esperaba
fue confirm ándose, pues, en lugar de percibirse cada vez m ás el caract eríst ico
rum or de Buenos Aires, parecía com o que se acent uase el silencio. Por fin sus oj os
vislum braron lo que parecía ser la ent rada al sót ano de una casa. Lo era. A t ravés
de un boquet e que se abría en una pared de ladrillos sem ipodridos por la hum edad
y el t iem po, ent ró en aquel sót ano donde al com ienzo sólo alcanzó a ent rever
m ont ones de obj et os indefinidos, m ezclados con la gredosa t ierra que las lluvias
habían ido deposit ando, j unt o a cascot es, m aderas corrom pidas y yuyos que se
elevaban buscando anhelosam ent e la luz de las rendij as superiores.
Se int roduj o por ent re aquellos esponj osos m ont ones para buscar la salida que
seguram ent e lo llevaría hacia la plant a baj a del edificio, cualquiera que fuera ese
edificio. El t echo era de m am post ería, y quizá por eso no se había venido abaj o.
Pero m ost raba una gran griet a por la que ent raba la luz que ilum inaba, aunque
m uy pobrem ent e, aquel subt erráneo; luz que le hizo reflexionar, sin em bargo, en la
posibilidad de que arriba no hubiese el edificio que prim ero había supuest o sino
algún baldío con rest os de la prim it iva const rucción. La griet a no pert enecía a la
part e de m am post ería sino, ahora podía com probarlo, a una ant igua puert a de
m adera, blandam ent e ast illada por la put refacción. Calculó que esa puert a debía de
conducir a una escalera que aún no alcanzaba a divisar, t al era el am ont onam ient o
de basura. Trat ó de encaram arse por encim a de uno de aquellos m ont ones, pero, al
desm oronarse debaj o de sus pies algo que no era sólido sino esponj oso y fofo, salió
una m anada de enorm es rat as, algunas de las cuales, en su hist eria, se le vinieron
encim a, y corriendo por las piernas y por su cuerpo llegaron hast a su cara. A
m anot ones, con indecible repugnancia y desesperación, t rat ó de rechazarlas y
arrancarlas de su cuerpo. Pero no pudiendo im pedir que una alcanzase su cara: en
m edio de chillidos, sint ió su asquerosa piel cont ra la m ej illa, y por un segundo sus
oj os se enfrent aron con los roj izos, perversos y cent elleant es oj it os de aquella
bazofia vivient e y rabiosa. No pudo cont enerse y de su gargant a salió un grit o
est rident e que fue apagado por un vóm it o, com o si grit ara m edio ahogado en un
pant ano de repugnant es aguas podridas. Porque el vóm it o no era de com ida ( no

329
recordaba haber com ido en larguísim o t iem po) sino un viscoso líquido que le quedó
chorreando lent am ent e com o una nauseabunda baba espesa.
Ret rocedió por inst int o y se encont ró de nuevo m ás abaj o, en el irregular boquet e
por el que había ent rado al sót ano, o lo que en un t iem po rem ot o lo había sido. Las
rat as huyeron en t odas direcciones y por unos inst ant es t uvo algo de descanso, que
aprovechó para pasarse la m anga de su cam isa por la boca, lim piándose los rest os
de la inm undicia. Perm aneció paralizado por el pavor y por el asco. Sent ía que
desde t odos los rincones de aquel ant ro, decenas y quizá cent enas de rat as lo
vigilaban con sus oj it os m ilenarios. Un gran desalient o volvió a apoderarse de su
ánim o, pues t uvo la sensación de que no le sería posible t raspasar aquella m uralla
de basura vivient e. Pero m ás t em ible se le aparecía aún la perspect iva de
perm anecer en ese lugar, donde t arde o t em prano sería vencido por el sueño, para
derrum barse en el cieno a m erced de las rat as acechant es. Esa perspect iva le dio
fuerzas para acom et er el ascenso final. Y la convicción de que aquella barrera de
inm undicia y de rat as era lo últ im o que lo separaba de la luz. Com o loco, apret ó su
boca y se lanzó hacia la salida, escaló vert iginosam ent e cúm ulos de desperdicios,
pisó rat as chillant es, braceó sin descanso para evit ar que lo at acaran o que se
t reparan por su cuerpo com o ant es y así pudo llegar hast a la puert a de m adera
podrida, que cedió a sus desesperados punt apiés.

UN GRAN SI LEN CI O REI N ABA EN LA CI UD AD

Sabat o cam inaba ent re las gent es, pero no lo advert ían, com o si fuera un ser
vivient e ent re fant asm as. Se desesperó y com enzó a grit ar. Pero t odos proseguían
su cam ino, en silencio, indiferent es, sin m ost rar el m enor signo de haberlo vist o ni
oído.
Ent onces t om ó el t ren para Sant os Lugares.
Al llegar a la est ación, baj ó, cam inó hacia la calle Bonifacini, sin que nadie lo m irase
ni saludase. Ent ró en su casa y se produj o una sola señal de su presencia: Lolit a
m udam ent e ladró con los pelos erizados. Gladys la hizo callar, irrit ada: est ás loca,
pareció grit arle, no ves que no hay nadie. Ent ró a su est udio. Delant e de su m esa
de t rabaj o est aba Sabat o sent ado, com o m edit ando en algún infort unio, con la
cabeza agobiada sobre las dos m anos.
Cam inó hacia él, hast a ponerse delant e, y pudo advert ir que sus oj os est aban
m irando al vacío, absort os y t rist ísim os.

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—Soy yo —le explicó.
Pero perm aneció inm ut able, con la cabeza ent re las m anos. Casi grot escam ent e, se
rect ificó:
—Soy vos.
Pero t am poco se produj o ningún indicio de que el ot ro lo oyera o lo viese. Ni el m ás
leve rum or salió de sus labios, no se produj o en su cuerpo ni en sus m anos el m ás
ligero m ovim ient o.
Los dos est aban solos, separados del m undo. Y, para colm o, separados ent re ellos
m ism os.
De pront o observó que de los oj os del Sabat o sent ado habían com enzado a caer
algunas lágrim as. Con est upor sint ió ent onces que t am bién por sus m ej illas corrían
los caract eríst icos hilillos fríos de las lágrim as.

SALÍ AN POR CEN TEN ARES D EL SUBTERRÁN EO,

t ropezaban, baj aban de los colect ivos at est ados, ent raban en el infierno de Ret iro,
donde volvían a encim arse en los t renes. Año nuevo, vida nueva, pensaba Marcelo
con piadosa ironía, viendo a esos desesperados en busca de una esperanza
propiciada con pan dulce y sidra, con sirenas y grit os.
Desde su banco m iró la hora en la Torre: eran las nueve. Y claro, ahí venía, callada
pero exact a. " Para regalo" , com ent ó m ost rándole el m oñit o verde del paquet e,
sonriendo con el chist e barat o: César Vallej o, encuadernado. Un encuadernador
alem án de La Lucila. Ya no quedan de ésos. Su pelo casi plat eado se dest acaba
pálidam ent e en la penum bra. " Ulrike" , apenas pudo decirle, m ient ras t ocaba su
m ano fina al recibir el paquet e. Quedaron sent ados, com o dos náufragos en una
pequeña isla en m edio de un océano t em pest uoso, de una t orm ent a anónim a y
aj ena.
Cam inaron hacia el lado del puert o. Había un barco em pavesado, con t odas sus
luces encendidas, list o para hacer sonar su sirena a la m edianoche.
Creía él en eso de la vida nueva? Lo pregunt ó con aquella m anera ent recort ada.
" Sabés, fui t art am uda hast a los diez años" , explicaba siem pre, con su caract eríst ica
honradez para denunciar sus defect os.
La conversación ent re ellos era t an dificult osa com o una ascensión al Aconcagua de
dos convalecient es. Rehuían t odo lo personal, t rat aban de est udiar t ext os de la
facult ad, que era com o no hablar. Pero a veces t raducían j unt os del alem án: a

331
Rilke, a Trakl. Pero t am poco era fácil: cóm o corregir las fallas de Marcelo sin herir,
sin que de alguna m anera eso result ara una j act ancia? Pero es nat ural, sos hij a de
alem án, alcanzaba a balbucear él, queriendo j ust ificarla. O esos lieder. Mej or con la
m úsica, sabés? Se t e graban las palabras m ecánicam ent e. Pero él cant urreaba con
vergüenza, equivocándose en los t onos y en el alem án, m ás de lo necesario,
haciéndolo peor de lo que era capaz de hacerlo: Gewahr m ein Bruder, ein Bit t . Pero
no, Marcelo, discúlpam e: Gewähr, ves? con diéresis corregía con delicadeza. Los
conm ovía Schum ann cant ando aquella am ist ad viril, el granadero que va a m orir y
que pide a su cam arada que lo lleve a la pat ria, para ser ent errado allá, para est ar
cerca cuando su Em perador lo convoque de nuevo; aquella canción de com bat e, de
m elancolía y lealt ad en lej anas com arcas. En la penum bra de la plaza. Ent onces él
t uvo la t ent ación de decirle que est aba herm osa con su larga cabellera pálida sobre
la blusa negra. Pero cóm o poder decirle algo t an largo y t an ínt im o? Así que
cam inaron sin hablar, hast a que pudieron ver el barco m ás de cerca: las luces y los
paveses indicaban que allí t am bién había seres que querían ser felices, que
esperaban las sirenas y la m agia de aquella hora, la hora que dividiría la vida y
dej aría at rás las penas y la pobreza y las desilusiones de un año. Después volvieron
y se volvieron a sent ar en el m ism o banco. Hast a que ella dij o que eran las 10, que
t endría que est ar en La Lucila ant es de las 11.
Sí, claro, claro. I ría él a casa de sus padres?
Marcelo la m iró. A casa de sus padres? En realidad..., Palit o est aba solo... y él...
Se pusieron de pie, siem pre ella un poco m ás alt a. Ent onces Ulrike le rozó con su
m ano la cara y le dij o " feliz año nuevo" , con aquella suave ironía que
acost um braban para disim ular con lugares com unes sent im ient os delicados, com o
si lo escondieran ent re anuncios y colorinches. Y luego, por prim era vez —y
t am bién por últ im a— ella acercó sus labios a los de Marcelo y sint ieron que algo
m uy profundo se iniciaba en aquel leve cont act o. La vio alej arse hacia la est ación,
con su blusa negra y sus pant alones color am arillo, pensando que no era posible
que ni siquiera ella t uviese al m enos el orgullo de su belleza: la belleza de un
paisaj e escondido y secret o, de un lugar que no aparece en ningún prospect o de
t urism o, que no ha recibido ( ni recibirá) ese m anoseo em palagoso e hipócrit a.
Cam inó por la Avenida del Libert ador hacia la casa de sus padres, hast a que la m iró
desde la vereda de enfrent e. Sí, había luces en el sépt im o piso. Est arían
preparando t odo, quizá t endrían la esperanza de verlo, aunque fuese por un solo
m inut o. Pensó si no era un act o de m ezquindad y de soberbia no hacerlo,
ent rist ecer aunque sea a su m adre loca y dist raída. Vaciló un largo t iem po,
m ient ras pensaba en sus palabras cruzadas, en su pelo revuelt o, en sus
equivocaciones. Bécquer? Qué pasaba con Bécquer? Por qué t ant o ruido si cuando
ella era así de alt a recit aba de m em oria a Bécquer? Becket t , m am á! Becket t ! la

332
increpaba Beba con su dureza int elect ual y precisa. Pero era com o querer golpear
con eficacia una bolsa de algodón: Bécquer, Bécquer! Vaya con la novedad! insist ía
ella, est udiando su crucigram a.
Miró largo t iem po aquel sépt im o piso y finalm ent e cruzó la avenida pero siguió
hacia las Heras, para t om ar el colect ivo 60. Todos pasaban replet os, pero logró
finalm ent e colgarse de uno. Baj ó en la calle I ndependencia, fue a un alm acén y
com pró una bot ella de sidra helada y un pan dulce. Ya t enía en su bolsillo el regalo.
Sería una form idable sorpresa para Palit o. " Me falt an palabras, Marcelo, eso es lo
que pasa. Si yo t endría un diccionario." Y bien, ahí lo t endría, aunque fuera uno
chiquit o, com o sus necesidades. Sus fant ást icas necesidades: ir copiando diez
palabras por día en un cuaderno, írselas grabando aquí ( se señalaba la frent e) . El
Com andant e siem pre les decía que no era sólo cosa de t iros.
Cam inó por I ndependencia hacia el Baj o, pero al cruzar la calle Balcarce, en el
m om ent o en que iba a ent rar en el inquilinat o, varios hom bres se precipit aron
sobre él. Le pareció t an irreal que no at inó siquiera a correr. Habría sido inút il:
est aba rodeado por t odas part es. Sint ió un feroz golpe en el baj o vient re y ot ro en
la cabeza, le m et ieron un t rapo en la boca y luego lo encerraron en el baúl de un
aut o que esperaba en m archa. Todo sucedió en un par de segundos, quizá. Dent ro
del caj ón, at urdido por el dolor, sint ió cóm o el coche corría por calles, doblaba,
seguía por largas avenidas, volvía a doblar, hast a que poco a poco el silencio se
hacía m ayor. Ent onces se det uvieron.
Lo sacaron del caj ón, lo arroj aron al suelo, le dieron algunas pat adas en los riñones
y en los t est ículos, y m ient ras se ret orcía de dolor y sus grit os eran ahogados por el
t rapo sucio que le habían puest o en la boca, oyó que uno le decía al ot ro:
—Gordo, dam e un cigarrillo.
Después que seguram ent e hubieron encendido sus cigarrillos lo llevaron por un
corredor, descendieron unas escaleras y allí ya em pezó a oír alaridos: el aullido,
m ás bien, de alguien que es despellej ado vivo.
—Andá escuchando —dij o uno de ellos.
Siguieron por un corredor apenas alum brado por una lám para m ort ecina. El olor era
fuert e, com o de baños, de excusados. Abrieron un calabozo y lo arroj aron al suelo.
La oscuridad le im pedía ver, pero sent ía olores de excrem ent o.
—Andá haciendo m em oria, porque la vas a necesit ar.
Poco a poco se fue acost um brando a la casi oscuridad. El olor era horrible. De
pront o oyó unos gem idos y ent onces advirt ió ot ro cuerpo en el piso de cem ent o.
Después de un t iem po le sint ió m urm urar algunas palabras, algo así com o Pedreira
o Pereira o Ferreira. Hugo, agregó m ás t arde. Era im port ant e, dij o. Y haciendo un
esfuerzo Marcelo logró descifrar, después de vanas t ent at ivas, lo que quería

333
t ransm it irle; si alguna vez salía vivo de ese infierno que dij era a los com pañeros
que él no había dicho nada. Te lo ruego, herm ano, agregó finalm ent e.

EN TRARON D OS CON UN A LI N TERN A,

se acercaron prim ero al que había dicho llam arse Pereira o Pedreira, lo exam inaron
de cerca. " El hij o de m il put as" , dij o uno, " y sabía algo, est oy seguro" . Lo pat eó y
ent onces se acercaron a Marcelo.
—Vam os —le dij eron.
Al sacarlo al corredor, oyó de nuevo aquellos aullidos.
Lo ent raron a pat adas y em puj ones a un cuart o donde había una especie de m esa
de operaciones. Lo desnudaron, le revisaron los bolsillos: qué bueno, una libret a de
t eléfonos, un libro de poesías, el m aricón: " A Marcelo, en est e fin de 1972, siem pre,
siem pre, Ulrike" . Así que Ulrike, eh? Y ellos que creían que era put o. Y un
diccionario chiquit o en el bolsillo del saco:
—Mirá, Turco, m irá est a dedicat oria: " A Palit o, esperando que le sea út il, con
cariño, Marcelo" . Nada m enos que a Palit o! Cóm o se ve que est e idiot a no sabe ni el
ABC! —Ot ro, a quien llam aban el Gordo, dij o bueno bast a de j oda y a t rabaj ar.
Lo pusieron sobre la m esa de m árm ol, le abrieron los brazos y las piernas com o
form ando una cruz y at aron las m uñecas y t obillos con sogas, que am arraron a la
m esa. Luego le t iraron un balde de agua fría, le acercaron la punt a de la picana. Se
la m ost raron y le pregunt aron si sabía lo que era.
—Es un invent o argent ino —dij o el Turco, riéndose—. Después dicen que los
argent inos no sabem os m ás que copiar lo ext ranj ero. I ndust ria nacional, sí señor y
a m ucha honra.
El Gordo, que parecía el de m ayor aut oridad, se le acercó y le dij o:
—Aquí vas a cont ar t odo, lo que se dice t odo. Y cuant o ant es em pecés, m ej or. No
t enem os apuro: t e podem os t ener un día com o una sem ana, sin que crepés. Lo
sabem os hacer. Así que ant es de em pezar t e conviene decirnos varias cosas. Y t e
adviert o que a ot ro am igo de Palit o ya lo t enem os al lado. Oíst e esos alaridos? Y
cant ó una cant idad de cosas, pero querem os saber lo que vos sabés. Así que
em pezá: cóm o lo conocist e, qué t e cont ó, los cont act os, si lo conocés al Rubio y al
Cachit o. Palit o se escapó por los fondos. Adónde se ha escondido? Vos vivís con él,
sos am igo ínt im o. Eso ya lo sabem os. Es inút il que negués nada de eso. Lo que

334
querem os saber son ot ras cosas. Con quién est á ligado, a quiénes veía, quiénes
iban al cuart o de la calle I ndependencia, y quién es Ulrike?

Al cuart o no iba nadie. Ulrike era una sim ple am iga. Él nunca le pregunt aba nada a
Palit o.
Habían ido a vivir j unt os porque sí? Dónde lo había conocido? Acaso no sabía que
Palit o había est ado con la guerrilla del Che?
No, de eso no sabía nada.
Así que un día lo encont ró por casualidad en la calle y decidieron ir a vivir j unt os?
Marcelo no responde.
Nadie los present ó? Te gust ó la cara del cret ino? Quién había sido el vínculo? Por
qué Palit o había venido a parar a Buenos Ares? Dónde lo había vist o por prim era
vez?
En el café de Rivadavia y Azcuénaga.
Sí, m uy bien. Pero a ese café van m iles de hom bres y m uj eres. Por qué se vinculó
con él? Sabía quién era el Rubio?
Marcelo no respondió.
Bueno, que em pezaran a darle.
Prim ero le pusieron la picana en las encías y sint ió com o si le clavaran alfileres
ardient es. Su cuerpo se arqueó con violencia y grit ó. Apenas se det uvieron, una
enorm e vergüenza se apoderó de su espírit u por haber grit ado. No resist iría. Con
horror, pensó que no resist iría.
—Mirá, est o es una m uest rit a. Muest ra grat is. Apenas el com ienzo. Vist e al que
est aba t irado en el calabozo? Vam os, no perdam os t iem po. Mucho ya lo sabem os,
no t e preocupés. Y no t e dej és arruinar t u cuerpo para siem pre por m ant ener
secret os. A la larga los solt arás, y t ot al que ya est arás j odido. Dale. En prim er lugar
cont á cóm o lo conocist e al Palo.
—En el café de Azcuénaga y Rivadavia.
—Sí, ya lo dij ist e. Lo creo. Pero cóm o? Se t e acercó de pront o, t e dij o m e gust aría
vivir con vos?
—Se m e acercó para pedirm e fuego.
—Y vos le dist e.
—Claro.
El Gordo se dio vuelt a y pregunt ó si alguien había encont rado cigarrillos y fósforos
en los bolsillos. No. Sólo un diccionario chico, un libro de versos, un inhalador de
ésos para el asm a, una libret a de direcciones y set ecient os y pico de pesos.
El Gordo se dio vuelt a con dulzura:
—Ves? Acá no conviene m ent ir. No había ni cigarrillos ni fósforos.
Te lo digo por t u bien: no m acaniés.

335
Se le habían t erm inado.
Qué.
Los cigarrillos.
Los cigarrillos y los fósforos a la vez?
Se rieron.
A ver: qué cigarrillos fum aba, JOCKEY CLUB, dij o al azar, JOCKEY CLUB? Cuánt o
cost aban?
No pudo cont est ar, no lo sabía. Le m et ieron un t rapo sucio en la boca.
—Delen, aum ent en el volt aj e.
Le dieron en las ingles, en las axilas, en las plant as de los pies. Su cuerpo se
sacudía salvaj em ent e.
—Paren. Est á bien. Ya veo que pert enecés al t ipo cabeza dura, idiot a. Vas a
arruinar t u vida por nada. Cuando cam bie el gobierno nosot ros seguirem os aquí. Y
ust edes t am bién. Los que sobrevivan.
Largá, pibe.
Le sacaron el t rapo de la boca.
—Sabem os que un día est aba el Rubio, que vos conocías al Rubio por un est udiant e
de derecho llam ado Adalbert o, Adalbert o Palacios. Ya ves que sabem os que has
m ent ido. Y ya ves, t am bién, que ot ros hablaron.
Marcelo quedó at errado. Pero no podía ser el Rubio. No quedaba sino Palacios.
—No es ciert o —dij o.
El Gordo lo m iró con expresión bonachona.
—Mirá, t e voy a decir una cosa: sabem os t am bién que vos no sos guerrillero, que
sos incapaz de m at ar una m osca. Acá est am os m ucho m ás ent erados de vos de lo
que t e podés im aginar. No t e t ort uram os por eso, com prendé: t e t ort uram os
porque sabés cosas y t enés que largarlas. Tenem os deposit adas m uchas
esperanzas en un t ipo com o vos, por eso m ism o. Porque t e gust a la poesía, porque
sos delicado. Sabés? No lo t om és a m al. No vayas a creer que yo picaneo por
gust o. No. Yo t am bién t engo fam ilia. O qué t e crees que som os nosot ros: best ias
sin m adre?
Su cara era casi bondadosa.
—Bueno, ahora que hem os int im ado un poco, ahora que has com probado que no
som os lo que pret enden, hablem os con calm a. Dij ist e que se t e acercó para pedirt e
fuego y vos dij ist e que sí, que le dist e fuego, no es así?
—Sí.
—Y t e com probam os que habías m ent ido.
—Sí.
—Ya ves que no vale la pena m ent ir. Siem pre t erm inam os por saber cuándo se
m ient e. Volvam os al café de Rivadavia y Azcuénaga. Eso es ciert o, lo sabem os.

336
Cóm o t rabaron relación? Ahí no m ás se t e acercó y t e em pezó a hablar de la
guerrilla? Bien sabés que un guerrillero no habla a nadie de eso si no es de su
absolut a confianza. Por qué t e iba a t ener confianza a vos, a un desconocido?
Porque él t e ha hablado de la guerrilla.
No, nunca. No sabía quién era Palit o. Sólo sabía que era t ucum ano, que había
t rabaj ado en un ingenio, que el ingenio cerró, que est uvo sin t rabaj o, que luego
t rabaj ó en FI AT, y que de nuevo se quedó sin t rabaj o.
Pero nunca le había explicado por qué se había quedado sin t rabaj o?
No.
Tam poco por qué se había ido a Bolivia?
No.
Así que no sabía que Palit o int egraba un grupo de guerrilleros aquí?
No.
Nunca había ido al cuart o un t ipo de unos 27 años, alt o, de ant eoj os, de pelo
crespo y negro, que rengueaba un poco. Eran las señas exact as de el Lungo. Se
espant ó.
Ahora est aba seguro: era Palacios el que había hablado.
No. Nunca había vist o a ese hom bre.
El Gordo lo m iró largam ent e, en silencio. Luego se dio vuelt a y dij o:
—Delen con t odo.
Le m et ieron el t rapo sucio en la boca y oyó que el Turco dij o " ést e va a cant ar
hast a el Arroz con Leche" .
Com enzaron con las encías, luego en las ingles, en la plant a de los pies, en los
t est ículos. Sent ía que le arrancaban la carne con t enazas candent es. De pront o
em pezó a ver t odo blanco y el corazón golpeaba sobre su pecho com o alguien a
golpes de puño, sobre una puert a, encerrado en un cuart o con perros rabiosos que
lo dest rozan. Hast a que las descargas cesaron.
—Sacale el t rapo.
Dónde est aban las arm as? Quiénes eran los capos? Dónde vivía el Lungo? Cuál era
el aguant adero? Habían t enido conexión con el at aque de la Calera? Quiénes iban al
café de Paseo Colón y San Juan?
Casi no podía hablar, sent ía la lengua com o un pedazo de algodón hinchado.
Murm uró algo, el Gordo acercó su oído. Qué decía.
—Agua —m urm uró.
Sí, le darían agua, cóm o no. Pero ant es t enía que responder.
Pensaba en Palit o, en aquella infancia desdichada en el rancho, en sus sufrim ient os
de Bolivia, en el callado est oicism o de Guevara. En ese m om ent o la vida de Palit o
est aba dependiendo de una sola palabra que él dij ese. Nunca había hecho nada de

337
valor, j am ás había hecho algo para aliviar la t rist eza o el ham bre de un solo chico
m iserable. En realidad, para qué servía?
El Gordo le m ost ró una bot ella de coca- cola helada.
I ba a hablar?
Marcelo no hizo ningún signo.
Ent onces el ot ro abrió la bot ella y arroj ó el cont enido burbuj eant e sobre el cuerpo
de Marcelo.
—Mét anle el t rapo —ordenó con cólera—. Y delen la m áxim a.
El horror recom enzó, hast a que t odo se hizo negro y perdió el conocim ient o.
Cuando volvió en sí, com o si surgiera dest rozado de ent re escom bros ardient es,
oyó palabras que no ent endía bien, algo de doct or, de inyección. Sint ió un pinchazo
en alguna part e. Después oyó "hay que dej ar por un t iem po" .
Em pezaron a hablar ent re ellos, algo del dom ingo, una playa en Quilm es, se reían
m ucho, se quej aban de perder la fiest a de fin de año. Oía nom bres: el Turco,
Pet rillo o Pot rillo, el Gordo, el Jefe. Recom enzaron los grit os y aullidos en algún
cuart o vecino. Por qué no lo revient an? dij o uno de ellos. Alguien se le acerca y le
dice oís? es t u am igo Palacios, no le ponem os t rapo para que lo oigás, después t e lo
m ost ram os.
Su cabeza est á rellena de algodón ardiendo con alcohol, t iene una sed que no
puede resist ir, m ient ras sient e que ellos dicen " est a cerveza no est á bien helada,
hay que em brom arse" . Seguían los alaridos. Palit o, con sus huesit os pegados a la
piel, el rancho, el Com andant e, el hom bre nuevo.
—Bueno, m uchachos, a laburar —dice alguien, seguram ent e el Gordo—. El doct or
dice que a ést e hay que dej arlo un rat o. Le sacan las ligaduras y lo arroj an al suelo.
—Traigan a la t urrit a esa y a Buzzo.
Los t raen, arrast rándolos de los pelos.
A Marcelo lo han sent ado en el suelo cont ra la pared y lo obligan a m irar: ella es
una chica de alrededor de diecinueve o veint e años, él t endrá unos años m ás.
Tienen aspect o de m uchachos t rabaj adores, hum ildes.
Al llam ado Buzzo lo desnudan y lo am arran sobre la m ism a m esa en que habían
t ort urado a Marcelo, m ient ras los ot ros t ienen agarrada a la chica. El Gordo le dice
a Buzzo que le conviene hablar ant es de aplicarle la m áquina y de inut ilizarle la
novia.
—Ya sabem os que los dos est án en los Mont os. Ya el Cachit o confesó t odo, el
at raco al dest acam ent o del Tigre, el asalt o al Hospit al de San Fernando, la m uert e
del cabo Medina. Ahora nos vas a cont ar algunos det alles que falt an: hablá del
enlace con el grupo de Córdoba.
Qué enlace? Él no sabe nada de eso?
—Em piecen a darle —ordenó.

338
Marcelo em pezó a ver desde fuera lo que le habían hecho a él, se repet ían los
m ism os horrores, las m ism as m onst ruosas cont orsiones.
—Paren.
Le acercaron a la chica.
—Cóm o se llam a?
—Est her.
Est hercit a, los hom bres t e han hecho m al, cant a uno de los del grupo.
El Gordo le dice callat e, ahora.
—Dónde la conocist e.
—En la fábrica.
—Qué relación t iene con vos.
—Es m i novia.
—Nada que ver con la polít ica, no?
—No, nada que ver. Es nada m ás que m i novia.
—Nunca hablaban de polít ica, no?
—Todo el m undo hoy habla de polít ica.
—Ah, bueno. Y ella sabía que vos est abas con los Mont os, m e supongo.
—Yo no est oy con los Mont os.
Se rieron con ganas.
—Bueno, est á bien. No vam os a discut ir m acanas. Desnúdenla.
Buzzo grit ó: " No hagan eso! " Su grit o fue casi salvaj e. El Gordo lo m iró. Con una
especie de cort esía helada le pregunt ó:
—Lo vas a im pedir vos?
Buzzo lo m iró y dij o:
—Es ciert o, ahora no puedo hacer nada. Pero si alguna vez salgo de aquí j uro que
buscaré a cada uno de ust edes para m at arlos.
Todos se quedaron un m om ent o en suspenso. Sus caras dem ost raron enorm e
regocij o. El Gordo se dio vuelt a hacia ellos y les dij o qué esperaban. Ent onces le
arrancaron la ropa a j irones. Marcelo no podía dej ar de m irar con horror, con una
especie de fascinación alucinada. La chica era m odest a, pobre, pero t enía la
hum ilde belleza de algunas m uchachas aindiadas de Sant iago del Est ero. Sí, es
ciert o, ahora recordaba las pocas palabras que había pronunciado: t enía el acent o
sant iagueño. Mient ras le arrancaban las ropas, grit aban, se reían con m orbosa
nerviosidad, uno sobre t odo, enorm e y sucio, grit aba yo prim ero.
En el m om ent o en que el individuo que llam aban el Turco, babeant e y enloquecido,
se lanzó sobre ella, m ient ras los ot ros grit aban, la m anoseaban, se m ast urbaban y
el m uchacho am arrado a la m esa grit aba Est hercit a! Marcelo perdió el
conocim ient o. Desde aquel m om ent o ya no t uvo noción de t iem po, ni de lugar. De
pront o se encont raba t irado en un calabozo ( el m ism o de ant es?) , con el m ism o

339
olor a excrem ent os y orina, de pront o era t ort urado en la m esa, o era golpeado en
el vient re, o le ret orcían los t est ículos. Todo era confuso, los nom bres que le
decían, los grit os, los insult os, los escupit aj os sobre la cara. En un m om ent o sint ió
que lo arrast raban de los pelos por el corredor apenas alum brado y lo arroj aban de
nuevo en aquel calabozo hediondo y pegaj oso. Creía est ar solo. Pero al rat o, en la
penum bra, a t ravés de sus oj os que parecían salirse de las órbit as, hinchados,
desde donde veía t odo com o una fant asm agoría t urbia, le pareció ent rever a ot ro
que est aba sent ado en el suelo.
El ot ro m urm uró algo. No sabía, lo acusaban de ser m iem bro del FAR. Del FAR?
Había dicho que sí a t odo, t enía m ucho m iedo. Qué le parecía? Su t ono era de
ruego, de disculpa.
—Sí —m usit ó Marcelo.
Sí, qué, rogó el ot ro.
Que est aba bien, que no debía preocuparse.
El ot ro se quedó callado. Oyeron nuevos alaridos y luego los int ervalos de silencio
( el t rapo en la boca, pensaba Marcelo) . Sint ió que el ot ro se arrast raba hacia él.
—Cóm o t e llam ás —le pregunt ó.
—Marcelo.
—Te t ort uraron m ucho?
—Más o m enos.
—Cant ast e.
—Claro.
El ot ro quedó en silencio. Después dij o: quisiera orinar, pero no puedo.
Dorm it a, com o un sueño sobre un desiert o ardient e, erizado de punt as de fuego.
Hast a que lo sacuden a pat adas. Vienen de vuelt a. Cuánt o t iem po ha pasado? Un
día o dos? No lo sabe. Sólo quiere m orir de una vez. Lo arrast ran de los pelos hast a
un lugar ilum inado, ot ra pieza de t ort ura. Le m uest ran una m asa inform e, de
llagas, de inm undicia.
—No lo reconocés, eh.
Es el Gordo, de nuevo, con su voz helada. Ahora le parece reconocerlo, cuando
aquello int ent a un gest o, algo que parece un gest o de am ist ad. Cuando com prende
quién es vuelve a desm ayarse. Despiert a en la m ism a pieza, le han dado algo,
quizá una inyección.
Traen a una m uj er em barazada, un m édico la exam ina, pueden darle, dice. Vas a
perder el hij o, reput ísim a. La picanean en los senos, en la vagina, en el ano, en las
axilas. La violan. Luego le m et en un palo, m ient ras al lado se oyen los grit os, los
aullidos de ot ro:
—Es el m arido —le explica el Gordo.

340
Sient e que va a vom it ar, pero no puede. Que dij era si conocía a esa m uj er, a la
em barazada, si conocía a Buzzo, a Est her, cuándo había vist o a Cachit o. Todo se le
m ezcla, ya no ent iende nada. Siguen con aquella m uj er, le dicen que la harán parir
sobre la m esa de t ort ura, que le van a arrancar el hij o.
El Gordo le dice que lo harán pedazos si no cuent a t odo, si no dice lo que Palit o
hacía en las últ im as sem anas. Era alt o, pecoso? Le decían el Colorado? Lo conocía a
est e ot ro? Lo había vist o con Palit o en el café de la calle I ndependencia? Han
desat ado a la part urient a y em piezan a picanearlo a él. Cuando se desm aya
despiert a de nuevo en el piso de cem ent o del calabozo. Todo parece m ás oscuro. Al
rat o vienen los de la lint erna. Buscan al ot ro. El hij o de put a, dice uno de ellos,
alum brando con la lint erna. Mirá, de dónde pudo sacar est a gillet t e? Había m ucho
que sacarle, hij o de put a. Lo arrast ran, se lo llevan, y queda com plet am ent e solo.
Tiene ganas de orinar, pero no puede: el dolor lo desm aya. Sueña algo ext raño,
algo de infancia: com o im ágenes purísim as en un chiquero. Medio despiert a, se
encuent ra m usit ando una oración, est á arrodillado al lado de su cam it a, pidiendo al
Niño Jesús, su m adre est á al lado y le dice ahora a dorm ir. El Niño Jesús, eso es. Y
de pront o con una especie de ronquido m urm ura: DI OS MÍ O, POR QUÉ ME HAS
ABANDONADO! Pero en seguida t iene vergüenza, piensa en esa m uj er em barazada.
El encuent ro con Ulrike en la Plaza Ret iro le parece est ar a un siglo de dist ancia, en
ot ro planet a. Dios ha t enido un at aque de locura y t odo su universo se quiebra en
pedazos, ent re aullidos y sangre, ent re im precaciones y rest os m ut ilados. Vuelve a
pensar en Toribio, vuelve a repet ir su oración infant il, com o si pudiera t ener alguna
fuerza en aquel I nfierno. Dónde est aba Dios? Qué quería probar con el suplicio, con
la violación de un ser t an hum ilde com o Est her? Qué quería decir? Quizá quería
decirles algo, a t odos, pero no podían com prender. En ese m om ent o habría novios
de la m ano, augurios de felicidad, risas, los barcos t ocarían o habrían ya t ocado las
sirenas. Año nuevo, vida nueva. O habrán pasado ya varios días? Qué día será? Allí
era siem pre de noche. Ah, sí, el ot ro le había dicho que había confesado t odo, pero
confesado m ent iras, acusado a personas inocent es, le habían hecho firm ar algo. Le
pareció que había llorado, aunque allí ya no se sabía dist inguir gest os ni lágrim as.
Qué? Se había suicidado con una gillet t e? Y las m uj eres, pensaba, las m uj eres:
Mart a Delfino, Norm a Morello, Aurora Mart ins, Mirt a Cort ese, Rosa Vallej o, Em a
Debenedet t i, Elena da Silva, Elena Codan, Silvia Urdam pillet a, I rm a Bet ancourt ,
Gabriela Yofre. Parecía un desfile de fant asm as en el infierno. Los m árt ires
crist ianos, pensaba. Ser devorado por las fieras era nada al lado de t odo est o.
Después volvió a delirar y t odos los nom bres se m ezclaron, y las épocas.
Ent onces vuelven los de la lint erna. Lo arrast ran de los pelos a la pieza de t ort uras.
—Bueno —dice el Gordo—, ahora se t erm inó. Ahora cant ás t odo o de aquí ya no
salís vivo.

341
Lo colocan de nuevo en la m esa. El cuart o est á lleno de hum o, hay grit os, risas,
insult os. Todo se conviert e ya en un confuso infierno. Te vam os a seguir
t rabaj ando, m aricón, hast a que largues t odo. Le ret uercen los t est ículos, le m et en
la picana en la boca, en el ano, en la uret ra, le golpean los oídos. Luego sient e que
t raen una m uj er, que la desnudan y la ponen encim a de él. Los picanean a los dos
a la vez, grit an palabras espant osas a la m uj er, t iran baldes de agua, después lo
desat an, lo golpean en el suelo. Se desm aya, cuando vuelve en sí est á de nuevo el
doct or, la j eringa. No da m ás, dice. Pero t odos parecen una j auría enfurecida. Lo
agarran, le m et en la cabeza en un t acho lleno de orina y cuando ya cree que va a
m orir, le sacan la cabeza, y siem pre las m ism as pregunt as, pero él ya no ent iende
nada. Todo ha desaparecido en una t ierra convulsionada por t errem ot os e incendios
que vuelven y vuelven, ent re grit os y lam ent os desgarradores de seres aplast ados
por bloques de hierro y cem ent o, sangrant es, m ut ilados, aplast ados por vigas de
acero ardient e. Ant es de perder el conocim ient o sient e de pront o una especie de
inm ensa alegría: VOY A MORI R, piensa.

A ESTA H ORA LOS REYES M AGOS ESTÁN EN CAM I N O

se dij o Nacho, con t enebrosa ironía. Desde la oscuridad que le favorecían los
árboles de la Avenida del Libert ador vio det enerse, por fin, el Chevy Sport color
lacre del señor Rubén Pérez Nassif.
Baj ó con Agust ina. Eran aproxim adam ent e las 2 de la m adrugada.
En seguida ent raron en una casa de depart am ent os. Perm aneció en su puest o de
observación hast a eso de las 4, y luego se ret iró, presum iblem ent e, hacia la casa.
Cam inaba con las m anos en los bolsillos de sus raídos j eans, encorvado, cabizbaj o.

M ÁS O M EN OS A LA M I SM A H ORA

el cuerpo de Marcelo Carranza, desnudo, irreconocible, est aba en el suelo de un


corredor apenas alum brado. El llam ado Gordo pregunt ó si t odavía est aba vivo. Uno,

342
el Corrent ino, se acercó, pero le daba asco t ocarlo, porque est aba lleno de
escupidas, sangre y rest os de vóm it os.
—Y?
El Corrent ino le dio una pat ada en los riñones, pero no oyó el m enor quej ido.
—Para m í que est á list o —dict am inó.
—Bueno, m ét anlo en la bolsa.
Traj eron una bolsa de lona, lo m et ieron, at aron el bult o con una soga y se fueron a
t om ar una ginebra. Luego volvieron, llevaron el bult o hast a el coche, lo pusieron en
el caj ón y t om aron para el lado del Riachuelo. Bordeándolo, llegaron hast a la
quem a de basuras, donde se det uvieron. Sacaron la bolsa y cuando lo pusieron en
el suelo uno de ellos creyó not ar un m ovim ient o. " Me parece que est á vivo, che" ,
com ent ó. Acercaron el oído y, en efect o, oyeron o les pareció oír un gem ido, una
especie de m urm ullo. Llevaron el bult o hast a la orilla, le at aron grandes t rozos de
plom o y luego, haciendo un repet ido m ovim ient o de vaivén, para que t om ara
bast ant e im pulso, lo arroj aron al agua. Quedaron un m om ent o m irando, m ient ras el
Corrent ino dij o: " Mirá que dio t rabaj o" . Subieron al aut o y uno dij o que le gust aría
t om ar un café y un especial de m ort adela.
—Qué hora es?
—Todavía no son las cinco.
—Bueno, volvam os, ent onces. Falt a para que abran.

LA CASI TA PARECÍ A M AS D ESAM PARAD A QUE N UN CA

y el chirrido de la puert a de hierro oxidada m ás fuert e que en ot ros t iem pos m enos
solit arios. El Milord lo recibió con los acent os que le era im posible evit ar cuando
había perm anecido encerrado sin nadie en aquella t apera. Nacho lo apart ó con el
pie, dist raídam ent e, y se arroj ó en su cam a. Con las m anos cruzadas debaj o de su
cabeza, m iraba el t echo. Tenía ganas de escuchar a los Beat les por últ im a vez.
Haciendo un enorm e esfuerzo, se levant ó y los puso.
Julia, Julia, oceanchild, calls m e.
Julia, seashell eyes windy sm ile, calls m e.
Julia, sleeping sound, silent cloud.
Sent ado en el suelo, con la cabeza gacha, sent ía sus oj os hinchados. Hast a que con
un t rem endo golpe de puño aplast ó el pick- up.

343
Se levant ó, salió y com enzó a cam inar por Conde hacia la vía, seguido
clandest inam ent e por Milord. Cuando llegó al cruce de Mendoza, se det uvo un
m om ent o, pero casi en seguida t repó el sucio t erraplén de t ierra, ent re desperdicios
y t achos oxidados, hast a sent arse sobre los durm ient es, ent re los rieles. Desde allá
arriba, su vist a nublada em pezó a ver los prim eros y t ím idos anuncios de la aurora,
que con silenciosa m odest ia iban sit uándose en alguna nube, sobre los vidrios de
las t orres que se habían const ruido ent re los rest os de las viej as casit as, en algún
t echo lej ano: esas vent anas que se abren con lent it ud y ciert a renovada esperanza
en la casa donde acaban de llevarse el at aúd. Julia, Julia, oceanchild, m urm uró
aguardando el t ren, pensando, con t enebrosa esperanza, que no podía t ardar.
Mom ent o en que sint ió la lengua del perro en su m ano caída. Recién com prendió
que lo había seguido a dist ancia. Con furiosa y al parecer desproporcionada cólera
le grit ó " Dej am e, ret arado! " y le pegó.
Milord, j adeando, lo m iró con oj os doloridos. Mient ras Nacho lo cont em plaba vino a
su m em oria el fragm ent o de un libro odiado: La guerra podía ser absurda o
equivocada, pero el pelot ón al que uno pert enece, los am igos que duerm en en el
refugio m ient ras uno hace guardia, eso era absolut o. D'Arcangelo, por ej em plo. Un
perro, quizá.
—Hij o de reput ísim a m adre! —grit ó pensando en su aut or.
Y una cólera aún m ás dem encial que la de ant es lo lanzó cont ra aquel anim al, al
que pat eó con furia. Hast a que se derrum bó sobre los rieles, llorando.
Cuando pudo m irarlo de nuevo, ahí est aba, inút il en su vej ez.
—Volvet e a casa, im bécil —le dij o con los pocos rest os de su rabia, pequeñas
llam as que aún se levant an aquí y allá después de los grandes incendios. Pero
com o el perro no se m ovía y seguía m irándolo con aquellos oj os ( de dolor? de
reproche?) , Nacho fue calm ándose poco a poco, hast a que con desolada paciencia y
en voz m uy baj a le rogó que se fuera, que lo dej ara solo. Su voz era cariñosa y,
aunque no se at revía ni siquiera a m urm urarlo, quería decir " perdonam e, viej o" .
Milord abandonó ent onces su inquiet a act it ud y por fin m ovió la cola, no con fuerza
ni con alegría sino con el rest o de ant iguas alegrías, esas m igaj as que quedan en el
suelo después de las fiest as.
Nacho baj ó el t erraplén, al llegar abaj o lo palm eó y volvió a rogarle que se fuera.
Milord lo m iró t odavía un m om ent o, con desconfianza, y recién ent onces, a
desgano, com enzó a irse, con su renguera, aunque echando de vez en cuando una
m irada hacia at rás.
Nacho volvió a t reparse ent re papeles sucios y basuras, y volvió a sent arse sobre el
durm ient e, ent re los rieles. A t ravés de sus lágrim as volvió a m irar por últ im a vez
los árboles del baldío, el farol a m ercurio, la calle Conde: fragm ent os de una
realidad sin ningún sent ido, los últ im os fragm ent os que vería.

344
Ent onces se acost ó cruzado sobre las vías, cerró los oj os y ya aislado por la
oscuridad de esa fant asm agoría, los pequeños ruidos em pezaron a cobrar
im port ancia. Hast a que creyó oír un rum or que pensó podía ser de una rat a. Al
abrir los oj os, advirt ió que era de nuevo Milord. Sus oj os penosos le parecieron un
nuevo chant aj e y volvió a enfurecerse y a golpearlo, grit ándole insult os y
am enazas. Hast a que se fue calm ando, cansado, ya derrot ado por el perro,
j ust am ent e cuando ya oía el ruido del t ren. Ent onces com enzó a baj ar lent am ent e
el t erraplén y a cam inar hacia la casa, seguido de cerca por Milord.
Ent ró al cuart o y em pezó a sacar su ropa, que fue poniendo en la m ochila. De la
Caj a del Tesoro de su niñez buscó una lupa, una escarapela que había pert enecido
a Carlucho, dos bolit as de vidrio, una pequeña brúj ula y un im án de herradura. De
la est ant ería sacó EL CAZADOR OCULTO, de la pared desprendió la fot o de los
Beat les, cuando t odavía est aban unidos, y la fot o de un chiquit o viet nam it a que
corría solo en una aldea llam eant e. Puso t odo en la m ochila, así com o el paquet e de
sus papeles escrit os. Salió al pat iecit o, acom odó las cosas en la m ot o, at ó el perro
sobre la m ochila y puso en m archa el m ot or. Pero en ese m om ent o t uvo una idea.
Paró el m ot or, baj ó, desat ó t odo y una vez que ext raj o la carpet a con sus papeles,
lo puso en el suelo, le prendió fuego, y observó cóm o se iban convirt iendo en
cenizas aquellos buscadores de absolut o que habían com enzado a vivir ( y sufrir) en
sus páginas. En ese m om ent o, creyó que para siem pre.
Em pezaba a reacom odar t odas las cosas cuando llegó Agust ina.
Muda, com o sonám bula, ent ró a su cuart o.
Su herm ano quedó ent onces, sent ado sobre la m ot o, paralizado, sin saber ya qué
es lo que debía hacer. Baj ó, pensat ivam ent e, y ent ró con lent it ud en la pieza.
Agust ina est aba sobre la cam a, vest ida, m irando hacia el t echo, fum ando.
Nacho se acercó, cont em plándola con som bría m orosidad. Hast a que súbit am ent e,
grit ándole put a y repit iéndolo con hist érico furor, se lanzó sobre ella y arrodillado
sobre la cam a, con el cuerpo de la herm ana ent re sus piernas, com enzó a golpearle
la cara a puñet azos, sin que ella hiciese el m enor int ent o de defenderse, inert e y
floj a com o una m uñeca de t rapo, lo que aum ent aba la furia de su herm ano.
Ent onces com enzó a arrancarle la ropa a j irones, desgarrándola con saña. Y cuando
la hubo desnudado, llorando a grit os, la em pezó a escupir: prim ero en la cara y
luego, abriéndole las piernas, en el sexo. Y finalm ent e, com o ella seguía sin hacer
la m enor resist encia y lo m iraba con oj os m uy abiert os llenos de lágrim as, sus
m anos cayeron y se derrum bó sobre el cuerpo de la herm ana, llorando. Así est uvo
un t iem po m uy grande. Hast a que pudo levant arse y salir. Puso en m archa el m ot or
y t om ó por la avenida Monroe. Su obj et ivo era t odavía m uy confuso.

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EL D Í A 6 D E EN ERO D E 1 9 7 3

Nat alicio Barragán se despert ó m uy t arde, con la cabeza rellena de pedazos de


vidrio y alfileres. Durant e largo t iem po se quedó m irando el t echo, pero sin verlo.
Est aba t rat ando de pensar en algo, pero no sabía qué era lo que quería pensar.
Com o esos caños que van oxidándose por acción del t iem po y los ácidos, su
pensam ient o apenas podía pasar ya por pequeñísim os canales, com o filt raciones de
un agua barrosa y llena de coágulos. E iba a levant arse para preparar unos m at es
cuando de pront o, com o un rayo en una noche pesadísim a y t urbia, cayó sobre su
m ent e el recuerdo de la visión.
Se apret ó la cabeza con las m anos y perm aneció largo t iem po agit ado y t em eroso.
Después se levant ó, y m ient ras preparaba el m at e el recuerdo de la best ia
llam eant e se hacía m ás y m ás fuert e y t em ible, hast a que arroj ando el m at e en el
suelo, salió corriendo a la calle. Era un día de sol y de cielo clarísim o. Serían com o
las once y en el día de fiest a la gent e andaba de un lado a ot ro, con chicos que
m ost raban j uguet es, o t om aba m at e a la puert a y conversaba. Barragán escrut ó
sus caras, y t rat ó de oír sus conversaciones. Pero ni sus expresiones ni sus palabras
t enían nada de part icular: eran las de cualquier día de fiest a en La Boca.
De pie en la m ism a esquina de Brandsen y Pedro de Mendoza, apoyado cont ra la
m ism a pared que en la m adrugada le había servido de sost én, m iró hacia el m ism o
cielo, ent re los m ást iles. Le pareció m ent ira ver ese cielo lím pido, sin nubes, sin
nada fuera de lo com ún, m ient ras la gent e andaba por ahí despreocupadam ent e.
Decidió irse hast a la zapat ería de Nicola. Est aba, com o siem pre, t rabaj ando, día de
fiest a o no. Conversó con él un rat o. De qué? Nada im port ant e, pero result aba claro
que ni había vist o nada raro esa noche ni nadie le había cont ado de haber vist o
algo.
A la t ardecit a, después de haber vendido los diarios que le facilit aba Berlingieri, se
dirigió al café. La absolut a ignorancia de t odos aum ent aba su t error de hora en
hora. En el bar se baraj aban las posibilidades de Boca con Racing. Pero él
perm aneció m udo, con su copit a de caña en el m ost rador. Esperaba la llegada de la
noche con un m iedo guardado cuidadosam ent e, pero que se m anifest aba ( cosa
curiosa) en un horm igueo en t oda la piel y en sus m anos y pies fríos, a pesar de ser
día de verano.
Anduvo dando unas vuelt as por ahí, pero a la noche volvió al café, hast a la hora de
cerrar: las dos de la m adrugada. Ent onces em prendió el m ism o t rayect o que la
noche ant erior, at ravesó la avenida Alm irant e Brown, siguió por Brandsen y llegó a

346
la Dársena, m irando cuidadosam ent e hacia el suelo. En la esquina de Brandsen y
Pedro de Mendoza se apoyó en la pared, en la m ism a pared, y cerró los párpados.
Su corazón golpeaba agit adam ent e, el horm igueo en su piel se había hecho
insufrible y sus m anos est aban cubiert as de un sudor helado.
Por fin se decidió a abrir los oj os y a levant arlos: sí, ahí est aba, lanzando fuego por
sus narices, con oj os de sangre, revelando una furia silenciosa, que por eso
result aba m ás t errible: com o si alguien nos am enazara en la soledad y en un
silencio absolut o, sin que ningún ot ro pudiese advert ir el t rem endo peligro.
Cerró los oj os y ya a punt o de derrum barse se abandonó sobre la pared.
Perm aneció así largo t iem po hast a que pudo j unt ar fuerzas para irse hast a el
convent illo, m ant eniendo sus oj os clavados en las baldosas.
Al ot ro día volvió a reproducirse el ext raño fenóm eno del día ant erior: t odos se
m ovían de un lado a ot ro com o si nada hubiese sucedido, se hablaba de lo m ism o
( de polít ica, de fút bol) se hacían las m ism as brom as en el bar de Chichín. Barragán,
silencioso, los m iraba con est upefacción, sin at reverse a decirles lo que en ot ro
t iem po habría dicho. Y cuando volvió a su pieza, se cuidó m uy bien de m irar hacia
el cielo.
Así pasaron algunos días, y cada vez se sent ía m ás t rist e, m ás desam parado y con
la sensación de est ar com et iendo un act o vergonzoso, una t raición o un act o de
cobardía. Hast a que una de esas noches, al ent rar en su cuart o oscuro lo deslum bró
un fulgor que él conocía. En m edio de ese fulgor vio el rost ro de Crist o que lo
m iraba con una m ezcla de pena y severidad, com o a un chico que se quiere pero
que est á com et iendo algo repudiable. Luego desapareció.
Nat alicio Barragán sabía m uy bien lo que le reprochaba. Quince años at rás, se le
aparecía y él predicaba en la calle, en el bar de Chichín. Había anunciado el fuego
sobre Buenos Aires, y t odos chacot eaban con él, le decían " Dale, Loco, dale, cont á
lo que t e dij o el Crist o" , y él con la copit a de caña, les cont aba. Venían t iem pos de
sangre y de fuego, les decía, m ient ras am enazaba con su índice adm onit orio a los
grandulones que se reían y lo em puj aban, les repet ía que el m undo iba a ser
purgado con sangre y con fuego. Y cuando en una frígida t arde de j unio de 1955 la
m uert e cayó sobre m iles de obreros en la Plaza de Mayo, y la propia m uj er de
Barragán m urió dest rozada por las bom bas, y cuando a la noche los incendios
ilum inaron el cielo gris de Buenos Ares, t odos ellos recordaron al Loco Barragán,
que a part ir de aquella lúgubre j ornada no fue ya el m ism o ser, disparat ado pero
bondadoso: se volvió callado, sus oj os parecían guardar un t em ible secret o y se
recogió sobre sí m ism o, com o en una caverna solit aria: algo en lo m ás profundo de
su espírit u le decía que aquello no había sido casi nada, y que m uchas y m ás
grandes t rist ezas habrían de desat arse un día no lej ano sobre los hom bres, sobre
t odos los hom bres. Mient ras t ant o, había perm anecido callado y los nuevos

347
m uchachones, que ant es heredaban de unos a ot ros la t radición de reírse de
Barragán, ahora se callaban cuando él ent raba.
Ya no predicaba. Se había vuelt o hosco y ret raído.
Pero cuando el dragón se le apareció, supo que los t iem pos llegaban y que él t enía
un deber que cum plir.
Así que el Crist o sabía lo que quería decirle con su expresión de pena y de severa
t rist eza. Sí, él era un pecador, vivía de la lim osna, de los diarios que le facilit aba
Berlingieri. Era un vago y para colm o m ant enía en secret o la Visión.
Aquel día, a la t ardecit a, después de haber m edit ado durant e m uchas horas por la
Dársena, ent ró al café, pidió su caña y dándose vuelt a hacia donde est aban
Loiácono, Berlingieri, el chueco Olivari y el rengo Acuña, dij o:
—Muchachos, anoche se m e apareció el Crist o.
Est aban hablando del part ido con Racing. Se produj o un silencio de m uert e. Los
chicos dej aron de j ugar al billar y t odos lo m iraron con gravedad. Barragán los
observó con rigidez, m ient ras su cuerpo t em blaba. Después agregó:
—Pero ant es, en la m adrugada, desde la esquina de Brandsen y Pedro de Mendoza
t uve ot ra visión.
Todos lo m iraban t ensam ent e. Con voz t rém ula, Barragán dij o:
—En el cielo, para el lado de afuera, ocupaba la m it ad del cielo. La cola llegaba
hast a el suelo.
Se det uvo, le daba quizá t em or o vergüenza. Luego dij o, en voz baj a:
—Un dragón colorado. Con siet e cabezas. De las narices echaba fuego.
Se produj o un largo silencio. Después, Nat alicio Barragán agregó:
—Porque el t iem po est á cerca, y est e Dragón anuncia sangre y no quedará piedra
sobre piedra. Luego, el Dragón será encadenado.

UN A RATA CON ALAS

Sin que at inara a nada ( para qué grit ar? para que la gent e al llegar lo m at ara a
palos, asqueada?) , Sabat o observó cóm o sus pies se iban t ransform ando en pat as
de m urciélago. No sent ía dolor, ni siquiera el cosquilleo que podía esperarse a
causa del encogim ient o y resecam ient o de la piel, pero sí una repugnancia que se
fue acent uando a m edida que la t ransform ación progresaba: prim ero los pies, luego
las piernas, poco a poco el t orso. Su asco se hizo m ás int enso cuando se le
form aron las alas, acaso por ser sólo de carne y no llevar plum as. Por fin, la
cabeza. Hast a ese m om ent o, había seguido el proceso con su vist a, y aunque no se

348
at revió a t ocar con sus m anos, t odavía hum anas, las pat as de m urciélago, no pudo
dej ar de ver con horrenda fascinación las garras de gigant esca rat a, arrugada la
piel com o la de un anciano m ilenario. Pero luego, com o ya se ha dicho, lo que m ás
lo im presionó fue el surgim ient o de las enorm es alas cart ilaginosas. Pero cuando el
proceso alcanzó la cabeza y em pezó a sent ir cóm o se alargaba su hocico y cóm o le
crecían los largos pelos sobre la nariz husm eant e, su horror alcanzó la m áxim a e
indescript ible int ensidad. Durant e un t iem po quedó paralizado en la cam a, donde lo
había sorprendido la t ransform ación. Trat ó de conservar la calm a y hacerse un
plan. En ese plan ent raba el propósit o de m ant enerse callado, pues con grit ar sólo
lograría el acceso de personas que lo m at arían despiadadam ent e con fierros. Había,
sí, la frágil esperanza de que com prendieran que esa inm undicia vivient e era él
m ism o, puest o que no era lógico que se hubiese inst alado en su lugar de m odo
inexplicable.
En su cabeza de rat a bullían las ideas.
Se incorporó, por fin, y sent ado, t rat ó de serenarse y t om ar las cosas com o eran.
Con ciert o cuidado, com o si se t rat ara de un cuerpo ext raño a él m ism o ( com o de
algún m odo lo era) , se m ovió hast a ponerse en la posición que acost um bra t om ar
un ser hum ano para levant arse de la cam a: es decir, se sent ó de cost ado, con los
pies colgando hacia el suelo. Ent onces advirt ió que las pat as no alcanzaban el piso.
Pensó que por la cont racción de los huesos, su t am año se había hecho m enor,
aunque no dem asiado, lo que explicaba la piel t an arrugada. Calculó que su
est at ura podía alcanzar m ás o m enos el m et ro veint e. Se levant ó, y se cont em pló
en el espej o.
Durant e largo rat o perm aneció sin m overse. Había perdido la calm a y ahora lloraba
en silencio ant e el horror.
Hay gent e que t iene rat as en su casa, fisiólogos com o Houssay, que experim ent an
con esos asquerosos bichos. Pero él había pert enecido siem pre a la clase de gent e
que sient e invencible asco ant e la sola vist a de una rat a. Es im aginable, pues, lo
que podía sent ir ant e una rat a de un m et ro veint e, con inm ensas alas
cart ilaginosas, con la repulsiva piel arrugada de esos m onst ruos. Y él dent ro!
Su vist a había com enzado a debilit arse y ent onces t uvo la repent ina convicción de
que ese debilit am ient o no era un fenóm eno pasaj ero ni product o de su em oción,
sino que avanzaría paulat inam ent e hast a llegar a la ceguera t ot al. Así fue: en pocos
segundos m ás, aunque esos segundos le parecieron siglos de cat ást rofes y
pesadillas, sus oj os llegaron a la absolut a negrura. Quedó paralizado, aunque sent ía
que su corazón golpeaba t um ult uosam ent e y que su piel t em blaba de frío. Luego,
poquit o a poquit o, se acercó t ant eando hacia la cam a y se sent ó a su cost ado.
Así perm aneció un t iem po. Hast a que de pront o, sin poder ret ener, olvidando su
plan y sus razonables prevenciones, se encont ró lanzando un inm enso y pavoroso

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grit o de socorro. Pero un grit o que no era hum ano ya sino el est rident e y
nauseabundo chillido de una gigant esca rat a alada. Vino gent e, com o es nat ural.
Pero no m anifest ó ninguna sorpresa. Le pregunt aron qué pasaba, si se sent ía m al,
si quería una t aza de t é.
No advert ían su cam bio, era evident e.
No respondió nada, no dij o una sola palabra, pensando que sólo lograría que lo
t om asen por loco. Y decidió t rat ar de vivir de cualquier m anera, guardando su
secret o, aun en condiciones t an horrendas.
Porque el deseo de vivir es así: incondicional e insaciable.

GEORGI N A Y M UERTE,

dos palabras que j am ás Bruno había querido pensar j unt as, com o si m ediant e esa
candorosa m agia le fuera posible paralizar el t iem po, m agia a la que m ás se
inclinaba a m edida que pasaban los años, a m edida que, com o las ráfagas heladas
de agost o em puj an las hoj as secas y ya m agulladas, arrast raba lo que él quería
conservar para siem pre.
Anduvo sin rum bo, pero de pront o se encont ró cam inando por Río Cuart o, hast a
que divisó el Mirador rosado sobre el cielo gris de ot oño: no sólo m elancólico sino
t an lúgubre y enigm át ico com o Alej andra y Fernando. Y la casa de los Olm os le
recordó aquel ext raño señor Valdem ar, ret enido al borde de la m uert e por el
hipnot izador, con sus vísceras y los m iles de gusanos esperando, hast a que un
susurro del casicadáver, desde el um bral de la siniest ra puert a, desesperadam ent e,
por el am or de Dios, ruega que se le perm it a t erm inar de una vez. Y ent onces,
cuando el m ago rom pe el hechizo, el cuerpo se derrum ba hacia la m uert e y la
inst ant ánea put refacción, y la m iríada de gusanos se lanzan com o un ej ércit o de
m onst ruos infinit esim ales pero rabiosos de ham bre y ansiedad.
Las grandes chim eneas y los puent es del Riachuelo cont rast aban con aquella
m ansión de ot ro t iem po, com o una dura realidad con im precisos fant asm as. Pero si
aquello era la realidad, qué significaba ese leproso caserón en ruinas? Y, sobre
t odo, qué era él m ism o, ya que su espírit u se encogía cont em plando la lepra de
esos m uros rosados y verdosos? Un hij o, un niet o, un archit at araniet o de duros
m arinos y guerreros, era t am bién un fant asm a com o don Pancho Olm os, com o
aquel Bebe con su clarinet e disparat ado, com o aquella Escolást ica con la cabeza de
su ant epasado? Por qué, si no, sent ía de t al m anera el fin de aquel som brío caserón

350
y de sus am biguos habit ant es? Por qué en ese ot oño de Buenos Aires sent ía que
t am bién para él se aproxim aba un t iem po de calles desoladas y hoj as secas? Toda
su exist encia la veía ahora com o un vert iginoso viaj e hacia la nada. Saint - Exupéry,
sí. Había alent ado a Mart ín, a t ant os ot ros desam parados y perdidos en el caos y la
oscuridad. Pero, y él m ism o?

SU PAD RE, SU PAD RE,

una vez m ás, quién sabe cuánt as veces m ás aún, volvería aquello. " Papá se m uere,
Nicolás." Pero él sabía que significaba no Nicolás sino t us herm anos, en aquel férreo
sist em a en que el m enor debía incondicional obediencia al m ayor. Así que Nicolás,
j erárquica y económ icam ent e, significaba Nicolás- Sebast ián- Juancho- Felipe-
Bart olom é- Lelio. Y t am bién t ácit a reconvención, diciendo ha habido necesidad de
com unicárt elo, de buscart e lej os, siem pre aj eno a nuest ra casa y a nuest ro dest ino,
sabiendo que padre nunca se consoló y que ahora espera t u regreso ant es de que
sea dem asiado t arde. Aunque ni en el t elegram a ni en ninguna conversación nadie
diría una palabra que t uviera relación con esos sent im ient os, de acuerdo con la ley
que ordenaba ocult ar las m ás profundas em ociones. De m odo que cuando ent raban
en cont act o con ot ras gent es, habit uadas a form as m enos duras, parecían
superficiales en sus afect os ya que sólo expresaban abiert am ent e las em ociones
que se vinculaban a hechos sin gran im port ancia. Y así, m ient ras podían expresar
su pesadum bre con largos com ent arios sobre el granizo o la langost a que
m alograba la cosecha de un am igo, les parecía de m al t ono hacer grandes
m anifest aciones por la m uert e de su hij o. Casos en que el viej o Bassán, con su
rost ro m ás rígido, acost um braba decir sim plem ent e " es el dest ino" . Frase que
nunca nadie oyó para referirse a la m era pérdida de una cosecha, com o si esas
grandes y pavorosas pot encias que act úan baj o el nom bre genérico de " el dest ino"
no debieran ser invocadas en vano o para hechos m enores.

VEI N TI CI N CO AÑ OS D ESPUÉS, LAS COSAS, LOS H OM BRES

351
Todo era igual y t odo era diferent e. Porque aquel m odest o ferrocarril seguía
m ant eniendo los m ism os coches y vías, las m ism as const rucciones, el color de
siem pre. Más gast ado y m ás viej o. Pero no t an gast ado ni t an viej o com o los
hom bres que habían vivido y sufrido en el m ism o t ranscurso. Porque, pensaba, los
seres hum anos se gast an m ás que las cosas y desaparecen m ás pront o. Y así un
m odest o sillón de viena que sobrevive en un alt illo recuerda la m uert e de la m adre
que lo usaba. Pero con una especie de est úpido pat et ism o. Porque un pot iche,
cualquier fruslería que presenció un gran am or, y que int ensam ent e vibró con el
poderoso resplandor que la pasión confiere a los sim ples obj et os que fueron sus
t est igos, y que luego, con la t orpe pert inacia de las cosas sobreviven pero volviendo
a la insignificancia que les es propia: t an opacos y est úpidos com o los decorados de
un escenario cuando la m agia de la obra y de las candilej as ha t erm inado.
Sí, aquellos vagones seguían siendo los m ism os, pero los hom bres habían cam biado
o desaparecido. Y sobre t odo yo soy dist int o. Muchas y grandes cat ást rofes habían
ent errado en su espírit u una ciudad sobre ot ra, com o la t ierra y los incendios y las
depredaciones las nueve Troyas. Y aunque los que m oraban sobre las ruinas
ant iguas parecían vivir com o t odos, debaj o se oían a veces apagados m urm ullos, o
se encont raban residuos de huesos y escom bros de palacios que fueron alt aneros, o
rum ores o leyendas de pasiones ext inguidas.
A m edida que se alej aba de Buenos Aires las est aciones parecían acercarse al
arquet ipo de la est ación pam peana, com o los sucesivos proyect os de un pint or que
busca la obsesión que yace en el fondo de su ser: un alm acén con paredes de
ladrillo descubiert o, al ot ro lado de una calle de t ierra; unos paisanos de bom bacha
y cham bergo negro, escarbándose pensat ivam ent e los dient es con una ram it a seca;
algún sulky, caballos at ados en el palenque del alm acén de ram os generales,
galpones de zinc, una volant a de capot a negra, el auxiliar en m angas de cam isa con
la m ano derecha en la cadena de la cam pana.
Hast a que por fin apareció la parada Sant a Ana y ent onces su niñez irrum pió con
ansiosa energía, porque aquel puest o de la est ancia Sant a Brígida eran ya los
Olm os y era Georgina, det rás de aquel m ayordom o gordo y albino, riéndose
siem pre, diciendo pero qué cosa, no?, golpeándose el breech con la palm a de la
m ano y m eneando la cabeza sin pelos, hom bre para él casi sin ningún ot ro at ribut o,
y únicam ent e perdurable en su m em oria porque det rás de él, cerca de una Sant a
Rit a, vio por prim era vez en su vida a Georgina, t ím ida y flacucha, pelirroj a. Sí,
aquellos cam pos est aban unidos a los seres que m ás im port ancia habían t enido en
su vida. Y aunque ahora de Sant a Brígida apenas quedaba el casco y aunque
aquellas seiscient as hect áreas a que había quedado reducida en aquel t iem po de su
niñez ya ni siquiera pert enecían a los Olm os, ni a los Pardos, sino a gent es
indiferent es al dest ino de aquellos seres, anónim os y desconocidos. Porque aquellos

352
cam pos en que el m alón había m uert o a la pequeña Brígida, aquellas pam pas que
en ot ro t iem po habían sido recorridas por las caballadas del capit án Olm os, aquella
t ierra de donde salió, para nunca m ás volver, con sus hij os Celedonio y Panchit o
para seguir a Lavalle, ahora eran t an aj enos a su sangre y a su dest ino com o las
calles de Buenos Aires, que llevaban a veces nom bres de su raza, pero t ransit adas
por hom bres apresurados e indiferent es, venidos de t odas part es del m undo para
hacer fort una, personas que en m uchos casos consideraban su vida aquí com o la
t ransit oria est adía en un pobre hot el.
Ahora el t ren em pezaba el descenso y describía la curva hacia el oest e, después de
dej ar at rás el m ont e de Sant a Ana, y ent onces se vería pront o la t orre de la iglesia
y poco después la m ole del m olino: los elevadores del m olino Bassán, su propia
casa, la infancia. Y cuando por fin llegó a Capit án Olm os, idént ica a sí m ism o, sint ió
com o si durant e esa m ult it ud de años hubiese vivido baj o una especie de ilusión, en
una inút il fant asm agoría, sin peso ni consist encia; y los hechos a los que creía
haber asist ido se desvanecían, com o al despert ar pierden fuerza y vida los sueños,
convirt iéndose en inciert os fragm ent os de una fant asm agoría, a cada segundo m ás
irreales. Y aquella sensación lo inducía a pensar que lo único verdaderam ent e real
era su infancia, si lo real es lo que perm anece idént ico a sí m ism o: un t rozo de la
et ernidad. Pero así com o al despert ar la vida diurna queda ya cont am inada de
infam ia, no siendo ent onces los m ism os que éram os ant es de aquellos sueños, la
vuelt a a la infancia queda enviciada y ent rist ecida por los sufrim ient os vividos. Y si
la infancia era la et ernidad, eso le im pedía sin em bargo verla com o parece que
debiera verse: lim pia y crist alina; sino com o a t ravés de un vidrio sucio, t urbia e
im precisam ent e; com o si las vent anas a t ravés de las cuales nos es dado en
algunos inst ant es asom arnos a nuest ra propia et ernidad t uvieran crist ales que van
sufriendo el paso de los años, ensuciándose con las t em pest ades y los vendavales,
con el barro y las t elarañas del t iem po.
Com o quien m ira desde la oscuridad a un lugar ilum inado, fue reconociendo caras
sin ser reconocido: I rineo Díaz, con su m ism a, pero ahora desvencij ada y
descolorida, volant a de capot a negra; el com isionist a Bengoa, esperando, com o
siem pre, la llegada del t ren; y, finalm ent e, sent ado com o un ídolo, al viej o Medina,
que ya era viej o cuando él era un chico, y que al parecer seguía en idént ica
posición en que lo había vist o por últ im a vez, hacía t reint a y cinco años: pensat ivo
e im pávido, com o t odo indio, que después de ciert a edad no sufre alt eración, com o
si el t iem po no corriese dent ro de ellos sino a su lado, y ellos lo m iraran pasar,
fum ando el m ism o cigarro de chala, hierát ico e indescifrable com o un ídolo
am ericano, com o se m ira correr un río que arrast ra cosas m eram ent e perecederas.
—No m e reconoce?

353
El viej o levant ó lent am ent e su m irada. Hundidos ent re los huesos apergam inados
de su m áscara t errosa, Bruno sint ió que sus oj it os lo exam inaban con calm a pero
con m inuciosidad. Acost um brado a ver el universo con cuidado, casi sin ot ra t area
que observarlo y guardarse para sí su m et iculosa configuración ( con una especie de
sut ilm ent e irónica m udez) , Medina pert enecía a esa m ism a raza de baqueanos que
en la pam pa dist inguían la huella de un caballo ent re m il y eran capaces de orient ar
un ej ércit o por el casi im percept ible sabor de un yuyit o. Lo m iraba con esa
desconfianza socarrona, que apenas era percept ible en ciert as arrugas en el
ext rem o de sus oj os. Y del m ism o m odo que cuando se borra un ret rat o al lápiz van
quedando los rasgos que por ser los esenciales fueron los m ás t rabaj ados,
em pezaron a develarse ant e él los rasgos del Bruno infant il. Y ent onces, a t ravés de
aquellos t reint a y cinco años de ausencia, de lluvias y m uert es, de sudest adas y
acont eceres, un dict am en sobrio pero im placable subió desde las enigm át icas
profundidades de la m em oria de Medina y t erm inó haciendo m over sus labios de
m anera apenas visible, m ient ras el rest o de su cara perm anecía inm óvil, sin dej ar
t raslucir la m enor em oción o sent im ient o, si es que realm ent e exist ían en el
corazón de aquel hom bre:
—Vos sos Bruno Bassán.
Y luego volvió a su rigidez, im pasible ant e los sim ples acont ecim ient os del m undo,
aj eno a la violent a y casi pavorosa conm oción de aquel ser que ahora había dej ado
de ser un niño para convert irse en un hom bre.
Cam inó por las calles polvorient as, at ravesó la plaza con sus paraísos y palm eras, y
por fin vio la m ole del m olino y oyó el isócrono golpet eo de su m aquinaria. Un at roz
sím bolo: la m archa indiferent e de las cosas, m ient ras en m edio de ellas agoniza el
hom bre que con am or y esperanza las creó.

M UERTE D E M ARCO BASSÁN

—Ahora duerm e —explicó Juancho.


En la casi oscuridad, oyó por prim era vez aquel quej ido sordo y la respiración
ansiosa y ent recort ada. Cuando se fue acost um brando a la penum bra, vislum bró lo
que quedaba: un m ont ón de huesos en una bolsa de carne dolient e y podrida.
—Sí. El olor casi no se soport a de ent rada. Después t e acost um brás.
Bruno m iró a su herm ano. Había sido su ídolo, cuando él, Bruno, era un chiquit o:
con su som brero de anchas alas y sus enorm es espaldas, en aquella yegua t ordilla

354
de cola larga. Y cuando por fin se fue, su padre dij o: " Nunca m ás ent rará en est a
casa" . Y com o para dem ost rar la precariedad de esa clase de palabras frent e a las
fuerzas de la especie y de la sangre, no sólo Juancho había vuelt o sino que ahora
era quien cuidaba de su padre, día y noche.
—Agua, Juancho —m urm uró, despert ando de aquel sueño de drogas, que debía
diferenciarse de sus ant iguos sueños com o un pant ano sucio, lleno de fieras, de una
herm osa laguna visit ada por aves.
Levant ándolo un poco con su brazo izquierdo, le dio una cucharadit a, com o a un
niño.
—Ha venido Bruno.
—Eh, cóm o? —t art aj eaba con su lengua de t rapo.
—Bruno. Ha vuelt o Bruno.
—Eh, cóm o?
Miraba hacia adelant e, con t oda la cara, com o un ciego.
Juancho ent reabrió las persianas. Ent onces Bruno vio lo que sobrevivía de aquel
hom bre enérgico y poderoso. De sus oj os hundidos, que parecían dos bolit as
verdosas de vidrio resquebraj ado y casi opacas, pareció surgir un pequeñísim o
brillo, com o una llam it a de un rescoldo que se alient a.
—Bruno —m urm uró por fin.
Bruno se acercó, se inclinó, int ent ó un t orpe abrazo, m ient ras sent ía el espant oso
olor.
Art iculó com o un borracho:
—Ya ves, Bruno. Soy una ruina.
Fue una lucha de m uchos días, llevada con la m ism a energía con que había luchado
cont ra t odos los obst áculos. Morir era caer vencido, y nunca se había declarado
vencido. Bruno se decía que est aba hecho de la m ism a sust ancia de aquellos
venecianos que levant aron su ciudad luchando cont ra el agua y la pest e, cont ra los
pirat as y el ham bre. Todavía conservaba el perfil aust ero del Jacopo Soranzo
pint ado por el Tint oret t o.
Se pregunt aba si no era un act o de m ezquindad y de cobardía salir, dist raerse,
recorrer las calles del pueblo, en lugar de t ener present e el dolor de su padre en
cada inst ant e, asum irlo com o Juancho. Luego, cobardem ent e, en fragm ent arios
pensam ient os que no se at revían a int egrarse del t odo, se decía que nada de m alo
había en olvidar el horror. Pero casi en seguida reflexionaba que aunque su padre
no iba a sufrir ni m ás ni m enos con ese alej am ient o de su conciencia y de su
m em oria, era de cualquier m odo una especie de t raición. Ent onces, abochornado,
volvía a su casa y durant e un rat o pagaba una m ezquina cuot a de solidaridad,
m ient ras Juancho seguía vigilando desde su sillón, at ent o al m ás m ínim o rum or,
ayudándolo, escuchando sus largos y disparat ados delirios.

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—Juancho! —exclam aba de pront o—. I ncendian la cam a! Y sem iincorporándose,
señalaba las llam as: allí, del lado de los pies.
Su hij o se levant aba con celeridad y apagaba el fuego con grandes adem anes, con
esa exageración de las pant om im as, cuando es necesario hacerse ent ender por los
solos gest os. Se t ranquilizaba por algún t iem po.
Después, la cam a se rom pía, era preciso apunt alarla. Juancho t raía m aderas, se
echaba al suelo, apunt alaba la cam a. Más t arde, apart ándose del respaldo,
at errorizado, señalaba con el índice, le m ost raba gent e, las acusaba de cobardes y
agregaba palabras incom prensibles. Juancho se levant aba, increpaba a los int rusos
con grandes voces, los echaba a em puj ones.
—Juancho —m urm uraba de pront o el viej o en voz baj a, com o para cont arle un
secret o.
El hij o se aproxim aba y ponía la orej a cerca de su boca, por la que salía el olor a
podrido.
—Han ent rado ladrones —susurraba—. Est án disfrazados de rat as y ahora se han
escondido en el ropero. Gaviña, ése es el j efe. Te acordás? El que fue com isario
cuando los conservadores. Un ladrón, un sinvergüenza. Se cree que no lo reconocí
disfrazado de rat a.
Desfilaban viej os rost ros, ant iguos conocidos. Su m em oria se había vuelt o a la vez
afilada y grot esca, deform ada m onst ruosam ent e por el delirio y la m orfina.
—Pero don Juan! Quién iba a decir que t erm inaría de m ensual! Con la fort una que
supo t ener!
Se lo señalaba, m eneando la cabeza, sonriendo com o no queriéndolo creer, con
ciert a irónica desilusión. Su hij o buscaba con la m irada.
—Ahí, rasquet eando el caballo.
—Ah —com ent aba Juancho—. Hay que em brom arse.
—Te das cuent a? Don Juan Audiffred. Quién lo hubiera dicho.
Com ent aba el asunt o norm alm ent e, por un largo rat o, porque por un lado veía
m onst ruos o fant asm as y en seguida se com port aba con sensat ez, conversando con
hom bres m uert os veint e años at rás, con la m ism a nat uralidad con que luego decía
que su gargant a est aba reseca y le vendría bien un poco de agua. Cuando Bruno
volvía de la calle, su herm ano le com ent aba riéndose las ocurrencias de su padre,
con esa m ezcla de t ernura y condescendencia con que el padre cuent a las fant asías
de su chiquilín. Pero ent onces recom enzaba el delirio y Juancho ret ornaba a las
m ágicas pant om im as, m ient ras Bruno se deslizaba al vest íbulo, donde sus ot ros
herm anos hablaban de cosechas, rindes del m aíz, com pra y vent a de cam pos,
anim ales. Bruno los escuchaba y, queriendo ent rar en aquella com unidad,
recordaba que de chico sabían encargarle el peso del t rigo en la balanza de
densidades. Sus herm anos lo m iraban. Mencionaba nom bres: Favorit o, Barlet t a.

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Sus herm anos negaban desdeñosam ent e: hacía por lo m enos veint e años que no
exist ían. Alguno dej aba de fum ar e iba por un m om ent o al dorm it orio del padre, a
pagar su cuot a, para volver ensom brecido.
—Y don Sierra?
Lo m iraron con incrédula ironía.
Qué.
Se acordaba.
Los m ayores ej ercían el m onopolio de ciert os recuerdos y no acept aban así no m ás
com part irlo con los m enores, y m ucho m enos con Bruno. Pero sí, claro que lo
recordaba: gordo y panzón, con aquellas orej as enorm es de las que salían largos
pelos blancos.
No bast aba. Se m iraron ent re sí en m uda consult a, y Nicolás, fij ando con severidad
sus oj os sobre él com o un profesor en un exam en de t esis, exigió que nom brara la
caract eríst ica m ás t ípica de don Sierra.
Eso, confirm aron.
Bruno pensó ansiosam ent e. Lo m iraban con socarronería de cam po. La
caract eríst ica esencial de don Sierra, nada m ás que eso es lo que querían saber. El
silencio era absolut o, m ient ras Bruno escarbaba en su m em oria con desesperación.
El reloj de t res t apas?
No, señor.
Lo veía bast ant e bien llegando en su sulky, baj ando con su lát igo, con el gran cint o
aj ust ado por debaj o de su enorm e vient re, en cam iset a y blusa corralera, sudando,
congest ionado, con el cham berguit o negro echado hacia la nuca, con alpargat as
bordadas m anchadas de bost a.
Se daba por vencido?
No sabía. Si no era el reloj de t res t apas, no sabía.
—El reloj de t res t apas! —com ent aron con desprecio.
—Y? —pidió Bruno, con la im presión de que sim plem ent e le hubieran t endido una
t ram pa falsa.
Y qué.
Ese fam oso rasgo caract eríst ico.
Los grandes se m iraron: ot ra de las peculiaridades del j uego, dej ar al exam inado
carcom ido por las dudas. Bruno consideraba a aquellos hom bret ones de anchas
espaldas y pelo canoso, esperando su veredict o, sin advert ir t odo lo que t enía de
disparat ado.
Con gravedad, el m ayor em it ió la inform ación: engañar al inglés O'Donnell.
—Engañar al inglés O'Donnell?
Bruno exageró su ext rañeza, para no darse del t odo por vencido, com o si aun en el
caso de que aquella m odalidad hubiera exist ido no era sin em bargo t an esencial

357
com o para elevarla a la cat egoría de rasgo caract eríst ico en el código de los Bassán.
Nicolás m iró a sus cam aradas: se concebía al viej o Sierra sin m ent irle al inglés
O'Donnell? De ningún m odo, confirm aron.
—Me est án haciendo una brom a.
Bruno t rat ó de descubrir algún brillo m alicioso.
Nicolás se volvió hacia Marco, el m enor ( cuarent a y cinco años) y le ordenó:
—Si duerm e papá, que venga Juancho.
—Mom ent o —receló Bruno.
Lo acom pañó a Marco, t em ía que lo pusieran al t ant o. Juancho m ost raba el
cansancio de t ant os días de sueño y sufrim ient o.
—Vos no has oído —explicó Nicolás—. Decile a ést e cuál era el rasgo m ás
caract eríst ico de don Sierra.
—Cont arle m ent iras al inglés O'Donnell.
Volvió Marco:
—Se despert ó, quiere agua.
Se fue Juancho y la realidad que se había m ant enido sordam ent e debaj o de los
t iernos recuerdos, com o la perm anent e guerra durant e el pequeño y dulce int ervalo
en que el soldado lee las cart as y abre el paquet e de cosit as, resurgió con dureza.
Se callaron, y durant e un rat o fum aron en silencio. Se oían quej idos. Nicolás m iraba
hacia fuera, pensando. Qué pensaban?
Bruno salió a la calle.
Todo, desde el nom bre del pueblo, est aba vinculado a los seres que habían t enido
peso en su vida: Ana María Olm os, su hij o Fernando, Georgina. Y aunque ansiaba
encam inarse a la viej a casa que había originado aquel pueblo, algo se lo im pedía, y
sólo at inaba a dar vuelt as en sus cercanías. Por las calles polvorient as los nom bres
despert aban sus recuerdos: la t ienda de Salom ón, la zapat ería de Libonat t i, el
chalet del Dr. Figueroa, la Sociedad de Socorros Mut uos de su Maj est ad Vit t orio
Em m anuele.
Pero a Bruno los recuerdos de infancia se le habían present ado siem pre com o
hechos inconexos y por lo t ant o irreales. Porque la realidad la concebía com o
fluent e y viva, com o una palpit ant e t ram a, m ient ras que esos recuerdos aparecían
desvinculados ent re sí, est át icos, válidos en sí m ism os, cada uno en su ext raña y
solit aria isla, con ese m ism o género de irrealidad de las fot ografías, ese m undo de
seres pet rificados en que para siem pre hay un niño de la m ano de una m adre ya
inexist ent e ( convert ida en t ierra y plant a) , m ient ras el niño no es casi nunca aquel
gran m édico o héroe que la m adre im aginó sino un oscuro em pleado que,
revolviendo papeles, encuent ra la fot ografía y la cont em pla a t ravés de oj os
em pañados.

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Así que cada vez que había int ent ado reconst ruir las part es m ás alej adas de su
vida, t odo se le aparecía borroso, y apenas si aquí o allá se dest acaban episodios o
caras que a veces ni siquiera eran t an ext raordinarios com o para j ust ificar su
pervivencia. Porque, cóm o explicar de ot ro m odo que recordara con int ensidad algo
t an poco decisivo para su exist encia com o la llegada de aquel gran m ot or para el
m olino? Bien, con " t ant a int ensidad" ... Tam poco era así, porque en cuant o se
disponía a precisar con palabras aquella escena advert ía que se volvía m enos
definida, que sus cont ornos se esfum aban y que t odo perdía consist encia, com o si
se pudiera pasar el brazo a t ravés sin que nada lo im pidiera. No, no lo sabía, no
podía dar det alles: en cuant o se lo proponía, la escena se esfum aba com o los
sueños al despert ar. Adem ás, le result aba im posible forzar los recuerdos si no
encont raba la clave, la palabra m ágica, pues eran com o princesas que dorm ían un
ant iguo sueño y que sólo despiert an cuando a sus oídos se m urm ura la palabra
secret a. Allá abaj o dorm ían felicidades y t errores; y, de pront o, una canción, un
olor bast aban para quebrar el encant am ient o y para hacer surgir el fant asm a desde
aquel cem ent erio de sueños. Qué m elodía, qué inciert o fragm ent o de m elodía oyó
aquella t arde de soledad en el j ardín del Luxem burgo? La canción venía desde m uy
lej os, de un m undo ya perdido, y de pront o se vio en Capit án Olm os, en una noche
de verano, a la luz de uno de aquellos grandes faroles de arco volt aico. Quiénes
est aban? Únicam ent e vio surgir la figura de Fernando cort ando las pat as t raseras
de un sapo y luego sus esfuerzos grot escos para huir con las dos pat as rest ant es,
sobre el colchón de t ierra reseca. Pero era un im preciso fant asm a, sin carne ni
peso, un Fernando desprovist o de oj os concret os y de labios carnales, casi una
idea: un horror, un asco. Y aquel m onst ruo había surgido de una región de som bras
para m ut ilar un sapo por obra de una canción. Qué ext raño era que aquel sádico, la
canción y el sapo m ut ilado sobrevivieran j unt os, est uvieran para siem pre unidos,
fuera del t iem po, en un som brío rincón de su espírit u. No, no podía recordar su
infancia con lógica ni con orden. Sus rem iniscencias em ergían al azar de un fondo
nebuloso y neut ro, sin que le fuera posible est ablecer vínculo t em poral ent re ellos.
Porque ent re aquellos fragm ent os, que em ergían com o islot es de un océano
indiferent e, le era im posible det erm inar quién precedía o sucedía a quién, el t iem po
ent re ellos no t enía ningún significado, ya que no est aba unido a vidas y m uert es, a
lluvias y am ist ades, a desdichas, a am ores. Y así, la llegada de aquella im precisa
m áquina podía haber sido ant erior o post erior a la horrible m ut ilación, porque ent re
ellos se ext endía el océano gris, sin principio ni fin ni causalidad de las cosas que
habían caído en el et erno olvido.
Ent onces Juancho cedió en aquella lucha desigual, sufrió un at aque de grit os y
raras convulsiones y hubo que darle una inyección para dorm irlo. El viej o advirt ió
en seguida su ausencia, y desde el pozo en que se debat ía im aginó que lo habían

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llevado al Pergam ino y que allá lo habían m at ado, por venganza. Lo est aban
ocult ando. Por qué lo ocult aban? Eh? Por qué? m urm uró llorando, aunque no había
lágrim as en sus oj os, porque ya no t enía agua en su cuerpo; pero por el ruido y por
la peculiar agit ación de su cuerpo se infería que era llant o lo que aquel casicadáver
producía: un llant o seco y pequeñit o, una especie de casicadáver de llant o. Dónde
est aba Juancho? Eh? Dónde est aba? En el Pergam ino, m urm uró una vez m ás, ant es
de ent rar en una crisis que t odos t om aron por la crisis final: respiraba com o si
alguien est uviera t rat ando de ahogarlo, se revolvía con furia en el lecho, de su boca
salían gem idos y t rozos, pedregullos de palabras. Se dest apaba, aullaba. Hast a que
de pront o su cara se puso rígida y hubo que suj et arlo para que no se arroj ara de la
cam a. Luego, de su boca, com o del aguj ero que da salida a un oscurísim o y
m alolient e pozo profundo, salieron acusaciones a los enem igos que habían m at ado
a su hij o. Y después cayó, inert e, com o desplom ándose desde sí m ism o.
Todos se m iraron. Nicolás se acercó a verificar si respiraba. Pero una vez m ás
superó la crisis. Era una bolsa de huesos y carne podrida, pero su espírit u resist ía y
se refugiaba en el corazón, la últ im a fort aleza que le quedaba, cuando ya el rest o
del cuerpo se derrum baba, desalent ado, hacia la m uert e.
Con voz apenas oíble, agot ado por el esfuerzo, m asculló algo. Nicolás acercó su
oído a los labios y descifró el m ensaj e: " qué t rist e es m orir" . Eso era lo que parecía
haber dicho. Y luego recom enzó la lucha, com o un guerrero que reúne las escasas y
deshechas huest es derrot adas para volver con ellas al inút il ( pero herm oso)
com bat e.
Sus huest es! pensaba Bruno. Pero si apenas cont aba con el corazón, con aquel
débil y agot ado corazón. Pero ahí est aba, en cada uno de sus débiles lat idos le
aseguraba que aún est aba ahí, a su lado, que t odavía resist irían.
Aquella ruina t uvo un m om ent o de lucidez, reconoció a Bruno, t rist em ent e le
sonrió, pareció querer hablarle. Bruno se aproxim ó a su boca pero nada pudo
ent ender, aunque su padre le señalaba su cuerpo, los rest os de su cuerpo.
Se había quedado m om ent áneam ent e con él, y en su m irada ahora m ás calm a le
pareció a Bruno vislum brar una sonrisa de incredulidad, m ezcla de sat isfacción e
ironía. Hizo ot ro gest o de hablar. Bruno acercó su oído. Juancho, m urm uró. Est aba
t rat ando de dorm ir. Quedó pensat ivo. Después de un rat o volvió a m ascullar algo.
Cóm o, cóm o? Terreno? Qué t erreno? Pareció ponerse de m al hum or, hizo un gran
esfuerzo, palabras inconexas que j am ás habrían podido ser ent endidas por un
ext raño, pero que Bruno logró j unt ar en su orden debido, com o alguien que conoce
un idiom a ant iguo y descifra un t ext o con fragm ent os casi ilegibles: de la part e que
habría de t ocarle, una porción quería que fuese para un t erreno. Su viej a m anía: la
t ierra que fij a.

360
Pareció sonreír con la prom esa del hij o errant e. Luego pidió por Juancho, quería
agua, había que darlo vuelt a. Bruno int ent ó t orpem ent e, pero él hizo un gest o
negat ivo. Hubo que despert arlo, lo dieron vuelt a ent re los dos, le acercaron una
cucharit a de agua. Por prim era vez en su vida Bruno sint ió que era verdaderam ent e
út il, se sint ió m ucho m ás herm ano de Juancho y, con una especie de t ierna
hum ildad com prendió que él, que había recorrido t ierras y doct rinas, que había
leído m uchos libros sobre el dolor y la m uert e, era inferior a aquel herm ano que no
lo había hecho nunca.
El viej o hizo ot ro signo, Juancho se acercó a su boca y asint ió. Ent onces el padre
pareció dorm irse en paz. Bruno m iró a su herm ano.
—La quint it a.
Qué pasaba con la quint it a? Era su pasat iem po. No lo sabía?
Había que rem over la t ierra ahora, había que punt ear. Eso era t odo.
Vio que su herm ano se disponía a salir al pat io t rasero. Cóm o, no se iba a dorm ir?
Adónde iba?
—Te acabo de decir que t engo que punt ear la t ierra.
Bruno lo m iró est upefact o. Pero si no la iba a ver m ás, si esa quint a y t odo lo
dem ás desaparecería para siem pre.
—Se ha dorm ido t ranquilo porque se lo prom et í.
Bruno se quedó callado, observándolo: desgast ado por el gigant esco cansancio de
días y noches, m ás envej ecido.
—Pero al m enos m andá a ot ro, a un peón.
—No, nunca quiso que nadie t ocara la quint it a.
Apenas salió su herm ano, se sent ó en su silla. Se sent ía una basura, culpable por
haber sent ido asco, se recrim inó por haber t rat ado de olvidar aquel sufrim ient o
dist rayéndose por el pueblo, por haber pensado en ot ras cosas, por haber leído
diarios en esos días, un libro. Todo era una frivolidad, hast a pensar en cosas t an
profundas com o el dest ino y la m uert e, si se lo pensaba en general, en abst ract o, y
no sobre aquella carne sufrient e, en esa carne, por esa carne.
Cuando volvió su herm ano, le dej ó su silla. Así perm anecieron en silencio oyendo
los gem idos, t rozos del delirio. Desde at rás, Bruno cont em plaba las grandes
espaldas agobiadas de Juancho, su pelo blanco, su cabeza inclinada hacia adelant e
por el cansancio. Por un inst ant e t uvo la t ent ación de ext ender una m ano y ponerla
sobre sus hom bros, aquellos hom bros que lo habían llevado cuando niño; pero en
seguida com prendió que nunca sería capaz de hacerlo.
—Bueno, vuelvo a la quint a. Vigilá.
Al sent arse en la silla sint ió un orgullo sem ej ant e al que debe de sent ir un cent inela
que releva a su cam arada en una posición de peligro. Pero en cuant o ese
sent im ient o t om ó form a, se avergonzó.

361
Anochecía. De cuando en cuando aparecían los herm anos m ayores. Juancho fue
obligado, finalm ent e, a proseguir el sueño que había int errum pido. Y así Bruno
pasó, por prim era vez en su vida, la noche ent era al lado de un m oribundo. E
int uyó que recién com enzaba a ser un hom bre, porque únicam ent e la m uert e
prepara de verdad para la vida; pues la m uert e de un solo ser unido a uno con
vínculos ent rañables perm it ía com prender la vida y la m uert e de ot ros seres, por
lej anos que fuesen, y hast a de los m ás hum ildes anim ales. Le daba agua, hast a
pudo aplicarle la inyección de m orfina.
Habló en veneciano, quizá sobre hechos de su infancia, porque m encionaba
nom bres que nunca le había oído. Tam bién palabras sobre un t im ón o algo así. De
pront o su expresión era de angust ia. En ot ros m om ent os luchaba cont ra enem igos,
resolviéndose en su lecho. Luego lo oyó cant urrear, y su expresión fue ent onces de
felicidad: acercándose a sus labios reconoció deform es rest os de LE CAMPANE DE
SAN GI USTO, aquella canción de los irredent os t riest inos que le había cant ado
cuando él era un chico.

A los dos días com enzó la agonía.


A Bruno le chocaron la indiferencia cort és, los gest os m ecánicos con que el
sacerdot e le dio el aceit e y rezó las oraciones. Con t odo, sint ió la solem nidad de la
ext rem aunción: era su padre que se despedía para siem pre de la vida, de aquella
vida que había vivido con t ant o coraj e y t enacidad.
Dos velas fueron prendidas ant e una est am pa de San Marco. Juancho le colocó en
el cuello una m edalla del sant o veneciano. Y el viej o, desde ese m om ent o,
m ist eriosam ent e se t ranquilizó hast a m orir.

CAM I N Ó POR ALM I RAN TE BROW N

pero al llegar a la esquina de Pinzón vio que el ant iguo café de Chichín se había
t ransform ado: la fórm ica había reem plazado al m árm ol de las m esit as. Se sent ó
con t em or, com o un int ruso fant asm a en un lugar que no le corresponde, después
de casi veint e años de ausencia. Muchos de aquellos que ent onces discut ían sobre
fút bol habrían m uert o, los m uchachones que fast idiaban al Loco Barragán serían ya
hom bres, se habrían casado, t endrían hij os. Chichín, dónde est aba? El m ozo que lo
at endió era nuevo, no lo conocía. Le parecía que est aba enferm o en su casa, o
había m uert o. El dueño? Se llam aba Mourent e, ese español que at endía la caj a. Del

362
gran espej o había desaparecido la fot o de Boca. Tam poco est aban Gardel ni
Leguisam o.

UN H OM BRE D E OTRO TI EM PO

Su m irada se det uvo en un viej o flaquísim o. Su pelo era blanco, t enía una nariz
aguileña y m uy afilada, los oj it os sobre los cost ados de una cabeza angost a le
conferían algo de páj aro, de angust iado páj aro que ha perdido algo. Su cuello era
exageradam ent e largo, con una nuez que sobresalía. En la com isura de los labios,
com o un cigarrillo apagado, usaba un escarbadient e que m ovía cada ciert o t iem po,
cam biándolo de lugar. Miraba hacia la calle com o esperando algo, com o si est uviera
en la m esa de un café ferroviario y de un m om ent o a ot ro debiera llegar una
persona ansiosam ent e aguardada. Su cara denot aba esa anhelant e inquiet ud, pero
los labios est irados hacia abaj o en los ext rem os m ost raban con am argura que esa
espera era con casi seguridad inút il. No había ninguna duda: aquel hom bre era
Hum bert o J. D'Arcangelo, conocido ent re la gent e de su época por Tit o. Le falt aba la
CRÍ TI CA arrollada baj o su brazo. Y falt aba Chichín, lim piando los vasos y recit ando,
a su pedido, la form ación del Boca Juniors de 1915. Desde una m esa cercana le
pregunt aron, en voz alt a:
—Y ust ed, don Hum bert o, qué opina.
—Lo qué? —respondió D'Arcangelo de m ala gana.
—De eso que dij o Arm ando a la t elevisión.
Volvió a m edias su cabeza afilada.
—Lo qué? De Arm ando?
Sí, eso es, de las declaraciones de Albert o J. Arm ando.
Los consideró un inst ant e, y t odos perm anecieron en silencio, com o ant e un j uez
im placable pero j ust o. Tit o no respondió nada, volvió a m irar hacia la calle Pinzón y
se hundió de nuevo en aquel universo solit ario, m ient ras uno de los que habían
solicit ado su veredict o ( el rengo Acuña? Loiácono?) com ent aba, con acent o de
t riunfo: " Vist e? Vist e?" En qué pensaría? Sin duda, el viej o habría m uert o. Lo veía
( lo im aginaba) sent ado a la puert a del convent illo, sobre su sillit a de paj a, con su
bast ón de palo nudoso, con su galerit a raída y verdosa, m urm urando " eh, sí" ,
m eneando la cabeza com o si com ent ara con su gest o algo nost álgico a un
int erlocut or invisible. " Así eran las cosas." Qué cosas? Pocas, siem pre las m ism as:
aquel m ar que cont em plaba desde lo alt o de la m ont aña, con su flaut a en la m ano,

363
aquellas navidades con nieve, aquellos past ores t ocando las gait as. Lo veía a Tit o,
t om ando m at e a su lado, pregunt ándole ent re irónico y cariñoso, qué cant aban los
past ores.
Y el viej o, cerrando los oj os, con una sonrisa recat ada y vergonzosa, cant urreaba:

La not t e de Nat ale


é una fest a principale
que nasció nost ro Signore
a una povera m angiat ura.

Eso es lo que cant aban, eh sí... Y había m ucha nieve, viej o? Eh, sí... la nieve... Y se
quedaba m edit ando en la t ierra fabulosa, m ient ras Tit o le guiñaba un oj o a Mart ín y
le sonreía con una expresión de pena velada por el pudor y una m elancólica ironía:
—Vist e, pibe? Siem pre la m ism a hist oria. No piensa a ot ra cosa. Siem pre el
pueblit o. Si yo t endría guit a...
Y ahora seguram ent e había m uert o. Un furgón de la m unicipalidad habría venido a
llevar su pequeño cadáver, acom pañado por Tit o hast a un anónim o y num erado
depósit o de la Chacarit a, para pudrirse ent re bloques de cem ent o. No en la t ierra
de su aldea rem ot a, frent e al m ar Jónico de sus ant epasados, sino ahí, en el cuart o
subsuelo de un cem ent erio de cem ent o y de nichos num erados.
Bruno volvió a m irar a D’Arcangelo, a escrut ar en su rost ro aquel anhelo de
absolut o, aquella m ezcla de candoroso escept icism o y de bondad, aquel no
ent ender de un m undo cada día m ás caót ico y enloquecido; un m undo en que los
j ugadores de fút bol no luchaban m ás por el am or a su cam iset a sino por dinero; en
que Chichín ya no servía el verm ú con fernet o con bit t er, en que el viej o Boca era
apenas un dolient e recuerdo. Un m undo en que aquel t ierno convent illo con gallinas
y caballos habría sido dividido en calabozos de chapa y cem ent o sin lugar para la
viej a vict oria derrengada. Tal vez en su cuart it o subsist ía la bandera del Boca de
ant es, y aquella fot ografía de Tesorieri dedicada y aquel fonógrafo. Pero
seguram ent e esos t esoros sobrevivían t an t rist em ent e com o su propio dueño, en
una pieza en que ya no se oía el cacareo de las gallinas al am anecer, ni aquella
fragancia de la glicina m ezclada al olor de la bost a.
Salió y cam inó por las calles que t am bién se habían t ransform ado.
Aquel t erraplén, aquellas casas con rej a y zaguán, dónde est aban?
Hum ildes versos de poet as de barrio acudían a su espírit u:

Borró el asfalt o de una m anot ada


la viej a barriada
que m e vio nacer.

364
Nada perm anecía en la ciudad fant asm a, levant ada sobre el desiert o: volvía a ser
ot ro desiert o, de casi nueve m illones que no sent ían nada det rás, que ni siquiera
disponían de ese sim ulacro de la et ernidad que en ot ras naciones eran los
m onum ent os de piedra de su pasado. Nada.
Cam inó sin rum bo.

YA ERA M ÁS D E M ED I AN OCH E

cuando volvió a la casa de los Olm os. Silenciosam ent e se acercó com o a un ser
dorm ido que no se quiere despert ar, cuyo sueño se desea preservar com o algo m uy
frágil y querido. Ah, si fuera posible volver a ciert as épocas de la vida com o se
podía volver a los lugares en que t ranscurrieron, pensaba. Los m ism os sit ios en que
t reint a años at rás había escuchado su voz grave recit ar un poem a de Machado.
Rescat ar aquel m om ent o del t ránsit o sigiloso pero inexorable. Aquella realidad que
apenas subsist ía en un recuerdo cada día m ás im preciso.
Su exist encia había sido un correr det rás de fant asm as y de cosas irreales, o por lo
m enos de esas cosas que las gent es práct icas j uzgan irreales. Y porque t odo en él
era com o un perder el present e para dej arlo que se convirt iese en pasado, en
nost álgico recuerdo, en sueños perdidos, invocado com o en ese m om ent o lo hacía,
siem pre en vano, cuando ya nada ni nadie puede volver, cuando la m ano del ser
que en aquel t iem po quisim os ni siquiera pueda rozarnos ya la m ej illa, com o lo
había hecho Georgina t reint a años ant es en aquel j ardín, en una noche parecida a
la que ahora lo veía solit ario. Se sent ía com o un fracasado, y sent ía ese fracaso con
un sent im ient o de culpa, quizá provocado por el recuerdo de aquel hom bre enérgico
y rudo que había sido su padre: uno de esos hom bres que enfrent aban con coraj e
est a vida fugit iva y cruel pero m aravillosa en cada segundo del present e. Pero él,
en cam bio, siem pre había sido un cont em plat ivo que dolorosam ent e sufría la
sensación del t iem po que pasa y que se lleva con él t odo lo que querríam os et erno.
Y en lugar de luchar con él se rendía de ant em ano y se em peñaba luego en
recordarlo con m elancolía, invocando sus espect ros, im aginando fij arlos de alguna
m anera en un poem a o en una novela; int ent ando —y lo que era peor,
im aginándolo int ent ar— esa em presa desproporcionada a sus fuerzas que era lograr
al m enos un fragm ent o de et ernidad, aunque fuese un fragm ent o pequeñit o y
fam iliar, t an m odest o —pero t am bién t an pat ét ico— com o una losa funeraria, con

365
algunos nom bres y un significat iva inscripción, ant e la cual ot ros seres, ot ros
hom bres y m uj eres de los t iem pos venideros, t rist es y m edit at ivos com o él, y por
m ot ivos sem ej ant es, det endrían el vert iginoso curso de sus días y sent irían, aunque
fuese por unos inst ant es, t am bién ellos la ilusión de la et ernidad.
Georgina, m urm uró, acariciando aquella rej a oxidada y cont em plando aquella
m agnolia, com o si ent re las ruinas del j ardín abandonado su espírit u pudiera
hacerse present e y hast a la apariencia de su cuerpo, con aquella levísim a arruga en
la frent e que parecía pregunt ar sobre el sent ido de la vida, sobre las ilusiones y la
frust ración de la exist encia; pero apenas ext rañada, con el recat o y la m odest ia de
t odas sus pregunt as. Georgina, m urm uró de nuevo hacia las som bras.
Ent re los despoj os de t u cuerpo,
ent re gusanos ham brient os y febriles,
aun allí est ará m i alm a,
com o un ant iguo habit ant e de la t ierra devast ada,
ya sin hogar y sin pat ria,
com o un huérfano que busca a los seres queridos,
ent re grit os anónim os
y escom bros.
Am buló hast a la m adrugada, luego volvió a su casa e int ent ó dorm ir. Su sueño fue
agit ado y sufrient e. Y de pront o soñó que est aba solo, en un lugar inciert o. Alguien
parecía llam arlo. Era arduo dist inguir sus rasgos, t ant o por la falt a de luz com o por
la condición leprosa de su piel, que caía en j irones. Com prendió que era un cadáver
que int ent aba hacerse com prender: el cadáver de su padre.
Se despert ó angust iado, con int enso dolor de corazón.
Y de nuevo lo acom et ió la idea del fracaso. Y t am bién la de la t raición al espírit u de
aquella raza de que provenía. Le dio vergüenza de sí m ism o.

I N ESPERAD A ACTI TUD D E BRUN O AL LEVAN TARSE

Se dirigió a la est ación Chacarit a, lugar de Buenos Aires que había evit ado
dolorosam ent e, siem pre, desde aquel año 1953 en que m urió su padre. Y ahora,
ot ros veint e años m ás t arde, se sent ía im pulsado a volver a su pueblo. Qué iba a
hacer? Qué se proponía?

366
VI AJE A CAPI TÁN OLM OS, QUI ZÁ EL ÚLTI M O

Tuvo sueños que m ucho m ás t arde int ent ó desent rañar. Pero cóm o nadie puede
desent rañar el significado de los sueños?
" Capit án Olm os" , oyó, ent redorm ido. Y le pareció que era el viej o don Pancho que
lo m urm uraba desde su cuerpo m om ificado. Miró. No, nadie. Medina habría por fin
m uert o. Y t am bién, seguram ent e, el com isionist a Bengoa. O t al vez no se harían
m ás com isiones.
Lent am ent e cam inó hacia la casa en que había nacido, y de nuevo sint ió la
conm oción que había experim ent ado cuando su padre se m oría, al oír el isócrono
ruido de las m aquinarias. Se det uvo a m edia cuadra e int uyó que ya no ent raría en
la casa ni vería a los herm anos sobrevivient es, aunque en aquel m om ent o no
com prendió por qué. En cam bio se encam inó hacia la plaza y se sent ó en uno de
aquellos bancos cercanos a la palm era en que se escondían en las noches de
verano. Cine- t eat ro Colón: desde la et ernidad lo m iraban William s S. Hart y Eddie
Polo, com o cowboys, com o m iem bros de la Real Policía Mont ada del Canadá.
Después se dirigió al cem ent erio. Las viej as casas de ladrillo, pint adas de rosado o
celest e, con sus cercos de cinacina o de cact os.
En el at ardecer, descifraba las inscripciones, nom bres que poblaron su infancia,
apellidos de fam ilias que desaparecieron, que fueron t ragadas por el Buenos Aires
de los años 30, cuando t odos aquellos pueblos de cam paña fueron diezm ados por la
crisis, dej ando a sus m uert os m ás solos que ant es.
Los Peña. Ahí est aba el sepulcro de Escolást ica. La Señorit a Mayor, eso es. La
m ist eriosa solt erona, llena de punt illas y perifollos, con su páis y su m áiz
acent uados en la a, y sus m aneras de argent ina viej a. Y los Prados, los Olm os, que
un siglo ant es habían resist ido a los m alones de los pam pas. Y t am bién los Murray:

I n loving m em ory
of
John C. Murray
Who depart ed t his life
j anuary 25 t h. 1882
at t he age of 40 years.
Erect ed by bis fond wife and children.

Hast a que por fin, un poco inclinada hacia un cost ado, la t um ba de su m adre:

367
María Zeno de Bassán
Nacida en Venecia en 1870
Muert a en est e pueblo en 1913.

Y la de su padre, al lado, y la de sus herm anos. Se quedó un largo rat o allí. Luego
com prendió que era inút il, que era m uy t arde, que debía irse.
piedras ensim ism adas
vuelt as hacia qué pat rias del silencio
t est igos de la nada
cert ificados del dest ino final
de una raza ansiosa y descont ent a
abandonadas m inas
donde en ot ro t iem po
hubo explosiones
ahora t elarañas.
Com enzó a m archar hacia la salida, viendo o ent reviendo ot ros nom bres de su
infancia: Audiffred, Despuys, Murphy, Mart elli.
Hast a que de pront o vio con asom bro una lápida que decía:

Ernest o Sabat o
Quiso ser ent errado en est a t ierra
con una sola palabra en su t um ba
PAZ

Se apoyó en una pequeña verj a y cerró sus oj os. Después, cuando volvió a abrirlos,
con t odo, salió del cem ent erio con un sent im ient o que nada t enía de t rágico: los
fúnebres cipreses, el silencio de la noche que se avecinaba, el aire con t enues
olores de pam pa, esos sut iles y apagados adem anes de la infancia ( com o los de un
viaj ero que se va para siem pre y que desde la vent anilla del t ren hace púdicas
señales de despedida) le producían m ás bien esa sensación de m elancólico reposo
que se sient e de niño cuando se pone la cabeza en el regazo de la m adre, cerrando
t odavía los oj os llenos de lágrim as, después de haber sufrido una pesadilla.
" Paz" . Sí, seguram ent e era eso y quizá sólo eso lo que aquel hom bre necesit aba,
m edit ó. Pero por qué lo había vist o ent errado en Capit án Olm os, en lugar de Roj as,
su pueblo verdadero? Y qué significaba esa visión? Un deseo, una prem onición, un
am ist oso recuerdo hacia su am igo? Pero cóm o podía considerarse com o am ist oso
im aginarlo m uert o y ent errado? En cualquier caso, fuera com o fuera, era paz lo que
seguram ent e ansiaba y necesit aba, lo que necesit a t odo creador, alguien que ha
nacido con la m aldición de no resignarse a est a realidad que le ha t ocado vivir;

368
alguien para quien el universo es horrible, o t rágicam ent e t ransit orio e im perfect o.
Porque no hay una felicidad absolut a, pensaba. Apenas se nos da en fugaces y
frágiles m om ent os, y el art e es una m anera de et ernizar ( de querer et ernizar) esos
inst ant es de am or o de éxt asis; y porque t odas nuest ras esperanzas se conviert en
t arde o t em prano en t orpes realidades; porque t odos som os frust rados de alguna
m anera, y si t riunfam os en algo fracasam os en ot ra cosa, por ser la frust ración el
inevit able dest ino de t odo ser que ha nacido para m orir; y porque t odos est am os
solos o t erm inam os solos algún día: los am ant es sin el am ado, el padre sin sus
hij os o los hij os sin sus padres, y el revolucionario puro ant e la t rist e
m at erialización de aquellos ideales que años at rás defendió con su sufrim ient o en
m edio de at roces t ort uras; y porque t oda la vida es un perpet uo desencuent ro, y
alguien que encont ram os en nuest ro cam ino no lo querem os cuando él nos quiere,
o lo querem os cuando ya él no nos quiere, o después de m uert o, cuando nuest ro
am or es ya inút il; y porque nada de lo que fue vuelve a ser, y las cosas y los
hom bres y los niños no son lo que fueron un día, y nuest ra casa de infancia ya no
es m ás la que escondió nuest ros t esoros y secret os, y el padre se m uere sin
habernos com unicado palabras t al vez fundam ent ales, y cuando lo ent endem os ya
no est á m ás ent re nosot ros y no podem os curar sus ant iguas t rist ezas y los viej os
desencuent ros; y porque el pueblo se ha t ransform ado, y la escuela donde
aprendim os a leer ya no t iene aquellas lám inas que nos hacían soñar, y los circos
han sido desplazados por la t elevisión, y no hay organit os, y la plaza de infancia es
ridículam ent e pequeña cuando la volvem os a encont rar.
Oh, herm ano m ío, pensó con palabras alt isonant es, para púdicam ent e ironizar ant e
sí m ism o su t rist eza, que al m enos int ent ast e lo que yo nunca t uve fuerzas para
hacer, lo que en m í j am ás pasó de abúlico proyect o, que t rat ast e de lograr lo que
aquel sufrient e negro con su blues, en el sórdido cuart ucho de una ciudad sucia y
apocalípt ica; cuánt o t e com prendo para querer vert e ent errado, descansando en
est a pam pa que t ant o añorast e, y para soñart e sobre t u lápida una pequeña
palabra que al fin t e preservase de t ant o dolor y soledad!
Sus pasos lo llevaron calladam ent e en la noche hacia su casa de la niñez, ahora de
ot ros. Había luces, dent ro. Quiénes eran aquellas gent es?
Es el alm a un ext raño en la t ierra?
Adónde dirige sus pasos?
Es la voz lunar de la herm ana a t ravés de la noche sagrada la que oye el peregrino
el som brío
en su barca noct urna
en los est anques lunares
ent re podridos ram aj es, ent re m uros leprosos.
El delirant e est á m uert o

369
se ent ierra al ext raño.
Herm ana de t em pest uosa t rist eza
m ira!
Una barca angust iada naufraga
baj o las est rellas
el rost ro callado de la noche.

Porque no hay poesía fest iva, alguien había dicho, pues quizá sólo del t iem po y de
lo irreparable puede hablar. Y t am bién alguna vez se dij o ( pero quién, cuándo?)
que t odo un día será pasado y olvidado y borrado: hast a los form idables m uros y el
gran foso que rodeaba a la inexpugnable fort aleza.

370
GLOSARI O

Aguant adero: lugar donde se esconden o " aguant an" los delincuent es m ient ras
pasa el peligro.
Aguant ar piola: aguant ar algo sin pest añear.
Alm acén de ram os generales: gran t ienda de cam po en que se vende t odo: desde
el j abón a los arados.
Apuro: prisa.
At ent i ( argot ) : at ención.
Avivado: ast ut o, hábil. La " avivada port eña" . La ast ut a habilidad.
Babieca ( argot ) : t ont o.
Banda orient al: Uruguay.
Baqueano: hom bre conocedor de la pam pa que servía de guía a los ej ércit os del
siglo pasado.
Bárbaro ( argot ) : not able.
Best ial ( argot ) : sensacional.
Bife: bist ec.
Biógrafo: cinem at ógrafo.
Birom e: bolígrafo.
Bodrio padre: lío gigant esco.
Bocho ( argot ) : cabeza.
Boludo ( argot ) : t ont o, idiot a.
Bronca ( argot ) : rabia.
Buena noche: Se acabó t odo.

Cache ( argot ) : significa persona vulgar, generalm ent e de barrio, con grot esca
elegancia.
Cam pit o: expresión m uy argent ina que a veces puede t ener m uchas hect áreas.
Canchero ( argot ) : hábil.
Cañonazo: algo sensacional, part icularm ent e referido a la m uj er.
Capá que no m e oía: quizá no m e oía.
Capicúa: palabra de dialect o it aliano m uy com ún en Buenos Aires, quiere decir
capocoda, es decir, cabeza- cola, y se aplica a ciert os núm eros com o 713317, que
son idént icos leídos desde cada ext rem o.
Casco: part e cent ral de la est ancia en donde se levant an las casas de los pat rones,
que generalm ent e van a habit arla en sus vacaciones.
Cena: palabra que la gent e de clase alt a no em plea j am ás y cuyo uso delat a
inst ant áneam ent e el origen plebeyo. Se dice " com ida" .

371
Cipayo: ext ranj erizant e, individuo al servicio del im perialism o.
Coger: expresión bast a y obscena para designar el act o sexual.
Colim ba ( argot ) : servicio m ilit ar.
Com edido: servicial.
Com isario: j efe de una com isaría de sección o pueblo.
Concha ( argot ) : palabra fuert e con que se designa en Buenos Aires el órgano
sexual fem enino.
Conchabar: arcaísm o por t rabaj ar.
Considerar los árboles: cont em plar los árboles.
Convent illo: casa de inquilinat o m uy pobre.
Corso ( argot ) : caos.
Crepar ( argot ) : m orir, que com o casi t odo el lunfardo deriva de dialect os it alianos.
Criadilla: t est ículo.
Cucha: casilla del perro; cucha ant árt ica sería una casilla de perro en t errit orio
frígido.
Curda: est ar en curda es est ar borracho.

Chacot ón: brom ist a divert ido.


Chasco: inesperado desengaño.
Chat a: carro grande.
Chim ent o ( argot ) : chism e.
Chinches: chinchet as.
Chinchulín: int est ino delgado.
Chirusa ( argot ) : chica de barrio.
Chirusaj e: form a despect iva para denom inar a la gent e hum ilde.
Chocham u: m uchacho en "vesre" .
Churro ( argot ) : m uj er m uy linda.

Dale que va: adelant e, siga no m ás.


Despachar: vender algo a un parroquiano.
Despelot ado ( argot ) : significa hecho un caos.

Enchufar: m et er, poner algo en un aguj ero.


Ent ret ención ( arcaísm o) : ent ret enim ient o.
Enyet ado: que t rae m ala suert e.
Escabio ( argot ) : bebida.
Escolado: j uego de azar.

Fiero: feo.

372
Funcar ( argot ) : funcionar.
Fundir: quebrar un negocio.

Gallet a: pan de cam po.


Gait a ( argot ) : español.
Galerit a: Som brero hongo.
Gansada ( argot ) : idiot ez, t ont ería.
Gil ( argot ) : com o boludo.
Gorda ( argot ) : t rat am ient o afect uoso que se da a cualquier am iga. Muj eres un poco
t ont as y snobs de la clase alt a argent ina.
Grasa ( argot ) : un cuerpo, un t ipo de la calle.
Grasún: véase grasa.
Grupo ( argot ) : m ent ira.
Guaranguería: palabra m uy argent ina que significa vulgaridad.
Guit a ( argot ) : dinero.

Hist oriet a: t ira cóm ica.


Hubo avivada general: t odo el m undo se dio cuent a, t odo el m undo se despert ó.

I ngenio: em presa agrícola donde se ext rae y elabora el azúcar.


Joda ( argot ) : en est e caso, farra, fiest a, diversión.
Joder ( argot ) : em brom ar, est afar, fast idiar, cansar, m olest ar.
Jodido cuadrúpedo ( argot ) : es fast idioso cuadrúpedo.
Jodón: persona m uy divert ida. Con guit a, brom ist a con dinero.
Jovat a ( argot ) : viej a.
Junt a el m ai: ( cam pero) : cosecha del m aíz.

Laburo: t rabaj o; Cabrerar, t rabaj ar.


Lapiceras: bolígrafos.
Linyera ( cam pero) : vagabundo que recorría librem ent e las pam pas.

Macanas: t ont erías o m ent iras.


Macaneo: falso, m ent ira.
Machacan: insist en.
Malón: es el at aque que los indios hacían en los t iem pos en que incursionaban en
las pam pas.
Mandarse ( argot ) : at racarse; m andarse una t allarinada, at racarse de t allarines.
Hacer algo: " el t ipo se m andó el j et " .
Manflora ( lenguaj e cam pero ant iguo) : invert ido sexual.

373
Mant enerse piola ( argot ) : m ant enerse t ranquilo.
Marcador: rot ulador.
Masoca ( argot ) : m asoquist a.
Medialuna: croisant .
Medias: m edias m uy cort as quiere decir calcet ines.
Me las t om é ( argot ) : m e fui.
Mensual: peón que t rabaj a por m es.
Mersa: persona vulgar, de pueblo, grosera.
Mersaj e: conj unt o de m ersas.
Milanesa: escalope.
Mina ( argot ) : m uj er, generalm ent e desde el punt o de vist a sexual.
Minón ( argot ) : m uj er j oven m uy at ract iva.
Minga ( del lom bardo) : nada.
Mocit o: j oven.
Morfar ( argot ) : com er.
Mont e: bosquecillo.
Mont os: Mont oneros, agrupación arm ada j uvenil peronist a.
Mucam as: cam areras.

Negro: en Argent ina no hay negros. Las palabras negro o negrit o se aplican a
personas de piel cobriza.
No m e apart o: significa no lo dudo.

Palenque: la barra en que el paisano at a su caballo.


Pam pero: vient o sur.
Paquet ón: elegant e.
Pelópidas ( argot ) : pelot udo, t ont o.
Pelot udo ( argot ) : t ont o.
Pibe: equivalent e a " chaval" .
Picana: inst rum ent o eléct rico de t ort ura.
Pichicat a: rem edio.
Pionar ( cam pero) : t rabaj ar de peón.
Pirovar ( argot ) : el act o de am or físico, violar sexualm ent e.
Podé rum biá: puedes orient art e, rum bear.
Porot o ( cam pero) : frij ol.
Post ra: la deprim e, la cansa.
Propio una m ierda: llena de las form as it alianas que se usan en Buenos Aires en los
m edios vulgares.

374
Puest o de est ancia: casa en que vive alguno de los cuidadores de las vast as
posesiones argent inas.
Pucho ( argot ) : colilla del cigarrillo.
Punt o ( argot ) : individuo explot ado o engañado.
Purret e ( argot ) : niño pequeño.

Raj ar ( argot ) : huir.


Raj e ( argot ) : huida.
Rasquet ear: pasarle un cepillo duro al caballo.
Regrasún ( argot ) : algo así com o un grasún elevado a la segunda pot encia.

Sant o: cum pleaños.


Secar ( argot ) : fast idiar.
Sonsa: t ont a, en m at iz cariñoso.
Sulky: coche de t iro de dos ruedas.
Supo t ener: en argent ino arcaico significa llegó a t ener. " Supo t ener t ienda " , llegó
a t ener t ienda.

Tanga: recurso.
Tapera: vivienda m uy precaria.
Tat a: padre; en argent ina, viej o.
Terut eru: ave zancuda de la llanura argent ina.
Tienda: negocio en que se venden géneros.
Tirado ( argot ) : en Buenos Aires significa est ar en las m alas.
Tirifilo: persona grot escam ent e delicada.
Toscano: cigarro de hoj a que ant es fum aba la gent e de pueblo.
Tranquera: port ón de cam po.
Tricot as: j erseys.
Tripa gorda: int est ino grueso en lenguaj e cam pero.
Tuco ( argot ) : salsa.
Turrit a ( argot ) : prost it ut a.

Vereda: acera.
Vesre: es revés, y hablar en vesre, t al com o sucedió en ciert as épocas en
Argent ina, es decir, por ej em plo " chocham us" en lugar de m uchacho.
Vichar ( argot ) : observar.
Vict oria: coche de punt o o plaza.
Vino el biógrafo y buena noche: significa vino el cinem at ógrafo y se acabó t odo.
Vist a: film e.

375
Viva la pepa: diversión.
Vivacho ( argot ) : ast ut o, hábil, vivo, list o.
Vivanco ( argot ) : com o vivacho.
Volant a: t radicional coche de cuat ro ruedas.

Yela: hiela a la m anera del argent ino viej o del cam po.
Yerba ( argot ) : m arihuana.
Yerra: m arcación de la hacienda. Const it uye un día de fiest a en el cam po sin que
por ello se int errum pa el t rabaj o.

376
Í N D I CE

ALGUNOS ACONTECI MI ENTOS PRODUCI DOS EN LA CI UDAD DE BUENOS AI RES EN


LOS COMI ENZOS DEL ANO 1973

En la t arde del 5 de enero ............................................................................. 7


En la m adrugada de esa m ism a noche ............................................................. 7
Test igo, t est igo im pot ent e ............................................................................. 9

CONFESI ONES, DI ÁLOGOS Y ALGUNOS SUEÑOS ANTERI ORES A LOS HECHOS


REFERI DOS, PERO QUE PUEDEN SER SUS ANTECEDENTES, AUNQUE NO SI EMPRE
CLAROS Y UNÍ VOCOS. LA PARTE PRI NCI PAL TRANSCURRE ENTRE COMI ENZOS Y
FI NES DE 1972. NO OBSTANTE, TAMBI ÉN FI GURAN EPI SODI OS MÁS ANTI GUOS,
OCURRI DOS EN LA PLATA, EN EL PARÍ S DE PREGUERRA, EN ROJAS Y EN CAPI TÁN
OLMOS ( PUEBLOS, ESTOS DOS, DE LA PROVI NCI A DE BUENOS AI RES)

Algunas confidencias hechas a Bruno ............................................................ 14


No sabía bien cóm o apareció Gilbert o ........................................................... 19
Reaparece Schneider? ................................................................................ 22
Cavilaciones, un diálogo ............................................................................. 24
Quique est aba som brío................................................................................ 34
Pocas soledades com o la del ascensor y su espej o........................................... 38
Cam inaba hacia la Recolet a ......................................................................... 39
Un pedido de cuent as.................................................................................. 41
En el crepúsculo ......................................................................................... 45
Nacho ent ró en su cuart o ............................................................................ 46
El doct or Ludwig Schneider .......................................................................... 47
De aquel affiche ......................................................................................... 56
Un cockt ail ................................................................................................ 57
Marcelo, dij o Silvina, y su cara era un ruego .................................................. 60
Sim plem ent e por debilidad, pensaba S. ......................................................... 60
Toda esa noche Marcelo cam inó al azar ......................................................... 65
El payaso .................................................................................................. 69
El surgim ient o de los herm anos .................................................................... 70
Se celebra la salida de un libro de T. B. ......................................................... 72
Sint ió la necesidad de volver a La Plat a ......................................................... 73
El reencuent ro ........................................................................................... 74

377
Era ya de noche cuando volvió Agust ina ........................................................ 76
Prim era com unicación de Jorge Ledesm a ....................................................... 79
Se despert ó grit ando .................................................................................. 81
El j oven Muzzio .......................................................................................... 82
I nt eresant es elem ent os de la ent revist a ........................................................ 83
Querido y rem ot o m uchacho ........................................................................ 85
Esos sueños m e volverán loca ..................................................................... 100
Diferent es clases de dificult ades .................................................................. 100
Seguía su m ala suert e, era evident e ............................................................ 104
Nacho siguió a su herm ana desde lej os......................................................... 115
Sobre pobres y circos................................................................................. 115
Los sueños de la com unidad........................................................................ 125
Un desconocido ......................................................................................... 129
Segunda com unicación de Jorge Ledesm a ..................................................... 129
Los m iró con irrit ado desalient o ................................................................... 130
Bruno quería irse....................................................................................... 131
Bueno, el est ruct uralism o! .......................................................................... 132
A Bruno lo fascinaba aquel rost ro................................................................. 136
Bueno, est á bien ....................................................................................... 137
Morir por una causa j ust a ........................................................................... 143
Hacía m uchos años .................................................................................... 144
Nunca lo había vist o .................................................................................. 144
Salió del café y volvió al parque .................................................................. 145
Una especie de inm ort alidad del alm a........................................................... 158
Quique..................................................................................................... 162
Le hizo bien respirar el aire de la noche ........................................................ 164
Cam inaba lent am ent e hacía la Plaza Boulogne- Sur- Mer ................................. 165
Apenas salió Sabat o................................................................................... 166
Y la idea de los congelados, Quique? ............................................................ 168
Diversas propuest as suscit adas por la Welt anschauung de Quique .................... 169
I deas de Quique sobre la nueva novela......................................................... 170
No, cóm o Marcelo podría pregunt arle nada? .................................................. 175
No, Silvia, no m e m olest an t us cart as........................................................... 188
Ent ra con t im idez ...................................................................................... 189
Abrió el libro y encont ró su m arca................................................................ 191
Ahí est aba ................................................................................................ 191
Una advert encia ........................................................................................ 195
Report aj e ................................................................................................. 195
Hast a que por fin se encont raron ................................................................. 199

378
Nuevam ent e sus pasos lo llevaron hacia la plaza............................................ 204
Por aquellos días lo llam ó Mem é Varela ........................................................ 204
Dat os a t ener en cuent a ............................................................................. 207
Ot ro dat o que debe t om arse en cuent a ( Jean Wier, De praest igiis, 1568) .......... 208
Ciert os sucesos producidos en París hacia 1938 ............................................. 208
Un report aj e ............................................................................................. 242
I ba por Corrient es ..................................................................................... 243
El Dr. Schnit zler ........................................................................................ 250
Exposición del doct or Albert o J. Gandulfo ...................................................... 255
Tercera com unicación de Jorge Ledesm a....................................................... 265
Toda esa noche Sabat o m edit ó .................................................................... 266
Cost a lo m iraba ......................................................................................... 266
Ent onces, chicas........................................................................................ 267
Reflexionaba en las palabras de Fernando ..................................................... 274
Con la llegada del Coco Bem berg ................................................................. 275
Mirá est a cara, le dij o el Nene ..................................................................... 277
Mient ras Quique asist ía a una nueva fase...................................................... 281
Se despreciaba por est ar en esa quint a ........................................................ 285
A la m añana quiere escribir......................................................................... 286
Cuando Bruno llegó al café ......................................................................... 290
Al salir ..................................................................................................... 292
Al ot ro día, a la m ism a hora ........................................................................ 293
Oh, herm anos m íos! .................................................................................. 294
De ent re los recort es ................................................................................. 300
Esa t arde S. cam inó largam ent e .................................................................. 301
Mient ras Nacho ......................................................................................... 302
Porque, qué clase de t ernura....................................................................... 310
Pasó un t iem po ......................................................................................... 311
Nuevam ent e est aban sobre la pist a.............................................................. 312
Al ot ro día, en La Biela ............................................................................... 313
Ella se convirt ió en una llam eant e furia......................................................... 316
Mient ras t ant o .......................................................................................... 316
Silencioso y angust iado .............................................................................. 318
Al llegar a su casa ..................................................................................... 319
Últ im a com unicación de Jorge Ledesm a ........................................................ 320
Salió a cam inar sin rum bo .......................................................................... 320
El ascenso ................................................................................................ 328
Un gran silencio reinaba en la ciudad ........................................................... 330
Salían por cent enares del subt erráneo .......................................................... 331

379
Ent raron dos con una lint erna ..................................................................... 334
A est a hora los Reyes Magos est án en cam ino ............................................... 342
Más o m enos a la m ism a hora ..................................................................... 342
La casit a parecía m ás desam parada que nunca .............................................. 343
El día 6 de enero de 1973 ........................................................................... 346
Una rat a con alas ...................................................................................... 348
Georgina y m uert e .................................................................................... 350
Su padre, su padre .................................................................................... 351
Veint icinco años después, las cosas, los hom bres ........................................... 351
Muert e de Marco Bassán ............................................................................. 354
Cam inó por Alm irant e Brown ....................................................................... 362
Un hom bre de ot ro t iem po .......................................................................... 363
Ya era m ás de m edianoche ......................................................................... 365
I nesperada act it ud de Bruno al levant arse .................................................... 366
Viaj e a Capit án Olm os, quizá el últ im o .......................................................... 367

Glosario ................................................................................................... 371

380
I m p r eso en el m es d e febrero d e 1 9 8 1
en I . G. Seix y Bar r al Hn os. S. A.
Car r et er a d e Cor n ell a 13 4 - 1 3 8
Esp lu g u es d e Llobregat
( Bar cel on a)

381

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